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El caso Kramski: Historias del MI7
El caso Kramski: Historias del MI7
El caso Kramski: Historias del MI7
Ebook425 pages8 hours

El caso Kramski: Historias del MI7

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About this ebook

El MI7 se pone en guardia tras los asesinatos de varios paparazzis en tres países. Aparentemente, el asesino no es otro que Dmitri Vassyli Kramski, exagente de campo del Servicio de Inteligencia Extranjera ruso y antiguo protegido del Kremlin. Es cierto que la Guerra Fría terminó hace tiempo pero todo el mundo sabe que Vladimir Putin está tan descontento con que Rusia juegue un papel secundario en la escena internacional como el más fiero de sus predecesores comunistas. Por ello, en 2010, las relaciones Este-Oeste siguen siendo tan tortuosas como siempre.

El rastro de Kramski lleva hasta lo más profundo de la comunidad de emigrantes rusos en Londres, lo que fuerza a sus perseguidores a entrar en conflicto con una organización desconocida que se afana en protegerle. Poco a poco, va pareciendo cada vez menos un asesino a sueldo y cada vez más alguien que planea hundir los cimientos de la propia democracia occidental. Para colmo, los rusos están tan desconcertados con él como cualquier otro.

LanguageEspañol
PublisherBadPress
Release dateAug 22, 2018
ISBN9781540119780
El caso Kramski: Historias del MI7

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    El caso Kramski - J. J. Ward

    Notas finales

    Para los interesados en el detalle de fondo de esta novela, una selección de notas numeradas está disponible al final del texto.

    Índice

    Capítulo 1: El viejo blues de los paparazzi

    Capítulo 2: Furia aérea

    Capítulo 3: La maldición del duende

    Capítulo 4: Marcie Brown, investigadora

    Capítulo 5: El pasadizo del cura

    Capítulo 6: Cómo demostrar que x²(MI5 + MI6 - √2y) = MI7

    Capítulo 7: Jilly, mi Jilly

    Capítulo 8: El juerguista

    Capítulo 9: Más cosas fenomenales sobre Jilly

    Capítulo 10: El fotomático desconcertante

    Capítulo 11: Conociendo a los padres

    Capítulo 12: Un cambio a peor

    Capítulo 13: Nichole Moore, superestrella

    Capítulo 14: El retorno de Nicholas Fleming

    Capítulo 15: Leyendo The Stage

    Capítulo 16: Textos sagrados

    Capítulo 17: No hay manjar blanco en Líbano

    Capítulo 18: ¿Cómo solucionas un problema como la orden de comportamiento antisocial de Marciella Hartley-Brown?

    Capítulo 19: En el interior de una gran casa vieja

    Capítulo 20: Servir al Señor con alegría

    Capítulo 21: El engaño de Securitavan

    Capítulo 22: Reyerta en el cuartel general de Comunicaciones del Gobierno

    Capítulo 23: La otra cara de Nichole Moore

    Capítulo 24: La obligada persecución de coches y otros temas

    Capítulo 25: Fleming en Thames House

    Capítulo 26: Bedford y luego, Kafka

    Capítulo 27: Kramski sale a escena

    Capítulo 28: Llamando a la caballería

    Capítulo 29: Quemando goma

    Capítulo 30: Parlamento colgado

    Capítulo 31: Uno dentro, uno fuera

    Capítulo 32: Epílogo

    Notas finales

    Otros libros de J.J. Ward

    Capítulo 1: El viejo blues de los paparazzi

    Kendal, Cumbria

    Alguien llamó a Jilly y luego dijo el nombre de su banda, Four Girls on Fire. Al principio, pensó que estaba soñando —acababan de ganar otra vez el mayor concurso de talentos del país y desde ahora su vida iba a ser ¡realmente increíble!— pero, entonces, se le revolvió el estómago.

    Se soltó de Rob, salió de la cama y se dirigió a la ventana. Maldita sea. Sí. Abajo en la estrecha calle adoquinada que estaba frente al hostal. Paparazzi. Dieciséis o diecisiete, todos hombres, llenos de grasa de patatas fritas y rebosando testosterona tras pasar la noche en un club de estriptis, mirando lascivamente a la cortina como si pudieran ver a través de ella. Tragó saliva.

