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TEMA 1

INTRODUCCIÓN

1. El tema:

En la obra de Foucault, Vigilar y castigar (Surveiller et punir, Paris,1975) ha sido


hasta hace poco el principal texto de referencia acerca del poder. Los temas
abordados van ciertamente mucho más allá de cuanto el subtítulo, Nacimiento de la
prisión, sugiere. Se trata de una genealogía de la sociedad disciplinar, no sólo de la
institución penitenciaria. Para completar el análisis foucaultiano del poder, entre los
otros textos publicados por el propio Foucault, sería necesario considerar además el
primer volumen de la Historia de la sexualidad (Histoire de la sexualité 1, La volonté
de savoir, Paris, 1976) y los artículos e intervenciones recopilados en Dits et écrits
(1994). [2]

Ahora bien, más allá de sus libros, artículos e intervenciones, Foucault se ocupó
extensa y explícitamente durante quince años (desde 1970 hasta su muerte en
1984), en sus cursos del Collège de France, del tema del poder. Sirviéndose de las
grabaciones y de las notas de Foucault, se ha emprendido recientemente la
publicación de estos cursos. Por el momento, han aparecido el de 1974-1975, Los
anormales, y el de 1976, “Hay que defender la sociedad”. [3] Como hacen notar los
editores de los cursos, hasta cuando no sean publicados todos ellos, no
dispondremos del material necesario para conocer y evaluar en su conjunto el
análisis foucaultiano del poder. [4] A pesar de esta limitación, la publicación de “Hay
que defender la sociedad” y Los anormales nos permite avanzar en nuestra
comprensión de la filosofía foucaultiana del poder en algunos puntos fundamentales
y conocer parte importante del material del que se sirvió Foucault para elaborarla (el
que no aparece detallado en los libros publicados en vida). Dos cuestiones, al
menos, merecen ser mencionadas desde ahora. “Hay que defender la sociedad”
resulta un texto particularmente significativo respecto de la relación entre análisis
del poder e interpretación de la modernidad; Los anormales, por su parte, lo es
respecto de las formas de lo que Foucault llamó “microfísica del poder”, esto es, las
condiciones históricas de posibilidad de las ciencias humanas.

En nuestra exposición de la filosofía foucaultiana del poder, a la luz del nuevo


material disponible, distinguiría tres grandes temáticas

1) La modernidad como categoría política, una relectura política de la historia de los


saberes modernos: abordaremos la problemática del poder a la luz de aquella
cuestión que Foucault considera como especificativa de la filosofía moderna: la
cuestión misma de la modernidad. [5] Así, trataremos de situar la posición de
Foucault en el contexto de lo que podría denominarse la teoría política
postweberiana, es decir, aquella que afronta la crisis del concepto de soberanía,
concepto axial de la ciencia política moderna.

Contrariamente a cuanto un supuesto seminario con Habermas podría sugerir, [6] el


modo en que Foucault aborda la cuestión de la modernidad no se inscribe dentro de
los cánones de lo que ha sido el debate en torno al eje
modernidad/postmodernidad. No ha dedicado, como J. Habermas, [7] J.-F. Lyotard
[8] o G. Vattimo, [9] un texto exclusivo a esta cuestión. No porque no le interese,
sino, más bien, por el modo en que la aborda. En cuanto al material a tener en
cuenta sobre esta cuestión, además de los dos artículos conmemorativos de la
célebre intervención de Kant en el Berlinische Monatsschrift, [10], será necesario
reunir las numerosas referencias diseminadas a lo largo de toda su obra. Ahora
bien, en cuanto a la modernidad como categoría histórico-política, el curso de 1976,
“Hay que defender la sociedad”, constituye un texto fundamental.

2) Disciplina: estudiaremos el concepto de disciplina, el poder en relación con el


individuo, las técnicas de vigilancia, de control, de examen, las que mediante el
adiestramiento de los cuerpos han constituido el alma del individuo moderno. Un
análisis del poder que, no siendo ni jurídico ni economicista, distingue la posición de
Foucault de la tradición marxista y de la liberal. Un poder pensado positivamente,
como generador de realidades históricas, y no en términos de represión.
El material sobre esta cuestión, los cursos: La sociedad punitiva (1972-73), El poder
psiquiátrico (1973-74) [11], Los anormales (1974-75). Los artículos de estos años y,
por supuesto, Vigilar y castigar (1975).

3) La noción de bio-poder: nos ocuparemos de aquella forma moderna del poder


cuyo objeto no son los individuos, sino la población, el bio-poder. Por un lado, será
necesario seguir la transformación de un concepto heredado del medioevo, el
concepto de nación, a través de los conceptos de clase y raza. La genealogía del
racismo moderno y la problemática de la gobernabilidad nos servirán aquí como
ejes expositivos.

Los cursos en el Collège de France que corresponden a esta temática son:


Seguridad, territorio, población (1977-78), El nacimiento de la bio-política (1978-79),
Sobre el gobierno de los vivientes (1979-80) [12]. Además de los artículos, por
supuesto la obra de 1976, La voluntad de saber.

2. El problema:

Nos hemos acostumbrado a distinguir al menos dos períodos en la obra de


Foucault, uno arqueológico (análisis del discurso) y otro genealógico (análisis del
poder). Para expresarlo en términos bibliográficos, Las palabras y las cosas (Les
mots et les choses, Paris, 1966) por un lado, y Vigilar y castigar, por otro. El primero
centrado en el análisis del saber a partir de ciertas prácticas discursivas,
consideradas autónomas respecto de las prácticas no-discursivas. El segundo,
donde, a partir de las dificultades de la arqueología, la cuestión del saber viene a
entrelazarse con la cuestión del poder, la discursividad con la no-discursividad. La
arqueología, cercana al estructuralismo, influenciada por Lévi-Strauss; la
genealogía, bajo la égida de Nietzsche.

“Son estos diferentes regímenes [los regímenes discursivos] los que traté de
localizar y describir en Las palabras y las cosas. Diciendo claramente que, por el
momento, no trataba de explicarlos. Que sería necesario hacerlo en una obra
posterior. Pero lo que faltaba a mi trabajo era este problema del régimen discursivo,
de los efectos de poder propios del juego enunciativo. Yo lo confundía demasiado
con la sistematicidad, la forma teórica o algo así como el paradigma. En el punto de
confluencia de la Historia de la locura y de Las palabras y las cosas se encontraba,
bajo dos aspectos diferentes, este problema central del poder que, por ese
entonces, había aislado mal.” [13]

La lección inaugural en el Collège de France, El orden del discurso (L’ordre du


discours, Paris, 1971) nos indicaría el punto de inflexión entre ambos períodos. Los
últimos dos volúmenes de la Historia de la sexualidad, de 1984, marcarían, por su
parte, un cambio no ya respecto de las diferencias entre arqueología y genealogía,
sino del período estudiado por Foucault. Abandona la época moderna, que había
sido hasta ese momento el campo privilegiado de sus análisis, para instalarse en la
antigüedad griega. Las interrupciones en la publicación de sus libros serían los
síntomas de estos cambios y, al mismo tiempo, los separadores: seis años entre La
arqueología del saber (L’archéologie du savoir, Paris, 1969) y Vigilar y castigar
(1975), ocho entre el primer (1976) y el segundo volumen (1984) de la Historia de la
sexualidad.

En términos generales, esta lectura de la evolución del pensamiento de Foucault es


aceptable; pero no es completamente justa. Se pueden formular y, de hecho, se
han formulado varias objeciones, algunas dando lugar a conocidos debates. Por
ejemplo: ¿Puede considerarse Las palabras y las cosas como un libro
estructuralista? El propio Foucault responde negativamente. Haciendo frente a esta
calificación, en ese diálogo consigo mismo con que concluye La arqueología del
saber, afirma: “Y usted me concederá fácilmente lo que es justo, que no utilicé ni
una sola vez el término estructura en Las palabras y las cosas”. [14] Aseveración
que, como sabemos, no es cierta.[15] Pero, más allá del uso o no del término
“estructura”, no resulta fácil determinar qué significa ser estructuralista, qué es el
estructuralismo.[16] No existe, por decirlo de alguna manera, un credo
estructuralista, un conjunto de tesis o un método comúnmente aceptados que
servirían como criterios para determinar el estructuralismo de un autor o de una
obra. Calificar de estructuralista a Las palabras y las cosas es sugerir mucho, pero
decir poco. No basta, me parece, la afirmación foucaultiana de la “muerte del
hombre” para inscribir Las palabras y las cosas en la historia del estructuralismo, ni
tampoco el hecho de que la desaparición del sujeto, la muerte del hombre, venga
anunciada a partir de cierta experiencia del lenguaje o, más precisamente, a partir
de la oposición entre el ser del hombre y el ser del lenguaje.[17] No pretendo negar
toda vinculación entre Foucault y el estructuralismo; el subtítulo originario de la obra
de 1966 era precisamente: una arqueología del estructuralismo.[18] Quiero, más
bien, llamar la atención sobre otro hecho. La problemática noción de episteme,
fundamental en Las palabras y las cosas, plantea una cuestión en gran medida anti-
estructuralista: su historicidad.[19] Desde este punto de vista, más que de una
oposición entre estructuralismo y genealogía, para caracterizar los dos períodos de
la evolución de Foucault, podríamos hablar de una oposición entre la herencia de
Heidegger y la herencia de Nietzsche. En Las palabras y las cosas, la historicidad
de las epistemes aparece ligada a una ontologización del lenguaje de tipo
heideggeriana, en las obras posteriores ella cede en la medida en que las prácticas
discursivas encuentran en las prácticas no-discursivas sus condiciones históricas de
posibilidad.[20]

Por otro lado, sería completamente inexacto hacer coincidir la influencia de


Nietzsche y la preocupación por lo no-discursivo con el denominado período
genealógico. “Mi primer libro,[21] un libro que escribí terminando mi vida de
estudiante, hacia los años 1956 o 1957, fue la Historia de la locura, la escribí entre
los años 1955-1960; este libro no es ni freudiano, ni estructuralista, ni marxista.
Ahora bien, se da el caso que leí Nietzsche en 1953, y, por curioso que sea, en esta
perspectiva de interrogación sobre la historia del saber, la historia de la razón:
¿cómo hacer la historia de una racionalidad? [...]”[22] La influencia de Nietzsche se
remonta a los comienzos de la carrera intelectual de Foucault, cuando su
preocupación era escapar de la fenomenología y del existencialismo. “Es en este
panorama intelectual [hegelianismo, fenomenología, existencialismo] que han
madurado mis decisiones: por una parte, no ser un historiador de la filosofía como
mis profesores y, por otra, buscar algo totalmente diferente del existencialismo. Fue
la lectura de G. Bataille y de M. Blanchot y, a través de ellos, de Nietzsche.” [23]

Además, si bien podemos hablar de pausas en la publicación de sus libros, no se


trata de ningún modo de silencio: clases, conferencias, artículos, intervenciones. El
material reunido en los cuatro volúmenes de Dits et écrits, aunque no todo
corresponde a los años en cuestión, de ninguna manera nos autorizan a hablar de
pausa sin más.

Es innegable que en la obra de Foucault ha habido cambios. La cuestión del saber


y, más específicamente, de las ciencias humanas, por ejemplo, no encuentra en
Las palabras y las cosas y en Vigilar y castigar el mismo tratamiento. En este
sentido, debemos tomar al pié de la letra sus propias palabras. “En cuanto a
aquellos para quienes esforzarse, comenzar y recomenzar, ensayar, equivocarse,
retomar todo de principio a fin, encontrar todavía el modo de dudar a cada paso; en
cuanto a aquellos para quienes, en definitiva, más vale renunciar que trabajar
manteniéndose en la reserva y en la inquietud, y bien, claramente no somos del
mismo planeta”. [24]

Es posible multiplicar las objeciones y las contra-objeciones respecto de esa visión


de un Foucault arqueólogo del saber y otro genealogista del poder que constituye lo
que alguien ha llamado la vulgata foucaultiana. [25]

No es esto, sin embargo, lo que me interesa. Más que la evolución del pensamiento
de Foucault, que exponer las diferencias entre la arqueología y la genealogía
sirviéndome de categorías como “autor” u “obra” (categorías que el propio Foucault
ha puesto en cuestión [26]) la cuestión que me interesa plantear y abordar es la
cuestión filosófica de la modernidad o, simplemente, la modernidad como cuestión:
¿cómo circunscribirla?, ¿qué une la modernidad a las filosofías de la historia, y las
filosofías de la historia a las ciencias humanas? Es en este contexto que se vuelve
inteligible la cuestión del poder como disciplina y como bio-poder. Y es también en
este contexto que aparece con mayor claridad la fecundidad y el arraigo filosóficos
de Foucault. Para expresarlo en términos que sólo más adelante serán claros, es
necesario ver la modernidad como una categoría política. Este es nuestro problema.
A partir de él, la lectura de toda la obra de Foucault adquiere un significado que va
mucho más allá de la problemática del estructuralismo o de la recepción de
Nietzsche.

*
Para concluir la introducción, una última consideración. ¿Es Foucault un filósofo? o,
más bien, ¿un historiador, un representante de aquello que se ha denominado
“crítica de la sociedad”, un intelectual –en el sentido más amplio del término–?
Frecuentemente se plantean estas cuestiones y otras semejantes. El propio
Foucault y no sólo por el estilo de sus obras ha dado lugar a ello.[27] Quisiera
responder, por el momento, con algunas breves observaciones.

En primer lugar, es cierto, la escritura de Foucault puede desorientar a algunos o a


muchos de los escritores y lectores profesionales de filosofía. Un francés barroco
manejado con tal habilidad que frecuentemente se tiene la impresión de estar
leyendo una obra principalmente literaria, dominada por las cuestiones de estilo.
Pero, la misma objeción valdría respecto de Platón o Nietzsche. Por otro lado, el
dominio del lenguaje que Foucault pone de manifiesto en sus obras de ninguna
manera oscurece el tratamiento de los temas, más bien, lo contrario. Esplendor y
precisión, cualidades frecuentemente contradictorias, se conjugan
extraordinariamente en sus escritos. [28]

En segundo lugar, el material que utiliza Foucault proviene de disciplinas muy


distintas, algunas de ellas raramente son objeto de análisis filosóficos: de la historia
de la gramática y de la filología, de la historia de la filosofía natural y de la botánica,
de la psicología, del psicoanálisis, de la medicina, de los reglamentos militares y
pedagógicos, de los proyectos y realizaciones arquitectónicas, de la pintura... Lo
mismo podría decirse de los temas que elige: la mirada clínica, el nacimiento de la
prisión, la historia de la sexualidad... Pero todo este material y estos temas son
utilizados para afrontar una cuestión propiamente filosófica, la racionalidad: sus
formas modernas, sus relaciones con el lenguaje, con el poder.

En tercer lugar, creo que preguntarse si Foucault es o no un filósofo supone,


implícita o explícitamente, plantearse qué es la filosofía. La historia, de hecho, nos
pone frente a prácticas filosóficas que son diversas por sus intereses, sus
finalidades, sus estilos, sus conceptos... La filosofía no existe sino en las filosofías.
Y no es necesario remontarse a otras épocas para dar cuenta de este hecho; basta
con considerar la producción contemporánea de obras que calificamos sin muchas
o sin ninguna duda de “filosóficas”, basta con tener presente esa oposición tan
nuestra entre analíticos y continentales. Una definición rígida y normativa de lo que
se debe llamar “filosofía”, suponiendo que sea posible, llevaría simplemente al
reduccionismo y al empobrecimiento.

En cuarto lugar, creo que existe una razón más profunda por la que se plantea la
cuestión de la pertenencia de Foucault a la historia de la filosofía. Lo que incomoda
del trabajo de Foucault no es tanto su estilo o el material del que se sirve, es que su
práctica de la filosofía pone en crisis otras prácticas, particularmente aquellas que
han hipostasiado las formas modernas de la racionalidad. En Foucault, espero
poder mostrarlo a lo largo de la exposición, los ideales del iluminismo se nos
presentan con otro rostro, ni son simplemente racionalidad ni encarnan sólo esa
esperanza emancipadora con que tantas veces han sido propuestos. La fecundidad
filosófica de la obra de Foucault aparece precisamente en la medida en que nos
exige interrogarnos acerca de qué es para nosotros la filosofía.

Por último, a mi modo de ver, la cuestión más importante no es si hay textos


filosóficos, sino si hay lectores filósofos. En las páginas que siguen, mi intención ha
sido, precisamente, la de introducir a una lectura filosófica del análisis foucaultiano
del poder.

