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El duelo de honor: De Casanova a Borges
El duelo de honor: De Casanova a Borges
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El duelo de honor: De Casanova a Borges

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Marta Salís ha reunido en El duelo de honor veintidós relatos que, desde la corte de Varsovia hasta un remoto rincón en las costas de Groenlandia, ilustran este peculiar recurso para resolver deudas y ofensas entre hombres amparados en una civilización que parece resolver, de este modo, su propia deuda con la brutalidad. El duelo puede tomar la forma de un juicio de Dios (Kleist), de una advertencia romántica (Pushkin), de un error fatal (Merimée, Dumas), de un extrañísimo despertar moral (Chéjov), de una persecución kafkiana (Conrad); puede incriminar a valientes y a pusilánimes (Maupassant, Nabókov), y dejar a los testigos y padrinos con dolorosos deberes (Teleshov, Schnitzler); o puede, sencillamente, simularse (Lapham) e incluso no celebrarse (Dickens, Crane, Twain). De la sorna caballeresca del almirante Marryat a la oscuridad casi erótica de Vargas Llosa, los temas de esta antología siguen vigentes.

LanguageEspañol
Release dateNov 2, 2016
ISBN9788490652428
El duelo de honor: De Casanova a Borges
Author

Varios Autores

<p>Aleksandr Pávlovich Ivanov (1876-1940) fue asesor científico del Museo Ruso de San Petersburgo y profesor del Instituto Superior de Bellas Artes de la Universidad de esa misma ciudad. <em>El estereoscopio</p> (1909) es el único texto suyo que se conoce, pero es al mismo tiempo uno de los clásicos del género.</p> <p>Ignati Nikoláievich Potápenko (1856-1929) fue amigo de Chéjov y al parecer éste se inspiró en él y sus amores para el personaje de Trijorin de <em>La gaviota</em>. Fue un escritor muy prolífico, y ya muy famoso desde 1890, fecha de la publicación de su novela <em>El auténtico servicio</em>.</p> <p>Aleksandr Aleksándrovich Bogdánov (1873-1928) fue médico y autor de dos novelas utópicas, <em>La estrella roja</em> (1910) y <em>El ingeniero Menni</em> (1912). Creía que por medio de sucesivas transfusiones de sangre el organismo podía rejuvenecerse gradualmente; tuvo ocasión de poner en práctica esta idea, con el visto bueno de Stalin, al frente del llamado Instituto de Supervivencia, fundado en Moscú en 1926.</p> <p>Vivian Azárievich Itin (1894-1938) fue, además de escritor, un decidido activista político de origen judío. Funcionario del gobierno revolucionario, fue finalmente fusilado por Stalin, acusado de espiar para los japoneses.</p> <p>Alekséi Matviéievich ( o Mijaíl Vasílievich) Vólkov (?-?): de él apenas se sabe que murió en el frente ruso, en la Segunda Guerra Mundial. Sus relatos se publicaron en revistas y recrean peripecias de ovnis y extraterrestres.</p>

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    El duelo de honor - Marta Salís

    El duelo de honor

    De Casanova a Borges

    Selección:

    Marta Salís

    Presentación:

    Francisco Solano

    Traducción:

    Ismael Attrache, Roberto Bravo de la Varga, Víctor Gallego, María Teresa Gallego Urrutia, Isabel Hernández, Amaya Lacasa, María Lozano, Elena Martínez, Aurelio Martínez Benito,

    Blanca Ortiz Ostalé, Daniel de la Rubia,

    Marta Salís, Marta Sánchez-Nieves y Miguel Temprano García

    ALBA

    Presentación

    Parece fuera de duda, a estas alturas del siglo xxi, que el duelo de honor ha quedado reducido a la estampa de una encorsetada exhibición de valentía, sufragada por un valor –el honor– hoy despojado del ímpetu o la soberbia que imponía desafiar al difamador y arriesgar la vida en un pleito de armas. Sentirse hoy mortalmente agraviado, ya sea por un insulto deliberado, una deslealtad sentimental o un comportamiento grosero, hasta el extremo de sostener una rencilla que pretenda liquidar al ofensor, o al menos inducirlo a retractarse con el apremio de una pelea, probablemente delataría debilidad de carácter –lo contrario de lo que sentían los impulsivos duelistas– y acaso un empecinamiento de víctima próximo a la neurastenia. Aquella forma de reparación, tan plástica, tan teatral, permanece en el imaginario colectivo asociada a rígidas reglas de pertenencia a una clase, derivada de los ideales caballerescos y de las fantasías del feudalismo.

    Con el Renacimiento el duelo de honor dejó atrás el arbitraje de Dios, la ordalía; la Iglesia prohibió los desafíos para resolver agravios; y en la Ilustración se vería como una atrocidad. Ya Montaigne había escrito: «Me gustaría que me dieran razón de estas leyes del honor que con tanta frecuencia se oponen a las de la razón y las turban». Pero, a despecho del ensanchamiento social de la razón, el duelo de honor se extendió más allá del siglo xix, con notables coletazos en el siglo xx. La ilegalidad a que fue proscrito no impidió su práctica, y no ha de resultar sorprendente que los últimos lances fueran protagonizados por políticos. Es recurrente el caso del presidente Allende de Chile que, en 1952, siendo senador, se batió a pistola con otro senador, sin merma física de ninguno por la mala puntería de los contendientes.

    Confluyen en el duelo de honor muchos elementos desorbitados: los motivos que lo promueven, cuya magnitud se sostiene en la persistencia de códigos anacrónicos, más banales cuanto mayor es la soberbia del ofendido, y no obstante útiles para mantener la jerarquía social; el encarecimiento de la arrogancia, la ineptitud o destreza con las armas, el miedo, la confrontación, en fin, con el destino… Nada de ello es ajeno a la literatura y se diría que su acumulación está reclamando una narración. El antecedente más remoto se revela en la trabazón de cuerpos, en la rivalidad de la fuerza de Gilgamesh y Enkidu en el relato más antiguo que conocemos. La resonante pugna de Héctor y Aquiles en la Ilíada es otro precedente memorable que ya nos instruye sobre el rencor y la venganza que habrán de nutrir no pocas disputas de sangre en la historia de la literatura.

    El duelo de honor es otra cosa: una estilización del combate, una guerra privada que, al oponerse a las leyes que lo prohíben, intenta reparar la imagen maltratada que provoca una ofensa, reclamando otra forma de justicia con la abstracción del honor que irremediablemente deriva de la dignidad ante Dios, aunque no se apele a su designio; y con esa liturgia clandestina los contendientes se emplazan en un significado al margen de la vulgaridad y de la resignada moralidad de su época. Pues no hay que olvidar el carácter reservado de estas querellas, precisamente porque en su forzada cautela para ejercerlas alientan con mayor desenvoltura sus contradicciones, su naturaleza delictiva y los recursos que se prestan a servir de materia narrativa.

    Esta selección, tan atentamente preparada por Marta Salís, ordenados los relatos según la fecha de publicación, abarca casi doscientos años, y si en una primera impresión pudiera parecer que progresa desde una semblanza caballeresca en Varsovia −con el desafío muy ritualizado, pero ya castigado con pena de muerte− y una imitación del tratado filosófico, que siempre tentó la pluma de Casanova, para concluir en una suerte de sátira dramática en el Ártico de la mano del proveedor de «patrañas» Jørn Riel −con un relato donde un retrete es un factor desencadenante para «exigir una satisfacción»−, es indudable cierta irreverencia al afrontar el tema. No faltan en esta antología momentos vibrantes en los que el duelo de honor recibe un tratamiento de desacreditación humorística −en Charles Dickens, Mark Twain, Wilkie Collins, Stephen Crane o Vladímir Nabókov−, de ridículo en Frederick Marryat o sembrando de sarcasmo cualquier noble cualidad del duelo en la guía disolvente de Charles Leroy.

