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Ese sexo que no es uno La sextualidad femenina siempre ha sido pensada a partic de parémetros masculi- nos. De esta suerte, la oposicién actividad clitoridiana «viril» / pasividad vaginal «fe- menina» de la que habla Freud y muchos otros... como etapas, o alternativas, del devenir una mujer sexualmente «normal», parece sobradamente motivada por la prictica de la sexualidad masculina. Porque en ésta el clitoris es concebido como un pequefio pene que resulta agradable masturbar mientras no existe la angustia de cas- traci6n (para el nifio pequeno), y la vagina debe su valor a que oftece una «vivienda» al sexo masculino cuando la mano prohibida debe dar con un relevo para el placer, Las zonas erdgenas de la mujer nunca serfan mas que un sexo-clitoris que no aguanta la comparacién con el érgano falico valioso, 0 un agujero-envoltura que sir- ve de vaina y de race del pene ca el coito: un no sexo, 0 un sexo masculino dado la vuelta sobre sf mismo para autoafectarse. Dela mujer y de su placer no se dice nada en esa concepcidn de la relacién sexual. Su destino seria el de la «carencia», la «atrofia» (del sexo) y la «envidia del pene» como tinico sexo reconocido como valioso. Asi, pues, intentaria apropiarselo por to- dos los medios: mediante su: amor algo servil hacia el padre-marido susceptible de drselo; mediante su desco de un hijo-pene, preferentemente un muchacho; median- te el acceso a los valores culturales de derecho todavia reservados en exclusiva a los varones y pot esa misma razén siempre masculinos, etc. La mujer no viviria su deseo sino como espera hasta poseer por fin un equivalente del sexo masculino. Ahora bien, todo ello parece bastante ajeno a su goce, salvo si ella no sale de la economia falica dominante. De esta suerte, por ejemplo, el autoerotismo de la mu- 7 jer es muy diferente al del hombre. Este necesita un instrumento para tocarse: su mano, el sexo de la mujer, el Jenguaje... Y esa autoafeccién exige un minimo de ac- tividad. La mujer, por su parte, se toca por si misma y en si misma sin la necesidad de una mediacién, y antes de toda discriminaci6n posible entte actividad y pasivi- dad. La mujer «se toca» todo el tiempo, sin que ademas se le pueda prohibit hacer- lo, porque su sexo est formado por dos labios que se besan constantemente, De esta suerte, ella es en si misma dos ~pero no divisibles en un(o/a)s- que se afectan, La suspensién de ese autoerotismo se opera en la fractura violenta: la separacién brutal de los dos labios por parte de un pene violador. Lo que desvia y descarria a la mujer de esa «autoafeccién» que necesita para no exponerse ala desaparicién de su placer en Ia relacién sexual. Si la vagina debe relevar, también y no sélo, a la mano del nifio para asegurar una articulaci6n entre autoerotismo y heteroerotismo en el coito -donde el encuentro con Io totalmente otro significa siempre la muerte-, codmo sera dispuesta, en la representacién clisica de la sexualidad, la perpetuacién del autoerotismo para la mujer? ¢No sera ésta abandonada a la eleccién imposible entre una virginidad defensiva, ferozmente replegada sobre si misma, y un cuerpo abierto para la penetraci6n que ya no conoce, en ese «agujero» que seria su sexo, el placer de su re-toque? La atencién casi exclusiva -y tan angustiada...— que se con- cede a la ereccién en la sexualidad occidental demuestra hasta qué punto el imagi- nario que la controla es ajeno a lo femenino, No hay en ella, en su mayor parte, mas que imperativos dictados por la rivalidad entre varones: donde el mas «fuerte» es aquel que «la tiene més dura», que tiene el pene mas largo, mas grande, més duro, més tieso, e incluso aquel «que mea més lejos» (recuérdense los juegos de nifios). O también mediante la introduccién de fantasmas sadomasoquistas dominados, a su vez, por la relaci6n del hombre con la madre: deseo de forzar, de penetrar, de apro- piarse el misterio de ese vientre en el que se ha sido concebido, el secreto de su en- gendramiento, de su «origen». Deseo/necesidad, ademas, de que la sangre corra de nuevo para reanimar una relacién muy antigua —intrauterina, sin duda, pero todavia prehistérica— con lo materno. La mujer no es, en este imaginaria sexual, mas que soporte, més 0 menos com placiente, para la actuacién de los fantasmas del hombre. Es posible e incluso seguro que ella encuentre, por poderes, goce en ello, Pero éste es ante todo prostitucién ma- soquista de su cuerpo a un deseo que no es el suyo; lo que la deja en ese estado de de- pendencia del