NOTAS

[1] A diferencia de los editores españoles de este curso, creo que es necesario
mantener las comillas del título. No se trata de una afirmación de Foucault, sino de
una referencia. Además, juzgo más apropiado traducir el título como “Hay que
defender la sociedad” y no simplemente Defender la sociedad.
[2] Una parte de estos cuatro volúmenes ha aparecido en español con el título:
Entre filosofía y literatura (1999).
[3] De este último curso circuló una edición española, bajo el título Genealogía del
racismo, realizada a partir de una versión italiana. Aunque el texto es
substancialmente el mismo, la edición francesa no sólo es más confiable, incluye
una serie de notas importantes por las referencias bibliográficas que contienen.
[4] Cf. M. Foucault, « Il faut défendre la société », Paris, 1997, pág. 248. La edición
estuvo a cargo de Alessandro Fontana y Mauro Bertani.
[5] « ‘¿Qué es la filosofía moderna?’; quizá se podría responder haciendo eco: la
filosofía moderna es aquella que intenta responder a la pregunta planteada, hace ya
dos siglos, con tanta imprudencia: Was ist Aufklärung?” (Michel Foucault, “What is
Enligthenment?” (1984), reproducido en M. Foucault, Dits et écrits, vol. IV, Paris,
1994, págs. 562-3).
[6] Cf. Didier Eribon, Michel Foucault y sus contemporáneos, Buenos Aires, 1995,
pág. 290.
[7] Jürgen Habermas (1929-), se ocupa extensamente de Foucault El discurso
filosófico de la modernidad (Der philosophische Diskurs der Moderne, 1985, existe
traducción española), caps. VIII y IX.
[8] Jean-François Lyotard (1924-), su obra La condición posmoderna (La condition
postmoderne, 1979, existe traducción española) ha sido un texto central en el
debate sobre la cuestión de la modernidad.
[9] Gianni Vattimo (1936-), sobre la modernidad su texto más representativo es El
fin de la modernidad (La fine della modernità, 1985, existe también traducción
española)
[10] Cf. M. Foucault, Dits et écrits, Paris, 1994, vol. IV, págs. 562-578, 679-688.
[11] De estos cursos sólo poseemos, por el momento, los resúmenes aparecidos en
Dits et écrits.
[12] También de estos cursos solo poseemos, hasta ahora, los resúmenes. Aunque
los otros textos aparecidos durante estos años nos brindan un material importante.
[13] M. Foucault, « Entretien avec Michel Foucault » (1977), en Dits et écrits, vol. III,
Paris, 1994, pág. 144.
[14] M. Foucault, L’archéologie du savoir, Paris, 1969, pág. 261.
[15] El término “estructura” aparece en Les mots et les choses (Paris, 1966), por
ejemplo, en las páginas: 144, 393. Acerca de la utilización que hace Foucault del
término “estructura” y de la polémica sobre el estructuralismo de Foucault, cf. Jean
Zoungrana, Michel Foucault. Un Parcours croisé: Lévi-Strauss, Heidegger, Paris –
Montréal, 1998, especialmente, pags 93 y ss.
[16] “Cuando se interroga a aquellos que son clasificados bajo la rúbrica
‘estructuralista’, si se interroga a Lévi-Strauss, o a Lacan, o a Althusser, o a los
lingüistas, etc., responderán que no tienen nada en común entre ellos, o muy poco
en común unos con otros. El estructuralismo es una categoría que existe para los
otros, para quienes no lo son. Es desde el exterior que se puede decir que tal, o tal,
o tal son estructuralistas. Es a Sartre a quien hay que preguntarle qué es el
estructuralismo, puesto que considera que los estructuralistas constituyen un grupo
coherente (Lévi-Strauss, Althusser, Dumézil, Lacan y yo), un grupo que constituye
una especie de unidad, pero esta unidad, díganlo claramente, nosotros no la
percibimos.” (“Foucault répond à Sartre” [1968], en Dits et écrits, vol. I, Paris, 1994,
pág. 665) Acerca de esta imposibilidad de definir el estructuralismo, cf.: Raymond
Boudon, A quoi sert la notion de structure ?, Paris, 1968, págs. 214-215. François
Dosse, Histoire du structuralisme. I. Le champ du signe, 1945-1966, Paris, 1992,
pags. 9-16; Nicola Abbagnano, Storia della filosofia VII, La filosofia contemporanea
1, a cargo de Giovanni Fornero, Milano, 1993, pags. 314-323. Me he ocupado de
esta cuestión en mi, Pensar a Foucault. Interrogantes filosóficos de la arqueología
del saber, Buenos Aires, 1995, págs. 159-165.
[17] Cf. M. Foucault, Les mots et les choses, Paris, 1966, pág. 397. “Pienso que el
estructuralismo se inscribe actualmente dentro de la gran transformación del saber
de las ciencias humanas, que la cima de esta transformación no es tanto el análisis
de las estructuras cuanto el cuestionamiento del estatuto antropológico, del estatuto
del sujeto, del privilegio del hombre. Y mi método se inscribe en el cuadro de esta
transformación al igual que el estructuralismo, al lado de él, no en él.” (“Michel
Foucault explique son dernier livre” [1969], en Dits et écrits, vol. I, Paris, 1994, p.
779.)
[18] Cf. Hubert Dreyfus - Paul Rabinow, Michel Foucault. Un parcours
philosophique, Paris, 1984, pág. 9.
[19] Cf. Michel Foucault, L’archéologie du savoir, Paris, 1969, pág. 20.
[20] De la problemática filosófica de la noción de episteme, en particular, y de la
arqueología, en general, ya me he ocupado, cf. E. Castro, Pensar a Foucault.
Interrogantes filosóficos de la arqueología del saber, Buenos Aires, 1995,
especialmente págs. 215 y ss. Acerca de la relación entre Foucault y Heidegger,
cuestión por el momento no suficientemente estudiada, cf. Jean Zoungrana, Michel
Foucault. Un Parcours croisé: Lévi-Strauss, Heidegger, Paris – Montréal, 1998,
especialmente, pags. 269-292.
[21] Como sabemos, tampoco esta afirmación autobiográfica es correcta. Foucault
publicó, en 1954, Maladie mentale et personnalité.
[22] M. Foucault, “Structuralisme et poststructuralisme” (1983), en Dits et écrits, vol.
IV, Paris, 1994, pág. 436.
[23] M. Foucault, “Entretien avec Michel Foucault” (1978), en Dits et écrits, vol. IV,
Paris, 1994, pág. 48.
[24] M. Foucault, Histoire de la sexualité II, L’usage des plaisirs, Paris, 1984, pág.
13.
[25] La expresión es de Ferry y Renault, cf. Luc Ferry – Alain Renault, La pensée
68. Essai sur l’anti-humanisme contemporain, Paris, 1988, pág. 133.
[26] ¿En qué medida es legítimo o conveniente hablar de “la obra de Foucault”, del
“autor Foucault”, de “la evolución del pensamiento de Foucault”? La cuestión surge
porque han sido precisamente estas categorías (obra, autor, evolución) el blanco de
las críticas en L’archéologie du savoir. La arqueología se opone a la historia de las
ideas, precisamente, porque abandona aquellos conceptos que diversifican el tema
de la continuidad: evolución, desarrollo (“ellas permiten reagrupar una sucesión de
hechos dispersos, referirlos a un principio organizador único y el mismo”, cf.
L’archéologie du savoir, pág. 32), libro (“Cuando se la interroga [la unidad del libro]
pierde su evidencia, no se indica a sí misma, no se construye sino a partir de un
campo complejo de discursos”, cf. pág. 34), obra (“Una suma de textos que pueden
ser denotados por el signo de un nombre propio. Pero esta denotación (aun si se
dejan de lado los problemas de la atribución) no es una función homogénea: el
nombre de un autor, ¿denota de la misma manera un texto que publicó él mismo
con su propio nombre, un texto que publicó con pseudónimo, otra encontrado luego
de su muerte en forma de esbozo, otro que es sólo un apunte, un cuaderno de
notas, un ‘paper’?”, cf. págs. 34-35), autor. Servirnos de estas categorías es, de
algún modo, recorrer en sentido inverso el camino del propio Foucault, es convertir
la arqueología/genealogía en un capítulo de la historia de las ideas. Sobre esta
cuestión, cf. Roger Chartier, Escribir las prácticas, 1996, págs. 13-54.
[27] Por ejemplo, en una entrevista con L. Finas, en ocasión de la publicación de La
volonté de savoir, Foucault declara: “me doy cuenta de que no he escrito otra cosa
que ficciones” (“Les rapports de pouvoir passent à l’intérieur des corps” (1977),
reproducido en M. Foucault, Dits et écrits, vol. III, 1994, pág. 236).
[28] Cf. Maurice Blanchot, Michel Foucault tel que je l’imagine, Montpellier, 1986,
pág. 11.
TEMA 2
Los temas fundamentales del curso:
“Hay que defender la sociedad” (1976)

La primera tarea que nos proponemos es recorrer en líneas generales la


argumentación de Foucault, identificar los temas centrales del curso, aislar
ciertas problemáticas sobre las cuales nos detendremos luego. Una especie
de resumen que puede servir como guía de lectura y, al mismo tiempo, como
plan de trabajo. Vamos a seguir la disposición del texto que no es otra que el
orden cronológico en que fueron dictadas las clases que componen este
curso.

Como dijimos, una versión de este curso circuló con el título Genealogía del
racismo. De hecho, uno de los temas centrales es, precisamente, éste. Las
lecciones finales están dedicadas a mostrar a partir de cuáles
transformaciones se originó el racismo moderno, es decir, el racismo de
estado. El título “Hay que defender la sociedad” sugiere una problemática
más abarcadora que el sólo tema del racismo. El tema de la guerra, de la
lucha, efectivamente, ocupa un espacio mayor. Sin embargo no es el único
tema y, sobre todo, no pone de relieve la estrategia discursiva de Foucault.

Para orientar, entonces, al lector en el análisis de este curso, me parece


necesario presentar desde ahora cuáles son sus líneas argumentativas
fundamentales.

Foucault parte de una especie de balance acerca de su trabajo, el cual ubica


como centro de interés el tema del poder. La pregunta general que Foucault
quiere responder por esta época es: ¿cómo analizar el poder? El tema de la
guerra y de la lucha se introduce en la argumentación a partir de esta
cuestión. Se trata de analizar el poder en términos de guerra, de lucha, de
oposición. Pero aquí hay que estar muy atentos. En efecto, Foucault no
elabora directamente una teoría del poder en términos de lucha; su discurso
se transforma en la genealogía del tema de la raza o, mejor, de la lucha de
razas. Por este camino aparece como tema central del curso el análisis de la
formación de cierto discurso histórico típicamente moderno: la historia
concebida como lucha de razas. Desde este punto de vista, bien podría
figurar como subtítulo del curso: la formación de la historiografía moderna.

Como vemos, ni el tema del racismo ni el tema de la guerra agotan la


problemática abordada. El eje del curso es, más bien, el discurso histórico de
la lucha (lucha de razas, lucha de clases). En este eje vienen a insertarse
otros temas característicos de la preocupación filosófica de Foucault: la
relación entre saberes y poderes, el funcionamiento de las ciencias
humanas, de la medicina, etc.

En La voluntad de saber, nuestro autor se había ocupado extensamente del


poder en términos de represión (criticando esta posición); en “Hay que
defender la sociedad”, se ocupa del poder en términos de lucha o, más
precisamente, de la utilización del discurso histórico como instrumento de
lucha (contra el poder y por el poder). Lo que denomina la hipótesis
Nietzsche. De todos modos, vale la pena señalarlo, se trata de una hipótesis
de análisis que no es definitiva en el pensamiento de Foucault. En sus
últimos trabajos, el poder no será abordado ni a partir de la crítica del
concepto de represión ni a partir de Nietzsche, sino desde los griegos, desde
el concepto de gobernabilidad (gouvernamentalité).

1.- Curso del 7 de enero de 1976: erudición y poder.

Esta primera lección del curso es particularmente importante; Foucault lleva


a cabo una especie de balance de sus investigaciones y establece, además,
líneas para el trabajo futuro. Dividiría entonces en dos esta primera lección:
la situación y la propuesta. Por otro lado, nos permite sopesar la importancia
de este curso en el pensamiento de Foucault: nos pone ante un cambio, si
no de dirección, al menos de recorrido. Un giro del que será necesario
descubrir las razones y el sentido.

a) La situación:

Según Foucault, en los últimos cuatro o cinco años, es decir, desde su


ingreso en el Colegio de Francia, en 1970, sus investigaciones han tenido un
carácter fragmentario, repetitivo y discontinuo. Se ha ocupado en general de
la génesis de una teoría o de un saber de lo anormal y de las prácticas que
están ligadas o vinculadas con esta génesis y con estos saberes. Los temas
estudiados son aquellos que, además de constituir el material de los
seminarios en el Colegio de Francia, aparecen en dos libros publicados por
Foucault en vida, Vigilar y castigar y La voluntad de saber (el primer volumen
de la Historia de la sexualidad): la historia del procedimiento penal, la
evolución e institucionalización de la psiquiatría en el siglo XIX,
consideraciones sobre la sofística o sobre la moneda griega, acerca de la
inquisición en la Edad Media, sobre la historia de la sexualidad o, más bien,
del saber sobre la sexualidad a través de las prácticas de la confesión en el
siglo XVII, y de los controles de la sexualidad infantil, en los siglos XVIII y
XIX.

Acerca del porqué de estos temas, de su carácter fragmentario, repetitivo y


discontinuo, Foucault nos ofrece dos razones. Una personal: se trata de su
gusto por el saber suntuario, un saber "para nada"; en definitiva, de su
pasión por la erudición. En este sentido, Foucault se siente miembro de lo
que califica como una de las sociedades secretas más antiguas: "la
francmasonería de la erudición inútil". Una sociedad – según su expresión –
grande, tierna, calurosa.
Pero no es sólo una cuestión de gozo personal, los temas y el carácter de
las investigaciones responden también a la situación del saber en general y
de la filosofía a partir el de los años 60. En ésta, es necesario distinguir dos
fenómenos:

La eficacia de las ofensivas dispersas y discontinuas. Se trata de, por


ejemplo, el discurso de la anti-psiquiatría, del discurso contra la jerarquía
sexual tradicional. Estos discursos no estaban sostenidos por ninguna
sistematización englobante. Aunque a veces, es necesario aclararlo, ellos
hayan recurrido a ciertos referentes teóricos como el marxismo, la teoría de
Reich, la obra de Marcuse, a pesar de ello, estas críticas revisten un carácter
fundamentalmente local.

El regreso del saber. Para entender de qué está hablando Foucault, es mejor
utilizar esta otra expresión "la insurrección de los saberes sujetados". La
liberación de determinados contenidos históricos que se encontraban
enterrados en las reconstrucciones generales (historia del asilo, historia de la
prisión). Un regreso, en definitiva, de la erudición. Se trata de un nuevo uso
de los contenidos históricos. Pero, además de este saber erudito, también
forman parte del regreso del saber, de la insurrección de los saberes, el
conocimiento de la gente (no del sentido común), aquel conocimiento que no
ha sido colonizado ni por las ciencias ni por los saberes institucionalizados,
esto es, el saber del enfermo, del delincuente. Saberes que han sido dejados
de lado, descalificados. Conocimientos, en última instancia, no disciplinados,
ni epistemológica ni institucionalmente.

Aquí Foucault hace una observación relevante. ¿Qué tienen en común la


erudición y el saber de la gente? La respuesta es muy importante porque se
define, en el punto de confluencia de estas dos formas de saberes, lo que
debemos entender por genealogía. En ambos casos se trata de un saber de
luchas, de combates. Llamemos, dice Foucault, genealogía al acoplamiento
de los conocimientos eruditos y de las memorias locales.

Estos saberes que no responden a un discurso global, a una teoría del


conjunto, que son saberes "no-sujetados", son los que Foucault denomina
"anti-ciencias". Pero entendámonos bien. No se trata de discutir contenidos,
métodos o conceptos científicos, sino de una insurrección ante todo contra
los efectos de poder que están ligados a las instituciones y al funcionamiento
del discurso científico en la sociedad moderna.

b) La propuesta:

Ahora bien, ¿por qué no continuar por este camino de investigaciones


fragmentarias, repetitivas y discontinuas?

La respuesta de Foucault es que la situación de la filosofía y el contexto


intelectual en general ha cambiado. Nos encontramos ante un silencio
prudente por parte de los saberes institucionalizados (disciplinados) que no
es síntoma de victoria. Muestra, más bien, que la genealogía no les
preocupa. Por ello Foucault, más que elaborar una teoría de conjunto donde
apoyar sus investigaciones genealógicas dispersas, lo que se propone es
precisar cuál es el riesgo, la apuesta, lo que está en juego en este tipo de
investigaciones. Dicho en otros términos, hay que plantearse la cuestión del
poder.

En las teorías modernas (la concepción jurídica liberal y la concepción


marxista), el poder es pensado siempre a partir de la economía, aunque de
diferentes modos. Para la concepción liberal, el poder es una especie de
bien, que de algún modo se cede, se posee, se enajena. De ahí, que el
poder político sea pensado en términos de contrato. La teoría del poder tiene
aquí una forma económica. El economicismo aparece en la teoría política
marxista de modo diferente. No se trata tanto de la forma del poder cuanto
de su función. La economía se presenta como la razón histórica del poder: el
poder sirve esencialmente para mantener las relaciones de producción y la
dominación de una clase.

Pero, ¿es esto necesariamente así? ¿Contrato y dominación son un análisis


adecuado del poder? Se pueden plantear varias preguntas: 1) ¿el poder está
siempre en un segundo plano respecto de la economía? 2) ¿hay que pensar
el poder como si fuese una mercancía?

Parecería que en las teorías contemporáneas nos encontramos con dos


respuestas al problema del poder que tratan de pensarlo en términos no
economicistas. 1) el poder concebido en términos de represión, lo que
Foucault llama la hipótesis Reich, y 2) el poder pensado en términos de
combate, de lucha, de enfrentamiento, que Foucault denomina la hipótesis
Nietzsche. (En realidad, estas dos hipótesis no son irreconciliables, se podría
oponer a la concepción moderna clásica, poder-contrato, un análisis en
términos de guerra-represión.)

