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ARTE DE INJURIAR

POR IGNACIO B. ANZOÁTEGUI

Por Un Filósofo Producido

PRE-FASCIO 1
“Eljudaísmo es la actitud ético-espiritual hege-
mónica de los intelectuales en la actualidad.”
S. Zizek, El Títere y el Enano
“Desde la Silla Apostólica, en 455 León
I detu-vo a los vándalos que saqueaban
Roma. Dios sabe si hoy podría detener al
vandalismo progresista que ha entrado a
saco por la Iglesia.”
I.B.A.

Mediados del marzo pasado, el director de la Biblioteca Na-


cional –aún desinteresado por medírsela con Genovese en
franco duelo de barrocos de nuestra penúltima retórica di-
gital– descarga por CN23 que estamos en presencia de un
nuevo oleaje de “nacionalismo católico”. El nuevo papa ex-
portado alcanza según el alboroto oportunista mediático
una dimensión no menor a la que lograron en los últimos
lustros los commodities del monocultivo sojero. El papa em-
banderado en pleno Vaticano con los colores del club lla-
mado a la vez el Santo o el Gauchito irrumpe en la esfera
público-mediática como un cuerpo celeste en caída libre, un
Halley de Belén al choque, que al colisionar con Canal 13
ha producido una emanación incontenible de un gas espiri-
tual que ha convertido a todos, paganos, judíos, infieles,
evangelistas, new age macritas y multiperonistas polirrubro,

1
Publicado en el blog Nación Apache el 21 de julio de 2013.
en papistas por el papismo mismo. Pero la mayor tradición
del catolicismo nacionalista argentino –habrá que afir-
marlo– no fue más bien de corte plebeyo-populista sino la
de unos señoritos patricios obsoletos y amenazados. Estos
muchachos no esperaban una neoargentinización de la igle-
sia católica universal que acabara con el celibato la veda al
profiláctico y armara la selección del Vaticano para el 2014.
A la sazón el más lúcido sus gacetilleros no era un “sedeva-
cantista” pero condenaba íntegramente las concesiones se-
sentistas de Juan XXIII y Paulo VI –entroncándolas en una
reyerta que llamaba la de la “Iglesia Militante” contra la
“Iglesia Dialogante”– y su nombre era Ignacio Anzoátegui.
Tal sujeto fue un señor laico y argentino cuya obra es un
canto permanente por un catolicismo de máxima, imperial
belicoso caballeresco medieval y nazi-fascista, una curiosi-
dad para leer en este momento en el que despunta un papa
porteño que es ungido aparentemente por el consenso
mundial para reformar al catolicismo en un sentido contra-
rio en vistas a obstaculizar su camino de extinción.
La vieja liturgia era la cortesía del alma: la manera de
dirigirse a Dios con el debido protocolo. Hoy todo eso
ha quedado a cargo de los peluqueros del post-Concilio,
maestros de ceremonias del más abyecto guarangaje.
En plan de aggiornamento, los equipos post-conciliares
han corrido al latín hasta de las misas, que día vendrá en
que tendrán que ser rezadas en lunfardo, con un fondo
de música pop.