hombre que la distingue. No sabiendo lo que quiere, dispuesta a cual- quier cosa, volviendo incluso a pedir que éjala él la «tome» como «objeto» de gjercicio de su propio placer. Asi, pues, ella no dira lo que desea. Ademis, no lo sabe, 18 o ha dejado de saberlo, Tal como reconoce Freud, lo relativo a los comienzos de la vida sexual de la nifia pequeiia se presenta tan «oscuro», tan «encanecido por los afios», que en cierto modo habria que excavar muy profundamente la tierra para re- cobrar las huellas de esta civilizaci6n, de esta historia, los vestigios de una civilizacién mas arcaica, que podrian dar algunos indicios de lo que seria la sexualidad de la mu- jer. Esa civilizacién muy antigua no tendria, sin duda, la misma lengua, el mismo al- fabeto.... El deseo de la mujer no hablaria el mismo lenguaje que el del hombre, y se habrfa visto oculto por la logica que domina Occidente desde los griegos. En esa l6gica, la preponderancia de la mirada y de la discriminacién de la forma, de la individualizacién de la forma, es particularmente ajena al erotismo femenino. La mujer goza més con el tocar que con la mizada, y su entrada en una economia es- cépica dominante significa, de nuevo, una asignacién a la pasividad: ella seré el be- Ilo objeto de la mirada. Si su cuerpo se ve de tal suerte erotizado, e incitado a un do- ble movimiento de exhibicién y de retirada piidica para excitar las pulsiones del asujetom, su sexo representa ef horror del nada que ver. Defecto en la sistematica de la representacién y del deseo. «Aguero» en su objetivo escoptofilico. Ya en la esta- tuaria griega se reconoce que ese nada que ver debe ser excluido, rechazado de se- mejante escena de la reptesentacién. El sexo de la mujer se torna sencillamente au- sente: escondido, con su «raja» recosida. Ese sexo que no se deja ver tampoco tiene forma propia. Y si la mujer goza pre- cisamente de esa incompletud de forma de su sexo, que hace que él se re-toque a si mismo indefinidamente, ese goce es negado por una civilizacién que privilegia el fa- lomorfismo. F! valor concedido en exclusiva a la forma definible tacha el que entra en juego en el autoerotismo femenino. El uno de la forma, del individuo, del sexo, del nombre propio, del sentido propio... suplanta, separando y dividiendo ese to- car de al menos dos (labios) que mantiene a la mujer en contacto consigo misma, peto sin discriminacién posible de lo que se toca. De ahi el misterio que ella representa en una cultura que pretende enumerarlo todo, calcularlo todo en unidades, inventariarlo todo por individualidades. Ella no es ni una ni dos. No cabe, rigurosamente, determinarla como una persona, pero tam- poco como dos. Ella se resiste a toda definicién adecuada. Ademés, no tiene nom: bre «propio». Y su sexo, que no es sexo, es contado como 10 sexo. Negativo, en- vés, reverso del tinico sexo visible y morfoldgicamente designable (aunque esto plantee algunos problemas del paso de la erecci6n a la detumefaccién): el pene. Pero lo femenino conserva el secreto del «espesor» de esa «forma», de su hojal- drado como volumen, de su tornarse mas grande o mas pequeiio, ¢ incluso del es- paciamiento de los momentos en los que se produce como tal. Sin saberlo. Y sise le 19 pide que mantenga, que reanime el deseo del hombre, se olvida sefialar lo que ello supone en lo que atafie al valor de su propio deseo. Que ademés ella no conoce, al menos explicitamente. Pero cuya fuerza y cuya continuidad son susceptibles de dar Auevo aliento a todas las mascaradas de «feminidad» que se esperan de ella Cierto es que le queda el nifio, con el cual su apetito de tacto, de contacto, se da rienda suelta, a no ser que ya se haya perdido, alienado en el tabii del tocar de una civilizacién indudablemente obsesiva, Quizds su placer encontrara alli compensa- ciones y derivados a las frustraciones que con excesiva frecuencia encuentra en las relaciones sexuiales en sentido estricto. De esta suerte, la maternidad suple las caren- cias de una sexualidad femenina reprimida. 