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PRIMER PREMI “OVELLES ELÈCTRIQUES” DE RELATS DE CIÈNCIA-FICCIÓ, FANTASIA I TERROR

PRIMER PREMIO “OVELLES ELÈCTRIQUES” DE RELATOS DE CIENCIA FICCIÓN, FANTASÍA Y TERROR

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TERCERA POSICIÓ

TERCERA POSICIÓN

“A sotavento de Montjuic”

De José María Pérez Hernández

Madrid

A sotavento de Montjuic el agua permanece tranquila. La barca avanza

lentamente, acompasando las paladas del anciano con un leve cabeceo de

proa. Tras de sí, la superficie se rasga dejando una estela tenue que desaparece

en la lejanía. En el horizonte, los primeros rayos de sol se abren paso entre los

remanentes de la niebla vespertina. Algunas gaviotas alzan el vuelo,

rompiendo con sus graznidos el silencio de la mañana.

El anciano inspira profundamente, huele a mar. A su edad, los sentidos

andan aletargados y apenas distingue un ligero rastro de humedad. Suficiente

para recordar. Retrocede setenta años, cuando aún era un niño...

—¡Mamá, Mamá!¡Ya están aquí! —dijo.

—No te preocupes hijo, todo irá bien. Ve a buscar al abuelo, quizás a ti te haga

caso.

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—Abuelo, ya han venido. Nos tenemos que marchar.

—Anda hijo, ve tú. Yo... yo no voy —contestó el anciano.

—Pero... no te puedes quedar aquí —insistió.

—No, no puedo irme. Soy demasiado viejo. Si me voy, perdería lo único que me

queda.

—Dime que te quieres llevar, yo cargaré con lo que haga falta.

El anciano se agachó y abrazó al voluntarioso muchacho. Luego le dio un beso en la

mejilla y le dijo:

—Es una carga demasiado grande, aunque no pesa...

El chico miró desconcertado.

—¡Otra adivinanza! ¿Qué es lo que es grande, pero no pesa?

—El tiempo te dará la respuesta... —dijo el anciano esbozando una enigmática

sonrisa—. Ahora, debes marchar.

Subió a la barca y abrazó a su madre. Lloraba en silencio, no entendía por qué el

abuelo no quería venir. Miró a su madre buscando consuelo, pero solo encontró un rostro

lleno de lágrimas.

No volvería a ver a su abuelo.

La niebla se disipa. A lo lejos observa algunas embarcaciones, las velas

terciadas indican que la tramontana sopla con fuerza mar adentro. Parecen

pescadores, es buena señal: dicen que los peces han vuelto.

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Levanta los remos dejando que la barca se deslice suavemente. Se

aproxima al fin de un largo viaje emprendido apenas unas semanas atrás...

Las cumbres enrojecidas anunciaban la caída de la tarde. Las cabras se

arremolinaban en la cara este del valle bajo los últimos rayos de sol. Su nieto se acurrucaba

buscando refugio bajo su maltrecha cazadora.

—Abuelo, es muy tarde. Quizás deberíamos regresar o se nos hará de noche —

sugirió el muchacho.

El anciano apenas reaccionó. Su mente se hallaba muy lejos de allí, en otro lugar y

en otro tiempo.

El lejano aullido de un lobo resonó en el valle.

—¡Abuelo, abuelo! —insistió el joven tirándole de la manga—. Tenemos que

volver. Las cabras se empiezan a inquietar y Madre se enfadará si llegamos tarde.

Miró a su nieto y se vio a si mismo, años atrás, intentando convencer a su abuelo.

Estaba a gusto allí, en la montaña, con sus recuerdos, no quería marcharse... y entonces se

dio cuenta de que había resuelto la adivinanza. Tenía la respuesta.

—Quiero volver a Barcelona —dijo.

—No puedes, Madre no te dejará.

—No tiene porqué saberlo.

—Pero, Barcelona está muy lejos, el viaje es demasiado largo y peligroso. Tardarás

semanas en llegar, y tú... bueno, estás enfermo.

—¡Llegaré! Aún me quedan fuerzas —dijo enérgicamente.

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—¿Para que quieres ir? Allí no queda nada —protestó el muchacho, impotente

ante la determinación de su abuelo.

—Debo ir.

Su nieto dormía plácidamente. Le dio un beso en la frente y luego salió sigilosamente

aprovechando la oscuridad de la noche. Nadie se percató. Acarició las crines de la burra y le

colocó las alforjas sobre su lomo. No rebuznó. Con un suave tirón de riendas inició el largo

viaje. Desharía el camino emprendido tantos años atrás.

Descendió de las montañas hasta alcanzar el cauce del río. Lo siguió durante varios

días y luego se adentró hacia las zonas más pobladas evitando los cerros donde abundaban

los bandidos. Recorrió varias aldeas, en algunas encontró lecho y almuerzo caliente, en otras

tan sólo un pajar en el que dejar reposar su maltrechos huesos. Los tiempos habían

cambiado, ya no había ese resentimiento hacia los extraños, los lugareños volvían a ser

cordiales y hospitalarios. Se sentía viejo y enfermo, el viaje era muy largo, al menos en estos

tiempos, pero tenía que volver. Allí había nacido, allí estaban los recuerdos de su infancia.