El destino póstumo de este escritor viene siendo un poco


extraño. Aparece hoy publicado a condición de enajenarlo
con una admonitoria y tácita franja roja en diagonal que
nos previene y lo presenta como raro y maldito, tal el caso de
la colección “Los raros” de Colihue –que publica sus tras-
tornadas Vidas de Muertos–, ora en una antología de “maldi-
tos” latinoamericanos publicada en Chile, donde se nos
promete una semblanza biográfica. Este caballero no fue un
marginal modelo, por el contrario fue un hombre público
políticamente activo, bien que en segundas líneas. Alto fun-
cionario, abogado, ideólogo, historiador escolar, pedagogo,
docente universitario. Publicaba en editoriales de su distin-
guido y conciso ghetto cuando no lo hacía por sus propios
medios en ediciones de escasos ejemplares, y en los 50 llegó
a publicar un par de libros en Emecé. Fue reeditado siempre
y más tarde por editoriales católicas y nacional-conservado-
ras. Hoy la única que lo publica sin el mote de “raro” o
“maldito” es una reconcentrada editorial hispanista de ín-
fima llegada al circuito mainstream de las librerías.
Y es cierto que este señor es un maldito hoy en día, si
por hoy en día se entiende el flagrante y dominante campo
cultural, y si se entiende como cualquiera sabe sin preferir
lanzarse a ventilarlo que ni Lamborghini ni Pizarnik ni ni
ni ningún francés, ya francés de Francia ya francés de Pa-
lermo, lo son, no hoy. Cierto también que un españolista
medievalista, un poeta intemporal de temática mitológica
épica y religiosa, un católico-falangista, un difamador de la
modernidad y de todo lo que viniera de Francia en aras de
un ideal caballeresco, no se parecen ni en el menor detalle
negligente a lo que se conoce por un maldito desde el canon
que sentó un día Verlaine, ni tampoco por un raro en la
manera en que los presentó por entonces Darío. Anzoátegui
acopió parvas de páginas contra la literatura francesa del si-
glo XIX; además simbolistas, modernistas, bohemios ácratas
o escritores sociales, vanguardistas de laya cualquiera, nove-
listas del hombre sin Dios bajo la escuela que fuere, a todos
condenó como infames vástagos sin redención del romanti-
cismo cuando no de la ilustración, patéticos y abominables
ejemplos del largo y decadente proceso de secularización de
la pretérita y gloriosa cristiandad acometido desde el Rena-
cimiento y la Reforma. Sin embargo, cierto asimismo, entre
sus planes estaba palpablemente el de reivindicar el escán-
dalo y el de épater le bourgeois: el burgués es uno de sus per-
tinaces enemigos: es el liberal, el masón, el romántico, el
norteamericano, el francés, el socialista, el positivista, el an-
ticlerical, el existencialista, el espectador de cine, el protes-
tante, el judío, el cristiano bobo solemne o reformista.
Se trata pues –y habrá que denunciarlo– de una lectura
peligrosa de llevar bajo el brazo, por estos pagos. Quien
ande con los viejos libritos de este señor entre sus bártulos
correrá el riesgo factible de ser reportado a los tribunales de
la Nueva Inquisición Progresista-Biempensante, o peor to-
davía caer bajo sospecha general y universal. Él, Anzoátegui,
por su época, acaso no entrara en esos comprometidos apu-
ros, porque escribía al resguardo de la ideología de un cierto
grupo social con bastante peso público que le festejaba des-
plantes chistes y exabruptos, que eran su habilidad señera.
Él mismo era un inquisidor incluso, un inquisidor medio
en broma, de chasco casi, más literario que literal, ya que
uno es su circunstancia como dijo uno, aunque a esto An-
zoátegui no lo hubiese rubricado, porque nuestro erizado
escritor parecía como venido de otro tiempo, del tiempo
aquel en que el Diablo tenía pezuñas y cola y se presentaba
personalmente. Quiero expresar que estos libros se encuen-
tran en el seno de nuestra impoluta Biblioteca Nacional, en
la de los maestros y en muchas más; en mercadolibre.com,
y en diversas y varias nobles librerías anticuarias de la Na-
ción. ¡No me querrán llevar preso a mí solo!
La rareza postulada por la colección de Colihue y la Bi-
blioteca Nacional –que alguna vez estuvo presidida por un
amigo y correligionario de don Ignacio (Martínez Zubiría –
Hugo Wast–, uno que corriendo carreras de nazis tal vez le
ganara)– ciertamente atañe algo más a su obra que a su fi-
gura, especialmente a la única que alcanza a la fecha el esta-
tuto de clásico, aunque de clásico raro, impedido, ilegible,
