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Varios son los renos que tiran del trineo de Papá Noel.

El más famoso sin dudas, es


Rodolfo, el que tiene la nariz colorada.
Hoy contaremos la historia de otro de los renos quien -sin llegar a tener roja su nariz- se
hizo muy conocido una Navidad.
Horacio, así se llamaba, era un reno muy curioso y movedizo que jamás se podía quedar
quieto. Era famoso en el Polo Norte por ir de aquí para allá mirando todo y poniendo sus
patas donde podía y donde no también.
Era la época de Navidad y todos en el taller trabajaban sin parar para llegar a tiempo con
todos los regalos. No sólo trabajan los duendes, sino que también lo hacían todos los renos
entrenando todo el día para estar en forma y poder volar por el mundo entero sin
problemas.
Horacio era el fiel compañero de Rodolfo, juntos eran los dos primeros renos del trineo y
quienes dirigían a los que iban detrás, siguiendo las indicaciones de Papá Noel. Jamás había
habido problema alguno durante el viaje más maravilloso y mágico del año.
Sin embargo, esa Navidad, las cosas no serían igual.
En el Polo Norte, crecían unas flores de un aroma muy rico, pero que si uno se acercaba
mucho para olerlas, terminaba muy mareado. Su perfume era realmente embriagador, por
eso Papá Noel, si bien las cuidaba como a todas las flores, les había puesto un cerquito con
un cartel que decía “No Oler”.
Si pensamos que Horacio en todo metía su hocico y encima no sabía leer, podemos
imaginar qué pasó.
Justo el día antes de Navidad, se detuvo frente a las flores y olió cuanto pudo y pudo
mucho pues su narizota era realmente grande.
Al principio, el efecto del perfume no se sintió, pero a las pocas horas, justo cuando el
trineo debía levantar vuelo, Horacio empezó a sentir cosas extrañas en su cuerpo.
No habían ni siquiera repartido los primeros regalos cuando Horacio empezó a sentirse
tan, pero tan mareado que el mundo entero le daba vueltas a su alrededor. Ya no sabía para
dónde iba, no importa para qué lado Papá Noel tirara de las riendas, parecía que el reno
había enloquecido y se movía de un lado para el otro. Rodolfo y los demás renos trataron de
sujetarlo, pero el pobre Horacio, víctima del perfume de las flores, era un trompo sin fin.
Tanto se movía que, intentando subir una montaña, el trineo no pudo hacer la maniobra
acostumbrada y volcó.
Todos los regalos quedaron desparramados por el suelo. Papá Noel fue a parar a la ladera
de otra montaña, los demás renos quedaron patas para arriba y Rodolfo ya no tenía roja su
nariz, sino blanca del susto.
Tan rápido como pudieron, juntaron todos los regalos y siguieron camino.
– ¿Estás bien? Preguntó Rodolfo a Horacio
– La verdad que no, me siento algo borrachín para ser sincero. Contestó Horacio tratando
de fijar la vista que se le iba de un lado para el otro.
– ¿Tomaste alcohol? Sabés que no debemos.
– ¡Qué alcohol ni alcohol amigo! Estuve oliendo las flores del cerquito.
– ¡Qué reno desobediente habías resultado! ¡Sabías que no se puede! Ahora mirá lo que
pasa, estás mareado.
– No te preocupes Rodolfo, trataré de recomponerme.