    De manera que la observación de V. G. Kiernan en El duelo en la historia de Europa (Alianza, 1992), que, como historiador, le tiene apego al realismo, al declarar que lo que «los escritores y artistas serios han hecho con el tema es a menudo más significativo que los combates auténticos, la mayoría de los cuales son vulgares y triviales, algunos desagradablemente brutales», tiene aquí su pertinencia. En efecto, en estas páginas escasea la brutalidad física. Pero no podía ser de otro modo, ya que su lugar, poco artístico, ha sido sustituido por la fogosidad moral suscitada por el carácter gratuito de la ofensa que motiva el duelo, que puede llevar a la propia aniquilación, como le sucede al «apuesto Signoles» del cuento de Maupassant, por lo demás un vizconde «que manejaba bien la espada, y todavía mejor la pistola». Si un escritor quisiera poner brutalidad en su prosa, elegiría otro asunto más encarnizado. Lo más cerca de ese énfasis en esta selección se encuentra en el relato de Heinrich von Kleist: transcurre en el siglo xiv y conserva el estrépito de las armaduras y la polvareda de la refriega; otro tanto podría decirse del cuento de Vargas Llosa, más actual, puramente pendenciero, pero subyugado por una providencial furia erótica.

    «El duelo», de Joseph Conrad, acaso pueda considerarse el texto más emblemático. Esta nouvelle concentra, en un trepidante período de quince años, con el fragor y los desplazamientos de las guerras napoleónicas, todo el sabor de la heroicidad y el sinsentido de reducir la guerra, trasladando al «fogoso y obstinado animal que lleva a los hombres a la batalla» a una discordia personal de los húsares D’Hubert y Feraud, adornados con el mismo rango (tenientes, capitanes, generales), que les permitirá batirse, en distintas ocasiones, de todos los modos posibles: a espada en el jardín de una casa; luego también a espada en un prado; de nuevo a sable en Silesia, hasta que ambos «cayeron exhaustos»; otra vez a caballo (encuentro que, al parecer, era más propio de un torneo a la rusa, raro en el ejército francés); finalmente, en la resolución del conflicto, buscándose por un bosque, cada uno armado con dos pistolas. Esta persistencia, que en el caso de D’Hubert tiene las trazas de una pesadilla, se origina por una «ofensa misteriosa e imperdonable»; de modo que, a la hora de buscar el fundamento de tan empecinada belicosidad, la explicación más insólita (que los contrincantes trajeran la enemistad de una vida anterior) se ofrece en el relato como la más plausible. El motivo depende tanto de la irritabilidad que la voluntad de explicación de la raíz de un duelo se acomoda al absurdo.

    Lo cierto es que los motivos de la afrenta que llevan al desafío no son solo difusos en la moral del ofendido, sino también en la narración, pues apenas se resalta el carácter de su mortificación, sino que remite a una imprecisa subjetividad que, más que sostenerse en un consenso moral, se desvía al capricho, al temperamento, a una personalidad de nervios a flor de piel. En Casanova tiene una ínfula patriótica, el vilipendio de su condición de veneciano; en Mérimée son celos retroactivos, la sospecha de que el anterior amante aún no ha abandonado el corazón de la mujer amada; en Pushkin, una bofetada tras una grosería proferida por un acceso de envidia y rabia; en Marryat es un insulto que, al ser sancionado por otro, provoca un doble desafío; en Turguénev, palabras «tontas e impresentables»; en Dumas se trata de una inoportuna comparación entre la habilidad con los naipes y la suerte en los duelos, para lo que se necesita precaución, lo que no estorba para estimular el duelo; en Lapham es una riña, una pendencia producida por el alcohol y el aburrimiento que quedará en pantomima; en Maupassant, la insistencia de una mirada que estropea la degustación de un helado, a lo que se añade una palabra vulgar…

    La mujer irremediablemente nutre de razón a los contendientes. En Kleist adquiere una dimensión dramática al ser acusada la señora Littegarde de haberse entregado secretamente al conde Jacob Barbarroja, a quien una investigación señala como asesino de su hermano y él se defiende emponzoñando la virtud de la viuda. Es el único relato que apela al juicio de Dios, a la ordalía, pero el imponente talento de Kleist complica la resolución providencial con elementos que participan del género negro, mediante sucesivas comprobaciones y desmentidos en que el azar va intrigantemente aclarando los hechos a favor de la justicia. La humillación y la crueldad familiar que sufre la señora Littegarde refleja la moral medieval, esa dignidad blasonada en que todo es representación.

    Nada que ver con las mujeres de los otros cuentos que son motivo de duelo, poco participativas y apenas involucradas en el rencor que suscitan, y aunque pueden ser víctimas del desenlace del duelo, hasta el punto de enfermar hasta la muerte, su actitud es de descuidada pasividad y de incierto pundonor. Conviene recordar el desatino en que incurrían dos hombres que se batían por una mujer; al resultar uno muerto y huir el otro para no ser juzgado, la mujer, que había sido la causa del altercado y era la recompensa del desafío, terminaba en brazos de un tercero.

    De este tipo de sinuosidad se sirve Dickens para resolver la tentativa de fuga de la rolliza Julia Manners con un joven aristócrata –que no resultará muy resolutivo–, con los equívocos producidos por el miedo a un duelo de un compañero de hostería con quien hallará lo que necesita porque «tenía unas patillas muy prometedoras». El duelo es aquí una amenaza y la cobardía un vehículo para los caprichos de la buena suerte.

    Wilkie Collins emplea una estructura judicial, una rueda de declaración de testigos con un muerto en un duelo cuyo cuerpo desaparece para ejercer luego de fantasma involuntario de los remordimientos de su matador, con quien se había batido por una mujer, que no habría de ser de ninguno al resultar él «muerto» y el otro enloquecido por la vileza a la que recurrió en la lucha. El cuento de Collins se diría una impugnación de la impostura y la necedad del duelo.

    Nabókov es también tortuoso y aborda el tema como una burla. Su brillantez cómica tiene la elegancia de dejar en escorzo a la mujer, de la que sabemos que está en el baño cuando Antón Petróvich regresa a su casa y encuentra a su amigo Berg «poniéndose la corbata». La traición es evidente, y desde su temblorosa humillación arroja un guante que «fue a caer en la palangana». Ese guante es la imagen de su miedo y de la invisible Tania (para el lector) que canta en el baño. El relato viene marcado por las deficiencias del valor, por el ridículo, por la necesidad de buscar padrinos, que no serán precisamente unos caballeros, como tampoco el marido engañado es capaz de afrontar tan alto riesgo por una esposa que no es de fiar. La recurrencia a una resolución anticuada, en el Berlín de los años veinte, se resuelve con una atmósfera de irrealidad donde lo único verdadero es el carácter pusilánime de Antón Petróvich.

    En el relato de Chéjov, también en formato de nouvelle, la espesura moral es tan intrincada que, en lugar de ser la causa del desafío, la mujer detestada e infiel está a punto de servir de compasión para que no se celebre esa «formalidad anticuada». Pero la discrepancia viene de más atrás, de un rencor ideológico, de un orden moral fundado en la ciencia que el contrincante en el duelo, el zoólogo von Koren, enarbola con un determinismo que parece exigir la eliminación de la «especie» representada por el protagonista, Laievski, incapaz éste de resolver los conflictos en los que él mismo se ve envuelto al vivir una tolerada relación adúltera en la que han desaparecido, si alguna vez los hubo, los sentimientos de amor. Laievski se debate con razones teóricas y literarias para hallar una solución que no conseguirá afrontar completamente hasta verse en el duelo obligado a «seguir en su puesto, en lugar de salir huyendo». La transformación del personaje, «la nueva expresión de su rostro y hasta su modo de andar», constituye la experiencia extrema del duelo, la emergencia de una revelación más allá de la voluntad; aunque Chéjov, a quien no satisface ningún colofón, no desautoriza ningún comportamiento, por engreído o insensato que pueda parecer, y todos los personajes tienen su parte de razón, sin que ninguno pueda exhibirla, como si nadie en verdad pudiera cargar honradamente con la responsabilidad de sus propios actos.

