Você está na página 1de 223

SHEMIA

Antes de Egipto
Bernardo Lira

Capítulo Primero

Senbi nació brujo. Llegó al mundo el último día del festival de celebración al dios Seth, su madre
murió en el parto y como los tíos creyeron que la deidad manifestaba su voluntad de convertir al niño en
mago, se esforzaron por criarlo como tal. Acertaron porque el pequeño mostró condiciones y un apetito
insaciable por aprender.
Miembro de una familia nómada, Senbi peregrinó desde niño y en su incesante trayecto vio extraños
rituales, escuchó leyendas y caviló en la negrura de la noche; supo del agua primordial, aprendió a curar
heridas y a ahuyentar demonios. Su juventud se fue entre ensalmos, ritos y pociones, y cuando alcanzó la edad
adulta encontró un clan sedentario al que unirse. Allí desarrolló su sabiduría y muchos en la tribu, creyéndole
el vínculo entre hombres y dioses, le convirtieron en líder. Casi una década después -debido a un intento de
traición que casi le costó la vida- aceptó unirse a otro clan oficiando como jefe religioso quizá intuyendo que
allí dejaría una huella indeleble que soportaría el paso de los milenios.
El líder de ese último clan, compuesto por unas doscientas almas -que sobrevivía penosamente en
una playa rocosa- se llamaba Thak. Alto y delgado, Thak tenía ojillos oscuros de mirada inquietante, pómulos
prominentes y nariz ganchuda. Vestía un faldellín de lino ajustado con un cinturón de cuero donde engarzaba
una daga de cobre con empuñadura de marfil y un morral lleno de untos y potingues. Cubría su afeitada
cabeza con una toca blanca sujeta con una argolla de oro. Sus dedos largos lucían los anillos que simbolizaban
su liderazgo.
De recorrer el mundo, un observador incidental habría hallado decenas de poblados como éste, con
gente como la del clan que Thak lideraba, gente que pelaba animales o los cazaba con arcos y flechas,
preparaba las cañas para pescar, molía trigo o hilaba lino; algunos practicaban la escritura intentando mejorar
el trazo y otros vaciaban agua en cubas de barro cocido. Unos revisaban el fermento de la cerveza y otros la
bebían bromeando borrachos. O bien tallaban leoncitos de madera para sus hijos o molían piedritas de colores
para hacer maquillaje. Muchos contaban las noches con luna llena para completar el año o rezaban a los
dioses por el recién fallecido. Uno afilaba su daga de cobre y otro barría los huesos del almuerzo esquivando a
los que dormían el sueñito después de la comida.
Todos en la tribu respetaban a Thak; su inteligencia avasalladora, gran carisma y elocuencia
fascinaba a cualquiera y, como desconocían su origen, aseguraban que no era de este mundo. Él introdujo al
clan la forma de pescar con anzuelos de cobre y redes, fue Thak quien enriqueció la escritura con un sinfín de
nuevos términos y por él aprendieron a construir con ladrillos de barro.
Cuando corrían tiempos en que era un mocete de diez años huyó de casa con su amigo Speh. El mito
decía que recorrió el mundo entero montado en un ibis divino del que había adquirido sabiduría celestial y
que, acabada la jornada, el ave le depositó junto a un río elemental desde el que anduvo entre caminantes y
familias que se le unieron, encantados con trucos de serpientes, una elocuencia excepcional y el ofrecimiento
de encontrar el país de los dioses en la tierra. Thak compartía con Speh sus sueños del paraíso terrenal al que
llevaría a mucha gente, anhelo que creció al punto de transformarse en el motor que conducía sus actos, ideas
y decisiones.
Tras once años vagando, el clan de Thak finalmente se estacionó en una playa, cuyos alrededores
empezó a recorrer minuciosamente en busca de señales del paraíso prometido. Al principio salía en la mañana
y regresaba entrada la noche, pero al paso del tiempo se tomaba dos, tres días. Más adelante, desaparecía por
semanas y volvía para dar instrucciones, imponer ideas y rendir culto a los dioses, cogía su morral y partía
como quien no es amo de sus pies.
La aldea quedaba en compás de espera como en un mundo detenido mientras Thak andaba fuera.
Continuaba su rutina ordenada, pescando y cazando, intentando cultivar la tierra, elaborando cosméticos y
siguiendo el riguroso ritual de adoración a sus deidades. Parecían querer mantener las cosas tal como Thak las
dejaba al salir y confiaban que a su llegada estaría agradecido por la dedicación con que cuidaban su hogar.
Dos o tres notables, -los más ancianos- habían adquirido la costumbre de discutir los eventos del día.
Viejos y cansados, evitaban el trabajo físico y se sentaban a mirar y criticar. Las murmuraciones se
transformaron en opiniones constructivas, y muy pronto ese consejo de ancianos terminó por establecerse.
Las ausencias de Thak dieron tal preponderancia al consejo que terminó convirtiéndose en uno
permanente -compuesto por ocho hombres sabios, la mayoría de ellos ancianos- que decidían sobre la vida de
los miembros del clan, los cultivos, las armas y hasta las uniones de pareja. Por su parte Thak aprobó el

-1-
consejo y, aliviado, se dispuso a recorrer rutas más distantes sabiendo que mientras él no estaba la aldea
quedaba bajo alguna clase de gobierno.
El gordo Sobek formaba parte del Consejo. Provenía de Occidente y llevaba ese nombre en
homenaje a un dios cocodrilo a quien sus padres adoraban. Unos bandoleros dejaron huérfano al pequeño
Sobek, que creció perseguido por los asaltos a lo largo de su niñez y adolescencia, hasta que el clan al que
pertenecía se disolvió luego de un violento ataque. En la huida, el muchacho erró por años cazando pequeños
roedores o recolectando frutas para subsistir. La durísima experiencia de vida le había forjado un carácter
suspicaz y acaparador, hábil para ocultar iras y emociones. Cierto día se encontró con el clan de Thak, que lo
acogió sin dificultad.
Muy pronto, su personalidad avispada le otorgó tan importantes beneficios que terminó accediendo
al consejo. Halagó a los importantes, minimizó a los rivales, impuso la adoración al dios Sobek y se enquistó
en el selecto equipo que reemplazaba al líder mientras éste recorría los alrededores. Sobek adquirió la
costumbre de lucir anillos de oro y presidir las reuniones de la asamblea, fungiendo como jefe del clan en
ausencia del verdadero. Disfrutaba la charada y nadie lo contradecía mientras se quitara los anillos cuando
Thak llegaba. Con el líder en casa, Sobek se esfumaba, según él mismo para adorar en solitario a su
homónima deidad, aunque huía para no ser opacado por el jefe real.
Thak no ignoraba el comportamiento de Sobek -por más que se ausentara seguido- y presentía por
qué raramente se topaban. Habló un día con Senbi a propósito.
-Este lugar se está complicando. Si no encuentro un camino al río, pronto Sobek me reemplazará, y si
me quedo, nunca encontraré la dichosa ruta -le dijo-. Necesito tu consejo divino.
-Habremos de consultar a Seth -contestó Senbi.
-Y a Dunanwi. Pienso ir al Este y Dunanwi debería ser consultado.
-¿Al Este? ¿Piensas ir al Asia? Es una travesía inmensa, Thak.
-Lo sé, pero las tribus del Este son errantes y han de conocer nuevas rutas. Además, he visto ya que
hacia occidente no sólo muere el sol: también se acaban los viajeros y las aldeas. Sólo indagando con los
asiáticos podré tener un indicio del río.
-Te tomará muchísimo llegar allí. Tres meses al menos.
-Espero poder encontrar nómadas en el camino.
-Y también debes pensar que Sobek tendrá tiempo para sus planes.
-Es verdad -reconoció Thak.
-¿Qué harás, entonces? -preguntó Senbi.
-Esperar pues a ver lo que Dunanwi tiene que decir -contestó Thak con renovado humor.
-Muy bien, se hará. Mañana tendrás la respuesta.
Senbi tenía razón, pensó Thak. Al permanecer demasiado tiempo fuera, prácticamente le regalaría la
jefatura a Sobek sin esfuerzo, lo que ofuscaba al líder. Se propuso hallar una solución mientras aguardaba la
respuesta de Senbi y se acostó en su camastro de plumas pero no pegó ojo en toda la noche.
Al día siguiente, se reunieron otra vez. Senbi traía su respuesta y Thak una idea.
-Dunanwi aprueba pero Seth calla. No recomiendo que viajes al Este -aconsejó severo el sacerdote.
-Dunanwi aprueba -replicó el líder.
-No oigas sólo lo que quieres oír, Thak. El silencio de Seth no es buena señal.
-Tal vez Seth querrá oír lo que tengo que decir -dijo Thak con picardía. El sacerdote mantuvo un
duro silencio con los labios apretados como siempre que quería mostrar su desaprobación. El líder intentó
distenderse-. Déjame intentarlo, Senbi. Sólo escucha esto.
-De acuerdo -respondió sin convencerse.
-Mi idea consiste en dejar aquí a Hepu -la voz triunfal de Thak contrastó con la seriedad de Senbi.
-¿Y quién es Hepu?
-Mi heraldo.
-¿Quién?
-El toro Hepu.
-¿Un toro, tu heraldo?
-Precisamente -el gesto de Thak resultaba tan rotundo que a Senbi le pareció absurdo preguntar otra
vez, pero no pudo contenerse.
-¿Un toro, tu heraldo? ¿De qué estás hablando?
Una amplia sonrisa se dibujó en el anguloso rostro del líder. Había logrado confundir a Senbi con
una idea que no pudo comprender. Frecuentaban una competencia intelectual que los mantenía espabilados y
divertidos, analizando los cambios del clima, los movimientos de las manadas o las prácticas de arado, y uno
se burlaba del otro cuando le superaba en el tema. Esto, sin embargo, no causaba gracia al sacerdote pero el
líder, lúdico, jugaba como siempre. A Thak no se le agriaba el genio con facilidad y aparentaba una actitud

-2-
infantil cuando enfrentaba desafíos, como si tuviera una irreconocible ventaja o tal vez porque prefería perder
con humor antes que hacerlo amargado.
-Sí, amigo, un toro de heraldo -nuevamente usó un timbre categórico pero gracioso, como burlándose
de su propia afirmación mientras mostraba los dientes superiores.
-Parece que tendré que hablar con Smitis para que con su magia suprima las burradas de tu corazón.
-Te apuesto los anillos que Smitis aprobaría la idea.
-¿Pero de qué se trata esto, entonces? -Senbi finalmente se rindió.
-Escoge un toro y hazle hablar de mi parte.
-¿Quién, yo? ¿Crees que voy a hacer hablar a un toro?
-Naturalmente. Y yo sé cuál es el toro que habla: tiene doce marcas.
Por fin, Senbi se dio por vencido. Con un ademán quiso apartar la discusión y se dispuso a consultar
a Smitis. Se hincó y puso las manos en el suelo.
-Smitis, escúchalo -dijo, no muy irritado pero tampoco solazado.
-¿Qué dice? -preguntó Thak. Luego de un par de minutos, Senbi se incorporó y extendió una sonrisa.
-Yo no sé de dónde sale tu sabiduría mágica, pero la diosa aprobó tu toro. Vete al Asia, ya tienes un
ridículo heraldo.
-Un ridículo heraldo que probará el sabor de la eternidad -esta vez Thak habló con solemnidad.
-De acuerdo. Le haré las marcas al animal.
Thak se quedó pensativo un par de minutos tamborileándose los labios con los dedos.
-Se me ocurre que Hepu deberá comunicar una idea que tendré mientras esté lejos -dijo por fin.
-Entiendo -murmuró Senbi-. Haremos que comunique una idea tuya cuando pase un tiempo.
-Pero aún no resolvemos algo: ¿qué hay con Seth?
-El dios aprueba que te largues. Vamos, fuera de aquí -farfulló Senbi. Mientras Thak se alejaba el
viejo sacerdote enterneció la mirada y volvió a sonreír.
Sobek se enfureció cuando, al regresar de su retiro, encontró un vacuno altivo que pacía atado al
poste ceremonial mientras informaba al clan acerca de los pensamientos del jefe ausente, eliminando la
amenaza que el consejero representaba al liderazgo de Thak.
Por mucho tiempo, Sobek había preparado su plan de reemplazo; notaba que sin líder la aldea caía en
un sopor del que despertaba en cuanto Thak aparecía en el horizonte y sentía esa delicada simbiosis como
algo que podría usar en su provecho. Con la misma energía con que presidía las asambleas de los ocho
ancianos deslizaba soterradamente el daño que cada partida de Thak provocaba en la gente, ora diciendo que
la nueva barcaza tendría que esperar su retorno, ora acusando la falta de liderazgo para ordenar la tala de leña,
siempre buscando posar sobre los reclamos el tema del líder ausente. Convencido que su táctica pronto
motivaría a los demás consejeros proponer la idea de un cambio de jefe, Sobek, como el cocodrilo, se
agazapaba paciente con la sangre fría para no desperdiciar fuerzas esperando el momento de brincar. Ahora,
sin embargo, durante su propia presidencia presentaban al heraldo Hepu, un toro con doce marcas sagradas,
las marcas de la docena divina en que los habitantes de la región dividían el año de la agricultura y los signos
de los nacimientos, encargado de entregar a la aldea la palabra de su líder que, aunque no los acompañaba en
persona, podía comunicarse con ellos a través del toro divino. Los consejeros celebraron a Hepu y cesaron
instantáneamente los resquemores debidos a la ausencia de Thak. Sobek quedó así fuera de la carrera por el
liderazgo.
De todas formas, permaneció en el consejo. No sería líder pero conservaría una cómoda posición.
Los consejeros gozaban de variados beneficios además de no trabajar y Sobek deseaba mantenerlos aunque
tuviera que ceder su ambicionado liderazgo por causa de un toro parlante. Los aldeanos escuchaban a Sobek
con respeto, recibía dádivas de cazadores y agricultores, bebía leche sin esfuerzo y alhajaba su habitación
gratis. Incluso convivió con una muchacha que se le entregó gracias a su relevante posición. Redujo su
participación en los consejos, callando la mayor parte de las asambleas. Hacía apenas lo requerido para no
pasar inadvertido y tampoco se presentaba con sus anillos. Pronto se le ocurrió innecesario abandonar la aldea
en cuanto regresara Thak.
Pero Thak partió sin planes de regresar si no lograba su objetivo. Muy lejos del hogar -y decidido a
ubicar tribus asiáticas aun si debía andar hasta la mismísima Asia-, caminó incesantemente hacia el Este hasta
que, al cabo de una semana de marcha se topó con un grupo de personas, luego dos, tres y, después de la
segunda semana había acumulado un buen número de pistas.
Los asiáticos le resultaban personajes peculiares. Cubrían todo su cuerpo con ropas coloridas y se
dejaban crecer la barba -algo poco higiénico, pensaba-. Su dialecto sonaba divertido y costaba mucho
entenderles. Uno de los mitos acerca del líder contaba que Thak conocía todas las lenguas del mundo, y, si
hubiera habido testigos de sus encuentros con los asiáticos, probablemente habrían confirmado el cuento. El

-3-
jefe se desenvolvía extraordinariamente con los extranjeros e incluso balbuceaba palabras foráneas, destreza
con la que recogió importantes conocimientos sobre cultivos, pastoreo, religión, metalurgia y escritura.
Y aquello que más perseguía comenzaba a adquirir forma. Varios nómades le confirmaron la
existencia de un paraíso en occidente. De ellos obtuvo señales geográficas con las que dibujó un itinerario
razonable. Cada tribu que hallaba le servía para corroborar o corregir su mapa. Treinta días le tomó componer
un trayecto creíble más o menos confirmado. Le pareció suficiente y decidió volver.
Entretanto, el clan se encontraba conmocionado con Hepu. El toro escuchaba las actas del consejo de
ancianos, las relataba a Thak y luego reproducía las decisiones del líder. Felices, los aldeanos sentían la
presencia de su líder a través del formidable animal, que un día aseguró tener una noticia importante que
compartir con el pueblo. Esa mañana la gente se agolpó alrededor de la bestia. Senbi, ataviado con su peluca
ceremonial, dirigía el rito y cuando al fin se produjo un silencio tieso, comenzó a traducir al toro.
-Thak nos habla mediante Hepu. Nos pide oírle -hubo murmuraciones. Se miraron unos a otros-. Es
Thak que les saluda y les ama, y quiere contarles algo que ha aprendido -más murmuraciones, alguien
carraspeó. Senbi miró específicamente al toro. El toro miró con su enorme ojo a Senbi-. Es una idea, una idea
para la navegación -se oyó un gemido de asombro. El toro rumiaba-. Atar palos, atar palos -la cola del toro se
balanceaba espantando las moscas-, inflar pieles de cabras, de antílopes, de vacas -babeaba el toro mientras
rumiaba-, atar palos, atar palos. Montar las pieles sobre los palos atados. Montar los palos atados sobre las
pieles. Atar los palos, las pieles y los palos -un bufido ronco del toro-. Una balsa. Haremos balsas con palos
atados y pieles infladas que flotan en el agua. Lo que pide Thak, lo dice Hepu. Una balsa. ¿Estás cansado,
Hepu? Hepu está cansado. Haremos una balsa para este río, y para el futuro río haremos una balsa, ¿la
haremos?
-¡Oh, sí, Thak, haremos una balsa! -exclamó una mujer, asombrada por el mensaje del toro.
-¡Sí, Thak, haremos una balsa! -replicó otro. Pronto se reprodujeron los asentimientos, un barullo
ruidoso de aprobaciones y alegría se apoderó de la plaza, y el toro se inquietó. Jaló la cuerda, asustando a los
que estaban más cerca. Retrocedieron comprendiendo que el heraldo Hepu se había cansado y debían irse. Se
disgregaron, contentos, como contento permaneció Senbi junto al inquieto Hepu. Murmuró:
-Eres fabuloso, Thak -dijo palmeando el lomo del animal.
La balsa consistía en una hilera de troncos atados sobre la que dispusieron pieles animales hinchadas
con aire. Encima, otra hilera de troncos también amarrados, como un emparedado con las pieles en medio. La
estructura flotante funcionó a la perfección y con ella los aldeanos pudieron recorrer la costa y alargar las
jornadas de pesca, que con el nuevo aditamento podían durar un día completo en el que cogían más pescado.
El episodio causó una impresión significativa en el pueblo, que comenzó, tímidamente al principio
pero muy pronto con gran vigor, a adorar a Hepu el Heraldo de Thak. Aparecieron altares dedicados al
animal, se multiplicaron los ritos y muchos añadieron el nombre del toro a los suyos, como Tyhepu -antes
llamado Ty-, gran pescador y su mujer Hepunebsenet. Senbi se vio forzado a corregir el calendario para
ubicarle un día a la fiesta del dios de la palabra.
En esa ola de cambio el pueblo vio llegar de regreso a su líder. Se le vio exhausto arrastrando un saco
lleno de objetos, pero en su rostro se combinaba el cansancio con la infantil emoción del hallazgo.
Evidentemente, traía buenas nuevas. Cada uno detuvo sus labores y corrió a recibirle, formándose muy rápido
un corrillo de gentes que le saludaban y felicitaban mientras algunos se ofrecían a cargar la pesada talega.
Además de los parabienes por su regreso le atropellaron con preguntas y ofrecimientos.
-¿Quieres cerveza, padre? Ven a la sombra, padre. Te ofrendamos pan, padre. Cuéntanos qué has
visto, padre. Estamos al fin contigo, padre -a todos los ofrecimientos asentía y a cada pregunta daba una
escueta pero cariñosa respuesta el líder de la aldea, a ratos abrumado por las muestras de afecto.
Apareció Senbi entre la multitud. Más atrás llegaba Speh. Sin dejarles hablar, Thak se apuró en
abordarlos.
-Traigo importantes noticias y deben oírlas cuanto antes -les dijo olvidando siquiera saludarles. Se
escurrieron de entre la muchedumbre y se metieron en la casa de Thak.
-Ya es hora de saludar, Thak -dijo Speh con voz burlona.
-Ya es hora, cierto. Lo siento, hermano, vengo atorado con esto -respondió éste.
-Estás agotado, descansa.
-Habrá tiempo para eso. He encontrado la ruta. La he encontrado.
-Bien que la hallaste, pero ahora has de comer algo, estás en los huesos, hombre.
Speh actuaba de manera casi maternal con Thak. Puede que creyese que la contextura delgada del
líder, si se la comparaba con su formidable robustez, lo hacía más frágil. Además, desde pequeños él había
tomado un rol parecido al de guardaespaldas de Thak, protegiéndolo contra niños más corpulentos, e incluso
ante las bestias, y tampoco reducía su afán de resguardarlo cuando de comida se trataba. En sus correrías de
adolescentes, los dos muchachos que huyeran de su tribu afianzaron unos profundos lazos de amistad y aun de

-4-
hermandad aunque no fueran hermanos. Complementaba la inteligencia superior de Thak el profundo sentido
de lealtad y la formidable fuerza física de Speh.
Senbi narró a Thak los eventos ocurridos en la aldea en su ausencia mientras éste comía carne de res,
visiblemente desinteresado por el relato. Verdaderamente venía atorado con sus propias novedades.
-Bueno, bueno, está bien. Tendremos ocasión de conocer a Hepu mi heraldo. Ahora necesito
hablarles del paraíso -dijo comiendo el último bocado. Y sin mediar pausa, les describió su travesía,
deteniéndose específicamente en los pasajes en que los nómadas asiáticos le contaron del oasis del Oeste.
Parecía apresurado, como creyendo que si no hablaba la información se desvanecería.
-“Al terminar tu recorrido hallarás ese edén” me dijo finalmente un asiático, con el que comprobé
que las informaciones anteriores eran todas ciertas -concluyó Thak-. Como ven ustedes dos, tenemos una
oportunidad de oro para salir de aquí, y antes que la luna vuelva a hacerse negra estaremos en el paraíso. Lo
tengo todo pensado. Cogeremos cuanto necesitemos, que no será mucho, y marcharemos todos hacia
occidente, donde se muere el sol.
-¿No es el occidente un sitio prohibido por los Padres? -preguntó supersticioso Speh, refiriéndose a
los dioses.
-Si tengo toda esta información es porque los Padres me ayudaron a conseguirla.
-Tenemos demasiadas parturientas y ancianos, y hay algunos enfermos -replicó Senbi-. Como lo
describes, el camino parece duro incluso para hombres robustos.
-Nada es duro si la meta es ésta, Senbi.
-Algunos morirán -reflexionó Speh.
-No si marchamos pacientemente, por la mañana y al atardecer.
-¿Y la comida?
-El camino proveerá. Está plagado de vergeles.
-Deberás proponer tu idea al consejo de los ocho -comentó Senbi.
-Tú me apoyarás, ¿verdad, Senbi?
-Sí, lo haré, pero dudo que los otros lo hagan. Los ancianos creerán que al iniciarse la marcha el
consejo desaparecerá, y con él desaparecerán también sus privilegios.
-Es verdad -se lamentó el líder.
Y se produjo un largo silencio hasta que Speh tuvo un recuerdo repentino.
-Tuve un sueño -dijo rompiendo el silencio-. Fue un sueño extraño pero creo que ha sido un mensaje
de los Padres, de Iabet quizá, que nos cuida desde el Este. O tal vez Igai, el señor del desierto. Duau pudo
intervenir también, en tanto que es un dios-león protector. Más me inclino por creer que fue Iabet, porque tú
has llegado de oriente, Thak. Quizá Senbi pueda decirme quién me dio el mensaje.
-Si nos cuentas el sueño, quizá lo haga -le contestó Senbi un poquito sarcástico.
El sueño rezaba así: un grupo de merodeadores atacaba al clan. Uno de los bandidos arrojaba una
lanza contra el sol, pero Thak saltaba interponiéndose y en ese acto heroico moría desangrado. El sol,
agradecido, se lo llevaba para gobernar el mundo junto a él.
Thak y Speh miraron simultáneamente al sacerdote esperando de él una respuesta. Senbi arqueó las
cejas y se frotó las sienes con los dedos. Solía hacerse el dramático tomándose un buen rato en responder,
como preparando el ambiente con tensión y ansiedad.
-Sin duda es un presagio -apostilló finalmente, acomodándose la peluca-. Y te lo ha puesto Jnum, el
dios protector, claramente. Es evidente que se trata de un relato del más allá. Es cierto que el acto de Thak es
una inspiración en Duau pero Duau desconoce el más allá. Todos ya sabemos que Jnum ha cuidado el huevo
del sol y además conoce la valentía del león -Duau-, de modo que ha descrito a Thak, en tu sueño, como el
mismo Duau. Es muy significativo que sea el guardián y no el valiente quien te puso el sueño, porque todos
somos valientes alguna vez, pero muy pocos son guardianes. Jnum te ha dicho que Thak deberá ir al sol, pero
no por coraje sino para cuidar al pueblo.
Calló solemnemente unos minutos, respirando lentamente, y luego se dirigió a Thak.
-Este sueño es importante, Thak. Llega a Speh ahora que traes esa idea loca de arrastrarnos a todos a
una larga prueba. No digo que Jnum te esté animando a hacerlo, pero sí que cuides de esperar las condiciones
adecuadas. Irás por la ruta donde muere el sol -es decir, irás al Oeste- pero no puede ser hoy, y tal vez
tampoco será mañana. Tendrás que aguardar una señal.
-¿Y cuál será la señal? -inquirió Thak algo mareado con tanta teología.
-Obviamente será un peligro.
-¿Correrá peligro el clan? -preguntó el líder.
-Así es. Según el sueño de Speh, la horda nos atacará a nosotros, no al sol. El lanzazo al sol es
incidental, y será debido al ataque que deberemos irnos.
-¿Correrá peligro el clan si hacemos el viaje?