las Vidas de Muertos. Este libro fue quizá el clásico imposible
de un sistema literario que no fue, o mejor de un Estado o
una Nación que intentaron ser y se quedaron en aborto: los
que propusieron un hato de personajes que componían el
acartonado elenco del conservadurismo nacionalista cató-
lico, un grupo de poder poblado en su momento de agen-
cias culturales que a duras penas alcanzó a encaramarse en
el Estado desde los años 30 con muchas idas y venidas. Si
hubiesen tenido mejor suerte Anzoátegui integraría el ca-
non argentino, tal vez en calidad de primer escritor cómico
nacional, el gran satírico acaso, aunque en sus horas de se-
riedad supo hacer méritos para ser tenido también por
poeta por divulgador histórico y por teórico de la raza, que
para él es lo mismo que decir de la Iglesia y de España. Mien-
tras tanto, Ignacio Anzoátegui fue no mucho más que un
libelista, un panfletero sección letras. Como prosista, por lo
demás, nunca se interesó demasiado por los grandes géne-
ros literarios salvo en su oficio de crítico compilador y edi-
tor. Fue más –además de funcionario– un operador cultu-
ral, que apenas si escribió ficción narrativa, que no com-
puso obras de teatro, y que se dedicó por entero a cultivar
el estilo dentro de la didáctica y el articulismo. No sólo den-
tro del género epidíctico, que en éste habría que incluirlo,
ya que como antimoderno practicante no debería ser consi-
derado estrictamente un ensayista (su gusto por Erasmo o
Montaigne no hacía mella en su antihumanismo medieva-
lista), sino también en el género judicial, esa otra tradición
de la retórica exterior al campo literario, y que Anzoátegui
cultivó como si no lo fuera. “No hay derecho sin poesía” era
su lema en este dominio, y sus sentencias al parecer daban
el ejemplo y se sabe por buena fuente que hay quienes aún
planean publicarlas en libro. Si por su “rareza” bibliográfica
integra una colección donde se apiña con Groussac, Martí-
nez Estrada, Molina y Vedia o Soiza Reilly (más Cancela y
Castellani que eran sus queridos), por su “malditismo” bio-
gráfico integra ahora una terna que sí que lo alarmaría. En
ésta lo acompañan homosexuales, manicomizados, merque-
ros y porreros terminales y lo peor: mujeres; todos, cual más
cual menos escritores de culto de vida mitificable puestos a
comparecer en vistas de un futuro canon lateral de poster-
gados a escala continental. Se trata del libro Los Malditos
editado en 2011 por la Universidad Diego Portales de Chile
bajo compilación de la periodista argentina Leila Guerriero.
Perfiles biográficos de escritores latinoamericanos del siglo
XX –dice la contratapa– de “vidas estragadas, intensas, pro-
clives en la mayoría de los casos a los excesos del cuerpo y a
los tormentos del espíritu”: “locura, alcoholismo, autodes-
trucción”. Acá lo acompañan para su desgracia o descon-
cierto póstumos personajes como Rodrigo Lira, Pizarnik, o
el conductor de Bendita TV Uruguay Gustavo Escanlar.
“Son ‘los raros’, por utilizar la expresión de Rubén Darío
(agrega la misma contratapa): individuos que se consagra-
ron a la literatura poniendo sus propias vidas como aval de
un crédito finalmente insostenible.” Entre todos estos ra-
ros, ciertamente es un raro, y más que nada por parecérsele
bastante poco a la buena mayoría de ellos; cierto que era un
fumador y bebedor bastante convicto (lo deja traslucir él
mismo por sus libros, donde abundan los elogios al vino y
el tabaco entre otras distracciones), pero no parece haber
estado muy cerca de pedir asilo en los psiquiátricos o cen-
tros de rehabilitación. En un balance final de lector último
uno puede preguntarse si ese señor no estaba efectivamente
loco (“vesánico” escribe Horacio González y estilísticamente
sería más justo); loco pero de una locura extemporánea
como su propia razón, tal vez lo que Macedonio llamara “la
locura del ser” y ser es ser cristiano decía Anzoátegui, una lo-
cura divina y señorial que en buena medida compartía con
los que lo acompañaron siempre desde la cuna a la Secreta-
ría de Cultura, pero que en otra medida le fue solamente
suya, en la medida de su desmesura extravagante, porque
fue un aventurero de la ortodoxia como su maestro Ches-
terton, pero que derrapó por la hybris bastante a menudo,
aunque contenido por los suyos. Pero a eso él le llamaría
pecado.
ARTE DE LA INJURIA VERSIÓN ANZOÁTEGUI
(Teoría de la lectura y cuestiones de método)