    El desenlace mortal del duelo acarrea inevitablemente la responsabilidad de comunicar a la persona más allegada del muerto la terrible noticia. El cometido es tan gravoso y sombrío como el duelo mismo, o aún peor, porque ya es irreparable, y además esa persona ignora incluso que haya habido un duelo. Dos piezas afrontan esta cuestión. «El duelo», de Teleshov, con un tratamiento realista y sentimental, no exento de delirio, donde la ternura inconmovible de una madre desvía el impacto de su desgracia atendiendo ella el malestar del mensajero que, al no atreverse a revelar la mala noticia, queda paralizado maldiciendo internamente todo tipo de heroísmo y de honor que la madre del fallecido confunde con penas de amor. En «El padrino», de Schnitzler, un cuento deliberadamente onírico, muy fértil para las teorías psicoanalíticas, la condición de una inmediata viudez en la imaginación del narrador –que ha actuado de padrino en el duelo en que un hombre ha resultado muerto y visita a su viuda para notificarlo– produce un encuentro de protección amorosa, como si él fuera, sin ella saberlo, una suplantación del muerto en el corazón de la dama, antes de que ella conozca la horrible noticia. La historia tiene un aire luctuoso y melancólico, de añoranza de otra época, cuando la inevitabilidad de los duelos «daba a la vida social cierta dignidad o, al menos, cierto estilo». La historia con la viuda no tiene ninguna garantía de haber sucedido, y se cuenta a un interlocutor que tiene la delicadeza de callar porque «no existe». Pero no deja de sorprender que el duelo permanezca en la memoria del narrador «como si de un juego de marionetas se tratara».

    ¿Un juego de marionetas manejadas por quién? En la ordalía el duelo se justificaba al recurrir al dictamen sagrado de las armas. Un principio que no desaparece del todo. La indagación de Jorge Luis Borges en los precedentes, su afiliación a la fantasía y a los enigmas de la coincidencia, descubre una justificación misteriosa que localiza en la función para la que se fabrica un instrumento… y se fabricaban espadas notoriamente destinadas al duelo, pistolas de duelo que atesoraban los buenos caballeros, cuchillos de duelo (como los que protagonizan su cuento), etcétera. Visto con el crédito de la civilización, el duelo de honor podría considerarse una represalia más estética y decente que un asesinato, pero en rigor la victoria recaía menos en uno de los contendientes que en las armas. Así lo advierte Borges: el triunfo corresponde a las armas.

    Francisco Solano

    El duelo

    Giacomo Casanova

    (1780)

    Traducción

    Elena Martínez

    Giacomo Girolamo Casanova nació en Venecia en 1725, hijo de comediantes. Estudió Derecho en Padua y se inició en la carrera eclesiástica, tonsurado por el patriarca de Venecia. Trabajó para abogados, obispos y embajadores, y ocasionalmente de violinista. A los veinte años renunció a la carrera eclesiástica para entrar en la militar al servicio de la República. Vivió en más de sesenta ciudades europeas el tiempo suficiente para tener experiencias dignas de ser contadas. De muchas fue expulsado; de París, con una lettre de cachet que amenazaba con llevarlo a la Bastilla. Modelo de hombre libertino, se le asocia a la creación de la lotería francesa; ejerció de agente financiero y de espía y fue un jugador empedernido. Su peripecia está atestada de asuntos económicos poco claros y embrollos de prácticas cabalísticas. Vigilado por los inquisidores del Estado, en 1755 fue encarcelado en los Plomos, en el Palacio Ducal. A los tres meses, en la noche del 31 de octubre, se evadió de la prisión. El relato de este episodio, Mi fuga de los Plomos, acrecentará su fama en las cortes europeas, pero su audacia lo enemista con la nobleza veneciana. Volverá a Venecia después de un exilio de dieciocho años. Fue masón, alquimista, matemático, filósofo, un artista de la seducción y acaso un hombre diferente en las distintas ciudades en que residió. Confesó que no le gustaban las novelas y creó en sus memorias, Historia de mi vida, el personaje novelesco más extraordinario de su tiempo. Se relacionó con figuras tan dispares como Cagliostro, a quien atacó en Soliloque dun penseur, Lorenzo da Ponte, Mozart (colaboró en el libreto de Don Giovanni) y la zarina Catalina II. Acabó sus días de bibliotecario en un castillo de Dux (actual Duchov, en Chequia), histérico y mentalmente desequilibrado. Murió en 1798.

    «El duelo» (Il duello) apareció por primera vez en una especie de revista mensual llamada Opuscoli miscellanei que creó Casanova en 1780 y que se publicó de enero a julio, concretamente en el sexto y penúltimo número del mes de junio. En 1766 habían aparecido ya dos notas autobiográficas sobre el mismo incidente.

    El duelo

    Animun rege, qui, nisi paret Imperat; hunc frenis, hunc tu compesce catena.

    [Domina tu pasión, ya que, si no obedece, ella impera; imponle un freno, retenla incluso con cadenas. ]

    Horacio, Libro I, Epístola II

    Un hombre nacido en Venecia de parientes pobres, sin fortuna familiar y sin ninguno de esos títulos que en las ciudades diferencian a las familias de los vulgares del pueblo, pero educado como Dios manda, de guisa de aquellos que están destinados a todo menos a menesteres cultivados por el vulgo, tuvo la desgracia, a los veintisiete años, de provocar la indignación del gobierno; y, a la edad de veintiocho, tuvo la fortuna de huir de las sagradas manos de la justicia, de la cual no toleraba de buena gana el castigo. Afortunado es aquel reo que puede soportar en paz el castigo que mereció, esperando su fin con resignada paciencia; infeliz es el otro que, tras haber errado, no tiene el valor de compensar sus culpas y borrarlas, sucumbiendo puntualmente a su condena. Este veneciano era un intolerante; huyó, a pesar de haber previsto que, al huir, se exponía al riesgo de perder la vida, con la cual sin la libertad no sabía qué hacer; y quizá él no razonó mucho, pero huyó escuchando solo, como hacen los animales más viles, la simple voz de la naturaleza. Si aquel gobierno, de cuya disciplina él huía, hubiera querido, le habría hecho arrestar sin duda en el viaje, pero no se ocupó del asunto y dejó de esta manera que el irreflexivo joven experimentara que, por deseo de libertad, el hombre se expone a menudo a episodios mucho más crueles que una pasajera esclavitud. Un prisionero que huye no despierta nunca sentimientos de ira en quien le condenó, sino más bien de piedad, porque al huir incrementa, ciego, sus propias desgracias, renuncia al bien del propio regreso a la patria, y permanece reo, como lo era antes de que empezara a expiar su delito.

    Este veneciano, en definitiva, presa del ardor de su edad, salió del Estado por el camino más largo, ya que sabía que el más corto es, la mayoría de las veces, fatal para quien huye, y fue a Múnich, donde se quedó un mes para restablecerse la salud y proveerse de dinero y de honesto equipaje, y luego, atravesando Suabia, Alsacia, Lorena y Champagne, llegó a Versalles el 5 de enero del año 1757, media hora antes de que el fanático Damien diera la cuchillada al rey Luis XV de feliz memoria¹.