-5-
-Sí, también será peligroso. Tu muerte lo indica.
-¿La señal que esperamos será un ataque?
-Sí.
Speh, que no había abierto la boca desde que relatara el sueño, creyó adecuado decir algo.
-Entonces esperaremos un ataque para irnos.
-Esperemos poder anticiparlo, para irnos sin ser atacados -le contestó Thak.
-Deberíamos enviar exploradores a los alrededores -sugirió Speh.
-Buena idea, hermano -dijo entusiasmado Thak-. Tu sueño nos muestra que partiremos al Oeste, pero
nos iremos en cuanto aparezca un peligro, y para anticiparlo enviarás exploradores -le dijo, y se dirigió luego
a Senbi-. Habrá que estar atentos.
-Habrá que estar atentos -corroboró Senbi.
Tres días después, uno de los exploradores que mandara Speh para otear cualquier señal perturbadora
regresó sobresaltado pidiendo hablar con Thak. Vándalos armados con lanzas se acercaban al clan y, según
sus cálculos, llegarían en dos días.
-Speh tiene este singular sueño justo cuando una horda de salvajes se nos viene encima. ¿Qué más
hace falta para comprender? -preguntó Thak a los ocho ancianos del clan, a quienes propuso marchar a un
lugar generoso de tierras fértiles, aguas mansas y caza abundante.
Hubo al comienzo gestos de desaprobación. Sobek murmuraba acerca de los enfermos, las viejas y
las preñadas. Otro consejero se quejó de no tener más información que la de unos bárbaros. Un tercero había
empezado a enumerar los múltiples beneficios de la playa, cuando Thak decidió despejar el asunto.
-El Consejo seguirá.
Así, los ocho consejeros asintieron urgiendo partir cuanto antes.
Alertado por el sueño de Speh y el peligro que suponía la llegada de la hostil caterva, el clan recogió
ropajes, hachas y cántaros y vasos, cunas, camas, telares y papiros, joyas, amuletos y azadones, y la mañana
siguiente partieron hacia el occidente, confiando en llegar a su objetivo tras alrededor de cinco semanas de
marcha, según los antecedentes recogidos por Thak.
Comenzó así la marcha del clan de Thak hacia el país de los dioses.
Caminaban lento por el desierto soportando temperaturas extremas. Durante el día la canícula
azotaba evaporando incluso las lágrimas; los insectos se freían y los animales muertos se disecaban. Sólo
algunos manantiales subterráneos daban algo de agua, sombra y vegetales. De noche, el calor desaparecía
dando paso a un frío demoledor.
-Estamos lejos, ¿verdad? -preguntó Speh.
-Ni siquiera hemos llegado al manantial de las piedras azules -completó Senbi.
-Pronto lo veremos. Seth dirá -dijo Thak sin mirarlos.
“El tercer día encontrarás un cerro rojo” había apuntado Thak. Para ese día, efectivamente en el
horizonte lo avistaron. Una laguna a la izquierda, un bosque a la derecha. Las pistas se fueron sucediendo con
precisión durante la primera semana de marcha, pero, repentinamente, las señales se desvanecieron y sólo
aparecían largo tiempo después. Thak culpaba del retraso a la lentitud con que se movía la caravana.
Conversaba con Speh junto a una fogata.
-Apenas avanzamos porque tenemos que detenernos casi todo el día por el calor -comentó algo
ofuscado, pero pronto recuperó la presencia de ánimo-. Lo estamos haciendo lento, pero de ninguna manera
estamos perdidos.
-¿Cómo lo sabes? -preguntó Speh.
-Aún vemos las señales, y las estrellas siguen firmes arriba. Hoy ya superamos los siete cerros.
-Los vimos demasiado tarde. Los Padres deberían mostrarnos el próximo oasis mañana pero dudo
que así sea. Me he adelantado y sólo hay suelo seco hasta donde llega el ojo.
-Deberemos andar más rápido entonces.
-Thak, lo más rápido que podemos ir es al ritmo del más lento.
-Es verdad -dijo estirando los labios amurrado.
Thak sabía que apurar el tranco obligaba al pueblo a un esfuerzo demasiado grande. En efecto, las
embarazadas y los ancianos retenían al grupo. Además, le recordó Senbi, ya habían dejado atrás a Iabet, diosa
del Este, y como no tenían bestias para sangrar, no habían hecho los sacrificios de rigor en su nombre. Debía
ser ella quien los retenía exigiendo el óbolo diario, comentó el sacerdote. El rito se hacía precariamente con
savia vegetal o saliva. La diosa no es tonta, le dijo.
Pese a la profunda religiosidad del grupo, Thak compartía poco su fervor. Sus andanzas por el
mundo y quizá su sempiterna responsabilidad para con otros le había moldeado un carácter pragmático y una
religión estrecha, que solía desafiar su paciencia. Aprobaba los ritos mientras no significaran un esfuerzo
importante, y menos un esfuerzo extremo. Decía que los dioses comprenderían los malos tiempos aceptando

-6-
escuálidos sacrificios, pero en el fondo pensaba que los Padres no prestaban mucha atención, o que tal vez no
había dioses a los que elevar plegarias. En un mundo invadido por las convicciones religiosas, Thak luchaba
de continuo para sacar de su corazón esas ideas irresponsables, preocupado de pillarse con un dios que
castigara al pueblo por la falta de fe de su líder. Además, Senbi le mostraba un punto de vista alternativo a su
falta de rigurosidad religiosa.
-El pueblo no sabe si existen o no, pero creen que existen -solía decirle.
No es que a Senbi también le faltara la fe, ¡al contrario!, pero empleaba este recurso para hacer que
Thak al menos usara la religión para mantener el control sobre el clan y, de ese modo se aseguraba que
siguieran el protocolo ceremonial como los dioses lo reclamaban. Además del exigente ritual diario, el viejo
sacerdote añadía un trámite al final del día. Pedía perdón por usar de una manera tan pedestre las enseñanzas
de la fe. Servía mucho que Thak la empleara con fines políticos, pero Senbi desaprobaba su propio
comportamiento al guiar al líder por ese camino.
-Es cierto, Thak -dijo Senbi-, Iabet parece estar furiosa porque le hemos mentido. Ella conoce bien la
diferencia entre sangre y baba, y por el desafío que enfrentamos no es sabio enfurecerla más. Necesitamos un
sacrificio de sangre, y pronto.
-Se me ocurre una idea -comentó Speh.
-Ni lo pienses, hijo -lo interrumpió el sacerdote mientras intentaba recomponer su maltratada peluca-,
los dioses reprueban el uso de sangre humana.
Speh se sorprendió.
-Pero ¿cómo has sabido…?
-Te conozco, soldado, tu lealtad es proverbial, pero es peor ofrecer sangre humana que orina.
Tendríamos no sólo la ira de Iabet, sino además la del propio Seth.
-Y Seth no es un dios que deba enfadarse -comentó contrito Speh.
-¿Y Hepu? -intervino Thak como si el propio Seth le hubiese dado la idea.
-¿Sangrar al toro?
-Claro. Ya tiene marcas por donde puedes sacarle sangre.
-No -dijo contundente-. A estas alturas eso es un crimen de fe. Thak, has puesto un nuevo dios a la
vista de nuestros Padres. Que el pueblo adore a Hepu hace que los dioses lo reconozcan ya, y no podemos
bromear con él, lo sabes bien.
-Tienes razón -aceptó decepcionado el líder, pero inmediatamente reaccionó-. Pero puedes hacerle
marcas nuevas. Hemos abandonado la tierra de Hepu, estamos en un suelo nuevo. Hazle nuevas marcas.
Esta vez Senbi no reprobó al instante. Ciertamente no había animales para sangrar -no habían hallado
ninguno en días-, y Thak tenía razón, el toro no estaba en su tierra natal. Por otra parte, el heraldo perdía sus
poderes en presencia del jefe.
-Sin embargo, no es sabio. Hepu fue concebido con doce marcas, la docena divina, y no tenemos
derecho a cambiar el número, y tampoco herirlo en las marcas. No, no es buena idea -y dio por terminado el
debate.
-¿Y de dónde sacaremos sangre entonces? -preguntó Speh.
-No sé. Pero ni de ti, ni del toro, aunque ambos se parezcan. Fin de la discusión, Speh.
A medida que proseguía, la marcha se hacía más dura. Sufrieron y flaquearon. Muchos murieron en
el recorrido y poco hallaron para echar en las oblongas vasijas de barro cocido. Apenas recogían dátiles de las
palmeras halladas en esporádicos oasis que asomaban desde que dejaron la costa por el sueño del fornido
Speh.
Anduvieron a través del desierto castigados por la inclemencia del clima, trepando escarpados riscos,
reptando por áridas explanadas de arena y deteniéndose en escasas vertientes de agua. El clan decrecía
peligrosamente en número al paso de los días, pues los viejos morían de cansancio y los pequeños por el calor
y la fiebre. En cada jornada se echaba a andar el telar de lino para fabricar nuevas prendas para los muertos y
también para los vivos, y la materia prima escatimaba. Los odres se vaciaban incluso antes de llegar a una
fuente de agua fresca.
Mientras el calor del día se abalanzaba sobre el clan, Thak se apartaba del grupo apurando el paso en
soledad decidido a otear el horizonte en busca de pistas. En la tarde regresaba con pocas ideas sobre el
itinerario, precisamente cuando el grupo reanudaba la marcha. Pronto se percató que la mejor estrategia
consistía en caminar de noche junto a las estrellas que servían de guía constante en la caminata. Fue a
decírselo a Senbi.
-Las estrellas son fieles, no las señales.
-¿Los harás caminar de noche?
-Sí, sólo en la tarde, cuando amaina el calor.
-Has creado mucha inquietud con los muertos y tus desapariciones.

-7-
-Lo solucionaremos, lo solucionaremos. Durante el día yo buscaré las señales y de noche las estrellas
nos guiarán.
La muerte de un niño de tres años, tras tantas otras, causada por el hambre y la fatiga, desencadenó el
recelo contra el líder, que parecía haber malinterpretado el sueño de Speh. Comenzaron a maldecir su mala
fortuna y a culpar de ella a Thak. Las suspicacias surgieron primero entre las mujeres, horrorizadas porque sus
vástagos se iban a la otra vida por culpa del líder.
-Reconoce al que está envuelto, Imyut -oraba con languidez la mujer mientras envolvía el cuerpo de
su hijo en piel de gacela-. Levántalo ante la Noche y haz que tus cancerberos dejen paso a la Ka de mi hijo.
Pero cuando veas a Thak, hazlo vagar por el desierto de la inopia y la perdición -oyeron esta maldición otras
madres, que desearon lo mismo para el jefe, sumándose luego las protestas los jóvenes. La odisea no había
menguado los apetitos de los muchachos, ávidos de aventura y desafío, que luchaban por conseguir los
favores de las hembras. Finalmente los consejeros alegaron, pero siempre cuidando de no alertar a Thak.
En un mes de marcha quedaban en pie no más de cien almas de las doscientas que partieron. El
sueño del general Speh y la lectura de Thak habían propiciado la catástrofe: mientras se acercaban a la tumba
del sol, en occidente, los mismos muertos reclamaban la presencia de los vivos.
Propaladas las quejas por todo el clan, dos muchachos finalmente decidieron hablar con Speh una
noche mientras la tribu se desprendía del polvo de la jornada para descansar al alero de las palmas. Sentados
alrededor de una pira que les protegía del frío, los jóvenes pidieron directamente al fornido general alzarse
contra su jefe.
-Escúchanos, Speh. Esto tiene que parar -rogó Kenamum, que hacía poco había dejado de afeitarse la
cabeza al convertirse en hombre.
-Regresemos a la costa -dijo el otro pestañeando rápido.
-Nos estamos muriendo, Speh -siguió Kenamum-, nos estamos muriendo y Thak actúa como si nada,
como si los muertos fueran sacrificios a Anfu en el más allá. Míralos, Speh, no pueden seguir. No olvides que
el sueño lo tuviste tú.
Speh oía atento al mozalbete, escudriñando el miedo en sus ojos y el odio en su corazón mientras
observaba de cuando en cuando al fuego que resplandecía en las lustrosas ajorcas que adornaban los brazos de
uno de ellos.
Las cosas se ponen feas para Thak, pensó Speh. Hacía tanto que lideraba el clan y se encontró por
primera vez con un fuerte disentimiento. Masticó un trozo de carne seca salada, bebió un sorbo de agua tibia,
y meditó luego de escupir sobre el fuego. Agradeció la sinceridad de los chicos y les dejó partir, repasando los
argumentos y la delicada situación del líder, pues había sido por su sueño que la tierra se tragaba a los vivos,
irresponsables e irrespetuosos, deseosos de ir a occidente para ver morir al sol. Se sintió culpable, pero no
quería dirigir: él servía para matar enemigos, no para gobernar.
Thak sí servía para gobernar. Siempre hallaba una solución ahí donde parecía no haberla, y una
buena. Años atrás, Speh lo acompañó a una negociación con la tribu que por ese entonces lideraba Senbi. Uno
de los generales de la tribu de Senbi, un tal Restuj, había exigido un trueque injusto que Thak aceptó.
Vacilante, Speh le murmuró que se trataba de una transacción desventajosa, pero el avispado jefe sólo sonrió.
Al cabo del intercambio, en el que permutaron dagas por vasijas y lino, Thak acusó públicamente a Restuj de
querer las armas para asesinar a Senbi, y propuso al grupo unirse al suyo. La muchedumbre vecina, encantada
con la elocuencia del joven líder, accedió a usar las armas adquiridas para linchar y destrozar el cuerpo del
general Restuj (nombre que a la sazón se transformó en el vocablo usado por largo tiempo para denominar la
traición). El abdicado líder, Senbi, juró entonces sobre la cabeza del confabulador servir con lealtad a su
nuevo jefe como líder religioso del ampliado clan, pactando con sangre según los designios de la tradición.
Esos años de fortaleza y liderazgo se hallaban lejos, tan lejos como la costa de la que partieron. Al
comenzar el éxodo, el clan entero seguía fielmente a Thak, que ejercía la autoridad con celo, criterio e
inteligencia. Speh, organizador del descuartizamiento de Restuj, fue nombrado general de la guerra, destinado
a preparar a los jóvenes en el arte del ataque con maza y daga, y para la cacería y el asesinato. Amaba su labor
Speh. Decía que sus piernas le andaban gracias a su trabajo, pero que el corazón le latía gracias a Thak.
Senbi, derrocado como líder de su propio clan, aceptó el encargo de preparar acólitos dedicados a
mantener el bien común como dictaba la religión del dios Seth, seguro de que el nuevo grupo estaba para
grandes cosas, al convencerse que Thak resultaba un líder prodigioso. El viejo clérigo labró en madera los
códigos del buen vivir y los repartió entre sus gentes. A partir de entonces, la lealtad del trío quedó marcada a
sangre y fuego.
Sin embargo, con el paso de los días sin ubicar las indicaciones de los asiáticos, Senbi insinuaba más
y más a Thak la inconveniencia de insistir en la empresa, pero éste permanecía obstinado en su resolución
original.

-8-
Después de oír los ruegos de los dos muchachos para que se hiciera con el poder, el bravo y macizo
Speh, en solitario sopesó seriamente si seguir a Thak pese al odio que nacía en el clan o sacarlo del medio.
Recorrió el campamento en silencio, cavilando. Una mujer dormía junto a las brasas de su lar, metida en un
saco de piel. Tres niños pequeños se acurrucaban alrededor de la madre, revolviéndose bajo la manta de lana
con que ella dulcemente los había arropado. Intuyó que mientras quedara esperanza, como la que veía en esos
rostros durmientes, Thak mantendría el respeto y la anuencia del grupo. Pese a que los muertos les habían
abandonado hacía días y que la fortuna les daba la espalda, Thak había probado su habilidad antes. Debía
confiar y esperar.
Se mantuvo despierto esa noche, esperando que las estrellas le hablaran como lo hacían a Senbi.
Finalmente, al despuntar el alba, y decepcionado por el silencio de los astros, corrió a despertar al sacerdote.
Entró en la carpa del viejo sin hacer ruido y se sentó a su lado. Suavemente lo despertó con los ruegos
matinales y le contó lo sucedido con los dos jóvenes la noche anterior.

***

Un anciano errante se detiene ante las puertas del perhó, la casa real, dispuesto a hablar con el rey.
El viejo se llama Ankhto-pa-sheri y viene desde el Este profesando la fe de Tot, su dios tutelar. Hincado
ante la entrada del templo, agradece en silencio antes de golpear las robustas hojas de madera de cedro
pulido que se alzan imponentes. Una de las puertas se abre con pesada lentitud.
Un mayordomo le ordena entrar con un ademán. El viajero teme por su vida, porque lo que está a
punto de relatar puede costarle la ira de Totjenemet III, que ha mordido el polvo de la derrota y su buen
humor ya no existe.
El perhó, el palacio de la ciudad, se yergue albo en el amarillento entorno frente a la plaza de la
ciudad, decorada graciosamente con baldosas multicolores y escoltada por enhiestos obeliscos. Las torres de
oración secundan la magnífica construcción de doble trapecio, precedida por columnas gruesas y generosas,
en cuyo interior platos bruñidos proporcionan luz a los relatos históricos esculpidos en las paredes. Una fila
de teas engalanadas con figuras de leones y cocodrilos anuncia al visitante la ruta al rey.
Caminando despacio y empequeñecido por la antinatural altura del techo, Ankhto-pa-sheri aprieta
su bastón con fuerza, como si la vida dependiera de ese esfuerzo, aunque sabe que debe cumplir su palabra
y que al hacerlo corre riesgo vital.
Recuerda Ankhto-pa-sheri cuando fue capturado por el poderoso monarca sureño. Le confundieron
con un espía enemigo y permaneció cautivo por varios días; los interrogatorios, agotadores y dolorosos, le
costaron un ojo y tres dedos del pie, y por el dolor aún cojea.
Camina unos trescientos pasos, o más, después de superar un buen número de puertas y corredores,
para lograr ver el trono real, pero el rey no está. Se rasca la cabeza pensando qué hacer cuando desde atrás
dos fornidos soldados lo cogen de los brazos para reducirlo. La presión de los guardias es tan apremiante
que el enmarañado viajero cae hincado sobre sus doloridas rodillas.
Entonces aparece el visir del rey.

***

El general pidió perdón por dudar, y el sacerdote perdonó al general por dudar.
-Sé que nuestras ideas surgen del corazón -dijo apesadumbrado Speh-, pero mi inteligencia parece
estar en mis músculos y no aquí, donde debería -se golpeó el pecho con fuerza.
-Calma -respondió Senbi-. Los Padres ven tu dolor, los hombres son débiles, pero cuando acuden a
su destino deben hacer frente a esa debilidad. Deberás contar a Thak lo que hablaste con esos niños si no
quieres verte involucrado en un intento de destitución, en caso que ocurra -hizo una pausa, cerrando los ojos
y luego de unos minutos, continuó-. Adviértele del plan, yo te acompañaré. Podemos ahogar el problema y
saldrás fortalecido gracias a tu lealtad.
En su tienda, rodeado de austeros muebles y escasas mantas, el jefe del clan escuchó a Speh sobre
la petición de los dos muchachos la noche anterior.
-Y tú, ¿qué piensas hacer? -preguntó Thak cuando Speh hubo terminado. El pétreo lugarteniente se
miraba los pies.
-Lo que tú digas, Thak -dijo con un puchero.
-¿Me traicionarás? -preguntó serio el líder. A Speh le temblaron los labios.
-¡Primero se caerá Nut sobre mi cabeza!
-Cálmate, hombre, lo sé -sonriendo, Thak se dirigió a Senbi- ¿Y bien?

-9-
-Llama a los ancianos -respondió el sacerdote. Y se reunieron los ocho.
El problema parecía insoluble: de insistir en el camino sin encontrar la meta, Thak se vería pronto
obligado a abdicar por negligencia. Si cambiaba el itinerario, su influencia sobre el clan se vería
menoscabada a un punto en el que debería dimitir igualmente.
Thak oía las propuestas de sus asesores. Speh, contrito y afligido por traer malas nuevas, y
temeroso de ser apuntado como potencial traidor, adoptó una posición plenamente favorable a cualquier
decisión de su líder. Sabía que no aportaba nada, pero prefería eso a decir algo que lo implicara más aún.
Al cabo de algunas horas de debate y discusión, el líder se puso de pie. Todos callaron. Se acercó a
Speh le susurró al oído.
El robusto general asintió nerviosamente con la cabeza.
Luego, Thak se aproximó a Senbi, a quien también preguntó algo al oído. El sacerdote también
consintió.
-Con esto me basta -dijo Thak por fin.
La reunión terminó.
Erguido en un promontorio y una vez que el clan se arremolinó a su alrededor, el líder comenzó a
hablar.
-El sol sale cada mañana y recorre el día en su barca alimentando al mundo con luz y calor. Pero
para nacer en el día debe navegar la noche y sufrir el tormento de la oscuridad. ¿No es todo igual? ¿No nace
el hijo tras el gran dolor de la madre? ¿No crece el cultivo sin sufrir la siembra? ¿No nos saciamos sin tener
antes hambre?
”Los dioses crearon la colina primordial con estas reglas y nuestro deber como hijos de los dioses
es vivir como ellos lo exigen. Debemos sufrir para lograr lo que buscamos. Les digo ahora: aún nos quedan
cinco soles para llegar donde debemos y sentiremos el dolor de avanzar, pero para saber que avanzamos nos
debe doler.
”Yo les digo: así como el sol nace cada día después de toda una noche, nuestro clan nacerá sólo
después de esta noche de desierto y de dolor. Mas, recuerden que después de la noche nace el sol, y después
de esta noche de desierto y dolor naceremos triunfales como él en el mundo que los dioses nos van a
regalar. Recuérdenme: naceremos triunfales. Hermanos, padres, madres, hijos de Seth y de Nut, vengan
conmigo al mundo que los dioses nos regalan. ¡Vengan ya!
-Cómo no iba a confiar en ti -le dijo Speh luego del discurso-. Tu pregunta estuvo de más, Thak.
-Gracias, amigo -le respondió-. Ahora deberemos fiarnos que mañana aparezcan esas piedras
azules en el horizonte. Si no he fallado en mis cálculos, hemos estado siguiendo la estrella equivocada, y al
enmendar el error deberíamos verlas antes de mediodía. Mientras, Senbi, tendrás que hacer lo que te he
pedido.
-De acuerdo, se hará -replicó Senbi-. Marcaré a Hepu y con su sangre pediremos a Iabet.
Luego de tres días de marcha, Thak se reunió con Senbi y Speh en su tienda.
-Es ahora -les dijo-, he visto el manantial de piedras azules.
Al salir de la tienda, el sacerdote detuvo la caravana con aspaviento y exigió aparatosamente a
Speh que cazara una culebra porque los Padres habían hablado a Thak y su mensaje se encontraba en la piel
de un ofidio. Con presteza, el general movilizó a un par de muchachos y, al cabo de unas horas, regresaron
con un áspid metido en un saco de lino. Thak extrajo la serpiente cuidando de mantener la ponzoñosa
cabeza dentro de la bolsa que sujetaba Speh. Las agudas escamas relataban un mensaje oculto que sólo
Senbi, con severa concentración, podía desentrañar. El gentío se agolpó alrededor del sacerdote mientras
éste arrastraba con delicadeza su dedo índice por sobre la rugosa piel del animal, murmurando un acento
ininteligible. El círculo de gente se cerraba alrededor de los tres hombres y la bestia. Las mujeres cogían el
aliento, los hombres abrían los ojos.
Senbi levantó la cabeza y miró al grupo que contenía la respiración y esperaba expectante. Alzó
una mano y, mirando a Thak, hizo un gesto para que liberaran a la serpiente. Speh salió del círculo y arrojó
la víbora lejos. El sacerdote mantenía el compás de espera con sus ojos totalmente cerrados. Comenzaba a
disfrutar el ritual.
Tras varios minutos en silencio, Senbi recomenzó los murmullos incomprensibles. Los muchachos
fruncían los ceños confundidos. Entonces, en medio de la confusión general, habló con una voz diáfana.
-Será mañana -pronunció. Y no dijo más.
Al día siguiente, la caravana culminaba otra de las interminables colinas que habían ascendido y
descendido, cuando el panorama que se mostraba en el horizonte cambió sorpresivamente.
La planicie se extendía como una alfombra de vivo color verde ocultando tras de sí un río,
flanqueado por arbustos, tallos, árboles y bestias y aves. La vista, al cabo de tres meses de piedra y arena, la

-10-
recibieron como un bálsamo supremo. Thak, esta vez y como siempre, había resuelto una situación delicada
y peligrosa.
El líder los había conducido al río.
Costó trabajo al pueblo comprender el panorama abierto a sus ojos. El desconcierto inicial tornó en
asombro y luego vívida conmoción. A la sonrisa de algunos se sumaba el llanto o la plegaria de otros. Uno
se hincó para agradecer a los dioses y pronto le imitaron otros. Hubo quienes se abrazaron y los más
corrieron aun escasos de energía para siquiera acercarse al oasis y confirmar que sus ojos no les gastaban
una broma, mientras algunos entonaron una plegaria a viva voz que pronto se convirtió en un canto de total
alegría, al que le siguió un espontáneo carnaval de baile y jolgorio.
Acompañado de un arquitecto y cinco exploradores, Thak recorrió la margen del río buscando el
mejor sitio para fijar la residencia del clan. Al bajar por un recodo de barro que dejaba una pequeña
explanada apenas más alta que el río, se arrodilló, metió las dos manos en el agua y comenzó a llorar.
Descargaba en sus sollozos la ansiedad, el temor y la incertidumbre acumulados en todo ese tiempo que su
decisión había cobrado tantos hermanos.
Era feraz el lugar; las aguas del río corrían sedosas hacia el norte, acariciadas por la suave brisa. En
las orillas, una sutil capa de limo alimentaba el suelo, donde crecían innumerables plantas y árboles. Thak
sabía de este lugar, al que, como esa tierra negra que reposaba junto al sosegado caudal, llamaban Shemia,
el lugar que se convertía en el hogar del clan que se aventuró a buscar al sol.
Al caer el día, el ocaso llamó al recogimiento. Pronto las tiendas serían reemplazadas, usando
ladrillos de barro, por casas erguidas con la cooperación de todos. El artesano tallaría en madera de
sicómoro el tótem del clan, una cobra real, a la que añadirá dos hojas de loto, planta que convirtióse en
emblema de la nueva tierra que los arropaba. Las mujeres urdirían el tejido y prepararían los jugos de dátil y
miel para sus maridos. Niños correrán a la vera del río arrojando pedruscos en competencia por arrojarlos
más lejos. Durante un instante Thak, el padre, veía una escena radiante desde su tienda, que pronto sería
reemplazada por una casa firme y techada, la casa mayor o perhó, que oficiaría además de centro de fe. En
ese ambiente de revolución y cambio, la tribu encontraba al fin el lugar donde echaría a volar su ingenio, la
creatividad infinita de sus hijos y el hambre de progreso de sus jefes, que descubrían ese sitio como el
territorio donde harían realidad sus sueños.
De noche Thak llamó a la asamblea de viejos. Los ocho líderes se reunían para evaluar el resultado
del éxodo y la llegada a su tierra anhelada. Los augurios se leyeron buenos; prosperidad, beneficio, hijos.
Incluso, Senbi tuvo palabras de aliento para el general de la tribu, Speh, que había sufrido la angustia de la
duda y el temor por la traición. Finalmente, el sacerdote leyó una profecía en las entrañas del primer animal
cazado en la nueva tierra, rito tradicional del clan cuando se asentaba. Esta profecía se constituiría en marca
imborrable del carácter de la tribu, y determinaría el futuro de Thak, de su grupo y, ulteriormente, del
mundo entero.

-11-
Capítulo Segundo

“Tú tendrás un hijo. Ahora tu hijo unirá su tierra; y ahora, al final, el hijo de tu hijo
unirá las dos tierras”, rezaba la profecía.
Abriendo surcos en la tierra a ambos costados del río lograban tierra cultivable para
el clan. Año a año, el desborde del río -que llamaban el Misterioso- depositaba una fértil
capa de limo útil para la agricultura. Las zanjas, empero, se diluían en cada crecida y los
aldeanos se veían forzados a rehacerlas de continuo. Thak creyó que el pueblo hacía un
esfuerzo innecesario.
Tras el cuarto rebase del torrente, reunió a su grupo íntimo para enseñarles el nuevo
proyecto consistente en la construcción de canales de piedra durante el tiempo seco, lo cual
les ahorraría la exigencia de hacerlos una y otra vez. Al retroceder el cauce sólo deberían
darles mantenimiento en lugar de volver a cavar.
-Es un designio divino -dijo.
En tanto, numerosos clanes de dos o tres familias llegaban para quedarse, seducidos
por las historias tejidas alrededor del clan del Loto, cuyo líder, Thak, escalaba en
importancia gracias a su fama. Para esa cuarta crecida del Misterioso, el grupo había
aumentado su población, de algo más de setenta almas, a unas quinientas al momento de la
asamblea popular.
Erguido en una palestra, el imponente líder, escoltado por el general Speh y el
sacerdote Senbi, daba comienzo a la plegaria, instando al pueblo a cumplir con la labor
apuntada por los dioses. El discurso, breve pero potente, causó tal impresión en los
presentes, que muchos juraron que Thak hablaba como un dios. Asombrado por la reacción
de la gente, Senbi se acercó al áureo jefe de la tribu y le habló al oído.
-Eres como los Padres. No sólo te admiran, te veneran.
A él le veneraban, a él, que no había dejado aún el mundo de los vivos, le honraban
como si hablara desde el reino de los muertos. Thak se había transformado en un dios.
Terminada la asamblea, se organizaron las tareas. El plan obligaba a cavar zanjas
más extensas y profundas que las anteriores y disponer en el fondo y los costados de los
surcos bloques de piedra para evitar que la poderosa corriente del Misterioso derruyera la
cimentación. Rápidamente, la labor adquirió un cariz religioso, representando para la
mayoría una manera de congraciarse con los Padres y también con Thak.
Las obras pronto llamaron la atención de las tribus nómades que circulaban por los
alrededores de la aldea. Algunas, desconfiadas, pasaban de largo mirando de reojo el
esfuerzo de sus habitantes mientras otras se quedaban a oír a Thak y, deslumbradas con la
magnífica oratoria del jefe, optaban por unirse al clan y entregar su trabajo a la
construcción.

“Hay un sol espléndido. Nuestros ancestros dejaron de adorar la noche


para venerar el día y a su Sol. Lo merece, éste es un día en que puede uno
saberlo con certeza, viendo su porte, su fuerza, cómo las cosas del mundo
dependen de Él. Admiro al Sol (es tan triste verlo partir al otro lado) [esta
anotación aparece inscrita en el margen]. Hemos llegado hasta aquí gracias a Él.
Es raro, pensaba yo que todo se debía a mí, y no a Él. Y hoy, con ese Sol que ha
nacido este día, me entrego a Su dominio. Reconozco que todo se ha debido a
Él, y no a mí. Nunca seré capaz de brillar como Él.

-12-
”Pero hay algo que sí he hecho: la profecía. Si no he intimidado a nadie,
sin fraude en la vida, entonces podré decir que mi gran obra no está en la
escritura, en el viaje de mi clan a este paraíso, en cómo me hice tan bien de las
pistas que nos trajeron aquí, en las siembras o en mis ideas sobre cómo hacer
crecer el pueblo. Aquí está mi gran obra: tú, Senbi.
”Ah, viejo amigo, si has de leer un día, no te equivoques. No has sido un
burrito de barro cocido moldeado a mi arbitrio en mis manos, por el contrario,
tu tesón, tu fortaleza y tu perspicacia casi me cuestan mi avaricia. Pero he
podido hacer que tu fe -que es también la mía, no me leas mal ni me juzgues
anticipadamente- adopte esta hermosa profecía. Contigo y tu fe, aliados
inveterados mientras vivan las eras de Renpet la Eternidad, ella sólo puede
embellecerse y glorificar a nuestro pueblo. No equivoques el juicio, la profecía
no es un invento febril sino una instrucción venida de la Gran Asamblea de los
Padres y mi labor apenas ha consistido en dártela para tu propia certeza. Sé que
veremos cuánto éxito tendrá la profecía, y lo veremos pronto.
”Un día, quizá, deje escritas mis razones. Estoy exultante como lo está
el Sol de hoy. He hecho algo brillante, lo confío. Me asusté al principio pero
ahora voy comprendiendo […] Mi gente, ésta que me vitorea cuando le hablo,
me entenderá un día. Cuando abandone este mundo, permaneceré mirando
desde arriba y diré cuánto bien le ha hecho a mi gente esta preciosa obra. Y se
la debo, en buena parte, a Senbi.”