Foucault ya se ha ocupado, como dijimos, de la noción de represión, su


propuesta, ahora, es abordar el poder en términos de guerra, de lucha, de
combate. Se trataría de invertir los términos de la célebre expresión de
Clausewitz y preguntarse: ¿la política es la continuación de la guerra con
otros medios?

2.- Curso del 14 de enero: soberanía / dominación

La exposición de esta lección gira en torno a la cuestión de si el concepto de


guerra es adecuado para el análisis de las relaciones de poder. En este
contexto, Foucault establece las diferencias entre un análisis del poder en
término de confrontación y de luchas, en términos de guerra, y otro en
términos jurídicos, de derecho. En esta discusión, Foucault va a oponer el
concepto de soberanía (categoría jurídica central de la filosofía política
moderna) al concepto de dominación (no en el sentido marxista de
explotación).

Mientras la filosofía política se pregunta: ¿cómo el discurso verdadero puede


poner límites al poder?, el genealogista, en cambio: ¿cuáles son las reglas
de derecho que las relaciones de poder utilizan para producir discursos
verdaderos?

Para Foucault, la elaboración del pensamiento jurídico occidental, desde la


Edad Media, ha tenido siempre como eje la figura del rey. El derecho es, en
occidente, derecho real. Los derechos legítimos de la soberanía y, su
contraparte, la obligación legal de la obediencia, han servido para disolver
las formas de dominación (de un ejercicio del poder, desde el punto de vista
jurídico ilegítimo).

Foucault propone invertir la marcha. Para ello, cinco precauciones


metodológicas:

1) No ocuparse de las relaciones de soberanía, sino de las relaciones de


dominación. No entendiéndola como un hecho masivo, global, del dominio
de un grupo sobre otro, sino en sus formas múltiples, en las relaciones
recíprocas entre sujetos (cf. págs. 24-26). Se trata de estudiar el poder en
sus extremidades, en sus formas capilares, Por ejemplo, en lugar de
preguntarse por el fundamento del derecho de castigar, estudiar las técnicas
concretas, históricas y efectivas con que se castiga. La idea es ubicarse
desde el punto de vista de los procedimientos de sujeción (assujettissement).
2) Estudiar el poder en su faz externa, no en el sujeto que lo detenta o en
sus intenciones. La cuestión no es, como en Hobbes, ¿cómo se forma esa
alma del cuerpo político unificado que es la soberanía?; sino ¿cómo se
constituyen los sujetos, por los efecto del poder, a partir de la multiplicidad
de los cuerpos, de las fuerzas, de las energías? No es la génesis del
soberano lo que interesa, sino la constitución de los “sujetos”.

3) El poder funciona en red: el individuo no es simplemente lo que está frente


al poder, nunca es un blanco inerte. Los individuos siempre se encuentran
en la posición de padecer y ejercer el poder. Son, en realidad, receptores-
emisores (relay).

4) Llevar a cabo un análisis ascendente, no descendente del poder. De


nuevo, no se trata de hacer una deducción del poder partiendo desde arriba
y desde su centro. Más bien lo contrario, un análisis ascendente: cómo
tecnologías y mecanismos de poder locales, con su propia historia, son
colonizados por mecanismo más generales. Foucault discute brevemente
aquí el uso que se hace de la noción de “burguesía”. De la idea de
“dominación de la clase burguesa” se puede deducir cualquier cosa. Por
ejemplo, el encierro de los locos, los controles sobre la sexualidad infantil y
lo contrario de ello. Donde se ubica realmente el interés de la burguesía es,
más bien, en el beneficio económico de los mecanismos de exclusión y
control. Más que excluir o controlar, lo que importa es la técnica, el
procedimiento de exclusión y control. Se trata, en este sentido, de una
“micromecánica del poder”.

5) No es la ideología lo que se forma en la base de los micromecanismos del


poder, sino instrumentos efectivos de acumulación del saber, métodos de
observación, registros, procedimiento de investigación, de búsqueda, de
verificación.
La teoría de la soberanía ha jugado cuatro roles fundamentales en la
constitución política de las sociedades occidentales:

(1) ha servido para el establecimiento del sistema feudal;


(2) para la constitución de las monarquías administrativas;
(3) como instrumento de la lucha política en los siglos XVI y XVII;
(4) para la formación de las monarquías parlamentarias.

Sin embargo, a partir de los siglos XVII y XVIII surgió una nueva forma de
poder, la disciplina. Si en esta reorganización del poder la teoría de la
soberanía sobrevivió, es porque permitió el desarrollo de las disciplinas
como mecanismos de dominación y permitió ocultar el ejercicio efectivo del
poder. Con todo, a pesar de que la teoría de la soberanía haya servido para
la formación histórica del poder disciplinar, es claro que se trata de dos
formas diferentes de poder y que podemos oponer como sigue:

Soberanía Disciplina

Una forma de poder que se Se orienta hacia los cuerpos y lo


ejerce sobre los bienes, la tierra y que hacen, su objetivo es extraer
sus productos. Sus objetos de ellos tiempo y trabajo.
fundamentales son el territorio y
las riquezas.

Se ejerce de manera discontinua Se ejerce de manera continua


(por ejemplo, la recaudación de mediante la vigilancia.
impuestos). Se trata, en
definitiva, de una obligación
jurídica.
Exige una reticulación precisa de
Supone la existencia de un coerciones materiales.
soberano, el cuerpo del rey

Dos razones explican la vigencia de la teoría jurídica de la soberanía:

1. Ha jugado un rol crítico contra la monarquía y contra todos los obstáculos


que podían oponerse al establecimiento de la sociedad disciplinar.
2. Ha permitido la formación de un sistema jurídico que oculta la
implantación del poder disciplinar. Hemos asistido a una democratización de
la soberanía (un derecho público articulado en la soberanía colectiva), pero
cargada de mecanismos disciplinarios.

3.- Curso del 21 de enero: jurídico-filosófico versus histórico-político

Foucault atribuye a la teoría de la soberanía una triple primitividad o tres


ciclos:

1) Primitividad o ciclo del sujeto: se propone mostrar cómo un sujeto


(un individuo), dotado de derechos y de capacidades, se convierte en sujeto
de una relación de poder (sujeto en el sentido político del término).
2) Primitividad o ciclo de la unidad del poder: cómo una multiplicidad de
poderes, en cuanto capacidades, pueden adquirir un carácter político en
relación con la unidad fundamental del poder.
3) Primitividad o ciclo de la legitimidad: cómo puede constituirse un
poder sobre la base de una ley fundamental, a una legitimidad de base.

Un análisis en términos de relaciones de dominación, en cambio:

1) Considera al individuo no como algo dado, desde donde partir, sino que
se interroga acerca de cómo las relaciones efectivas de poder fabrican los
individuos.
2) Quiere mostrar la multiplicidad de las relaciones de poder en sus
diferencias y especificidades, cómo se apoyan y remiten unas a otras.
3) Quiere sacar a la luz los instrumentos técnicos que permiten el
funcionamiento de las relaciones de dominación.
En pocas palabras, en lugar de estudiar la génesis del soberano (que ha sido
la finalidad perseguida por la teoría de la soberanía), la genealogía se ocupa
de la fabricación de los sujetos.

Ahora bien, contrapuestas la teoría de la soberanía y el análisis en términos


de relaciones de dominación, Foucault se pregunta si el concepto de “guerra”
(de “táctica”, de “estrategia”) es adecuado para el análisis de las relaciones
de poder. Desplaza, en realidad, esta pregunta hacia una interrogación
histórica acerca de cuándo y cómo apareció el principio que Clausewitz
habría invertido. Es decir, ¿cuándo surgió y cómo el principio según el cual
“la política es la guerra continuada con otros medios”? Según nuestro autor,
este principio y el discurso que sintetiza, un discurso histórico-político, habría
circulado a lo largo de los siglos XVII y XVIII. Paradójicamente en un
momento en que con el fin de las guerras de religión, las luchas y los
combates habrían dejado de formar parte de la vida cotidiana de los pueblos.
Pero, por otro lado, un momento en que el estado se habría arrogado la
exclusividad del uso de la fuerza organizada con la creación de las
instituciones militares.

Podemos caracterizar como sigue este discurso histórico de lucha:

1) Un discurso histórico-político cuyos representantes han sido, entre otros,


Edward Cook, John Lilburne, en Inglaterra, H. de Boulainvilliers, el conde
d’Estaing, Augustin Thierry, en Francia. Que sostiene el carácter binario de
la sociedad, en cuya estructura se es siempre enemigo de alguien. Cuyo
sujeto de enunciación no pretende ser el sujeto universal y neutro del
discurso filosófico, sino el sujeto interesado que está en uno u otro de los
lados enfrentados.
2) Consecuentemente, que ve la racionalidad abstracta como una quimera y
la verdad como brutalidad y sinrazón. Un discurso que invierte los valores.

3) Un discurso, finalmente, de perspectiva (histórico por entero, sin relación


con ningún absoluto) que encuentra en la mitología escatológica la fuerza
que alimenta su pathos, su pasión. Un discurso, a la vez, crítico y mítico.

Éste comenzó a circular en Europa a partir de los siglos XVI y XVII, como
consecuencia del cuestionamiento popular y aristocrático del poder real. Y, a
partir de aquí, ha atravesado los siglos XVIII y XIX. Ahora bien, no hay que
ver la dialéctica filosófica, cuya forma emblemática la encontramos en Hegel,
como una continuación filosófica de este discurso histórico sobre la guerra.
La dialéctica, más bien, ha tratado de colonizarlo, codificando lógicamente la
contradicción y en orden a constituir un sujeto universal de la historia. La
historia de este discurso debe descartar, en primer lugar, las "falsas
paternidades" (el príncipe en Maquiavelo, la soberanía absoluta en Hobbes).
Debe comenzar por el discurso de reivindicación popular y de la pequeña
burguesía en la Inglaterra del siglo XVII; luego en Francia, a finales del
reinado de Luis XIV, con las reivindicaciones de la nobleza contra la
monarquía administrativa. A partir de aquí, es necesario seguir la historia del
discurso de la guerra de razas, sus transformaciones durante la Revolución
Francesa, su conversión biologicista (el racismo de estado, momento en que
se convierte en discurso de estado). Se trata, claramente, de un discurso
polivalente, multifacético.

4.- Curso del 28 de enero: historia y contra-historia.

El elogio del discurso de la guerra, discurso histórico de la guerra como


constitutivo esencial de la sociedad, aún en tiempos de orden y paz, no es
una elogio del racismo. El racismo ha sido una de sus múltiples facetas,
aquella que aparece con la transformación biológico-sociológica de un
discurso ya secular, con fines políticos conservadores. El elogio del discurso
histórico sobre la guerra es, para Foucault, el elogio de un cierto uso de la
erudición histórica, de un uso que respecto de una concepción “romana”,
“indoeuropea”, constituye más bien una contra-historia.

Según Foucault, el sistema indo-europeo de representación del poder está


atravesado por una doble exigencia o dimensión. Por un lado, el poder, a
través de la obligación, une, vincula; por otro, mediante los juramentos o los
compromisos, el poder fascina. Júpiter es, a la vez, el dios de los nexos y de
los rayos. La historia de la soberanía, discurso del poder, es, en este sentido,
una historia jupiteriana. Tres funciones vinculan el uso jupiteriano de la
historia al poder:

1) Función genealógica: narra la antigüedad de reinos y dinastías.

2) Función rememorativa (los anales): crónica de los gestos, decisiones,


actos (aun los más banales) de soberanos y reyes.

3) Función ejemplificadora: narración de aquellos acontecimientos en los que


se puede percibir la ley como viva.

Esta historia jupiteriana no es otra cosa que un ritual del poder. Ahora bien, a
esta historia romana se va oponer a partir de finales del Medioevo una
especie de contra-historia, una narración donde no se trata de fundar la
antigüedad de una dinastía, de recordar los gestos de los soberanos o
mostrar los ejemplos capaces de ser imitados. Ella no tiene por función unir
el pueblo con el soberano, no piensa que la historia de los fuertes incluye en
sí la historia de los débiles, tampoco se propone mostrar la gloria luminosa
del poder, sino su lado oscuro, sus sombras. Se trata de una historia, una
contra-historia, más cercana a aquella mítico-religiosa de la tradición judía
(con sus formas épicas, sus profecías y sus promesas). Se emparienta con
el uso crítico que se ha hecho de la Biblia en la segunda mitad de la Edad
Media. Es con este discurso que comienza a formarse Europa, en el sentido
moderno del término.

Algunas observaciones son necesarias para caracterizar correctamente este


discurso:

1) No pertenece por derecho propio a ningún grupo; no se trata


exclusivamente del discurso de los pobres o de los oprimidos. La burguesía
en Inglaterra y la aristocracia en Francia lo han utilizado.
2) El concepto de raza no tiene ni necesaria ni originariamente un
sentido biológico. Designa un cierto “clivage” (corte transversal) histórico de
dos grupos que no se mezclan porque no tienen la misma lengua, la misma
religión o el mismo origen geográfico.
3) El entrecruzamiento de estos dos usos de la historia, ritual del poder
y reivindicación crítica, ha permitido la explosión de todo una gama de
saberes, ha determinado la formación de la historiografía moderna.
4) La idea de revolución, en su funcionamiento político, es inseparable
de la aparición de esta contra-historia. La “lucha de clases” ha sido una de
las transformaciones de la “lucha de razas”.

Es capital comprender que el discurso de la lucha de razas es un discurso


que ha sufrido numerosas transformaciones, conversiones, traducciones. El
revolucionario ha sido una de ellas. Pero la oposición al discurso
revolucionario, una contra-historia de la contra-historia, también ha sido otra
de sus transformaciones. Aquí aparecerá el racismo, cuando el estado se
dará como misión proteger la integridad de la raza superior, en su pureza. En
el racismo de estado, no es el poder en el sentido jurídico de la soberanía lo
que funciona, sino el poder en el sentido de la norma, de las técnicas
médico-normalizadoras (en la transformación nazi acompañada de una
dramaturgia mitológica, en la soviética, acompañada por el cientificismo de
una “policía de la higiene y el orden de la sociedad”).

5.- Curso del 4 de febrero: relectura de Hobbes.

Esta lección plantea una de las cuestiones fundamentales del curso que
estamos examinando: ¿De qué modo, en los siglos XVI y XVII, la guerra se
instaló como un analizador del poder?

En primer lugar, la argumentación de Foucault debe afrontar lo que podría


ser la tesis opuesta, esto es, que la guerra se convirtió en el analizador del
poder, precisamente, a través del discurso filosófico-jurídico. ¿Por qué la
tesis contraria? Porque la idea de Foucault es que la guerra, como
analizador del poder, es un recurso para estudiar el poder fuera de lo que ha
sido el discurso tradicional en occidente al respecto, el político-jurídico. Lo
que Foucault tiene en mente, como es obvio, es la necesidad de reinterpretar
la significación de la obra de Hobbes.

Es cierto, Hobbes hace surgir el estado de la guerra de todos contra todos,


de una guerra de iguales o casi-iguales, de la no diferencia, de la
indiferenciación natural.

¿Cómo es este estado de guerra originario? En él encontramos:

1) Representaciones calculadas: a) me represento mi fuerza, b) me


represento que mi enemigo se representa mi fuerza.
2) Manifestaciones enfáticas de voluntad: es necesario manifestar que
se quiere la guerra, que no se renuncia a la guerra.
3) Tácticas de intimidación: se muestra la fuerza, pero no se llega a la
batalla.
Como vemos, en esta guerra no corre sangre; todo, en ella, se juega en el
campo de las representaciones y de las amenazas. No es la guerra efectiva,
sino el miedo a ser vencido, la posibilidad de serlo (dado que no hay
diferencias originarias) lo que nos lleva a constituir el estado, a constituir una
soberanía.

Hobbes distingue tres tipos de soberanía:

1) De institución: varios individuos acuerdan que alguien o algunos (una


asamblea) los represente total e íntegramente. La soberanía asume, así, la
personalidad de todos.

2) De adquisición (aparentemente se opone a la anterior): Una república se


constituye luego de una batalla de conquista, cuando por la fuerza algunos
dominan a otros. Sin embargo, la soberanía no surge de la batalla misma, de
la victoria. Quienes han sido vencidos se encuentran ante la alternativa de
retomar la guerra hasta morir (y en este caso un pueblo y una soberanía
desaparecen) o, a cambio de la vida, aceptan obedecer a los vencedores.
Entonces se constituye la soberanía.

3) Un niño cuando acepta espontáneamente seguir la voluntad de su madre.

Lo importante es que, en cada uno de estos casos, la soberanía se


constituye desde abajo. Porque, para Hobbes, lo fundamental consiste en
eliminar, estratégicamente, el historicismo político. Este es el objetivo de
Hobbes, su enemigo es el discurso que hace del conocimiento histórico un
uso político, contra la legitimidad de los poderes e instituciones constituidos.

Tres fenómenos han condicionado la formación y el funcionamiento de este


discurso:
1) La lucha de la burguesía contra la monarquía y la nobleza.
2) La conciencia histórica de la conquista normanda de Guillermo, 1066, en
la batalla de Hastings.
3) El viejo clivage del país. Hasta Henri VII, siglo XVI, se mencionaba el
derecho de conquista como fuente de la soberanía. La práctica del derecho y
los procedimientos se desarrollaban en francés.

Este discurso histórico-político aparece:

1) Por un lado en lo que podría denominarse el discurso de Rey. James I se


refería explícitamente al derecho de conquista. Blackwood, en 1581, hace
uso de él en la Apologia pro regibus.

