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Amie Mutiladas de por vida: AMIE
Amie Mutiladas de por vida: AMIE
Amie Mutiladas de por vida: AMIE
Ebook456 pages6 hours

Amie Mutiladas de por vida: AMIE

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About this ebook

Le dijeron a Amie que era una misión sencilla que consistía únicamente en observar, escuchar e informar. Pero desde el principio todo sale mal. La persiguen atravesando fronteras, los cooperantes actúan de una manera sospechosa, es asaltada y abandonada en una cabaña del África rural a kilómetros de distancia de cualquier lugar habitado. ¿Qué le ha sucedido a su compañero Simon y puede confiar en el carismático francés que busca su amistad? El descubrimiento de una antigua tradición tribal, y un grupo de chicas al que rescata, ponen sus habilidades al límite. Por primera vez esta dispuesta a matar para proteger a inocentes atrapadas en una red internacional de comercio sexual con un horrible giro extra.

Este libro está dedicado a todas esas jóvenes que son mutiladas brutal e ilegalmente, 200 millones de mujeres y niñas de todo el mundo, entre las que se incluyen 137.000 residentes permanentes de Inglaterra y Gales, disfrazándolo de tradición y honor familiar. La mutilación genital femenina es un tema del que raramente se discute abiertamente, es una práctica que discurre a puerta cerrada y sus perpetradores salen indemnes. Cuerpos jóvenes son profanados por puro placer de los hombres, para mantenerlos “puros”.

**Entre abril de 2015 y marzo de 2016 entre las  chicas que fueron atendidas por clínicas u hospitales se registraron 8.656 casos, el equivalente a una cada 61 minutos. En el Reino Unido hay 103.000 supervivientes de la MGF/C en edades comprendidas entre 15-49, 24.000 mujeres de 50 años en adelante, 10.000 niñas de menos de 15 años y más de 24.000 niñas menores de 15 años corren riesgo de sufrirla.

Si este libro ayuda a crear conciencia de este abuso horrendo, y salva aunque solo sea a una niña de sufrir la MGF, habrá cumplido su propósito.

*Cifras provisionales publicadas por City University London and Equality, Julio 2014.

** National Health Service UK.

LanguageEspañol
PublisherBadPress
Release dateNov 5, 2018
ISBN9781547554942
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    Amie Mutiladas de por vida - Lucinda E Clarke

    EN MEMORIA DE

    Walerian Tadeusz Purwin (Ted) 1949-2017

    Agradecida por los muchos años de amistad.

    Me viste atravesar tiempos muy oscuros

    y me ayudaste a encontrar un nuevo comienzo y un propósito en la vida.

    Muchos te echarán de menos.

    También de Lucinda E. Clarke

    Amie. Una aventura africana

    Amie y la niña de África

    El futuro truncado de Amie

    Verdad, mentiras y propaganda

    Más verdad, mentiras y propaganda

    Caminando sobre cáscaras de huevo

    Unhappily Ever After

    1  EL CENTRO COMERCIAL

    2  ÚLTIMA NOCHE EN DURBAN

    3  MOMENTO FAMILIAR

    4  ADIÓS GUERRA Y PAZ

    5  LOS TRABAJADORES HUMANITARIOS

    6  NIGEL SE DERRUMBA

    7  DE GABORONE A FRANCISTOWN

    8  LA TIENDA DE MÓVILES DE MPHO

    9  MUERTE EN ZIMBABUE

    10  AMIE ENCERRADA

    11  ENCUENTRO CON LAS NIÑAS

    12  UN DESCUBRIMIENTO HORRIBLE

    13  EL ENCUENTRO CON DOUG

    14  LA HISTORIA DE LAS NIÑAS

    15  LA PRIMERA MUERTE DE AMIE

    16  EL ATAQUE DEL LEÓN

    17  REGRESO DE LA MUERTE

    18  LLEGADA A TAMARA

    19  UNA VISITA A LA EMBAJADA

    20  E-MAILS DE MADDY

    21  VISITA DE LA HECHICERA

    22  INCENDIO EN LA SELVA

    23  UN REENCUENTRO

    24  RECONOCIMIENTO PELIGROSO

    25  OTRA MUERTE

    26  AMIE ABANDONADA

    27  DIRECTOS HACIA EL PELIGRO

    28  LA SUBASTA

    29  HUÍDADEL CAMPAMENTO

    30  LINDA TIENE UN ACCIDENTE

    31  ENCUENTRO CON IAN FLEMING

    32  JEAN-PIERRE REGRESA

    33  UNA ÚLTIMA SORPRESA

    AGRADECIMIENTOS

    SOBRE LA AUTORA

    A mis lectores

    Críticas

    1  EL CENTRO COMERCIAL

    En la actualidad

    ―¡Oh, Dios mío! ¡Es Amie! ¡Es Amie! ―El grito reverberó en las paredes del centro comercial, rebotando en las ventanas de planchas de cristal y haciendo eco en todo el vestíbulo.