Entre los muchos que se quedaron destacaba Ihé, una jovencita de delicada belleza,
alta y pálida, de apariencia enfermiza, con largas y torneadas piernas que sostenían un
cuerpo de caderas prietas, senos pequeños y brazos finos. Del rostro destacaban sus amplios
ojos color miel de mirada húmeda. La chica virtualmente representaba el estereotipo de la
belleza femenina del lugar.
Apenas murieron sus padres, Ihé dejó atrás a sus hermanos para acercarse al clan,
donde rápidamente adoptó sus costumbres. Cosió un vestido de lino sin mangas que cubría
sus pechos y caderas, y cortó su cabello en forma de melena recta. Se pintaba las uñas con
polvo de hojas de alheña y maquillaba su rostro trazando una firme línea con malaquita
verde molida bajo su párpado inferior, logrando la casi imposible tarea de verse aún más
bella.
Aunque profesaba una veneración ciega por Thak, como todos en la tribu, la joven
abrigaba secretamente la esperanza de conseguir una mirada o un gesto de ese hombre que
guiaba no sólo al clan, sino también el alma, corazón y cuerpo de la transparente Ihé.
Con frecuencia se desarrollaban ceremonias públicas, aparte las que hacía cada
persona y cada familia en la intimidad de los altares caseros; casi siempre Senbi presidía los
ritos masivos dirigiendo los pasos y el ritmo de cada plegaria. Solía acompañarle Thak,
callado y con los labios apretados evitando intervenir en el acto, de pie tras el sacerdote. La
muchedumbre que se apiñaba frente a los líderes seguía concentrada y solemne las palabras
de Senbi. Ihé acudía a cada evento, según ella misma intentaba convencerse, para aprender
de la religión de su nuevo país, aunque íntimamente bregaba por evitar admitir que sólo
deseaba mirar aun de lejos a Thak. Espantaba tales pensamientos, impuros de acuerdo con
el propósito de la reunión, en cuanto se descubría boquiabierta admirando la figura del
líder, y se escurría entre la gente situándose en algún lugar desde el que le fuera imposible
observarlo, para retomar, entonces, las deprecaciones. Varias veces durante cada ceremonia
cambiaba de sitio puesto que siempre que se ubicaba de modo que Thak quedaba fuera de

-13-
su vista, inconsciente y lentamente se movía para que éste volviese a hacerse visible. Con
este ejercicio habitual logró, sin proponérselo, que Thak se fijara en ella.
“¿Qué hace esta niña?” se preguntaba el líder, al verla en uno y otro sitio, tanto más
cuanto que los demás permanecían inmóviles. Muy pronto esta sencilla pregunta se tornó
en un intrigante dilema para Thak, que cada vez prestaba menos atención a las palabras de
Senbi y más atención a los movimientos de Ihé. Al principio, supuso que se trataba de una
sacerdotisa extranjera, de esas que abundaban por aquellos días en el pueblo debido a la
masiva inmigración, desarrollando algún ritual personal dentro del ritual de Senbi, y que los
repetidos movimientos significaban alguna especie de búsqueda ceremonial. Luego no sólo
dejó de oír a Senbi, sino que también dejó de preguntarse si había algo religioso en el
comportamiento de la muchacha, para concentrarse solamente en ella y su frágil figura, al
punto que un nuevo sentimiento se despertó en él.
Sentimiento que no logró discernir: en cada acto público Thak la buscaba con la
mirada entre la multitud, ansioso por hallarla, para ruborizarse en cuanto la veía, rehuyendo
su mirada sintiendo la sangre rellenarle los ampulosos pómulos. Así como hacía ella, él
también empleaba un buen rato en mirarla y, se diría admirarla, hasta que reaccionaba
cerrando firmemente los ojos. En los momentos que la veía, se detenía para observar las
afinadas caderas que se insinuaban bajo el coqueto vestido de lino, los suaves contornos de
los codos y la sensual desnudez de sus hombros, sobre los que rozaba apenas la azabache
melena cuidadamente recortada de Ihé. Aunque nerviosos a causa de la evidente inspección
de Thak, los movimientos de Ihé se le antojaban al líder gráciles y vaporosos. Cuando se
aproximaba el fin de la ceremonia, se decía: “esta vez iré a ella”, pero al terminar el rito un
encogimiento pueril le impedía cumplir su propósito.
Thak ejercía un liderazgo poderoso en el pueblo y a él se le permitía casi cualquier
cosa. No bien andaba por los alrededores cada vecino le invitaba una cerveza, un trozo de
pescado, pan o simplemente sombra, y él accedía radiante y divertido. Se daba el lujo, a
veces, de entrar sin avisar en las casas sólo para saludar o porque el llanto de un niño
llamaba su atención, para ver cómo iba el telar o por el buen aroma que emanaba de alguna
cocina. Ni él comprendía su encumbrado poder o la significativa influencia de la que
gozaba, y los pueblerinos aceptaban e incluso fomentaban tamañas prerrogativas.
Pero cuando se trataba de Ihé, todas sus ventajas se desvanecían y actuaba como el
último en la jerarquía. Al verla agachaba la cabeza todo avergonzado sonriendo como un
niño que hizo un descubrimiento prohibido, para luego espiarla con los ojos entornados y la
boca entreabierta, sudando más de lo que el sol exigía, mientras ella se alejaba levantando
una invisible polvareda de melancolía que sólo él podía percibir.
La actividad diaria de Thak incluía un paseo aparentemente desinteresado por los
sitios que solía recorrer Ihé: la margen del río, el telar o el poste del toro Hepu. Se frustraba
si no la veía, y su jornada le parecía incompleta, proponiéndose involuntariamente cambiar
de itinerario el día siguiente. En las tardes, las actividades impuestas por su alto cargo le
absorbían el pensamiento, enviando su deseo de verla al fondo de su corazón.
Pero las noches le resultaban muchísimo más duras. Solo en su habitación y rodeado
por el silencio, reflotaba el deseo y le envolvía completamente, llenando sus recuerdos con
las formas y los gestos de la mujer. Con los ojos abiertos él la soñaba mirando nostálgico la
noche acerada o hipnotizado por el vaivén de las llamas del lar. Se deleitaba con los
recuerdos, con fragmentos del día en que aparecía la figura ligera de Ihé, y lentamente se
dormía atiborrado de las imágenes de esa curiosa mujer que le quitaba el aliento y le
dificultaba el sueño.

-14-
Al fin y luego de varias semanas, Thak comprendió que amaba a Ihé. Todo el
tiempo y el esfuerzo que dedicaba a buscarla, a recordarla, a intentar describirla con los
aromas del mundo y las estrellas de la noche, todo eso que hacía para retenerla en su
memoria, tenía que significar que la necesitaba. Deseaba el mérito de hacerla feliz y no sólo
de que ella lo fuera. Descubrió, entonces, no sin una enorme sorpresa y una profunda
delectación, que la amaba y que debía decírselo. Así, como renace la culebra después de
perder su piel, Thak se deshizo del envoltorio pusilánime del aminorado que oculta la
mirada ante el deseo, y lo trocó por el líder enérgico y categórico que conoce su destino,
que lo desea y lo persigue, y henchido por la satisfacción de la certeza, resolvió hacer
aquello que había pospuesto por tanto tiempo. Como una promesa íntima, nuevamente se
dijo “esta vez iré a ella”, pero sin dudas ni temores sino con asertiva claridad.
Un día, mientras Ihé machacaba dátiles para bañarlos en leche tibia, Thak la abordó.
Los vítreos ojos de la mujer se posaron trémulos en los del líder, capturando en la mirada el
gesto anhelado. Impulsado por un deseo infantil, Thak se acuclilló junto a la hembra y le
sonrió, causando un cálido sonrojo en sus traslúcidas mejillas. Ihé se sintió invadida por los
ojos de Thak que la observaban con el descaro del chicuelo incapaz de ocultar sus deseos.
Los generosos labios de la mujer se separaron para dejar salir una palabra, pero Thak puso
delicadamente su mano sobre ellos, sin dejar de sonreír. Ella temblaba mientras le oía
hablar con ternura, acariciándola con el timbre de su voz.
-Esos dátiles, ¿puedo probarlos? -inquirió festivo.
Ihé, nerviosa y avergonzada, acercó el cazo para que Thak tomara un poco de la
pasta, pero éste rechazó el gesto pidiéndole que ella le diera a probar, cosa que estremeció a
la muchacha. Recuperando su presencia de ánimo, comenzó a jugar el juego de Thak y
metió tres dedos en la suave preparación y los introdujo con sensual delicadeza entre los
labios del líder.
-Come sólo los dátiles -le susurró ella.
-Eso es imposible -contestó con dulce malicia.
Contra sus deseos, Ihé bajó la cabeza y retiró el cazo. Iba a murmurar algo pero sólo
pudo suspirar, tiritando y enrojecida. Recogió el macito, lo metió en el bol y sin mirarlo
abandonó la escena, dejando a Thak en cuclillas y mirándola mientras con pasitos cortos
ella se alejó del río. En vez de desanimarse, aceptó con alegre resignación la actitud de la
chica, comprendiendo que tal vez había ido demasiado lejos. Permaneció largo rato
observándola hasta que la perdió de vista, se incorporó y, saboreando sus labios, caminó
satisfecho hacia la casa mayor.
Poco tiempo pasó luego de esta escena para que Thak insistiera. Con total decisión
pero sólo durante ratitos interactuaba con ella, saludándola pícaro o lanzando un susurro
tierno, para rápidamente desaparecer. Su estrategia de guerrilla amorosa daba resultados.
Ihé se asustaba al comienzo pero justo cuando recuperaba su dominio y principiaba a
disfrutar el momento, él la dejaba ávida de más, hambrienta y deseosa. Los ejercicios del
joven líder desembocaron en la entrega total de la mujer. Para cuando la enésima
arremetida cariñosa de Thak, Ihé simplemente no pudo resistir y, con el más osado y
coqueto gesto amatorio posible, lo abrazó como hace con la tabla el náufrago: apretado y
profundo, preguntándose si tal vez hubiera alguna clase de abrazo en la que toda su piel
tocase toda la piel de Thak. Ese atrevimiento resultó, en fin, en la más evidente y callada
forma de declaración de amor de la pareja.
Al ritmo de ese amor, los trabajos de la construcción progresaban sin contratiempos.
Senbi habló con los Padres y les oyó acceder a la relación amorosa al tiempo que
conminaban a los enamorados a cumplir el rito de los hijos. Debieron esperar al primer sol

-15-
de la luna nueva para que los acólitos de Senbi derramaran harina de dátiles y cerveza en un
cuenco e invitaran a la novia a sentarse sobre la mezcla. Ihé sintió deseos de vomitar y los
sacerdotes recibieron con alegría la ronca arcada de la mujer, señal inequívoca de que su
vientre joven podía alojar una criatura.
Cuando el sol despedía el día, la pareja de amantes caminó hacia el bosque cercano,
cumpliendo el ritual para buscar allí la puerta de la familia. Entrelazadas las manos,
caminaron en círculos entre los altos arbustos, lanzando al cielo granos de trigo mientras
musitaban el ruego para abrir la puerta. Las semillas arrojadas brillaron con el atardecer
escarlata, describiendo el redondel en cuyo centro destacaba el tronco de una palma, que les
habló en su lengua, invitándolos a conocer el número de hijos que el líder conseguiría al
pasar por esta tierra. Contaron seis. Thak hizo seis nudos en una cuerda de lino, la besó y la
enterró al pie de la palmera, rezando junto a su mujer.
Nueve meses después, Ihé parió dolorosamente un robusto varoncito de brazos
rechonchos y una espléndida garganta que gritaba como las garzas del río, al que llamaron
Ity, el primogénito. Le pintaron los ojos y perfumaron las manos, mostrándolo en alto a los
Padres como la más bella creación de su amor.
La madre tardó en recuperarse y reemprendió sus tareas habituales, llenando su día
entre el cuidado del pequeño Ity y la atención de los obreros. Thak, en tanto, participaba
fabricando pequeños gatos de madera y bolitas de piedra para entretener a su hijo.
Ihé se reveló enérgica aunque siempre mostraba un dejo de tristeza, acaso por la
pérdida de sus padres, pero se sobreponía para entregarse por completo a los fines de su
hombre. A diario ofrendaba trigo a Seth, confiando que el poderoso dios cuidaría los
cultivos; acudía también a Anfu pidiéndole, a través de sangre de cabra derramada en su
altar, la protección para su familia en la otra vida. En otras ocasiones, el dios agasajado,
Jonsu, protector contra los malos espíritus, quedaba provisto de agua fresca en el bebedero
a la entrada de su hogar. Secretamente, la muchacha también vertía cerveza en un pequeño
altar que ella misma levantara para adorar a su dios Thak. Como todos los shemianos, Ihé
profesaba una fe compleja y benevolente, repleta de dioses que venerar y demonios por
espantar.
Además de las variadas ofrendas y oraciones, también servía al pueblo, llevando
comida y agua, tejiendo taparrabos, fabricando desodorantes y cremas para los obreros
encargados de la construcción con la que rendirían al Misterioso.
A pocos días de la fecha prevista para la inundación, la obra quedó terminada.
Celebraron con cerveza, patos y nabos, agradecieron a sus dioses y rezaron fervientemente
para que los diques resistieran el ataque del caudal.
Puntualmente, la embestida del Misterioso comenzó a rellenar los espléndidos
canales que serpenteaban en la vera oriental del río, construidos con piedras lisas que
brillaban límpidas a los ojos del sol. Al final de la feliz faena y después de entregarse a las
plegarias, todos se hincaron para lavarse con agua recogida en cucharas de loto. Las
mujeres mojaban sus cabellos y los alisaban con decorados peines de marfil, y los hombres
untaban sus manos llagadas en los frascos de betún. Luego, pintaron sus ojos, se afeitaron
urbanamente el rostro y, ataviados con las mejores tenidas agradecieron a su dios vivo, a
Thak, por el prodigio de tener al Misterioso de vuelta, esta vez fluyendo mansamente por
los rígidos canales de piedra.
La crecida se desarrolló tenue al principio y con el paso de los días las aguas
acariciaron dulcemente las refinadas terminaciones de la obra. Los aedos agradecían la
ternura con que el río trataba el trabajo de sus hombres, los obreros gozaban con la recia

-16-
contención del caudal, y las mujeres festinaban riendo con las hazañas de sus maridos y
amantes. La obra del dios Thak resistía.
Imitando a los numerosos grupos de la región, los campesinos del clan del Loto
habían sembrado trigo y cebada, y recogido un gran número de frutos que parían los
gentiles árboles junto al Misterioso. El clima entibiaba el aire y la gente disfrutaba, feliz.
Aquella crecida quedaría registrada como la más auspiciosa en la historia del Loto.
Repentinamente, el Misterioso decidió probar los cimientos de la construcción y,
con fuerza avasalladora, envió su ira contra los canales en un desborde furioso. Las
flamantes rocas salieron desprendidas como papiros, desmoronando en minutos los
tajamares recién construidos. Hacía pocos días las zanjas se habían llenado suavemente y
ahora parecía caer toda el agua en una violenta bocanada. Cogidos por sorpresa, los
habitantes del clan huyeron despavoridos hacia las zonas altas pero muchos cayeron
atrapados por la corriente y azotados por las piedras. Ocho hombres, tres mujeres y siete
niños sucumbieron por la furibunda acción del torrente. El río mataba en azul y bermellón
sin prestar atención al que había rezado por él. Lo ocurrido demostraba que el Misterioso
no quería cauces. El Misterioso no quiere que lo domestiquen. El Misterioso se ha
indignado con la blasfemia de un pueblo que quiso domarlo y él es indómito.
La mañana siguiente se presentó roja y dolorosa. Gran cantidad de rocas aparecieron
amontonadas en los confines de los canales, el agua se desbordaba lejos de los diques
ofrendadamente construidos mientras aún se divisaban los restos de muchas casas
arrastradas por la corriente. Los parientes recogieron a sus muertos y calladamente
prepararon el rito usual con el que iniciarían su jornada hacia la otra vida.
Devastado, Thak no lograba consolarse.
-Trabajamos tanto -dijo en un susurro- para ver desaparecer la obra en un instante.
-Es una prueba a tu coraje -le replicó Ihé, con tal seguridad que él se sobresaltó.
-Muchos trabajaron en esos tajamares.
-Pero tú los guiaste. Los Padres te están probando, amor, y debes superar la prueba.
Ya ves que Senbi ha enseñado bien al pueblo sobre el orden cósmico -el neheh-, y es algo
que yo he aprendido, y no lastimas ese orden al hacer esto. Tú estás creando un orden
nuevo. Eres el Padre constructor, Padre.
-¿De qué hablas? -preguntó él, desolado.
Se sintió desnudo de ideas y respuestas. Tenía tal convicción en su plan que el
derrumbe de los canales le pareció irreversible. A cada instante crecía la certeza de que
dominar el río resultaba una labor imposible, sin importar cuánto esfuerzo pusieran él y el
Loto en ello. Ihé, que había aprendido a conocerlo, supo que en ese momento de debilidad
ella debía asumir el control. El carácter de Thak incluía cantidades de optimismo y chispas
de ansiedad, y a ella no le parecía extraño que una caída importante significara una reacción
así, especialmente si se trataba de un proyecto importante. Sin pensárselo y decidida a
hacerle recuperar su ánimo, decidió revelar su secreto.
-Ven -le pidió y tomándolo de una mano lo llevó al patio de la casa-. Mira esto.
Adosados a las murallas que daban al peristilo, varios altares copados de figuras de
arcilla, vasijas, platillos y collares de cuentas mostraban la cantidad de dioses a los que la
mujer rezaba. La mezcla de colores y materiales hacía que el patio de la casa pareciera más
un mercado público que un rincón familiar.
Ihé lo abrazó tiernamente por la cintura y le guió por entre los altares. Thak no
reconoció uno de los sagrarios y sin esperar la pregunta, Ihé le respondió.
-Es el tuyo.

-17-
Thak calló. Tras un momento, se volvió a la mujer, sintiendo que su espina se
erizaba.
-¿Un altar, para mí?
-Sí -respondió Ihé bajando los ojos.
Entonces comprendió todo. Por primera vez desde que actuaba como líder de su
clan, Thak entendió cuánta influencia ejercía en los demás mientras miraba el tabernáculo
con el que su mujer testimoniaba su sobrenatural admiración. Recordó a Hepu el toro
convertido en dios; a los obreros mirándole con delectación cuando se acercaba o con
incredulidad cuando les ayudaba; también los discursos y las miradas embelesadas del
pueblo. Y recordó las palabras de Senbi. Era un dios. No sólo le admiraban, le veneraban.
Su mujer, de hecho, le veneraba con un ara en su propia casa. Vivían juntos y aun así Ihé
necesitaba un espacio íntimo -y secreto hasta entonces- para comunicarse con él en un
plano distinto al físico. Su Ba habría evolucionado desde el alma de un hombre común
hacia un espíritu más profundo y poderoso. Mirando asombrado el altar que lo
reverenciaba, finalmente Thak comprendió que efectivamente se había convertido en un
dios. En el final tibio del día, cuando los colores del crepúsculo se apagaban y el calor
amainaba, el dios Thak apretó el abrazo de su mujer agradeciéndole la significativa lección.
-Aceptaré la prueba -le dijo al oído.

***

Al alba del día siguiente, Thak recorrió el sitio del desastre y estudió
minuciosamente los daños. Luego de mucho pensar y calcular, encontró la solución
definitiva al problema. Reunió a sus asesores para plantearles su visión sobre lo ocurrido.
Planificaron las tareas y luego llamaron al Consejo de ancianos.
-El desborde no se debió a la ira del Misterioso, como parece. La causa es otra y
para resolverla nos tendremos que exigir como nunca -sentenció.
-Tú viste lo que el río hizo con tu obra, Thak -se quejó un consejero desdentado-.
Esperas que no vuelva a ocurrir no obstante nada nuevo hay por hacer.
-En eso te equivocas, Sokar -se adelantó Senbi-. El problema de los canales es su
tamaño. Fueron demasiado pequeños para la fuerza del Misterioso. Es cierto que si
intentamos otra vez como ya hicimos fallaremos y por eso las obras deben ser distintas.
-Precisamente -completó Thak-; he visto que donde se cerraban los canales el río
pasó con furia, porque eran demasiado estrechos. El agua avanzó más rápido y violento por
allí. Debemos hacer canales más anchos.
-¿Cómo piensas hacer eso? -silbó Sokar.
-Trayendo más gente. Debemos salir a explorar los alrededores y traer clanes y
familias a nuestro pueblo para que nos ayuden en la nueva construcción. Para ello
necesitamos exploradores y el general Speh ha sido llamado a ir por esa gente.
Así, Speh asumió la tarea y se dispuso a preparar algunos hombres para secundarlo.
Recorrería el Misterioso en la dirección de su caudal, hacia el norte, en busca de aldeas o
pueblos donde anunciaría el plan de su líder. El clan debía unir fuerzas alrededor del
peregrinaje con el que invitarían a otros grupos a unirse al suyo y así la familia del Loto
crecería inmensamente con resultados beneficiosos para todos al instruir juntos al
Misterioso.
Doce hombres se alistaron para salir rumbo al norte en busca de adeptos, precedidos
por un estandarte tejido con la insignia del Loto. Portando dagas, agua y carne seca en sus
morrales de cuero y vestidos con faldellines de lino y sandalias de papiro con suela de

-18-
cuero, partieron una mañana brumosa con la bendición del sacerdote Senbi, que oraba para
que los Padres les acompañaran en su travesía, y para que no tuvieran que emplear sus
armas. Los demás habitantes dejaron sus quehaceres para despedir con los brazos en alto y
sonrisas de esperanza al grupo de avanzada que recolectaría almas para Thak, el dios de
Shemia.
-Hijos, pidan el cuidado de Seth. No busquen pleito -les dijo Senbi.
-Controlaré a estas bestias -replicó Speh señalando a sus acompañantes-. Llevamos
las dagas para no usarlas, hermano, y ellos lo saben.
Senbi entregó a Speh un canasto lleno de bastones de marfil.
-Entrégalos a cada jefe de familia que decida unirse a nuestro clan, para reconocerle
cuando venga aquí.
-Los repartiré todos -dijo, y se marchó.
Los doce hombres caminaron por la orilla del río mientras el sol disipaba la bruma
entibiando la mañana. Al perder la mirada en el horizonte extendido fuera del oasis del río,
el panorama aparecía rudo. Arenosos bordes dorados perfilaban un paisaje perdido en la
aridez; pero, del lado del Misterioso, el frescor del verde se sentía suave como una caricia.
El suelo estéril daba abrupto paso a una vegetación opulenta que regalaba su alimento. Tres
cocodrilos devoraban a un hipopótamo muerto retorciendo sus cuerpos para escarbar carne
con un chapoteo violento y lejano mientras un grupo de ibis sagrados tamizaba el agua,
produciendo delicadas ondas que contrastaban con la febril orgía de los reptiles. Zumbaban
las abejas y las codornices piaban; una grulla se posó cerca. El ruido de la naturaleza se oía
por todos lados al paso de la corta caravana de misioneros.
Una tarde, cuando el sol empezaba a ponerse al otro lado del río, el pequeño grupo
divisó a una numerosa familia acampando alrededor de una fogata, a unos cien metros del
Misterioso, en medio de una plantación de palmas datileras.
Speh decidió llamar su atención desde lejos y mostrar sus intenciones de dialogar
ocultando las dagas. Se acercaron pidiendo a viva voz hablar con el padre, asegurando que
venían en paz y que los guiaba el rey del cielo.
Un adusto y desdentado anciano se levantó, alzó ambas manos y comenzó a
vociferar palabras ininteligibles, que lograron hacerse comprensibles a poco de acercarse
Speh y sus seguidores.
-Ven, extranjero, eres bienvenido.
Les ofrecieron un modesto jarro de miel, cebollas, nabos y agua tibia. Mientras
comían, Speh les habló de un milagro sucedido en su tribu. Les contó del líder que les había
guiado hasta un sitio maravilloso, donde abundaba la comida y había seguridad para todos;
donde el Misterioso regalaba a su gente con agua cristalina y periódicamente vaciaba cieno
para la siembra. Cocían ladrillos para levantar moradas altas y cómodas aglomeradas en
torno a una plaza donde los hombres agradecían a los Padres todos esos favores.
Finalmente, remató afirmando que en ese sitio vivía un dios, y que ese dios, a diferencia de
los otros, oía y hablaba, se comunicaba con ellos y les había encomendado una misión, y
por eso se encontraban allí, tan lejos de casa.
La familia, compuesta por dieciséis integrantes, atendía mansamente las palabras de
Speh compartiendo miradas, como esperando que alguno respondiera al forastero.
Previendo la ansiedad, el viejo sin dientes levantó la mano izquierda y tomó la palabra
hablando con voz grave y monótona.
-Dura es la vida cuando pocos la soportan porque las tareas son muchas y las manos
escasean -dijo, y pidió que lo dejaran solo con su familia para discutir la propuesta de
unirse al clan del Loto.

-19-
Speh ordenó a sus hombres levantarse. Hicieron una reverencia breve y caminaron
por el palmeral hacia el río, mirando el cielo invadido por puntos de luz. Escucharon al
mayor de la familia llamar a todos, el ruido de los pasos y cómo se acomodaban. Luego,
murmullos. Algunos alzaban la voz, otros golpeaban sus palmas o se levantaban a caminar.
La asamblea duró unos minutos. Un joven se acercó a Speh y, con una profunda reverencia
le pidió que regresara donde el padre del clan para oír la respuesta.
Thak miraba detenidamente hacia el norte desde la terraza del templo, acompañado
de Ihé y su hijo Ity. Cada mañana desde hacía una semana venía haciendo lo mismo, porque
todos los días veía aparecer en el horizonte una caravana de hombres, ancianos, mujeres y
niños, acarreando objetos coloridos. Sin excepción, todos portaban el pequeño bastón de
marfil coronado por el loto de ébano incrustado, que recibieron de Speh como señal de
adhesión al dios viviente.
Ninéter, el contador del líder, un tipo bajito y achaparrado, tenía la mirada severa,
como si se hubiera secado en su rostro. Nadie lo había visto reír ni insinuar una broma. Sin
embargo, su voz sonaba contradictoriamente risueña y cantarina. Se tomaba muy en serio
su rol de aritmético del clan, y no dejaba duda de esa seriedad. Premunido de una tablilla
sobre la que extendía un reluciente trozo de papiro, con un lápiz de marfil ricamente
tallado, una alforja de rollos de papiro y un frasquito repleto de purpúreo múrex, andaba de
aquí para allá anotando cuentas, comentando los números con quien se le acercaba y
corrigiendo datos por doquier. Cada vez que un dato no coincidía con la realidad, se cogía
la cabeza con la mano que afirmaba el palito de marfil, por lo que en su cráneo rapado lucía
una permanente mancha morada. Ninéter contabilizaba todo lo que pudiera contarse: la
cantidad de personas que componía un grupo, los ladrillos fabricados y los que estaban en
producción, o los sacos de grano y de higos que se almacenaban en el granero del pueblo.
Contaba primero con el dedo índice rábanos, codos, horas, cabezas y páginas, y luego,
concentradamente, tomaba notas con su varita de marfil con la punta de la lengua asomada
entre los orondos labios. Ninéter acompañaba a Thak todas las mañanas, ansioso por contar
y anotar las familias que llegaban a incorporarse al clan bajo la amplia sonrisa del líder.
Senbi recibía a los forasteros, les bendecía y citaba a la casa mayor. Una vez que
trasponían las sobrias columnas de piedra que custodiaban el acceso al patio delantero de la
casa-templo, Thak aparecía desde la puerta, con los brazos abiertos, agradeciendo con viva
voz a los Padres por los nuevos hijos que se cobijarían al alero de Shemia.
Junto con pronunciar el discurso de bienvenida, Senbi permitía al fin a Ninéter
contar en voz alta al grupo de recién llegados. El aritmético anotaba laboriosamente cada
uno de los nombres y completaba su tarea tallando muescas en una varita de madera según
el número contado.
Tras la bienvenida, Thak recibía el bastón de marfil del jefe de cada familia, al que
aleccionaba sobre las tareas del grupo, divididas entre cazadores, recolectores de frutas y
miel, constructores y fabricantes de bloques de adobe, o las labores dirigidas por su esposa
Ihé, como entramar papiro, cocinar y cuidar de los niños del clan. Luego, le pedía a Senbi
conducirlos a sus respectivas casas según el mapa trazado por él y los jefes de construcción.
En ese plano se constataba claramente cuánto había crecido la comunidad en el último
tiempo gracias a las distintas tonalidades de las casitas dibujadas en él.
El grupo de avanzada de Speh regresó a la villa, al cabo de cincuenta días, y después
de entregar todos los bastones de marfil a los jefes locales dispuestos a unirse al Loto. Su
retorno se celebró magníficamente en reconocimiento a la favorable reputación que el
general había forjado para Thak, para sí mismo y para toda la comunidad del Loto. Un

-20-
abrazo ceñido y afectuoso unió al líder y su general, dos hombres fuertes que no ocultaban
su emoción por el reencuentro.
-Me llenas de orgullo, Speh -le dijo el líder.
-Te has hecho famoso, hombre. Tu nombre y tu obra se conocen más allá de las
colinas -le respondió satisfecho el general, sacudiéndose con energía el faldellín.
Con voz irónica, terció Ninéter.
-Muy bien, peregrino, ¿traes una cuenta de las gentes que han venido?
-Al principio lo hice, sí, pero luego dejé de contar.
-Entonces no es posible cotejar mis datos -dijo el contador, ofuscado.
-Bueno, hermano -intervino Thak restando importancia al asunto-, eres bienvenido y
nos alegra tenerte de vuelta. Ya ves cómo ha crecido nuestro pueblo. Y tengo una nueva
tarea para ti.
Se hacía necesario crear un cuerpo de paz, un grupo armado que defendiera a la
tribu de los ikos, grupos de nómades rateros que pululaban en la verde franja del río
dispuestos a usufructuar de tierras ajenas por medio del pillaje. Por ello, cuando Ninéter
proporcionó la última cifra de habitantes -exacta, por lo demás-, resolvieron comenzar la
creación de dicho cuerpo.
Los ikos no componían una tribu particular ni nada parecido, pero a todos los
ladrones incivilizados les llamaban así en Shemia. El nombre provenía de la época en la
playa y mucho antes. Imaginaron que al llegar al paraíso habrían dejado atrás a esos
rufianes, pero éstos existían incluso allí. Parecían un pago de tributo para algún dios
descontento y todo lo que podían hacer cuando se abalanzaban sobre el poblado era
encerrarse en sus casas y dejarlos arrasar los cultivos. Espontáneamente algunos valerosos
pobladores salían a enfrentar a los vándalos, pero siempre les iba mal. Habituados a la
violencia, los ikos superaban fácilmente los intentos de defensa de los pacíficos aldeanos.
No ocurría seguido, pero causaban un temor continuo, y cada cierto tiempo comenzaban las
inquietudes sobre cuándo sería la siguiente embestida de ikos.
Senbi, como responsable de la palabra del pueblo, acudió donde los fraguadores del
cobre para demandarles en nombre del dios Thak la fabricación masiva de armas y escudos
para el nuevo cuerpo de paz del Loto. Recompensaría el servicio con casas y talleres más
amplios, además de carne y miel extra para los que se sumaran a la obra. Pese a que por el
aumento de habitantes crecía la demanda de otros utensilios, los fraguadores pospusieron
esas labores y aceptaron de buen grado lo exhortado, no tanto por los beneficios materiales
sino porque lo pedía el dios.
La mayoría de los hombres jóvenes mostraba gran habilidad en la cacería con
propulsor, un madero plano con un extremo ahuecado donde se colocaba la base de una
flecha, que salía lanzada con muy buen control y a gran distancia al hacer palanca y soltar
con energía. Estos mozos, que orbitaban los límites del pueblo en busca de presas, fueron
reclutados para formar el cuerpo de paz y, organizados en grupos y labores, recibieron
además porras, dagas y escudos, se definieron sectores para la vigilancia fuera de las horas
de caza, se decidieron santos y señas y distribución de alimentos a los grupos que se
quedaban de noche. Ninéter se encargaría del registro de los turnos.
Para simplificar su indumentaria todos debían vestir un faldellín de lino blanco con
una franja de alheña roja. El uniforme incluía una daga de cobre y un morral con piedras,
además del propulsor o un arco colgado al hombro y un carcaj repleto de flechas de punta
de cobre o hueso. Algunos traían lanzas cortas o escudos pequeños confeccionados con
tiras vegetales fuertemente tejidas, y todos, sin excepción, como el resto de la gente,
pintaban sus ojos con malaquita verde y galena negra, tanto porque desviaba la intensa luz

