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EL HOMBRE DE LA CÁMARA

(Chelovek Kinoapparatom, Dziga Vertov, 1929)

Vertov concibe su película como “un experimento complejo que contrasta


brutalmente la vida tal como es, vista por el ojo de la cámara, con la vida tal como es,
contemplada con la visión imperfecta del ojo humano”, bien entendido que se trata de
superar la cámara como sustituto de la visión humana y liberarla para “hacerla avanzar en
dirección opuesta, alejándose cada vez más de la simple copia”. Él trata de destacar la
cámara como sustituto de la visión humana. Tres son las dimensiones, interrelacionadas,
que hacen de El hombre de la cámara una película singular: se trata de una obra
metacinematográfica, lleva al límite la pretensión documental y posee elementos propios de
las “sinfonías urbanas” de carácter experimental.
Tras la advertencia de que se trata de una película sin subtítulos, guión, decorados ni
actores, un rótulo informa de que “Este trabajo experimental está destinado a la creación de
un verdadero lenguaje internacional del cine sobre la base de su diferenciación completa
del lenguaje del teatro o de la literatura”.
La película narra la proyección de una película que tiene lugar en un cine, desde que
el proyeccionista prepara los rollos, el público ocupa las butacas y los músicos se preparan
hasta su conclusión, cuando los espectadores abandonan la sala. La película proyectada es
el trabajo de un camarógrafo que retrata diversos momentos de la vida de una ciudad a lo
largo de una jornada completa. Los primeros planos muestran la quietud y soledad de las
calles, se despierta la gente, comienzan a funcionar los transportes y las fábricas, durante el
descanso de la actividad laboral la gente practica los más diversos deportes, contempla
escaparates, charla en los bares o interpreta música con instrumentos caseros. Mientras
tanto, vemos al camarógrafo ejercer su oficio en los más variados lugares y posiciones –en
lo alto de un puente, en el estribo de un tranvía, tumbado en medio de la calzada para una
toma a ras de suelo- y se insertan planos con la imagen superpuesta del objetivo de la
cámara y del ojo del operador, y otros que muestran el trabajo de la montadora en la
moviola.
Vertov utiliza la estructura de cine en el cine y la lleva hasta sus últimas
consecuencias, pues no se limita a intercalar una película dentro de otra, sino que el filme
primero es el propio acto de visionado y el segundo constituye una completa reflexión
sobre la mirada y la relación cámara-ojo, sobre el cine como sistema de representación,
sobre la construcción del discurso fílmico y la competencia y participación del espectador.
La presencia reiterada del camarógrafo desbarata cualquier pacto de ficción y plasma la
subjetividad y limitaciones de su mirada, incluso hay planos donde se pone de manifiesto
que su presencia transforma la realidad, como cuando en una oficina una persona se tapa el
rostro porque no quiere ser filmada. La relación entre ambos niveles se efectúa no desde la
ilusión cinematográfica a través de personajes o temas, como suele ser habitual, sino desde
la propia materia fílmica: en algunos momentos, la imagen del relato segundo se congela
para que el espectador vea el propio celuloide con sus perforaciones que está siendo
manejado por la montadora. Y mediante el trabajo de montaje –mostrado en paralelo con la
labor de modistas y tejedoras- se pone de manifiesto el carácter fabricado del texto fílmico.
Pero también es una película sobre el dispositivo cinematográfico al constituir todo un
catálogo de sus recursos (el experimento sobre el lenguaje internacional del cine citado en
el rótulo inicial): planos subjetivos, sobreimpresiones, pantalla partida, máscaras, mosaicos,
imágenes duplicadas con espejos, parada de imagen, tomas a desnivel, planos picados y
contrapicados, imágenes de las sombras del trasiego de la gente, movimiento acelerado o
retardado, montaje rítmico con valor musical, movimientos caóticos de la cámara, montaje
con acción invertida, etc. Esta experimentación también incluye, hacia el final, el trucaje
por animación fotograma a fotograma cuando el trípode parece cobrar vida, la cámara se
instala en él y ambos “andan” en pos de la realidad que va a ser filmada.
Este carácter metacinematográfico hace de El hombre de la cámara un documental
autoconsciente. En las antípodas de, por ejemplo, Flaherty y cuantos ficcionalizan la
realidad, pero también distanciándose de la mostración ingenua de lo real, Vertov subraya
el proceso de captación, la transformación en la moviola y la contemplación espectacular,
con lo que queda relativizada la condición documental de su obra.
También hay que subrayar los innegables paralelismos que esta película tiene con
Berlín, sinfonía de una gran ciudad (Berlin, Die Symphonie einer Grosstadt, Walter
Ruttmann, 1927): ambas muestran la actividad vital de una ciudad a lo largo de una jornada
y comparten la atención al movimiento y a ciertos elementos como tranvías, teléfonos,
máquinas de escribir o deportes.
Por último, esta película es un claro ejemplo del poder que puede tomar la lente de una
cámara: mostrarnos mundos reales e irreales tan similares que incluso a veces es difícil
distinguirlos.
Vertov convierte la lente de la cámara en ojo humano, captando todo a gran velocidad tal
como lo hace la visión, mostrando fragmentos de situaciones que a simple vista carecen de
lógica, de la misma forma que lo hacen nuestros ojos. Nuestros ojos captan, pero nuestra
mente relaciona y enlaza.
Este documental está inscrito dentro de lo que el autor denominó “Cine-ojo”, que más que
una proposición técnica, es una actitud filosófica ante el fenómeno cinematográfico. De
modo que el “cine-ojo” no es sólo el nombre de un grupo de cineastas, no es sólo el título
de una película (Cine ojo) y tampoco una corriente o movimiento del arte. El cine ojo es
explicación del mundo visible, aunque sea invisible para el ojo desnudo del hombre.
El “cine-ojo” utiliza todos los medios de rodaje al alcance de la cámara y todos los medios
de montaje posibles. La cámara no era para Vertov un mero instrumento mecánico de
registro, sino una prolongación vital de sus ojos que le permitía expandir su percepción y
trascender los horizontes hasta entonces alcanzados por el cine. La convirtió en un
personaje dentro del film -un gigante que desde lo alto partía en dos las calles de la ciudad
en cuya lente sobreimprimió un ojo humano que bien podría ser el propio, como si le
estuviera posibilitando a él mismo sumergirse en la realidad que fotografiaba.
Es una película hermosa, a veces difícil de desentrañar, pero vale la pena. Una extraña y
poderosa mezcla que une mundos reales e irreales, creando una obra imposible de enmarcar
y definir con certeza, y justamente ésa es la gracia.

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