UN ARTISTA Del Hamsee
KAFKA
En las dltimas décadas, Ia audiencia, de los
ayanadores ha disminuido enormemente. Antes era
un buen negocio organizar grandes exhibiciones de
ayuno como espectéculo auténomo, lo cual hoy dia
es del todo imposible. Eran otros tiempos. Toda la
poblacién se interesaba por el ayunador, y su interés
aumentaba con cada dia de ayuno; todos querfan
verle diariamente; en los tltimos dias del ayuno
algunos permanecian jornadas enteras sentados ante
Ja pequefia jaula del ayunador. Habia, ademis, exhi-
biciones nocturnas, realzadas mediante antorchas.
En los dias soleados sacaban fa jaula al aire libre,
y entonces podian ver al ayunador también los nifios.
Paraos adultos solfa ser poco més que un pasatiempo
de moda; pero los nifios, cogidos de las manos de sus
mayores, miraban asombrados y boquiabiertos
a aquel hombre pilido, con camiseta oscura, de
costillas marcadas, que permanecia tendido en la paja
esparcida por el suelo, y a veces saludaba cortésmen-
te, 0 respondia con forzada sonrisa a eventuales
preguntas, o sacaba un brazo por entre los barrotes
para mostrar su delgadez, y volvia después a su
ensimismamiento, sin preocuparse de nadie ni de
a1nada, ni siquiera del reloj, tan importante para él,
Sinico elemento de mobiliario que habia en su jaula.
Se quedaba mirando al vacio, ante si, con los ojos
entrecerrados, y sélo de vez en cuando tomaba en un
diminuto vaso un sorbito de agua para humedecerse
Jos labios.
‘Ademés de los espectadores, que se renovaban
continuamente, siempre habia alli vigilantes designa-
dos por el piblico (y que, curiosamente, solian ser
camniceros); siempre tenfa que haber tres al mismo
tiempo, y su misién era observar dia y noche al
ayunador para que no pudiera tomar alimentos de
ninguna manera. Esta vigilancia no era més que una
formalidad para tranquilizar a la gente, pues los
iniciados sabian muy bien que el ayunador, durante el
tiempo del ayuno, ni aunque intentaran obligarle
tomaria la ms minima porcién de alimento; era una
cuestién de honor.
Sin embargo, no todos los vigilantes lo entenidfan
asi; habia grupos de vigilantes nocturnos que relaja-
ban deliberadamente su vigilancia; seiban aun rinc6n
a jugar a las cartas con el claro propésito de darle al
ayunador la oportunidad de sacar secretas provisio
nes, no se sabia de dénde. Nada atormentaba tanto al
ayunador como esta clase de vigilantes, que no hacfan
mis que incrementar la dificuliad de su ayuno.
‘A veces, se sobreponia a su debilidad y cantaba
durante todo el tiempo que duraba aquelia guardia,
para mostrar a los vigilantes lo injustificado de sus
sospechas, Pero de poco le servia, porque entonces se
admiraban de su extraordinaria habilidad para comer
mientras cantaba.
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Sus vigilantes preferidos eran los que se pegaban
a las rejas y, no contentos con la débil iluminacién
nocturna de la sala, le enfocaban contimiamente las
Jinternas que ponia a su disposicién elempresario, La
Juz crudano le molestaba; en general no dormia, pero
podia sumirse en un ligero sopor con cualquier luz,
a cualquier hora y hasta con Ja sala abarrotada deuna
ruidosa muchedumbre. Estaba siempre dispuesto
a pasar toda la noche en vela con tales vigilantes;
estaba digpuesto a bromear con ellos, a contarles
anéedotas desu vida vagabunday aoir, su vezy|as de
ellos, s6lo para mantenerse despierto, para demos-
trarles que no tenia en la jaula nada comestible y que
soportaba el hambre como no podria hacerlo ningu-
no de ellos, Cuando se sentia més dichoso era al llegar
la mafiana, momento en el que, por cuenta de la
‘empresa, servian a los vigilantes un abundante desa-
yuno, que devoraban con el apetito de hombres
robustos que han pasado una noche de dura vigilan-
cia, Algunos vefan en este desayuno un grosero
soborno de los vigilantes; pero seguia ofreciéndose,
+ sise preguntaba a estos recelosos si querfan ocupar-
s¢,sin desayuno, dela guardia nocturna, no renuncia-
ban a él, pero seguian sospechando.
Desde luego, era imposible climinar todas las
sospechas con respecto al ayunador. Nadie podia
estar junto a é! todo el tiempo como vigilante; nadie,
por tanto, podia saber por experiencia propia si
realmente habia ayunado rigurosamente y sin inte~
rrupci6n; s6lo el propio ayunador podia saberlo, ya
que él era, al mismo tiempo, un espectador de su
ayuno plenamente satisfecho. Aunque, por otro mo-
83tivo, tampoco lo estaba nunca. Tal vez no fuera el
ayuno la Gnica causa de su delgader, tan extrema que
muchos, con gran pena suya, tenfan que abstenerse de
ir a verle porque no podian soportar su vista; tal vez
‘su depauperacién se debiera au descontento consigo
mismo. Sélo él sabia —sélo él y ninguno de sus
adeptos~ cuan facil era ayunar. Era la cosa més facil
del mundo. No lo ocultaba, pero nadie le creia; en el
mejor de los casos le tomaban por modesto, perocon
més frecuencia pensaba que lo decia para llamar la
atencién, o que era un farsante para quien el ayuno
‘era cosa facil porque hacfa trampas y tenia, ademés, el
ismo de darlo a entender. Tenfa que aguantar todo
esto y, con los afios, se habia acostumbrado a ello;
pero siempre le acompafiaba este descontento y ni
tuna sola vez habia abandonado su jaula voluntaria-
mente al término del ayuno.
El empresario habia fijado en cuarenta dias la
duracién maxima del ayuno, y no le permitia superar
esta cota ni siquiera en las capitales més importantes.
¥ tenia buenas razones para ello. La experiencia le
hhabfa demostrado que, durante cuarenta dias, me~
diante una serie de anuncios que fueran auinentando
el inverés, podia estimular progresivamente la curio-
sidad de una poblacién; pero pasado este plazo, el
piblico dejaba de acudir y disminuia el crédito del
artista del hambre. AA este respecto habfa pequefias
diferencias segtin las ciudades y los paises; pero, por
regla general, cuarenta dias eran el méximo periodo
de ayuno posible. Por tanto, a los cuarenta dias se
abria la puerta de la jaula, ornada con una guirnalda
de flores, ante una multitud entusiasmada; a los
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acordes de una banda militar, dos médicos entraban
en Ja jaula para medir al ayunador, segiin normas
cientificas, y el resultado de la medici6n se anunciaba
al pablico mediante un altavoz; por iltimo, dos
seiioritas, felices de haber sido elegidas por sorteo,
entraban en Ja jaula e intentaban sacar al ayuna-
dor y hacerle bajar un par de peldaiios para sentarle
ante una mesita en la que estaba servida una frugal
comida de convaleciente cuidadosamente escogida.
En este momento, el ayunador siempre se resistia
a salir.
Apoyaba sus huesudos brazos en las manos quelas
dos seftoritas, inclinadas sobre él, le tendian dispues-
tas a auxiliarle, pero se negaba a levantarse.