    Amie se paró de repente. Las bolsas de la compra de plástico se le resbalaron de las manos y cayeron al suelo. ¿Aquella voz se refería a ella? ¿La había reconocido alguien? ¿Era alguien que la conocía bien? ¿Qué iba a decir? ¿Cómo lo iba a explicar? Lo que era peor es que podía haber jurado que era la voz de su madre. No, aquello no era posible. Sus padres estaban a diez mil kilómetros de allí, en las afueras de Londres. Aquello era Johannesburgo, Sudáfrica, su madre no podía estar allí. ¿O sí?

    ―Tranquila Mary, cálmate, te estás imaginando cosas. Sabes que no es Amie. Amie está muerta.

    Amie todavía no se podía mover, estaba anclada al suelo, ni siquiera se atrevía a darse la vuelta. Los maniquís del escaparate la observaban sin vista mientras ella miraba su reflejo en el cristal. El nombre de su madre era Mary. Era su madre. Allí, justo al otro lado de la entrada. ¡Cielo santo!

    ―Es solo otra chica que se parece a Amie. ―La voz de su padre no era convincente y Amie podía sentir sus ojos clavarse en su nuca. ¿Creía que su hija estaba allí de pie, solo a unos cuantos metros de distancia?― Recuerda ―continuó― que pensaste haberla visto en el centro comercial de Croydon hace unos meses. Aquella no era Amie, solo una chica que te recordaba a ella.

    ―Solo déjame preguntarle, Raymond. Déjame preguntarle...

    ―¡No! No puedes ir por ahí molestando a la gente. Hay millones de treintañeras con el pelo rubio por todo el mundo. Vamos a sentarnos un momento, querida.

    Amie cogió las bolsas del suelo, agarrándolas con los dedos rígidos para evitar que se le cayeran de nuevo. Vaciló sin saber qué hacer. Más que nada en el mundo quería correr hacia ellos, lanzarse con los brazos abiertos y decirles que sí, que era Amie, su hija. Estaba viva, sana y con vida.

    Se arrastró hasta un banco cercano y se sentó como si necesitara ordenar sus paquetes. No tenía fuerzas para alejarse de allí, sentía sus piernas como si fueran gelatina y estaba temblando de la cabeza a los pies. Sintió algo moverse detrás de donde estaba y, para horror suyo, se dio cuenta de que su padre estaba ayudando a su madre a sentarse en el asiento que daba la espalda al que Amie ocupaba.

    ―Vamos, no te alteres, Mary. Nos sentaremos aquí un momento mientras recuperas el aliento y luego subiremos a nuestra habitación y nos tomaremos algo fuerte para calmarte.

    Su padre estaba inquieto como siempre lo había estado en sus cuarenta y tantos años de matrimonio. Si iban a subir, eso significaba que se estaban quedando allí, en el hotel que era parte del centro comercial. ¿Qué iba a hacer? Sería maravilloso hablar con ellos, sentir los brazos de su padre alrededor de ella, consolar a su madre. También podría averiguar lo que le había sucedido a Samantha, su hermana. ¿Se había reconciliado con su marido, Gerry, o se había divorciado? Y qué era de Dean y de la bebé Jade, su sobrina y su sobrino, ¿cómo estaban?

    Mary Reynolds estaba llorando. Aquello estaba haciendo polvo a Amie. ¿Qué iba a hacer? ¿Cuáles serían las consecuencias si les decía que todavía estaba viva? ¿Los reconfortaría o les causaría más dolor? ¿Si rompía la promesa de silencio que le había sido impuesta, sus jefes la harían callar para siempre?

    Se echó hacia adelante y enterró su cabeza en la bolsa de ropa interior que había comprado hasta que sintió que se levantaban del banco. Contó veinte segundos antes de mirar atrás; se dirigían a la entrada del hotel. Habría reconocido la erguida figura de su padre en cualquier lugar y la forma particular en la que su madre caminaba, parecida a la de un pingüino, que siempre había provocado las risas de ella y su hermana cuando eran pequeñas.

    Cerró los puños alrededor de las bolsas de la compra, inspiró profundamente y se dirigió a la salida más cercana. Tenía que regresar al B&B en el que se alojaba y considerar sus opciones. No era una decisión para tomarla a la ligera y Amie no era conocida por decidirse rápidamente. Tenía la asombrosa habilidad de ver los problemas desde varias perspectivas a la misma vez y necesitaba tiempo para procesarlas.