-21-
solar y espantaba a los bichos, como porque se usaba como maquillaje esencial en la
sociedad del Loto.
Mientras se construía el cuerpo de paz, Speh se vio impedido de salir nuevamente
en busca de nuevos clanes para la ciudad, por lo que instruyó a uno de sus fieles soldados,
el joven Petuk, quien lo acompañó voluntariamente en su travesía -ávido de saciar su
hambre aventurera-, para que prosiguiera la tarea, como nuevo embajador.
Durante toda su infancia Petuk lucía un mechón largo de cabello cayendo por su
parietal izquierdo con el resto de la cabeza completamente rapada, pero cuando partió junto
al general Speh, cortó de raíz el mechón y se dejó crecer una salvaje cabellera juvenil, que
hacía más seductores sus angulosos hombros y su esbelta figura.
Se reunieron en la nueva casa del general, construida a pocos metros del perhó.
-Bien, Petuk -dijo Speh al joven-. Con esto del cuerpo de paz no podré viajar otra
vez, hasta que Renpet, la señora de la eternidad, me deje ir, así que Seth quiere verte
marchar para que consigas más alianzas.
-General, no te preocupes -vibraba Petuk-, haré lo me enseñaste y traeré nuevas
familias.
-¿Estás nervioso, Petuk?
-No -mintió.
-Aléjate de Sedmet la guerra. Queremos paz. Ten, bebe -Petuk cogió un ancho vaso
de vidrio y tomó un largo trago de fresca cerveza de cebada. Eructó.
-Por Menqet, que nos enseñó el deleite de la cerveza, que así haré, general.
-Más te vale -palmeó con fuerza desmedida la espalda del muchacho y lo despidió
luego de entregarle veinte bastones de marfil-. Veinte familias. No regreses con menos.
El joven embajador reunió un grupo de diez caravaneros y repartió una carga de
vejigas con cerveza, tasajos de carne y dagas. Agradecieron a Seth por medio de abluciones
y oraron a Nefertum, diosa de los perfumes y los ungüentos, mientras embellecían su
cuerpo y rostro. Con las flores de loto abriéndose para seguir al sol en su jornada, los once
embajadores pusieron rumbo sur.
Mientras salían de la ciudad, el cuerpo de paz formaba filas para comenzar la ronda
de vigilancia.
Precisamente al final de ese día surgió la prueba de fuego que determinaría el éxito
del plan urdido entre Thak y Speh para reforzar la seguridad del poblado, Se desplomaba la
tarde con siluetas pintadas por un artista espectral. Parecía el momento ideal para un ataque
de ikos. Y así ocurrió.
Una banda de unos treinta ikos, barbudos merodeadores armados con lanzas, se
arrojaron bestialmente sobre el poblado, espantando a las mujeres que a esa hora recogían
sus curtiembres para salvarlas de una noche de rocío. Siguieron su temeraria marcha en
busca del granero, amenazando con sus armas a todo quien se cruzara en su camino. Nadie
intentó detener el frenesí de los salvajes. Los vigilantes del cuerpo de paz, advertidos por el
griterío, regresaron de las afueras del pueblo a toda velocidad, dispuestos a defender al
pueblo. Les bastó seguir la polvareda levantada por los nómades para saber dónde ir.
Súbitamente, el grupo de salvajes se encontró de frente con doce delgados
individuos uniformados, desafiantes, vociferando amenazas, encabezados por un poderoso
general de rasgos brutales y estatura monumental. Por un momento, el polvo se suspendió,
igual que el tiempo. Con una mueca de sorpresa, el jefe de los ikos quedó petrificado al
verse frenado por un grupo de flacos muchachos dispuestos en una perfecta línea.
Desorientado, ignoraba qué hacer o cómo reaccionar, puesto que nunca antes, durante el
ataque a tantas decenas de pueblos indefensos, había visto una respuesta tan inusual.

-22-
La violenta carga de los doce reclutas lo sacó intempestivamente de su aturdimiento.
El grito de guerra y la veloz carrera precedida por filosas puntas metálicas, aterró a los
bárbaros, obligándolos a dispersarse, cayendo la mayoría clavados por las lanzas del
impecable piquete. Ágilmente, los soldados soltaron las pértigas enterradas en carne salvaje
y blandieron sus afiladas dagas de cobre, con las que cortaron lanzas, escudos y gargantas,
bañando el suelo con sangre y muerte.
El jefe de los nómades retrocedió junto con los que quedaban y huyeron velozmente
haciendo tanta alharaca como cuando entraron, pero ahora presas del pánico.
Uno de los soldados del cuerpo de paz extrajo una flecha, colocó su base en el
extremo del propulsor y jaló tan fuerte como pudo, disparando el dardo con furia contra el
barbado jefe iko, que corría despavorido. La saeta se clavó en la espalda, abrió la carne y
asomó su brillante punta a través del pecho del hombre, que se desplomó tras correr unos
pocos pasos. La flecha desgarró una herida por donde se filtraba a borbotones la vida del
salvaje y terminaba con el intento de saqueo. Algunos soldados corrieron detrás de los
espantados ikos que lograran escapar de la carga inicial, pero ya se habían marchado del
lugar.
Pasada la batahola y cuando el silencio se apoderó del lugar, quebrado por el grito
desgarrador de algún iko moribundo, la gente salió lentamente de sus hogares para ver el
resultado del enfrentamiento. Los vigilantes se reagrupaban alrededor de los cuerpos sin
vida de los saqueadores y las mujeres corrieron a abrazarlos y agradecerles por el coraje
con el que repelieron el ataque. Sólo uno de los vigilantes resultó herido, aunque muy
levemente, y le atendieron dos mujeres que lavaron la herida, aplicaron compresas de
hierbas y ataron una venda en su pierna.
Senbi se acercó al grupo, mirando asombrado el mosaico de cuerpos enemigos
abatidos. Cayeron veintidós ikos, algunos ofensivamente desnudos o vestidos simplemente
con un cinto cruzado del hombro a la cadera y otros con curiosas indumentarias de piel de
chacal. El jefe, que yacía de bruces a unos metros de donde se encontraba la mayoría,
llevaba un collar adornado con garras de leopardo y en su bandolera colgaba uno de los
bastones de marfil con la incrustación del loto robado a un miembro de los tantos clanes
que migraban hacia la ciudad. En el escenario permanecía el grano que intentaron robar los
forajidos, esparcido por el suelo, mezclado con sangre, saliva y orina. Senbi se arrodilló y
levantó los brazos al cielo, callado y con los ojos cerrados. La gente que había llegado a ver
el fin de la trifulca imitó al sacerdote, hincándose en el suelo polvoriento para agradecer
con el pensamiento la divina intervención de los Padres.
Algunos asistentes se movieron para dar paso al líder, Thak, que aparecía llevando
en su mano en alto el bastón de marfil que le había arrebatado al jefe iko. Cuando Senbi se
percató de su presencia, comenzó a recitar rezos de gratitud para el dios vivo que les
protegía de los salvajes, aquél que había ideado la preparación de los bravos combatientes
que lucharon esa tarde. Encendieron teas y oraron juntos bajo el infinito techo estrellado.
Ninéter, en tanto, llegó corriendo con la quijada prieta, dispuesto a contabilizar las
pérdidas materiales. Jadeando, farfullaba maldiciones por el desequilibrio en sus balances,
alterando de inmediato, como si la cuenta fuese más real que la realidad misma, los
estrictos datos de sus invaluables papiros.
Terminada la espontánea celebración, Thak pidió al mejor tallador del clan erigir un
monumento de recordación por la primera batalla librada por el cuerpo de paz del Loto, que
no había reclamado ni un alma de los suyos. Eufórico y orgulloso, el escogido no fingió su
emoción y comenzó a describir ansiosamente sus ideas. Thak le oyó pacientemente unos
momentos, pero luego levantó una mano en señal de silencio.

-23-
-Harás un buen trabajo, como siempre -le sonrió, dio media vuelta y regresó al
templo, citando a Speh, Ninéter y Senbi a su casa. Se reunieron los cuatro en el lugar de
oración, un patio sin techo en cuyo centro se erguía un monumento de piedra caliza,
primorosamente labrado, que representaba un halcón con redondos trozos de vidrio rojizo
por ojos y una cobra con las aletas abiertas coronando su cabeza, como símbolo de la
inmortalidad del alma. La figura, de dos metros y medio de alto, se levantaba sobre una
plataforma cuadrada de barro cocido, cuyas caras mostraban, esculpidas, los puntos
cardinales y sus características, destacando en la faceta norte una placa de piedra blanca en
cuya superficie se inscribía el texto de la profecía que leyera claramente Senbi en las tripas
de un animal: “Tú tendrás un hijo. Ahora tu hijo unirá su tierra; y ahora, al final, el hijo de
tu hijo unirá las dos tierras”. Thak y Senbi rezaron, mientras Ninéter corregía
nerviosamente sus cuentas en voz alta, por lo que sus cálculos también sonaban como una
plegaria.
-Estuvo bien, ¿verdad? -preguntó Senbi.
-Por el resultado, sí -le respondió Speh-. Llegamos con las justas.
-¿Estamos fallando con las patrullas? -inquirió el sacerdote.
-Hemos agrandado mucho la frontera.
-Podríamos amurallar la aldea -sugirió Senbi, mirando a Thak. Pero respondió
Ninéter, que había acabado sus cálculos y parecía no prestar atención al diálogo.
-Imposible. ¡Imposible! No se puede discutir, Senbi. No hay recursos. Se ha gastado
la piedra en los tajamares y todavía tenemos casas que construir -escarbando en sus papiros,
dio un saltito cuando halló el que buscaba-. Mira, mira esto. Veintiséis casas. Los
arquitectos están pelando tierras detrás del altar de Hepu para esas casas. Faltan manos,
Senbi, manos y materiales.
-Pero esto es prioritario -respondió éste.
-Prioritario o no, no alcanza. Mis cálculos son exactos.
-Comenzaremos lento, con las fundaciones. Basta cavar.
-¿Y quién puede hacer eso? No hay mano de obra, Senbi.
-Distribuyamos las labores, entonces -terció Thak-. Bien dice Senbi que es una
prioridad, y también tiene razón Speh, es imposible cubrir todas las fronteras patrullando.
Ninéter movía la cabeza negativamente mientras hurgaba en sus apuntes, intentando
rebatir o confirmar la idea del líder. Los otros tres le miraban divertidos a la espera de una
respuesta. El contador hablaba para sí.
-Cuatro en la forja, doce en los ladrillos… tengo ocho aquí, seis… siete. No, de aquí
no -balbuceaba.
-Ninéter -lo interrumpió Thak-. Ninéter, escucha. Vamos a sacar gente de algunas
tareas para que se dediquen a amurallar el pueblo. Al menos empezaremos con las zanjas.
-Claro, Thak, claro -rezongó. Tendría que cambiar sus números-. ¿Y quién se hará
cargo?
-Yo propondría a Sobek -contestó Speh como si opinara del clima.
-¿Sobek? -preguntó Senbi asombrado. Thak secundó intrigado la pregunta.
-Sí, Sobek -insistió el general-, no hay razón para no congraciarse con él. Fue
neutralizado por el toro Hepu, pero sigue siendo influyente y poderoso, y es mejor que esté
de nuestro lado, que de cualquier otro.
Dicho esto, Speh se sintió inflamado por el orgullo. Cabían estas palabras
cómodamente entre las más sensatas que había proferido. Incluso Ninéter paró de contar.
-Debo admitir que es una astuta idea -comentó por fin Thak-. Daremos a Sobek esta
tarea.

-24-
-No quiero que te metas tú en esto, Thak -intervino Senbi-. Sobek no verá con
buenos ojos que seas tú quien le dé esa tarea. Tendrá que ser una designación divina.
Thak se acercó a Senbi y le susurró al oído:
-Si la idea ha venido de Speh, entonces ha de ser una designación divina -el
sacerdote soltó una risita cómplice.
La noticia del triunfo militar se esparció por toda la región. Caravanas de viajeros
oían y relataban a familias y tribus que hallaban a su paso, la legendaria existencia de un
dios que levantó la ciudad del río bueno, donde la cosecha crecía abundante, donde bastaba
elegir si levantar los brazos al cielo o bajarlos al suelo para encontrar dulces manjares,
donde los animales se cazaban casi sin esfuerzo y donde el dios entrenó hombres para
proteger al pueblo. En ese sitio, los criminales morían por la fuerza milagrosa del dios que
cuidaba de sus hijos con dedicación absoluta. Allí todos cooperaban y vivían en armonía y
paz. A cada paso el mito se extendía y nuevas familias lo dejaban todo para encaminarse al
país del Loto, para vivir al alero del dios Thak y sus Padres.
Los del Loto, en tanto, oraron, bailaron, bebieron y cantaron por muchos días
porque su pueblo había crecido y seguía haciéndolo en esa región fértil que les permitía
recostarse amplios en la orilla de un río que acariciaba a una gente contenta, que derrotaba
a la supervivencia y exploraba las inquietudes sublimes que alejan al hombre de las bestias.
Ocho meses después regresaba de su misión el joven Petuk con sus diez soldados al
tiempo que, en una de las esquinas de la ciudad, se formaba un corrillo para oír las historias
de los viajantes.
-Su piel es oscura, como quemada por las brasas de Naunet el infierno -comentaba
uno de los embajadores respecto de tribus nubias halladas ochenta días al sur del Loto-.
Viven en casas de juncos.
-Mira esto -apuntó otro-, ¡es un tratado para hacer joven al viejo! -se trataba de un
papiro que explicaba cómo ocultar las canas y evitar la caída del pelo. Las historias y los
objetos se atropellaban ante los oídos y los ojos de la asistencia. Había risas, abrazos, gritos
de sorpresa e incredulidad.
-Hemos anotado algo muy importante que todos deben oír -interrumpió Petuk con
exagerada solemnidad, extrayendo un pergamino de su morral.
Carraspeó y, con la voz tan grave como pudo apretarla, comenzó a leer su apunte.
-“Seth nos ha enseñado esta región que nos regala en el río, y es una región que
adora al dios buitre, el que limpia los despojos del mundo -miró alrededor y prosiguió-.
Este dios que veneramos se llama Nekbet porque es «el nacido en Nekeb». Por ello, nuestra
región tiene nombre de dios, y ella se llama Nekeb” -concluyó tan severo como había
empezado su lectura.
-¿Nekeb? -preguntó uno.
-Así es. Esta región de Shemia se llama Nekeb.
-Debes decir esto al dios Thak -sugirió un asistente perfumado con terebinto, a
quien siguieron voces de asentimiento.
-Lo haré, antes de partir nuevamente -dijo el joven.
Al cabo de las dos siguientes crecidas del Misterioso, el primitivo clan del Loto se
transformaba en una majestuosa ciudad llamada la capital del Nekeb o, simplemente,
Nekeb, polo central de Shemia, donde habitaban ya unas dos mil personas repartidas en
oficios tan variopintos como cazadores, vigilantes, forjadores de cobre y escultores,
almaceneros, repartidores de alimentos. Nacían importantes cargos, como agrimensores,
dedicados al estudio y la mensura de los terrenos de labranza, cuyos mojones
frecuentemente se extraviaban en las crecidas del río, debiendo contabilizar las parcelas con

-25-
originales métodos matemáticos y geométricos. También se crearon agentes tributarios,
recolectores de una fracción de todo lo producido, que se enviaba a la casa mayor, desde
donde se ideaban los nuevos proyectos para la ciudad; o cargadores, que transportaban
mercancías y agua por la ciudad, para llegar a todos los rincones y, en ocasiones, a otros
poblados como embajadores y comerciantes.
Senbi colaboró con el progreso, diseñando una jerarquía religiosa para mantener
aplacados a los dioses; se esforzó por difundir las bendiciones y enseñanzas del buen ser a
toda la comunidad en forma organizada incluyendo la escritura sagrada con que se
registraban los himnos y los ritos.
La llegada de numerosas familias a la ciudad había producido un caos en materia de
fe, surgiendo una pléyade de deidades más o menos populares, que regían todos los
aspectos de la sociedad. Con semejante desorden, Senbi organizó una estructura divina que
amalgamaba las creencias y las convertía en una sola visión del cosmos que se transmitía
como plegaria y rito permanente, influyendo prácticamente cualquier acción del día,
independiente del sexo, la edad o el rol de la persona.
Para los nacimientos se usaba un peseshjef bendito con el que cortaban el cordón
umbilical. El bello cuchillo con hojas bifurcadas pasaba por una purificación concedida por
un sacerdote. El cordón umbilical se liaba como un curioso lazo en forma de cruz -cinta a la
que llamaban anj- y se conservaba en una vasija como medio de identificación divina del
recién nacido. Reconocían favorable el llanto pues el estruendo llamaba al ave vital que se
introducía por la boca abierta del bebé. Según una tradición venida de alguna familia a
Nekeb, el nombre lo susurraba la diosa Meshjenet a la madre, que entre los dolores del
parto y el llanto de su crío lo anunciaba al sacerdote, quien lo repetía varias veces mientras
limpiaba con un trapo la sangre derramada. El paño se quemaba y, según las posibilidades
de los padres, ardían en ese fuego uno, dos o cuatro gansos desplumados que luego
arrojaban al otro lado del Misterioso con las sobras de la pira de purificación. El niño,
envuelto en un pañal de lino bordado, pasaba del sacerdote a la madre, quien pedía a
Renenutet la leche con la que lo alimentaría desde entonces. En conjunto, el ritual completo
del parto duraba por lo menos tres semanas después del alumbramiento e incluía las
ceremonias de presentación del niño en el templo, la bendición a los padres y el
agradecimiento al sacerdote. El término del nacimiento se festejaba con un banquete al que
se invitaba a todos los que participaron de modo directo o indirecto en la gestación y el
parto.
(Con ese ritual recibió este mundo al vástago del consejero Sobek. Si su ambición
había sido reprimida por el heraldo taurino de Thak y aplastada por la designación de Seth
para que se hiciera cargo de las murallas, el golpe de gracia a su sed de poder se lo dio el
alarido prístino de Sisobek, su esmirriado y cabezón primogénito. A partir de entonces,
Sobek se dedicó exclusivamente a criar a su hijo, deseando que lograra lo que él mismo no
había podido después de tantos años mientras renunciaba él mismo a cualquier intento de
hacerse del liderazgo del pueblo. Este pequeñín daría que hablar en el futuro.)
Cada evento, por insignificante que pareciera, debía presidirse por un rito en el que
participaba un sacerdote. De este modo resultaba casi imposible iniciar la empresa que
fuera sin involucrar a otras personas.
Había, sin embargo, ciertos rituales secretos conducidos por los sacerdotes que
nunca vieron los comunes. Los arquitectos incluían singulares recovecos en los numerosos
templos para dar a la curia un espacio oculto donde ejecutar sus ceremonias. Por varias
jornadas en muchos días del año Senbi desaparecía junto a un selecto grupo de acólitos, con
quienes operaba trances y comunicaciones divinas, obteniendo de los dioses revelaciones o

-26-
favores, y cuando abandonaba las cámaras secretas permanecía días en silencio sin
transmitir el resultado del rito, al punto que en ocasiones ni Thak se enteraba de lo ocurrido
aunque podía suponer el cariz de las respuestas por el ánimo de su callado amigo.
Tanta actividad religiosa hacía que raramente se desconociera qué acciones o
decisiones tomaban los habitantes de Nekeb. Todos sabían lo que ocurría. Todos opinaban.
Incluso preguntaban a distintos dioses e interpretaban las sugerencias o las órdenes
recibidas. Cada quien recibía de vecinos y amigos recomendaciones e instrucciones sobre
cómo obrar. Otros, a tenor de estas acciones, pedían consejo y ninguno se atrevía a dar un
paso sin oír a los demás. Así, tal vez sabiendo o sin saber, el papel que desempeñaba la
estructura religiosa diseñada por Senbi resultaba en un plano particular muy útil a la ciudad
en tanto mantenía sumamente unidos a sus habitantes, e incluso se diría que motivaba el
desarrollo de profundas e íntimas amistades.
El consejero Sobek hizo lo suyo también, aceptando de buen grado el ofrecimiento
del dios guardián Duau de proteger la ciudad con una muralla. A falta de materiales,
organizó una cuadrilla que cavó una profunda zanja alrededor de Nekeb. Tal vez
reblandecido por su hijo u honrado por haber sido citado por un dios tan importante para la
tarea, Sobek ni siquiera reclamaba cuando le quitaban obreros para otras labores y, por el
contrario, aceptaba con una sonrisa, aprovechando las largas pausas para planificar la ruta
del surco. Tan entusiasmado andaba con su misión que incluso cavaba él mismo, aunque se
le pasaba el arrobamiento en cuanto se cansaba, lo que ocurría rápido; también participaba
levantando las tiendas de los trabajadores o reparando las palas. Se operó un cambio tan
significativo en él que nadie habría recordado que antes del éxodo hubiera codiciado el
liderazgo del clan.
Sin embargo, y pese a la energía puesta en la obra, Sobek avanzaba lento. Ocurría
que disponía de pocos obreros que debían abandonar la obra con frecuencia y los materiales
escaseaban, y por eso la zanja estuvo terminada casi dos años después de comenzarla. De
todas formas no se desanimó y en cuanto terminó la acequia mandó a buscar una cantera de
donde sacar la piedra de la que haría los ladrillos para el muro. Empleando la creativa balsa
de pieles infladas -prodigio comunicado por el toro Hepu mientras el clan habitaba la playa
oriental- Sobek pudo organizar el traslado de bloques de piedra caliza de una cantera
hallada al otro lado del río. Si la zanja le resultó una tarea tediosa, sufrió lo indecible al
tener que picar, trasladar y colocar los ladrillos de cal en la muralla. Todo un año le tomó
completar una insignificante primera etapa, y nunca logró mejorar el ritmo.
Ninéter, el oblongo contador de palacio, cuyas tareas ahora sobrepasaban con creces
el tiempo para la contabilidad, tuvo que crear un grupo de conteo bajo su mando. Fuera que
contaran armas, nacimientos, familias recién llegadas o sacos de cebollas, todo tenía que
pasar por el ahora equipo contable, que terminó uniéndose al de Senbi, por la consideración
divina de su tarea, dependiendo finalmente de los fueros religiosos para obrar, como toda
actividad que requería la escritura.
Speh consiguió disponer del cuerpo de paz como lo deseaba, gracias a las repetidas
incursiones del impetuoso Petuk. Contaba con decenas de miembros dedicados
exclusivamente a la vigilancia e instrucción de nuevos elementos, en tanto que cazadores y
jóvenes aventureros completaban la plantilla requerida para cuidar la enorme villa.
A Thak le correspondió conformar el cuerpo de construcción de las escolleras para
el Misterioso. Al término de la inundación el grupo se encargaría de la construcción de
nuevos diques y canales de irrigación destinados a domar la crecida anual del río. Reunió a
matemáticos, sacerdotes, artistas, obreros y arquitectos para comenzar tan trascendente obra
y, con altisonantes palabras los arengó, recordándoles que un día los Padres le instaron a

-27-
reunir gente dispuesta a domar al Misterioso a través de obras de construcción de
proporciones colosales. Advirtió vehemente que no admitiría errores porque los Padres no
los ayudarían a enfrentar la ira fluvial. Pidió la bendición sagrada para el inicio de la obra, y
mandó a todos a trabajar.
Al final del quinto año desde que comenzaran a construir los diques, y después de
innumerables dificultades, pudo por fin ver la obra terminada. La paciencia, el esfuerzo y el
liderazgo de Thak, considerado sobrehumano por los súbditos, sorprendió a todos, incluidos
sus más cercanos amigos mientras levantaba piedras, cincelaba bloques para alisarlos,
criticaba al escultor y repartía agua y pan entre los obreros.
Quien no disfrutó con las febriles tareas de esos años fue Ihé, la clara y hermosa
mujer del dios, hundida en la preocupación de no darle un segundo hijo. Por más que
intentaba participar de las actividades de Nekeb, Ihé sentía el dolor de fallarle al dios y se
recluía, llorando, segura de que el parto de Ity, que ya había cumplido tres años, le había
dañado el vientre. El mismo Thak le había preguntado varias veces, e Ihé siempre respondía
negativamente.
Los agitados trabajos mantenían el corazón de Thak ocupado y oculta la ansiedad de
no embarazar a Ihé aunque en su fuero interno temía que la situación reventara luego de
terminados los tajamares. Cada menstruación la alejaba un poquito del anhelo de un hijo
que siguiera al pequeño Ity.
La crecida del río puso a prueba por primera vez los trabajos acabados. Macizos
bloques de piedra pálida conformados en fabulosas murallas quedaron incrustados en la
tierra para encauzar al Misterioso. El sistema de irrigación compuesto por amplias
ramificaciones abiertas sobre la tierra para expandir el área que mojaría el río regalándole a
Nekeb varias hectáreas de tierra cultivable funcionó con sobrada perfección.
Ese mes, como todos los meses en que la luna llena iluminaba las suaves noches de
Nekeb, el dios Thak se asomó desde la terraza de su palacio para agradecer junto a su
pueblo a los Padres, que veían con beneplácito desde la otra vida el esfuerzo de sus hijos.
Esta vez, Thak anunciaba a su gente la conclusión del grandioso lecho del Misterioso.
-Ahora, los Padres sonríen porque el pueblo está feliz -comentó, sobrecogido.
El pueblo prorrumpió en encendidos vítores: la ciudad había domesticado primero a
la tierra, después a los vándalos y ahora conseguía domeñar al Misterioso. Y todo se lo
debían a él. A su sabiduría, nobleza, y grandeza.
-En el lugar donde el dios Thak camina crecerá más verde el pasto -decía el pueblo.

“No he podido retomar estas anotaciones en largo tiempo, amigo mío.


Los soles se repiten con demasiada rapidez y no soy capaz de hacer todo lo que
cada día impone. Senbi diría que veo a Bennw -la diosa cigüeña que sólo es
perceptible en las mañanas- con excesiva frecuencia, pero es inevitable. Hay
problemas por doquier: los tajamares ceden, los ladrones surgen como
Guenguenw, de la nada, todo el tiempo y sin detenerse, muchos tienen hambre,
no hallamos comida. Dejaré […] intactos, pero entiendo que no se pueda más-
[…] ¿Qué dirá Ihé? No puedo ocultarlo más. Ella debe saberlo, y peor todavía,
debe hacerlo. Me odiaré hasta mi fin después del fin por hacer esto, que no lo
merece ella y en cambio tendría yo que pagar el daño. Pero ¿y Nekeb? No
puedo.
”Sé que parece que deseo firmemente que mi responsabilidad por Nekeb
sirva como los cuernos que protegen al antílope. Y no me confundo, puesto que
es muy cierto: esta responsabilidad de cuidar y de guiar al Loto es pesada y no

-28-
puedo rendirla o cederla, pero ignoro si es suficiente razón como para tomar la
determinación que tomaré con respecto a Ihé. He pensado cómo sería que, en
vez de ella, fuera yo quien pagara con semejante tributo, y mis pensamientos se
han alojado en mi corazón como un ibis de filudas garras, lastimando al punto
de la agonía: tengo razón, yo viviría en el deleite y ella en la miseria. Después
de todo, he sido yo quien ha andado al frente, no ella. Siempre yo, nunca ella.
¿Qué podría hacer Ihé? Esto es lo que me respondo: nada. […] cuidar que sea
perfecto para ella, y que un día la felicidad la visite otra vez, mientras la
ignominia corroa mi ser, es lo que anhelo.
”El Loto ha de crecer pero mis preocupaciones rondan, y esa profecía.
La maldigo, la odio. Ya he dicho que es mi error, y lo pagaré, seguro. ¿Cuántos
de mi sangre pagarán por ese error? He sufrido por mis hijos desde que se me
unieron, veinte años atrás. Ahora veo a mi hijo, a mi carne y mi sangre, y sé que
sufrirá. Un día, alguien leerá mis palabras. Ya pronto dejaré de escribir estas
anotaciones, y sé que debo dejar huella de mis actos: será visto que cometí un
error gigantesco, y Anfu gozará este nuevo tiempo que yo he descubierto.”