    Las otras chicas le habían advertido sobre lo que suponía salir con el miembro de una banda, pero solo de forma irónica. El doble de publicidad, nenas, ¿estáis seguras de que podréis con ello? Sin embargo, no pudo evitarlo. Dos años antes, él era su héroe y ella no era nadie. Ahora, eran iguales.

    —Nos han encontrado —le dijo.

    Rob se estiró y bostezó. Apartó las sábanas, cogió los calzoncillos y metió ambos pies en una pierna.

    —¿La prensa?

    —No pareces muy molesto.

    —Anoche estuviste brillante, Jilly.

    —¿Cómo supieron que estábamos aquí?

    —En serio, deslumbrante.

    Se dio cuenta de que ni siquiera le gustaba mucho.

    —¿Se lo dijiste tú?

    —¿Yo?

    ¡Rob, levántate! ¡Es la prensa! ¡Te digo que nos han encontrado!

    Se puso los calzoncillos y la rodeó con sus brazos. Ella se apartó, se dejó caer ante el tocador y cepilló su largo cabello castaño, tirando con fuerza como si estuviera lleno de nudos. Intentaba dejar de temblar.

    —Se lo pudo haber dicho cualquiera — le dijo—. Pero desde luego no fui yo, nena.

    —Vístete, nos vamos.

    —¿Por qué? No pueden entrar aquí.

    Cogió su sujetador de la pila de ropa que había en el suelo y se lo puso.

    —Estamos en el maldito Lake District, se supone que estamos a kilómetros de ninguna parte. ¿Cómo nos han encontrado tan rápido?

    Echó un vistazo a la habitación: las cortinas de cuadros, las camas con volantes, las tulipas de los años 20, todas las superficies barnizadas, todo tan distinto a los lugares en los que se había alojado mientras estaba de gira con las chicas. Había sido amor a primera vista. Se había emborrachado, cierto, pero nunca quiso dejarlo.

    Rob se puso los calcetines y la camiseta y la miró.

    —¿No tendrás miedo, verdad?

    —Probablemente estemos rodeados y sí, tengo miedo.

    —Llamaremos a un taxi. Podemos estar abajo y meternos en el coche antes de que nadie se entere.

    —No estoy preocupada por nosotros, Rob. Estoy preocupada por ellos.

    Las medias, ¿dónde estaban las dichosas medias?

    —¿Ellos?

    —Sí, ellos. Los fotógrafos, los periodistas, como quiera que se llamen. ¡Ellos!

    Él se rio.

    —Es la primera vez que alguien se preocupa por lo que les pase a los paparazzi. De todos modos, ¿qué podría pasarles?

    —¿Acaso no has visto las noticias últimamente? ¿En serio eres tan egocéntrico?

    —Hey, espera...

    —Cuatro fotógrafos asesinados a tiros en cuatro semanas. Seguían a Bobby Keynes, Zane Cruse, Mikey de Bad Lads Zero, Stallone Laine...

    —Por lo que he oído, no es más que mala publicidad. No es que lo necesites, nena, pero no te haría daño. Además, son todos unos imbéciles, ¿no?

    Se puso el vestido y se alisó la cintura. Ya había tenido suficiente. Quería salir. De todo.

    —Me equivoqué contigo, Rob. Siguen siendo personas.

    —No, no lo son. De todos modos, ¿cuáles son las alternativas?

    —No quiero pensar en ello.

    Rob cogió el teléfono.

    —¿Recepción? Sí... hola... habitación...

    —Catorce —dijo Jilly.

    —Catorce. ¿Podría pedir un taxi para mí y para la chiquitina? Y tráiganos la factura de la habitación. Sí... nos vamos. Sí, todo lo bueno se acaba tarde o temprano... Sí, nosotros también estamos decepcionados —puso la mano sobre el auricular— nos conoce —le dijo a Jilly—. Puede que fuera ella quien se lo dijera a los reporteros.

    —Zorra.

    Colgó.

    —Tardará unos quince minutos. Arréglate la cara, preciosa.

    —No voy a esperar a su taxi, Rob. No si ella está con ellos. Lo conseguiré por mi cuenta. Hay una parada al final de la calle. Vamos.

    —¿Y qué pasa con tu maquillaje?

