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Lo humano como ideal regulativo: Imaginación antropológica: cultura, formación y antropología negativa
Lo humano como ideal regulativo: Imaginación antropológica: cultura, formación y antropología negativa
Lo humano como ideal regulativo: Imaginación antropológica: cultura, formación y antropología negativa
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Lo humano como ideal regulativo: Imaginación antropológica: cultura, formación y antropología negativa

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Lo humano como ideal regulativo… plantea que, aunque no es una cosa en sí, lo humano funciona como un ideal regulativo capaz de sistematizar nuestra experiencia, y de hacer posible no un conocimiento sobre el hombre sino la diversidad de imágenes que a él están asociadas. Precisamente por esta razón, constantemente nos imaginamos a los otros y a nosotros mismos como siendo algo. Si se quiere, nos vemos obligados, y obligamos a otros, a ocupar una ontología. Esta actividad que se toma lo humano por objeto y que pretende determinar normativamente sus formas de existencia es llamada en el texto imaginación antropológica. Se considera aquí que, en general, todas las formas de exclusión y de abyección, bien sea en términos de raza, etnicidad, sexo, género, clase, etc., obedecen a distintos modos de imaginar a los seres humanos, al punto de que unos ocupan un lugar privilegiado en nuestras formas culturales y normativas de inteligibilidad antropológica, mientras que otros quedan sometidos a zonas de indiferenciación en cuyo seno sus vidas no son reconocidas completamente como humanas.
LanguageEspañol
Release dateMar 29, 2017
ISBN9789585413115
Lo humano como ideal regulativo: Imaginación antropológica: cultura, formación y antropología negativa

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    Lo humano como ideal regulativo - Juan David Piñeres Sus

    156-64.

    1. La antropología histórico-pedagógica y la necesidad de la antropocrítica

    Pretendo defender la idea de que este tipo de trabajos es necesario no solo para las ciencias sociales, sino también, y fundamentalmente, para nuestras formas locales de entender las reflexiones en educación. Voy a mostrar, en ese sentido, a lo largo de todo el texto y no solo en este capítulo, que los conceptos de formación (Bildung) y de formabilidad (Bildsamkeit), tal como los recibimos del mundo alemán, son suficientemente potentes para el trabajo de una crítica cultural. Me interesan las ciencias sociales y los estudios culturales (cultural studies) entendidos en un sentido amplio,¹ es cierto, pero creo que el campo de una antropología histórico-pedagógica, un campo ya suficientemente plural y abierto, ofrece la posibilidad de trabajar con ambos conceptos. Con esto no quiero decir que necesariamente toda investigación debe fundarse en su exposición teórico-sistemática —de hecho la presente investigación no recurre al desarrollo sistemático de ambos conceptos—. Antes bien, veo con suficiente convicción que la articulación entre la antropología histórico-pedagógica y los estudios culturales tiene lugar allí donde la formación y la formabilidad ofrecen sus posibles rendimientos analíticos. Esta investigación tiene la tarea de donar estos conceptos a los estudios culturales y, por así decir, mostrarles que en sus preocupaciones por la identidad y por sus políticas están ya implícitos formación y formabilidad y que, en ese sentido, la crítica cultural es, a un mismo tiempo, crítica de los modos de devenir humanos y, con ella, el análisis de los mecanismos bajo los cuales nos producimos en la reiteración de ciertas normas antropológicas.

    Este capítulo se propone mostrar el horizonte de trabajo de la antropología histórica y pedagógica de origen Alemán. Es el primer capítulo porque quiero mostrar que el trabajo de una antropocrítica se articula con el de la crítica cultural. Debo aclarar, desde ya, dos cosas: a los estudios culturales solo me referiré explícitamente en el segundo capítulo, y aunque voy a retomar especialmente el trabajo de Stuart Hall, uno de los iniciadores de los estudios culturales en Inglaterra, específicamente en Birmingham, mi trabajo está informado por una serie de autores que pertenecen a espacios institucionales localizados en lugares distintos. De acuerdo con esto, por decir lo menos, las ideas de Butler² son la mina que me ha permitido pensar los elementos centrales de mi propuesta.

    Además, se hace necesario mostrar cómo, desde el punto de vista de su tarea negativa, el nombre extenso de antropología histórico-pedagógica debe entenderse en términos de una antropocrítica o de una antropología histórica.³ Con ello se asegura un tipo de estudio de interés, tanto para las ciencias sociales y los estudios culturales como para la forma institucionalizada del trabajo sobre educación que, en Colombia al menos, es conocida en unidades académicas denominadas Facultades de Educación.⁴ Esta antropocrítica, justo porque se dirige a la crítica antropológica del par cultura-formación, abre los posibles campos de indagación en ciencias sociales, en general, y en el contexto educativo, en particular.

