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Nada de lo que pueda decir va a suponer ni tan solo una pequea aportacin. A nada.

La decisin del encierro era supuesta como un espejo pequeo y redondo que tenda a tragarse y conducir a todo aquello que poda observar a la tentacin del suicidio. Deba dejarse engaar, tambin aquello que no era favorable era un simple engao, el acuerdo tcito de seguir escondido en una falsa guarida, todo el intento desesperado de recrear un mundo falso tambin, pesando con una atmsfera potente que atrapara con una contundente armacin de, por un lado, la gravedad y por todos los dems, el poder irreprochable de la conmovedora e incluso para algunos vlida realidad. Nada de muros contra los que chocar con cada una de sus caderas, su panza, sus groseras nalgas o sus raspadores muslos increblemente desarrollados para arrasar con todo aquello que no sea ms que tragos absolutos de realidad, la necesidad desesperante de no alejar la realidad ni un solo paso del nico lugar en el que esta se halla, el suelo, el suelo de abajo, el ms bajo, all desde donde solo sus abultados contornos pueden contener la vida real, la vida que debe ser vivida realmente, la realidad. Por ello la decisin de continuar, la decisin de llegar al nal, la decisin de rendirse al impacto ineludible de sus profundas huellas en la muerte de una mente totalmente real a travs de la muerte de un cuerpo de ccin, de un bulto irreprochable. Una mente desorbitada que se compromete con la gravedad hasta las ltimas consecuencias, una mente incapaz de negociar adoptando un servilismo lejos de la utilidad, servilismo sin suras pero no inocente, ni fuera de juicios, al contrario, castigado, lacerado, pisoteado por la mofa de una observacin detenida y atenta, que no permite escapar detalle alguno, gesto que lo evidencie, que lo agigante. Se le supone un hgado. Esa es la realidad.

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