    Se enfundó unas gafas de sol y cogió su bolsa de viaje. Él la siguió escaleras abajo. No se detuvieron en la recepción. Rob abrió su cartera, sacó cuatro billetes de cincuenta y se los lanzó a la señora como se llamase, la propietaria.

    —¡Quédese el cambio!

    De repente, estaban en la calle. Los paparazzi estaban a su derecha, gritando a Jilly. Jilly, quítate las gafas, Jilly apártate el pelo, Jilly saluda, Jilly sonríe, Jilly detente, quién es el que está con Jilly, es Rob de Simply Boyz, Rob sonríe, Rob...

    Se quitó las gafas, agarró a Rob de la mano, giro a la izquierda y aceleró. Casi cambió de dirección. Se produjo un gran golpe y ella saltó como si le hubieran dado.

    Tras ellos, los paparazzi gritaron. Uno de ellos —un fotógrafo de unos 25 años—estaba tendido en el suelo, sangrando. Otros cuatro le hicieron varias fotos, diez o doce salieron huyendo, otro más intentaba encontrar cobertura para su móvil. Ninguno estaba ya interesado en Jilly y Rob.

    Rob les miró y luego la miró a ella.

    —¡Dios mío! ¡Dios mío!

    Jilly se puso a gritar.

    Prisión de Solikamsk, los Urales

    El Coronel Orlov entró. Era esbelto y musculoso, calvo, con los ojos hundidos y las manos fibrosas. Tal y como esperaba el subcomisario Khrantsov: como una calavera en el cuerpo de una estatua. Tenía 43 años pero parecía mayor del cuello para arriba y más joven del cuello para abajo. Vestía el típico traje de prisionero: una áspera chaqueta gris, pantalones, camiseta blanca, botas negras.

    Se sentó a la mesa, puso su espalda recta y las manos sobre la superficie de formica. Sobre él, un único fluorescente zumbaba y parpadeaba. Las paredes estaban revocadas en gris, sin pintura. Un parche indicaba el lugar sobre el que, una vez, estuvo colgado el retrato de Brezhnev.

    El subcomisario Khrantsov, diez años más joven que el convicto, con una mata de pelo rubio y ojos duros de Kamchatka, se quitó el abrigo y el sombrero de piel de oso dejando al descubierto un caro traje azul y se sentó con calma frente a él. Le hizo un gesto al guarda para que esperase fuera.

    —He leído mucho sobre usted —le dijo cuando se quedaron a solas.

    —No me gusta jugar con el FSB [1] así que dígame lo que quiere o déjeme en paz.

    Khrantsov encendió un cigarillo y se echó hacia atrás.

    —No pertenezco al FSB.

    —No tengo forma de saber quién es o quién no así que le repito, ¿por qué no va directo al grano?

    —Hemos cuidado bien de usted mientras estaba en prisión.

    Hemos.

    —Y estoy aquí para decirle que pronto será liberado.

    —Después de cumplir un año de una sentencia de veinticinco.

    —Tiene muchos amigos en puestos importantes, coronel Orlov, y ellos creen que su país le necesita.

    —Dígales que estoy aquí por traición.

    Khrantsov sonrió.

    —Gracias. Como le dije hace un instante, he leído su ficha.

    —Esos amigos en puestos importantes, no tendrán nombres, ¿verdad?

    Khrantsov le ignoró. Sacó de su bolsillo una caja pequeña envuelta en papel de regalo y la empujó hacia el otro extremo de la mesa.

    —Esto es para usted.

    Orlov lo miró y lo abrió. Un juego de ajedrez. Su juego de ajedrez. Deslizó la tapa hacia atrás y sacó las treinta y dos piezas, poniéndolas a la misma distancia unas de otras hasta que las contó todas. Miró a Khrantsov.

    —¿De dónde lo ha sacado?

    —Tengo entendido que se lo robaron hace un par de días.

    Orlov reunió las piezas y las metió de nuevo en la caja.

    —¿Y cómo encontró el camino hacia sus manos?

    —Como ya le he dicho, cuidamos de usted. El ladrón está siendo violado y golpeado mientras hablamos. No volverá a suceder.

    La cara de Orlov mostró su desprecio. Empujó la caja de vuelta a través de la mesa.