    Este hombre, convertido en aventurero a la fuerza, ya que tal es cualquiera que vaya sin riqueza por el mundo abandonado por su patria, probó en París los extraordinarios favores de la fortuna y abusó de ellos. Pasó a Holanda, donde llevó a término negocios que le proporcionaron relevantes sumas, que gastó; y marchó luego a Inglaterra, donde una mal nacida pasión le hizo casi perder el cerebro y la vida. Dejó Inglaterra en el año 1764, y por la Flandes francesa entró en los Países Bajos austríacos, pasó el Rin, y por el Vesel entró en Westfalia, vio Hannover y Brunswick, y llegó por Magdeburgo a Berlín, capital de Brandenburgo. En los dos meses que allí residió, y en los que tuvo dos encuentros con el rey Federico, gracia que fácilmente concede S. M. a todos aquellos forasteros que se la piden por escrito, conoció que sirviendo a aquel rey no tenía lugar el esperar una gran fortuna, de manera que partió con un siervo y con un lorenés bien instruido en matemáticas, al que contrató en calidad de secretario personal: teniendo él intención de ir a buscar fortuna a Rusia, un hombre así le era necesario. Se detuvo pocos días en Gdansk, pocos en Königsberg, capital de la Rusia ducal, y costeando el mar Báltico llegó a Mitavia, capital de Curlandia, donde pasó un mes muy honrado por el ilustre duque Gio, Ernesto de Birhen, a expensas del cual visitó todas las minas de hierro del ducado; de aquí partió luego generosamente recompensado, después de que sugiriera y demostrara a aquel soberano las formas de establecer en aquéllas utilísimas mejoras. Dejando atrás Curlandia, se detuvo por poco tiempo en Livonia, visitó Carelia y Estonia y todas aquellas provincias, y llegó a Ingria en San Petersburgo, donde habría encontrado aquella fortuna que ansiaba, si hubiera sido llamado por ella. No debe esperar fortuna en Rusia quien se acerque por simple curiosidad: qué es lo que usted ha venido a hacer aquí es una frase que todos enuncian y todos repiten; luego, seguro de ser empleado y provisto de un pingüe salario es aquel que llega a la corte después de haber tenido la destreza de presentarse en alguna corte de Europa al ministro ruso, el cual, si queda convencido del mérito de la persona, da parte de ello a la emperatriz, de la cual recibe la orden de mandarle al aventurero pagándole el viaje. A esta persona no puede faltarle la fortuna, ya que no debe poder decirse que se ha tirado el dinero del viaje en un sujeto sin valor alguno: el ministro que le propuso se habría engañado, y esto tampoco puede ser, porque los ministros entienden muchísimo de hombres; el único hombre, al final, que no tiene y no puede tener mérito alguno es el buen hombre que va allí cubriendo sus propios gastos; y este aviso sirva para aquel de mis lectores que rumiara el proyecto de ir allí sin haber sido llamado, esperando hacerse rico en el imperial servicio.

    Nuestro veneciano, sin embargo, no perdió su tiempo, ya que fue siempre su costumbre emplearlo en algo, pero no hizo fortuna; de modo que, al cabo de un año, provisto como era habitual, si no de letras de cambio, de cartas de recomendación, se marchó a Varsovia. Partió de San Petersburgo en su coche tirado por seis caballos de posta y con dos sirvientes, pero con poco dinero, de manera que cuando encontró en un bosque de Ingria al maestro Galuppi, llamado Buranello, que iba hacía allá llamado por la zarina, tenía ya vacía su bolsa; a pesar de esto, él corrió feliz mil cuatrocientos kilómetros que tenía que hacer para llegar a la capital de Polonia. En aquellos países, quien tiene el aire de no necesitarlo encuentra fácilmente dinero, y no es difícil allá tener este aire, así como es dificilísimo tenerlo en Italia, donde no hay nadie que suponga una bolsa llena de oro, si antes no la ha visto abierta. ¡Italiam! ¡Italiam!

    El veneciano fue muy bien acogido en Varsovia. El príncipe Adán Czartoryski, ante el cual compareció con una carta de recomendación, le presentó a su vez al príncipe paladín de Rusia, su padre, al príncipe tío gran canciller de Lituania y doctísimo jurisconsulto, y a todos aquellos grandes del reino que se encontraban entonces en la corte. Fue presentado simplemente con el nombre que tuvo en su humilde nacimiento², dado que los polacos no podían ignorar su condición debido a que una gran parte de aquellos grandes le habían conocido en Dresde catorce años antes, donde había servido con su pluma al rey Augusto III, y donde tenía madre, hermanos, cuñados y sobrinos. Tengan paciencia los muy falaces señores gacetilleros; son sin embargo dignos de compasión, los pobrecitos, ya que los artículos falsos, principalmente cuando son calumniantes, ponen en boga sus gacetas mucho más que los verdaderos. El único accesorio extranjero, que decoraba el exterior de la no mal plantada persona del veneciano, era el demasiado ajado orden de caballería romana, que, colgado de un brillante bermellón cordón, él llevaba al cuello en sautoir, es decir, como los monseñores llevan la cruz. Había recibido aquella orden del papa Rezzonico, de feliz recuerdo, cuando tuvo la buena suerte de besarle en Roma el sagrado pie en el año 1760. Una orden de caballería, cualquiera que ésta sea, cuando es brillante, es muy conveniente para un hombre que, al viajar, tiene la ocasión de aparecer novedoso en varias ciudades casi cada mes: ésta es un adorno, una respetable decoración que impone a los estúpidos; algo necesario, porque de estúpidos está el mundo lleno, y todos están inclinados al mal, por lo que, cuando calmarles depende de una hermosa orden de caballería que les deja estáticos, confusos y respetuosos, está bien utilizarla. El veneciano luego renunció a llevar esta orden en el año 1770 en Pisa, donde, al encontrarse en un apuro económico, vendió su cruz, que estaba adornada con brillantes y rubíes: estaba ya él desde hacía tiempo disgustado con ella, ya que, decorados con la misma, había visto a varios charlatanes.

    Entonces, ocho días después de que llegara a Varsovia, tuvo el honor de cenar en casa del príncipe Adán Czartoryski con aquel monarca del que toda Europa hablaba,³ y que él ardía en deseos de conocer.

    En la redonda mesa, a la que se sentaban ocho personas, todos, poco o mucho, comieron, excepto el rey y el veneciano, ya que hablaron todo el tiempo de Rusia, muy conocida por el monarca, y de Italia, que él, aunque sentía gran curiosidad por ella, no había visto nunca. A pesar de esto, muchas personas en Roma, en Nápoles, en Florencia, en Milán me dijeron que le habían tratado en sus casas, y dejé que así dijeran y creyeran, dado que corre gran peligro en este mundo quien emprende el difícil oficio de desengañar a los engañados.

    Tras aquella cena, el veneciano pasó todo el resto de aquel año y una parte del siguiente homenajeando a S. M., a aquellos príncipes y a aquellos ricos prelados, estando siempre convidado a todas las brillantes fiestas, que se hacían en la corte y en las magníficas casas de los magnates, y principalmente a aquellas de la familia (así se llamaba por excelencia a la ínclita casa Czartoryski), donde reinaba de forma claramente superior a aquella corte, la verdadera magnificencia.

