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Chaouen, el pasado al alcance de la mano

En plena cordillera del Rif, naturaleza e historia se dan la mano en esta localidad
fundada por moriscos expulsados de España

Texto y fotos: Carlos Egio


Ver fotos:
http://picasaweb.google.es/cjegio/ChefchaouenPublico?
authkey=Gv1sRgCNLh7sXi9pSGSw&feat=directlink

Sólo 14 kilómetros separan el sueño europeo de los africanos del sueño africano de
los europeos. Unos pocos kilómetros que pueden parecer un abismo si se carece de
recursos o papeles, pero que el turista puede hacer en ferry desde la moderna, casi
futurista, terminal de Algeciras hasta la ciudad de Ceuta. Entre las montañas del
Rif, Chaouen, una pintoresca localidad de calles estrechas y casas azules, puede
ser un destino ideal para empezar a conocer el país vecino… Y ya de paso el
nuestro; en Marruecos se hunde una parte importante las raíces de nuestra
historia, moriscos y sefardíes expulsados de la Península dieron vida a un pueblo
que nos resultará más que familiar.

En España nos esforzamos por encontrar un pasado musulmán entre las piedras… a
través de detalles como un lienzo de fortificación, una vajilla encontrada entre los
escombros de una excavación o una palmera frente al mar. Sin desmerecer, claro,
hermosos ejemplos como la Alhambra, la mezquita de Córdoba o una más que
influenciada gastronomía; lo que queda aquí, en la Península, es un tímido y
romántico resquicio entre la cultura cristiana imperante. En Marruecos, por el
contrario, esa cultura es lo cotidiano, lo que de abundante termina por pasar
desapercibido. Tenemos la fortuna, no así otros pueblos, de poder alcanzar nuestro
pasado, vivo y bullicioso con solo estirar la mano. Una oportunidad que nadie
debería dejar pasar de largo. ¿Por qué estudiar en los libros una cultura que nos
está llamando a la puerta?
En la población norteafricana de Ceuta el viajero verá dos mundos que
empiezan a mezclarse sin fusionarse y que se muestran con toda su diferencia en la
frontera, a la que se puede llegar tomando el autobús urbano. Una vez allí, unos
pocos pasos nos llevarán desde la aséptica vertiente española al caos marroquí.
Coches llenos de trastos aparentemente inservibles en una cola interminable
acompañarán al visitante mientras se devana los sesos por averiguar en qué caseta
de obra numerada con pintura azul el funcionario de turno se decidirá a sellarle el
pasaporte. Si una vez descubierta, éste se levanta con sus documentos y
desaparece durante media hora, no se preocupe, puede formar parte del trámite. Y
es que una de las cosas que hay que tener en cuenta al adentrarse en el país
vecino es que allí, al menos a los ojos del occidental, el estrés no existe. En
Marruecos el reloj decide cambiar su marcha, y más vale que nosotros lo hagamos
con él. El tiempo, esa dimensión mal entendida que en Europa se ha convertido en
el tesoro más valioso –aunque lo derrochemos dedicándonos en cuerpo y alma a
actividades que no siempre nos enriquecen-, se vuelve elástico; de modo que lo
mejor desde un primer momento es adaptarse a las costumbres y dejar a un lado
las prisas, y si la calma puede ir acompañada de un té de menta, mejor que mejor.
Una vez superada la prueba de la frontera ya habremos adquirido suficiente
destreza como para defendernos en el Reino Alauita. A unos pocos metros un
ejército de taxis, casi todos viejos Mercedes que demuestran la mítica resistencia
de la marca alemana, esperará paciente. La mejor manera de acercarse a Chaouen
–y disfrutar de paso de la emoción del viaje- es coger uno de estos vehículos
compartidos hasta Tetuán y desde allí el autobús de la compañía CMT; este último
cómodo, moderno y con aire acondicionado. En cuanto a los taxis, lo mejor es
negociar el precio antes de subir. Hay que tener en cuenta que lo compartiremos al
menos con cinco personas más si viajamos solos: dos en el asiento del
acompañante y cuatro atrás. Lejos de suponer un problema, para el que viaje por
primera vez y con presupuesto ajustado a un país islámico, supondrá una buena
forma de acercarse a sus gentes y vencer los prejuicios.
Camino de Tetuán es sorprendente el desarrollo urbanístico. La costa nos
recordará a la española, de hecho veremos que muchas de las empresas
constructoras que participan en este boom nos resultan familiares. Por eso, será un
alivio entrar en la ciudad y sumergirnos en un ambiente nuevo. Si tenemos la
suerte de disfrutar de un día de sol, Tetuán se nos presentará abierto, sanguíneo y
vivo. Casas de un blanco exultante, minaretes y un pasaje de tiendas al aire libre
junto a la estación nos darán la bienvenida. Ya en la calle que nos llevará hasta la
plaza de Hassan II, en la que se encuentra el palacio real, podremos percibir cómo
los tenderos dominan el idioma del comercio. Ése que seguramente se ha
transmitido casi sin cambios desde que los fenicios llegaran a estas tierras en busca
de nuevos negocios.
Una vez en el autobús (es costumbre que sea el personal de la compañía el
que cargue el equipaje), podremos disfrutar de un paisaje cambiante y de una
vegetación más exuberante cuanto más nos acerquemos a nuestro destino:
almendros, higueras, olivos, retamas, palmitos … todo al fin y al cabo familiar.
Chaouen es una buena opción para desconectar del ajetreo de la ciudad,
donde todavía el visitante puede encontrar rincones en los que la vida local sigue su
ritmo ajena a los ojos curiosos del ocioso ocasional. Y lo que es más interesante, si
uno dispone de vehículo puede sumergirse en un país más antiguo que