2) En los parlamentarios que se oponían al discurso del rey: que llevan a


cabo, paradójicamente, un elogio de Guillermo el conquistador; aunque no
como conquistador, sino como legítimo rey de Inglaterra en virtud de la
cesión de Harold. Por ello, recibe un reino y una soberanía que tiene sus
propias leyes y ordenamientos. Encontramos este discurso en un texto
titulado Argumentum anti-normannicum.

3) En el discurso de los Diggers (rama radical del movimiento de los


Niveladores, que representaba en la armada a los artesanos y los pequeños
propietarios, que perseguían la instauración de la democracia absoluta) que
denuncia las leyes como tramposas, como legitimaciones por la fuerza de
una conquista.

En Inglaterra, como vemos, un esquema binario se articula sobre el concepto


de nacionalidad.
6.- Curso del 11 de febrero: la lucha de razas en Francia, Boulainvillers.

Este curso pretende mostrar cómo se instaló en Francia el discurso histórico


de la lucha de razas.
En primer lugar, Foucault menciona una historia acerca de la identidad de los
franceses que circuló desde los inicios de la Edad Media hasta el
Renacimiento y más tarde aún. Se trata de lo que Foucault llama un “mito
troyano”. Según esta historia, los franceses serían descendientes de los
Francos que eran troyanos (dirigidos por Francus, hijo de Príamo). Éstos,
luego del incendio de Troya, se habrían refugiado en las orillas del Rhin y,
finalmente, instalado en Francia. Foucault hace notar que en esta historia
están ausentes tanto Roma como la realidad histórica de las Galias. ¿Por
qué? La lectura de Foucault responde diciendo que, en realidad, la estrategia
política de este discurso es sostener que tanto los franceses como los
romanos son descendientes de troyanos, con iguales y legítimos derechos.
Francia es tan imperial como Roma o como el imperio germánico. En otras
palabras, no hay razones históricas por las que debería considerarse a
Francia como súbdito o de los romanos o de los germanos.

En segundo lugar, Foucault se refiere a un texto de François Hotman,


Franco-Gallia (1573), discurso acerca de cierta dualidad nacional,
precisamente, entre francos y galos. Hotman habría retomado una tesis
germana según la cual los franceses, descendientes de los francos, son
alemanes de origen, que vencieron a los galos y a los romanos. Aunque
galos y francos eran originariamente pueblos hermanos. El objetivo
estratégico de esta narración histórica es sostener que el rey de Francia no
tiene derecho a imponer a sus súbditos un imperio de tipo romano. La
finalidad es, en pocas palabras, limitar la monarquía. El análisis de Hotman
ha sacado a la luz la cuestión de la invasión, de la legitimidad del dominio
monárquico. Como vemos, se trata de un discurso semejante al que
circulaba en Inglaterra; existe, sin embargo, una diferencia fundamental: el
tema de la dualidad nacional se incorporará sólo más tarde, en el siglo XVII,
y a propósito de un problema muy preciso, la educación del duque de
Bourgogne (y no las guerras civiles o religiosas).

En vistas de la educación del duque de Bourgogne, en efecto , Luis XIV


requirió de sus intendentes la preparación de informes sobre las áreas de su
competencia. La nobleza que rodeaba al duque de Bourgogne, formada en
parte por un núcleo que se oponía a las políticas absolutistas de Luis XIV,
encarga a Boulainvilliers la tarea de recodificar estos informes y transmitirlos
al duque heredero. El resumen que redacta Boulainvilliers sobre el estado
actual de Francia, acompañado de un ensayo sobre el antiguo gobierno del
país, persigue como objetivo político sostener las tesis de la nobleza, de sus
reivindicaciones económico-políticas. Es contra el saber de los notarios y
administradores que la nobleza hará valer el discurso de la historia. A través
de éste, se formará un nuevo saber histórico, con un nuevo sujeto que habla
y un nuevo sujeto del que se habla. No más un discurso jurídico-
administrativo del estado sobre el estado. Este nuevo sujeto será lo que en
esa época llamaron la “sociedad”, la “nación”, un grupo compuesto por cierto
número de individuos, que tienen sus propias costumbres, sus usos y
también sus leyes particulares. Consecuentemente, este nuevo discurso
estará animado por un nuevo pathos (no ya ritual del poder, sino una pasión
casi erótica por el saber histórico, la perversión sistemática de la inteligencia
interpretativa, el ardor por la denuncia, la articulación histórica del complot).
De ahora en más, la lucha por el poder se librará en el campo del saber
histórico.

7.- Curso del 18 de febrero: la nación como objeto y sujeto de la nueva


historia.
Con la obra de Boulainvilliers asistimos a la desintegración de la historia
entendida como un ritual del poder hacia fines del siglo XVII y comienzos del
XVIII. Esta desintegración tuvo lugar, por lado, mediante el tema de la
invasión y, por otro, con la aparición de ese nuevo sujeto-objeto de la historia
que es la “nación”. La preocupación de Foucault en este curso es mostrar
cómo fue la nobleza la que introdujo este nuevo sujeto-objeto de la historia.
En Inglaterra, el problema que se había planteado el discurso reivindicativo
de la contra-historia era limitar el poder de la monarquía, reclamando los
derechos y libertades fundamentales de la nación sajona. El problema que
se plantea a los franceses es más complejo; por un lado, es necesario –
como en Inglaterra – limitar el poder del monarca y exigir ciertos derechos
fundamentales; pero, por otro, también es necesario limitar el poder del
Tercer Estado y, por ello, afirmar ciertos derechos que provendrían de una
invasión. La recodificación histórica que lleva a cabo Boulainvilliers debe
resolver ambas cuestiones.

1) En primer lugar, Boulainvilliers reconstruye la situación de las Galias,


antes de la invasión de los Francos, en estos términos: a su llegada los
romanos desarmaron la vieja aristocracia guerrera del país y formaron una
nueva aristocracia, no ya de carácter militar sino administrativo (que conocía
el derecho romano y podía expresarse en latín). Ante la amenaza de las
invasiones, los ocupantes debieron recurrir a una armada de mercenarios
que requirió, para solventar su mantenimiento, el aumento de la carga fiscal
y que produjo, como consecuencia de ello, la devaluación y el
empobrecimiento del país. Esta es la situación con la que se encuentran los
francos en el momento de su invasión. Situación que explica la debilidad de
la dominación romana. Ahora bien, esta reconstrucción viene a decir
políticamente lo siguiente: cuando la monarquía se sirve de un discurso que
sostiene la legitimidad de su poder por considerarse heredera de los
romanos, entonces, se pone como heredera de aquella fuerza de ocupación
que arruinó el país.
2) En segundo lugar, lo que se plantea Boulainvilliers es: ¿quiénes son los
francos? Una aristocracia guerrera que elige un rey para dirigirla en tiempo
de guerra y para que haga las veces de magistrado en tiempos de paz. Con
esta respuesta, Boulainvilliers está haciendo de la feudalidad el sistema
histórico-jurídico de las sociedades europeas.

3) La tercera cuestión histórica que debe resolver Boulainvilliers es explicar


cómo se ha empobrecido la nobleza. La reconstrucción dice, en líneas
generales, lo siguiente: el rey de los francos a causa del el estado bélico
permanente, recurre a mercenarios galos. Se establece entonces una
alianza entre el poder real y la antigua aristocracia gala que es reforzada por
la alianza de la iglesia con ambas partes. Esta nobleza conoce el latín y
permite, por el conocimiento de esta lengua y del derecho romano, el
desarrollo de la monarquía administrativa. La nobleza franca, en cambio, se
expresa en germánico. En el análisis de Boulainvilliers – simplifico
demasiado las cosas –, la diferencia lingüística entre el latín y el germánico
conlleva una consecuencia de primer orden. La nobleza franca, a causa de
su ignorancia del derecho romano y de la lengua latina, fue poco a poco
relegada y desposeída de sus tierras. Dicho de otro modo, la ignorancia de
la nobleza franca ha sido la causa de su empobrecimiento.

El objetivo político de Boulainvilliers es rehabilitar la nobleza venida a menos


y, en esto, podemos ver estrechas analogías con el discurso histórico de
reivindicación en Inglaterra; pero su estrategia, a diferencia de los ingleses,
no es llevar a una rebelión, sino a recuperar el conocimiento, particularmente
el conocimiento histórico.

Ahora bien, en los análisis históricos de Boulainvilliers nos encontramos con


una tripe generalización del concepto de guerra como principio de
inteligibilidad de la sociedad:
1) Generalización de la guerra respecto del derecho: se concebía la guerra
como una interrupción del derecho, sin embargo, para Boulainvilliers no es
así. Es importante seguir la argumentación de Boulainvilliers respecto de la
inexistencia del derecho natural. Lo que la historia nos muestra es que
siempre han existido diferencias y desigualdades, no tenemos ejemplos
históricos de sociedad fundadas sobre la igualdad. Y aún cuando
encontrásemos algún ejemplo, la igualdad de la naturaleza es débil ante la
desigualdad de la historia. La ley de la historia es más fuerte que la ley de la
naturaleza, que el derecho natural. Toda situación de derecho surge de una
relación de fuerzas, del combate, de la lucha, de la guerra.

2) Generalización respecto de la forma de la batalla: la relación de fuerzas


que se manifiesta en una batalla no depende ni de la batalla misma ni de las
precedentes; sino de la organización de las instituciones militares, de
quiénes y cómo poseen las armas. La guerra, en este sentido, no es tanto un
acontecimiento, sino una institución.

3) Generalización de la guerra respecto de la relación invasion/rebelión: lo


que interesa a Boulainvilliers no es tanto si hubo invasión o si hubo rebelión,
sino cómo los fuertes se vuelven débiles y viceversa.

Concluyendo, la operación que lleva a cabo Boulainvilliers consiste en


servirse del concepto de guerra, de relaciones de fuerza, para hacer
inteligible la sociedad desde un punto de vista histórico.

8.- Curso del 25 de febrero: Boulainvilliers y la aparición de un


continuum histórico-político, la disciplinarización de los saberes.
Lo que encontramos en Boulainvilliers es la aparición de una nueva historia,
según la expresión de Foucault, la constitución de un campo histórico-
político. Esto ha sido posible gracias a una doble conversión. En los análisis
de Boulainvilliers, lo que encontramos no es la historia del soberano, del rey
(no es una historia del poder entendido en términos jurídicos); sino la historia
de los “sujetos”, de los súbditos. Por otro lado, la substancia de esta historia
no es una materia inerte, sino que es concebida en términos de fuerza.
Boulainvilliers afirma, así, el carácter relacional del poder: ni historia del
soberano ni historia de los súbditos tout court, sino la historia de lo que
constituye a uno y a otros, las relaciones de fuerza (posesión de las armas,
instituciones militares, el saber de la guerra). Lo que pone de manifiesto
Boulainvilliers es que la historia y la política tienen el mismo objeto: el cálculo
de las fuerza que hace, de algunos, soberanos y, de otros, súbditos. Así se
constituye un continuum histórico-político.
Ahora bien, como dije, Boulainvilliers no persigue la revolución, sino la
erudición. La fuerza se recupera por el conocimiento histórico, la debilidad de
la nobleza está en su ignorancia. Por ello, la historia no sólo es descriptiva,
sino operativa. El conocimiento histórico está animado por el pathos político
y, viceversa, la política requiere del saber histórico.
Habiendo resumido en estos términos la significación histórica de la obra de
Boulainvilliers, Foucault pasa a considerar, a modo de excursus, algunas
cuestiones de particular interés:

1) La cuestión del historicismo: según Foucault toda la estrategia del


pensamiento en el siglo XIX habría sido anti-historicista, tanto la ciencia (se
refiere especialmente a las ciencias humanas) como la filosofía. ¿Qué
entiende aquí Foucault por “historicismo”? La equivalencia entre guerra e
historia: el saber histórico, por lejos que vaya, no encuentra nunca ni la
naturaleza, ni el derecho, ni el orden, ni la paz; sino la guerra. La posición
contraria sería ese platonismo que no puede concebir el conocimiento sino
en términos de orden y paz. La forma que reviste este platonismo en el
estado moderno es la disciplinarización de los saberes.

2) Excursus sobre géneros literarios y formas del poder: en la lectura de


Foucault, la tragedia (Shakespeare, Corneille o Racine) es tragedia del poder
entendido en términos jurídicos: el problema de la usurpación, del asesinato
del rey, de la legitimidad de un nuevo soberano, en Shakespeare; de la corte
desgarrada, mostrada en sus lados más oscuros, descompuesta en sus
pasiones, en Racine. La forma literaria donde encuentra su expresión el
poder normalizador es, en cambio, la novela (roman).

3) Historia de las ciencias / genealogía de los saberes: mientras la


primera se articula en torno al eje estructura del conocimiento- exigencia de
verdad; la segunda, en cambio, en torno al eje práctica discursiva –
enfrentamiento de poderes. La tarea de una genealogía de los saberes es,
ante todo, deshacer la estrategia del iluminismo: la modernidad no es el
avance de la luz contra las sombras, del conocimiento contra la ignorancia,
sino una historia de combates entre saberes, una lucha por la
disciplinarización del conocimiento.

4) La disciplinarización de los saberes: un ejemplo de genealogía de los


saberes es la organización del saber técnico y tecnológico hacia fines del
siglo XVIII. Hasta entonces, secreto y libertad habían sido características de
este tipo de saberes; un secreto que aseguraba el privilegio de quien lo
poseía y la independencia de cada género de conocimiento que permitía, a
su vez, la independencia de quien lo manejaba. Hacia fines del siglo XVIII,
en ocasión de las nuevas formas de producción y de las exigencias
económicas, se hace necesario ordenar este campo. Se instala, por decirlo
de algún modo, una lucha económico-política en torno a los saberes. Aquí el
estado intervendrá para disciplinar el conocimiento con cuatro operaciones
estratégicas:
a) Eliminación y descalificación de los saberes inútiles, económicamente
costosos.

b) Normalización de los saberes: ajustarlos unos a otros, permitir que se


comuniquen entre ellos.

c) Clasificación jerárquica: de los más particulares a los más generales.

d) Centralización piramidal.

Es en esta lucha económico-política en torno a los saberes donde debemos


colocar el proyecto de la Enciclopedia y la creación de las grandes escuelas
(de minas, de puentes, de caminos). Y es en este proceso de
disciplinarización que surge la ciencia (previamente lo que existía eran las
ciencias). La filosofía deja, entonces, su lugar de saber fundamental; se
abandona la exigencia de verdad, se instaura la de la ciencia.

Es en y por esta lucha, también, que surge la universidad moderna:


selección de saberes, institucionalización del conocimiento y,
consecuentemente, la desaparición del sabio-amateur. Aparece también un
nuevo dogmatismo que no tiene como objetivo el contenido de los
enunciados, sino las forma de la enunciación. No ortodoxia, sino ortología.

9.- Curso del 3 marzo: la Revolución, el salvaje y el bárbaro.

Este discurso histórico, del continuum histórico-político que se instala con


Boulainvilliers, sufre durante la Revolución un doble proceso. En primer
lugar, se generaliza: se convierte en un instrumento de todas las luchas
políticas (no sólo de la nobleza), precisamente, como táctica de lucha. En
segundo lugar, esta táctica se despliega en tres direcciones: a) como táctica
centrada en las nacionalidades, en continuidad esencial con los fenómenos
de la lengua; b) como táctica centrada en las clases sociales, cuyo fenómeno
central será la dominación económica; y c) como táctica centrada sobre la
raza, las especificaciones y selecciones vitales. Tres direcciones, entonces,
filología, economía política, biología; hablar, trabajar y vivir. Percibimos aquí
las correspondencias con los análisis de Las palabras y las cosas.

Ahora bien, ¿por qué esta generalización del discurso histórico-político?


Según Foucault las razones las podemos comprender desde los análisis
mismos de Boulainvilliers, que hizo de la dualidad nacional el principio de
inteligibilidad de la historia. “Inteligibilidad” quiere decir: búsqueda del
conflicto inicial, genealogía de las luchas, examen de conciencia histórico.
De aquí se siguen una serie de consecuencias:

1) Constitución y revolución, una historia cíclica: Esta inteligibilidad


perseguía la reposición de una relación de fuerzas buena y e históricamente
verdadera. Es a través de esta forma de inteligibilidad de la historia que ha
sido posible acoplar las nociones de constitución y revolución. (“Constitución”
tiene aquí un sentido médico-militar, se trata de la buena constitución, del
equilibrio de fuerzas). La revolución no sería sino el retorno a una relación
originaria de fuerzas, a la primera constitución. En el punto en que se cruzan
las nociones de revolución y de constitución lo que encontramos, entonces,
es una filosofía cíclica de la historia.

2) El salvaje y el bárbaro: una relación de fuerzas verdadera y justa hay que


buscarla en la historia y no en la naturaleza. El gran enemigo del discurso de
Boulainvilliers es el salvaje, el hombre por naturaleza bueno, el hombre
antes de la sociedad, el que intercambia bienes y derechos. A la figura del
salvaje, al rousseaunismo, el discurso histórico-político opone la figura del
bárbaro, cuya identidad supone una civilización, respecto de la cual, porque
se ubica al exterior de ella, es precisamente bárbaro. El bárbaro es, en este
sentido, un personaje histórico. A diferencia del salvaje que intercambia
bienes y derechos (forma jurídica de la bondad), el bárbaro es signo de
dominación (invasión, incendio, destrucción, subyugamiento). Los discursos
histórico-políticos del siglo XVIII han sido dominados por esta cuestión:
¿cómo hacer jugar, en un ajuste de fuerzas conveniente, la barbarie y la
revolución?, ¿cómo adecuar lo que el bárbaro aporta de libertad y de
violencia a la constitución del estado? En otras palabras, el problema que se
plantea es cómo filtrar la barbarie.

