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Medusa Ella sostiene que de muchacha fue hermosa, pero con relacin a esto los escasos testimonios que

nos quedan de su juventud son notablemente contradictorios. Sea como fuere, la infeliz Medusa vive hoy torturada por el deseo de acentuar su propia fealdad para ser todava ms diferente que las otras mujeres, y el de salvar lo salvable, gastando sumas fabulosas con el peluquero o el sastre. Con el peluquero se hace despeinar las vboras, de manera que caigan ms desordenadamente sobre la frente y los ojos; con el sastre elige telas preciosas para hacerse cortar algn vestido simple con dos breteles, como los que llevan las mendicantes. Pero tambin estos vestidos le parecen demasiado vistosos: arrastrada por la perversidad y la desesperacin, al final ordena que la tela sea dada vuelta, de forma tal que de los ricos brocados de oro no se ve ms que el reverso y el tramado ordinario. Pobre mujer! Es tan malvada que, a pesar de sus sufrimientos, no se quiere matar, para poder castigarse a s misma cuando no castiga a los dems. De hecho, sus vboras estn siempre despiertas; no la dejan dormir, se menean y contorsionan, le muerden el cuello y, las ms largas, los senos. Visto que nunca consigue estar en paz, de qu le sirve ser universalmente respetada y temida? La infeliz Medusa se encierra en su habitacin, un cuarto extremadamente lujoso, y all encerrada escribe poesas, tan enroscadas y retorcidas como las mismas vboras que le quitan el sueo. Sus poesas no son feas, pero ella, quizs por desesperacin, cree que son las ms hermosas poesas escritas hasta ahora en el mundo, y obliga a sus muchos admiradores a que se declaren de la misma opinin. Una sola mirada de sus ojos de gata pulida es suficiente: nadie osara ni siquiera pensar lo contrario por miedo a verse transformado en mrmol, como los muchachos amados por ella que hoy, petrificados por su mirada, llenan, desnudos, las galeras de su palacio. Cada noche, con vboras en lugar de cabellos, miope, con un candelabro en su mano descarnada, la poetisa recorre estas galeras de estatuas, devorada por la furia; hasta que, presa de las convulsiones, se aferra a uno de esos jvenes cuerpos de mrmol, y entre los silbidos frenticos de todas las serpientes de su cabeza, se deja caer al piso, sollozando, como la ms miserable de las mujeres. Rodolfo Wilcock

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