No terminó de decir esta frase que, producto de la desorientación que tenía, no vio que
el trineo venía en bajada.
Nada importaron los gritos de Papá Noel que ya se veía dentro del lago y todo
empapado, el trineo fue a parar casi casi en el medio del agua.
Afortunadamente y gracias a los excelentes reflejos de Rodolfo, los regalos no se
mojaron. Dio un giro tan rápido que logró volver a poner el trineo en su lugar y excepto por
la barba de Papá Noel que chorreaba mucho, el episodio no pasó a mayores.
Antes de que el efecto mareador del perfume de las flores se esfumara, se atascaron en
unas rocas.
Si bien, gracias a que todos colaboraron, pudieron salir sin problemas, la entrega de los
regalos estaba realmente atrasada. La noche pasaba y los niños debían recibir sus regalos
¿llegarían a tiempo?
Una vez recompuesto del mareo, Horacio, sintiéndose muy culpable por el atraso, tomó
una decisión. Dividirían el trabajo de entrega con Papá Noel. Rodolfo se sumó a la idea,
unos irían a unas casas y otros a otras. Los renos jamás habían salido del trineo y menos
para repartir regalos, pero era el momento justo para hacer algo que jamás habían hecho.
Los niños no podían quedarse sin obsequios.
Cuando el trabajo se hace en equipo y con un objetivo en común, todo sale bien.
No fue fácil realmente ni para Rodolfo, ni para Horacio, entrar en las casas sin romper
algún adorno o cortina, pero si bien algún que otro destrozo hicieron, lograron su cometido.
Horacio quería reparar la demora que habían tenido por su culpa, Rodolfo quería ayudar
a su amigo, Papá Noel quería hacer su trabajo y por sobre todas las cosas, los tres deseaban
cumplir el sueño de todos los niños.
El objetivo se cumplió, todos y cada unos de los regalos fueron entregados, ningún niño
quedó sin el suyo.
Lo cierto es que algunos niños que habían espiado esperando conocer a Papá Noel, se
encontraron que en vez de barba tenía cuernos, que tenía cuatro patas y no dos piernas, que
no usaba gorro, en fin. Hay que decir que terminaron un poco confundidos, pero no mucho
pues pensaron que el desconcierto se debía al sueño que tenían por lo tarde que era y no a
otra cosa.
Eso sí, en el Polo Norte ya no hay un cartel en las flores que diga “NO OLER”, lo
reemplazaron por otro que dice: “SE RECOMIENDA A HORACIO NO ACERCARSE A
MENOS DE DIEZ METROS”.
Horacio aprendió a ser más prudente. No obstante ello, las siguientes navidades ayudó
igual a Papá Noel a repartir los regalos, pues aprendió el valor del trabajo en equipo y vivió
en carne propia la inmensa alegría de hacer felices a los niños.
Como todos podemos imaginar, para esta época del año, el taller de Papá Noel está en plena
actividad. Sabemos que Papá Noel no trabaja solito, sino que lo ayudan miles de
duendecitos pequeños, ligeros y encantadores.

Nadie alcanza a ponerse al día, el taller es un lío tremendo, duendes que van y vienen,
juguetes que se fabrican y se envuelven, cartas por todos lados. De todos modos, para poder
cumplir bien con todo este trabajo, los duendes están organizados en grupos y cada grupo
cumple una función diferente. Algunos duendes confeccionan los juguetes o se encargan de
conseguirlos ya hechos. Otros los distribuyen. Unos cuantos se dedican a leer las cartas y
seleccionar los pedidos según sea niña o niño, la edad, el tipo de juguete o el regalo que
quiere, etc. Estos últimos son los duendes lectores; ellos juntan la inmensa cantidad de
cartas que envían todos los niños del mundo, las abren, las leen y las seleccionan para
entregar a las distintas secciones, como por ejemplo, sección de juegos de computadora, de
play-station, de Barbies.