    —Relájese, coronel, tan solo bromeaba. ¿No sabe aceptar una broma?

    El juego permaneció en mitad de la mesa. Khrantsov suspiró.

    —Si alguna vez se entera de alguien al que maltrataran por su precioso juego de ajedrez, entonces, sabrá que estoy con el FSB. Pero no lo estoy.

    Orlov dudó y luego lo recuperó.

    Khrantsov sonrió.

    —Cada hombre tiene sus debilidades, coronel. La suya es su intelecto. Si fuéramos otros, puede que deseáramos algo un poco más maleable. Pero no lo somos.

    —¿Cuándo vamos a lograr mi libertad?

    —Tan solo estoy aquí para decirle que esté preparado cuando llegue la llamada. Parecerá algo trivial, no la menosprecie.

    —Se refiere a servicios comunitarios.

    —No exactamente. En primer lugar, irá a Inglaterra.

    —¿Inglaterra?

    —Exacto. No le enviaríamos a Inglaterra si fuéramos del FSB, ¿no cree?

    —¿Qué hay en Inglaterra?

    Khrantsov apagó el cigarillo en el suelo y se puso en pie.

    —Ha sido un placer conocerle, coronel.

    2 Marsham Street, Westminster

    La oficina del ministro de Interior encarnaba la limpieza: madera de nogal abrillantada y triunfo cultural del escritorio. Tres plantas más abajo, varios hombres vestidos con chaquetas amarillas taladraban la calle y el tráfico estaba detenido pero la insonorización allí dentro era tal que apenas se podía escuchar. El comisario de la Policía Metropolitana, Sir Colin Bowker, entró con la gorra en la mano y esperó a que le invitaran a sentarse en la silla que estaba, obviamente, reservada para él.

    El ministro, ya sentado, se puso las gafas y se inclinó hacia adelante. Su pelo de punta, sus ojos alargados y su nariz de halcón parecían diseñados para fulminar al instante a su visitante. Sir Colin era mucho más delgado y estaba a punto de jubilarse. Supuso que no daba la impresión de ser vengativo pero tenía sus trucos. Era cuestión de desplegarlos de la forma adecuada.

    —Siéntate, siéntate —dijo el ministro de Interior—. Supongo que habrás visto los papeles, ¿no?

    —En lo que se refiere a lo importante, sí.

    ¿Asesino en serie? ¿Apatía policial? ¿Amnistía Internacional muestra su preocupación?.

    Sir Colin se sacudió el puño derecho:

    —Nos cruzamos con esto hace una semana. Hasta el martes no le importaba a casi nadie. Como resulta que la quinta víctima es el sobrino de Harriet Johnson, todo ha estallado. La verdad es que tengo a mis hombres trabajando a tope en ello. Cualquier apatía es por parte de los medios de comunicación, no por la nuestra.

    —Hasta ahora has tenido suerte. La prensa está deseando hacer mucho más de esto desde el primer día pero saben que su trabajo está limitado debido a la simpatía pública por las ratas de alcantarilla. Sin embargo, ahora que Harriet está en esto, están en racha y, maldita sea, yo no lo merezco.

    Sir Colin rio entre dientes.

    —¿Le has dicho a la secretaria de Estado de Educación que crees que su sobrino es una rata de alcantarilla?

    —No te traje aquí para discutir tus ocurrencias, Colin. Quiero saber lo que has averiguado. Si es que hay algo.

    —En realidad, hemos hecho muchos progresos.

    —Sorpréndeme.

    —Tengo un plan para quitarnos el muerto de encima.

    El ministro de Interior suspiró entre dientes.

    —Tal vez seas lo suficientemente bueno como para decirme a qué te refieres. No estoy de humor para adivinanzas.

    —En primer lugar, nos hemos puesto en contacto con la Interpol. Ya sé lo que estás pensando. ¿De quién fue la brillante idea? Esa también fue mi reacción. Te lo explicaré en un minuto. En cualquier caso, ha resultado ser muy pertinente.

    —¿Quieres decir que ha habido crímenes similares en otros lugares?

    —Hace aproximadamente un año. Cuatro en EEUU, en el intervalo de un mes. Y otros cinco en Rusia.