    Mientras se aproximaba a su alojamiento temporal, rogaba porque la propietaria no estuviera allí. La mujer tenía buena intención, pero no paraba de hablar. Entró de puntillas por la puerta, cerrándola cuidadosamente tras de sí, pero, demasiado tarde, la había visto.

    ―Guau. ¿Vuelve de compras? ¿Ha comprado algo bonito? ―Simisola emergió por la puerta delantera como si hubiera estado esperando a que Amie regresara.

    Amie se lamentó. Aquello era la última cosa que quería. Necesitaba tiempo para pensar. Se enfrentaba a un plazo que expiraba y a una decisión. Tenía que abandonar Johannesburgo al día siguiente. ¿Cuánto tiempo se iba a quedar su familia en el hotel Sandton, y debía dejarse ver por ellos?

    ―Uh, solo unas cuantas cosas. ―Amie forzó una sonrisa mientras respondía a la propietaria― Tengo, necesito, uh, ya sabe... ―Señaló su habitación y sonrió.

    Simisola se rió.

    ―Ah, entiendo. Una emergencia, ¿no es cierto?

    Amie no estaba segura qué pensaba Simisola que la emergencia podía ser, pero asintió con la cabeza, sonrió de nuevo y logró escaparse.

    Lanzó las bolsas de la compra sobre la cama antes de dejarse caer a su lado. ¡Quería gritar! ¡Café! Eso era lo que necesitaba, un café cargado. Se lanzó a por la tetera, cogió una taza de la estantería, vertió en ella los últimos granos y, luego, reposó su cabeza en sus manos mientras la tetera rompía a hervir. «Estaría perdida sin mi adicción a la cafeína ―pensó». «Gracias, Dios, por el café». Vertió el agua hirviendo en la taza, luego leche de uno de esos horribles cartones de leche sometida al proceso UHT, luego le dio vueltas y vueltas hasta que el café se derramó por un costado de la taza quemándole la mano. ¡Maldita sea! Se calmó la piel quemada con un trapo; su mente trabajaba a toda marcha.

    Sabía lo que quería hacer, no había duda en absoluto al respecto. Anhelaba tener los brazos de su madre rodeándola y añoraba ver su sonrisa. Estaba desesperada por hablar con ellos, explicarles qué había sucedido. La embargó una extraña sensación. Añoraba Inglaterra, aunque hasta el momento su único deseo había sido regresar a África, su hogar de acogida.

    «Así que ―pensó mientras caminaba de un lado a otro de su pequeña habitación― quiero verlos. ¿Querrán verme ellos a mí?» Por supuesto que sí. Se habían alegrado de ver a su hija pequeña, sana y viva. Así que, ¿por qué dudaba? Creían que estaba muerta. Eso les había dicho el Gobierno Británico, que había volado en pedazos a causa de una bomba terrorista. Habían celebrado una misa en su memoria en Inglaterra, le habían guardado luto, y a aquellas alturas probablemente estaban empezando a sanar sus heridas.

    Se llevó el café a la mesita de noche y se dejó caer en la cama. Con la cabeza en las manos, cerró los ojos.

    ¿Era cruel volver a abrir aquellas heridas? Si admitía que estaba viva, tendría que hacerles jurar que guardarían el secreto. Pero ¿era un secreto que podían guardar? Querrían contárselo a Sam, pero su hermana mayor nunca mantenía la boca cerrada respecto a nada. Le había causado muchos problemas a Amie cuando regresó por primera vez de África pregonándolo en Facebook y Twitter. La consecuencia había sido la locura de medios que los siguió desde el aeropuerto hasta su casa; reporteros y equipos de televisión acamparon en su césped, destrozaron las flores y los acecharon por las ventanas. Amie odiaba que le pusieran un micrófono bajo las narices y que la acosaran a preguntas por todas partes.

    Así que, si quería ver a sus padres, ¿serían capaces de guardárselo para ellos mismos? Pensó que probablemente podrían y lo harían. Pero aún quedaba el problema de cómo se sentirían. ¿Era mejor dejarlos creer que estaba muerta, dejar que continuaran su proceso de sanación y se marcharan? ¿Era aquello considerado?

    Amie se levantó de nuevo y caminó en círculos. Su reflejo en el espejo de la pared le mostró sus ojos grises en un rostro con forma de corazón, enmarcado por un pelo rubio que se rizaba justo debajo de sus orejas. Con una altura de un metro setenta y cinco centímetros no podía considerarse alta, pero aún estaba en forma y tenía una figura esbelta a pesar de los varios meses pasados llevando una vida fácil y sedentaria desempeñando un trabajo de oficina.