Podemos distinguir tres grandes modelos de filtraje:

1) El filtraje absoluto: eliminar de la historia el elemento bárbaro. Los francos


no existen, son mito e ilusión. Aquí se ubican Dubos y Moreau.

2) Conservar la libertad de los bárbaros-germanos, pero negar su carácter


aristocrático. Lo que introduce la invasión no es la aristocracia, sino la
democracia. Los francos habrían sido no una aristocracia guerrera, sino un
pueblo armado. Interpretación de Mably.

3) Tercer filtraje, con mayor proyección histórica –aunque no inmediata–.


Oposición entre una barbarie mala (Francos) y una buena (los Galos).
Separación de libertad y germanidad, de romanidad y absolutismo. Tesis de
Bréquiny y de Chapsal; retomada por los historiadores burgueses del siglo
XIX, Augustin Thierry, Guizot. Lo que significaba políticamente que la libertad
pertenecía a la ciudad, era un fenómeno urbano.

Un recorrido por los diferentes filtrajes de la barbarie muestra que las menos
interesadas en historizar la lucha política ha sido la burguesía y el Tercer
Estado. En efecto, les resultaba difícil encontrarse a sí mismos en la Edad
Media. Este anti-historicismo de la burguesía aparece claramente en sus
ideales de despotismo ilustrado, una especie de control administrativo del
poder real, y en su rousseauismo. Sin embargo, con la Revolución, la
burguesía, para hacer frente a las reivindicaciones de la nobleza, debió
servirse de una nueva reactivación del conocimiento histórico. Una de sus
formas fue la reinterpretación de la revolución francesa en términos de lucha
de razas.

10.- Curso del 10 de marzo: autodialectización del discurso histórico y


filosofía de la historia.

Esta lección resulta particularmente relevante para comprender cómo


Foucault piensa la producción histórica del siglo XIX o, simplemente, de la
modernidad. Hay dos temas que vale la pena subrayar. En primer lugar, las
transformaciones que ha sufrido el discurso histórico de la guerra de razas a
partir de sus propios conceptos (de la reelaboración del concepto de “nación”
a la luz de la Revolución). En segundo lugar, la manera en que esta
autotransformación del discurso histórico se entrelazó con la filosofía de la
historia. En pocas palabras, se trata del nacimiento de la dialéctica histórica.

Por paradojal que pueda parecer, a partir de la Revolución asistimos a la


eliminación, a la metamorfosis o a la colonización de la guerra como
constitutivo esencial de la inteligibilidad de la historia. El discurso histórico
nacido de la Revolución ha querido evitar el doble peligro de la guerra como
fondo de la historia y de la dominación como elemento principal de la
política. En esta transformación, la guerra reaparecerá, pero ahora con un rol
negativo: no como constitutiva de la historia, sino como conservadora de la
sociedad. La guerra no como condición de existencia de la sociedad, sino
como condición para la supervivencia de las relaciones políticas. Asistimos,
así, al aburguesamiento del discurso histórico, a la elaboración por la
burguesía (que había sido el sector más reticente al discurso de la guerra)
de una nueva forma de la historia.
Lo que hizo posible tal transformación fue la reelaboración de la idea de
“nación”. Hasta entonces nos encontrábamos con dos nociones de “nación”,
una propia de la monarquía, otra de la nobleza. Para la primera, la nación
coincidía con el rey. No existe una nación porque hay un grupo de
individuos, una masa, que habitan un territorio, que tienen una misma lengua
y las mismas leyes. Lo que hace de ellos una nación es la relación que
mantienen individualmente, desde un punto de vista jurídico y físico, con la
persona del rey. Para la segunda (para la cual no hay una nación, sino al
menos dos), es la nación, porque existe, la que se da un rey.

Foucault se apoya en un famoso texto de Sieyès, ¿Qué es el Tercer


Estado?, para mostrar la reelaboración que sufrió el concepto de nación.
¿Qué es, según, Sieyès, la nación? Ella requiere dos elementos. Por un
lado, una condición jurídica, la existencia de una ley común y una legislatura;
por otro, una condición efectiva, no ya formal sino substancial, que Sieyès
denomina “los trabajos” (la agricultura, las artesanías y la industria, el
comercio, y las artes liberales). Una nación no puede existir como tal, no
puede subsistir en la historia, al menos que sea capaz de cultivar el suelo,
producir bienes y ejercer el comercio. ¿Quién asegura tales funciones? El
Tercer Estado. Hasta ahora, en la óptica de Sieyès, existe en Francia
funcionalmente una nación, pero jurídicamente todavía no.

De aquí una serie de consecuencias:

1) Consecuencia política 1: una nueva relación entre la universalidad y


la particularidad. La reacción nobiliaria, manifiesta en el discurso de
Boulainvilliers, extraía de la universalidad del estado un derecho particular, el
de la nobleza precisamente. Ahora, es el Tercer Estado, una parte del
estado, la única capaz de asegurar (en sus condiciones funcionales,
efectivas y substanciales) la totalidad de la nación y, consecuentemente, la
totalidad misma del estado.

2) Consecuencia política 2: ya no se trata de reivindicar un derecho


pasado, sino de articular la acción política sobre un futuro inminente,
virtualmente presente (en este caso, la existencia del Tercer Estado que
todavía no ha encontrado su forma jurídica, la ley común y la legislatura).

3) Consecuencia teórica 1: lo que caracteriza una nación no es la


relación horizontal con otras naciones, con otros grupos, sino la relación
vertical que va de los individuos capaces de constituir un estado a la
existencia efectiva de ese estado.

4) Consecuencia teórica 2: lo que constituye la fuerza de una nación es


el ordenamiento de las capacidades a la figura del estado.

5) Consecuencia teórica 3: la función histórica de la nación no es


dominar, sino administrar y administrarse, gobernar y asegurar la
constitución.

6) Consecuencia para el discurso histórico 1: se reintroduce en el


discurso histórico el problema del estado, la historia deja de ser anti-estatal,
para retomar esa función que aseguraba la historia jupiteriana, ser un
discurso de justificación del estado.

7) Consecuencia para el discurso histórico 2: ya no se trata de llevar a


cabo una revolución entendida como retorno a un estado anterior, como re-
constitución, sino de proyectarla hacia el futuro en una temporalidad de tipo
rectilíneo. El problema histórico será el de pasar de la totalidad nacional a la
universalidad del estado.
8) Consecuencia para el discurso histórico 3: la guerra no será más por
la dominación, sino un esfuerzo, una rivalidad, una tensión hacia la
universalidad del estado. El problema central de la historia y de la política,
del siglo XIX y XX, será: ¿cómo pensar la luchas en términos civiles?

En esta nueva forma de la historia, van a yuxtaponerse, a entrelazarse dos


patrones de inteligibilidad. El patrón de inteligibilidad que se había
constituido en el discurso histórico del siglo XVIII, es decir, al origen de la
historia se encuentra una relación de fuerza, de lucha. Para el otro, el
momento fundamental no es el origen, sino el presente. Se invierte aquí el
valor del presente en el discurso histórico. El presente revela y analiza el
pasado. La historia reaccionaria, aristocrática, de derecha, acordará un
privilegio al primero. Por ejemplo, Montlosier. La historia de tipo liberal y
burgués, en cambio, lo acordará al segundo. Ejemplo, Augustin Thierry.

Como vemos, lo que funciona, en el corazón mismo del discurso de la


historia política, es la posibilidad misma de una filosofía de la historia que
encuentra en el presente lo universal. ¿Qué es, en el presente, la verdad de
lo universal? Será el problema de la filosofía de la historia. Ha nacido la
dialéctica moderna.

11.- Curso del 17 de marzo: disciplina, bio-poder y racismo.

Hemos visto, en la lección precedente, la transformación de la noción de


“nación”, su articulación con la idea de Estado. El tema de esta lección son
las transformaciones que sufrió la otra noción clave del discurso histórico del
siglo XVIII, la noción de “razas”; y, a partir de aquí, la aparición del bio-poder,
la estatalización de lo biológico, y finalmente la aparición del racismo de
estado.
Aparecen, en esta lección, varios temas que encuentran un desarrollo más
explícito en Vigilar y castigar y en La voluntad de saber. Uno de estos temas
es el derecho sobre la vida y sobre la muerte en la teoría clásica de la
soberanía.

El derecho sobre la vida y la muerte era uno de los atributos fundamentales


del soberano. En cierto sentido, desde un punto de vista jurídico, la vida y la
muerte no son fenómenos naturales, sino que caen bajo el poder político.
Pero, en el derecho real sobre la vida y la muerte, nos encontramos con una
disimetría esencial, el poder aparece siempre del lado de la muerte, el poder
sobre la vida se ejerce a partir del derecho a matar. En los teóricos del
contrato social, encontramos ya una problematización de este derecho. ¿No
debemos colocar la vida fuera del contrato? Ella es, más bien, el motivo
inicial y fundamental del contrato.

Ahora bien, en el siglo XIX, asistimos a la emergencia de una forma de poder


que viene a compensar la disimetría del poder soberano sobre la vida y la
muerte de los súbditos. Una nueva tecnología del poder, diferente de la
disciplina, un poder sobre la vida, el bio-poder.

¿De qué se ocupa esta nueva forma de poder?

1. De la proporción de nacimientos, de decesos, tasas de reproducción,


fecundidad de la población. La demografía, entonces.

2. De las enfermedades endémicas; de la naturaleza, de la extensión, de


la duración, de la intensidad de las enfermedades reinantes en la población.
La higiene pública.
3. De la vejez, de las enfermedades que dejan al individuo fuera de la
actividad, de diversas anomalías. Seguros individuales y colectivos,
jubilación, etc.

4. De las relaciones con el medio geográfico, con el clima. Urbanismo.

Podemos resumir, como sigue, las diferencias entre disciplina y bio-poder:

Disciplina Bio-poder

Tienen como objetivo el cuerpo Tiene como objetivo el cuerpo


individual. múltiple, la población, el hombre
como ser vivo.

Toma en consideración Fenómenos colectivos, a nivel de la


fenómenos individuales. masa. Fenómenos en serie, de
larga duración.

Se sirve de mecanismos de Mecanismos de previsión, de


enderezamiento de los cuerpos. estimación estadística, de medidas
globales.

Se proponer modelar cuerpos Persigue el equilibrio de la


dóciles y útiles. población, la homeostasis, la
regulación.

Nos encontramos, entonces, ante dos series: 1) cuerpo-organismo-


disciplina-instituciones y 2) población-procesos biológicos-mecanismos
reguladores-estado. El elemento que circula en ambas series es la norma.
Por ello, cuando hablamos de sociedad normalizadora no hablamos sólo de
sociedad disciplinar.

Foucault hace notar que el tema de la sexualidad se encuentra en el punto


en que estas dos formas de poder se entrecruzan.

Ahora bien, ¿cómo este poder que tiene por objeto la vida, el bio-poder,
puede ejercer también el poder de muerte? Aquí debemos situar la
reelaboración del concepto de raza y, consecuentemente, el racismo de
estado. La reinscripción del concepto de raza en el estado moderno pasa a
través del bio-poder por una transformación biologicista. La raza es la raza
biológica. Con esta noción ha sido posible, por un lado, establecer una
ruptura, en el continuum biológico de la especie humana, entre quien debe
vivir y quien no; por otro lado, factor positivo, llevar a cabo una selección, la
muerte del otro mejora mi vida. Nos encontramos aquí con la reelaboración,
también en términos biológicos, de la idea de guerra. Sólo que ahora no se
trata de la victoria sobre el adversario, sino de la eliminación del peligro. El
racismo ha sido utilizado, según el análisis de Foucault, para justificar el
genocidio colonialista, la guerra, el manejo de la criminalidad. Debemos ver
el racismo, entonces, como algo mucho más profundo que una vieja tradición
o una nueva ideología, está anclado en la tecnología moderna del poder.

TEMA 3

Los usos de la historia y la cuestión de la modernidad


(material para un debate)

Resumamos el camino recorrido:

1. Comenzamos con un examen general de “Hay que defender la sociedad”.


La propuesta de Foucault consistía en abrir el camino para un análisis del
poder en términos de relaciones de fuerza. Se trata de plantear una
alternativa al economicismo (formal del liberalismo o funcional del marxismo)
que caracteriza el análisis moderno del tema del poder.

2. Foucault se pregunta, entonces, cuándo y en qué circunstancias apareció


el discurso que se plantea la cuestión del poder en términos de fuerzas. La
interrogación aparece, más precisamente, en estos términos: ¿qué discurso
habría invertido Clausewitz cuando dice “la guerra es la continuación de la
política por otros medios”?

3. La cuestión sobre la posibilidad de un análisis del poder en términos de


relaciones de fuerza se convierte a partir de este punto en una cuestión
sobre los usos de la historia. En efecto, el discurso que habría invertido
Clausewitz es un discurso que se habría formado en la reacción burguesa
(en Inglaterra) y nobiliaria (en Francia) contra la monarquía. Discurso que
planteaba la cuestión de la conquista, es decir, de la legitimidad de un
derecho no establecido por representación, sino por la fuerza. Discurso
polimorfo y cambiante, con múltiples usos y con gran poder de
transformación. Un discurso que hacía de la historia un uso opuesto al de la
historia jupiteriana de la tradición romana.

4. A partir de la Revolución, entre sus múltiples transformaciones, la


historiografía burguesa (Sieyès) habría llevado a cabo una reformulación de
este discurso histórico reinstalando en él la cuestión del estado, pero
invirtiendo el sentido de la dirección temporal, la historia no retorna a un
punto de partida, sino que tiende hacia el futuro. Aparece, entonces, el
discurso revolucionario en términos de un acontecimiento futuro que
establecerá las condiciones para una nueva historia. Surge, así, en pocas
palabras, la historiografía moderna.

5. La genealogía, según nuestro autor, se propone hacer jugar los saberes


desujetados contra los ideales y estrategias de la modernidad, del
iluminismo. Aunque es necesario tener presente que el juicio de Foucault
acerca de la modernidad es más complejo. Veremos esto a continuación.
Contra esa imagen de un progresivo extenderse de la luz sobre las tinieblas,
contra el nexo entre crecimiento de las capacidades y crecimiento de las
relaciones de poder cf. el curso del 25 de febrero de “Hay que defender la
sociedad”.
6. Como vemos, la cuestión de la historia (de los usos de la historia, sobre
todo los usos modernos de la historia, la historiografía moderna) se
encuentra tan estrechamente ligada a la cuestión del poder, en el análisis de
Foucault, que la posibilidad de llevar adelante un análisis alternativo al
economicista termina siendo una historia de la historia, una historia del
discurso histórico.

El objetivo de esta clase es profundizar, en Foucault y más allá de él, el tema


de la historiografía moderna. En primer lugar, vamos a detenernos en
algunas observaciones sobre la historia semántica de los términos
“modernidad” y “revolución”. No se trata simplemente de una cuestión de
erudición, sino de presentar el material necesario para formular
correctamente el problema de la modernidad como problema historiográfico.
En segundo lugar, nos ocuparemos de mostrar el papel que desempeñó el
concepto de revolución en la formación de las filosofías decimonónicas de la
historia. Por último y en tercer lugar, volveremos a Foucault para situar en el
contexto general, expuesto en los puntos anteriores, la especificidad y la
estrategia del pensamiento de Foucault.

Dada la importancia y la inabarcabilidad de los temas abordados, las


recomendaciones bibliográficas serán de apoyo valiosísimo para
profundizarlos.