    1. De la antropología pedagógica a la antropología histórica y pedagógica. Emergencia de la antropocrítica

    La expresión antropocrítica se la debo a la escuela de pensamiento conocida en Alemania, desde hace ya unos treinta años, bajo el nombre de antropología histórica. Esta escuela, según Kontopodis, Wulf y Fichtner, puede ser entendida como una revisión de la antropología filosófica alemana, bajo la influencia de la historiografía francesa de la escuela de Los Anales y de la antropología cultural anglosajona.⁵ Se trata de un grupo de trabajo que, como se verá, funciona desde un punto de vista interdisciplinar. Es llamativo, además, que varios de sus practicantes sean también pedagogos o especialistas en problemas educativos y formativos. Soy consciente de que cuando apelo a lo llamativo no hago sino reproducir, de un modo sordo, algunos de los prejuicios más frecuentes en el contexto intelectual inmediato. Por anotar solo un ejemplo, allí se dice que pedagogía sería igual al libro de recetas de la enseñanza. Un pedagogo, creen mis colegas de las ciencias sociales, es aquel que, de manera prescriptiva, les indica a los otros cómo enseñar. En consecuencia, la pedagogía deviene una disciplina menor, un campo carente de importancia que, con frecuencia, no despierta más que el desinterés de las otras ciencias sociales. Quienes trabajan en educación, hay que decirlo, no son menos responsables del desprestigio que sufre la pedagogía en el contexto inmediato. Tan empeñados, como están, en los mismos problemas, reciclando una y otra vez al maestro y a la escuela, muy probablemente sin saberlo, animan y promueven la desconfianza de sus colegas.

    Este trabajo tiene un objetivo central: mostrar la importancia del análisis de la formación (Bildung) y de la formabilidad (Bildsamkeit). Y aunque no voy a detenerme de forma sistemática en la filosofía idealista ni en el origen de una inquietud afirmativa sobre la formación, ni en la actualidad de sus teorías (pues este sería un trabajo distinto), aseguro que casi todo lo que estará a lo largo de estas líneas es un análisis de estos conceptos, debería decir de estos fenómenos humanos. Desde mi punto de vista no hay un análisis antropológico, ni negativo ni afirmativo, que no suponga la formación (o la formabilidad), así sea de modo implícito. Por lo tanto, siendo fiel al programa de la antropología histórica, veo mi propio proyecto académico como algo abierto y no disciplinar; mejor, este proyecto se mueve en un haz de relaciones disciplinares. Más precisamente, está interesado en problemas de provecho para las ciencias sociales en un sentido amplio. Pero, de acuerdo con lo que ya he expresado, atiende muy específicamente a estos problemas de la formación y de la formabilidad heredados de la tradición filosófica y pedagógico-sistemática. La antropología histórica, de alguna manera, surge de la antropología pedagógica, modificándola y, ciertamente, ampliándola. Relativizando, si se quiere, su propia condición normativa. Miremos entonces algunos elementos que nos permitan diferenciar entre ambas formas de la reflexión antropológica y, con ellos, miremos la génesis de lo que llamo una antropocrítica.

    1.1 EMERGENCIA DE LA ANTROPOCRÍTICA

    Los ejes sobre los cuales se ha mantenido la antropología pedagógica se soportan en una evidente posición normativa. Esta posición induce una recurrente afirmación —por cierto cara a la pedagogía o ciencia de la educación (Erziehungswissenschaft)—, sostenida con fuerza y centrada en el proceso ontogenético o antropogenético. Se ha dicho, insistentemente, que el hombre empieza su vida como niño y que en cuanto ser extremadamente capaz de aprender y necesitado de formación (Bildung) depende, por largo tiempo, de ayudas pedagógicas. Así pues, la antropología pedagógica, de inspiración filosófica, de acuerdo con Sheuerl, dirige su interés (...) tanto hacia los elementos comunes como a las diferencias características de las correspondientes normas previas y expectativas culturales y sociales que acompañan al desarrollo y al proceso de formación.

    Sin temor a equívocos, es posible decir que esta propuesta normativa de la antropología pedagógica no es extraña; al contrario, hace parte de una especie de fuerza prescriptiva propia de los elementos sistemáticos y generales que rodean la ciencia de la educación. Lenzen ha mostrado cómo la pedagogía constituye uno de los productos más emblemáticos del proyecto de la Ilustración (Aufklärung), y cómo esta característica está relacionada con la dificultad para que, a diferencia de otras ciencias sociales y humanas, la disciplina pedagógica reflexione sobre su propia condición de hija de la Ilustración. En sus palabras: La discusión, actualmente muy extendida, sobre la situación de nuestra cultura en su relación con el llamado proyecto de Modernidad (Habermas) no ha experimentado hasta la fecha, si se prescinde de algunas observaciones, ninguna acogida en la ciencia de la educación. Cuando sobre este tema se habla, acontece, primeramente no sin razón, de un modo defensivo por temor de que pudiera verse amenazado el género pedagógico en cuanto tal, que como apenas ningún otro producto de la cultura está vinculado a la idea de la Ilustración.