El sol arrecia con fuerza, hace calor. Se seca con una mano el sudor de

la frente y mira el equipo. A pesar del óxido, aún se puede distinguir el color

amarillo original de las botellas de oxígeno, deben tener al menos setenta años.

Los tubos de aire están remendados y los aparejos de nailon han sido

sustituidos por cinchas de cuero. Pero le han asegurado que el equipo

funciona y es seguro.

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Amarra cabos en una de las columnas de las Torres Venecianas. No sin

esfuerzo, se pertrecha con el equipo de buceo y se sienta a estribor. Sujeta la

boquilla con una mano y se deja caer de espaldas.

El viejo y su burra entraron por la Diagonal. Era un día mucha actividad, pues

tocaba mercado. Cientos de puestos vendían todo tipo de utensilios y alimentos. En una de

las plazas la gente se congregaba en torno a un grupo de músicos. Algunas muchachas

bailaban mientras los más jóvenes correteaban cogidos de la mano. Pero él llevaba demasiado

tiempo aislado en las montañas, le inquietaba tanto griterío. Se escabulló por un lateral

rodeando carros y animales. Le sorprendió la cantidad de lujosos carruajes y la nobleza de la

raza de algunos caballos. Sin duda, los rumores de prosperidad eran ciertos. La capital

recobraba la vida.

Pero a medida que avanzaba, la ciudad decaía. Muchos edificios yacían

abandonados, con las paredes ennegrecidas, sin puertas ni cristales en las ventanas, incluso

algunas paredes y tejados se habían desplomado. Más adelante, manzanas enteras estaban

en ruinas. Las imágenes de las calles abandonadas se solapan con lejanos recuerdos. Cuando

eran calles llenas de vida, cuando cientos de vehículos circulaban a toda velocidad y las

personas caminaban por sus aceras contemplando los escaparates de los comercios. Se vio a si

mismo paseando de la mano de su abuelo, esperando a que el semáforo se pusiera verde para

cruzar... aunque eso eran otros tiempos.

Anduvo un poco más, atravesó la plaza de Francesc Macià y llegó hasta la costa,

donde la Diagonal se hundía bajo las aguas. A lo lejos, las olas rompían contra las torres

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de la Sagrada Familia que emergían sobre la superficie como farallones envueltos en un mar

embravecido. Volvieron los recuerdos. Era un niño y contemplaba admirado los fuegos

artificiales con los que celebraban la finalización de la gran obra. Después de casi doscientos

años… justo cuando llegaban las primeras olas. Qué extraña muestra de arrogancia y

orgullo la de aquellos hombres que ignoraron al mar.

Se acercó a un improvisado embarcadero y preguntó a un hombre que descansaba

junto a un pequeño bote:

—¿Dónde podría conseguir una barca?

—¿Para qué la quiere? —dijo el hombre mirando con desconfianza al escuálido

anciano.

—¿... y un equipo de buceo?

—¡Ja, ja! —se rió con descaro el hombre—. Allá abajo ya no queda nada.

Cuando yo era niño había muchos buceadores y a veces encontraban algo. Pero hace muchos

años que ya nadie baja. Además no creo que a su edad sea lo más recomendable.

—¿Podría conseguirlo? —insistió, ignorando las risas.

—Si, creo que sí. ¿Cuánto estaría dispuesto a pagar?

—No tengo gran cosa... si le basta con la burra.

—Veré lo que se puede hacer.

A la mañana siguiente, antes del amanecer, el anciano subía a la barca y se alejaba

por Comte d’Urgell, remando calle abajo, entre los edificios que se hundían en el horizonte

hasta desaparecer bajo la superficie.

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Se sumerge con un ligero chapoteo. Nota el agua fría. Sus movimientos

son torpes e inseguros. Con gran esfuerzo consigue avanzar contra la

corriente que asciende desde la avenida de María Cristina. No se divisa el

fondo, aunque reconoce entre las sombras algunas esculturas de la Fuente de

la Plaza de España, esas que irónicamente representaban los mares.

Se siente cansado. Continúa buceando por la Gran Vía y gira por

Vilamarí, como solía hacer. Intenta entrar por la puerta, pero la presión es

demasiado elevada, le cuesta respirar. Desciende solo hasta el cuarto y entra

por la ventana de su habitación, ya no hay cristales. El cuarto está vacío, las

corrientes debieron arrastrar los muebles que quedaron.

Le oprimen los pulmones, está agotado, siente un ligero dolor en el

pecho...

Cruza el pasillo y llega hasta el salón, la luz está encendida, el abuelo

descansa en su sofá, como siempre. Vuelve a ser aquel niño:

—Los recuerdos abuelo... los recuerdo son demasiado grandes, aunque

no pesan —dijo.

Su abuelo sonrió, y le abrazó.

—Eso es. Cuando ya no te queda nada por vivir, lo único que tiene

valor es lo que ya has vivido... tus recuerdos.

—Por eso he venido... en busca de los recuerdos olvidados.

—Lo sé, te estaba esperando.

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Encontraron la barca abandonada. Buscaron a quien supiera de aquel

anciano. Pero nadie le conocía, jamás se supo de él... pero cuentan de un niño

que aún pasea con su abuelo por las calles de Barcelona.

 
 
 
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