“Cada día creo más firmemente


que lo único cierto es lo increíble”

En el peor de los casos a un autor de esta calaña leerlo al


menos rinde porque pensar es pensar contra uno mismo, y
leer es pensar y desde el cuerpo de otro; leer a los que pien-
san como uno es dejar de pensar y además uno nunca
piensa, uno busca lleno de esperanzas, que es otra cosa.
Como poeta Ignacio B. Anzoátegui fue irregular, y anacró-
nico ya entonces. Sus intentos de “narrativa” –ver sus Nueve
Cuentos del 38– terminaban tronchados por su monomanía
ideológica y su instinto de pretor y francotirador de la curia
y de inquisidor riente; sus “cuentos” amenazan serlo pero
acaban siendo parábolas o más bien apólogos bajo el ances-
tral formato del diálogo (igual, mejor descreer de que toda
ficción narrativa moderna no sea finalmente una parábola).
Dejará alguna sensación extraña escudriñar su poesía ama-
toria y épica, rellena de temas mitológicos, bélicos, saturada
de reyes y santos y de sublimes escarceos prematrimoniales,
o sus sonetos preclaros y sus versos de arte menor zurcidos
con rimas facilongas y pavotas enchapados con canciones
infantiles, todo eso después de haberse digerido sus brulotes
carniceros. La gente de aquella época no se privaba de nada.
El enemigo presente que pueda leer también su castiza ter-
nura de lírico lo encontrará más vomitivo aun. Un buen
ejercicio gástrico.
El buen Anzoátegui ameritaría a esta altura una antolo-
gía temática, que podría tener la forma de un diccionario,
que para contrastarlo con el de Bierce podría ser el de Dios.
Se han publicado por el mundo compendios de la obra de
Schopenhauer de esa manera, bajo nombres como “el arte
de hacerse respetar”, “el arte de tener razón”, o bien “el arte
de insultar”, que es aquel en el cual nuestro apostólico no
sólo descollaba sino que perseveraba casi unilateralmente.
Comparado con él el misántropo de Danzig es un medroso
perdido en la lacia mar de las abstracciones teoréticas. Es-
taba demasiado preocupado por solventar con fundamen-
tos el nirvana nouménico y en construir un sistema mono-
lítico y definitivo tanto como para dejar una buena ración
de sus puteadas y de su ars ofensiva como papeleta póstuma
de relleno. Porque el cabrón germano no fue sólo un prác-
tico del escarnio sino un teórico instructivo –modus docens–
que vertió sabios u obvios consejitos del género autoayuda
al rosquero y al sorete. Introdujo el estilo injurioso-calum-
niador en el género del discurso filosófico moderno, eso
que tanto molestaba al Heidegger que intentaba bendecir
para el nuevo siglo a Nietzsche como metafísico y serio. Pero
más le molestaba a su no tan querida madre Johanna que
con la disculpa de prevenirlo acusaba a su hijo –léanse las
cartas– de sabelotodo irritante y pedante desagradecido e
imprudente. Anzoátegui no tenía afanes estrictamente filo-
sóficos ni contamos con los testimonios postales o magne-
tofónicos de su parentela femenina (la hija no lo quiso aten-
der a Becerra cuando fue a entrevistarla para Los Malditos).
Pero el insufrible de Schopenhauer arriesgó todo su capital
social –de sociabilidad o vincular habría que decir– con tal
de cantarle al mundo las cuarentas de su rechazo al mundo.
Lo de Anzoátegui era más cómodo acaso, no operaba solo
contra todos ni sólo contra todos; era apenas el vocero de
su sector social fuera del horario de protección al menor, el
que jugaba a decir lo que sus pares pensaban y no se anima-
ban a ventilar, el portavoz desbocado, el autor intelectual de
las tundas de la patotita patriótica. Eso sí, tenía en abun-
dancia incontinente un perverso, macabro, sentido del hu-
mor a flor de piel, frente al cual el citado pensador germá-
nico queda como un soso timorato.
Para Schopenhauer el insulto era un último recurso,
bien que de uso diario y siempre a mano. Cuando se quiere
tener razón con prescindencia de la verdad –asentó– y el
oponente es más versado sutil e inteligente que uno –lo que
apenas suele significar que logró comprarse un público más
numeroso o pagador– queda el expediente terminal de la
ofensa grosera y directa al cuerpo. Cuando en la polémica
uno desvía el discurso de las calidades intrínsecas de su ob-
jeto y las remite en forma de imputación a resultados o efec-
tos de lo que asevera al contrincante, se formula, de acuerdo
a Schopenhauer, lo que llama el argumentum ad hominem;
pero –peor– cuando el objeto se abandona y el ataque se
dirige ya no a lo que el adversario dice sino a con quién se
acuesta o no se acuesta, a las pastillas que toma o a cómo
huele después de un partido, ello constituye entonces lo que
llama argumentum ad personae, el juguetito rabioso preferido
de nuestro exhumado Anzoátegui. Es un artero subterfugio
de la inferioridad, dice –como tan claro lo tuvo aquel otro
señorito insidioso llamado Witoldo, permeado lector del fi-
lósofo que acuñó aquello de cuanto más torpe y estrecha es la
opinión tanto más se nos vuelve importante–. El recurso –“bes-
tial” anota Schopenhauer– del ad personae está –explica– no-
toriamente al alcance de cualquiera. La maña erística de An-
zoátegui procuraba orlar de señoritismo esa animalidad de
la cólera para distinguirla de las rutinas baratas del guarango
o del nuevo rico engreído, a ley de un uso a veces más “fe-
menino” del agravio, el arte de la hablilla, bola, murmura-
ción, habladuría, esa predisposición decadente a la obtura-
ción del Ser según Sein und Zeit; tal era su punto medio no
precisamente aristotélico entre la ira y la indiferencia. Bor-
ges había escrito “Arte de injuriar” porque descubrió un
buen día que la sátira era, como cualquier otro un género,
formal y convencional –así dice Borges–, con el detalle par-
ticular de promover “un contrabando pertinaz de argumen-
tos necesariamente confusos”. “Su método es la intromisión
de sofismas, su única ley –adosa Borges– la simultánea in-
vención de buenas travesuras. Me olvidaba: tiene además la
obligación de ser memorable”…
LOS ILUSTRES PAYASOS MUERTOS
“Cualquiera tiene derecho a escribir imbecilidades
con la condición de arrepentirse algún día. Se
puede ser zonzo de vez en cuando, pero no se debe
seguir siendo zonzo para el resto de la vida. La
mentalidad de Alberdi como escritor fue la misma
desde los veintidós años hasta su muerte.”