    La divisa que proclama alcanzar la mayoría de edad⁸ (autonomía intelectual) parece haber sido asumida por la ciencia de la educación en calidad de tarea principal. Como se ha insinuado, la antropología pedagógica no es ajena a este objetivo de corte normativo y, por algún tiempo, ha estado en el lugar de aquella disciplina auxiliar que tiene bajo su encargo dirigir la reflexión pedagógica, en especial aquellas preguntas encaminadas a esclarecer qué es el hombre y cuáles son los modos de su realización. Para expresarlo en términos más precisos, los interrogantes aportados por este modo de observación antropológico en la pedagogía⁹, por ejemplo, han permitido realizar un tipo de estudio orientado a la imagen del hombre (imago homini): (...) se puede entender también por antropología pedagógica la cuestión sobre las ‘imágenes de hombre’ que constituyen la base de las ideas pedagógicas de las diferentes épocas y pueblos, de los movimientos y escuelas o de los pedagogos particulares. Estas ideas directrices pueden consignarse por escrito en textos o permanecer implícitas, siendo posible reconstruirlas y descubrirlas a partir de ciertos síntomas en el trasfondo de una pedagogía.¹⁰

    Si bien se insiste con frecuencia en la importancia de interpretar estas imágenes de hombre, lo cual, como les gusta afirmar en antropología pedagógica, implicaría asistir al hecho de que el hombre es una pregunta abierta, no se puede pasar por alto que dicha insistencia mantiene un proyecto de corte normativo. Digámoslo más claramente: podría pensarse este énfasis en la interpretación como la defensa de una propuesta flexible, no normativa. No obstante, se estaría incurriendo en un error, pues se asumiría que el énfasis en la interpretación —si se quiere en una hermenéutica— ha sido capaz de abandonar una posición prescriptiva sobre aquello que el hombre debe ser. Se trata, sin duda, de un traspié ilusorio, debido a que la propuesta interpretativa antropológico-pedagógica reposa sobre la ya clásica tradición de las ciencias del espíritu (Geisteswissenschaften), que, si bien pone el acento en la comprensión (Verstehen), no escapa a una falacia historicista; está en ella el concepto de una historia ilustrada, entendida como razón absoluta y progreso.

    Las ciencias del espíritu fueron influidas por lo que, en su momento (siglo XIX), era conocido como la tradicional Escuela Histórica. Koselleck expresa de manera precisa en qué se había transformado el concepto de historia en el siglo XVIII: Merced al trascecendentalismo, la ‘historia’ se convirtió en el concepto de una religión secular de la consciencia que le seguía imponiendo a la historia, en cuanto revelación del espíritu, las estructuras de una teodicea.¹¹ Sobre ese curso, la razón y el progreso reemplazaron la pregunta metafísica por Dios y, bajo esas condiciones, la historia perdió todo devenir, paradójicamente se divinizó, se hizo Dios.

    Precisamente Dilthey,¹² uno de los más fuertes representantes de las ciencias del espíritu y quien en el siglo XIX hubiera enfatizado en la conocida dicotomía explicación-comprensión —dicotomía harto costosa e infructífera por su división radical entre ciencias naturales y ciencias sociales—, muestra que en la investigación sobre el origen de lo espiritual el hombre puede encontrar en la autoconsciencia —resultado de dicha investigación— una voluntad soberana, la responsabilidad y la facultad de someterlo todo al pensamiento. Aquí se pueden ver los ecos de aquella vieja metafísica que ubica a la historia en cuanto razón y progreso interminable. Dominado por el hombre y opuesto por este a la naturaleza, el reino de la historia es caracterizado por el pensador alemán como sigue a continuación:

    Así separa del reino de la naturaleza un reino de la historia, en el cual en medio del contexto de una necesidad objetiva, que es la naturaleza, centellea la libertad en innumerables puntos de ese conjunto; aquí los actos de la voluntad —a la inversa del curso mecánico de las alteraciones naturales, que contiene ya germinalmente todo lo que acontece en él—, mediante su esfuerzo y sus sacrificios, cuya significación posee el individuo actualmente en su experiencia, producen realmente algo, logran una evolución en la persona y en la humanidad: más allá de la vana y monótona repetición del curso natural en la conciencia, cuya representación saborean como un ideal de progreso histórico los idólatras de la evolución intelectual.¹³

    La noción de historia de las ciencias del espíritu no solo puso el mismo acento en la razón como lo hacía la vieja Escuela Histórica, a pesar de la crítica diltheyana a los idólatras de la evolución intelectual, sino que también cometió el error del historicismo por cuanto su hermenéutica hizo posible la historización de los autores leídos (interpretados), pero no pensó la historicidad misma de quien los interpretaba. La urgencia en este punto de vista es el pasado por el pasado y no se interroga por el presente. Algo similar ocurre con la antropología pedagógica cuando quiere afanosamente interpretar los modelos de hombre desde un punto de vista, a todas luces, libre de historia.