    —Así que alguien ha estado asesinando paparazzis en tres países.

    —Eso parece —dijo Sir Colin.

    —¿Te refieres a un imitador o imitadores?

    —Hay coincidencia balística. El mismo tipo de arma. Eso no es de dominio público.

    —¿Quieres decir que el culpable es el mismo?

    —O los culpables.

    El ministro de Interior miró con dureza a su propio reflejo en el escritorio.

    —Puedo imaginarme a un asesino actuando en EEUU y luego viniendo a Reino Unido para continuar la matanza cuando la red comienza a cerrarse. Pero Rusia... ¿por qué Rusia?

    —No lo sabemos.

    —Quiero decir, ¿comenzó en Rusia? ¿Estamos hablando de un arma rusa?

    —Ya veo por dónde vas. Un asesino ruso comienza por algo doméstico y luego se extiende volviéndose internacional. Pero el primer asesinato fue en EEUU, apenas unas horas antes del ruso. No hubo tiempo para que un solo asesino se desplazase de un lugar a otro.

    —¿Entonces? Soy un hombre ocupado, explícamelo.

    —Posiblemente estemos ante una especie de culto de internet aunque, por supuesto, se trata de una especulación.

    —Mira, Colin, seré directo. Tengo reunión del gabinete en quince minutos. Harriet Johnson me perseguirá con un bate de cricket por el pasillo si no tienes nada mejor que una especulación.

    —Estamos creando una unidad especial.

    —Detalles.

    —Tres personas. Una británica, otra estadounidense y otra rusa. Cada uno asume un tercio de los costes.

    —¿Y los estadounidenses y los rusos han aceptado, verdad?

    —El departamento de Justicia de EEUU ya ha nombrado a su hombre. Estamos esperando noticias de los rusos.

    —¿Quién es nuestro hombre? Es decir, ¿qué rango tiene? ¿a qué se dedica?

    —Es un inspector. Puede que le conozcas, Hartley-Brown.

    —No tiene ninguna relación, ¿verdad?

    —Es su hijo.

    El ministro de Interior rio:

    —Hijos, sobrinos, ¿qué va a ser lo próximo? ¿es bueno?

    —Un poco blandengue en todos los sentidos pero excepcionalmente bueno sumando dos más dos. Número uno en informática y electrónica. Muy bueno buscando información para patrones y ese tipo de cosas.

    El ministro se apretó el mentón.

    —Lo que mis nietas llamarían un friki, supongo.

    —Nos quitará de encima los documentos y a Harriet Johnson. La próxima vez que decida perseguir a alguien por el pasillo, será al ministro de Asuntos Exteriores en la sombra. En cualquier caso, no creo que se produzcan más atentados. Fueron cuatro en EEUU y cinco en Rusia. Ya hemos cubierto nuestra cuota. Si no me equivoco, y no creo, el asesino ya estará planeando moverse.

    —Esperemos que así sea aunque no creo que ese sea el tema.

    —Esas cosas tienden a seguir unos patrones.

    —Solo por curiosidad, ¿a quién envían los estadounidenses?

    —A un detective teniente comandante del departamento de Policía de Nueva York llamado David Bronstein. Un investigador brillante en todos los sentidos.

    El ministro suspiró.

    —Esperemos que así sea, por tu bien y por el mío. Mi tolerancia al ridículo en público tiene un límite muy bajo.

    Yekaterinberg, los Urales

    La oficina de Khranstov estaba alfombrada y recién pintada y una moldura recorría el perímetro a media pared. En mitad de esta, frente al escritorio, colgaba el retrato de una mujer joven, apenas recién salida de la adolescencia, con el pelo rubio y un abrigo largo que le tendía algo a un hombre mucho mayor. Era Vera Gruchov y el hombre, el propio Khrantsov.

    Rostov entró con la gorra bajo el brazo y se acercó. Khrantsov giró su silla y extendió las manos.

    —¿Y bien?

    —Me lo acaban de confirmar.

    —¿Cuándo?

    —En una semana. A las 11.00 horas.

    —¿Lo sabe el coronel Orlov?

    —Disculpe señor, pero creí que usted ya le había informado.

    —Le dije que estuviera preparado —dijo Khrantsov—. Pero necesita saber cuándo.