Sobre lo cursi y sobre el snob Ignacio B. Anzoátegui escribió


siempre. En Vidas de Muertos desfilan los popes literarios del
parnaso argentino y latinoamericano en tanto que tales,
como snobs y aquejados de cursilería (uno de sus programas
a lo largo de sus distintos libros consiste en demostrar que
la cursilería es también patrimonio de las aristocracias y que
hay un esnobismo malo y otro potable), como bovaristas
suertudos que –póngaselo en estos impropios términos–
por la dislocación engañadora que factura la sociedad mo-
derna –y su subproducto la cultura hegemónica argentina
(ya la oficial liberal-conservadora ya la popular-clasemedista
sobre la que se recortaran los Ingenieros los Almafuerte o
los Carriego)– pasaron a consagrarse como fetiches o ídolos
propios de la falsa conciencia moderno-nacional y de su alie-
nación (… medida en este caso no por el patrón proleta-
riado-universal sino más bien por el patrón cristiandad mo-
narco-hispana). Los prohombres del discurso oficial de la
época –y escolar de casi todas las épocas– discurren en su
pasarela como vanidosos empolvados e histéricos, mistifica-
dores y figurones de una posteridad fácil y pronta. Algunos
son más vivos que estúpidos y otros más gansos que vivos,
cuanto más se distanció el campo literario del poder con-
creto más proliferaron los segundos que los primeros
(Guido y Spano era “un éxito de señoritas” y representaba
la mutación de la solemnidad aristocrática en “cajetillismo”;
era un haragán al que “la sociedad de su tiempo le había
asignado una profesión altamente decorativa: la profesión
de poeta”.). Los literatos confundían los asuntos de la vida
de los literatos –escribió– con los asuntos de la historia ar-
gentina, porque creían que ellos estaban en la historia. Ve-
mos que cuando le pinta, I.B. Anzoátegui se convierte en
esteticista, y en Vidas de Muertos le pinta especialmente. Por
eso dice que Echeverría no sabía nada de arte y parecía un
analfabeto charlatán, que Mármol “no sabía ni siquiera ver-
sificar” y que los literatos liberales eran unos ilustrados sin
ninguna cultura. Mármol –parafraseándolo– como hombre
trabajaba para desterrado y como argentino trabajaba para
prócer. La obra de arte no le interesaba –dice–. Así, si An-
zoátegui utiliza la chismografía para combatir el canon es
seguramente porque entendía que le respondía al romanti-
cismo, a “la asquerosidad romántica” –sentimentalismo
sensualista ventilador de intimidades deificadas–, de alguna
manera en sus propios términos. “En lugar de escribir la
vida, Mármol se puso a describir alcobas. Eso podrá intere-
sarles a los tapiceros, pero a mí no me interesa”. Echeverría
“se crió entre guitarristas y malevos, pero ni siquiera supo
quedarse con ellos. Ellos hacían patria y él se puso a hacer
romanticismo”. Los personajes de Mármol no se matan por
amor como él creía sino porque “están asqueados de tanto
romanticismo”. Las lectoras de María de Jorge Isaacs no se
sentían satisfechas si su vida no se convertía en literatura.
“El sufrimiento no tuvo en América categoría espiritual:
tuvo categoría sentimental. Los amantes sufrían aquí para
que lo supieran las amadas, no para que lo supiera Dios. A
ellas podría engañárselas y por eso falsificaron el sufri-
miento e hicieron con él literatura.” Anzoátegui escribe, ata-
cando a Echeverría, que el arte no tiene nada que ver con
la sociedad ni con el tiempo ni con la civilización y que los
únicos hombres serios son los grandes santos y los grandes
pecadores (Echeverría no era ni lo uno ni lo otro).
La crítica argentina vigente propone en los pies de la “li-
teratura de izquierda” de Tabarovsky escribir en nombre de
nadie y para nadie. La de derecha de los 30, ponía al todo-
poderoso en el lugar de ese nadie. Anzoátegui confundía a
dios con su público exiguo, por eso creía escribir para dios
(“La lógica de la poesía está reservada a Dios exclusiva-
mente”), y vituperaba a los best sellers del viejo canon estatal
o del nuevo popular. “A las putas –dice de Almafuerte– las
llamaba señoras: hacía eso para que lo tomaran por un hom-
bre genial. Eran los compromisos de la popularidad.”
El error en este caso está en el principio: en escribir para
el común de la gente, que tiene el tremendo prejuicio de
las cosas verosímiles. La poesía es, por naturaleza, inve-
rosímil. La lógica de la poesía está reservada a Dios ex-
clusivamente.