    Sí, no. No, sí. ¿Echarlo a cara o cruz? ¿No era eso un tanto frívolo para tomar una decisión tan importante? Sonrió irónicamente. «Sé realista Amie ―se dijo a sí misma―. No has sido nunca capaz de decidirte sobre nada. Eres un desastre. Así que si quieres decidir qué hacer, tendrás que dejar que el destino decida por ti».

    Volvería al hotel en el centro comercial y preguntaría por el número de la habitación de sus padres en recepción. Subiría en el ascensor, tocaría a la puerta y, si le abrían, les explicaría todo. Si no abrían, dejaría las cosas como estaban. Sí, aquella era la solución; dejar que el destino decidiera.

    Después de cepillarse el pelo, lavar la taza vacía y arreglarse, Amie agarró su bolso y abrió la puerta. Fingió no oír a Simisola cuando le preguntó dónde iba. Amie nunca había conocido a una propietaria que se tomara tanto interés por sus huéspedes y, si hubiera estado más de un par de días, la hubiera vuelto loca. Recorrió a buen paso la carretera que llevaba al centro comercial.

    Sus sandalias de plástico golpeaban el suelo de mármol, no era el calzado ideal para un centro comercial elegante de Johannesburgo, pero eso era todo lo que había traído, aparte de sus botas para adentrarse en la selva. Se maravilló ante otra espléndida estructura construida a tiro de piedra de los asentamientos marginales; la zona de viviendas informal. Nunca antes al venir a aquel continente había sido tan consciente del abismo entre los ricos y los pobres. El impresionante complejo comercial hecho de acero, cristal y mármol albergaba tiendas que servían solo a los ricos. Contaba con un lujoso centro de conferencias y un hotel de cinco estrellas, y contrastaba con las chabolas, construidas a base de tejados de cajas de embalar y hojalatas sostenidas por neumáticos viejos, que se encontraban a otro lado de la carretera.

    Entró en el hotel y esperó en la cola que había ante el mostrador de la recepción. Había varias personas delante de ella y Amie se puso nerviosa. Se dio la vuelta para regresar a la pensión, el destino había decidido, pero una voz la llamó.

    ―¿Puedo ayudarla?

    ―Hum, sí. ¿Puede decirme cuál es el número de la habitación del Sr. y la Sra. Reynolds, por favor?

    ―Sí, no hay problema, señora. ―La joven recepcionista tecleó algo en su ordenador―. Aquí lo tengo, habitación 1903. Está en el decimonoveno piso y los ascensores están allí, a su izquierda.

    ―Gracias. ―Amie arrastró los pies mientras se dirigía a la zona de ascensores. ¿Era demasiado tarde para retroceder? No, había hecho un pacto con el destino y lo cumpliría. ¡Ya estaba bien de vacilar! Su nueva profesión requería alejarse de segundos juicios y acciones, vacilar no ayudaba, de hecho, era contraproducente, pero, demonios, era un trabajo que nunca había solicitado y que, francamente, odiaba. «Me obligaron a desempeñar este trabajo. No puedo evitar ser mala en él. ¡No es mi culpa si todo de desmorona!»

    Observó el destello de los iluminados números naranjas pasar; el ascensor ascendía a gran velocidad. Si tan solo hubiera aminorado su velocidad un poco, habría tenido más tiempo para pensar. Se detuvo demasiado pronto, las puertas se abrieron y una pareja bien vestida esperó a que Amie saliera antes de entrar y desaparecer de vista.

    Amie miró el rótulo de la pared. ¡Maldita sea! Aquel no era el piso correcto, había salido en el momento en que las puertas se abrieron, pero aquel era el decimoséptimo piso y justo delante de ella estaba el restaurante. Entonces, estaba decidido. Era triste, pero así iba a ser. Aquella era la mano del destino.

    Estaba a punto de llamar al ascensor para ir a la planta baja cuando el maître la llamó desde la entrada del restaurante.

    ―¿Quiere comer? ―preguntó.

    Amie vaciló, luego dándose la vuelta para darle la cara dijo:

    ―¿Por qué no? ―Su estómago estaba cerrado, no estaba hambrienta, pero quizás un sándwich ayudaría, y más café, sí, definitivamente más café. No quedaba nada más en su habitación cuando se tomó la última taza, y el supermercado más cercano estaba al otro lado del impresionante complejo comercial. No tenía el menor deseo de quedarse en el centro comercial con sus felices familiares disfrutando de un día de compras, felices y contentos; aquello no era lo que necesitaba en aquel momento. El restaurante estaba vacío; como la única comensal, podía esconderse allí y relajarse.

    El maître la llevó hasta su mesa en mitad de la estancia, pero ella lo apartó y se dirigió a la esquina más alejada al lado de la ventana. Después de tomarle nota, le dio instrucciones al solitario camarero que rondaba por la zona del bar.