    —Enviaré recado a las autoridades de la prisión.

    —Necesita estar preparado. Asegúrate de que tiene un Ots-33 y munición suficiente y un aeroplano. Si podemos sacarle del país, le dejaremos en Minsk y, desde allí, podrá desplazarse en un vuelo comercial.

    —¿Si? ¿Quiere decir que hay alguna posibilidad de que no sea así?

    —Sus enemigos han intentado sacarle de prisión durante meses. Saben que allí le tenemos protegido. Una vez libre, estará totalmente al descubierto. ¿De veras cree que podríamos haber logrado su libertad sin su cooperación?

    —No lo había pensado.

    Khrantsov sacudió la cabeza.

    —Nunca lograrás un ascenso si no aprendes a ser previsor, Alexei.

    —¿Qué opciones cree que tiene?

    —¿De salir con vida del país? Ni siquiera el cincuenta por ciento. Pero no podemos tenerle encerrado de por vida. Le necesitamos.

    —¿Saben los británicos que va hacia allí?

    —Aún no. No tiene sentido decírselo todavía a juzgar por lo precario de la situación.

    —¿Qué haremos si no lo logra? ¿Enviaremos a otro?

    —No lo sé. Pero la situación allí es mucho más compleja de lo que los británicos puedan imaginar. No se parece ni remotamente a lo que ellos piensan.

    Capítulo 2: Furia aérea

    David Bronstein llegó a Heathrow con la cartera de documentos que le habían ordenado leer durante el viaje y una copia desordenada del Independent. Tenía treinta y dos años, era bajo y fornido, iba bien afeitado y llevaba gafas gruesas y una gorra. Un par de cejas desordenadas y unos zapatos muy gastados parecían unir sus extremidades superiores e inferiores, dándole un aura de estudiante estresado. Llevaba una americana negra.

    Bajo un cartel publicitario electrónico, justo a la derecha de los bancos, vio a un hombre joven que vestía un traje hecho a medida y tenía las manos cruzadas a la espalda. Sin duda, era el hombre de la foto que le habían facilitado. Sus ojos se encontraron y se estrecharon las manos.

    —David Bronstein, teniente comandante, NYPD.

    —Jonathan Hartley-Brown, inspector de la Policía Metropolitana.

    Hartley-Brown era, al menos, cinco centímetros más alto que la mayoría de los hombres y, según las notas de Bronstein, tenía veinticuatro años. Tenía el pelo castaño, con raya a un lado, un rostro bien proporcionado y zapatos de cuero brillantes con calcetines grises.

    Intercambiaron comentarios poco entusiastas sobre los vuelos transatlánticos, pusieron el equipaje de Bronstein delante y se instalaron en el asiento trasero de un taxi londinense pagado previamente. Por protocolo, hablaron del tiempo y del tráfico hasta que llegaron a Scotland Yard, donde fueron recibidos por una fina lluvia. Hartley-Brown le dio una propina al conductor. Luego, cogieron el ascensor hasta llegar a una oficina diáfana para encontrarse ante dos escritorios de madera de pino de imitación con aspecto desolado, con ordenadores a juego y una mampara de apenas dos centímetros de alto para evitar la proliferación de suciedad. Secretarias, fotocopiadoras y teléfonos sonando suavemente les rodeaban hasta donde alcanzaba la vista.

    —Mis disculpas por el mayor anticlímax del mundo —dijo Hartley-Brown—. Puedes elegir el que quieras, a mi me da igual.

    —¿Algún avance con el caso?

    —De momento, no. Me informaron anoche de que iba a ser desplegado y mi único cometido hoy es ayudarte a establecerte. Se supone que tenemos que pasar algo de tiempo juntos para conocernos.

    —Sí, eso es lo que me dijeron.

    —Ahora te enseñaré tu apartamento; luego, podemos ir a comer y, después, a un bar o a un musical del West End o a donde quieras. Con todos los gastos pagados. El trabajo en serio empieza mañana a las ocho en punto así que será mejor que no nos excedamos mucho esta noche.

    Bronstein sonrió. Estaba claro que a Hartley-Brown tampoco le iba el rollo del ‘vínculo afectivo’ y que tan solo quería empezar de una vez. Lo que significaba que iban a llevarse bien.