    Ahora bien, no se puede tampoco cometer injusticia con el siglo XIX (influencia directa de la antropología pedagógica), debido a que en él la noción de historia giró: pasó de tener la estructura de lo intemporal (metafísico) a una innegable temporalización que convirtió a la historia en un tipo de verdad histórico-relativa, fragmentada en perspectivas, y en un espacio de experiencias en el cual las dimensiones del pasado y del futuro quedaron separadas.¹⁴ Apareció así la noción de discontinuidad para mostrar que no siempre se trata de estructuras históricas trascendentales. Mejor, a partir de aquel siglo es posible decir que, si bien existen estructuras formales sostenidas a través de acontecimientos, estas estructuras son condiciones de historias posibles cuyo conocimiento habrá de referirse más a la práctica y no tanto al conocimiento de los sucesos mismos. El análisis del siglo XIX le ha permitido a Koselleck no solo comprender aquella época sino incluso producir uno de los conceptos centrales de su trabajo, a saber: la Histórica, entendida como el estudio de aquellas determinaciones formales universales que hacen posible las historias.¹⁵ A partir de esta tensión entre los universales —estructuras históricas— y las contingencias¹⁶ —la variedad de las experiencias históricas y las historias posibles— se puede asumir el giro histórico de la antropología pedagógica. Con esto no se está diciendo que la investigación de Koselleck, conocida con el nombre de historia conceptual (Begriffsgeschichte), haya influido necesaria o directamente en los teóricos de la antropología histórico-pedagógica, pero sí se indica la importancia de mostrar cómo en dicha tensión múltiples discursos pueden asumir una posición y decidir si se dan para sí mismos, o no, los universales; o si, por el contrario, prefieren atender las diversas contingencias históricas que configuran también el presente, esto es, aquellos acontecimientos que nos han hecho ser, decir y hacer lo que somos, hacemos y decimos.¹⁷

    Justo por ese giro histórico, el modo de observación antropológico en la pedagogía puede entenderse de manera más flexible, menos normativa; el lugar otorgado a la historia tiene relación directa con una concepción de lo humano entendido como pluralidad de experiencias. En relación con esto, habrá de señalarse que la nueva propuesta basada en la historicidad, culturalidad y transdisciplinariedad abandona su viejo nombre y sus antiguas prácticas, a su vez, asume la expresión más larga y más precisa de antropología histórico-pedagógica. De acuerdo con Wulf y Zirfas: (...) la antropología pedagógica sólo se puede desarrollar como una antropología histórico-pedagógica. La estructura de su discurso crea las condiciones para poder plantear la pregunta por el hombre, pero determina también las fronteras de su preguntar y conocer.¹⁸

    1.2 DOBLE HISTORICIDAD

    Con el concepto de doble historicidad,¹⁹ la antropología histórico-pedagógica entiende la historicidad tanto del objeto de estudio como de sus premisas y teorías. La noción de historia asumida le permite a quien investiga en este campo comprender no solo la historicidad de otros, sino, además, y sobre todo, la suya propia. En consecuencia, estamos hablando de un campo de trabajo no disciplinar que, a diferencia de su predecesor, abre las perspectivas de la investigación al introducir nuevos objetos en su agenda. Ya no es tan importante el proceso antropogenético ni, en general, la serie de objetos vinculados normativa y sistemáticamente con la escuela; aparecen ahora temas de interés contemporáneo, a saber: el cuerpo, el otro, el aprendizaje mimético, la imagen y la imaginación, el ritual y la performatividad, todos ellos descritos por Wulf.²⁰ Pero también podemos decir: raza-etnicidad, sexo-género, nación y nacionalismo, decolonialidad, etc. (sin duda, formas distintas de la antropogénesis). Esta propuesta de pluralidad teórica y metodológica es un nexo incuestionable con los estudios culturales en cualquiera de sus formas institucionales.

