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Anunciadas sobre el mantel, se desperdician las flores esperando duea. Fueron compradas a
la vendedora por tres pequeas monedas que recordaban el viejo aroma de Ximena. Carmes,
desteidas por un da solitario, un florero las acompaa con una ptina de anticuario que
recubre la porcelana de antao. Recuerdos balades se agitan, retumban memorias sobre la
fragancia. Mientras mueren las flores, muere Ximena. Van derrotando la fuerza de las lgrimas
la dureza de los pmulos.
Aqul da Ximena no exista en la memoria. Si no exista ahora no haba existido nunca, en una
contradiccin amarga de placeres fracasados y sonrisas sollozadas. Pero ah estaban servidas
sobre el plato con agua las flores de tallo seco, con sus espinas esperando la piel a atravesar,
agresivas en su quietud, reclinadas sobre el terrible mantel de encaje blanco. Qu triste
imagen: unas rosas marchitadas porque no encontraron duea, compradas con entusiasmo,
con ignorancia profunda del devenir. Compradas sin saber, sin pensar; compradas con deseo,
con emocin. Qu importaban las monedas si Ximena las recibira esa tarde con toda la
dulzura que desplegaba su aromtica presencia.
Pero no las recibi. Ximena no exista, nunca haba tenido carne ni hueso. Ximena era una
invencin, una metstasis de sueos transfigurados que reclamaban el olfato de las quintas
aumentadas de un piano destartalado. Era ella toda fragancia dulce con almendra que adosaba
con su humilde y vaga acidez las tardes amanecidas de ocasos resplandecientes. Sus pupilas
eran un ensueo fulgurante de pecas brilladoras y labios sosegados que musitaban
progresiones barrocas sobre el aire lleno de acordes melodiosos, aqu un Palestrina all un