    Llegó en aquel tiempo a Varsovia una bailarina veneciana⁴ que, con su gracia y con sus atractivos, cautivó el corazón de muchos y entre ellos el del gran panattiere de la corona Xaverio Braniscki. Este señor, que hoy es gran general, estaba en la flor de la vida, hombre atractivo que, inclinado desde la adolescencia al oficio de la guerra, había servido seis años en Francia. Había aprendido allí a derramar la sangre de sus enemigos sin odiarlos, a vengarse sin ira, a asesinar sin descortesía, a preferir el honor, que es un bien imaginario, a la vida, que es el único bien real del hombre. El cargo de la orden ecuestre de gran postòli de la corona, término que significa panattiere, lo había obtenido del rey Augusto III; estaba condecorado con la orden insigne del Águila Blanca, y volvía entonces a la corte de Berlín en la que había sido acreditado por el nuevo rey, amigo suyo, para cierta secreta comisión conocida por todos. De este rey él era el favorito, y a él debió posteriormente su fortuna, ya que fue sobradamente colmado de beneficios. Es también verdad que el gran favor del que gozaba lo había merecido con su propio valor guerrero, con la fidelidad con la que había sido compañero, cuando, unos años antes de que aquél fuera elegido rey, había estado en la corte de San Petersburgo, donde se convirtió en un adorador de las eminentes cualidades, del espíritu y de la belleza de la gran duquesa de Moscova, ahora excelentísima emperatriz. Este caballero merecía realmente la predilección del amigo monarca, ya que, tal y como había sido cuando era su igual, así, cuando llegó al esplendor del trono, siguió siendo ágil y casi ciego ejecutor de sus órdenes en cualquier ocasión, y no con menos fervor, cuando se trataba de exponer, para su servicio y con evidente riesgo, la propia vida. Él fue aquel intrépido que combatió y se hizo enemigo de toda la nación polaca y, desde el principio, de aquella considerable parte que, a su pesar, se levantó en armas, cuando la asamblea de convocatoria estableció que se impusiera la diadema real en la cabeza de Estanislao ahora reinante, que él adoraba. Hacia la mitad de 1766 el rey le confirió el muy útil cargo de lofcig, o sea gran cazador de la corona, mientras yacía herido por el peligroso tiro que el veneciano le disparó en el duelo del que estamos a punto de hablar. Para obtener este cargo, él dejó el de gran panattiere, aunque fuera dos grados superior al nuevo; pero no era lucrativo: el lucro es una sustancia que muchos prefieren a cualquier otra superioridad⁵.

    La bailarina veneciana no necesitaba, para hacerse respetar, la protección de Braniscki, postòli de la corona, ya que todos la querían, y gozaba también de otras significativas protecciones, pero el favor del intrépido y gran postòli, caballero decidido y de difícil acceso, acrecentaba su crédito, y mantenía quizá frenados a aquellos que en ciertos sectores teatrales son algunas veces razón de no pocos disgustos para las virtuosas.

    El veneciano era por genio y por deber amigo de la bailarina veneciana, pero se había convertido en enemigo solo por aplaudir la danza de otra primera bailarina, entre cuyos amigos él solía estar antes de que la veneciana llegara a la corte de Varsovia. Esto, la bailarina, lo soportaba con mal carácter. Le parecía que no le convenía tolerar estoicamente que el único compatriota suyo que se encontraba en Varsovia estuviera en el grupo de aquellos que aplaudían a su rival, más que en el suyo. Una mujer de teatro, que tiene una competidora, aspira a la victoria con tanta ansiedad que es enemiga declarada de todos aquellos que no la ayudan a subyugar a quien quiere competir con ella y a triunfar. Ésta es la forma de pensar de todas las heroínas de la escena; dominadas por la ambición y por la envidia, no saben perdonar a aquellos que apoyan a la émula, ya que no hay favor que no estén dispuestas a acordar como premio del abandono, con cualquiera que logren alejar de las armas de aquélla, si pueden imaginar que esa persona contribuya mucho en el mantenimiento de la alternancia de la balanza.

    Se había lamentado ella muchas veces con su postòli, entonces a la cabeza de su partido, de la ingratitud del veneciano; pero él no sabía qué hacer: le prometió solo que, si se le presentaba la ocasión, sabría mortificarle, de la misma manera que en los días pasados había mortificado a otra persona que no podía naturalmente ser parcial con ella. La ocasión, aunque traída por los pelos, no tardó mucho en presentársele.

    El 4 de marzo, día de San Casimiro, fue solemnizado como gala de la corte, por llamarse con este nombre el príncipe gran chambelán hermano del rey. Después de la comida S. M. dijo al veneciano que tendría el gusto de oír lo que él pensaba sobre la comedia polaca que por primera vez había hecho que en aquel día, con actores, como puede entenderse, polacos, fuera representada en su teatro de Varsovia. El veneciano prometió al rey que se encontraría entre los espectadores, suplicándole que le eximiera de darle luego su parecer, ya que aquella lengua era para él totalmente desconocida. Sonrió el monarca, y esto bastó para que el veneciano recibiera, en aquella augusta asamblea, un gran honor. Cuando los monarcas se encuentran cortejados en público por la numerosa asamblea de sus ministros, de los embajadores y de los forasteros, ponen buena atención en dirigir una pregunta cualquiera a todos aquellos que quieren estar seguros de que su majestad se da cuenta de que están presentes; piensan entonces qué tipo de pregunta pueden hacer a este o a aquel a quien quieren conceder el honor del coloquio, una pregunta que no sea susceptible de una seria reflexión, no equívoca, para que el interrogado no pueda responder que no sabe; y, sobre todo, hablan claro y conciso, porque no debe ocurrir nunca que la persona, llamada por la regia voz para hablar, tenga que responder: «Señor, no he entendido lo que V. M. me ha dicho»; esta respuesta haría reír a la asamblea, ya que es absurda la idea que ofrece o un rey que no fue entendido por no haberse sabido explicar, o un cortesano que no entiende a un rey que le habla. El cortesano, en el caso de que no haya entendido, o baja con un gesto de reconocimiento la cabeza, o responde aquello que le viene a la cabeza, y, oportuno o no, va bien siempre.

    Además, las palabras que el soberano dice en público a alguien han de ser intranscendencias; pero algo debe decir; si no, la cuestión se nota y toda la ciudad sabe, a la mañana siguiente, que determinada persona está mal vista en la corte, ya que el rey en la cena no le dirigió nunca la palabra. Estas bagatelas son muy conocidas por parte de todos los soberanos; es más, componen uno de los artículos más importantes de su catecismo, ya que incluso el más pequeño de sus gestos está atentamente examinado con ojos de Argo⁷ por los comensales; sus palabras, además, por poco que sean susceptibles, están sujetas a mil diferentes interpretaciones.

    Me encontré, en el año 1750, en Fontainebleau, en el grupo de aquellos que asistían a la comida, o (para ser más exactos) miraban a la reina de Francia mientras comía. El silencio era profundo. La reina, sola en su mesa, no miraba más que las viandas, que le colocaban delante sus doncellas, cuando, degustando ella un plato con signos de desear una repetición, alzó majestuosamente la mirada y, acompañando los ojos con el giro lento de la cabeza, a diferencia de señoras poco despiertas de nuestro país que al no girar más que los ojos parecen poseídas, vio en un instante a todo el grupo; deteniendo luego la mirada sobre un señor, el más grande de todos, y el único quizá al que ella consideraba conveniente hacer tanto honor, le dijo con voz clara: «Je crois, monsieur de Lowendal, que rien n’est meilleur d’une fricassée de poulets (Yo creo, señor Lowendal, que una fricasé de pollo es la mejor de todas las comidas)». Él (que se había adelantado ya tres pasos, apenas oyó a la reina pronunciar su nombre) respondió con voz sumisa, serio, y mirándola fijamente, pero con la cabeza inclinada: «Je suis de cet avis-là, Madame (Tal, oh Señora, es mi parecer)». Dicho lo cual, él volvió, aún inclinado, de puntillas y caminando hacia atrás, al lugar donde estaba, y la comida acabó sin que se pronunciara una palabra más.