I.- Breve historia semántica de los términos “modernidad” y


“revolución”:

La “modernidad”, sus compuestos (“pre-moderno”, “post-moderno”, “anti-


moderno”), los calificativos a ella vinculados (“progresista”, “reaccionario”)
son difíciles de definir. ¿Cuál es el elemento que define propiamente la
modernidad y, consecuentemente, cuándo comienza? ¿Filosóficamente, con
el cogito cartesiano, como piensa Hegel, [1] o con la Aufklärung kantiana,
como sostienen Foucault [2] y también Habermas[3]? ¿Con la modernidad
literaria, que Sartre sitúa alrededor de 1850, o con la modernidad en pintura
(con el impresionismo, alrededor de 1870-1880, con el cubismo, en los
primeros años del siglo XX)[4]? Y, si es que es así, ¿cuándo abandonamos
la “modernidad”, para ingresar en la “postmodernidad”? Es esta polisemia de
la categoría de modernidad la que permite decir de ella lo que Lyotard decía
de la categoría de postmodernidad, es un tema que se presta
maravillosamente a la activación de la imbecilidad. [5]

El término “modernidad” como nombre del período histórico que algunos retrotraen
hasta el siglo XVI recién se consolidó, en el lenguaje historiográfico, en los últimos
años del siglo XIX; su significación ha sido el producto de una lenta maduración
cuyos comienzos es necesario datar alrededor del 1800. Lo que tuvo lugar en este
complejo proceso se resume en las siguientes preguntas: ¿cómo una determinación
temporal (“moderno” como actual, presente) se convirtió en una expresión de la
determinación cualitativa de una época (“moderno” como nuevo, distinto, e incluso
mejor)? [6], ¿cómo se formó esa representación del tiempo histórico que posibilitó a
una época el pensarse a sí misma no sólo nueva en términos cronológicos
(reciente), sino cualitativa (novedosa, distinta) y axiológicamente (superior)? Se
trata de comprender lo que Vattimo resume diciendo que la modernidad es la época
de la reducción del ser al novum. [7]

En cuanto al valor axiológico de las categorías de la modernidad, han sido


emblemáticas las primeras líneas del famoso artículo de Kant, Was ist Aufklärung?:
“La ilustración es la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad”. [8] La
Ilustración es la etapa de la mayoría de edad, de la adultez. No se trata ciertamente
de una imagen inédita. Pascal, en el prefacio al Traité du vide (...), la aplica ya a la
historia de las ciencias, “la sucesión de los hombres a través de los siglos debe ser
considerada como un único hombre que subsiste y aprende continuamente [...]
aquellos a quienes llamamos antiguos eran verdaderamente nuevos en todas las
cosas y constituían propiamente la infancia de los hombres, y, dado que nosotros
hemos añadido a sus conocimientos la experiencia de los siglos que los siguieron,
es en nosotros que se puede encontrar esta antigüedad que veneramos en los
otros”. [9] La misma imagen, la humanidad como un único individuo, su historia
interpretada como el desarrollo de la vida del individual; pero mientras que en
Pascal la novedad corresponde a los antiguos, a la infancia, y la antigüedad a los
adultos, a los últimos; en Kant, sucede lo contrario.
Un cambio igualmente revelador afecta a ese otro concepto cuya suerte está
históricamente ligada a la del concepto de modernidad: revolución. El título de la
obra de Copérnico ha jugado, sin duda, un papel de primer orden en la circulación y
uso que se ha hecho del término revolución. Basta recordar el prefacio a la segunda
edición de la Crítica de la razón pura. Kant concibe, aquí, su empresa filosófica
como una revolución copernicana. Y, sin embargo, el sentido del término
“revolución” en la expresión “revolución copernicana” es precisamente el contrario
del que posee en el título de la obra de Copérnico. En efecto, en su uso
astronómico, cuando Copérnico habla De revolutionibus orbium coelestium (....),
hace referencia a un movimiento circular en que se vuelve (re-volutio) al punto de
partida. En la expresión “revolución copernicana” se hace referencia, por el
contrario, a algo nuevo, distinto que cambia el estado de cosas precedente, un
acontecimiento por el cual los conocimientos de una determinada disciplina se
encaminan por el camino seguro de la ciencia. Igualmente en el vocabulario político,
“revolución” pasa de ser sinónimo de “restauración” para significar precisamente lo
contrario. [10]

Esta mutación en el uso de la metáfora evolutiva de la humanidad y del sentido del


término “revolución” ha sido posible a partir de una representación de la
temporalidad histórica que rompe en varios puntos con la concepción usual en la
antigüedad clásica: abandono de una imagen cíclica del tiempo, modelada según
los ritmos de la naturaleza; aplicación a la historia de los hombres de un esquema
temporal originalmente teológico, proveniente de la tradición judeo-cristiana; y,
también a partir de la herencia teológica, una concepción enfática de la novedad y
de la necesidad históricas.

La antigüedad conocía los cambios políticos, los cambios (metabolai) de Platón o el


ciclo de las constituciones de Polibio daban cuenta de ellos. Se pasaba de una
forma política a otra a través de sus degeneraciones: de la monarquía a la
aristocracia, a través de la tiranía; de la aristocracia a la democracia, a través de la
oligarquía; de la democracia nuevamente a la monarquía, a través de la anarquía.
Y, sin embargo, como observa Hannah Arendt, ninguno de los conceptos con que
los antiguos pensaron estos cambios es equivalente a nuestro concepto de
revolución; [11] en este sucederse de las distintas formas políticas no podemos
hablar de novedad en sentido enfático. Se trata de un movimiento cíclico, como las
estaciones del año, donde se regresa al punto de partida, que según la expresión
de Polibio, tiene lugar precisamente, según la naturaleza. [12]

Para darnos cuenta de la importancia de estos cambios, esbocemos la


historia de “modernidad” y “revolución”.

1) La semántica de la modernidad: entre tradición y novedad

Bibliografía: Hans Jauss, Pour une esthétique de la réception, Paris, 1998, págs.
173-229; W. Freund, Modernus und andere Zeitbegriffe des Mittelalters, Köhln-Graz,
1957; J. Spörl, “Das Alte und das Neue im Mittelalter”, Historisches Jahrbuch, 50,
1930, pags. 312 y ss.

El primer término que tomaremos en consideración es “modernidad”; para ello, me


apoyo fundamentalmente en la obra de Jauss.

En primer lugar, es necesario notar que si bien el substantivo “modernidad” aparece


en el siglo XIX en francés (“modernité”, en Ch. Baudelaire, Mémoires d’Outre-
Tombe, 1849) y en alemán (“Modernität”, en E. Wolff, 1887), se trata de un
neologismo latino que comienza a difundirse en los últimos años del siglo V.

Jauss presenta, a partir de la antigüedad del término, la tesis (poriginariamente de


E. Curtius y que luego discutirá) según la cual la conciencia de modernidad, de
distancia y diferencia respecto del pasado, ha sido una constante de la tradición
literaria; simplemente, un topos.
a. “Moderno” en el siglo V:

El término “moderno”, como dijimos, aparece en los últimos años del siglo V, en el
momento en que se trata de tomar conciencia del paso de la antigüedad romana al
mundo nuevo de la cristiandad. Según W. Freund, texto que Jauss sigue de cerca,
la diferencia entre “nuevo” y “actual” habría sido el motivo de la creación del
neologismo “moderno”. En efecto, “moderno” no sólo quiere decir “nuevo”, “distinto”,
sino “actual”.

Dos testimonios de la época son particularmente relevantes para comprender el uso


del término: Gelasio I y Casiodoro.

Gelasio I (papa, gobernó entre el 492 y el 496; sostuvo el primado de Roma


respecto de las Iglesias orientales y la separación entre el gobierno civil y el
eclesiástico) se sirve de la oposición “antiguo” / “moderno” para distinguir las
normativas de los padres de la Iglesia (los sucesores de los apóstoles hasta el
Concilio de Calcedonia, 451) a las normativas de los últimos sínodos romanos. La
distancia entre la “antigüedad” y “los tiempos modernos” es aquí de unos 50 años.
Nótese el sentido eclesiástico del término “antigüedad” (= Padres de la Iglesia). [13]
Casiodoro (490-583, consejero de Teodorico). En este autor, la oposición
“antigüedad” / “tiempos modernos” es usada para oponer la antigüedad clásica
greco-romana al imperio godo.

b. “Moderno” y “modernidad” de Carlomagno (s. VIII-IX) al “renacimiento


del siglo XII”:

En este período, “moderno” pasará a designar, más que la actualidad, una época.
En literatura y filosofía, la oposición antiqui / moderni sirve para expresar la
distinción entre la antigüedad greco-latina y los autores cristianos que comenzarían
con Boecio (480?-524). En el uso escolástico, en cambio, antiqui / moderni se
refiere a dos escuelas, la de los antiguos maestros de París (1190-1200) y la de la
nueva filosofía aristotélica (especialmente en el s. XIII). En el siglo XIV, la oposición
entre via antiqua / via moderna expresa la oposición entre realistas y nominalistas.
Jauss se refiere aquí a una utilización tipológica del termino “moderno” propia de la
concepción cristiana de la historia. Para los cristianos, la relación entre lo antiguo y
lo nuevo (como aparece, por ejemplo, en “antiguo testamento” y “nuevo
testamento”) es de conservación y superación; no de retorno ni de simple
superación. Así, en el renacimiento del siglo XII, el término “moderno” quiere
expresar la conservación y la superación de los antiguos. Jauss cita al respecto los
autores que comienzan a escribir en lengua vulgar, especialmente, Marie de
France. Es en este sentido, que debemos entender la célebre frase de Bernardo de
Chartres: “enanos [los modernos] sobre hombros de gigantes [los antiguos]”.

Es de esta época la aparición del substantivo “modernidad” en latín, es decir,


“modernitas”. El primer testimonio al respecto lo encontramos en Bertoldo de
Reichenau (o Constantiensis). [14] En este texto, una relación de un sínodo
convocado por el papa Gregorio VII, el término “modernitas” conlleva una
connotación peyorativa.

Otro autor de la época, Gautier Map, en De nugis curialium (1180-1192), hace un


uso frecuente del término “modernitas” para referirse a los últimos cien años, a
aquellos hechos de los que todavía se tiene memoria.

Durante la Querella de las investiduras (1076-1122), el término es usado para


referirse a una “edad intermedia”, que se situaría entre la antigüedad y la época de
una “necesaria reforma”.

c. “Moderno” en el renacimiento y en el humanismo (s. XIV-XV):

Con la metáfora biológica del volver a nacer, se resuelve históricamente la


oposición entre los Antiguos y los Modernos integrándola en un esquema cíclico.
Este renacimiento de la herencia clásica, recuperación de la antiquitas greco-
romana, conlleva un rechazo de los siglos inmediatamente anteriores. Aquí aparece
otra metáfora (de origen religioso) que jugará un rol de primer orden en los siglos
siguientes, la oposición entre la luz y las tinieblas. El retorno de las musas es
pensado como un surgir y expandirse de la luz respecto de las tinieblas de los
siglos oscuros.

d. Una nueva querella de los antiguos y los modernos (s. XVII-XVIII):

En el siglo XVII se instala una nueva querella entre los antiguos y los modernos,
que encuentra su expresión en el género literario de la comparación y el paralelo.
Por ejemplo, Perrault, Parallèle des Anciens et des Modernes. Perrault protesta
contra el uso axiológico de término “antiguos” heredado del Renacimiento. Los
verdaderos antiguos serían los modernos, puesto que poseen más experiencia. La
razón de esta inversión de sentido es clara: el progreso de las ciencias y de las
técnicas. Los modernos corresponderían, entonces, a la madurez o la vejez. En
esta nueva querella entre antiguos y modernos, se pueden distinguir tres momentos
argumentativos: 1) la afirmación moderna de la igualdad natural de todos los
hombres y de la posibilidad de juzgar con los criterios del clasicismo francés las
producciones de la antigüedad; 2) la réplica de los antiguos, según la cual cada
época tiene sus propios criterios de belleza; 3) el acuerdo a través de la afirmación
de la existencia de una belleza universal y también de una belleza relativa. Se abre
así el camino para la comprensión de la especificidad histórica de cada época. El
siglo XVIII, en este sentido, tomará conciencia de sí mismo en términos de “siglo de
las luces”, “siglo filosófico”.

La afirmación de la especificidad de cada época, la verdad como hija de su tiempo,


ha marcado el fin de la querella entre antiguos y modernos. Esta forma de
historicismo, consagrada definitivamente en la reedición (1826) del célebre ensayo
de Chateaubriand (Essai historique, politique et morale sur les révolutions
anciennes et modernes considérées dans leurs rapports avec la révolution
française), marca también una nueva forma de la experiencia moderna.

e. Moderno, romántico y clásico (s. XVIII y XIX):

A partir de la Enciclopedia, lo moderno se opone a lo gótico como el buen gusto al


mal gusto. En segundo lugar, se forma la oposición romántico / clásico. A propósito
de esta última oposición, son necesarias dos observaciones: 1) el término
“romántico” deriva del bajo latín “romanice” (poema en lengua popular). Se refiere a
la época de la caballería medieval. 2) La conciencia de lo moderno como romántico
ha tenido dos lecturas diferentes, una conservadora (en Francia, con
Chateaubriand, por ejemplo), otra progresista (en Alemania, con Schlegel, por
ejemplo). De la Curne de Sainte-Palaye, en la línea conservadora, en sus Mémoires
sur l’ancienne chevalerie, llega a firmar que los valores de la época caballeresca
medieval fueron superiores a aquellos de la época homérica. Mientras
Chateaubriand acentúa la herencia cristiano-medieval de lo moderno, los orígenes
medievales del estado moderno (en este sentido, lo “moderno” incluye lo medieval);
Schlegel, en cambio, la revolución estética, la naturaleza vista como un paisaje
pasado en el que se experimenta la armonía del hombre con el universo.

f. La modernidad baudeleriana:

Última mutación en este recorrido, a vuelo de pájaro, de la evolución semántica del


término “moderno” y sus derivados. En esta última etapa, la conciencia de
modernidad dejará de definirse en relación a los tiempos pasados, para entenderse
en relación consigo misma. El problema que afronta Baudelaire es mostrar cómo la
belleza puede satisfacer, al mismo tiempo, las exigencias de un ideal de novedad,
de actualidad, y manifestar lo que hace de una obra de arte algo clásico, lo eterno
de la belleza. Tema que afronta en sus reflexiones sobre Constantin Guys.

2) La semántica del término “Revolución”:

Bibliografía: Reinhart Koselleck, Futuro pasado. para una semántica de los


tiempos históricos, Barcelona, 1993; Del Noce, Il problema dell’ateismo, Bologna,
1990: Karl Löwith, Meaning in History, London, 1949; Hannah Arendt, Essai sur la
révolution, Paris, 1967; Maxime Leroy, Histoire des idées sociales en France, vol.
III, Paris, 1954.

Vamos a tomar en consideración, en primer lugar, el capítulo de R. Koselleck sobre


los “Criterios históricos del concepto moderno de revolución”. El autor considera los
cambios semánticos del término revolución a luz de una cuestión que puede ser
formulada en estos términos: el término revolución se ha convertido en uno de los
tópicos y, quizás, en el tópico de la modernidad, el lugar común más frecuentado.
Se aplica tanto a cambios repentinos y súbitos como a cambios profundos y lentos,
a acontecimientos políticos y sociales como a modificaciones en la historia de las
ideas y de las ciencias, a cambios que tienen lugar a gran escala como a
modificaciones del mundo cotidiano. Parecería ser que el propio concepto de
revolución incluye en sí mismo una fuerza revolucionaria que lo obliga a
transformarse a sí mismo. ¿Es posible establecer una conexión entre todos estos
sentidos? ¿Cómo determinar conceptualmente el significado del término
“revolución”? ¿Cuál ha sido esa experiencia que ha hecho que la modernidad se
pensase a sí misma como una revolución que no ha llegado a su fin (una revolución
que se revoluciona a sí misma)?

Koselleck se detiene, en primer lugar, en una observación que ya hemos hecho, el


sentido literal del término “revolución”, según su significación literal en latín, era el
de retorno a un punto de origen re-volutio. Con este término y este sentido han sido
traducidos algunos términos y expresiones griegas como el ciclo de las
constituciones de Polibio. Veamos este texto de Polibio:

“Hay que afirmar que existen seis variedades de constituciones: las tres repetidas
por todo el mundo, que acabamos de mencionar [realeza, aristocracia, democracia],
y tres que les son afines por naturaleza: la monarquía, la oligarquía y la demagogia.
La primera que se forma por un proceso espontáneo y natural es la monarquía y de
ella deriva, por una preparación y una enmienda la realeza. Pero se deteriora y cae
en un mal que le es congénito, me refiero a la tiranía, de cuya disolución nace la
aristocracia. Cuando ésta, por su naturaleza, vira hacia la oligarquía, si las turbas se
indignan por las injusticias de sus jefes, nace la democracia. A su vez la soberbia y
el desprecio de las leyes desembocan con el tiempo en la demagogia [...] Este es el
ciclo de las constituciones y su orden natural, según se cambian y transforman para
retornar a su punto de origen.” [15]

El propio Hobbes se refiere a la revolución inglesa de 1640-1660 según este sentido


literal de la revolución como un movimiento circular. [16] Foucault cuando se ocupa
de la estrategia política de la historia de Boulainvilliers, subraya que, en este tipo de
historia, que analiza el poder y el derecho en términos de relaciones de fuerza,
también la idea de revolución supone una historicidad de tipo circular, el retorno a
una situación anterior. En el caso de Boulainvilliers, a la situación histórica de la
nobleza antes de la formación de las monarquías absolutas y administrativas. En
esta perspectiva, la revolución era una restauración. Con un significado diferente las
elaboraciones decimonónicas de la Revolución francesa harán jugar también esta
tensión entre cambio y restauración en la idea moderna de revolución.

Durante los siglos de guerras religiosas y civiles, XVI y XVII, eran términos como
“rebelión”, “guerra civil”, “guerra religiosa” aquellos que servían para dar cuenta de
estos acontecimientos. Notemos, punto que también tiene que ver con el análisis de
Foucault, que aquí de lo que se trataba era del antiguo concepto de legítima
oposición al poder constituido. Con la formación del estado moderno, y el
consecuente monopolio institucional y estatal del uso legal de la fuerza, tanto este
concepto de legítima oposición como el de guerra civil fueron perdiendo fuerza y
actualidad. A partir de aquí se abre un nuevo capítulo en la historia del término
“revolución”.

Según Koselleck, este nuevo concepto de revolución, la revolución en el sentido


moderno, puede delimitarse siguiendo ocho criterios:

1. Se convierte, a partir de 1789, en un singular colectivo, un concepto


metahistórico con acento trascendental (principio regulador de acciones e ideas).

2. La aceleración como una secularización de las esperanzas escatológicas.

3. Incluye un coeficiente de movimiento que se entiende como revolucionario. El


progreso de las ciencias, por ejemplo.

4. Se abrió así un nuevo espacio de experiencia con puntos de fuga que marcan
una dirección sin retorno. De aquí el nexo entre revolución y evolución.

5. Se pasa de la revolución política a la revolución social. Para expresarlo de otro


modo, la finalidad de la revolución política es la transformación de la sociedad.
6. La revolución se plantea en términos mundiales y permanentes.