Recién cumplidos sus treinta y seis años y, cuando el pequeño Ity crecía sano y
alegre, Thak se vio obligado a tomar la difícil decisión de repudiar a Ihé debido a su
infertilidad.
En la alcoba de la Casa Mayor, Thak informaba su irrevocable decisión a la mujer.
La lámpara apenas iluminaba la estancia y un fuerte aroma a flores contradecía la amargura
del momento. Una pila de frazadas y cojines rellenos de plumas de oca nutrían el colorido
tálamo en el que se recostaba Ihé sollozando. Las habladurías, escasas al comienzo
subieron pronto de tono y hacía semanas que el tema se había transformado en el único
asunto que se discutía en la plaza, en los comedores y en el Consejo.
-No pidas que me quede en Nekeb -le rogó ella, como forma de despedirse. Llamó a
sus sirvientes, dos muchachitos rapados y flacuchentos, cogió algunas pertenencias y,
combatiendo las lágrimas que se desbordaban de sus grandes ojos vidriosos, se alejó
rápidamente del perhó.
Thak la lloró en silencio. La amaba profundamente, pero como decretaba la regla de
su sociedad, la ausencia de un nuevo embarazo le imponía abandonarla. Asomado en la
terracita donde otrora mirara junto a ella la llegada de extranjeros a la ciudad, sollozó con
las quijadas apretadas suplicando secretamente a su mujer que regresara, pero Ihé no volteó
la cara. Caminó al norte sin detenerse dejando en casa a su amor, sus recuerdos y al hijo
que amaba tanto como a la deidad que la expulsaba.
Los días de marcha de Ihé y sus sirvientes se sucedían lentos y penosos. Cada cierto
tiempo, los mozos montaban una tienda de lino mientras ella recogía frutos y raíces para
cocerlos.
-¿Me recordará cuando crezca, Tauret? -preguntaba Ihé a su diosa.
En su periplo al norte, Ihé perseguía borrar de su corazón el recuerdo de la pérdida
de su familia, su andar extraviado y el hallazgo feliz de la tribu del Loto, la extraña
emoción de entrar en una ciudad y especialmente ver las construcciones que homenajeaban
a los dioses. Cada atardecer en su tienda evocaba los aromas de Nekeb, las sonrisas y las
caminatas por los cultivos. Había aprendido a pintar figuras geométricas sobre las vasijas
rojas, y regresaba a su memoria el odre de Nun, con el que vaciaba agua sobre su cabellera,
que había recortado a la usanza local. La mujer intentó parecerse a esa sociedad que admiró
desde que entró en ella. Recordó el día que vio por primera vez a Thak. Los altares la

-29-
hacían sentir caminando en la tierra de los Padres, y Thak le pareció uno de esos Padres.
Hermoso, intimidante y profundo, lo amó instantáneamente aunque se sospechaba inferior
o incapaz de alcanzar las alturas de un corazón demasiado perfecto. Nunca pensó que él, un
Padre, podría poner su atención en una extranjera huérfana de rasgos enfermizos y piel
transparente, y menos que fuera a enamorarse de ella. Rememoró la época más feliz de su
existencia cuando recorrió el jardín de la familia abrazada a su dios. Seis hijos, ¿seis?
Tuvieron apenas uno. ¿Dónde estarán los demás cinco? Bregaba por espantar esa pregunta
a sabiendas que los otros hijos Thak los tendría con otras mujeres. Que otras mujeres
gozarían del cuerpo perfecto del dios constructor.
En efecto, Thak fornicó a otras mujeres sin amarlas, y de esos encuentros secos de
sentimiento nacieron sólo cuatro hijos más que el líder jamás favoreció como al
primogénito.
El crecimiento explosivo de Nekeb mantenía a todas las familias atareadas en
labores de progreso. Durante la temporada de siembra, se dedicaban a barbechar las tierras
y prepararlas para el río, y cuando el Misterioso anegaba el suelo, sus tareas cambiaban al
cobre, la construcción o el arte.
Levantaron un puerto para guardar las barcazas que se empleaban para cargar
piedras provenientes de las canteras del lado oeste del río, creando allí un campamento que
llamaron Nekén, la hermana menor de Nekeb.
La navegación resultaba sencilla por la bondadosa suavidad del Misterioso que
permitía cerrar velas para avanzar con la corriente o abrirlas para que el viento moviera la
barcaza en sentido contrario. En sus travesías los navegantes se aventuraban lejos de los
territorios conocidos acercándose a pueblos que hallaban a su paso, descubriendo
sociedades diferentes y curiosos objetos con lo que echaron a andar, tímidamente al
principio, pero cada vez con más vigor, una nueva actividad, el comercio.
La muralla se terminó pero la necesidad de caliza, basalto y otras piedras crecía
conforme se expandían los límites de la ciudad. Los templos a Seth se multiplicaron, igual
que los dedicados a Nekbet el buitre, a Duau y al universo de divinidades del panteón
shemiano. Se agrandó el granero, ampliaron la zona de irrigación y varios campamentos
agrícolas se esparcieron cerca de la ciudad. Los intercambios con Nekén aumentaron y
algunas prominentes familias se llevaron sirvientes, obreros y arquitectos a los alrededores
para levantar campamentos mineros, canteras, haciendas ganaderas y centros de
distribución, poblando las tierras adyacentes a Nekeb, que desbordaba gente fuera de sus
flamantes muros.
Irónicamente, el momento de mayor esplendor de Nekeb coincidió con el tiempo de
mayor amargura de su jefe. Varios años de expansión y progreso constante no bastaban
para sanar la pena de Thak, quien, acorralado por las visiones de su mujer perdida,
denostaba a sus otros hijos acusándolos íntimamente de nacer producto del pecado. Por eso
hablaba frecuentemente a Ity de su madre, recordándole su firme y cariñoso carácter, su
belleza incomparable y las palabras de aliento que de ella oía en momentos de dificultad.
Cierto día, convencido de que Ity entendería, le contó detalladamente sobre la expulsión de
Ihé pese a su inocencia.
-El corazón de tu madre te acompañará siempre -le dijo a Ity, posando suavemente
una mano en la cabeza del pequeño.
Con cuarenta y tres años de edad, Thak del Este, Padre de Nekeb y Creador del
Loto, reunió a Speh, Senbi, Ninéter y los ocho hombres más connotados de la ciudad, para
comunicarles la tajante decisión de dejar este mundo, en virtud a que sus fuerzas
menguaban y que el país requería un nuevo dios, más enérgico y dotado de fortaleza

-30-
juvenil. Aunque sus cercanos hacía mucho sospechaban la inmensa carga que Thak
acarreaba después de la partida de Ihé, no pudieron dimensionar ese dolor. Se lamentaron
de la decisión y más de uno dejó escapar una lágrima de pesar.
-Los Padres me llaman a través de este dolor -musitó finalmente.

“No escribiré más anotaciones. No al menos desde aquí. ¿Habrá luego


dónde hacerlo? Quizá. Guardaré estas palabras para quienes osen comprender
lo que he hecho, el daño que he causado al causar tanto bien. Los escribas
preparan las tablillas donde hermosas palabras recordarán esta era, y dirán bien
lo que hice, y lo mereceré, porque he cosechado la prosperidad ahí donde duras
decisiones sembré. He lamentado a cada hijo que murió por esta causa, y dudo
que el tributo debiera ser tan grande y significativo para los Padres. Siempre
creí con firmeza, y permanece hasta hoy esa infalibilidad aferrada a mi corazón,
que los Padres no esperan tantos sacrificios de sus hijos. ¿Esperaría yo que los
poderosos canales sean destinados para dar vivienda a las familias? ¿Desearía
yo que la daga de cobre pudiese servir como cojín? No puedo querer que mis
manos sean capaces de provocar la lluvia. Así, lo mismo los Padres no pueden
creer que hemos sido traídos a este lugar para sufrir por ellos. Matamos tantas
ocas, y no las comemos, por ellos, y está bien. Pero no podemos matar hombres
por ellos, aunque no los comamos.
”Lloré en silencio esas pérdidas, pero dudo que baste. Ahora, como
antes y como he obrado siempre, no deseo mirar hacia atrás, porque el tiempo
no mira atrás, y prefiero pensar en lo que ocurrirá. No sé cómo seré recibido en
el otro mundo, y no confío mucho para mí, puesto que he mentido y he puesto
en el corazón de los demás una esperanza que no existe, o por lo menos que no
existe como yo la he predicho. Debería tachar estas últimas palabras: ni siquiera
me atreví yo a predecirla, y nuevamente como actué toda mi existencia en este
lugar, he instigado a que otros hagan lo que debí yo hacer. Pero no volveré
atrás.
”Hijos: léanme, lo ruego. Erguido o doblado en el otro mundo, pesando
mis calumnias ante Ammit o bañado en las mieles del paraíso, esto no importa,
esperaré verles leerme, para que en esa lectura pueda yo dar algo del funesto
acto que cometí cuando llegamos a Nekeb. He salido indemne de la profecía, o
espero hacerlo ahora que decidí abandonar este mundo para no ver sus efectos.
Pero todos los que estén emparentados con mi sangre un día vivirán esos
efectos. Quise dar a Nekeb una razón, quise alimentarle con una causa, y lo
logré. He ahí mi máximo regalo y también la máxima de las calamidades que a
Nekeb lego. He preguntado a las estrellas, docenas de veces, cuántos hijos
nacerán con la huella de este hermoso y nefasto regalo que he prodigado a
Shemia y al mundo, y aún ignoro la respuesta.
”No tengo el coraje para despedirme, pero sí algo de valor he acumulado
para escribir estas últimas anotaciones. El otro mundo me espera. Algún hijo
que siga tendrá que comprender que la historia de Nekeb será escrita gracias y a
pesar de la profecía. Y yo estaré mirando desde arriba.”

***

-31-
Nesemteu perdió a sus padres apenas dos años después de la llegada del clan del
Loto al Misterioso y para homenajearlos recorrió con ellos la margen del río sagrado rumbo
al sur junto a un cortejo de unos veinte amigos y parientes. Al cabo de ocho días de lenta
navegación contra la corriente, bajaron los cuerpos a tierra firme para desmembrarlos y
enterrarlos en distintos puntos del suelo. Nesemteu propuso al grupo establecerse cerca de
las tumbas durante el plazo del luto, algo más de dos meses.
Mientras transcurría ese tiempo, uno de los hermanos de la mujer encontró una
cantera de obsidiana y Nesemteu supuso que el hallazgo se lo debían a su padre y a su
madre, por lo que decidió quedarse. La proposición no cayó bien a todos los acompañantes
y algunos regresaron a Nekeb al cabo de los setenta días, pero otros optaron por permanecer
en el lugar. El día después de la última ceremonia de entierro de sus padres, Nesemteu
comenzó a organizar el campamento minero y dedicó todo su tiempo a administrar la
extracción de la filuda piedra volcánica desde la cantera de Esna. Tanto esfuerzo puso a
esta empresa que al cabo de un año la operación contaba unos treinta mineros y doce
transportadores, que llevaban la piedra como materia prima o terminada en agujas,
prendedores o bisturís a todos los puntos alrededor de Nekeb.
Tres años después, Esna estaba irreconocible. Se levantaron templos, casas de
ladrillo, un pequeño puerto y se mantenía una importante red de irrigación de tierra que
daba trabajo a una veintena de agricultores. Tanto la ruta fluvial como la terrestre bullían de
transacciones con Nekeb.
Con veinticinco años, Nesemteu representaba una edad mucho mayor, tal vez por su
contextura rolliza y sus manos curtidas, aunque su mirada viva le daba una belleza
enigmática o complicada de hallar. Los ojos grandes como aceitunas y la nariz redonda y
pequeña la mostraban espabilada y corta de genio. Nunca se había interesado por la
escritura, pero los años dirigiendo Esna la forzaron a conseguirse un escriba que le
enseñara. Como las clases tomaban tiempo, el escriba se quedó en la villa, actuando además
como sacerdote oficial. Contrató también contadores, agrimensores y arquitectos, y para
cuando en Nekeb Thak expulsaba a su mujer Ihé, Nesemteu descubrió que debía contar con
un cuerpo de paz en su propia aldea, y partió a Nekeb con su reclamación.
-Debo hablar con quien esté a cargo -dijo Nesemteu a un escriba en la Casa Mayor
de Nekeb.
-Será el general Speh -respondió éste-. Le debes respeto, mujer.
-Le deberé respeto cuando atienda mi exigencia, escriba -ladró ella irritada. Después
de tanto tiempo a cargo, la mujer había desarrollado un carácter ejecutivo al que no
agradaban las demoras y los trámites superfluos. Aunque parecía una persona amargada, en
verdad Nesemteu no lo era pero ser perentoria en todo lo que decía provocaba esa
impresión.
-Espera aquí -dijo altivo el escriba.
Mientras esperaba al general Speh, Nesemteu estudiaba la antecámara donde la
dejara el escriba. Copiaba mentalmente el diseño, pensando en agradar a los dioses en su
aldea. El rol de jefa le consumía la vida y no tenía corazón para nada más. Imaginaba el
templo de Esna como éste cuando la interrumpió el escriba. No venía solo.
-Mujer, el general Speh -dijo.
Casi sin prestar atención a la graciosa reverencia de Speh, Nesemteu comenzó a
hablar.
-Iwemhotep -dijo a modo de saludo-, general Speh. Vengo del sur porque mi aldea
da tributo a Nekeb como Seth lo pide y necesito vestir a mi cuerpo de paz.
-Nesemteu de Esna, supongo -habló inusualmente coqueto el general.

-32-
-Sí, general, Nesemteu -prosiguió ella, sin perturbarse-. Necesito prendas, escudos y
armas cuanto antes, para quince soldados. Debo regresar inmediatamente a Esna y he
preferido venir para apurar el asunto.
-Te avisaré cuando esté todo listo, para que vengas por tus pertrechos, Nesemteu de
Esna -repuso éste. Nesemteu asintió con un bufido.
-De todas formas no veo por qué debo venir.
-Para verte nuevamente, desde luego -respondió Speh. La mujer se ruborizó al punto
que el escriba tosió incómodo y dijo atorado:
-Pues bien, si esto es todo, mujer, te acompaño a tu barcaza.
En su pontón de vuelta a Esna, Nesemteu lidiaba con la voz del general y su
descarado piropo, aflorando en ella -muy a su pesar- un sentimiento reprimido desde que
fundó su cantera de obsidiana. Pertinaz, la frase de Speh se repetía en su corazón sin dejarla
en paz. Peor aún, los días siguientes se transformaron en ansiosa espera. Nesemteu se
acercaba cada día al puerto de Esna preguntando, como quien no quiere la cosa, si había
recados desde Nekeb. Sin respuesta de Speh, la mujer se ofuscaba y regresaba a la cantera
farfullando groserías contra el general.
Dos semanas después de su viaje a Nekeb, mientras se aseaba entre los ruegos
matinales, preguntó a los Padres si sería justo quedarse con un hombre pese a la alta
responsabilidad de dirigir Esna, pero rápidamente negó la pregunta y protestó porque se
había maquillado mal. Decidió dejar de ir al puerto en el instante que un joven minero entró
en el salón, reparando en la torcida línea verde trazada bajo los ojos de Nesemteu.
-Mujer, ha llegado esto para ti -y le enseñó un rollo de papiro. Ella leyó con
dificultad su contenido y suspiró.
-Prepárame la barcaza -dijo al muchacho.
Nesemteu se sintió incómoda por su ansiedad. Deseaba ver nuevamente a Speh y
eso la perturbaba. Los días de espera habían profundizado su atracción por el general
aunque le viera sólo una vez y por apenas unos minutos. Ignorante de sus sentimientos, la
chica intentaba no pensar en ellos, mostrándose más arisca con los obreros, con el escriba y
también con los siervos y el navegante que la llevaba a Nekeb. Fuera por la significativa
impresión o porque la espera magnificó el momento que pasó con él, el caso es que cada
metro que se acercaba a la ciudad aumentaba su deseo por mirarlo y abrazarlo. Con la
responsabilidad de un pueblo entero sobre sus hombros, la mujer había relegado cualquier
sentimiento amoroso, pero como un latigazo fulminante, una sencilla frase había
desplomado su careta inflexible y dominante y ahora miraba pasar el agua bajo la nave
como pidiéndole apurarse. Ni siquiera se preguntó si todo resultaba demasiado
intempestivo, quizá por su cabal ignorancia en materia de hombres; había discutido
profusamente con los dioses y muy pronto éstos le anunciaron que unirse a Speh no dañaría
su rol directivo en Esna, aunque le habría importado un papiro si le decían que no. De un
salto abandonó el bote y corrió como una niña el trecho que la separaba del Perhó
recuperando a tiempo el aliento justo cuando se anunciara en la Casa Mayor. Aguardarlo en
la salita de espera le pareció aún más duro que las semanas anteriores de paseos por el
puerto sin recibir noticias del general.
Al aparecer la rocosa figura de Speh, Nesemteu bregó apenas un instante, y se
reconoció derrotada. Se arremolinaron en su corazón todos los recuerdos traídos desde la
barca, más atrás en el muelle, más atrás en la mirada de sus asistentes cuando preguntaba
ella por informaciones, más atrás cuando refunfuñaba el atrevimiento del general al
despedirse, un poquito más atrás cuando notó el forado que dejó en ella esa despedida, y
más atrás aún cuando pudo descifrar todo lo que deseaba la rocosa figura de Speh apenas

-33-
intercambiaron miradas por primera vez. El tropel de emociones dominó el cuadro: en vez
del frío e indiferente saludo de la ocasión anterior, la mujer se lanzó a los musculosos
brazos del general, llorosa y apasionada, cogiéndole por sorpresa e incluso temor. Un brillo
singular destelló en los ojos de Nesemteu, que vibraba aprisionada en los anhelantes brazos
de Speh. Él la abrazó midiendo sus fuerzas, reemplazando la impresión inicial por un
sentimiento desconocido y culposo.
El amorío entre Speh y Nesemteu se desarrolló en secreto. Al general le inquietaba
ofender el deprimido estado anímico de Thak si ventilaba su relación. Pidieron la anuencia
para unirse en Esna y cuando los dioses anunciaban un vástago a la pareja, el jefe del perhó
de Shemia reunía a su grupo íntimo para informarles su deseo de morir. Nesemteu vivió su
preñez sin Speh y en medio del viaje de Thak a la otra vida.
El general decidió entonces mudarse a Esna para vivir con su mujer y su hijo, al que
llamaron Sispeh, y fundar en esa aldea una academia militar donde mantendría viva la idea
del dios Thak de cuidar con las armas la paz del país. Rehacer su vida en otro lugar le daba
alivio a la pena de la pérdida de tan querido amigo y el esfuerzo de crear la academia lo
tenía suficientemente ocupado como para no recordar. Ciertamente el pueblo miraba la
partida de Thak como un evento feliz o acaso natural, desconociendo la lástima porque
comprendía de buen grado la muerte como parte de la vida, pero Speh no lograba conciliar
semejante visión y la sola idea de no tener a Thak en esta tierra desgarraba sus
pensamientos.

-34-
Capítulo Tercero

El nuevo rey subía al trono al final de los ritos de perpetuación de Thak. La


audiencia lo observaba ansiosa rogando que el hijo midiera al menos la mitad que el padre.
Senbi le entregó el bastón curvado que pasaba el poder desde el padre hacia Ity, que tomaba
con el báculo el control del mundo.
-El perhó de Shemia es tuyo ahora -anunció Senbi concluyendo la ceremonia de
coronación del rey.
El perhó había cambiado e Ity apreció esos cambios al entrar, ahora como hijo de
Seth, dios de Nekeb. Enormes bloques de piedra se levantaban a ambos costados del
acceso, escoltados por columnas labradas y pintadas que representaban el río navegando
hacia la ciudad. Al trasponer la entrada, el nuevo dios miró con delectación las doce obesas
columnas del primer patio central, cuadrado y amplio, con bruñidas baldosas de colores
crujiendo bajo sus pisadas; filas de palmas datileras acariciaban los contornos del primer
patio. Al fondo, subió la escalerilla de ocho peldaños -uno para cada anciano del Consejo
del país- que daba acceso a la nave principal del palacio. Seguido de sus escoltas, el nuevo
rey caminó por la nave principal del edificio, cuyo cielorraso, de unos seis metros, protegía
la mayor superficie cerrada jamás construida hasta entonces. Desde altas ventanas la luz
solar entraba al salón y se reflejaba en lustrosos platos de cobre, iluminando el templo. La
luz bañaba los bajorrelieves tallados en las paredes. Ningún lugar en el perhó lucía mejor
ataviado que el salón real, donde llegó finalmente Ity para sentarse en el robusto sillón de
oro con incrustaciones de fayenza, lapislázuli, vidrio y alabastro, secundado por dos sillines
adosados, igualmente alhajados pero más pequeños, situados uno a la izquierda y el otro a
la derecha del trono. En el centro de la habitación relucía aún la estatua del halcón con ojos
de vidrio rojo y la placa de la profecía de Nekeb mirando al norte.
El sacerdote, cuya longevidad atribuía el pueblo a su apego a los Padres, prestaba
atención al nuevo rey. Cuando los demás abandonaron el salón, se quedaron solos.
-Bella ceremonia -comentó Senbi.
-Así es -Ity se quedó pensativo un momento-. Quizás esto es demasiado para mí.
Quizá no estoy preparado, Senbi. Papá sabía bien, pero yo no. Temo no ser suficientemente
hábil. Ignoro al río, no sé mucho de religión y apenas puedo escribir.
Senbi, apoyado en el sillín a la izquierda del soberano, inspiró hondamente mirando
al vacío, mientras preparaba aquello que siempre pensó decir a Ity.
-Eres hijo de dios y nadie se permite aconsejar al rey -respondió seco, pero al
mirarlo se enterneció. Con apenas catorce años, tenía la mirada firme e irradiaba
inteligencia y aplomo, pero el peso de la responsabilidad parecía demasiado para sus
imberbes hombros. Tras suspirar, Senbi completó con voz dulcificada-. Por ahora, te
sugiero que honres a tus padres. Sigue la profecía y recuerda a tu madre. Es el mayor honor
para Thak. Y mientras, haremos que te entrenes en los artes del dios. Llamaremos a los
mejores: un escriba, un general, un sacerdote y un arquitecto.
-Gracias, Senbi. Parte de este trono ha sido tuyo, y lo sabes.
-Por eso hay un sillín para mí -dijo el anciano palmoteando su asiento.
-Lo digo en serio.
-Lo sé, hijo.
El Consejo de ancianos, una institución tan antigua como el clan, apretó sus
responsabilidades creyendo necesario controlar con más atención la labor del nuevo
soberano. A este plan ayudó Sobek, que vio con pesar su plan de heredar el trono al haber

-35-
sido el más significativo asesor de Nekeb y el constructor de las murallas de la ciudad. Es
cierto que estuvo cerca, porque los demás consejeros veían con buenos ojos que el sillón
pasara a manos de un adulto, experimentado, versado en materias religiosas y que además
continuaba con el estilo constructor de Thak. Las discusiones en el Consejo parecían
dirigirse hacia el nombramiento de Sobek como jefe de la Casa Mayor, y de no ser por
Hepu el Toro -convertido ya en némesis de Sobek-, el consejero habría heredado con poca
dificultad la corona blanca.
Hepu, como mensajero de Thak, conservaba el testamento del jefe marchito, y en
una audiencia pública lo transmitió al pueblo entero. El viejo vacuno hizo saber a la
muchedumbre que la voluntad del Padre ido sería indicada por Seth a través de un
intrincado sistema de mensajes, que incluía lectura de astros, entrañas de animales y hasta
el caudal del río.
-Sólo la planta nacida de semilla divina echará raíces en el suelo del perhó
-declaraba el sacerdote orador-. El dios río, nuestro amado Misterioso está sujeto de las
crines por obra de la infinita mano de nuestro Pe (rey) Thak. Es Seth quien predice que un
día el Misterioso pretenderá abandonar la mano de nuestro Pe y desbordarse de su cauce, y
pregunta Seth, ¿quién puede, si no un dios, contener la ira de otro dios?
-¿No es acaso la obra de hombres la que contiene al Misterioso? -preguntó un
consejero adepto de Sobek.
-No, no lo es -respondió el orador-, no es obra de hombres hacer brotar del corazón
la idea de dar a Nekeb la virtud del agua mansa para el cultivo. No es obra de hombres
invocar a Duau para la protección de la idea que brota del corazón, ni es obra de hombres el
que surja el líder que enseñó a los obreros. No puedes decir que la flecha es la que caza la
bestia y sólo puedes decir que la flecha es el instrumento del hombre, que es quien caza la
bestia. Es por ello que es la obra de nuestro Pe Thak la que contiene al Misterioso. Sólo un
dios pudo hacerlo y sólo un dios puede continuarlo. ¿Conoces otro dios que te mire con
ojos limpios y corazón justo? ¿Puedes poner sobre Menqet la tiara? ¿Puede Nekhbet usar la
tiara? ¿Puedes a Imyut entregar la tiara? Aunque sean adecuados, a ellos no puedes dar la
tiara. Sólo puedes darle a uno la tiara, y aquél es Ity, el nuevo Pe. Es la palabra de Hepu.
Por más que la misma lectura de testamento pretendía ahogar cualquier signo de
oposición al nombramiento, Senbi optó por complementar con argumentos más pedestres la
resolución de Hepu.
-Es cierto que a nuestros ojos Pe parece bisoño y neófito -comenzó- y nuestro
corazón puede tentarnos a dudar de la decisión de Pe Thak. Para soslayar esa mera
impresión, he dispuesto que se entrene a Pe en todo arte del gobierno, y recurrirá al juicio
de este sabio Consejo en cada paso y no podrá acometer iniciativa alguna sin su aprobación,
mientras Pe no tenga la edad para conducir la barca. En este tiempo comprobaremos qué
acertado ha sido el designio de nuestro dios Pe Thak.
Pronto Ity tomó con pasión su cargo. Escogió mujer y la hizo suya. Mandó a
ampliar los canales de regadío para satisfacer el incesante aumento de la población, como
comprobaban los sacerdotes-contadores de la escuela del obsesivo Ninéter. Hizo extender
la frontera de la ciudad, enroló nuevos soldados para el afamado cuerpo de paz, continuó
con el envío de embajadas en busca de clanes que quisieran unirse al reino, estableció
nuevos impuestos reales y convino en construir una monumental estatua de su padre en el
templo, cumpliendo una petición del veterano Senbi.

-36-
-Menuda ciudad has heredado, Ity -le dijo sonriendo Speh mientras entraba en el
perhó.
-¿A qué debo tan importante visita, general? -preguntó divertido el rey.
-Quiero saludarte, Pe, y también vengo a ver a mi hijo -lo abrazó con fuerza
desmedida.
-Disfruto verte, general. Vamos a ver a Sispeh.
Sispeh, con diez años, alternaba entre Nekeb y Esna. En esta última asistía a la
academia militar anhelando convertirse en general como su padre. Sus condiciones se
mostraron excepcionales, lo cual llenaba de orgullo al viejo Speh. Y cuando sus días
transcurrían en la calma del perhó de Nekeb, el joven acompañaba a Ity en las clases de
religión y en los estudios de escriba. Había nacido entre ellos una relación profunda y
fraterna, basada no sólo en la amistad, sino también en el aprendizaje, los juegos y las
bromas.
Ity actuaba como el hermano mayor pero Sispeh bregaba por no quedarse atrás, y
aunque les separaran siete años, el hijo del general quería probarse a la altura del hijo del
dios. Multiplicaba sus horas de práctica para lograr los trazos perfectos al escribir,
sufriendo grandes dolores en los dedos, tullidos al coger con fuerza exagerada el pincel
durante tanto tiempo. Intentaba memorizar con ahínco los innumerables símbolos que
representaban las palabras no obstante los olvidaba con facilidad, por lo que ideó variadas
tretas para recordarlos, como inventar una canción que asociaba palabras con figuras o
pintarse en la cara interna de los muslos los dibujos más difíciles -pues escribían sentados
con las piernas cruzadas-. Pese a todo, Sispeh demostró que entre sus virtudes la
recordación se ubicaba en los lugares más débiles.
En los juegos rendía muy bien. Para entonces los niños se entretenían con un
deporte en el que usaban un bastón de madera para maniobrar una pequeña bola de cuero
mientras esquivaban los bastones rivales. Sispeh salía victorioso casi siempre gracias a su
destreza aunque no estuviera aún desarrollado físicamente. En los juegos de mesa, como el
mehen, donde se disponían fichas en un tablero circular con escaques que simulaban una
serpiente enroscada, también había acumulado la fama de invencible.
Su padre le incentivaba el desarrollo de la actividad física pero el niño se exigía
particularmente en donde mostraba menos habilidad. Le motivaba un espíritu de superación
que no permitía fracasos sin serios intentos. Casi le aburría ganar allí donde le resultara
fácil, y concentraba su esfuerzo en las tareas en las que tenía escasas posibilidades.
Speh solía frecuentar Nekeb, especialmente cuando su hijo se encontraba allí,
aunque en esta ocasión otro asunto le urgía.
Encerrado en una celda con poca luz, Sispeh transcribía una ley de contabilidad
practicando su caligrafía. Al ver a su padre y a Ity, dejó el palito junto al papiro, se lavó las
manos en un pequeño azafate y saludó a Speh con una profunda reverencia.
-Iwemhotep, padre. Tu visita me honra -dijo con voz aguda y monótona.
-Ya. No te hagas el formal conmigo -y le propinó su ya famoso abrazo.
-¿Qué te trae, padre?
-Tu madre, hijo -dijo ocultando su preocupación-. Ella está algo enferma y me ha
pedido que venga a buscarte. Tranquilo, Sispeh, no es nada serio. Sólo te echa de menos.
En realidad, Nesemteu se estaba muriendo, pero Speh, que ignoraba cómo manejar
situaciones similares, prefirió esconder la verdad, como si al hacerlo pudiera cambiarla. Las
batallas por la defensa de Shemia no habían endurecido el corazón del portentoso militar, y
la congoja lo acorralaba al punto que mintió porque en realidad era él quien necesitaba ver
a su hijo.

