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Según lo cuenta un relato sobre la época preislámica, el jefe beduino salió un día
por el desierto, en busca de dos camellas que andaban extraviadas. La búsqueda lo
condujo a un campamento en el cual pernoctaban un viejo y sus esposas. Mientras
el hombre atizaba el fuego delante de su tienda, una mujer se debatía bajo los
dolores de un parto difícil, rodeada por sus compañeras. Entre el viejo y el recién
llegado se cruzaron las primeras palabras:
—¿Quién eres?
—Estoy en busca de dos de mis camellas, que se han apartado del rebaño.
He perdido su rastro.
—Yo las encontré. Las hemos ayudado a parir, y ahora están allí, entre esos
camellos que ves.
En aquel momento las mujeres rodearon a su esposo, gritando una y otra vez:
—Si es niño, ignoro lo que haré con él. Pero si es niña, no quiero ni escuchar
su voz. La mataré.
—Si es una niña debes dejarla vivir, porque es tu hija y porque su vida
pertenece a Dios.
—¡No! —replicó el hombre—. ¡La mataré! ¡En nombre de Dios te lo digo!
—Te la compro.
—¿Qué me darás?
—No.
—No te venderé a la niña a menos que a las dos camellas agregues este
macho, un animal joven y de hermoso color.
Afirma la crónica que Sa' ssa' a, el jeque misericordioso, pudo salvar así a
trescientas niñas.
Hoy el artículo 6º de la Convención sobre los derechos del niño, aprobada en 1989,
reconoce que todo niño tiene el derecho intrínseco a la vida. Pese a este solemne
reconocimiento, el infanticidio femenino ha sido denunciado por la ONU como una
de las prácticas nocivas que aún perviven dentro de algunos países asiáticos.