subdesarrollado: pueblos sin asfaltar, mujeres lavando la ropa en el río, naturaleza
virgen junto al mar… Si no, igualmente nos espera un pueblo de calles estrechas,
paredes añil y puertas azules, digna de la fantasía del mejor de los pintores. Al
adentrarnos en la medina, deberemos procurar perdernos para, en alguna calle
escondida, retroceder a la Edad Media: orfebres, carpinteros, tejedores de
alfombras, mil oficios antiguos se mantienen con sus herramientas originarias, la
más perfecta de todas la mano ágil del artesano. Ciudad viva que, a pesar de su
fama, aún consigue salvarse del turismo de masas manteniendo un sabor propio,
de lo que se encargan, entre otros, los asnos que pasean sin dueño por las calles,
ancianos que mantienen su atuendo tradicional (las chilabas y babuchas) y vecinas
que hablan de ventana a ventana.
Plazas empedradas y fuentes harán las delicias del viajero, en más de una
ocasión acompañado del alboroto de los niños, cuando no se escuche su monótono
rezo salir de las escuelas coránicas.
Sin grandes monumentos, salvo la plaza mayor, en la que destacan la
mezquita y la alcazaba, Chaouen es sobre todo sabor… el sabor y el olor de las
especias de Marruecos, de los comerciantes, de sus ciudadanos siempre despiertos,
que no obstante en alguna ocasión nos harán sentirnos como un mero fajo de
sucios billetes. De la plaza citada nos atraerán el bullicio y sus terrazas, donde
disfrutar del afamado cous-cous, del tajín, pero también del té de menta y unos
deliciosos desayunos a base de huevo frito, aceite de oliva y aceitunas partidas, o
de pan recién hecho con miel. Ingredientes que tercamente se empeñarán en
recordarnos que no estamos en un lugar tan ajeno, que nos persigue el
Mediterráneo.
Junto al pueblo unas fuentes donde descansar y contemplar las montañas,
parque nacional y que dan nombre a la localidad: Chefchaouen, dos cuernos. En
primavera el paisaje hará que nos sintamos más próximos al norte de España que
al sur. Un sur cercano en tantos sentidos, puesto que fueron los expulsados
moriscos y sefardíes los que dieron vida a esta localidad, añorando sin duda la
Península que les viera nacer y con la que compartían idioma y otros rasgos
culturales. Españoles exiliados por españoles por no compartir una misma religión.
Mil detalles llamarán la atención del que se acerque por primera vez al
Magreb: peluquerías de mujeres aisladas por cortinas, campesinas vendiendo sus
productos sobre sábanas, ropa tendida en los descampados y mucho hombre ocioso
tomando el té a todas horas, salvo las de oración.
Algo que no debemos dejar pasar, contemplar desde lo alto del pueblo los
tejados. Un buen lugar para hacerlo puede ser la alcazaba, otro, si ya de paso
buscamos alojamiento, el hotel Goa. Se trata de un coqueto hotel cercano a la
medina. Barato, limpio y decorado con estética hindú, sus dueños son hippies
franceses. Amablemente desde el primer momento nos invitarán a la terraza y al
omnipresente té… y con suerte podremos seguir disfrutando de las vistas desde la
habitación.
Si finalmente decidimos visitar la alcazaba, en su museo seguiremos
apreciando que son muchas cosas las que nos unen. Todos, al menos los
levantinos, tenemos interiorizado que fueron los musulmanes los que trajeron las
artes del regadío a la península, que ese fue uno de sus más importantes legados.
Sin embargo, para sorpresa del europeo… resulta que la idea que transmiten en
este museo es la contraria… el regadío llegó desde la Península.
Si se dispone de vehículo y se quiere conocer la región, una carretera
secundaria asfaltada -aunque a veces se llega a desear que fuera un camino de
tierra por la cantidad de boquetes que la surcan- nos conducirá desde la ciudad
rifeña hasta la costa mediterránea. El turismo deja lugar a pueblos en los que África
muestra su cara: tierra en lugar de alquitrán, pastores de cabras y mujeres
trabajando. Éstas últimas son las que cargan con la mayoría de oficios pesados
como llevar el agua desde las fuentes o laborar el campo. “Ellas son las que
mandan, llevan la casa, las tareas y cuidan de los niños”, nos comentaba orgulloso
en una alegre conversación un vendedor que regentaba un negocio; en cuya
trastienda, como si de un autómata se tratara, un joven convertía con un ritmo
acompasado propio de una máquina, hilos de colores en hermosas alfombras. Poco
han cambiado muchos oficios desde la Edad Media, pensará seguramente, y con
razón, el curioso que contemple esta escena.
Volviendo al viaje, muchos serán los componentes del paisaje que
enamorarán a quien lo inicie. Quizá entre ellos las texturas una vez que llegue a la
planicie en la que desemboca el río, una especie de alfombra hecha a retales de
cultivos de diferentes cereales. Calles polvorientas y pobres construcciones nos
darán la bienvenida a Oued Laoud, aunque casi se echará de menos al volver a los
baches y el mal estado de la carretera que junto al mar nos llevará hasta Targha.
Una vez allí, nos sentiremos atraídos hacia una fortaleza portuguesa que nos
esperará orgullosa sobre el promontorio solitario desde el que vigila la playa. Se
trata de un rincón que todavía mantiene la esencia de ese mar acogedor que, de
momento, no ha sido profanado por el turismo y el interés económico más
descarado y desprovisto de sensibilidad ante la belleza.
Como decía, acercarse al país vecino es, en cierto modo, conocer nuestro
pasado, también aquel que perdimos por vender nuestra alma al turismo.

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