La Argentina para Anzoátegui tenía que ser una monar-


quía absolutista, católica y teocrática, que repusiera el orden
mundial medieval y que encarnara la restauración del reino
español preborbónico, porque no sólo era más papista que
el papa sino más hispano que los ibéricos. Si ese mundo
hubiese existido podemos imaginar que su crítica literaria
habría empezado con él. Si ese estado hubiese ocurrido él
sería el fundador de su teoría literaria y su aparato de la crí-
tica, representando su prehistoria insurreccional y de trin-
chera, empezada con Francisco de Paula Castañeda y aca-
bada con él. En ese contexto ideal existiría un arte desco-
nectado de la historia y la sociedad, meramente remitido a
la eternidad de dios (Para Amado Nervo –esnobista místico
cadáver parlante monja laica y profesional de la histeria
triste– “Dios era una cosa literaria”…). Incluso todo aquello
que no presuponga recepción divina no dejaría de ser pasti-
che, entendido como una suerte de sinónimo de intertex-
tualidad.
…al poeta Rubén Darío debe buscárselo donde el poeta
es él mismo, donde habla claramente, como todos los
días; es decir, donde muestra la hilacha. El resto es puro
ejercicio retórico y puro pastiche, perfectamente con-
ciente. Juzgarle bajo este último aspecto sería juzgar su
habilidad para el remedo, y eso no interesa a nadie.
Del romanticismo al modernismo americanos Anzoáte-
gui no encuentra más que imitadores –de Víctor Hugo a
Verlaine–; pero con ese criterio toda historicidad de cual-
quier texto configuraría un “pecado” de parodia y pastiche.
Parcialmente tenía razón, en que todas las novedades del
día convertidas después en los clásicos de un sistema litera-
rio nacional no pasaban de ser traducciones y adaptaciones,
es decir parciales apropiaciones indultadas o delitos plagia-
rios no descubiertos, en todo caso mal hechos, y de ahí su
diferencia y singularidad. En todo postulador de un ideal
de lector no divino encontraba a un menardista.
Alberdi tenía la ingenuidad de “un muchachón rousso-
niano” y no le gustaban las mujeres. El que sale más airoso
de todos –se diría que al único cuya tumba más o menos
respeta– es Sarmiento. Si bien –dice– que fue uno de los
tipos que mayores males le hicieron al país, Sarmiento “tuvo
toda su vida un genio bárbaro”. Y para Ignacio Anzoátegui
el dilema nacional era Civilización o Cristo. A un Alberdi que
pedía “prácticas y no ideas religiosas”, le responde que “el
mal de América es precisamente la falta de conocimiento
religioso”.
Bastó que unos pocos pedantes nos hablaran para que
depositáramos nuestra religión doméstica en manos de
las mujeres. Nos bastó el miedo de los hombres para que
le perdiéramos el miedo a Dios. Ellos nos traían razones
y nosotros no teníamos ideas: teníamos prácticas. El ca-
tolicismo de Alberdi no era catolicismo, porque no co-
nocía la Iglesia… La Iglesia no es tolerante, es la Iglesia
bárbara de Jesucristo, nada civilizada en el sentido libe-
ral. Es intolerante porque posee la verdad; es bárbara
porque posee la alegría de la esperanza en Dios; es nada
civilizada porque no necesita de las cosas del mundo. Los
hombres de la generación de Alberdi no podían com-
prender esto.
EL FISONOMISTA GASTADOR
“¡Oh, créanme, hacer el culeíto no es nada
en comparación con hacer la facha!”
W.G.