-37-
Luego de despedirse del dios-rey Ity, padre e hijo abordaron una lancha de buen
fondo y navegaron hacia Esna.
-Así que seguirás la carrera militar.
-Sí, padre. Es todo cuanto los dioses quieren para mí. Como has hecho tú, saldré en
busca de pueblos que se unan al Loto, por las buenas o por las armas.
Speh quedó pensativo. Anhelaba darle un consejo pero nada llegaba a su corazón.
No dijo más.
Cuando llegaron a la aldea de Esna, la noticia les golpeó como una bofetada. Había
ocurrido la noche siguiente a la partida de Speh a Nekeb. El viejo general lloró gruesas
lágrimas mientras su hijo intentaba consolarlo, diciendo que Nesemteu tendría asegurada su
transición al paraíso de los muertos porque había obrado sin fraude y con solidaridad
durante su estadía en esta tierra. Sispeh traía frescos sus estudios religiosos y se alegró al
notar que sus palabras causaron un favorable efecto en Speh. Ya en la habitación donde
reposaba el cuerpo yermo de Nesemteu, el general cogió sus frías manos y las besó con
ternura, musitando un rezo a Seth. Sispeh miraba contrito en el dintel.
Pese a representar la figura más importante de Esna, la ceremonia de
descuartizamiento de Nesemteu resultó sencilla y se diría humilde, pues sin deseo de
festejar, Speh organizó un banquete rayano en la frugalidad y contrató apenas una banda
musical con dos bailarinas. El cirujano que trozó el cuerpo de la esposa llevaba años
dirigiendo los ceremoniales y su habilidad con el bisturí -una filosa hojilla de obsidiana,
desde luego- le permitió efectuar cortes precisos. Entregó a Speh el corazón, almacenado en
una imponente ánfora con elegantes caracteres rojizos sobre una superficie negra que
decían: “Imyut pesa bien este corazón”.
Al cabo de la ceremonia, Speh y su hijo regresaron a Nekeb. Sispeh viajaba con la
paz interior de saber que su madre había transpuesto el portal y se encontraba a salvo en el
paraíso de cañas y pastizales de Seth. Speh, más escéptico o menos letrado en esas materias,
no halló el consuelo por la pérdida de Nesemteu y sintió que la vida perdía su propósito
ahora que la mujer se había ido y su hijo se encontraba bien encaminado. Íntimamente
deseó seguirla en su peregrinación pero los Padres, creía él, le tenían deparada una
existencia prolongada. Con cuarenta y siete años era uno de los pocos protagonistas del
éxodo del clan que aún vivía.
Ninéter, el contador, había partido también. Contó hasta el día de su muerte y
algunos dijeron haberlo visto registrando el número de asistentes a su funeral. No se
equivocaban demasiado, porque antes de morir redactó un preciso testamento, en el que no
sólo dejaba instruidos a sus sucesores, sino también las tablillas preparadas para las
próximas treinta crecidas del río. Trabajó sin parar los últimos años, anticipándose a su
viaje a la otra vida, al confeccionar un riguroso tratado de contabilidad sin errores y con
todas las previsiones. Dejó esta tierra ordenada y ordenado él, solicitando ser bañado y sus
uñas limadas para cuando el ave de su alma escapara por sus labios para volar junto a los
Padres. Aunque nunca regaló una sonrisa mientras trabajaba, se le recordó leal, obrero de
sol a sol, serio y responsable, y en verdad alguna vez, en la intimidad de sus amigos, mostró
una vena alegre y acaso humorística.
Habían pasado ya dos décadas desde que la tribu llegara a Nekeb cuando se presentó
la ocasión de avanzar a la siguiente etapa. La embajada del aventurero Petuk regresaba
informando a Pe que a trece soles de marcha se encontró con una ciudad que tenía también
un rey.

-38-
Se reunieron en el centro del templo los componentes del perhó: los ocho
Consejeros del pueblo, Senbi el sacerdote, Speh, su hijo Sispeh y el general Petuk. Tomó la
palabra este último.
-Contaré todo aquello de lo que he tomado nota -carraspeó, como de costumbre,
preparando el ambiente para un relato que consideraba importante. Estaban todos de pie,
salvo Ity.
El jefe de la embajada leyó de sus apuntes que junto al Misterioso se erguía una
ciudad parecida a Nekeb, más pequeña y sencilla a sus ojos, con gente que iba y venía.
-“Tiene puerto donde gente lleva y trae piedras, madera y vasijas. Una muralla
separa la ciudad del exterior y dentro de ella hay casas y talleres de ladrillo y las calles van
atestadas de gente. Tiene una plaza y junto a ella se levanta una casa grande, un perhó”.
Detuvo su lectura con solemnidad y, como nadie dijo nada, prosiguió.
Les recibió un hombre calvo, ambarino y tuerto, que saludó con amabilidad,
llamándolos “hermanos del norte”. Les invitó a la casa mayor, donde sirvieron un festín de
carnes secas de antílope y puerco espines, dátiles, higos, miel, rábanos picantes y zumos de
frutas. Relató la aventura del clan para afincarse en una fértil área junto al Misterioso.
-Como ves, hermano del norte -dijo el líder de la ciudad, de nombre Pashedu-,
aunque tenemos problemas, intentamos vivir.
-Lo veo, Pashedu -respondió Petuk tras eructar por lo bajo.
-Pero bueno, harto he hablado y quiero oírte.
-Gracias, líder.
-Habla, hijo.
-El perhó de Nekeb viene a tu ciudad en busca de una alianza. Ten este texto que ha
escrito nuestro sacerdote Senbi del Este -extrajo con cuidado de su morral un rollo de
papiro atado con una tira de lino cerrado con una redonda piedrita de fayenza. Pashedu
abrió con exagerada delicadeza el rollo y, tras leer los primeros dibujos inscritos, miró con
su único ojo al embajador.
-Sabemos de Nekeb, hijo -dijo-. A nuestros oídos llegan las hazañas de tu dios Pe
Thak y nuestra ciudad es una pálida imitación de la obra de tu Padre. Cuidamos su memoria
y desangramos cuatro ánsares cada mes por él. Aquí, en Ehdú, su imagen es idolatrada
como la de Nekbet el buitre.
Ante el asombro del embajador y sus seis acompañantes, Pashedu adoptó una pose
dramática.
-¡Tu venida es una bendición de Nut!
-Entonces, Pashedu, ¿qué debo decir al perhó de Nekeb?
-Dile que nuestro pueblo le ama -Pashedu no respondía a la misiva de Senbi.
-Nekeb quiere que le tributes.
-Ya he hablado, hijo.
-Entonces ¿no tributarás a Nekeb?
-Ya he hablado, hijo.
El ojo solitario del líder de Ehdú sostuvo la mirada severa del embajador.
Permanecieron en silencio, disputando el gesto. Un miembro de la comitiva de Nekeb se
rebulló en el sillín. Pashedu esbozó una sonrisa maliciosa y Petuk, en definitiva, bufó y se
puso de pie.
-Llévame a tu templo -dijo por fin.
Antes de marcharse, el embajador recibió del tuerto líder vecino unas tablillas
labradas que llevaban un mensaje de afecto para el nuevo dios-rey de la región y abandonó
rápidamente la ciudad de regreso al norte, a Nekeb, ansioso por transmitir la noticia a Ity.

-39-
El silencio se apoderó del perhó. Ya antes habían encontrado villorrios y aldeas, y
también antes habían encontrado oposición a la propuesta de unificación de Nekeb, pero
siempre lograban, por medio de la astucia o la fuerza, que estos grupos se les unieran y
accedieran a pagar tributos a cambio de mano de obra, armas y alimentos. La fuerza del
reino del Loto se había acrecentado conforme las embajadas expandían el radio de
influencia del dios Pe Thak sobre los pueblos aledaños, ora por su fama, ora por los cuerpos
de paz. Nekeb se había convertido en el centro de una potencia mucho más grande que ella
misma, y todos quienes se encontrasen a cierta distancia terminaban adorando a los Padres
de Nekeb, y especialmente a Pe Thak, sintiendo con fuerza el predominio de la poderosa
urbe.
Sin embargo, esta vez se encontraban ante un desafío distinto. Enfrentaban la
decisión de un líder local dispuesto a permanecer aparte de la influencia de Nekeb aunque
ésta pesaba fuertemente en su propia aldea. Sospechaban que Ehdú podría tener también un
grupo armado dispuesto a protegerse, y de seguro defenderían su independencia.
¿Presagiaron esto las proféticas palabras de la placa del monumento que veían en ese
mismo momento?
-Hiciste bien en regresar, general Petuk -dijo Senbi. Los demás aprobaron el
comentario-. Este Pashedu puede traernos problemas.
-Lo dudo, Senbi -replicó Petuk-. Su pueblo es grande, pero no invencible.
-Puede ser, pero las cosas pueden cambiar.
Sispeh se humedeció los labios para dar su parecer.
-Pe, debes ir. Sólo tú puedes traer los pies de Pashedu de vuelta a la tierra. Haz una
embajada que enorgullezca a Seth.
Las palabras del muchacho sorprendieron a Speh, que boquiabierto pensó que él
jamás tuvo ideas así, y le invadió una oleada de orgullo por el brillante hijo que Nesemteu
le había dado.
Tras reflexionar unos minutos en silencio, tomó la palabra Ity, el jefe del perhó:
-El perhó habrá de ir. Se me preparará una escolta y viajaremos para enseñar a Ehdú
los favores de este dios -dijo a la audiencia, mirando con aprobación a Sispeh, y pidió a
Senbi que alistara a su visir para hacerse cargo del reino en su ausencia.
Al cabo de doce días, una caravana se dispuso para el viaje hacia la vecina ciudad
de Ehdú. Conformaban el grupo los escoltas del jefe supremo y soldados del cuerpo de paz
y guerra, un escultor, un arquitecto, sirvientes y comerciantes que portaban vasijas, frutas,
miel, pequeños frascos de alabastro con perfumes y maquillajes, peines de marfil y platos
ricamente decorados. Iban músicos ataviados con collares de malvas y amapolas sujetos
sobre sus pelucas de cabello humano, tocando panderetas, arpas y timbales. Además,
viajaban el escriba real, un sujeto flaco y encorvado por el peso del saco repleto de
materiales que acarreaba constantemente, y el segundo sacerdote de Nekeb, un joven
escriba llamado Dier que tenía la mirada dura, escupía al hablar y movía permanentemente
sus manos anchas y suaves que ocultaban una personalidad ávida de poder.
“Pe Ity traerá almas al reino”, murmuraba el gran número de personas apostado en
las calles para ver la salida de la embajada real, admirando el trono portátil montado sobre
maderos que cargaban seis hombres. Impresionaban también los soldados, ordenados en
cuatro grupos, portando lanzas en cuyos extremos ondeaba el estandarte real, el Loto tejido
sobre un paño de lino teñido de múrex ajustado sobre un alto mástil; luego, la comitiva de
personalidades, encabezada por el adusto Dier. Cerraba la fila otro grupo de soldados.
Cantaron al son de la música y vitorearon a su rey hasta que se perdió de vista.

-40-
Al vigésimo día de viaje, la llegada del rey de Nekeb fue celebrada por los
seiscientos habitantes de la pequeña Ehdú, apiñados en la calle principal, repletos de
expectación y ansiedad. Al frente de la casa mayor se apostó el tuerto y cerúleo Pashedu,
acompañado por sus esposas y algunos sujetos generosamente alhajados. Los soldados de
Ity empujaron a la muchedumbre para dar paso a la embajada al tiempo que la caravana se
adentraba al pueblo golpeando los tambores rítmicamente y saludando con afecto mientras
la gente aclamaba al dios-rey. Los estandartes púrpura del país del Loto flameaban al paso
marcial del grupo, coronado por el fabuloso trono real que llevaba a la deidad viviente
asiendo el bastón curvo del mando real, con mano firme. La toca blanca en forma de cono
se sujetaba a su cabeza mediante un pesado anillo de oro adornado con la cobra real en la
frente. Ity vestía una fina pechera de cuero con incrustaciones de vidrio y esclavas de oro
también decoradas. El albo taparrabos se ajustaba con un espléndido cinturón de cuero de
antílope, del que colgaba una daga real de cacha de marfil y hoja cobriza, pulida como un
espejo. En las sandalias de papiro con suela de piel lucían lapislázulis entretejidos en la
delicada trama vegetal. Sentado con aplomo y munificencia, el dios miraba con plácida
firmeza el barullo causado por su celeste venida.
Al detenerse frente a la casa mayor, se produjo un expectante silencio. El sacerdote
Dier se encargaba silenciosamente de los pormenores, deteniendo la música, ordenando a
los soldados, preparando las flores. Pe Ity se levantó del asiento real e irguió el bastón
curvado hacia el cielo. A la orden de Dier, los soldados de la escolta encendieron antorchas
y arrojaron pétalos al viento, mientras las arpas y los panderos se alistaban. El dios se
disponía a hablar.
Pe Ity rompió el silencio, diciendo con voz metálica y poderosa:
-¡Bendigo la tierra de Ehdú! ¡Bendigo a sus hijos! ¡Sea la llegada del perhó de
Nekeb, causa para la felicidad del mundo!
Atronadores aplausos y gritos de algarabía siguieron a las potentes palabras de Pe
Ity, quien solemnemente se apeó de su trono para acercarse al jefe de la casa mayor de
Ehdú mientras la música recomenzaba. Pashedu, innegablemente perturbado por la
impresionante alocución, se hincó frente al dios en un acto casi reflejo. Como él, su pueblo
entero, presa de una especie de alucinación hipnótica, creyó ver volar al dios al bajar del
solio y se prosternó para saludar a Pe Ity. Con apenas un susurro, el tuerto rey de la ciudad
musitó:
-Eres un dios. Toma mi ciudad, es tuya, oh dios.

***

Pe Ity, el dios que habitaba el perhó de Nekeb, se había convertido, al cabo de


quince años de firme reinado, en amo y señor del territorio más vasto que jamás un hombre
solo hubiera gobernado. El país de Shemia contaba con trece prósperas ciudades, alrededor
de cincuenta aldeas y un sinnúmero de clanes errantes que profesaban la fe de los Padres y
tributaban satisfechos al reino, conscientes que recibían más de lo que entregaban.
El sumo sacerdote, Senbi, agonizaba. Sabía que los Padres lo llamaban porque su
labor terminaba. Pese a su poderío y reconocida grandeza, Pe Ity se mostró pequeño y
vulnerable al entrar en la celda del máximo cura de Nekeb. Lo vio recostado y débil, con la
piel rugosa pegada a los huesos y notó los estertores que sacudían el cuerpo del viejo amigo
cada vez que tosía. Arrinconado y cubierto con algunas mantas y las sombras burladas por
la luz de la antorcha, el anciano Senbi sonrió sinceramente al ver entrar al dios.

-41-
-Vienes a reclamarme para el reino de tus Padres -dijo con extraordinaria dificultad.
El dolor de la garganta sólo se comparaba con el de los huesos, que le lastimaban incluso en
quietud.
-Senbi, amigo. Cumplí tus designios -susurró el dios-. He unido a mi país.
-Antes de partir quiero contarte una historia ocurrida antes que llegáramos a Nekeb
-dijo y sin esperar respuesta comenzó-. La travesía para llegar a Shemia había sido muy
dura y muchos dudaron de que tu padre fuera capaz de traernos aquí. Entonces, un día en
que supimos que algunos conspiraban contra el liderazgo de Thak, él me preguntó algo que
jamás olvidaré, y que quiero que recojas como una enseñanza para tu vida.
Aún de pie, Ity se estremeció por el recuerdo, dejando caer una lágrima. Aspirando
profundamente, Senbi continuó.
-Tu padre me preguntó “¿tú crees que yo los haría pasar por todo esto si no
estuviera seguro que estamos por llegar al edén? Dime, Senbi, ¿seré un dios entonces?”.
Ahí comprendí que Thak no es un ser de este mundo. Y tú eres su hijo, Ity -terminó de
hablar con un largo suspiro. Su respiración se hacía débil y difícil.
El rey se sentó al pie de la cama de cedro con colchón de piel rellena de plumas de
oca, impresionado al observar que el hombre acostado allí casi no levantaba montículos en
las mantas, tocó su frente fría, como queriendo traspasarle algo de su propia esencia vital.
Amaba a ese hombre, ¡cuánto lo amaba!, y él se iba. Después de la muerte de su padre Pe
Thak, Pe Ity vivió al alero de su mentor religioso desde los once años, y no en vano lo
consideraba su segundo padre. El viejo Senbi, de más un siglo de edad, se había esforzado
toda su vida por alcanzar un trocito de merecimiento para igualarse al prodigioso padre
perdido, pero siempre temió no ser suficientemente sabio, enérgico o compasivo para con el
joven muchacho. Y ahora, en su momento final, con esa caricia dulce y filial del dios,
sentía que el paraíso del más allá se abría amplio y dichoso. Mirando con infinita ternura a
los ojos del joven rey, el anciano sacerdote abrió la boca para dejar salir el ave que portaba
su alma para que reviviera en el otro mundo.
Una emoción nostálgica se apoderó de Pe Ity. Su segundo padre exhalaba el último
aliento con una tenue sonrisa en los labios, llenando la oscura habitación de un sentimiento
profundo que terminó por apagar del todo la antorcha de la pared. Así, solo junto al cuerpo
inerte de su amigo y en la más absoluta oscuridad, el rey lo abrazó tiernamente.

Pe Ity caminaba por la vera del río acompañado de Sispeh. Aun con siete años de
diferencia, ambos parecían tener edades similares, tanto por la adusta expresión del joven
hijo de Speh como por el físico desgarbado de Ity.
-Aunque sin Senbi las palabras de los dioses son confusas, han exigido una tarea
que tu padre debe cumplir -dijo Ity.
-¿Es una asignación militar? -preguntó Sispeh, intentando ocultar la emoción.
-Así es.
-¿De qué se trata?
Ity tomó unos pedruscos para arrojarlos al río. Le explicó la situación con un tono
pedagógico.
-Hace años que los ikos nos atacan, y por fortuna nuestros padres -me refiero a mi
padre Thak y a tu padre Speh- crearon los cuerpos de paz. Durante todo este tiempo,
nuestra actitud hacia esos salvajes ha sido la de esperar en lugar de atacar, pues creíamos

-42-
que se trataba de bandas pequeñas sin un líder, que no perseguían más que un poco de
comida fácil.
-Y no es así -interrumpió Sispeh-, pues han cambiado su forma de asaltarnos.
-¿Te lo ha dicho tu padre?
-Me lo confirmó, pues le pregunté. He visto las barcazas destrozadas y las caravanas
diezmadas. Ya no atacan las ciudades y ni siquiera las aldeas. Se conforman con los envíos.
-Exacto. El problema es que los generales sospechan que los ikos se están
organizando. Al parecer, ya no se trata de forajidos que se arrojan contra cualquier cosa que
brille, sino de un ejército ordenado liderado por hombres listos, que usan poco esfuerzo
para obtener grandes ganancias. Y tememos que su campamento no está lejos de Nekeb.
-¿Dónde?
-En Jarga.
Sispeh no conocía esa región. En realidad, nadie en Shemia la conocía. Se trataba de
un sistema de manantiales subterráneos, ubicado a veinte soles de marcha hacia el oeste,
que nutría algunos oasis en los que podía establecerse un campamento humano. El oasis
más oriental del sistema -el más próximo a Nekeb- podría alojar una aldea de trescientas
personas. Podrían ser trescientos ikos organizados bajo un solo liderazgo.
-Los dioses dicen que tu padre debe liderar una fuerza que aplaste ese campamento.
Algunos exploradores ya han partido a Jarga y se espera su regreso para el final de este
mes. Creemos que sus informaciones corroborarán nuestras sospechas -concluyó Ity.
-Rey, mi padre es un gran general.
-El más grande que haya habido.
-El más grande. Pero una travesía de veinte soles de ida, más veinte soles de
regreso, más la batalla son esfuerzos enormes y mi padre no es un muchacho.
-Pero es un gran general -Ity logró meter a Sispeh en su juego.
-El más poderoso de los leones deja un día de serlo, rey.
-Deja las formalidades, hermano. Los Padres creen que Speh debe liderar este
ataque. ¿O es que tú tienes otra idea? -Ity lanzó una piedra al río mientras Sispeh se frotaba
la barbilla, temiendo por la vida de su padre. El joven sabía lo que debía decir, pero al
hacerlo cuestionaría la decisión de los dioses. Sin importar las consecuencias, lo dijo.
-Envíame a mí en su reemplazo.
El Consejo de ancianos había discutido con el rey sobre la necesidad de crear
nuevos generales. El viejo general Speh, desconsolado, había abandonado Esna y trasladó
la academia militar al sur, lo más lejos posible de cualquier recuerdo de Nesemteu. La
nueva escuela se encontraba en Ehdú y el general se recluyó en su labor de enseñanza.
Hacía tiempo no lideraba una campaña, por lo que los ancianos alzaron el nombre de Petuk,
pero Ity dudaba de sus cualidades como general aunque hubiera demostrado capacidades
como embajador y propuso en cambio al más avezado Speh. Finalmente el Consejo cedió a
la exigencia del soberano y el más grande de los generales se vería forzado a vestir
nuevamente la indumentaria de guerra sin disponer de la presencia de ánimo para hacerlo.
Entonces, Ity pensó que en lugar de incorporar a Petuk -a quien el rey prefería mantener
ocupado en la exploración del país-, podría hacer que el joven Sispeh asistiera a su padre,
tanto cuanto porque había probado poseer dotes militares como porque sabía leer y escribir.
Según su idea, padre e hijo combatirían fraternos sin disputarse el liderazgo de la tropa.
Sin embargo, Ity amaba a Sispeh y no deseaba enviarlo donde hubiera sufrimiento
y, peor, donde podría hallar la muerte. Por eso, propuso a los dioses que si Sispeh se ofrecía
voluntariamente entonces lo mandaría junto a su padre a Jarga y, de no ofrecerse, aceptaría

-43-
la negativa de los Padres. El ejercicio religioso de Ity le daba la razón porque Sispeh había
pronunciado las palabras precisas que los dioses debían oír.
-Envíame a mí en su reemplazo -repitió Sispeh.
Ity botó los demás guijarros al pasto. “Has oído, Misterioso”, se dijo el rey. Creyó
astuta la idea de tirar una piedra al río, de modo que éste prestara atención a las palabras de
Sispeh. Así que los designios del rey se cumplían bajo la aprobación de los dioses. No sólo
enviaría a un general experimentado -el más experimentado del que podría echarse mano-,
sino que además los Padres asintieron que le acompañara su propio hijo.
-De acuerdo, hermano, irás. Pero no en su reemplazo. En su compañía.
Una embajada avisó a Speh de su nueva asignación. El viejo general recibió la
orden sin ningún sentimiento particular y se puso a trabajar de inmediato. Premunido de la
información de los exploradores -que corroboraba la existencia de un enorme campamento
de ikos en Jarga, capaz de albergar, quizá, a trescientos salvajes-, Speh preparó su plan de
trabajo. Pidió entrenar a una fuerza de al menos quinientos infantes.
En una de las reuniones en Ehdú, el emisario real conversaba con Speh sobre el
avituallamiento de la tropa y otros asuntos relativos a la campaña.
-Tenemos seis forjas completando tu pedido, general Speh -dijo el emisario.
-Bien -respondió sin emoción Speh.
-General, tengo otra información importante que decirte.
-Pues habla.
-El dios Pe Ity ha recibido de los dioses la instrucción de incluir a tu hijo Sispeh de
Esna a la campaña, como general de la guerra.
Instantáneamente, a Speh le invadió un profundo sentimiento de felicidad. Sabía que
Sispeh deseaba convertirse en general y esta oportunidad se presentaba ideal para sus
aspiraciones.
-Espléndido. ¡Espléndido! -asintió con viva emoción.
La participación de su hijo en la campaña le proporcionó nuevas energías y se abocó
a preparar el combate con dedicación y buen ánimo. Ambos se reunieron en Ehdú para
examinar la mejor ruta para llegar a Jarga, constituir la fuerza de ataque y anticipar la
batalla. De cierto modo, tener una responsabilidad con un objetivo concreto hizo que Speh
olvidara o, al menos pospusiera, la pena que lo inundaba tras las partidas de Thak y
Nesemteu.
Durante los siguientes seis meses se preparó y entrenó a la fuerza de combate, se
terminó la fabricación de armas y escudos, y se diseñó el plan de viaje, bien documentado
gracias a las permanentes excursiones que realizaban los exploradores. En el papiro los
generales conocían al dedillo la región y confiaban que la marcha les permitiría encontrar la
mejor manera de asediar el campamento. Ity participaba animadamente en las reuniones
militares, además porque su presencia inoculaba divinidad a la operación.
-Como será al menos un mes de marcha, tenemos que incorporar carros con
alimentos. No podemos confiar en hallar comida en el desierto -comentó Speh.
-Los exploradores pueden adelantarse y armar campamentos intermedios -apuntó
Ity.
-De acuerdo con el mapa, podemos poner ocho bases intermedias en estos sitios, y
el cuartel aquí -explicaba Sispeh mostrando con el dedo los lugares en el plano-.
Necesitamos destacamentos de treinta hombres. Podemos mover las tropas en grupos de a
cincuenta para llenar cada base, así nunca deberemos construir un fuerte demasiado grande,
excepto el cuartel. Si lo hacemos coordinadamente, llegaremos a Jarga completos y
descansados.