    «Piensa hacia adelante, Amie, no hacia atrás. Concéntrate en tu nueva misión. Promete ser mucho menos peligrosa que la anterior». Sus instrucciones eran las de unirse a un grupo de trabajadores humanitarios que prestaba ayuda en las zonas rurales, pensaba que debían estar financiados por la Unión Europea. Todo lo que tenía que hacer era mantener sus ojos y oídos abiertos e informar de una serie de asuntos que asumía eran importantes para el Gobierno de Su Majestad y posiblemente para algunos burócratas anónimos ubicados en Bruselas o La Haya, o en cualquier otro lugar.

    Iba a ser algo agradable y fácil para variar: sin armas, peleas o paseos por la selva. No, aquella vez iba a ser más como unas vacaciones, haciendo nuevos amigos y ayudando a la gente de su amada África rural. Tenía que partir a la mañana siguiente, hacer un trayecto corto en avión hasta Gaborone en Botsuana, donde se reuniría con el resto del equipo, luego viajarían por carretera hacia el norte, adentrándose en Zimbabue, y de nuevo al norte hasta Ruanga. Se imaginaba que, con sus treinta años, sería probablemente la más vieja del grupo, la mayoría serían estudiantes universitarios o recién salidos de la escuela tomándose un año sabático para ver cómo vivía la otra mitad del mundo. Se lamentó al pensar que muchos de ellos llegarían con las mismas ideas preconcebidas que ella había tenido cuando aterrizó por primera vez en Togodo. Le había llevado algún tiempo reconocer que la cultura africana era muy diferente a la occidental. ¿Intentaría avisarlos o simplemente se limitaría a observar?

    Amie, tan absorta estaba en sus pensamientos, no vio al europeo de pelo oscuro y ojos azules que se colocó en la mesa del otro lado de la estancia. Si lo hubiera visto antes de esconderse detrás de la palmera plantada en una maceta, hubiera admirado su gran y musculoso cuerpo y su atractivo rostro. Pero como no lo había visto, no se dio cuenta de que, una vez hecho su pedido, no le quitaba la vista a la joven rubia que se sentaba al lado de la ventana.

    Estaba dándole vueltas a sus planes, cuando la voz de su madre penetró en sus pensamientos.

    ―Ray, puedes decir lo que quieras, pero sé que es Amie. La reconocería en cualquier parte.

    Amie había estado en otro planeta, así que no se había percatado de que el maître, que le había servido el café, ahora frío, había sentado a sus padres solo a unas cuantas mesas de la suya. Ella les dio la espalda y miró por la ventana, aterrorizada porque la pudieran ver.

    Amie se quedó petrificada cuando escuchó la voz de su padre atravesar la estancia casi vacía:

    ―Si estás tan segura de que viste a Amie, tan segura, ¿por qué no te acercaste y la saludaste? Tú nunca haces lo que te digo.

    Amie, aterrorizada porque pudieran darse cuenta de su presencia, movió la silla para quedar de cara a la ventana. ¡Destino! ¡Maldito destino! ¿Estaba jugando con ella de nuevo? Si abandonaba el restaurante ahora, tendría que pasar a su lado, o cerca, pero sería imposible que su madre no la viera. Estaba fingiendo tan enconadamente observar a las multitudes desfilar como hormigas allá abajo que no oyó al camarero aproximarse y preguntarle si todo iba bien. Se volvió para mirarlo y se encontró mirando de frente el rostro de su madre.

    Ambas ahogaron un grito; ignorando al camarero como si se hubiera congelado la escena.

    ―¡Eres... eres tú! Sabía que eras tú. ¡Amie! Amie... ―Las palabras murieron en sus labios y se quedó mirando a su hija. Mary intentó levantarse, pero sus piernas no la sostenían y se desplomó en su silla.

    El camarero miró, primero a Amie y, luego, a la pareja de ancianos y, se retiró con mucho tacto, dejando su pregunta sin respuesta.

    Raymond Reynolds se quedó mirando a su hija supuestamente muerta. Parpadeó un par de veces, con la boca abierta, como si la aparición pudiera fundirse y desaparecer a través de la ventana.

    Su mujer no sufría tales alucinaciones. Se recompuso, se levantó de la silla trastabillando y cruzó casi corriendo la estancia para irse a hundir en el asiento vacío que había a la mesa de Amie.

    ―Tú eres Amie, ¿verdad? Tú eres mi hija. Sé que lo eres. Admítelo.

    Los ojos de Amie se llenaron de lágrimas mientras asentía con la cabeza. El destino había jugado sus cartas y ahora podía reconocer la verdad con la conciencia tranquila.