    —¿Johnny, verdad?

    —Jonathan. Pero puedes llamarme como quieras.

    —‘Hartley-Brown’. ¿Tus padres están divorciados?

    —La última vez que lo comprobé no. Es un apellido antiguo.

    —Entonces, algún tipo de pariente de la realeza.

    —Bueno, no en esta generación pero...

    —Por cierto, mi padre es un rabino jasídico. ¿Ves esto? —jugueteó con una borla que sobresalía de su cinturón—. Es por consideración hacia él, yo no estoy tan metido. ¿Alguna vez oíste hablar del talit?

    —Sí, un chal judío para la oración. Ya que hablamos de nuestros padres, el mío es el ministro de Exteriores en la sombra. Creo que es mejor que te lo diga yo porque, de todos modos, lo ibas a descubrir enseguida. Hay quien dice que, de no ser por él, ahora no sería más que un sargento.

    —¡Uf! ¿No te lo creerás, no?

    —No me como la cabeza con ello. Todos nacemos con ventajas. Tan solo tienes que hacerlo lo mejor posible en las condiciones que te han tocado. Yo me esfuerzo. Soy entregado.

    —Suficiente para mí. Solo por curiosidad, ¿en qué lado está tu padre?

    —Probablemente no hayas oído hablar mucho del Partido Conservador en EEUU...

    —La versión en pequeño de los republicanos, ¿no?

    —No sé nada sobre eso. Se llama Sir Anthony Hartley-Brown.

    —No me suena. En cualquier caso, un sir ¿eh? ¿Cuánto falta para las próximas elecciones?

    —Nueve semanas como máximo.

    —Estoy impresionado. Así que eres el hijo del futuro rey.

    —Por cierto, mi madre me pidió que te invitara a cenar.

    Bronstein sonrió:

    —Así que le hablaste de mí, ¿eh? —dijo pasando el dedo por el escritorio para comprobar si había polvo.

    —No en detalle. Tan solo le dije que venías de Estados Unidos. Pensó que una tradicional comida familiar te haría sentir más bienvenido.

    —Es muy amable por su parte. Estoy emocionado, de verdad.

    —Es del lunes en una semana, ¿de acuerdo?

    Se rio. Sin duda, a Jonathan no le iba lo de andarse por las ramas.

    —Aparte del pequeño asunto de la investigación, estoy libre para lo que sea. Pero, ¿qué se pone uno para ver a un sir?

    —Mis padres son un poco anticuados. ¿Tal vez un traje de noche?

    Bronstein alzó las cejas:

    —¿Un esmoquin? No me he traído ninguno.

    —Te puedo dejar el mío de repuesto.

    —¿Cuánto mides?

    —1,88 m.

    —Lástima. Yo mido 1,80 m.

    —De hecho, eso está muy bien. Espera un momento.

    Hartley-Brown caminó hasta el otro extremo de la planta, zigzagueando entre plantas de yuca y escritorios con ositos de peluche y despareció tras un panel. Regresó con un hombre moreno de su misma edad, que vestía un traje marrón.

    —Este es el tipo al que sustituyes —anunció—. Nicholas Fleming del DIC [Departamento de Investigación Criminal]. Nicholas, este es David Bronstein de la Policía de Nueva York. David, Nicholas estaba deseando conocerte por motivos obvios.

    Fleming parecía mucho más fuerte que Jonathan. Apretó la mano de Bronstein con fuerza en lo que pareció el primer movimiento de un pulso.

    —Es a ti a quien le tengo que agradecer mi comisión de servicio a Nueva York, ¿no? Me voy mañana. Siempre he sido un admirador de los EEUU así que estoy deseando ir.

    —Es un placer ser de ayuda —dijo Bronstein—. Espero que no seas muy buen poli, porque me gustaría que me echaran de menos.

    Fleming sonrió.

    —Me honra que lo consideren siquiera una permuta. Mi mejor amigo me dice que necesitas un esmoquin, por cierto, y parece que usamos la misma talla. Dejaré el mío en su casa antes de ir al aeropuerto. Es lo menos que puedo hacer.

    —Gracias.

    —A propósito, el chef es excelente y los padres de  Jonathan son encantadores. Sin embargo, ten cuidado o caerás rendido a los pies de su hermana.