    Yo estaba fuera de mí. Tenía los ojos clavados en aquel hombre grande, del que antes conocía solo el nombre y su famosa victoria de Berg-op-Zoom, y no podía concebir cómo podía él haber aguantado la risa, él, mariscal de Francia, ante aquella frase de cocinero, que la reina se había dignado dirigirle, y a la cual él había respondido con el mismo tono serio y con aquella gravedad con la que en un consejo de guerra habría votado por la muerte de un oficial culpable. Cuanto más lo pensaba, más sentía que me faltaban las fuerzas, que empleaba en retener el estallido de risa que me ahogaba. ¡Pobre de mí, si no hubiera tenido el vigor de retenerlo! Me habrían tomado por un solemne loco, y Dios sabe lo que me habría sucedido. Desde ese día y en los sucesivos, es decir, durante todo un mes que pasé en Fontainebleau, encontré cada día, en todas las casas a las que fui a comer, la fricasé de pollo que cocineros y cocineras elaboraban casi en competición, sosteniendo que la reina había dicho la verdad, pero que igualmente cierto era que no había en la cocina francesa un plato más difícil que aquél. Yo desde luego no supe nunca entender cómo aquel plato pudiera de hecho ser tan difícil, mientras lo encontraba por todas partes, y por todas partes igualmente perfecto, pero me guardaba de explicarme, ya que, después de que la reina hubiera hecho el elogio, me habrían silbado. Se decidió que solo el cocinero de la reina podía vanagloriarse de elaborarlo a la perfección.

    Aquella palabra que aquel día el rey de Polonia dijo al veneciano, por no saber qué decirle, fue la razón del duelo, ya que, si el rey no se lo hubiera ordenado, era algo indiscutiblemente cierto que él no habría ido nunca a aburrirse con la comedia polaca. Fue, y, después de la visión del primer baile, al observar que S. M. había aplaudido a la bailarina Casassi, le entraron ganas de ir al escenario a felicitarla, ya que el rey aquel día había regalado su aplauso solo a ella. Fue primero, de paso, a hacer una visita a la bailarina veneciana a su camerino, donde estaba ante el tocador preparándose para el segundo baile, pero, apenas acababa de entrar, vio aparecer al postòli, con una cara muy seria. El veneciano, al verle aparecer acompañado por Bissinscki vestido a la polaca como teniente coronel de su regimiento, se marchó haciendo una humilde reverencia. Aquellos cortesanos galantes, que hacen, al otro lado de los montes, corteses visitas en sus camerinos a las presuntas virtuosas, usan marcharse cuando un nuevo visitante llega; y éste se llama urbano civismo, porque se emplea para agradar a dos, y el pacto tácito es recíproco. En Italia las cosas se hacen de forma diferente. Quien llega primero ya no se va. Éste sabe que molesta; pero le gusta. Al salir del camerino, el veneciano se encontró detrás de un decorado con madame Casassi y se entretuvo con ella, felicitándola por el aplauso que había arrancado al monarca y bromeando con sarcásticas frases sobre varias cosas. Pero he aquí, de repente, al postòli, el cual debía de haber salido del camerino donde le había dejado, nada más que para perseguirle y atacarle. Se le plantó delante, y, mirándole descaradamente, como hacen los sastres, de la cabeza a los pies, le preguntó qué hacía allí con aquella mujer. El veneciano, que no había hablado nunca con aquel señor, le respondió sorprendido que se había entretenido con ella para felicitarla. El postòli entonces le preguntó si la amaba, y él le respondió que sí. El interrogador añadió que la amaba él también y que no tenía por costumbre soportar rivales. El veneciano le contestó que de este gusto suyo él no estaba informado. «Por lo tanto –dijo el postòli–, vos debéis cedérmela.» El veneciano, con un tono bastante bromista: «Muy bien, señor –le respondió–; ante un bello caballero como vos no hay hombre que no deba ceder: yo por tanto os cedo, plenamente y con todos los derechos que pudiera tener sobre ella, a esta amable señora». «Así me gusta –concluyó el postòli con cara brusca–, pero un cobarde que cede, cuando ha cedido f..t le camp.» Estas palabras, que escribí en francés, porque en francés hablaban, y porque mal pueden traducirse, son aquellas tan viles que para decir «vete» emplea un hombre altanero, superior e incívico con un hombre muy vil al cual, utilizando este estilo, no solo quiere dar muestra de sumo desprecio, sino que quiere amenazar con súbita, efectiva resolución, si no obedeciera de inmediato.

    El veneciano, que por su buena o mala suerte entendía francés, y que desde su más tierna infancia se había especializado en resistir el primer impulso –el cual, verdaderamente indigno del hombre que razona, le transforma en animal, y yo río de que las leyes hayan establecido que con él se tenga misericordia–, supo moderarse, frenar la fortísima tentación que le sobrevino de matar en el acto al brutal, y encaminarse sin embargo hacia la escalerita que bajaba del escenario, habiendo dicho solo al soberbio insultador, antes de dar el primer paso para marcharse, mirándole fijamente a la cara y poniendo su mano izquierda en la empuñadura de su espada: «C’en est trop (Esto es demasiado)». El desafío no dejaba dudas, porque podía ser aún más lacónico: la mano sobre la empuñadura de la espada tenía que bastar, un movimiento, un gesto, un parpadeo. Mientras el veneciano se marchaba con lentísimo paso, el postòli dijo en voz alta, de manera que le oyeron también dos oficiales que estaban allí cerca: «Ese cobarde veneciano toma, al marcharse, una buena decisión; j’allais l’envoyer se faire f....e (Estaba a punto de mandarle a hacerse, etcétera)», a cuyas palabras el otro, sin darse la vuelta, respondió: «Un poltron vénitien enverra dans un moment à l’autre monde un brave polonais (Un veneciano cobarde, de aquí a un momento, mandará al otro mundo a un valiente polaco)».

    Si al término, aunque grosero, de poltron él no hubiera acoplado el epíteto de «veneciano», habría quizá el otro soportado la afrenta; pero una palabra que vilipendia a la nación, no hay, en mi opinión, hombre que pueda tolerarla. Dicho esto, fue a la puerta del teatro a esperarle, con intención de ir a los hechos, aunque la noche fuera muy oscura, en algún lugar, a dar o a recibir alguna estocada y terminar así el asunto; pero se quedó allí, inútilmente, durante media hora sin ver a nadie, y la lluvia helada caía sobre la nieve, por lo que, medio aterido, decidió dar orden de partir a su carruaje y dirigirse a la casa del príncipe paladín de Rusia, donde sabía que el rey iría a cenar.

    El veneciano fue prudente al soportar en el lugar donde se encontraba la insolente injuria del postòli, ya que el rey se encontraba con su guardia muy cerca del lugar, y para él cualquier acto de violencia, por pequeño que fuera, habría tenido graves consecuencias; pero no podía disimular el asunto. Dos oficiales presenciaron la escena, y Bissinscki, fiel amigo del postòli, por lo que él permaneció inmerso en la más seria perplejidad.

    Sin objetivo determinado llegó a toda velocidad a la casa del príncipe paladín, donde encontró en asamblea a toda la flor y nata de la nobleza.

    El príncipe, apenas le vio, propuso una partida de tresette y le eligió como compañero; pero él no hacía más que despropósitos mientras jugaba; al reprenderle el príncipe por ello, le respondió que su cabeza estaba a más de mil kilómetros del lugar del juego. El príncipe, diciendo con serenidad que es necesario tener la cabeza en el lugar donde se juega, tiró las cartas sobre la mesa, y la partida se acabó. Llegó entonces un oficial de la corte diciendo que el rey no asistiría a la cena, y así el paladín ordenó que se dispusieran inmediatamente las mesas.