    ―Mamá. ―Sollozó y, levantándose de la mesa, abrazó a su madre― Sí, sí, soy yo. Soy Amie.

    Raymond avanzó a grandes pasos hacía ellas. Agarró a su mujer del brazo haciéndola ponerse de pie y, luego, agarró la mano de Amie tirando de ella hacia sí..

    ―¡Arriba! Las dos. ¡Ahora! ―Atronó su voz mientras las conducía como ganado fuera del restaurante parándose solo para decirles a los empleados que cargaran la cuenta a la habitación 1903.

    El hombre misterioso frunció el ceño mientras observaba como se marchaban. Qué extraño, la conocía por el nombre de Felicity. Se pasó los dedos por el cabello que le llegaba a la altura del hombro, miró brevemente su reloj y suspiró. Iría al vestíbulo y se quedaría allí para poder seguirla cuando abandonara el hotel.

    Amie había soñado tantas veces con reunirse con su familia, aunque sabía que no estaba permitido. Nunca había sido así, no en medio del hotel de un restaurante. En su mente, habían llorado y se habían abrazado, las palabras salían atropelladas de sus labios mientras intentaba explicarles lo que había sucedido, sus padres y Sam no paraban de hacerle preguntas más rápido de lo que ella las podía responder. La realidad era muy diferente. Subieron los dos pisos en el ascensor en silencio, mirando las luces, las puertas cerradas, el techo, cualquier cosa menos los unos a los otros. Paralizados.

    Una vez Raymond hubo cerrado la puerta de la habitación, la presa se desbordó.

    Mary se volvió hacia su hija y la agarró por los brazos.

    ―Estoy en lo cierto, ¿verdad? ¿Eres Amie?

    Había cierta incertidumbre en su voz y por un breve instante Amie sintió la tentación de negarlo. «No, soy Felicity Mansell. No soy quien piensas que soy». Pero la tentación era demasiado grande y asintió con la cabeza de nuevo antes de romper a llorar y abrazar a su madre. Al infierno con la gente que la había secuestrado, obligado a trabajar para ellos y le había negado todo lo que apreciaba. El destino había intervenido y ¿quién era ella para luchar contra él?

    ―Sí, soy yo ―dijo aferrándose a la mujer que le había dado la vida―. Lo siento, lo siento mucho. ―Todas las lágrimas que había contenido durante años fluyeron libremente. Raymond le tendió un pañuelo de papel de los muchos que había en una caja en la mesita de noche.

    ―Pero ¿por el amor de Dios, Amie, por qué? ¿Qué sucedió? ―Su padre estaba reprimiendo la furia y sus propias lágrimas― ¿Tienes idea de por lo que hemos pasado tu madre y yo? ¿El horror, la pena? ¿Sabes que incluso celebramos una misa en tu memoria? La iglesia estaba llena y todo el tiempo estuviste sana y con vida. ¿Cómo pudiste hacernos esto a nosotros?

    ―No, no lo puedo explicar. Bueno, sí que puedo, pero no vais a creerlo. Por favor, por favor, entended que nunca quise causar daño a nadie.

    2   ÚLTIMA NOCHE EN DURBAN

    Dos semanas antes

    ―Amie, es hora de que partas.

    Simon había dejado caer esta bomba mientras quitaba los platos de la cena una noche, y la miró de soslayo para observar su reacción.

    Amie se había sobresaltado. Le había llegado sin aviso; la vida había sido tan normal los meses anteriores que no quería que terminara. Se había comportado como cualquier otra mujer soltera de treinta años, saliendo con hombres, con Simon principalmente, comprando, comprando más, tomándose cafés en las pausas del trabajo con los colegas, viajando a las reservas de caza durante largos fines de semana y haciendo barbacoas en el terreno cerca del campo de rugby en King’s Park. Había sido maravilloso; una vida normal.

    Ahora, todo eso terminaría cuando la mandaran quién sabe dónde a hacer quién sabe qué. Se había relajado, había disfrutado siendo ella misma, a excepción de que tenía que soportar un nombre diferente, y casi había olvidado que no tenía control sobre su vida. Pero, no se habían olvidado.

    ―¿A dónde esta vez? ―dijo mirando por la ventana de la oficina de Simon al día siguiente y toqueteando el paquete que le acababa de dar.

    ―No tengo ni idea. Me dijeron que tenías que partir pronto, eso es todo. Mandarán reemplazo de Londres la semana que bien. Tienes que ir a Johannesburgo y esperar a que te contacten. ―Él había sonreído, con una sonrisa un tanto triste sin embargo, pero quizás Amie solo se lo había imaginado.

    ―¿Y tú? ¿Vienes conmigo? ―Amie había llegado a amar al rubio cónsul británico con sus sonrientes ojos azules. ¡Cómo podían mandarla lejos de él, otra vez!