La avanzada del argumento ad hominem hacia el argumento


ad personae conlleva en este caso la aparición del fisono-
mista, pero no a la manera solemne de los criminólogos que
seriaba el positivismo; Anzoátegui trabaja el asunto a la ma-
nera del “cachador”, un cachador señorial alegremente ra-
cista, bastante lejos del cachador conceptual a la manera ma-
cedoniana –ese autor que describía a la escritura como a
una serie de poses de autor a ser fotografiado en su ausen-
cia, invisiblemente, y que declaraba “abstenerse de cara”
como principio–. Para eso recurría a una nomenclatura del
insulto dieciochesca, les llamaba “mulato” tanto a Rivadavia
y Sarmiento como a… Sócrates.
Es sugestivo pensar que este Anzoátegui que hipotizaba
afrodescendencia en los great men de la ilustración nacional
–sospechados impensadamente de proto-cabecitas–negras
del bando contrario–, fue, con muchas idas y venidas y un
poco a la fuerza, peronista, y propuesto por el mismo Perón
como secretario de cultura. Efectivamente, Anzoátegui les
quería “hacer la facha” como escribió Gombrowicz, claro
que en la medida en que esto se podía hacer en nombre de
Dios y la Iglesia ex mazorquera –nunca hay en Anzoátegui
un humillado cáustico arrojado a las garras del peón que ve
cómo su nobleza se propulsa al lumpenismo, como en el
caso de aquel teórico polonés de los procesos cíclicos de la
facha al culo–. Es la chacota sobona de un cenáculo de ca-
balleros –y de la fe– pero en farra. Aunque de la chacota
pasaba raudamente a la execración, más que nada cuando
ponía en la mira al nuevo parnaso aplebeyado, “los cretinos
de Boedo” dice, que alimentan la fama de los Carriego o los
Almafuerte (“Su vida fue la de un pobre hombre con pre-
tensiones de genio”).
Sarmiento no sólo tenía “jeta de mulato” sino “cara de
vieja”; Almafuerte: cara de apóstata. Olegario V. Andrade,
petiso y gordo, “parecía un quebracho retacón”. Yrigoyen
“cara de haber sido zaguanero de joven” y Sartre –ya en plan
universal algunas décadas después– era bizco en privado y
en público y tenía una mirada de polilla que había apoli-
llado a Occidente. Sócrates: “horrenda cara de sátiro de ta-
labartería”… Yendo más allá, el gran proyecto de los Cursos
de Cultura Católica en el que estuvo comprometido y del
que fue un promotor consecuente, partía del principio “se
debe ser católico y no tener cara de católico”, y uno de sus
modelos de conducta eran los antiguos “santos sin cara de
santos de santería” (porque “el santo que fue pecador tiene
sobre los otros santos la ventaja de que conserva su cara de
pecador” con la que se gana la confianza de los pecadores).
También en el plano sociopolítico, su campaña perpetua
contra la movilidad social la desestratificación y la mezcla
de clases merecía un abordaje desde el fisonomismo reac-
cionario jetocrático:
El hombre que ha nacido verdulero no tiene derecho a
adoptar una cara de conde, porque –para desprestigio de
los verduleros– será siempre un conde de carnaval; como
el que ha nacido conde no tiene derecho a adoptar una
cara de maestro, porque –para desprestigio de los maes-
tros– será siempre un maestro de escuela.