    Desagradó mucho al pobre forastero injuriado que el rey no asistiera, ya que él habría comunicado a S. M. la injuria que el postòli le había hecho, y el soberano habría puesto todo en su lugar, obligando al injusto insultador a dar al ofendido algún suficiente resarcimiento; pero el asunto habría de definirse de forma completamente diferente.

    Se sentaron todos a cenar, y a la cabecera de la larguísima mesa él se sentaba junto al príncipe paladín, a su izquierda. Se hablaba de cosas agradables, y él pensaba en todo menos en hablar de su desgracia, que habría deseado que pudiera permanecer oculta a toda la tierra, cuando, a mitad de la cena, llegó el príncipe Gaspar Lubomirski, general al servicio de Rusia, que fue a sentarse en el lugar de enfrente de la mesa, en la que comían unas treinta personas aproximadamente. Cuando este príncipe se vio cara a cara con él, le dijo que sentía mucho la triste aventura que le había sucedido en el teatro; ante esta atención, que le hirió en el alma, y que buenamente esperaba que nadie hubiera tenido con él, para que el asunto no se hubiera divulgado, no tuvo fuerza para responder, pero impasible el príncipe Gaspar prosiguió, quizá malignamente, confortándole, diciéndole que el ofensor estaba borracho, que convenía despreciar la historia, que la estima, que todos tenían, de su persona, no tendría razón, por esto, de disminuir, y cien similares muy crueles consuelos que, en vez de calmarle, le encendían, al darse cuenta de lo cual el paladín le preguntó con bondad en voz baja qué asunto era ése: él rogó a su alteza que esperara a que acabara la cena, que se lo comunicaría a solas. Se veía por el contrario en la otra cabecera de la mesa a todos escuchar y hablar con el príncipe Gaspar, mientras el otro se moría de vergüenza, viendo fijas sobre él las miradas de todos los de aquel lado.

    Al acabarse la cena, el príncipe paladín se lo llevó aparte y escuchó de él con todo detalle la miserable historia. Tenía aquel príncipe, mientras le escuchaba, el dolor dibujado en su majestuoso rostro, y enrojecía de vergüenza al oír que en Varsovia un hombre honrado se podía ver sometido a semejantes vilezas. Al acabar su narración, el veneciano preguntó al príncipe qué le aconsejaba hacer en las circunstancias en las que se encontraba; pregunta a la cual respondió que era su costumbre no dar nunca su consejo en semejantes casos: «Conviene al hombre honrado en estas situaciones –dijo suspirando– hacer mucho, o nada en absoluto». Dicho esto, el príncipe se retiró, y el otro, una vez se hizo dar sus pieles, salió del palacio, entró en su carruaje, y se encaminó a su casa, donde se acostó de inmediato y durmió profundamente seis horas. Al despertar, tomó una medicina, que hacía ya dos semanas que tomaba, para curarse de cierta enfermedad que le afligía por entonces y que le obligaba, una vez tomada, a estar por lo menos seis horas en cama. Hecho esto, se dispuso a despachar sus cartas y aquellas que indispensablemente, en aquel miércoles, día en el que partía el regio envío para Italia, tenía que mandar a la corte. Mientras se dedicaba a esta tarea, recapituló aquello que le había ocurrido con el postòli la tarde de la no pasada aún noche; repasó su propio comportamiento, ponderó las palabras que el príncipe paladín de Rusia le había dicho, al haberle requerido consejo, y en aquellas sabias palabras, que se lo negaban, él lo encontró. «Mucho, o nada.»

    Pensó primero en el «nada», y se acordó de que Platón en el Gorgias decía que el heroísmo consiste en no hacer injuria a nadie, y seguía que debía de apreciarse más a aquel que era capaz de sufrirla que al otro que impunemente había sabido hacerla. Que al no ser él hombre de guerra, oficio que quien lo ejerce debe de convencer al mundo que no hace caso de la vida, y escapar de la nota de asustado como huye de la infamia, estaba dispensado de la soberana ley de asesinar a quien lo insultó o de hacerse asesinar por éste; por lo que podía con intrépida y soberbia frente declararse seguidor del gran filósofo, que dice claramente en el episodio VII, que es menos deshonor soportar gravísimas injurias que hacerlas. Pensó después también que era ésta la máxima de un cristiano, y se reprochó por haberle venido a la cabeza Platón un momento antes del Evangelio. Pero, reflexionando luego con el maldito orgullo adherido a la naturaleza humana, examinó la forma de pensar de los filósofos de la corte, los cuales expresa o tácitamente quieren que reine el honor y que el honor sea modelado por el código militar, para acelerar el triunfo del cual los monarcas mismos llevan encima pomposamente sus insignias. Él vio que si lo hubiese hecho a lo platónico habría sido un buen cristiano y un gran filósofo, pero no menos por ello deshonrado, y vilipendiado, y quizá expulsado de la corte, o excluido de las nobles asambleas con mayor oprobio.

    Tal es nuestro siglo. Toca a la filosofía lamentarse, y aquellos que quieran seguir sus máximas tienen que habitar en cualquier lugar menos en las cortes.

    Si el pobre ultrajado hubiera tomado la decisión de engullir pacíficamente la amarga píldora, callando o manifestando la cuestión a aquel neutro rebaño de ociosos que hacen ostentación del frío y vacío título de amigos comunes, habría encontrado en la gente mediadores que, con la apariencia del máximo celo, se habrían esforzado para reconducir el desacuerdo; pero él sabía cuál era normalmente la costumbre de los mediadores: todos, en principio, más favorables al ofensor que al ofendido; siendo tal la malignidad de la naturaleza humana que goza siempre del mal ocurrido, y se ve llevada por tanto a favorecer a quien lo ha cometido, riéndose de quien ha sufrido el ultraje y estudiando la manera de disminuirlo con sofisticadas razones, bajo el falaz pretexto del deseo del bien de la paz.

    Un amigo verdadero de un hombre ultrajado o le ayuda a vengarse o hace como hizo el príncipe paladín de Rusia, se compadece y deja que haga aquello que le sugiere el sentimiento de honor que él tiene, que no es dado a nadie conocer de qué calibre es. El mediador en general hace siempre más o menos aquello que el ofendido puede desear. Un hombre que opera así de amigo no tiene más que el nombre; nombre que no merece cuando pretende que el amigo quiera no aquello que quiere, sino aquello que en su opinión debe querer, y que no se conforma con aconsejar, sino que, irguiéndose, muestra superioridad de miras y de prudencia. Éstas son palabras de Cicerón; y por ello las diferencié.

    Hechas por el ultrajado estas reflexiones en un tiempo mucho menor del que yo he empleado en escribirlas, se decidió por hacer «mucho». Resolvió que desafiaría a duelo a aquel caballero que le había vilipendiado, única manera en aquellos países y en otros muchos con la que el hombre honrado, ofendido por alguien que no tiene ningún derecho sobre él, puede limpiar la mancha que la injuria recibida le imprimió.

    Si los ofendidos, al denunciar ante la justicia a los ofensores, pudieran beneficiarse de la obtención por parte del juez de una pingüe sentencia a su favor, podría ocurrir que los duelos no se dieran con tanta frecuencia, a pesar de las infelices máximas del pundonor; pero la experiencia dice que no pueden esperar más que una fría excusa o una ridícula retracción que, según el criterio de algunos pensadores, parece más inclinada a acrecentar la mancha que a eliminarla. En Inglaterra, sin embargo, un hombre que dice a otro una palabra ofensiva, si a través de la justicia no puede demostrar que lo dicho era verdad, está prácticamente destruido.