    La antropología histórica,²¹ valga decir, no se refiere a la antropología en sentido disciplinar —de corte anglosajón o francés—, ella indica mejor un marco interpretativo entendido como antropocrítica. Esta antropocrítica no es tampoco una extensión de la disciplina histórica, más precisamente se acerca a la historia en cuanto campo de acontecimientos (comprendidos primordialmente como discontinuos) y la usa como el taller en el cual fabricar sus interpretaciones. Si desde una posición normativa la antropología pedagógica se ocupaba de la imagen del hombre, la nueva antropocrítica toma ese problema de la imago homini y lo lee a partir de su historicidad: ya no es más una imagen estática —por muy plural que ella sea— y estancada sobre lo que el hombre es o habrá de ser. Se trata ahora de revisar la inquietud misma por el hombre, desconfiando críticamente de ella, para mostrar que tales imágenes son fabricaciones históricas y que en ninguna de ellas radica esa especie de esencia primera buscada afanosamente por todos aquellos humanismos que, mientras más empeñados en una iconografía humanitaria, más oscuros y desmesurados resultan ser.

    El tema de la imagen del hombre sigue vigente, pero con él ya no se busca cuál concepción tiene este o aquel autor, o cuál es propia de un determinado Zeitgeist. Tal como se hará en este texto, críticamente puede afirmarse que el hombre no es más que una imagen, muy potente es cierto, pero nada más que una imagen. Lo humano funciona como un ideal regulativo, y este ideal encarna justo en el momento en el cual creemos que debe ser algo. ¿Por qué digo que el hombre no es más que una imagen potente? Porque aunque no constituye nada en sí mismo (esto lo veremos con más detalle en el capítulo 4), es siempre el lugar de una norma regulativa que falla y que, paradójicamente, es efectiva al mismo tiempo. Efectiva porque, si vemos con cuidado, parecemos atados a la necesidad constante de definir qué cuenta como humano o no, qué es una vida viable y qué ocupa el lugar de una vida precaria.²² Pero, al mismo tiempo, la victoria de la norma, del ideal, es su falla, su propia imposibilidad, porque siempre hay algo que se queda por fuera de nuestras imágenes de hombre o de nuestras concepciones de lo humano. El ideal falla, pero precisamente porque falla es efectivo; la norma desde la cual se impone lo que lo humano ha de ser, esa norma que es imagen, falla. Pero no falla porque tenga algo defectuoso sino porque por su propia condición lógica no se puede realizar; lo contrario ya no es un ideal. Esta falla, según dije, es su efectividad porque siempre existen individuos que quedan por fuera de ella, constituyéndola desde su exterior. En síntesis: las normas antropológicas que definen lo humano (algo que más adelante llamaré matriz antropológica) no pueden ejercer su capacidad legal sobre la totalidad de los individuos. Su mecanismo pone a unos adentro y a otros afuera, estos últimos son denigrados como deficientes, como despojo y desecho humano. Este mecanismo es igual al descrito por Agamben²³ al referirse al poder soberano y al estado de excepción: hay una exclusión que incluye. En términos antropocríticos, esto significa que lo humano se funda por su exclusión, por sus contrafiguras: lo no completamente humano y lo animal.

    1.3 ANTROPOCRÍTICA

    Si algo diferencia a la antropología histórica de la antropología pedagógica y de la antropología filosófica como fueran practicadas, por ejemplo, por Sheuerl²⁴ y Bollnow,²⁵ es su renuncia a una especie de naturaleza o de esencia humana. Soy consciente de que esta última afirmación debe ser tomada con cautela, pues ya en el trabajo de las antropologías normativas de estos autores aparece un rechazo a cualquier definición de lo humano en un sentido ahistórico o supratemporal.

    Para argumentar esta afirmación, voy a retomar un trabajo de Bollnow,²⁶ uno de los filósofos que, desde el punto de vista de una antropología filosófica, influyó en lo que él mismo denominó (...) el modo de observación antropológico en la pedagogía (anthropologischen Betrachtungsweise in der Pädagogik).²⁷ El autor habla de antropología filosófica desde la tradición moderna de esta disciplina, inaugurada por Scheler y Plessner en el ocaso de la segunda década del siglo XX. De esa tradición hemos recibido la pregunta: ¿qué es el hombre? (Was ist der Mensch?). Se trata de un interrogante hace tiempo criticado tanto por la filosofía como por las ciencias sociales y, por supuesto, la propuesta de una antropocrítica, según pretendemos exponerla en este lugar, no es la excepción. Para ser precisos, incluso si seguimos la antropología de Kant,²⁸ y específicamente el comentario de Wood,²⁹ estamos hablando de una pregunta imposible de responder. Es más, responder a esta pregunta de entrada sería clausurar la propia indagación antropológica: ya no habría nada más para preguntar.³⁰ Esto es curioso porque, evidentemente, los planteamientos kantianos, por mucho, son más antiguos que los de la antropología filosófica.