7. La aparición de neologismos como “revolucionario” y “revolucionar” para


expresar una noción activista y un imperativo. Aparece también la figura del
revolucionario profesional.

8. La revolución se convierte en un concepto de la filosofía de la historia desde el


cual se legitima toda intervención en ella, particularmente política.

II.- Revolución e historiografía filosófica:

Detengámonos, ahora, en algunas consideraciones sobre el papel que ha


desempeñado el concepto de “revolución” en la filosofía del siglo XIX y, más
específicamente, en la filosofía de la historia.

Teniendo en cuenta las consideraciones anteriores pueden distinguirse cuatro usos


del término “revolución”:

1. El uso literal y antiguo, equivalente a retorno a un punto originario.


2. El uso jurídico-político, cambio de orden jurídico de un estado
mediante la violación de los principios del derecho constitucional.
3. El uso ético-político: la aparición de un orden nuevo, moral y
político, que no se explica simplemente como evolución del pasado.
4. Un uso filosófico-político, una categoría ideal que expresa la
liberación por vía política de la “alienación” del hombre.

Ahora bien, ¿cómo ha sido este proceso en el que se intersecan lo político y lo


filosófico?, ¿dónde nos encontramos con la colonización filosófica de un concepto
histórico-político? Foucault se ocupa de los orígenes del concepto político moderno
de revolución a partir de la historiografía, de los usos de la historia. Más
concretamente, a partir de la formación de la historiografía burguesa. No nos ofrece,
sin embargo, muchas indicaciones acerca del concepto filosófico moderno de
revolución. Para explicar este proceso y, consecuentemente, para ver el alcance de
la conjunción entre político y lo filosófico, me voy a servir del concepto de
secularización. Por secularización entendemos un proceso histórico por el cual
ciertas ideas, prácticas e instituciones cristianas (que pertenecen al núcleo de las
ideas cristianas o que aparecen en un determinado momento de su evolución,
especialmente en la contra-reforma) pierden su valencia religiosa y trascendente
(en este sentido son vaciadas de su contenido) y se vuelven ideas, prácticas e
instituciones políticas e inmanentes. Se mantiene una forma, pero vaciada de su
contenido religioso-trascendente.

Respecto del concepto que nos ocupa, revolución, ¿cómo ha sido entonces este
proceso? Para comprenderlo es necesario tener presente que se trata de un
proceso en el que se combinan un aspecto negativo, la negación de la
trascendencia, y otro positivo, el nuevo contenido inmanente que adquiere la forma
heredada del cristianismo. Así, el aspecto negativo involucrado en la formación del
concepto moderno de revolución ha sido la negación de una tesis teológica clásica
que hunde sus raíces en la Escritura (especialmente en el libro del Génesis y en las
epístolas de Pablo) y alcanza su formulación teológica madura en la polémica de
Agustín contra Pelagio. Nos referimos al concepto de pecado original. ¿A qué se
refiere esta tesis? Elabora un dato presente en casi todas las religiones antiguas:
Dios creó al hombre dotado de ciertas capacidades y en un estado que se asemeja
a lo que en nuestro imaginario pensamos en términos de paraíso. La humanidad o,
mejor, los padres de la humanidad (en la tradición judeo-cristiana, Adán y Eva)
habrían sido expulsados del paraíso y perdido algunas de sus capacidades a causa
de un acto de desobediencia o desafío de la divinidad. Poco importa, por el
momento, cuál fue la naturaleza o los motivos de ese acto, del primer pecado, del
pecado de los orígenes. Lo que nos interesan son dos consecuencias que se
siguen de la interpretación teológica del pecado de los orígenes. La primera es que
la situación actual del hombre, la situación del hombre en la historia no es la
situación original, sino de la naturaleza caída. Con otros conceptos, la naturaleza
sometida a la muerte, a la finitud. La segunda es que la acción de Dios en la historia
persigue no simplemente restaurar el estado original, sino re-crear la humanidad,
establecer un nuevo orden. Este acto de Dios que eleva la naturaleza caída es lo
que se llama redención. Por ejemplo, en el cristianismo, la redención que se opera
por Jesucristo. Como vemos, aparece aquí una temporalidad de la acción de Dios
en la historia de los hombres, lo que se llama historia de la salvación (en los
primeros siglos del cristianismo se la llamó economía), que no es cíclica
(arqueológica, podríamos decir), sino escatológica. La historia de la salvación
tiende, en efecto, no a un retorno a la situación originaria, sino a los últimos
tiempos, a la instauración definitiva del Reino de Dios. La restauración de la
naturaleza humana es, en este sentido, una re-creación. Según la expresión de
Pablo un “hacer nueva todas las cosas”. En lugar de una temporalidad histórica en
analogía con los ciclos de la naturaleza, temporalidad cósmica, en la tradición
judeo-cristiana, nos encontramos con una temporalidad providencial, de la acción
de Dios que guía la historia hacia la parusía.

Siguiendo a Collinwood, [17] creo que se pueden resumir en cuatro tesis las
implicancias de estas ideas de la tradición judeo-cristiana para la concepción de la
historia:

a. La historia se vuelve universal, en razón de la unidad de la naturaleza


humana (todos los hombres tienen un mismo origen y destino).

b. Los acontecimientos de esta historia universal son atribuibles a la providencia


divina y no a la sabiduría humana (historia de la salvación)

c. Surge un paradigma que hace inteligible el desarrollo de la historia, su


finalidad, la relación creación / recreación, es decir, el advenimiento de Cristo.

d. A partir de aquí, se pueden establecer dos épocas, dos tipologías de


acontecimientos (lo antiguo y los moderno).

El concepto moderno de revolución surge cuando la temporalidad providencial


pierde su dimensión trascendente, ya no es historia de la salvación, sino historia
política. Desde el punto de vista de la historia de las ideas, este proceso implica
como faz negativa la negación de la tesis del pecado original y como faz positiva la
interpretación de la evolución de la historia en términos de progreso. Más
concretamente, tiene lugar cuando a la herencia rouseauniana de la naturaleza
buena (el salvaje bueno), negación de la tesis del pecado original, se une la idea
iluminista de progreso y sus versiones sucesivas.

En cuanto a la herencia rouseauniana, son necesarias dos observaciones. En


primer lugar, que Rousseau invierte el rol que jugó la “naturaleza” en el
pensamiento de los philosophes. Para Rousseau juega un rol positivo, se confunde
con un instinto capaz de distinguir infaliblemente entre el bien y el mal, y que
enseña que la justicia es eterna. Ahora bien, si la naturaleza del hombre es, valga la
redundancia, por naturaleza buena, entonces: ¿de dónde proviene el mal?
Conocemos la respuesta de Rousseau: de las instituciones, de la sociedad. Nos
encontramos de este modo, en Rousseau, con un pensamiento que afirma una
cierta religiosidad natural de la naturaleza humana, pero que niega el origen natural
del mal, niega, expresándolo en términos teológicos, la tesis del pecado original. Lo
que tiene lugar en Rousseau es que el mal deja de ser pensado en términos
teológicos para pasar a serlo en términos políticos. Ahora bien, esta permanencia
de un pensamiento religioso acompañada de la negación de la tesis del pecado
original ha sido de importancia capital para la formación del concepto moderno de
revolución, ha posibilitado re-pensar el concepto teológico de redención en términos
políticos, históricos e inmanentes. Es a partir de aquí que la idea de una redención
concebida en términos inmanentes incorporará el concepto de progreso.

En cuanto concierne a la formación de la historiografía filosófica moderna, este


proceso tiene lugar a propósito de la elaboración filosófica de la significación de la
Revolución francesa o, para ser más precisos, a partir del carácter inconcluso de la
Revolución. Se podría decir, sin exagerar, que las filosofías de la historia son
definiciones filosóficas de la Revolución.

Tres han sido las formas principales de las filosofías modernas de la historia, cada
una de ellas ha definido filosóficamente a su modo la Revolución francesa: la
idealista (Hegel), la positivista (Saint-Simon, Comte) y la marxista. Vamos a
detenernos brevemente en cada una de ellas.
La filosofía positivista de la historia y el juicio sobre la revolución (Auguste
Comte):

Desde sus primeros años, se podría decir, la revolución se encontraba inscripta en


la vida de Comte, nacido en 1798. Su paso por la Escuela politécnica y los
acontecimientos políticos de los primeros años del s. XIX contribuyeron sin duda a
forjar su preocupación por pensar la revolución, la verdadera revolución. 1817 será,
sin embargo, un año decisivo en la vida de Comte, a partir de agosto de ese año se
convierte en el secretario de Saint-Simon y, desde entonces, está claro que el juicio
acerca de la Revolución del 89 y el ideal de una verdadera revolución están unidos
a la reforma científica del conocimiento humano y a la forma industrial del nuevo
poder temporal. Es este ideal el que alcanzará su formulación definitiva en el Cours
de philosophie positive (1830-1842), concreta y explícitamente en la lección 57.

En primer lugar, Comte hace de la Revolución un acontecimiento ligado a la


historia del espíritu, del conocimiento. Como sabemos, Comte distingue tres
etapas en la historia de la humanidad. Una etapa teológica, la infancia de la
humanidad, donde las explicaciones de la verdadera naturaleza y la causa
de las cosas se apoyan en la existencia de entidades sobrenaturales. Una
etapa metafísica, la juventud de la humanidad, donde la los seres
sobrenaturales son reemplazados por entidades abstractas. Un etapa
científica y positiva, la madurez de la humanidad, donde se renuncia a toda
noción absoluta y, por ende, a las entidades abstractas de la metafísica que
son substituidas por las relaciones invariables de las sucesiones
fenoménicas, por las leyes naturales.

La ley de los tres estadios nos permite determinar la situación de la Revolución en


el desarrollo de la historia y el sentido de su acabamiento. Hacia fines del s. XVIII,
los conocimientos filosóficos habían completamente arruinado el sistema de los
conocimientos teológicos; la ciencia, sin embargo, no había alcanzado su síntesis,
es decir, no se contaba ni con una física del hombre ni con instituciones científicas
necesarias para la organización de la vida social. La razón filosófica del
advenimiento de la revolución la encontramos aquí, una situación histórica en que
las ideas de orden provienen de un sistema de conocimientos perimidos y las ideas
de progreso de un sistema de conocimientos que desempeña un papel
fundamentalmente negativo. Comte distingue dos etapas en la Revolución. Un
período inicial marcado por la finalidad política de derrocar la monarquía, la
ausencia de una doctrina orgánica acerca del carácter de la nueva sociedad y por el
instinto democrático de la población francesa. La segunda etapa se caracteriza por
el predominio de una filosofía puramente negativa. La insuficiencia de la filosofía
explica los errores de la Convención. Dos posiciones en lucha, los partidarios de
Voltaire (escépticos, partidarios de la libertad) y los de Rousseau (anárquicos,
partidarios de la igualdad) (en el Système de politique positive se distinguen tres
partidos, además de los mencionados, el de los constructores, Danton). El triunfo de
Robespierre sobre Danton marca el triunfo de Rousseau sobre Voltaire. En el
análisis de Comte, los partidarios de Rousseau no comprenden ni que el deísmo es
una posición superada ni que la civilización moderna será industrial. Este último
aspecto es incompatible con el anarquismo y el igualitarismo de los partidarios de
Rousseau. Esto en cuanto al juicio acerca de la Revolución de 1789. En cuanto a la
verdadera revolución, ella consistirá en fundar la filosofía positiva y en instituir el
poder espiritual que le corresponde; se tratará en definitiva de reemplazar la
consigna Libertad e igualdad por Orden y progreso.

La idea de progreso encuentra en la evolución del conocimiento y en la constitución


de la ciencia positiva su contenido. La temporalidad lineal de una historia, desde el
comienzo dirigida hacia un fin, pasa así del estadio teológico al estadio positivo. La
ciencia positiva está inscripta de manera inmanente (sin recurso a entidades
sobrenaturales) en la dinámica misma de la historia. Con otros términos, el progreso
del conocimiento viene a sustituir a la providencia divina. En cuanto a la idea de
orden, su nuevo contenido provendrá de la reelaboración comtiana de la jerarquía
católica. Como muchos de sus contemporáneos (Nietzsche, Burckhardt, Lagarde),
Comte tiene una apreciación negativa de la reforma protestante. Es cierto que
respecto del orden representado por la iglesia católica, el protestantismo introdujo el
ideal del progreso, pero sólo de manera crítica y negativa. Comte se propone
restaurar este orden, de la jerarquía eclesiástica católica, pero mejor fundada, es
decir, positivamente. Desde un punto de vista social e institucional, su proyecto
vendría a coincidir con una iglesia sin religión trascendente, un catolicismo sin
cristianismo: la instauración de una religión positiva, inmanente, y de una jerarquía
acorde al desarrollo de la ciencia. Parte esencial de este proyecto es la substitución
de las formas educativas teológicas, literarias y filosóficas por una educación
científica.

La filosofía idealista de la historia y el juicio sobre la revolución (Hegel):

Las consideraciones que siguen, acerca de la idea de historia filosófica en Hegel se


apoyan en la introducción de las Lecciones de filosofía de la historia.

La pregunta que se formula Hegel ante lo que constituye el espectáculo de penurias


y sufrimientos de los acontecimientos históricos, la historia de hechos es: ¿cuál es
el propósito final de tantos esfuerzos y sacrificios que los individuos y los estados
realizan una y otra vez? La formulación misma de esta pregunta supone la no
satisfacción respecto de la aceptación “pagana” del destino. Para esta visión de la
historia, que Hegel denomina oriental, y que representa la vida de la naturaleza
como el Ave Fenix: cada cosa tiende a su consumación y renace de las cenizas. La
visión “occidental” de la historia, en cambio, no representa la vida de la naturaleza,
sino la del espíritu. Para ella, cada cambio ocupa un lugar en el proceso de
perfección espiritual que lleva a la realización definitiva del espíritu. Una visión
occidental que es además, el propio Hegel precisa, judeo-cristiana: la historia está
dirigida hacia un fin último que depende de la providencia divina.

A esta visión occidental del judeo-cristianismo, Hegel aportará dos correcciones


decisivas. Por un lado, el fin de la historia no será el advenimiento del Reino de
Dios, sino la manifestación definitiva de la razón, el espíritu absoluto (que incluye el
arte, la religión y la filosofía, sin estar vinculado a la vida social de una comunidad
particular).[18] Por otro lado, el concepto de providencia es reemplazado por el de
astucia de la razón. Hegel explica la necesidad de esta última modificación porque,
si bien el concepto teológico de providencia resulta adecuado para pensar la ayuda
inesperada de la que puede beneficiarse un individuo, es del todo inadecuado
cuando se trata de pensar la historia de los estados o la historia en general. Es la
astucia de la razón la que guía el desarrollo de la historia, más allá de las pasiones
y propósitos particulares, más allá de las formas concretas de organización de los
estados y de sus realizaciones.

Con los ojos de la razón, Hegel considera que la historia comenzó en Oriente y
alcanza su final en Occidente y más precisamente con la Aufklärung. En una nueva
versión de la metáfora biológica, los orientales representan la infancia de la historia;
los griegos y los romanos, la juventud; el cristianismo la madurez. Notemos que, en
esta visión de la historia, se concede escaso espacio a América y a Rusia y, por
otro lado, no se prevén los efectos del conocimiento científico y de sus aplicaciones
técnicas.

Si el proceso de secularización de conceptos heredados de la tradición cristiana


resulta claro en esta visión filosófica de la historia (tesis que, por otro lado, se
sostiene por sí sola, basta leer los textos de Hegel), debemos mostrar su
vinculación con la problemática de la Revolución considerada filosóficamente. Un
buen modo de enfocar el problema sería preguntarse cómo se genera en Hegel la
idea de un final de la historia concebido en términos de espíritu absoluto, de
reconciliación plena del espíritu consigo mismo, sin desgarramientos. La génesis de
esta idea tiene que ver con el juicio histórico de Hegel acerca de la revolución o,
más precisamente, acerca de la Aufklärung como acontecimiento filosófico del que
la Revolución es una experiencia metafísica. Para ser más precisos en relación con
la formación del pensamiento hegeliano, a mi modo de ver, en este punto tiene
razón Habermas (en El discurso filosófico de la modernidad, cuya primera lección
seguiré en parte) cuando sitúa la génesis de la idea de espíritu absoluto en las
dificultades que encuentra la solución hegeliana de las contradicciones de la
modernidad tal como se presenta en sus escritos juveniles. Los dos textos de
referencia serían, entonces, el artículo juvenil El espíritu del cristianismo y su
destino, por un lado, y, por otro, la Fenomenología del espíritu y la Filosofía del
derecho.

Hay un tema que domina los escritos juveniles de Hegel, tanto en sus juicios sobre
la época de la Ilustración como sobre los sistemas de Kant, Jacobi y Fichte; se trata
de la oposición entre fe y saber, entre la teología ortodoxa protestante (Christian
Storr) y la filosofía de la Ilustración (Kant). El juicio de Hegel es negativo tanto de
una como de la otra. La crítica a la teología protestante puede resumirse en el
concepto de “positividad”. De positivas califica Hegel aquellas posiciones filosóficas
que se fundan en la autoridad. Así, nos encontramos con preceptos positivos,
esperanzas de recompensas positivas, etc. Consecuencia de esta positividad de la
religión es la separación entre el saber del clero y el fetichismo de las masas, entre
la religión privada y la vida pública. Contra los ilustrados, Hegel sostiene que la
religión racional de éstos es también una pura abstracción, incapaz de interesar el
corazón y de vivificar las instituciones públicas; conduce como la religión positiva a
una religión privada y da lugar a separaciones y disgregaciones. Notemos que la
razón ilustrada es, a los ojos de Hegel, sólo entendimiento, un ídolo erigido como
razón.