-44-
Respecto del plan de batalla, Sispeh creía que asegurarían la victoria si dividían las
fuerzas en grupos dirigidos por generales, comunicados entre sí por medio de banderas. La
flexibilidad les permitiría tomar decisiones instantáneas y probablemente obtendrían
ventajas inmediatas. Cuatro generales se repartirían las tropas, además de la retaguardia,
que custodiaría el abastecimiento y el cuartel.
Esperaron a que las aguas del Misterioso retrocedieran para comenzar la marcha
hacia Jarga, que se encontraba en la ruta a occidente, una región llena de demonios al
acecho. Por eso incluyeron a ocho sacerdotes y un cargamento de amuletos y animales
sagrados, útiles para rechazar el asedio de los demontres del desierto.
Mejor que lo previsto, en veinte días de marcha los exploradores alertaron a los
generales sobre la presencia del campamento de los ikos. Se trataba de tiendas metidas en
una barda de ladrillos de tres metros de alto, con un portón del otro lado de la muralla. Los
salvajes se encontraban en un estadio intermedio entre el nomadismo y el sedentarismo,
pues no disponían de cultivos pero sí de un buen número de cabras y corderos robados, y
obtenían agua de los numerosos canales subterráneos de la región.
-Tienen vigías en todo el perímetro del lugar y en torres de observación ubicadas
tras el muro -explicó un explorador a Speh-. Avistamos una horda enemiga que venía
llegando por el norte. Mis compañeros y yo creemos que están todas las tropas dentro del
campamento.
-Tendremos que rodear la muralla hasta encontrar el portón -dijo Speh-. Moveremos
tres de los cuatro grupos a la entrada del campamento.
-Yo me quedaré en la retaguardia -dijo Sispeh-. Cuando te vean llegar, padre,
concentrarán su esfuerzo en repelerte desde el frente. Son salvajes y darán pelea. Eso me
dejará opción a intentar trepar el muro. Tal vez si fabricamos escaleras podremos subir la
pared.
Tras rodear durante toda la mañana la extensa muralla de protección, Speh se
encontró a quinientos metros de la puerta de acceso, acompañado de trescientos sesenta
soldados. En el lugar abundaban arbustos y árboles desperdigados que dificultaban una
formación bien alineada, y el suelo blando resultaba agotador para la marcha. Pocas nubes
se apoyaban en el cielo y la falta de brisa obligaba a las tropas a encontrar refugio bajo las
palmeras, por lo que decidieron esperar. Al final de la jornada, cuando el sol dejaba de
abrasar, Speh pudo instruir a sus generales para formar. Mientras esto ocurría, los
centinelas ikos daban la alarma a la aldea.
Vigías del Loto corrían desde la formación hacia la muralla y de regreso, relatando a
los generales las acciones del enemigo. El portón se abrió y salieron unos ochenta ikos que
custodiaron el acceso. Cinco minutos más tarde y con un griterío estruendoso, un tumulto
incontable de bárbaros desnudos armados con porras y largas espadas salía en un desorden
caótico para detenerse luego a veinte metros del muro. Se cerró el portón.
El jefe iko, un hombre adulto, macizo y de ojos azules como el agua, movía sus
manos mientras gritaba frases ininteligibles a su tropa. Speh formaba con parsimonia sus
líneas, interrumpidas por los arbustos del campo.
Alertado por el ruido de los enemigos, Sispeh supuso que su padre había sido
descubierto y elevó una breve plegaria a Seth, pidiéndole protección en la batalla, ordenó a
su fuerza avanzar y se encaminó hacia la parte trasera de la muralla que protegía el
campamento de los ikos. Sospechaba que los salvajes habrían abandonado en tropel la
seguridad de la aldea para enfrentarse a las numerosas tropas de Speh. Aun así, con una
cautela exasperante, exigió a los exploradores que investigaran cuánta gente quedaba en el
campamento enemigo. Si cometía el error de creer que iba a una victoria segura, sus

-45-
soldados serían asesinados con facilidad, dificultaría la victoria de su padre en el frente y su
carrera militar, si no su vida, quedaría truncada en ese paraje foráneo y aterrador.
Avanzaron despacio bajo las órdenes de Sispeh, quien confiaba en la creciente
oscuridad de la noche -el sol casi había muerto- para desplazar su tropa, de poco más de
cien muchachos nerviosos y anhelantes. Un grupo de palmeras sirvió a Sispeh para
montarse y observar la muralla enemiga. Por primera vez en su vida, pudo atisbar personas
reales que él llamaba enemigos, personas a las que había que matar y de las que había que
cuidarse. Esperó el momento propicio.
Su espera resultó sumamente adecuada, porque luego de cuarenta minutos recién se
oyó en el silencio de la noche el grito de guerra de los ikos. Sispeh comprendió que aquel
grupo se alejaba de la aldea, lo cual le daba el espacio que estaba esperando. Sin hacer
ruido y moviendo una pequeña antorcha, dio la señal de carga.
Grupos de a cuatro acarrearon escaleras tan altas como la muralla y detrás de ellos,
en fila india, corrían los demás soldados. Sin ser vistos por los vigías del interior, apoyaron
las seis escaleras en la pared de manera que algunos soldados comenzaban a treparlas.
-¡Arqueros! -llamó en voz baja Sispeh. Rápidamente, una veintena de muchachos
armados de cortos arcos y cuantiosas flechas se formó tras el joven.
-A los vigías -les dijo. Todos dispararon y cuando los vigías enemigos cayeron se
produjo la respuesta desde el interior. Un grupo de unos ciento cincuenta ikos treparon el
muro desde el otro lado y se abalanzaron sobre la desordenada tropa de Sispeh, que aún
bregaba por escalar la pared.
El hijo de Speh no se esperaba una reacción tan espabilada del enemigo, y gritó la
retirada. Los que aún permanecían en las escaleras fueron cogidos por los ikos y
acriminados en el lugar, mientras los demás corrían al cuartel. Los arqueros, en tanto,
intentaban proteger la retirada disparando contra los salvajes que se adentraban en el ralo
bosque del oasis de Jarga.
Al llegar al cuartel, Sispeh descubrió que la carga inicial le había costado alrededor
de veinte soldados y que, según sus estimaciones, había logrado matar a ocho o nueve
rivales.
-Un resultado espeluznante -se dijo, y luego, pensando que su padre sujetaba todo el
peso de la batalla del otro lado, decidió ir nuevamente, pero esta vez con una idea más
sensata que las escaleras. Describió su idea a los jefes de tropa y se lanzó otra vez hacia la
muralla trasera del campamento iko.
A Speh le iba mejor. Los ikos presentaron batalla en un lugar sumamente favorable
a las más organizadas tropas del Loto y, con rapidez, los cuadros de la derecha y la
izquierda de la línea de ataque de Shemia engulleron los flancos enemigos, causando que
los salvajes que quedaron atrapados huyeran sin luchar. Entonces, como Speh mandaba el
cuadro central, ordenó correr hacia el portal, volviendo a formar la línea con los flancos. El
coordinado avance de las tropas del Loto asustó sobremanera a los ikos, que gritaron en su
lengua que les abrieran la puerta para refugiarse tras la muralla. Apretados entre los
soldados de Speh y la estrecha entrada al campamento, los ikos sufrieron un total de ciento
veinte bajas, en tanto que el general sólo perdía doce soldados. Tan rápido maniobró Speh
en el frente, que Sispeh, al intentar trepar la muralla por la parte trasera, se encontró con las
fuerzas enemigas que regresaban al campamento, que prefirieron saltar el muro del otro
lado y enfrentarse a las esparcidas tropas del joven antes que medirse con las
extremadamente duras fuerzas del viejo.
Para cuando Speh intentaba forzar el portal, protegiendo a sus soldados con escudos
de cuero de los flechazos de los vigías enemigos encaramados en seguras torres dentro de la

-46-
aldea, Sispeh intentaba su segunda carga por atrás. Esta vez, arrojó flechas prendidas en
fuego y aceitosas bolas vegetales ardientes que impedirían el avance enemigo. Como efecto
de su mayor número, los atacantes de Sispeh pudieron trepar las escaleras y superar el
muro, cayendo dentro del campamento. Los ikos, desconcertados, no escogían si proteger el
portal o la retaguardia, y en su duda no protegieron ninguno. Así, cuando las tropas de
Sispeh se colaban por sobre la muralla posterior, las de Speh tumbaban el portal y entraban
corriendo por la parte delantera.
El campamento iko lucía más espacioso desde fuera, porque el muro cercaba un
perímetro mucho más grande que el que ocupaban las tiendas. Éstas, confeccionadas con
retazos de género y sujetas a postes de madera, mostraban un mosaico de colores incluso en
la penumbra. El abarrotado corral del ganado se ubicaba junto al portal de acceso y, cerca
de la barrera que encerraba a las cabras, se apilaba un gran número de arcones, muchos
robados a Nekeb. En el medio del lugar, un tótem enhiesto labrado en madera
representando un buitre obraba como monumento principal.
El general se había fijado el objetivo de derribar el tótem, creyendo que al hacerlo
los salvajes quedarían a merced del Loto sin un dios que los cautelara. Speh avanzó hacia el
centro del lugar, pero recibió una violenta repulsa de parte de los ikos que quedaban en pie,
deteniendo el avance de las tropas invasoras, que intentaban reordenarse. Súbitamente, los
ikos abandonaron la lucha para dirigirse a la retaguardia, dejando el camino libre a Speh,
quien ordenó derribar el ídolo.
Los ikos habían resignado el ataque al frente porque corrieron a la retaguardia a
proteger a las mujeres y los niños. Maniobrando con habilidad, Sispeh logró rápidamente el
triunfo sobre las desaforadas fuerzas enemigas. Faltaban pocas horas para el amanecer y el
cansancio resultaba evidente, pero el bravo muchacho quería terminar las cosas esa misma
noche, por lo que conminó a su grupo a avanzar. Cuando por fin el espacio permitió formar
una línea de soldados, Sispeh divisó la tropa de su padre, que también se formaba del otro
lado del campamento.
-Corre a avisarles -le dijo Sispeh a un soldado-. No vaya a ser que nos ataque
pensando que somos ikos.
Media hora después, las tropas del padre y del hijo se encontraban frente a frente
después de rechazar las cargas enemigas. El buitre de madera ardía tumbado en el suelo.
Pillaron y sometieron al jefe iko, a quien ataron como a una res y arrojaron ante los pies del
general Speh. El joven y el viejo se abrazaron sobre el campo de la victoria.
-Lo lograste, padre.
-Me hiciste todo más fácil, hijo. Cuando la carga enemiga se intensificaba muchos
ikos corrieron a proteger la retaguardia.
-¿Qué harás con éste? -preguntó Sispeh, apuntando al jefe iko, que los miraba con
sus ojos zarcos.
-Será desollado y luego decapitado, y su cabeza quedará en este maldito lugar para
que los ikos aprendan a quién no deben atacar.
-Padre, estás herido -dijo sorpresivamente Sispeh, que vio un profundo corte en el
costado de Speh a la altura de las costillas-. ¿Te encuentras bien?
-No es nada, chico. Ya ves que colecciono cicatrices. Debió ser un salvaje que
intentó atacarme. Estoy bien -mintió, porque le dolía.
-Pues tenemos mucho que recoger -comentó el muchacho inspeccionando el
entorno.
-Sí, mucho. Nos llevaremos todo lo que tenga valor. Lo demás será cenizas.
-¿Incluyendo a los sobrevivientes?

-47-
-Incluyendo a los sobrevivientes.
-Vencimos, padre.
-Sí, hijo. Vencimos.
Se mantendrían en el campamento iko durante seis semanas, aprovechando las
ganancias de la batalla y organizando la caravana de regreso. Pasaron a cuchilla a muchos
de los prisioneros, otros ardieron en piras masivas y a unos pocos los dejaron en libertad. El
jefe de los ikos, que no hablaba una palabra del dialecto de Shemia, gesticulaba y
balbuceaba lo que sus captores imaginaron se trataba de una petición de clemencia, pero
ella no se produjo, y los verdugos pelaron la piel del vándalo y cuando creyeron haber
infligido suficiente castigo le cortaron la cabeza. El cuerpo fue arrojado a una de las fogatas
mortuorias mientras clavaron la testa de celestes ojos en una pica sobre un altar en el que
grabaron amenazantes inscripciones a cualquiera que pretendiera amagar al Loto.
El problema se presentó al quinto día de estadía, cuando Speh cayó enfermo porque
la herida en su costado se le infectó. Delirando de fiebre, el recio general debió ser
recostado en una camilla mientras los médicos enfriaban su cabeza con agua y sangraban la
herida para intentar limpiarla. Aun con las oraciones y sacrificios el hombre no se
recuperaba y, en cambio, empeoraba. Se organizó una avanzada que lo llevaría
aceleradamente a Nekeb suponiendo que en la ciudad encontrarían la forma de curar su ya
grave condición. Imposibilitado de acompañarlo porque debía hacerse cargo de la repesca
del campamento y del desplazamiento de la caravana, Sispeh se despidió de su padre como
anticipando su muerte y al verlo partir con el pequeño grupo, el muchacho lloró
quedamente ocultando sus lágrimas para no perder su prestancia ante la tropa, que
igualmente hubiera entendido la pena del joven porque también lamentaba el estado del
querido general.
Desmantelaron el campamento y derribaron cada ladrillo de la muralla mientras los
sacerdotes invocaban a los dioses para que impidieran el resurgimiento de una aldea de
piratas. Terminada la faena, agradecieron a Sedmet, ordenaron la caravana y se pusieron en
marcha de vuelta a Nekeb.
Durante el regreso, un escriba redactó un detallado informe de la campaña, en el que
ensalzaba la acción aguerrida de los generales y sus soldados, y consagró un capítulo
completo a elogiar la habilidad del joven Sispeh, quien tuvo la inteligencia de cambiar su
estrategia cuando las condiciones cambiaban. Por último, confeccionó un listado con los
números del combate, donde aparecía la cantidad de muertos por ambos bandos y el
inventario de los bienes recuperados.
Treinta y dos días después, la caravana entraba en Nekeb saludada por los vítores
del pueblo que se conglomeró para verlos llegar. Obviando los aplausos, Sispeh corrió a
informarse del estado de Speh. Aún vivía y se encontraba en el perhó de la ciudad al
cuidado de los doctores, pero su pronóstico no era bueno. Había logrado estabilizarse por
unos días, pero la fiebre regresaba en oleadas intermitentes, la herida no cerraba y, de
hecho, la infección se había extendido más allá del corte. Con el espontáneo carnaval como
ruido de fondo, el hijo entraba en la habitación en la que se encontraba su padre. Sispeh
agradeció a los dioses el regalo de verlo vivo al menos una última vez.
-Padre -dijo sin esconder su temor.
-Los chacales llegan, hay que forjar las puertas. Una caminata larga, cien soles, hijo,
no la hagas -deliraba Speh.
-Padre, soy yo, tu hijo -susurró con los ojos inyectados.
-¿Ya vienes, Imyut?
-Sí, padre -mintió-. Si ésta es tu hora, te recibiré y pesaré bien tu corazón.

-48-
-No, no. Necesito ver a Nesemteu… y a mi hijo, ¿dónde está? ¿Es ya general?
Los ojos del viejo Speh, desorbitados, exploraban la habitación sin detenerse en un
punto fijo mientras sudaba copiosamente. Hedía a descomposición y a muerte. Entonces,
como acorralado en un instante de lucidez, reconoció a Sispeh, detuvo sus lucubraciones y
mirándolo con concentración le sonrió.
-Hijo, has llegado. Sacrifica dos ocas al mes por mí. Serás general y un día el
destino del mundo estará en tus manos. Sispeh, nuestro pueblo está guiado por un plan
supremo y tú torcerás ese plan -dijo con tal certeza que Sispeh dudó que estuviera
delirando. Al cabo de unos segundos, continuó-. Bueno, Nesemteu, te he traído tus cuarenta
soles y ahora puedo dejar Esna. Ay, padre, regresa.
Farfullaba retazos inconexos de frases mientras su cabeza se movía de lado a lado
sin dejar de transpirar. Como lo hiciera su padre con la esposa muerta, Sispeh cogió las
manos ardientes de Speh y las besó, rezando por lo bajo. Paulatinamente, el general bajó el
tono de voz y tras murmurar unos instantes se quedó en silencio, respirando regularmente.
-¿Por qué, padre, si vencimos? -preguntó Sispeh con los ojos llenos de lágrimas.
Apareció Ity en el quicio de la puerta, miró angustiado la escena y, dubitativo, entró
en la habitación para posar su mano en el hombro quieto del muchacho.
-Es Anfu que le llama. Déjalo ir -dijo.
Desprendido de su aura divina y actuando como un mortal, Ity se hincó junto al
lecho, puso sus manos sobre sus muslos, cerró los ojos y rezó junto a Sispeh.
Seis días después Speh cesaba su lucha, perdiendo la última batalla de su vida.
-Ve con Nesemteu, padre. Te está esperando -dijo Sispeh en un hilo de voz.

-49-
Capítulo Cuarto

-¡Viene gente río abajo! -gritó el centinela de Akhbá, pequeña ciudad situada al
norte del país.
-¡Viene gente río abajo! -repitió corriendo otro guardia, mientras entraba en la casa
mayor de Akhbá.
Alboroto. Los soldados acomodaron sus escudos y dagas y salieron corriendo del
templo con rumbo a la entrada norte de la ciudad. El jefe de la casa mayor de Akhbá, Tiye,
que en ese momento fornicaba a su mujer, oyó los gritos, la dejó en la cama de un salto y
corrió mientras se ajustaba torpemente el lazo de cuero alrededor del faldellín de lino hacia
donde se dirigía el pelotón.
Tiye proyectaba la imagen de un sujeto vivaracho, de ojillos nerviosos y manos
sensuales. Cargaba una panza de saraos interminables y su fama de mujeriego incluía
cuatro matrimonios y un número no determinado de hijos diseminados por todo el país.
Logró hacerse de la casa mayor de Akhbá gracias a un casual viaje a Nekeb, donde conoció
a la mujer de Ity, a quien intentó seducir. Mostrando su agudeza, se percató a tiempo de la
clase de mujer que abordaba e, intentando corregir su error, provocó una grata impresión en
el rey. Se agenciaba espléndidas cacerías, en las que invitaba a toda conspicua personalidad
capitalina, incluyendo al monarca, a quien bien hacían estas lides. Tales gestiones, en las
que dilapidó ingentes recursos, lo llevaron a convertirse en el nombre ideal para dirigir
Akhbá. Abandonó la capital con el bastón de mando y un abrazo condescendiente de la
mujer del rey que, en un susurro, le prometió olvidar el error. Al entrar en la ciudad que
dirigiría, reunió al pueblo para comunicarle que el dios la quería grande y próspera,
recibiendo por respuesta los vítores de la gente.
El tiempo demostró cuán acertada resultó la elección de Tiye para gobernar Akhbá.
Echando mano a sus habilidades de zorro avispado, acordó transacciones ventajosas con los
cándidos pueblos de los alrededores y los movió a usar Akhbá como eje de una red
comercial relevante para el reino.
Tras trepar la atalaya de piedra, Tiye divisó en la distancia un grupo muy numeroso
que avanzaba hacia la ciudad.
-¿Cuántos son? -preguntó al centinela.
-Unos cien, jefe -contestó el muchacho, confianzudo, alto y narigón.
-¿Vienen armados?
-No lo sé. Pueden ocultar sus intenciones.
-¡Soldados! -Tiye se dirigió al pelotón del puesto de vigilancia- ¡Preparados!
El grupo de soldados se organizó en una fila perfecta, blandiendo sus pequeños
escudos de cuero en una mano y la daga de cobre en la otra. Se encontraban ya en posición
de alerta.
-¡Khu! ¡Ve a ver qué quieren! -gritó el jefe a uno de los soldados de abajo. El
aludido, un mocete enclenque, levantó la mano, se separó del pelotón y corrió en dirección
a la muchedumbre que se acercaba. Tiye, que finalmente logró calzarse las sandalias
después de bregar con ellas desde que saliera de la casa mayor, estiró el cuello y frunció el
ceño para ver mejor. El soldado trotaba levantando polvo. No llevaba el escudo. Al cabo de
unos minutos, Tiye pudo ver que de la montonera se separaban tres individuos, uno de los
cuales parecía el jefe, pues portaba un bastón largo como una lanza, en cuyo extremo se
extendía un abanico, que después reveló ser una planta de papiro, emblema de su pueblo. El
jefe lucía gordo y bajo, como los otros dos. Se detenían frente a Khu, el soldado. Una

-50-
reverencia. Un diálogo. Le sorprendió a Tiye que el soldado se hiciera entender. Tal vez
hablaban el mismo idioma. “¿Otra ciudad río abajo en el país del Loto? Imposible”,
murmuró, concentrado en los movimientos de los sujetos a lo lejos. Agitación de manos: el
jefe indicaba a Khu el grupo de gente detrás de él y luego la ciudad. Levantó los dos brazos
al cielo. Palmoteó amistosamente la espalda de Khu. Los otros dos se alejaron al grupo.
Khu se dio vuelta y, mirando hacia Akhbá, alzó su brazo derecho y lo agitó. Tiye no
entendió el gesto. El soldado volvió a girarse hacia la montonera. Hablaba con el jefe, que
asentía. De pronto, del montón salieron dos bueyes que tiraban una cama con ruedas,
cubierta por un gran paño inmundo, escoltados por los dos individuos que abandonaron la
conversación inicial. El jefe señaló los bueyes al soldado. Señaló de nuevo la ciudad. El
soldado giró la cabeza hacia Tiye. Volvió a agitar su brazo. Cogió el ritmo de los bueyes y
caminó con los dos escoltas y el jefe. Éste saludó con un amplio movimiento de brazos.
Gritó algo, pero no se oyó. Khu se acercó con los tres sujetos y los bueyes que tiraban la
cama con ruedas hacia Tiye.
Cuando estuvo a distancia prudente, Khu gritó con voz pituda:
-¡Obsequios para Akhbá!
Tiye, confundido, bajó tan rápido como pudo los escalones de la prominencia, se
sacudió la arena del faldellín y de la cabeza, intentó adoptar una postura digna y caminó
severo hacia los bueyes.
-Salud, jefe de la ciudad hija de Pe Thak. Shemia te saluda y te regala un pedazo de
su generosidad -dijo uno de los dos escoltas extranjeros con una acrobática reverencia,
tocando el suelo con su mano derecha.
-Salud, forastero. Bienvenidos a Akhbá, uno de los hogares de Pe Thá, dios y padre
de Pe Ity, nuestro dios, eh…
-Oh, Él, que hace pasto donde pisa. Suerte hemos tenido de llegar a tu casa.
Venimos en paz, a regalar a tu ciudad la dicha del Bajo Shemia -dijo el gordo jefe
extranjero, señalando hacia el norte.
El sol abrasaba ya a esa hora del día, y Tiye juzgó adecuado invitar a los tres
individuos a entrar a la ciudad a por algo de sombra. Caminaron los cuatro, seguidos por los
bueyes y los regalos. Los seguía Khu.
-Pe Thá desea saber el propósito de tu visita -inquirió Tiye, mirando de reojo el
carro. Trató de ver su contenido, pero aparecía bien cubierto.
-Venimos de muy lejos, hijo de Pe Thá. Acógenos -dijo el forastero.
-Pe Thá te ha hecho una pregunta, extranjero -insistió Tiye.
Un par de orfebres se asomó curioso desde su taller, igual que el transportador, que
dejó sus cubas de agua para mirar el paso de la singular carreta. Unos hombres que
cincelaban un monolito dejaron de golpear la piedra para ver. Varios transeúntes se
detuvieron al paso. Llegaron por fin a un toldo sombreado.
-Venimos del Bajo Shemia, donde el Misterioso se abre en mil lenguas, para hablar
con Pe Ity, el dios del Alto Shemia.
-Espera -dijo Tiye. Llamó al soldado Khu y le dijo en voz baja:
-Anda con el escriba, dile que avise a Nekeb que tenemos visitantes del país del
Bajo Shemia. Dile que parecen poderosos. Pide respuesta.
Khu asintió y corrió hacia la casa mayor. Tiye miró a los extranjeros con un gesto
austero, que luego cambió por una sonrisa cordial, achicando sus ya ínfimos ojillos. Se
frotó las manos y miró el carro, esta vez con interés evidente. El líder forastero captó el
mensaje y se apuró en contestar.

-51-
-Son obras de nuestros artesanos. Rogamos que tu dios las considere digno
obsequio.
Los bueyes fueron atados a una columna en el patio y Tiye y los tres extranjeros
entraron, al tiempo que Khu se dirigía raudo hacia el puerto para avisar a un bote mensajero
que saliera a toda prisa con el recado.
-Iwemhotep, jefe de estas tierras -habló el jefe extranjero, con una dignidad que
sobresaltó a Tiye-. Mi nombre es Wosret, jefe de Busiris y rey del Bajo Shemia; me
acompaña Rahé, mi visir, y Ko, mi escriba sordo -se presentó reverente el extranjero, una
vez que se hubieron sentado con sendos tazones rebosantes de zumo de melón.
Tiye los notó bastante más bajos que él, de brazos y piernas cortos y anchos, y piel
más blanca aunque dominaba en su color un tinte broncíneo, obviamente por el sol que
abrasaba también en su tierra. Ko sonrió ampliamente cuando el rey le señaló, suponiendo
que lo presentaba.
-Salud a los tres -se precipitó en hablar Tiye-, en nombre de Pe Thá que reina los
mundos y Pe Ity, nuestro dios. Mi nombre es Tiye de Akhbá, jefe de la ciudad más abajo
del país de Shemia, junto al río que… -interrumpió su presentación al ver que el rey
extranjero levantó la mano. Perturbado por la reacción del extranjero y habiendo perdido
toda su postura diplomática, Tiye permaneció unos segundos en silencio, con los brazos
entreabiertos en innegable actitud de pedir una explicación.
-Oh, Tiye de Akhbá -interrumpió Wosret-, aunque es evidente que estamos en el
país de Pe Thá, en Busiris lo llamamos el Alto Shemia.
-¿Alto Shemia? -preguntó Tiye.
-Nuestro país, Tiye de Akhbá -prosiguió Wosret- está muy lejos, río abajo, y por eso
lo llamamos Bajo Shemia. Tu ciudad y tu país se encuentran río arriba, entonces lo
llamamos Alto Shemia.
Tiye golpeó sus palmas fuertemente. Al instante, apareció de una puerta un
muchacho apoyado en un bastón tan esquelético como su única pierna, portando un morral
cuadrado repleto de hojas de pergamino y papiro. Hizo tres torpes reverencias diciendo
“mhotep” por lo bajo a cada invitado. Se sentó en el suelo junto a Tiye, extrajo unos
papiros, un frasquito lleno de líquido negro, una varita y esperó las órdenes del jefe.
-Tiye, jefe de Akhbá -dijo Wosret-. Mi gente espera fuera de tu ciudad. ¿Qué harás?
-Cierto, Wosret de Busiris, cierto -contestó nervioso Tiye, que había olvidado a la
muchedumbre que aguardaba a pleno sol. Volvió a aplaudir y apareció un mayordomo,
flaco también, pero sin bastón, pues tenía sus dos piernas. Tiye le habló al oído y el hombre
salió corriendo.
-Tenderás tu campamento junto a mi ciudad, Wosret, rey de Busiris. Podrás
quedarte cuanto tu prudencia te aconseje, que es el plazo de un mes. Nosotros prepararemos
obsequios del tamaño de los tuyos para cuando partas a tu país.
La conversación entre el jefe y el rey fue transcrita por Ko, el escriba extranjero
sordo, y el muchacho cojo, operación desarrollada lentamente pues tomaban tiempo en
dibujar sus textos. Al cabo, Tiye invitó a los visitantes a rezar. Luego, el rey y sus escoltas
abandonaron la casa mayor, haciendo otra profunda reverencia.
-Ity, ha llegado un mensaje urgente desde río abajo, en Akhbá -avisó Dier,
promovido de sacerdote a visir del rey.
El rey, que en ese momento leía los rezos del día en su salita de oraciones en la Casa
Mayor de Nekeb, interrumpió su lectura para recibir a Dier. Cogió el papiro, lo extendió y
leyó en voz alta:

-52-
-“A Dier, visir del perhó. Hermano, han venido extranjeros de otro país, poderoso
como dicen, que se llama Bajo Shemia, con obsequios para nuestro dios viviente. Estarán
un mes conmigo. Mándame una embajada o una respuesta. Que el sol sea tan bueno como
nuestros dioses. Tiye de Akhbá” -al terminar de leer, Ity dirigió una mirada enigmática a su
visir. Los ojos del soberano, perspicaces, emitieron chispas. Dier llamó al mayordomo para
exigir la presencia urgente del Consejo de ancianos de Nekeb. Sin comprender del todo, el
visir suponía que algo importante tramaba el rey.
El visir preguntó entonces a Ity el porqué de la asamblea, y la respuesta que
escuchara le satisfizo del todo, por lo que dedicó todo el día siguiente a preparar su
alocución en el Consejo que se avecinaba.
Dier de Nekeb gozaba de una preeminencia indiscutida que aprovechaba con
sagacidad. Al morir Senbi, en vez de hacerse cargo del templo, dejando en el puesto de
máximo sacerdote a un intrascendente hermanastro de Ity, se hizo visir. Apartó a todos del
lado del dios y, conteniendo su exuberante personalidad, mantuvo el poder más alto con el
más bajo perfil.
El visir envidiaba la íntima relación entre Ity y Sispeh -ahora general tras su acción
en Jarga y una lista de otras exitosas campañas posteriores a la muerte de su padre-, por lo
que concentró toda su maña para separarlo del rey, cosa que consiguió con pocas
dificultades. Gracias a su investidura podía exigir seguido al general que abandonara Nekeb
so pretexto de buscar tribus o ikos, y con su permanente alejamiento del perhó, Sispeh
rápidamente dejó de influir en el corazón de Ity.
Además, Dier tuvo el tacto de aliarse con algunas prestigiosas figuras militares,
como el general Petuk -el aventurero- y el general Ohté, prominente ciudadano cuyo padre
había sido hermano de Ihé, la expulsada esposa de Thak. Ohté no ocultaba su oronda
barriga nacida de una alimentación ingente que, no obstante, escondía a un militar infalible
que recordaba el nombre de cada uno de sus soldados y sabía qué esperar de ellos. Solía
cambiar de posición las filas o modificar las armas de sus hombres, convencido que las
habilidades provocaban los destinos.
Escoltado por tan afamados personajes, Dier pudo forjar una relación próxima e
influyente con Ity. El poder lo ejerzo yo, pensaba Dier, y por eso se dio el gusto de ordenar
el Consejo de ancianos a su antojo. Sispeh andaba, desde luego, en campaña en el Este.
Reunidos los treinta hombres más viejos de la ciudad -el número de miembros de
este parlamento había aumentado progresivamente desde los ocho originales-, el visir leyó
la misiva del Norte. Algunos murmuraron; después de todo, no conocían en la región
ningún país poderoso. A lo sumo, ciudades menores. Uno de los más viejos se aclaró la
garganta y habló.
-Acéptalos. Podemos intercambiar y conocer.
Hubo gestos de aprobación por todo el salón. El rey miraba en silencio. Dier, que lo
observaba permanentemente, comprendió que no apoyaba la proposición del consejero. El
visir llamó al orden y las voces se apagaron. Entonces el dueño del perhó, sin cambiar su
posición en el asiento regio y sin dirigirse a nadie en particular, como extraviado en el
bosque, comenzó a hablar, en voz baja y casi queriendo escuchar sus propias palabras.
-Los dioses han sido buenos con nuestro país y hemos recibido de ellos el río manso
y las riquezas del sol. El buey está contento y le ofrendamos con dulzura. La cobra nos mira
feliz porque la amamos y le tememos. Las fuerzas de nuestro pueblo están en el equilibrio
que nuestros Padres desean. Y esta señal -golpeteó el papiro con la carta de Tiye de Akhbá-
es la manera cómo los Padres nos lo dicen. Dicen “estás en equilibrio”.
Contuvo la respiración, observó a los consejeros solemnemente.