    Ya habrá tiempo de volver al filósofo de Königsberg de un modo más detallado,³¹ detengámonos por ahora en algo que Bollnow plantea: El problema de la antropología filosófica, la cuestión de la esencia del hombre, nace también en este sentido de una profunda consternación existencial.³² Con ello se nos dice que la reflexión antropológica nació en el seno de una búsqueda de la esencia humana; sin embargo, si bien es crítico con esta primera forma de antropología filosófica, Bollnow no escapa a este problema. Opone su propio enfoque, entendido por él como hermenéutico, al de sus predecesores; a este último, al que pertenecen las antropologías de Scheler, Plessner y Gehlen, no duda en darle la marca de cosmológico. Su análisis de estos cosmólogos —si se me permite la expresión— va a dar en un punto que me parece central para la labor de esta antropología crítico-negativa de la cual me ocupo, y que puede ser uno de los ejes de la crítica al proyecto antropológico moderno. Me estoy refiriendo al concepto de segunda naturaleza. Miremos sus palabras: Gehlen limita su marco de referencia a la comparación entre el hombre y el animal. El hombre en cuanto ‘ser deficiente’ debe construir en correspondencia con sus necesidades una naturaleza artificial, una cultura, para poder vivir a pesar de su deficiencia biológica.³³ Esta comparación, deberíamos decir mejor oposición, entre hombre y animal (de la que hablaremos a partir del capítulo 3) expresada en la idea aristotélica de una segunda naturaleza, va a ser usada por la antropología pedagógica, de corte normativo, para mostrar la importancia, por ejemplo, de la educación (Erziehung) y de la formación (Bildung), entendida esta última en su acepción afirmativa. La educación ayudaría a la producción de esa naturaleza que mientras más artificial eo ipso más humana, menos animal. Ella es fundamentalmente antropogenética por cuanto tiene como tarea producir lo humano, llevar al hombre a la realización de su humanidad (humanitas).

    A Bollnow le parecen ingenuas estas antropologías cosmológicas, ellas de algún modo son pre kantianas porque dejan pasar de largo el giro al sujeto introducido por la filosofía trascendental, conocido ampliamente con el nombre de revolución copernicana. Esto, según ve, tiene como consecuencia un realismo ingenuo marcado por una característica, a saber: su camino no va del hombre al mundo sino, inversamente, del mundo al hombre. En sus palabras: Es mi opinión, sin embargo, que después del vuelco kantiano de la filosofía trascendental este camino, basado en un realismo ingenuo, no puede ser mantenido. Para nosotros, opino, el camino no puede ir del mundo hacia el hombre, sino del hombre hacia el mundo. Es decir: es la vida humana, la vida vivida por el ser humano con los rasgos vitales que lo unen a su medio, lo que debe constituir el punto de partida de la reflexión filosófica.³⁴

    Es la vida humana aquello que está en la base de su enfoque hermenéutico. Este tema de la vida, en cierto sentido, es un proyecto inspirador para la forma de trabajo de una antropología histórica porque promueve un tránsito permanente entre la filosofía y las ciencias particulares. Desde el punto de vista de Bollnow, si se toma en consideración el conjunto de los resultados producidos por las ciencias especiales, un trabajo filosófico podría avanzar, por ejemplo, en la indagación sobre (...) la concepción del hombre contenida desde siempre en la vida cotidiana.³⁵ Tal como mostraré en este trabajo, no me encuentro en descuerdo con esta idea; plantearé, en ese sentido, que presupuestos sobre el hombre existen no solo en nuestras teorías sino también en nuestra vida cotidiana. La diferencia es que una mirada negativa no busca afirmar una u otra concepción o imagen de hombre (imago homini), sino interrogarla o, en tal caso, mostrar su existencia temporal, históricamente fabricada, pero siempre e inevitablemente actualizada de formas plurales.

    Si encontramos esta especie de continuidad entre ambas formas de la reflexión antropológica, esto es, su decisión de tejer relaciones entre filosofía y ciencias sociales y humanas, creo que podemos reconocer algunos puntos de encuentro, aunque restringidos, sobre la idea de indagar la concepción del hombre, o su imagen (imago). Es cierto que hay concepciones del hombre, es cierto también que el hombre no es una figura unitaria ni estática, esto lo formula abiertamente Bollnow, pero, como lo indiqué antes, el autor no puede salir de su fascinación con una esencia humana. Insisto, el autor es consciente de los problemas que supone la palabra esencia, es claro que está al tanto de ese resto metafísico que ella deja en el ambiente, y a pesar de ello no renuncia a conjurarla. La esencia no supratemporal del hombre, eso sí nos queda claro, consiste para Bollnow en que este no solo es producido por la cultura, también es productor de ella. Incluso de sí mismo como producto cultural, me atrevo a decir. Así pues, cuando hablamos de lo humano lo mejor que podemos hacer es renunciar a cualquier idea de esencia. Leamos las palabras del autor acerca de este asunto: Como el hombre se produce a sí mismo al producir su cultura, por cierto que sin crearse a partir de la nada, pero sí desarrollando siempre nuevas facultades, no podemos hablar de una ‘esencia’ humana supratemporal ni basar en ella predicciones valederas para el futuro (...);³⁶ y termina diciendo, en forma reveladora, que solo podemos hablar aproximativamente (...) de la esencia del hombre, sólo podemos entender por tal al hombre tal como se nos presenta en nuestra época y en nuestro medio cultural.³⁷