    ―No lo sé. No lo mencionaron...

    Amie se encogió de hombros y se dirigió a la puerta.

    ―Me tomo el resto del día libre ―anunció cerrando la puerta de un portazo tras de sí. Estaba que echaba humo. Había sido una ilusa al pensar que se habían olvidado de ella, ¿dejarla continuar con su vida? No era posible. Se habían tomado tiempo para entrenarla, se habían puesto furiosos, aunque se habían mostrado complacidos, pero de mala gana, cuando desenmascaró en su primera misión a un espía que trabajaba a su propio servicio y terminó con él; si bien accidentalmente. Había probado que era valiosa y capaz y, ahora, allí estaban de nuevo, dispuestos a echarla a los lobos una vez más. Estaba harta.

    Se puso detrás del volante de su Kia Rio en el aparcamiento, consciente de que había salido del consulado sin despedirse de nadie, y metió la llave en el contacto. Pisó el acelerador y salió del aparcamiento con los neumáticos chirriando en protesta al tiempo que giraba el volante de izquierda a derecha. Se vio obligada a detenerse mientras le abrían las puertas, luego enfiló la carretera a toda velocidad en dirección a la playa.

    Voló por la N2 hasta que llegó a Westbrook, donde se sentó un instante antes de agarrar el sobre. Lo abrió, le echó un vistazo a la hoja superior y maldijo. La que otrora fuera un educada, dulce y amable ama de casa de las afueras londinenses, ahora poseía todo un repertorio de improperios que podía utilizar en situaciones como aquella, ¡y justo entonces quería utilizarlos todos!

    Abrió sin contemplaciones la puerta del coche, echó el seguro y corrió por las dunas hasta el borde del océano. Durante un minuto observó el movimiento de las espumosas olas deslizándose sobre la brillante arena. Quería aullarle a la luna, maldecir a los dioses del Gobierno Británico, pero en lugar de eso rompió a llorar. Cómo odiaba sentirse tan impotente, no tener ya control sobre su propia vida. Si al menos hubiera disfrutado con lo que se esperaba que hiciera, pero odiaba las armas, no era una adicta de la adrenalina y nunca había ansiado correr peligros, sentirse excitada o incluso correr aventuras. No era Amie Fish, ya no era un ama de casa, sino una viuda llamada Felicity Mansell que había terminado siendo entrenada como espía a la entera disposición del MI6. Aquellos hombres grises y anónimos reposaban sus traseros en oficinas bien caldeadas de Whitehall, o donde quiera que estuvieran ubicadas, acumulando derechos para su pensión, esperando a jubilarse para poder utilizar sus libras de plata para hacer cruceros alrededor del mundo. Mientras tanto, empleaban a gente como Amie, que se hallaba en el lugar equivocado a la hora equivocada, y la movían como peones en un tablero de ajedrez secreto.

    Se secó los ojos con la manga de su suéter, se colocó al lado de la orilla y empezó a correr, suavemente al principio, después echó la cabeza hacia atrás y corrió cada vez más rápido hasta que se quedó sin aliento, sus pulmones exigían aire, su pecho subía y bajaba agitado y el sudor le caía a chorros por la cara. Pero continuó corriendo y corriendo hasta que finalmente se derrumbó sobre la arena.

    Se tumbó sobre su espalda mirando el brillante cielo azul africano y sopesó sus opciones. Tenía dinero, tenía un pasaporte, podía escaparse. ¿A dónde? ¿Eso importaba? Siempre y cuando pudiera llevar su propia vida y hacer lo que quisiera hacer, no. Había un problema, por supuesto, siempre había un problema. Una rápida ojeada al contenido del sobre, ahora desperdigado en el asiento de su coche, se lo había delatado: le habían dado un pasaporte sudafricano. Hasta donde sabía, a diferencia de su antiguo pasaporte británico, había pocos lugares en el mundo a los que pudiera escapar que no requirieran un visado. Ni siquiera le proporcionaba estatus diplomático; una vez más, los que la controlaban le habían lanzado una bola con efecto. «Nunca confiarán en mí ―pensó esforzándose porque sus pies emprendieran el camino de regreso al coche».