    Esta reflexión es la que lleva a alguien a retar a duelo a quien le insultó y muchas veces incluso a morir a manos de éste.

    Rousseau el moderno, a este respecto, dice una de las suyas: opina que los verdaderos vengados no son ya aquellos que matan, sino aquellos que obligan a sus ofensores a matarlos. Confieso no tener un espíritu lo bastante elevado para estar en esto de acuerdo con el sublime ginebrés, por mucho que el pensamiento sea peregrino, nuevo y susceptible, para quien quisiera justificarlo, de sutiles y muy heroicos razonamientos; de aquellos que van tras las huellas de los pensadores modernos, que propiamente son felices cuando pueden, con sofismas, hacer que paradojas se conviertan en aforismos. El postòli, pensaba el veneciano, «o acepta mi desafío, o lo rechaza; si lo acepta, he ahí mi resarcimiento, cualquiera que sea el resultado del duelo; si lo rechaza, me habré vengado a pesar de todo, ya que, al desafiarle, demuestro que no le temo y que encierro en mí un tibio corazón y un alma que me induce a no tener ya en cuenta mi propia vida, después de que ésta haya sido oscurecida por un insulto; y a ese paso le impulso a estimarme y a arrepentirse de haber ultrajado a un hombre que él no puede ya considerar vil, porque le ve preparado para inmolarse por el propio honor». Añádase que, si el postòli rechazaba el duelo, el veneciano podía acusarle de cobardía y decir abiertamente que no se creía ya manchado por aquella injuria, desde el momento en que había descubierto que el injuriador era un vil cobarde, por parte del cual un hombre de honor no puede nunca recibir una ofensa, ya que el desprecio lo coloca en la línea de los locos.

    Desafiar a duelo a quien ofendió es un impulso natural de un ánimo que la educación supo hacer moderado y dueño de frenar la brutalidad de los primeros instintos. Un ánimo bárbaro, que una noble educación no acostumbró a reprimir los primeros impulsos, rechaza ofensa con ofensa, y trata, llevado por su pasión y por un natural deseo de venganza, de privar de vida a quien él vilipendia, sin exponerse al riesgo de convertirse él mismo en víctima de su propio derecho.

    Como consecuencia de este razonamiento, fundado en el conocimiento del corazón humano y en la fuerza de los prejuicios dominantes, él se dispuso sin mediar tiempo alguno a escribir una nota al caballero, con la cual le desafiara de hecho, pero con tal temple que no pudiera ser juzgado por la justicia, en caso de que llegara a trascender, en un país en el cual los duelos estaban prohibidos y castigados con pena de muerte. Esto es lo que decía la nota, cuya fiel copia original existe en las manos de quien ahora escribe este hecho.

    Monseigneur,

    Hyer au soir, sur le théâtre, Votre Excellence m’a insulté de gaieté de coeur, et elle n’avoit ni raison, ni droit d’en agir ainsi vis-à-vis de moi. Cela étant, je juge, Monseigneur, que vous me haïssez; et que par conséquent vous voudriez me faire sortir du nombre des vivants. Je puis et je veux contenter Votre Excellence.

    Ayez la complaisance, Monseigneur, de me prendre dans votre équipage, et de me conduire où ma défaite ne puisse pas vous rendre fautif vis-à-vis des lois de la Pologne, et où je puisse jouir du même avantage, si Dieu m’assiste au point de tuer Votre Excellence.

    Je ne vous ferais pas, Monseigneur, cette proposition, sans l’idée que j’ai de votre générosité.

    J’ai l’honneur d’être, Monseigneur, de Votre Excellence le très humble et très obéissant serviteur.

    G. C.

    Ce mercredi, 5 mars 1766, à la pointe du jour.

    (Señor:

    Ayer tarde, tras el escenario, vuestra merced me ofendió sin motivo y sin derecho alguno de proceder contra mí de tal guisa.

    Dado lo cual, juzgo que vuestra excelencia me odia y que, en consecuencia, arde en deseos de hacerme salir del número de los vivos. Puedo y quiero darle esa satisfacción.

    Complázcase vuestra excelencia en llevarme consigo en su carruaje y conducirme al lugar en el cual, asesinándome, vuestra merced no se convierta en reo violador de las leyes de Polonia, y en el cual yo pueda gozar de la misma ventaja, si con la ayuda de Dios lograra asesinaros.

    Si no supiera cuán grande es vuestra generosidad, no haría a vuestra excelencia esta proposición.

    Tengo el honor de ser, señor, de V. E. vuestro humilde y obediente servidor.

    G. C.

    Hoy, miércoles 5 de marzo, al despuntar el día.)

    Copiada y lacrada esta nota, sacudió del sueño a un cosaco, que dormía siempre vestido en el umbral de su habitación, y le mandó llevar la nota a la corte, al apartamento del postòli, y le ordenó que la entregara sin nombrar a quien lo mandaba y que regresara inmediatamente a casa. Así lo hizo aquél. No pasó media hora y ya un paje del postòli vino a entregar en mano al veneciano la siguiente respuesta, escrita de su mano, sellada con sus armas.

    Monsieur,

    J’accepte votre proposition, mais vous aurez la bonté, Monsieur, de vouloir bien m’avertir quand j’aurai l’honneur de vous voir. Je suis très parfaitement, Monsieur,

    votre très humble et très obéissant

    serviteur Branicki P.

    (Señor:

    Acepto vuestra propuesta, pero me haréis la bondad, señor, de tener a bien advertirme de cu´ndo tendré el honor de veros. Soy perfectísimamente, señor,

    vuestro humilde y obediente servidor

    Branicki P.)

    Del noble laconismo de esta nota se deduce que el postòli no dudó ni un minuto en aceptar el desafío, es más, que fue un placer para él recibirlo. Reconociendo en un minuto haber ofendido a un hombre que no le temía, le asaltó un pensamiento que le atravesó el corazón: tuvo miedo de que el desafiante pudiera imaginar que se las había con un cobarde, y quizá aterrorizarle. Reflexionó que el hombre que le desafiaba se creía quizá más fuerte que él, y se rió de ello. Pensó luego que quizá había tenido la desgracia de insultar a un hombre intrépido, y por tanto reconoció por su religioso deber el de resarcirle, incluso matándole si fuera necesario, pero honrándole al mismo tiempo y compadeciéndole luego por haber provocado su asesinato por no saber soportar una pequeña injuria; sin dejar de reconocer en esta reflexión el placer de un nuevo triunfo. Se apresuró entonces a aceptar el nuevo desafío, también para que, suponiendo al otro temeroso, no tuviera tiempo de crecerse en valor. Le asaltó además otro pensamiento maligno. Se imaginó que el desafiante, al desafiarle, hubiera esperado que él no aceptara el desafío. Aceptó por tanto, y se deleitó pensando en que aquél cayera en alguna cobardía, la cual pudiera luego justificarle, demostrando al mundo que en definitiva había insultado a un vil. Deseó, sin embargo, en el fondo de su corazón, que el desafiante fuera un hombre valeroso, ya que no ocurre nunca que un valiente estime a otro más valiente que él, por lo que prevé su victoria siempre más gloriosa, y de la victoria, en su corazón, está siempre seguro. Éstos son los pensamientos que en ocasiones semejantes albergan en el ánimo del hombre verdaderamente noble. El hombre noble, que ha ofendido, no va en busca de subterfugios para eximirse de dar al ultrajado todas las satisfacciones. Aquellos que no están dispuestos a darlas son falsos, si es que no demuestran

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