    Si se dice que puede hablarse de algo solo de modo aproximado, lógicamente es porque se da por hecho que ese algo existe. Solo podemos predicar de modo aproximado sobre el término x en el caso de que x efectivamente exista y de que, asimismo, solo algunas de sus determinaciones puedan ser atadas a nuestros predicados. Podemos decir, por ejemplo, que a, b y c pertenecen a x; pero ello, sin embargo, no significa que sepamos todos los posibles elementos que componen el término x. Decimos entonces que x es esto o lo otro solo de modo aproximado, pero no porque no se presuponga su existencia sino porque no tenemos a disposición los predicados que darían cuenta completamente del término. Reemplacemos x por esencia del hombre en la exposición de Bollnow. Independientemente de que no sea definida como ahistórica, o supratemporal, ella es algo. En consecuencia, solo podemos hablar de esencia humana de modo aproximado. Esto quiere decir que para Bollnow hay una esencia del hombre, aunque ella sea distinta a la de sus predecesores.

    Está bien: el hombre al producir la cultura, al mismo tiempo, queda configurado por ella. Mejor, para decirlo en un lenguaje más cercano al de una antropología histórica: al producir la cultura, paralelamente, el hombre queda formado por ella. Sin embargo, y aunque acepto este enunciado, me parece que no hay una esencia, al nivel de una ontología fundadora, ni antes ni después de la experiencia humana misma. El hombre, dice certeramente Foucault, (...) es un animal de la experiencia.³⁸ Tal vez —esta es mi tesis— lo humano funciona como un ideal regulativo, pero no es una esencia, no es un principio constitutivo. En cambio, y esto lo voy a decir a lo largo de todo el trabajo, dicho funcionamiento regulativo produce efectos: siempre estamos preguntándonos, bien sea en términos teóricos o implícitamente en la vida cotidiana, qué es el hombre, vamos detrás de su definición; esto es justo lo que llamaré imaginación antropológica. Cuando nos imaginamos al hombre creemos firmemente que aquello que imaginamos es algo, una ontología, una esencia. Mi crítica muestra, entonces, dos cosas: lo humano no es nada, en contraste, funciona como un ideal. Este ideal regula nuestra actividad imaginativa sobre nosotros mismos, sobre lo humano. El problema con esta actividad imaginativa es que ella no solo produce una imagen correcta de lo humano, sino que, además, deja por fuera todo aquello que no sea completamente humano. Esto lo saben muy bien los estudios culturales cuando piensan en ejes como raza-etnicidad, sexo-género, subalternidad, poscolonialidad, etc.

    La antropología de Bollnow, insisto, es inspiradora. A pesar de su fijación en una esencia humana, si bien histórica y culturalmente determinada, sus planteamientos son fundamentales porque trazan la ruta metodológica de la antropología histórica: un ir y venir entre la filosofía y las ciencias sociales. Teniendo en cuenta esta última afirmación, me gustaría retomar un trabajo de Wulf en el cual, a mi modo de ver, están muy claramente planteadas las características de una antropología histórica, características que pueden perfectamente ser compartidas con los estudios culturales.³⁹ Inmediatamente comienza su texto, el autor deja consignado lo siguiente: (...) sin presupuestos sobre el hombre, sin antropología, no son posibles ni la educación ni la formación. Las imágenes de hombre implícitas en la educación, y las representaciones de la antropología pedagógica ligadas a ellas, se diferencian notablemente según las situaciones culturales e históricas de la educación.⁴⁰ En este comienzo de texto no hay nada nuevo, vemos una repetición, casi calcada, de los enunciados de la antropología pedagógica. A pesar de ello, creo que la proposición contenida en la cita puede incluso ser modificada. Se nos dice ahí que no hay educación, o formación, sin una antropología implícita. Dicho de otro modo, se asegura en la proposición que toda praxis educativa, y formativa, tiene implícitas unas imágenes de hombre y que, por si fuera poco, esas imágenes se ligan a las propias representaciones de una antropología, en este caso pedagógica. Ya he ido mostrando mi sugerencia sobre cómo trabajar este problema de las imágenes. No hay que auscultar cómo es la antropología implícita (esas imágenes de hombre) para determinar cómo se educa. No. Propongo invertir radicalmente este argumento, cambiándolo por el siguiente: hay educación, y hay formación, institucionalizada o no, porque hay presupuestos antropológicos (casi siempre implícitos). Nuestra hominización, si bien es un proceso muy bien estudiado por la biología evolutiva, y por disciplinas afines, parece tener también un elemento virtual. Aclaremos: una cosa es la evolución de la especie en cuanto hecho científico hoy incuestionable, otra cosa es este cierto impulso que tenemos los seres humanos de hominizarnos o humanizarnos. Una cosa es la especie y otra, muy distinta, lo humano como un virtual nunca acabado. Por eso digo que la educación es una estrategia antropogenética,⁴¹ ella encarna todo un proyecto antropológico, y la crítica de ese proyecto es lo que gruesamente llamo antropocrítica.