Las cartas llegaban, como ya dijimos desde todo el mundo. Llegaban cartas de los niños
que más tenían y también las de aquellos que no tenían tanto o tenían muy poco.
Para desgracia de nuestros duendecitos, esa Navidad hizo mucho más frío que de costumbre
y la mayoría de ellos se resfrió. Todos tenían la nariz colorada, parecían Rodolfo el reno,
pero versión duende. Se la pasaban estornudando, que achíz de acá, que achíz de allá, era
un verdadero concierto de estornudos.
Los duendes lectores son también muy divertidos y algo traviesos, y tan cansados estaban
de estornudar a cada rato que, para no aburrirse, hicieron un campeonato de estornudos.
Mientras iban abriendo las cartas, hicieron dos equipos, se colocaron en los extremos de la
mesa de trabajo y veían qué estornudo sonaba más fuerte y cuál hacía mover más la
cartitas. A un equipo se le fue la mano y tan fuerte fueron los achices generales que todas
las cartas volaron por el aire.
–¡Ay, mamita! ¿qué hicimos? –decía uno de los duendes.
–¿Cómo le diremos a Don Noel (así lo llamaban cariñosamente) que mezclamos todos los
pedidos? ¿Cómo, cómo, cómo? –decía un duendecito que se caracterizaba por repetir todo
muchas veces.
–Con la verdad –dijo otro–-. ¿De qué nos serviría mentir? Hicimos una travesura y
debemos aceptar las consecuencias.

Así fue que hablaron con Papá Noel y le dijeron la verdad. El duendecito repetidor no
paraba de pedir perdón, ¡achíz!, perdón y perdón, decía que nunca, nunca, nunca, ¡achíz! lo
volvería a hacer, ¡achíz! No voy a decir que a Papá Noel le divirtió la idea de que todos los
pedidos se hubiesen mezclado, pero valoró que los duendecitos le dijeran la verdad. De
todas maneras, antes de dar por finalizada la charla, les dijo:
–Pues bien, amiguitos, esto les enseña que la correspondencia es algo muy serio. Jamás se
juega con ella, los pedidos de los niños son sagrados para todos nosotros. Ahora deberán
enmendar su error y ordenar todos los pedidos que volaron por el aire gracias a su
concurso.
Los duendecitos corrieron presurosos a ordenar el lío que habían armado. Cuando volvieron
a su mesa de trabajo, se dieron cuenta de que las cartas estaban por un lado y los sobres con
el nombre de cada niño en otro. ¿Cómo harían para saber qué había pedido cada uno y no
confundir los pedidos? No era una tarea fácil precisamente, pero ayudándose por la letra,
trataron de juntar cartas y sobres, sobres y cartas.
–¡Qué difícil, qué difícil, qué difícil! ¡hachízzzzzzzzzzzz! –decía el duende repetidor,
mientras se sonaba la nariz y a la vez trataba de juntar sobres y otra vez se sonaba su nariz,
que ya más que colorada, era bordó.