    —Es un bombón, ¿no?

    Echó un vistazo a su reloj.

    —Ahora tendrás que disculparme. Tengo un montón de trabajo que terminar antes de marchar. Encantado de conocerte.

    —Nicholas y yo patrullamos juntos durante dos años —dijo Hartley-Brown cuando Fleming se hubo marchado—. Antes de eso, estuvo en la guardia Coldstream durante tres años. No deberías tener en cuenta lo que dice de Marcie. Hubo un tiempo en el que estuvo enamorado de ella.

    —¿Qué pasó? Si no es mucho preguntar.

    —No creo que él fuera su tipo. Ella le llama señor Marrón porque siempre viste trajes de ese color —suspiró—. Lo sé. No es un chiste.

    —Perdona por cambiar de tema —dijo Bronstein— pero, ¿no se supone que somos una unidad de tres hombres? Me dijeron que también habría un ruso.

    —Deben estar a punto de mandar a uno. Aún no está todo cerrado. Por eso la invitación para cenar es del lunes en una semana, perdona por machacarte con eso. Pero es por si tenemos que añadir un asiento más a la mesa.

    —¿Quién está al mando? ¿Él, tú o yo?

    —Por lo que sabemos, podría ser ‘ella’. No creo que ninguno de nosotros esté al mando como tal. Se supone que yo coordino la investigación.

    —Así que si, por ejemplo, ambos queremos investigar una pista, tú decides quién va ¿no?

    —Supongo.

    Bronstein frunció el ceño.

    —Eso es todo lo que necesitaba saber.

    —Probablemente, te enviaría a ti. Es más fácil coordinar cuando no le buscas las cosquillas a la gente.

    Sonrió. Lo había olvidado. Era un gran tipo.

    —Por lo que pude leer en el avión, la Policía Metropolitana ha identificado a varios de los paparazzis que estuvieron en cada escena del crimen. Tengo una lista con veintitrés. Sabes de qué te hablo, ¿verdad?

    —Parece que a los dos nos han dado la misma prepa.

    —¿Prepa?

    —Deberes. Historiales para leer.

    —En cualquier caso, los polis ya habrán hablado con un montón de ellos pero ese parece tan buen sitio para empezar como cualquier otro.

    —Si quieres, podemos repartir los nombres esta noche; así, mañana por la mañana podemos empezar directamente con ello.

    —Y encontrarnos de nuevo en la oficina a las siete, ¿no? Para intercambiar datos.

    —Hecho. ¿Te enseño ahora el piso?

    Orlov abandonó la prisión dos horas antes de lo previsto, por una puerta lateral evitando la habitual homilía del gobernador y todo el papeleo de recepción. Fue directo a un Mercedes sin distintivos. El conductor atravesó el río Kama y le transfirió a un ZiL en Teterina. Su nuevo conductor le dio una gabardina para cambiarse y le condujo a Efremy a toda velocidad, allí cambiaron de nuevo de coche y conductor. Media hora después, se detuvieron en un stop en una carretera recta con pinos y montones de madera recién cortada a ambos lados.

    El conductor le abrió la puerta, luego la cerró y caminó hacia adelante. Pasaron a través de seis o siete filas de árboles y emergieron en una improvisada pista de aterrizaje en mitad del bosque. Un Technoavia aterrizó al fondo con las hélices en marcha.

    Khrantsov se quedó de pie a un lado junto a un grupo de soldados que fumaban y se soplaban las manos. A juzgar por las nubes del cielo, se avecinaba una fuerte tormenta de nieve.

    —La mejor de las suertes —dijo Khrantsov—. Le hemos facilitado una pistola y varios cargadores de munición en caso de que se encuentre con... obstáculos durante la ruta. Si se las devuelve al piloto al aterrizar, sabremos que se ha reunido con ellos en Inglaterra.

    Orlov miró al cielo. Había otros dos aeroplanos ligeros ya en el aire, varios cientos de pies por encima de ellos. Eran unos SP-91, aparentemente volando en círculos.

    —¿Algo de lo que preocuparse? —preguntó.

    —No creemos. En cualquier caso, deberían ser capaces de dejarlos atrás.

    —Supongo que tengo que investigar las muertes de los fotógrafos de la

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