    No obstante, Wulf avanza su proposición inicial. Con una legítima preocupación por la formación y por la educación, que no tiene por qué ser abandonada, muestra el campo de una antropología histórica y, por así decir, su pertenencia a las ciencias de la cultura. Acude, pues, a las nociones de historicidad, pluralidad, performatividad y transdisciplinariedad para decir que Bajo la influencia recíproca de esos elementos se origina una antropología histórico-pedagógica, cuyo desarrollo hasta hoy y en el futuro se efectúa en el contexto de las investigaciones histórico-antropológicas en la historia y en las ciencias de la cultura.⁴² El planteamiento del autor es fundamental para los intereses de esta investigación, me apoyo en él para mostrar que su propuesta tiene nexos suficientes con los estudios culturales (incluidas, entre otras formas denominativas, los estudios poscoloniales). En otras palabras, insisto en que la antropología histórica no está restringida a estudiar un espacio institucional, como la escuela, ni unas figuras determinadas, como el educador y el niño. Más bien, los estudios sobre educación y formación, siguiendo a Wulf, son necesariamente estudios sobre la cultura.

    Encontramos una serie de críticas que el autor le plantea a la vieja antropología pedagógica desarrollada entre las décadas de los cincuenta y los setenta en Alemania. Estos puntos, siguiendo su argumento, son los responsables de que se haya dado un giro hacia la antropología histórica. Los puntos de crítica expuestos por Wulf pueden resumirse así: 1) la antropología pedagógica no fue capaz de reflexionar de modo suficiente sobre la relación entre sus propios conceptos y los presupuestos históricos y sociales que la condicionaban, esto es, no atendió a su origen histórico-social. Si bien ella vio la historicidad de sus esfuerzos, como vimos en el caso de Bollnow, no enfatizó este aspecto poniendo a un lado la historicidad de sus propios planteamientos, algo que la antropología histórica recoge en el concepto de doble historicidad. 2) La antropología pedagógica solo asumió una historia del espíritu, o de las ideas, dejando al margen propuestas históricas como la historia social, la historia de las mentalidades y la historia cultural. Entre sus practicantes fue predominante la opinión de que la antropología debía contener una tendencia integradora. Según eso, había de introducirse, en la ciencia de la educación, el saber antropológico logrado por las distintas ciencias sociales y humanas. Aunque esto ya era un avance hacia la transdisciplinariedad, algo para celebrar, dejó no obstante un par de interrogantes en el tintero. No quedaba claro (...) cómo se podría integrar un saber trabajado de un modo disciplinario bajo cuestionamientos pedagógicos.⁴³ 3) Sobre todo hoy resulta dudosa la pretensión de partir de una totalidad de saber antropológico. La búsqueda de un saber antropológico total e integrado correlaciona claramente con una aspiración normativa. Ya hoy sabemos que no podemos hablar de una totalidad llamada hombre, así como tampoco tenemos la aspiración de consolidar un saber teórico integrado y totalizante sobre la condición humana. Dice Wulf: "La pretensión de la antropología pedagógica de hacer enunciados sobre el hombre, el niño o el educador, es extremadamente problemática".⁴⁴ Y todavía es más problemática gracias a que, por regla general, la antropología normativa produce enunciados sobre hombres blancos, masculinos y abstractos.

    En suma, la antropología pedagógica produjo una serie de enunciados universalizantes que desconocían el significado de la discontinuidad y de la pluralidad. Dicho de otra manera, al hablar del hombre en abstracto, las pretensiones normativas y universalizantes desconocieron los modos particulares en que lo humano es producido en contextos históricos y socio-culturales específicos. En la siguiente cita extensa encontramos muy bien expresados los límites de la antropología pedagógica:

    La antropología pedagógica permaneció también como algo orientado científica y filosóficamente; no incluyó formas de saber literario ni estético, y estuvo orientada empíricamente en sus investigaciones, a pesar de las protestas en contra. Los defensores de la antropología pedagógica vieron en ella un punto y un marco de referencia con una validez casi universal, sobre cuyos límites poco se reflexionó. La antropología pedagógica se entendió entonces como una antropología positiva. La comprensión de la imposibilidad de una antropología normativa

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