    Y además estaba Simon. ¿Estaba realmente enamorada de él? Eso suponía. La relación con él se había convertido en algo muy diferente a lo que había tenido con Jonathon, su marido ahora muerto y enterrado en un cementerio de Togodo. Simon, con su pelo rubio, brillantes ojos azules y pestañas oscuras, era divertido. La hacía reír, la complacía como nadie más lo había hecho en el dormitorio y soñaba despierta con casarse con él, tener hijos y comportarse como la mayoría de la gente que vive una vida común. ¡Ja! ¡No habría suerte! Amie y Simon no eran ni por asomo gente común; nunca lo serían. ¡Eran espías! Todavía no sabía hasta que punto él trabajaba para los Servicios Secretos de Inteligencia cuando no ejercía de cónsul británico en Durban, pero ella era una espía totalmente capacitada y entrenada para matar. La habían sometido a un riguroso entrenamiento en las Tierras Altas de Escocia, luego la habían dejado en África. No tenía ni idea de lo que harían si se negaba a obedecerles, pero estaba segura de que nunca la dejarían marchar de buena gana. ¿Deber, deshonra, muerte? Hmm. Aquello sonaba bien. Si partía y volvía a asumir su identidad, la de Amie Fish, ¿cómo podía reaparecer de repente después de haber estado muerta durante al menos dos años? No podían correr el riesgo de que le contara al mundo que su propio gobierno había mentido sobre ella, causando un dolor inimaginable a su familia y amigos, y luego la había chantajeado para que aceptara sus condiciones. No, no iban a ser tan estúpidos; no viviría lo suficiente para contarlo.

    Su coche solo era un punto en el horizonte; no se había dado cuenta de lo lejos que había corrido. Aceleró el ritmo consciente de que el sol proyectaba largas sombras sobre la playa. Había gente reunida alrededor de su Kia; al menos había tres personas.

    ―Eh ―gritó al tiempo que se aproximaba, pero no se marcharon. Un joven estaba intentando abrir la cerradura de la puerta del conductor mientas que otro estaba hurgando en el maletero. «No son profesionales ―se percató mientras se aproximaba a ellos».

    ―¡Ese es mi coche! ―grito incrementando el ritmo―. ¡Dejadlo!

    Levantaron la vista para mirarla poco preocupados. El tercer joven dijo con desprecio:

    ―Piérdete, nosotros lo hemos encontrado. Es nuestro ahora.

    Le volvió la espalda y le ordenó algo en zulú a uno de los otros. El más bajo, de aspecto grasiento y camiseta de manga corta de un amarillo brillante, continuó forzando la puerta.

    Amie perdió los estribos. Cayó sobre el líder, lo cogió con el brazo por el cuello presionando con todas sus fuerzas su tráquea, y colocó su rodilla en la columna vertebral del chico forzándolo a retroceder. Haciendo que se inclinara hacia un lado, utilizó su mano libre para agarrar sus testículos y retorcérselos todo lo fuerte que pudo.

    ―Dile a tus amigos que dejen el coche o te rompo el cuello ―siseó.

    El joven se debatía, pero Amie no disminuyó la presión. Puede que hubiera llevado una vida sedentaria los últimos meses, pero no había olvidado su entrenamiento. Cuanto más se retorcía él, más presión aplicaba ella, hasta que los ojos del joven empezaron a sobresalir y su rostro se tornó rojo. Agitó su brazo frenéticamente en el aire y, viendo las condiciones en las que se encontraba, sus compañeros miraron a Amie a la cara y se marcharon.

    Amie ejerció una última presión con su antebrazo y dejó caer al jadeante hombre al suelo como un saco de ropa sucia.

    Lo miró con desdén, abrió la puerta del coche del lado del pasajero, se colocó en el asiento del conductor pasando por encima de su nuevo pasaporte sudafricano y condujo de vuelta a la ciudad.

    Mientras se unía a la cola para ingresar en la autopista, se frotó el brazo descubriendo un moratón incipiente. Sonrió. «Esta es una forma de librarse de la furia reprimida; no merece la pena arreglar la cerradura, me marcho».

    De vuelta en su piso, se metió en la ducha y dejó que el agua caliente se llevara la arena y el sudor. Flexionó sus brazos y sus piernas, feliz de haberse librado de los tres jóvenes delincuentes, aunque no le gustaba pensar en lo que podría haber sucedido de haber ido armados o de haber tenido el valor de hacerle frente los tres al mismo tiempo. Hoy había tenido suerte, en otra ocasión podría ser diferente. La delincuencia estaba por todas partes en aquel paraíso, y se tenía que estar en guardia cada uno de los minutos del día.

    Se envolvió en una toalla de baño y se peinó antes de servirse una gran copa de vino y encender su portátil. Accedió a su e-mail y allí estaba el esperado mensaje de Maddy, su contacto sin rostro que sospechaba que estaba en Londres, pero que se hacía pasar por una vieja amiga que recorría el mundo con su mochila y vivía innumerables y apasionados encuentros con varios hombres jóvenes que le proporcionaban comida y alojamiento a cambio de algo indefinido. Probablemente era una administrativa que se desplazaba desde Battersea cada día en el metro dándole vida

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