Su criticismo facial remitía más a la chismología univer-


sal –que ha trasmitido por dos milenios por ejemplo la feal-
dad de Sócrates como objeto de discurso– que a una inspi-
ración frenológica o lombrosiana –que eran más bien un
legado de época– de pretensiones científicas que le eran aje-
nas. Observa por ejemplo cómo las leyendas negras liberales
acerca de la sanguinolencia rosista eran un fenómeno antes
que nada de transmisión oral perpetrado por las mujeres,
por las viejas y matronas (en esa atención a la feminidad
como segundo saber se parece un poco a Macedonio –que
reparaba más en su sabiduría ágrafa y refranesca que en su
veritismo sibilar–), un cuento que transmitían las abuelas
pero no los abuelos, y recalca por lo demás el peso invisible
que el rumor tiene en la historia patria. Su humor racista se
servía de certezas operativas que no necesitan de oblicuas
apelaciones a la autoridad epistémica, ni su dios gótico ne-
cesitaba de la genética determinista. Vidas de Payasos Ilustres
descubre no sólo payasos de la historia sino monstruos de
acá y allá –como Crusoe, al que considera más que un per-
sonaje literario un “monstruo filosófico”–, pero la mons-
truosidad se mide en función del desvío de la doctrina im-
perial de la Iglesia hispana y no de la “naturaleza” médico-
legal, que de suyo es anzoateguianamente monstruosa. An-
zoátegui se reía del aspecto y la cara de los demás como se
ríen los niños prepotentes y alborozados que bien conocía
y a los que pretendía guiar como profesor/niñoterrible. Es
el inventor argentino del bullyng historiográfico.
De todos modos cuando se aboca al enemigo –bastante
seguido cuando andaba en prosa– Anzoátegui toma todo de
sus colegas las comadres: su arte de la injuria tiene al coma-
dreo, el infundio, el chisme, el bulo, por estrategia superior.
Fue un bloguero hecho y derecho. Las máximas y consejos
de Goebbels y K. Schmitt, que tanto se conmemoran ahora
en la tevé y en los portales de los diarios, ya eran tácitamente
suyos. Su método de investigación biográfica se documenta
en lo que llama “suposiciones” y “prejuicios”, hace historia
inventando rumores pero al menos lo aclara, va hacia las
ideas pero por lo bajo (el “hijaputismo” le llamaría Mare-
chal, su par populista), fatigando la infamia como decía otro
famoso de entonces. Sus estratagemas biográficas hacen del
“revisionismo” una prensa amarilla de fina prosa aplicada a
las celebrities decimonónicas del discurso ochentista o a cual-
quier enemigo aleatorio o voluntario de la Iglesia a lo largo
de la historia occidental. Contra la pornografía sublime o
sensualismo sentimental del “romanticismo” opera con el
valor de verdad de la anécdota como desublimación-represiva,
usa el ancestral y originario artilugio de las esclavas tracias
desde la posición del señorío como un Nietzsche paparazzi.
Tiene todo para postularse a precursor de la rosca crítica
digital del presente “campo literario”. “Echeverría –escribe–
seguía la moda de la época: así se inventó una fortuna amo-
rosa para poder meterse con el amor. Todo esto hay que
suponerlo, porque si no se supone nada no se comprende
el siglo pasado”…
Decía inclusive haber escrito sobre autores que no había
leído, en eso va hasta mejor que Macedonio como ancestro
–en lo procedimental en este caso más que en lo estilístico–
del aparatejo crítico profesional universitario o peri-univer-
sitario argentino, hay chicas profesorales y ochentistas que
hicieron de esa confesión una jactancia un sistema y unos
cuantos papers pícaros.

Tengo el honor de no haber leído jamás una sola línea


de Emilio Zola. Y, además, tengo la suficiente serenidad
de juicio para execrarlo…

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