Los duendes pasaron toda la noche juntando sobres y cartas, cartas y sobres. Pero, a pesar
de su esfuerzo, se armó el cachengue, que viene a ser un lío muy, pero muy grande: muchos
de los pedidos de los niños se mezclaron.
Cuando los duendes “armadores de paquetes” tomaron los pedidos, notaron que algo no
andaba bien, había algunas cosas que parecían realmente extrañas y consultaron con Papá
Noel.
–Fíjese, Don Noel, acá una niña de diez años nos pide una pelota Nº 5 –decía el duendecito
rascándose la cabeza y moviéndola de un lado para el otro sin entender nada.
–Otra nena nos pide una camiseta de Racing –agregó otro duende, igual de confundido que
el primero–. ¿No es extraño, realmente?
–Puede ser –dijo Papá Noel–, pero no se olviden de que el mundo ha cambiando mucho y
con el mundo, los niños. Ahora las niñas juegan fútbol, las mamás miran partidos por la
tele. ¡Vaya a saber! Los papás usan aritos, pelo largo, ¡qué se yo m´hijo! Todo ha cambiado
tanto desde que empezamos con este hermoso trabajo que ya nada puede sorprenderme.
Así fue que los pedidos salieron un poco… confusos diría yo. Algunos realmente salieron
exactos (los que se salvaron del concurso de estornudos, por supuesto). Los demás, en
fin…, salieron como pudieron.
La noche previa a la Navidad, la de más trabajo y entusiasmo, los duendes lectores estaban
muy, pero muy nerviosos, más allá de seguir, muy, pero muy resfriados.
–Se va a amar, ¡achíz! Se va a armar, se va a armar –repetía una y otra vez el duende
repetidor. Estamos fritos, fritos, refritos, ¡achíz, achíz, achíz! –volvía a repetir.
–No seas pájaro de mal agüero ¡aaaaachízzzzzz! –contestaba otro duende lector–.
Pensemos que no pasará nada.
–¿Vos creés que los chicos no se van a dar cuenta de que Don Noel no les lleva lo que le
pidieron? Se van a enojar con él por nuestra culpa, por nuestra culpa y por nuestra culpa.
–Puede ser que tengas un poco de razón –contestó el otro duendecito mientras se miraba al
espejo su nariz cada vez más colorada–. Tal vez algunos niños se desilusionen un poco,
pero yo creo que si son humildes de corazón, aunque no sea el regalo que pidieron, sabrán
agradecerlo igual.
–Espero que tengas razón –contestó su amigo.
Y llegó el tan ansiado día. Papá Noel cargado con los pedidos salió con su trineo
conducido por sus fieles renos, entre ellos Rodolfo, que estaba un poco celoso porque ahora
muchos duendes tenían la nariz igual a él.
Como todos los años, a la velocidad de la luz, tratando de no ser visto y con un amor
inmenso, dejó cada paquetito bajo cada árbol de Navidad. Dejó regalos por todo el mundo,
en lugares lindos, en lugares feos, en hogares ricos y en otros muy humildes, en hospitales,
asilos. Allí donde había un niño, él dejo un regalito.
Cansado pero más que feliz, Papá Noel regresó por la mañana al Polo Norte. Sorprendido
vio que los duendes lectores más allá de seguir sonándose la nariz, no se habían dormido.
–¿Qué hacen ustedes despiertos? –preguntó.
–¿Todo bien, Don Noel? ¿Ninguna queja, ningún enojo, ningún calcetín revoleado por ahí?
–preguntaban los duendecitos nerviosos porque sabían muy bien que ciertos pedidos no
habían salido como debían.
–¡Qué preguntas más raras, amiguitos. Se ve que el resfrío los tiene mal, todo en orden –
contesto Papá Noel– ahora si me lo permiten, me voy a dormir, que se mejoren y ¡Feliz
Navidad!
Mientras tanto, en las distintas ciudades, pueblos y calles, los niños de diferente clase y
condición abrían sus paquetes, todos con idéntico entusiasmo. Al abrir los regalos, muchos
vieron que no recibían lo que realmente habían pedido y no todos reaccionaron de la misma
manera. Algunos de los niños que más tenían o que más acostumbrados estaban a una vida
cómoda, llena de cosas y caprichos cumplidos, no podían entender cómo no recibían
exactamente el juguete que habían deseado. Acostumbrados a tener todo, sufrieron una gran
desilusión y se enojaron bastante porque esa vez, sus deseos no se habían cumplido tal y
como ellos querían. Para ellos no fue tal vez ésa, la mejor de las Navidades.
Sin embargo, para los más humildes de corazón, también para aquellos para los cuales la
vida no era ni cómoda, ni fácil, al ver que lo que estaba en el paquete no era exactamente lo
que habían pedido, igual se sintieron agradecidos porque Papá Noel se había acordado de
ellos y les había regalado algo.
Para ellos, igual fue una hermosa Navidad, porque sabían que lo importante no pasaba por
el contenido del paquete, sino por estar rodeados del amor de su familia, que era sin duda el
mayor regalo que podían llegar a desear en este mundo en Navidad y en cualquier otra
época del año.
Mientras tanto, en el Polo Norte, los duendecitos lectores, entre estornudos y sonadas de
nariz, por las dudas, caminaban agachaditos, ¡no fuera cosa que les revolearan algún
calcetín!

Fin

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