2El hombre y la mujer ya no se acaricia- rian sino por la mediacién entre ellos que representa el hijo? Preferentemente va- r6n. El hombre, identificado con su hijo, recobra el placer del mimo matezno; la mujer se re-toca mimando esa parte de su cuerpo: su bebé-pene-clitoris. Lo que ello comporta para el trio amoroso ya ha sido objeto de denuncia. Pero la prohibicién edipica parece una ley algo formal y facticia ~que, sin embargo, es el medio de perpetuacién del discurso autoritario de los padres— cuando es decretado en una cultura en Ja que la relacién sexual es impracticable a causa de la extrafieza reciproca del deseo del hombre y del de la mujer. Y en la que uno/a y otro/a deben al menos intentar juntarse siguiendo algdn cauce: el arcaico, de una relacién sensi- ble con el cuerpo de la madre; el presente, de la prorrogacién activa o pasiva de la ley del padre. Comportamientos afectivos regresivos, intercambios de palabras de- masiado abstraidos de lo sexual como para que no constituyan un exilio respecto a éste: la madre y el padre dominan el funcionamiento de la pareja, pero como toles sociales. La divisién del trabajo les impide hacer el amor. Producen 0 reproducen, No saben muy bien cémo utilizar sus ratos libres. Por pocos que tengan, y con in- dependencia de que, por otra parte, quicran tenerlos o no. Porque, equé hacer con ellos? ¢Qué suplencia del recurso amoroso cabe inventar? De nuevo... Tal vez regresar sobre lo reprimido, que es el imaginario femenino? Asi, pues, la mujer no tiene un sexo. Ella tiene al menos dos, pero no identificables como unos. Tiene muchos mas, por otra parte. Su sexualidad, siempre al menos doble, es atin plural. £Yal como aspira a ser ahora la cultura? ¢Como se escriben ahora los textos? Sin saber gran cosa de Ja censura de la que se arrebatan? En efecto, el placer de la mujer no tiene por qué elegir entze la actividad clitoridiana y la pasividad vaginal, por ejemplo. El placer de la caricia vaginal no tiene que sustituir a la caricia clitori diana, Una y otra contribuyen, de manera isremplazable, al goce de la mujer. Entre otras... La caticia de los senos, el toque vulvar, los labios entreabiertos, el vaivén de una presin sobre la pared posterior de la vagina, el roce ligero del cuello de la ma- 20 triz, ete, Por no evocar mas que algunos de los placeres més especificamente femeni- nos. Algo desconocidos en la diferencia sexual tal como sea imagina O no sela ima gina: donde el otro sexo no es mas que el complemento indispensable del tinico sexo. Ahora bien, a mujer tiene sexos practicamente en todas partes, Ella goza practica- mente con todo. Sin que sea preciso hablar siquiera de la histerizacion de todo su cuerpo, In geografia de su placer estd mucho mas diversificada, es mucho mas mtil- tiple en sus diferencias, compleja, sul, de cuanto se imagina... en un imaginario centrado en exceso en lo mismo. no es lo que més cuenta. Las «propiedades» del cuerpo de las mu. jeres no son lo que determina su precio. Sin embargo, constituye el soporte material de éste. Pero, cuando se las intercambia, debe hacerse abstraccién de ese cuerpo. Esa operacién no puede tener lugar en funcién de un valor intrinseco, inmanente a la mercancia. Sélo es posible en una relacién de igualdad de dos objetos ~de dos mu- jeres— con un tercer término que no es ni uno ni otto, De esta suerte, las mujeres no son intereambiadas en tanto que «mujeres», sino en tanto que son reducidas a algo que seria comin a ellas su cotizacién en oro, 0 falo- y respecto a lo cual ellas re- Presentarian un mas o un menos. No un mds 0 un menos de cualidades femeninas, evidentemente. Abandonadas éstas eventualmente a las necesidades del consumi- * Estas notas constituyen el anuncio de los puntos que serin desarrollados en un préximo texto. Todas las citas estan sucadas dle Capital, Libro I, capitulo I, traduecién de Roy ed. cast: E/ Capital, Madrid, Akal, 2000]. ¢Se objetard que esa interpretacién es de canicter analgico? Acepto la pregun. (a, siempre que se plaatec también, y en primer lugar, al anilisis que Marx hace de la metcancfa, Aris. t6teles, «un gigante del pensamiento», segiin Mars, gno determinaba la relacién de la forma con la ma- teria mediante una analogia con la de lo masculino y lo femenino? De esta suerte, volver a la cuestion dela diferencia de los sexos viene a ser, més bien, una nueva travesta del analogismo 1B0 dor, fa mujer vale en el mercado en funcibn de una tinica cuslidad. 1a ce ser am Pro ducto del «trabajo» del hombre. En calidad de tales, cada una se asemeja completamente a la otra. Todas eilas ue- nen la misma realidad fantasmatica. Metamorfoseadas en sublimados idénticos. muestras del mismo trabajo indistinto, todos esos objetos ya no manifiestan mds que una sola cosa: que en su produccién una fuerza de trabajo humano ha sido consu- mida, que es trabajo acumulado, En tanto que cristales de esa sustancia social co- min, ellas son consideradas valor. Como mercancias, las mujeres son dos cosas a la vex: objetos de utilidad y portadoras de valor.

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