Como señala Habermas, en el mismo artículo sobre El espíritu del cristianismo y su


destino, Hegel elabora ya un concepto de razón conciliadora. El ejemplo del que se
vale Hegel en esta elaboración es del todo significativo para una mirada
foucaultiana: el castigo como destino. En un estado social ético a cada uno de los
miembros le son reconocidos sus derechos y le es posible satisfacer sus
necesidades sin violar los derechos de los demás. Un criminal que rompe tal estado
de eticidad debe experimentar como destino la violencia del castigo hasta que
reconozca en el daño a la vida ajena un daño a la propia, y en el respecto de los
demás, el respeto a sí mismo. La experiencia de la totalidad desgarrada se
convierte, entonces, en fuerza reconciliadora a través del reconocimiento y la
añoranza de la totalidad perdida. Pasando el análisis a términos más especulativos,
él nos muestra cómo una relación sujeto-objeto se pone en marcha a partir del
desgarramiento de la totalidad y se reconcilia por el restablecimiento intersubjetivo
de la relación rota.[19] La solución propuesta por Hegel como vía de reconciliación
presupone el recurso a un pasado idealizado, de la comunidad del cristianismo
primitivo y de la polis griega. A diferencia de Comte, la búsqueda de Hegel se
orienta hacia un cristianismo sin iglesia. La solución pensada en estos términos
tropieza con la dificultad de que el recurso a la ejemplaridad del pasado es
inconciliable con la idea moderna de una realización filosófica de la religión.

En la Filosofía del derecho, la fuerza conciliadora de la razón ya no se expresará a


través de la ejemplaridad del pasado, sino en el Estado. Hegel se da cuenta que la
realidad social del mundo moderno, es decir, la aparición de la sociedad civil
(distinta del estado) vuelve imposible el restablecimiento de los modelos sociales de
la Antigüedad. La sociedad, donde cada uno es fin para sí mismo, expresa al mismo
tiempo un aspecto negativo, el egoísmo de la persecución de los fines particulares
(el mercado es el ejemplo más claro de ello), y un aspecto positivo, ser un momento
necesario de la eticidad. Es en este sentido, de la sociedad civil como exigencia de
unidad, que debe buscarse una mediación entre sociedad civil y estado. Hegel
piensa esta mediación en términos de una monarquía constitucional. El presupuesto
especulativo de esta solución es un absoluto entendido según el modelo de la
relación del sujeto cognoscente consigo mismo,[20] de la unidad de la individualidad
con la universalidad, de la superioridad del sujeto universal respecto del particular.
Un sujeto, en efecto, que se relaciona consigo mismo sale al encuentro de un sujeto
universal.

La filosofía marxista de la historia y el juicio sobre la Revolución (Marx):

Me voy a limitar sólo a algunas observaciones sobre la interpretación de la idea


revolucionaria en Marx y, consecuentemente, la crítica de la filosofía hegeliana de la
historia o, viendo las cosas de otro modo, su reformulación en términos económicos
y políticos.

En primer lugar, hay que notar que la idea de revolución en Marx se ha modificado
notablemente desde El manifiesto comunista (1847-8) hasta su muerte. El sentido
de esta modificación puede resumirse en estos términos: en un primer momento,
bajo la influencia de Blanqui, la violencia era pensada como una componente
esencial de la revolución. Como consecuencia de los fracasos de las revoluciones
de 1848 y 1871, Marx terminó elaborando una idea más evolucionista de la
revolución, poniendo el acento en el desarrollo mismo de la sociedad burguesa que
por sus contradicciones internas conduciría a un nuevo estado de cosas. La
sociedad llegará a una saturación económica tal, que las formas de producción no
se encuadrarán más en las fuerzas sociales. La apropiación privada no corresponde
más a un estadio histórico en que la producción se ha vuelto colectiva. La conquista
del poder se hace necesaria, entonces, para romper esta contradicción.
Según las últimas líneas de El manifiesto comunista: El proletariado se servirá de su
supremacía política para arrancar poco a poco a la burguesía el capital, para
centralizar en las manos del estado, es decir, de proletario convertido en clase
dominante, los instrumentos de producción y para acrecentar al máximo la masa
disponible de fuerzas productivas. Encontramos aquí el juicio sobre el aspecto
inconcluso de la Revolución francesa, esto es, la alienación en que después de ella
se encontró el proletariado. En La ideología alemana, se expresa claramente la
significación universal del proletariado. Sólo él es capaz de realizar una completa y
no sólo parcial emancipación (pasar del reino de la necesidad al reino de la
libertad), por una apropiación de la totalidad de los medios de producción. Como lo
expresa K. Löwith, “Marx ve en el proletariado el instrumento histórico mundial para
la realización del objetivo escatológico de toda la historia mediante una revolución
mundial. El proletariado es el pueblo elegido del materialismo histórico porque ha
sido excluido de los privilegios de la sociedad establecida.”[21]

En este contexto, de una interpretación de la temporalidad de la historia de la


salvación en términos económico políticos, se hace comprensible algo así como un
materialismo histórico (es decir, no naturalístico).

III.- Dos artículos de Foucault sobre la Ilustración:

Bibliografía: “What is Enlightenment?” (in P. Rabinow, ed., The Foucault Reader,


New York, 1984, págs. 32-50; reimpreso en Dits et écrits, vol. IV, Paris, 1994, págs.
562-578). “Qu’est-ce que les Lumières?” (Magazine littéraire, n° 207, mai 1984,
págs. 35-39; reimpreso en Dits et écrits, vol. IV, Paris, 1994, págs. 679-688)

En dos artículos, Foucault se ocupó del texto de Kant, Was ist Aufklärung?. En
ambos textos, más que de una exposición de la intervención de Kant en la
Berlinische Monatsschrift, Foucault trata de situar su propio trabajo filosófico en
relación con la interrogación acerca de la modernidad que, si bien no inició Kant, le
confirió una impronta determinante. Situándose en relación a él, Foucault trata de
definir las coordenadas de su propio trabajo filosófico.

Hay, al menos, tres elementos que nos interesan aquí:


1) La pregunta por la modernidad como característica de la filosofía
moderna:

“Estas dos cuestiones, ¿Qué es la Ilustración ? y ¿Qué es la revolución ?, son las


dos formas bajo las cuales Kant planteó la cuestión de su propia actualidad. Son
también, yo creo, las cuestiones que no han dejado de atormentar, si no toda la
filosofía moderna desde el siglo XIX, al menos gran parte de esta filosofía.”[22]

Foucault describe en términos que recuerdan el primer prefacio de la Crítica de la


razón pura el modo en que la cuestión de la modernidad habita la interrogación
filosófica: “una cuestión a la que la filosofía moderna no ha sido capaz de
responder, pero de la que nunca pudo desentenderse.” [23]

2) La modernidad como época y como ethos, como noción y como


cuestión:

En cuanto concierne al trabajo filosófico, más que una época, la modernidad se


presenta, para Foucault, como una cuestión, como un modo de interrogación que se
caracteriza por hacer de la propia actualidad un tema filosófico. “Se ve aflorar una
nueva manera de plantear la cuestión de la modernidad, no más una relación
longitudinal respecto de los antiguos, sino lo que se podría llamar una relación
sagital con su propia actualidad.”[24] La lectura de Kant que Foucault lleva a cabo
vincula estrechamente la idea de crítica con la pregunta por la actualidad, la crítica
de la razón como interrogación acerca de la razón en la historia.[25]

3) Una ontología histórica de la actualidad:

Para Foucault, Kant ha fundado las dos grandes tradiciones críticas en que se
divide la filosofía moderna: analítica de la verdad y ontología del presente. La
primera se interroga sobre las condiciones de posibilidad del conocimiento
verdadero. Sobre la segunda, en la que inscribe su trabajo [26] y que toma la
modernidad como un ethos filosófico, Foucault nos ofrece una serie de
características negativas y positivas [27]:
a. Negativamente:

Evitar el chantaje de la Aufklärung: no se trata de plantear la cuestión de la


modernidad en término de una alternativa simplista de aceptación o rechazo.
“Es necesario intentar el análisis de nosotros mismos en cuanto seres
históricamente determinados, en cierta medida, por la Aufklärung.”[28] Será
necesario preguntarse por aquello que no es más necesario para
constituirnos como sujetos autónomos.

No confundir la Aufklärung con el humanismo: el principio de una exigencia


por constituirnos a nosotros mismos como sujetos autónomos establece una
tensión entre Aufklärung y humanismo. En efecto, este último supone una
concepción del hombre.

b. Positivamente:

Crítica práctica: la crítica kantiana se preocupaba por determinar los límites


que el conocimiento no debía superar; la ontología del presente, en cambio,
es una crítica que adopta la forma práctica de la superación posible del
límite. Una crítica arqueológica en su método (no trascendental, no trata de
establecer las estructuras universales de todo conocimiento): se ocupa de
los discursos que articulan lo que pensamos, decimos y hacemos en tanto
sucesos (événements) históricos. Genealógica en su finalidad: no se trata de
deducir de lo que somos lo que nos es imposible hacer o conocer, sino de la
contingencia histórica que nos ha hecho ser lo que somos, la posibilidad de
no ser, hacer o pensar lo que somos, hacemos o pensamos.[29]

Crítica experimental: un trabajo de nosotros sobre nosotros mismo en tanto


que seres libres, una prueba histórica de los límites que podemos superar.
Transformaciones parciales y no las promesas de un hombre nuevo.
Una crítica que tiene su apuesta (enjeu), su homogeneidad, su
sistematicidad y su generalidad:

Apuesta: desconectar el crecimiento de las capacidades (producción


económica, instituciones, técnicas de comunicación) de la intensificación de
las relaciones de poder (disciplinas colectivas e individuales, procedimientos
de normalización ejercidos en nombre del estado, exigencias sociales y
regionales).
Homogeneidad: el objeto de estudio son las prácticas. No se trata ni de
analizar las representaciones que los hombres tienen de sí mismos ni las
condiciones que los llevan a pensar de una determinada manera sin que
ellos lo sepan; sino lo que hacen y el modo en que lo hacen. Las formas de
racionalidad que organizan las maneras de hacer (aspecto tecnológico) y la
libertad con que actúan en estos sistemas prácticos ( cómo reaccionan,
cómo los modifican -aspecto estratégico-).

Sistematicidad: este conjunto de prácticas tiene tres dominios, las relaciones


de dominio sobre las cosas (saber), las relaciones de acción con los otros
(poder), las relaciones consigo mismo (ética). ¿Cómo nos hemos constituido
como sujetos del saber, como sujetos que ejercen o padecen el poder, como
sujetos éticos de nuestras acciones?
Generalidad: estas prácticas tienen un carácter recurrente.

“La ontología crítica de nosotros mismos no hay que considerarla como una
teoría, una doctrina, ni tampoco como un cuerpo permanente de saber que
se acumula ; es necesario concebirla como una actitud, un ethos, una vida
filosófica donde la crítica de lo que nosotros somos es, a la vez, análisis
histórico de los límites que nos son impuestos y prueba de su posible
trasgresión.”[30]
Conclusión

Hemos recorrido un largo camino que nos ha llevado más allá de Foucault,
desviándonos por la semántica de los términos “modernidad” y “revolución” y por la
formación de la historiografía filosófica moderna. Pienso que el material presentado
da lugar a numerosas preguntas. Las más relevantes girarían, sin duda, acerca de
las relaciones entre las filosofías de la historia y el trabajo arqueológico /
genealógico de Foucault. Para responder muy breve y concisamente, debemos ver
la obra de Foucault, precisamente, como un esfuerzo múltiple por escapar de las
filosofías decimonónicas de la historia. Sus temas de análisis, sus formulaciones
metodológicas, sus propuestas descriptivas van todos en esta dirección.

Ahora bien, hay un tema sobre el que, me parece, es necesario llamar la atención,
dada la temática de nuestro curso. Las filosofías de la historia han sido los
correlatos teóricos de las formas políticas de la modernidad, de ahí el estrecho nexo
entre “modernidad” y “revolución”. Han sido, para expresarlo de otro modo, la
justificación filosófica de las formas modernas del poder. Por ello, replanteando el
tema de la historia, en términos arqueológicos y genealógicos, se llega
inevitablemente a enfocar la cuestión del poder en una perspectiva distinta de la
filosofía política moderna, más allá de los concepto de soberanía, legitimidad o
representación. No ya en relación con el sentido de la evolución de la humanidad,
sino en relación con la construcción de la subjetividad; en términos de lo que
Foucault denomina ontología del presente. El curso de Foucault que analizaremos
en la próxima clase se sitúa en esta dirección.

Notas

[1] Cf. G. W. F. Hegel, Lecciones sobre la historia de la filosofía, vol. III,


México, 1977, pág. 252.
[2] Cf. M. Foucault, Les mots et les choses, Paris, 1966, págs. 16, 255.
[3] Cf. Jürgen Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, Buenos
Aires, 1989, pág. 31-32.
[4] Cf. Henri Meschonnic, Modernité, Modernité, Paris, 1988, págs. 23-26.
[5] Cf. Jean-François Lyotard, « Du bon usage du postmoderne », en
Magazine littéraire, n° 239-240, mars 1987, pág. 96.
[6] Cf. R. Koselleck, Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos
históricos, Barcelona, 1993, págs. 290 y ss. La observación de que el
término “modernidad” se instaura en el vocabulario de la historiografía recién
en los últimos años del siglo XIX, la tomo de Koselleck. Es necesario notar,
sin embargo, que la investigación de Koselleck se limita fundamentalmente
al dominio de la lengua alemana. Tanto “modernidad” como
“postmodernidad” han comenzado a circular antes que en el vocabulario
historiográfico, en el vocabulario estético. El substantivo modernité aparece
ya en Balzac, en 1823 (cf. Antoine Compagnon, Les cinq paradoxes de la
modernité, Paris, 1990, pág. 17).
[7] Cf. Gianni Vattimo, La fine della modernità. Nichilismo ed ermeneutica
nella cultura post-moderna, Milano, 1985, pág. 176.
[8] Immanuel Kant, “Respuesta a la pregunta: ¿qué es la Ilustración?” en
¿Qué es la ilustración?, Madrid, 1988, pág. 17.
[9] Blaise Pascal, « Préface sur le Traité du vide », en Oeuvres complètes,
Paris, 1963, pág. 232.
[10] Cf. Hannah Arendt, Essai sur la révolution, Paris, 1985, págs. 56-58; R.
Koselleck, Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos,
Barcelona, 1993, págs. 69-76. Koselleck hace referencia al artículo de B.
Hauréau del Dictionnaire Politique, Encyclopédie du Langage et de la
science Politique, donde el autor llama la atención precisamente sobre el
haber olvidado que el término “revolución” expresaba originariamente un
regreso (cf. pág. 69).
[11] Cf. Hannah Arendt, Essai sur la révolution, Paris, 1985, págs. 25-26.
[12] Cf. Polibio, Historia, VI, 5, 1.
[13] “Quis aut leges principum, aut Patrum regulas, aut admonitiones modernas
dicat debere contemni, nisi qui impunitum sibi tantum aestimet transire commissum.”
Epistolae pontificicum. Gelasius rufino et aprili episcopis [Migne, Patrologia latina,
59, 152C] Texto de atribución discutida.
[14] “Synodus Romae quadragesimae diebus a papa Gregorio summo conatu
colligitur, ob sedandas quomodolibet tot sine numero sanctae matris aecclesiae
scandalorum praesumptuosas inmanitates, et aliquantulum, quas modernitas nostra
omnino ferme dedicerat et annulaverat, rememorandas observabiles canonicasque
sanctorum Patrum constitutiones.” (Migne, Patrologia latina, 147, 359B, Bertholdus
Constantiensis, Annales, MLXXV, circa 1075)
[15] Polibio, Historias, libro VI, 5.
[16] Cf. R. Koselleck, Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos
históricos, Barcelona, 1993, pág. 71.
[17] The Idea of History, New York, 1957, págs. 48 y ss.
[18] Cf. Hegel, Enciclopedia de las ciencias filosóficas, III, § 553-77.
[19] Cf. Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, Buenos Aires,
1989, págs. 42-44.
[20] Cf. Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, Buenos Aires,
1989, pág. 56
[21] K. Löwtih, Meaning in History, London, 1949, pág. 37.
[22] M. Foucault, Dits et écrits, Paris, 1994, vol. IV, p. 686.
[23] M. Foucault, Dits et écrits, Paris, 1994, vol. IV, p. 562)
[24] M. Foucault, Dits et écrits, Paris, 1994, vol. IV, p. 681)
[25] Cf. M. Foucault, Dits et écrits, Paris, 1994, vol. IV, p. 567.
[26] Cf. M. Foucault, Dits et écrits, Paris, 1994, vol. IV, p. 688)
[27] Cf. M. Foucault, Dits et écrits, Paris, 1994, vol. IV, p. 571-577.
[28] M. Foucault, Dits et écrits, Paris, 1994, vol. IV, p. 572.
[29] Cf. M. Foucault, Dits et écrits, Paris, 1994, vol. IV, p. 574.
[30] M. Foucault, Dits et écrits, Paris, 1994, vol. IV, p. 577.

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