-53-
-Pero el equilibrio no es quietud. ¡Al contrario! -endureció la voz-. Es momento de
iniciar el camino para cumplir a los dioses.
-Pero, ¿qué es eso que debemos cumplir? -preguntó un gordo bajito y arrugado,
defensor de la moción de acoger a los extranjeros.
-Yo les guiaré a la gloria de nuestro país. Está escrito que un día Nekeb será la
fuerza que una al mundo y, aquel poderoso país que nos visita, representa al mundo que
debemos unir -el perhó golpeó el brazo de su trono. Sus ojos quemaban- ¡Y lo haremos por
la paz o por la guerra!
-¿Tu país vive también del Misterioso? -preguntó Tiye de Akhbá al jefe del Bajo
Shemia, el extranjero Wosret de Busiris.
-Sí. Nuestro río es suave, con regularidad escapa de sus márgenes y nos da alimento
-afirmó éste, evocando al Bajo Shemia.
-¿Es grande tu país, Wosret de Busiris? -inquirió un consejero de Akhbá.
-No es como el tuyo, consejero -suspiró-. Busiris tiene amigos y enemigos, pero tu
ciudad está unida a tu país. El perhó, es decir, yo y lo que represento, es débil. Varias
ciudades cercanas se disputan la supremacía del territorio. Busiris es, por ahora, la más
poderosa.
“He venido río arriba hasta los dominios de Pe Thá a buscar aliados, pues la región
se desangra. Además, unas gentes que provienen del Gran Mar comercian demasiado y la
codicia se apodera de ellos. Terminarán atacándonos, como lo han hecho ya otros pueblos.
“Recibimos un día una visita de un forastero, un errante, que contó las más
increíbles historias de un reino al sur. «El Misterioso antiguamente era cruel y se
desbordaba allí con furia, pues en ese sitio se levantaba la tumba del sol. El pueblo de un
dios viviente dominó a las bestias, a los bandidos y, finalmente, al río, dejando para sí un
país rico, generoso y pleno». El viejo relató que allí se yerguen los templos más cerca del
cielo, la gente sonríe siempre, su comida está segura, las mujeres paren hijos y los bandidos
son asesinados por hombres entrenados por Pe Thá y Spé, su general de la guerra. Contó
también el forastero que muchas otras ciudades se levantaron alrededor de la capital, Nejeb.
Los tributos fluyen al reino, con los que los jefes hacen caminos, pagan músicos y
acróbatas, celebran a sus muertos con fiestas mágicas, arman barcos para comerciar y
construyen tajamares, diques y canales para hacer manso al Misterioso allá donde la mano
gentil del poderoso dios alcanza.”
Al concluir el rey Wosret del Bajo Shemia, Tiye de Akhbá meditó un instante.
-Pues todo lo que contó tu visitante es la verdad. Nuestros Padres han obrado con
generosidad, y nuestro dios Pe Thá ha sido infinito en su sabiduría. He mandado una misiva
a Nekeb y esperaremos la respuesta del perhó. Puedes quedarte en nuestra ciudad hasta
recibir esa respuesta -respondió Tiye, visiblemente conmocionado por la asombrosa
reputación de su país.
Acabada la asamblea, Tiye despidió a sus invitados y revisó el contenido del carro
de bueyes que cargaba los regalos para Nekeb. Vio platería que nunca había conocido en su
vida, y vasijas de cerámica pulcramente pulida, estupendas esculturas de una madera
desconocida, dagas ornamentadas evidentemente rituales, inútiles para el combate, un juego
de ushebtis o amuletos de marfil y barro cocido empleados por los muertos en la otra vida.
Había también miniaturas de barquitos con remos, delicadamente tallados en livianas
maderas. Y cartas. Tablillas, placas de cobre y pergaminos conteniendo mensajes oficiales.
Uno de ellos, una carta de Wosret, “rey de Busiris y dios del Bajo Shemia al rey y dios
soberano del Alto Shemia”. Otras, epístolas de agradecimiento del visir, del general militar
y múltiples saludos de afecto de las familias de los más viejos consejeros de Busiris. Tiye

-54-
encontró grandes cubas selladas con cera, en cuyo interior descubrió, al abrir una de ellas,
un elixir delicioso, dulce y mareante. Vio ropas y joyas, “para las esposas del dios” y
tablillas con dibujos y pinturas, de vivos colores e incrustaciones de piedras brillantes.
Al cabo de unos días, un navío ligero trajo a Akhbá la respuesta del perhó.
Solicitaba la presencia de Wosret de Busiris y de once acompañantes en Nekeb, para una
audiencia con Pe Ity. El mismo barco transportaría a los doce invitados a la capital.
Subieron al barco el rey de Busiris, su visir, un sacerdote, tres escribas y siervos. Partieron
inmediatamente montando los obsequios para el dios, salvo lo que quedó en las agradecidas
manos de Tiye de Akhbá.
La llegada de la comitiva nortina a Nekeb estuvo copada de expectación, pues la
noticia de un dignatario proveniente de un estado grande y poderoso, que también
compartía los regalos del Misterioso lejos del país, sonaba divertida al comidillo de la
ciudad. La guardia del palacio se desplegó alrededor del perhó, portando elevados
estandartes del reino y la muchedumbre se agolpó en todo el trayecto que la caravana
invitada recorrería desde el puerto hasta el palacio. Wosret fue recibido con laúdes y
aclamaciones, saludado por el visir Dier, quien dio una sobria y solemne bienvenida a la
embajada real, y los guió por la ruta al perhó. Reunidos ya los líderes, sus visires y escribas
respectivos, el visir del Bajo Shemia, Rahé, en nombre de Wosret, saludó.
-Iwemhotep. Oh, dios viviente cuyas pisadas hacen crecer feliz el pasto, al fin
disfruto la gloria de verte con mis ojos -declamó con exageración el visir de Busiris al ver a
Ity sentado en su alto solio. Una solemne reverencia siguió a sus palabras.
-El perhó te escucha, Rahé de Busiris -habló muy serio Dier en nombre del rey,
como decretaba la regla, de modo que la conversación la protagonizaron los visires.
-Di al dios vivo que nuestro país le necesita -respondió Rahé a Dier. Expuso la
razón de su travesía, tal como Wosret la había contado a Tiye de Akhbá días atrás. Luego
del relato, Dier preguntó:
-¿Qué necesitas, entonces, de nuestro dios y Pe, extranjero?
-Di al dios y rey que nuestra ciudad le pide una embajada. Que envíe un
representante que pueda cerciorarse de mis palabras, y que demande de las demás ciudades
su apoyo al rey de Busiris. Sólo la palabra de una potencia nacional será capaz de apaciguar
las tensiones entre nuestras ciudades.
Los escribas redactaban la conversación ensuciando sus dedos con la tinta negra con
que trazaban hábiles signos sobre papiros bien estirados. Se produjo un silencio incómodo.
Ity parecía seguir el relato sin poca ni mucha atención. Dier intentaba obtener de su
soberano algún gesto con el que ganar tiempo para responder la solicitud de Rahé de
Busiris, pero el rey no se fijaba en él. Las demás personas reunidas en el salón mantuvieron
la reglamentaria y escrupulosa neutralidad al oír la propuesta del extranjero, pero
íntimamente esperaban un gesto con el que encaminar la conversación.
-Visir: dile a Wosret de Busiris que recogemos su petición. Obtendrá una respuesta
del perhó -rompió la quietud Ity, dirigiéndose a Dier. Éste, inmediatamente y sintiéndose
salvado a tiempo, repitió las palabras de Ity al invitado. Se dio por terminada la asamblea
cuando el rey del perhó de Nekeb se puso de pie.
-Nos bendices, dios. Iwemhotep -se despidió Rahé con otra aparatosa reverencia.
Wosret de Busiris y su comitiva fueron enviados al templo para rezar.
Cuando el sol rodaba hacia el Oeste, los sacerdotes de Nekeb abrieron las puertas
del templo público para que los extranjeros entraran. Cambiaron el agua de las pilas,
dejaron paños de lino limpios y vaciaron la bandeja de dádivas. Al ingresar los invitados,
los sacerdotes abandonaron el templo.

-55-
El saloncito de oración, cuadrado y pequeño, tenía sus paredes enchapadas en
láminas de cobre con instrucciones grabadas. Wosret y sus once acompañantes
descubrieron en el fondo una cama de piedra escoltada por columnas con fuego sacro y
bandejas para dejar los dones -comida, oro, amuletos- a Seth. Incómodo por tener que rezar
a una deidad en la que no creía, el rey del Norte se aproximó al altar y con desdén depositó
algunos obsequios en el platillo. Los demás actuaban con temerosa sumisión sin advertir el
desprecio del soberano. Wosret leyó a viva voz las explicaciones de los muros,
completando las oraciones tan rápido como pudo.
-Está hecho, larguémonos de aquí -sentenció en cuanto terminó de rezar.
Salieron al atardecer tibio, donde les esperaban los sacerdotes del templo. Una
escolta de soldados del Loto les condujo al puerto desde donde les enviaron de vuelta a
Akhbá en la barcaza que les llevara a Nekeb. Disponían de treinta días para permanecer en
el lugar, sellar alianzas comerciales y volver a su reino tan pronto cesara el plazo
establecido.
Al amanecer, el Consejo se reunió para discutir los eventos de la jornada anterior, y
el debate se caldeó. Los treinta consejeros discutían con energía sus posiciones, mientras
Ity escuchaba, todavía con evidente desafección.
Algunos compartían la idea de atender el llamado de Wosret, enviar la embajada,
declarar al Bajo Shemia un país como Nekeb y establecer embajada en la capital, Busiris.
Suponían que una buena alianza permitiría un gran comercio tributario, pues el favor de
Nekeb debía pagarse con creces. Por otro lado, negar la asistencia, aprovechar el estado de
confusión de las cosas e invadir el país del Bajo Shemia asomaba como opción para otro
grupo. El mismo Wosret de Busiris había develado el temor de las ciudades río abajo acerca
de una conquista, lo cual presentaba al reino una coyuntura atractiva. Dier, en cambio,
propuso una idea distinta que, aunque nadie apoyaba, defendía con fervor.
-Enviemos la embajada sin apoyar a Busiris o a otra ciudad y así enterarnos de lo
que debamos saber para invadir -dijo.
-Es una locura invadir -clamaban los que preferían relaciones amistosas.
-Tomaría demasiado tiempo y puede prevenirlos -acusaban los que apoyaban la
invasión.
-¿Por qué habríamos de ponerlos a nuestra altura? Es como no reconocer el prodigio
de Nekeb. Crear un país en base a una embajada es peligroso y sobre todo si ese país es
poderoso. Debemos atacar ahora que son débiles, y llevar el poder de nuestro perhó -dijo
Sobek.
-Crear ese país nos hace poderosos a nosotros. ¿Es que no lo ves? Nos convertiría
en la potencia dominante y además seríamos dueños de un reino tributario que nos debería
su existencia. Y gozaríamos de nuevos comercios, incluso con aquella gente del Gran Mar
de la que habla Wosret de Busiris -replicó otro, inclinado a la paz.
-Si no aplacamos ahora a ese país, un día nos dará la espalda.
-Rechazar la embajada les dará razón para que en el futuro nos ataquen como
venganza.
-¿Por qué tendríamos que unirnos a quienes desconocemos?
Todos opinaban. Se interrumpían y gritaban. El escriba dejó de anotar por el
desconcierto total: nadie se ponía de acuerdo.
-Olvidan dos cosas sumamente importantes -dijo Dier-. En primer lugar, hay una
región junto al Bajo Shemia de la que todos hemos oído hablar, el Sinaí, muy lejos de
nuestro país, donde abunda el cobre.

-56-
Para Nekeb, el Sinaí representaba una región extraña, donde no vivía el Misterioso.
La perspectiva de ciudades cercanas al Sinaí, por las que el cobre llegaría a salvo al
Misterioso y, a su través, hasta Nekeb y sus ciudades, aparecía como un argumento
poderoso para buscar el control del Bajo Shemia. Pero había otro motivo.
-Esta visita ha sido traída por la profecía -dijo severo el visir.
Por primera vez en toda la discusión, Ity se espabiló. Las palabras de Dier habían
despertado al rey de un aparente aburrimiento. Según creía, su corazón ya le había dado la
respuesta sobre qué hacer, y esas palabras lo respaldaron.
Largo tiempo atrás, su padre relató a Ity acerca de la profecía. El entonces pequeño
príncipe creía haber comprendido meridianamente la predicción en tanto se trataba de una
sencilla frase que decía cómo progresaría el reino de Nekeb, comenzando por Thak, luego
él mismo y más adelante su hijo y heredero.
-La frase “ahora tu hijo unirá su tierra” significa -le explicaba Thak- que tú, Ity,
unirás Nekeb. Como el fértil suelo que baña el Misterioso, establecerás un territorio
continuo bañado por la sabiduría de Seth y la fuerza de nuestra cultura. Hijo, no es sencilla
tarea y el triunfo no caerá del cielo, por más que haya sido augurada por los Padres: tendrás
que dedicarte a ello, poner gran esfuerzo, ponderación y audacia. Esta posición que ostento
y que un día te legaré ha de cuidarse de aduladores, señales equívocas y senderos malditos.
Deberás luchar para distinguir lo correcto de lo hermoso.
-¿Cómo debo hacer para distinguirlo, padre?
-Oye los consejos, especialmente de Senbi, que es el cauce por el que marcha la voz
de los dioses; si los dioses callan, escucha la inteligencia de tu corazón, déjate guiar por ella
y saldrás airoso. Si aun el corazón permanece silente, entonces dedica tu oído a atender esa
voz que no proviene de la inteligencia y que guía a los hombres por caminos extraños e
inesperados: confía en que el instinto te conduzca. Mas debes permanecer atento al instinto
porque como es inextricable puede gobernar las órdenes del cielo y las del corazón
también. Ya aprenderás de ello, como hice yo. Dejarás para tu vástago, como yo dejé para
ti, un punto de partida para cumplir su propio papel, como lo dice la profecía cuando nos
reza que “el hijo de tu hijo unirá las dos tierras”. Cuando hayas completado tu tarea, pasa el
bastón a tu heredero, abandona este mundo y permítele acabar la tarea.
Nunca más conversaron padre e hijo sobre la profecía, pero las palabras de Thak se
labraron en Ity con tal fuerza que el muchacho jamás olvidó ese diálogo. Pero en lo
sucesivo, Thak calló al respecto. Incluso cuando el muchacho retomaba el coloquio Thak
eludía las preguntas con vaguedades como “ahí la tienes, haz tú lo que tus astros susurren”
o “yo no diré más de lo que ella misma dice”.
Como se acercara el fin de Thak, sus términos se hacían más confusos y alejados de
la enseñanza primigenia. Le sugería ignorar el vaticinio, prestar oído al pueblo y no al
texto, o le increpaba por andar sucio y desarreglado, pero nunca volvió a sugerirle que
cumpliera la misión encomendada. Thak no intentó demostrar su profunda preocupación
por el cariz que había adquirido la profecía, no obstante tampoco desalentó al muchacho en
lo concerniente a cumplirla.
Tras la muerte de Thak, Ity decidió no bien tomara el perhó dar crédito a la profecía
con ciega fe e hizo de cada tarea, pequeña o monumental, un paso corto o largo hacia el
logro del objetivo tan poderosamente adherido a sus pensamientos. Así, cuando tocaba
fundar una hacienda, conquistar una aldea o construir un altar, se preguntaba antes el joven
rey si la labor contribuía a la unión de su tierra.
Ity, de pocos dobleces en su personalidad, consideraba con sencillez los retos del
camino, les preguntaba si coadyuvaban en el fin ulterior y si la respuesta le salía negativa

-57-
los desechaba sin dudar, y cuando resultaba favorable entonces los abordaba
apasionadamente, creyendo con certeza que fallarlos le llevaría a una derrota imposible de
superar. Por ello, cuando Dier de Nekeb trajera a colación la profecía durante el debate
respecto de Wosret, Ity supuso una intervención divina y la certidumbre se instaló en su
corazón. A través de las acciones siguientes encaminaría a su hijo hacia la victoria final,
pero como le dijera su padre un día, la tarea no se completaría sola. Él debía hacer algo.
No se trataba que Wosret tuviera problemas en su país, o que el macizo extranjero
creyera que Nekeb podría ayudarle en sus fines, y tampoco que cualquier decisión tomada
en ese Consejo haría más o menos grande y poderoso al Loto. Para Ity, todo se trataba de
arrojar la cuerda que enlazaría su meta personal con el objetivo ya fijado para su
descendencia. Diáfana como el cristal expuesto al sol, el rey veía en esa oportunidad la
senda a desmalezar para despejar la ruta que seguiría su hijo, heredero y unificador de las
dos tierras. Sumido en estos pensamientos, Ity dejó a Dier hablar por su cuenta.
-Pe Ity unirá su mundo -dijo éste-, y he aquí Nekeb, unido al fin, bajo la poderosa,
serena y justa mano de nuestro rey. Pe Thá sonríe en el otro mundo. Pero aún la profecía no
se completa, y esta visita de un rey extranjero nos muestra el camino: según sus palabras,
nuestro país es el Alto Shemia y el otro se llama Bajo Shemia. Será el hijo de Pe Ity quien
reúna los dos países en uno solo: el país de Shemia. Lo dice la profecía, y su texto es
sagrado.
-Su texto es sagrado -repitieron respetuosamente los demás asistentes.
-Entonces debemos invadir -apuntó con su dedo el consejero Sobek.
-Así parece -debió admitir un adepto de la otra idea.
Ity se iba a levantar de su trono, signo inequívoco del término de la asamblea, pero
Dier lo miró severo y le hizo un gesto sutil pero firme, obligándolo a sentarse, demostrando
su incuestionable influencia en el rey.
-No -replicó el visir-. No podemos invadir. Antes deberemos acrisolar nuestras
capacidades, y para ello debemos enviar una embajada.
-Pero Dier -protestó un asistente-, eso nos obligaría a aceptar al Bajo Shemia como
un país. ¿Cómo podríamos invadir entonces un país?
-No crearemos un país si la embajada no acepta sus condiciones. Deberá llevar las
oraciones de Pe Ity deseando la virtud para el Bajo Shemia, sin adscribir con ciudad alguna.
La embajada deberá conocer Busiris, Deba, Thá Nis y las demás ciudades de las que nos
habló Wosret de Busiris. Comprenderá que Pe Ity, el poderoso perhó de Nekeb, no comete
errores ni compromete su palabra sin conocer la verdad.
Dier miró a Ity. Éste, contrariado por la orden de fuerza del visir, declaró terminada
la reunión.

***

-A mi rey le ruego todos los días -dice Ankhto-pa-sheri.


-Tu rey y tus dioses te escuchan, forastero -responde el visir.
-No juzgues al mensajero, visir. Juzga tan sólo el mensaje, es mi ruego.
-Tu rey dice que su sabiduría es infinita, su ira justa y su paciencia delgada.
-Vengo con malas nuevas, a mi rey.
-El mensaje -urge el visir-. Deja que el rey decida lo bueno y lo malo de las cosas.
-Han venido a cobrar tu reino, mi señor. Quieren que abdiques. He visto las
columnas de hombres armados con dagas y escudos. Portan estandartes y exigen este
templo, pues traen a su propio dios -traga saliva y prosigue, con un tono más sombrío-. Y

-58-
exigen también que les dejes el tesoro, la tierra y tu vida, que será perdonada si accedes.
Perdóname, dios. He seguido los preceptos de Tot por donde mis pies me guían, pues sus
palabras me mueven. Mi alma no quiere decirte estas cosas pero soy débil y no puedo
cambiar el curso de las cosas.
-Tienes razón. Vete, forastero. Tu rey te bendice aunque traigas oscuras nubes a su
reino -le despide el visir con firmeza, aunque trasluciendo la pesadumbre del evento.
-He sido bendecido. Agradece a mi rey.
Ankhto-pa-sheri ase su bastón, retrocede algunos pasos, todavía curvado por la
exagerada reverencia, da media vuelta y sale cojeando, como había entrado al perhó. En su
marcha fuera del colosal edificio comienza a sollozar.
El visir del perhó camina con pasos cortos hacia la sala donde se reúnen los líderes
del reino junto a su dios. Entra sin anunciarse y habla apurado.
-Mi rey, el perhó no resistirá. El forastero dice la verdad, nuestros espías cuentan el
número de soldados de Thaqotep, son más de dos mil, y no podremos soportar una carga de
sus milicias. Tampoco podremos soportar un asedio.
-¿Qué aconsejas, Ahutep? -pregunta el perhó, sin emoción en su voz.
Ahutep, el sacerdote, se toca la barbilla. Es claro que no tiene una respuesta. Gana
tiempo.
-Los dioses callan para oír los pasos de nuestros enemigos y contar sus fuerzas, que
son muchas, como ya está dicho. Confío que mis rezos nos guiarán a una respuesta pronta
-responde nervioso. Sabe que el jefe supremo del perhó no espera un rodeo tan
desfachatado, pero no tiene otra respuesta.
-¡Pronta! -resopla molesto el rey, interrumpiéndole. Mira alrededor. Busca entre sus
asesores una respuesta. Están todos contritos y mudos, ocultando su mirada temerosa para
que los ojos del dios rey no les pille en la ignorancia. Tras el error de Ahutep al hablar con
liviandad, ninguno quiere cometer la misma falta. Cansado de esperar, el rey pregunta:
-¿Cuántos hombres podemos disponer para la defensa del perhó, Nersis?
Nersis, el general del palacio, mira conturbado el rostro férreo de su rey, que exige
su respuesta más con la mirada que con la voz. Apenas con un susurro, dice:
-Unos doscientos, si podemos reunirlos cuando anochezca.
-Está dicho, entonces. Resistiremos. Tus dioses tendrán que estar aquí con nosotros
-apunta a Ahutep-, pues nadie se moverá del perhó, hasta que el ave vuele o nuestro triunfo
nos convierta en vencedores. ¡Llama a las fuerzas!

-59-
Capítulo Quinto

Mil doscientos soldados reunidos en Akhbá terminaban su preparación para la


guerra. Dirigidos por el perhó Ity, se habían dividido en varios destacamentos, cada uno
dirigido por un shoshiq -jefe de tropa-, que a su vez obedecía a cada uno de los poderosos
dioses del país: la Cobra, el Cocodrilo y el Buitre; comandaba la fuerza, aun sin ser general,
Dier, visir del Alto Shemia. Sobre su trono, transportado por seis sirvientes, el rey revisó la
tropa observando satisfecho la disciplinada formación de los soldados del país más
poderoso del mundo.
Podía oír las palabras de su padre: «recuerda, hijo, que la grandeza de un dios no
estriba en el número de sus conquistas, sino en el tiempo que las mantiene en sus manos».
Hacía décadas desde que las ciudades de Ehdú, Oomboj, Sujá y Liuz, se habían plegado al
poder del reino del Loto, y en todo ese tiempo ninguna de ellas osó separarse de la
influencia del Alto Shemia. Bajo su reinado se levantaron aldeas y ciudades, y conquistó el
resto de las urbes río arriba, incluyendo Elefantina, Khá, Khasá y otras tantas. Nadie ha
dejado de rendir tributo a Nekeb, padre, pensó Ity. Su reinado se mantenía exitoso, como el
de su predecesor. Dos generaciones de líderes preclaros, sabios y de férrea convicción
habían conducido bien al país. Y ahora, mientras inspeccionaba las tropas, veía que el
siguiente paso, atrevido como los anteriores, daría al Alto Shemia el triunfo profetizado.
La embajada enviada para conocer el Bajo Shemia, decisión tomada por el Consejo
de Nekeb por instrucción del severo Dier, había hecho varias paradas y despachado, a
través del río, numerosas misivas describiendo con detalle la situación de la región. Al
principio, las cartas hablaban de urbes llenas de actividad, coronadas por templos y casas de
muertos erigidas con barro y piedras, de grandes proporciones. “Tienen templos más
pequeños pero muy imponentes, como los de Ehdú”, se leía en algunas.
Ehdú, a la sazón, la ciudad que conquistara Ity tras una aparición gloriosa, tenía los
edificios más altos del país, que protegían la memoria de los que partieron al otro mundo.
El más interesante de ellos, el de la familia de los generales del reino, cuyo padre, Speh del
Este, permanecía enterrado en varias ánforas donde guardaban trozos del cuerpo del jefe
militar. Junto a él, descansaba su esposa Nesemteu, también almacenada en vasijas, como
dictaba la tradición. El mausoleo contaba varias plantas, cada una decorada con hechos
referentes a campañas militares de defensa o conquista. Con el paso del tiempo se
añadieron estatuas, amuletos, muestrarios de armas y escudos, mapas y otros aditamentos
más o menos adecuados al estilo del panteón. Ehdú, así, gozaba del más grande museo
bélico de la época, entremezclado con la vida y muerte de la segunda familia más famosa
del Alto Shemia después de la de Pe Thak. Además, Ehdú aportaba el mayor número de
soldados a las fuerzas armadas del país.
Imbuida de una veneración febril por el padre de la ciudad, la mayoría optaba por la
carrera militar. Para ello, desde los tiernos cinco años de edad, participaban en una especie
de academia donde aprendían el uso de arcos y flechas, propulsores, porras y cuchillos, la
protección contra la carga enemiga y el desarrollo de un estado físico acorde con su rol.
Uno de los enviados a Ehdú había sido Sisobek, hijo de Sobek. El consejero
mantenía una cómoda posición en la asamblea y desde el principio auspició la idea de la
invasión, no tanto porque deseara la gloria para Nekeb sino porque creía que su vástago
alcanzaría el éxito después de sus años de instrucción. Sobek luchó tenazmente a favor de
la guerra y, aunque la idea de Dier de enviar una embajada le parecía cobarde, de todas
formas la apoyó convencido que el resultado del viaje les daría suficientes elementos de

-60-
juicio para iniciar la conquista del norte. Bregó contra pacifistas y convenció a neutrales, y
gracias a sus gestiones el país entero comenzó a preparar las vituallas para un potencial
conflicto con el país de Wosret.
Su hijo, por mientras, había cosechado tímidos éxitos en las campañas de cacería.
La academia de Speh impartía un riguroso entrenamiento que incluía varias jornadas en las
que los alumnos salían a cazar a las bestias. Aquellos estudiantes más avezados, o los que
gozaban de influencias, como Sisobek, tenían ciertos privilegios durante el desarrollo de
esas severas actividades prácticas. El muchacho, pues, debido a la significativa posición de
su padre, obtuvo fácilmente el control de un destacamento permanente con el que se
instruía en las artes militares. Pese a ello, Sisobek no se mostró especialmente interesado en
la guerra o el derramamiento de sangre y prefería zanjar los asuntos mediante una cada vez
mayor capacidad para explotar a las personas por medio del diálogo. Como su padre
anhelaba ver al hijo empinado a la diestra de Ity, le asignaba periódicamente el liderazgo de
un grupo de cacería, algunas veces en desmedro de otros alumnos más aventajados.
Sisobek no heredó la robusta contextura del padre y, en cambio, lucía esmirriado y
cabezón, con los ojos muy juntos arriba de una nariz poco generosa bajo la que apenas se
distinguían unos labios tenues, carentes de expresión o voluptuosidad. Sus rasgos faciales
parecían haberse reunido demasiado cerca entre sí en el centro del rostro, y su cabeza
parecía un verdadero desperdicio de espacio, desproporcionada para unos hombros
debiluchos y extremidades no muy largas pero flacas. La piel pálida y lechosa la había
adquirido de la madre. Con ese físico, sufrió montones para superarse en las actividades
que la carrera militar demandaba, pero disponía de una ventaja crucial que le permitió, pese
a su físico, transformarse en jefe de grupo. Esa ventaja se llamaba, naturalmente, Sobek.
Todo lo que perdía a causa del desdén por la milicia lo recuperaba a causa del entusiasmo
de su padre. De ese modo, Sisobek tuvo éxitos relativos en las cacerías, lo cual aceleró una
exitosa aunque cuestionable carrera castrense.
Al chico le gustaba escribir, filosofar, debatir y dibujar. Creía que Tot, el dios de la
palabra, lo acogía con más cariño que Sedmet la Guerra, pero la figura paterna aplicaba una
fortísima injerencia en sus decisiones, y nunca se rebeló contra el deseo de Sobek de verlo
un día al mando de todo el ejército del Loto. Curiosamente, el ser indiferente a lo militar le
valió triunfos en algunas oportunidades, donde su sagacidad -más intuitiva que basada en el
conocimiento- le ayudó a resaltar como un comandante avezado. Su principal desventaja, si
se aparta la evidente incompatibilidad física, provenía de su proverbial falta de coraje. Una
vez cazaba un leopardo con tres asistentes premunidos de largas espadas, flechas, antorchas
y escudos, y deseando protegerse de una emboscada del animal decidió treparse a un árbol
-so pretexto de buscar un lugar alto para otear- en el que precisamente se encontraba el
felino. Para evitar la presencia del humano, el leopardo se bajó del lugar con la mala suerte
de ser avistado por los demás cazadores que le asestaron varios flechazos. Desde luego,
interpretaron la acción del joven Sisobek como una maniobra valerosa que le proporcionó
una fama efímera pero muy satisfactoria.
En otra ocasión en la que tenía la encomienda de castigar a un clan hostil, en plena
noche, le asaltaron cuatro jóvenes guerreros en su tienda. Durante el ataque, Sisobek golpeó
accidentalmente uno de los mástiles de su carpa, siendo providencialmente empujado por
uno de los agresores fuera de ella. Echó a correr despavorido y desorientado, arrastrando
una larga soga que, al estirarla, cerró la carpa en forma de morral, dejando atrapados dentro
a los cuatro atacantes. Al llegar los soldados custodios, vieron con sorpresa que éste los
había reducido sin derramar sangre usando solamente su supuesto ingenio.

-61-
Sin embargo, lo que le faltaba de coraje le sobraba con largueza en oratoria,
especialmente cuando de líos entre ciudadanos se trataba. Su capacidad para sintetizar las
posiciones antagónicas e influir en los litigantes le permitía saldar todo conflicto con
palabras. En cuestiones verbales no tenía parangón, comentaba la mayoría de los generales,
asegurando que sus continuas promociones se debían precisamente a su notable habilidad
para relatar sus hazañas, aunque otros lo consideraban sólo un fanfarrón.
Merced a ésta y otras dudosas proezas, Sisobek había sido enrolado como parte del
contingente del Loto, en calidad de jefe de destacamento, listo para un posible o deseado
conflicto con el desconocido país de Wosret.
En las misivas de la embajada enviada por Ity al norte había un completo informe de
la situación política de la región. Se insistía en la supremacía relativa de Busiris sobre las
ciudades del Bajo Shemia, gracias a su mayor fuerza militar y porque según contaban sus
sacerdotes, el dios del país, Usir, cuyo nombre había originado el nombre de la ciudad,
había nacido allí. «Dicen que Usir les enseñó a cultivar la tierra, tal como de Seth
aprendimos nosotros», comentaba de manera didáctica el apunte del embajador. En el Bajo
Shemia consideraban relevante la influencia religiosa, pero parecía que Busiris había
superado todos los límites y las demás ciudades estaban indignadas con Wosret, que aunque
cuidaba el culto, raramente lo respetaba y, belicoso, no resistía una estación sin hacer la
guerra a algún vecino. El embajador decía, por ejemplo, de Thá Nis, otra ciudad del Bajo
Shemia, «los jefes de esta ciudad desean batir a Busiris, igual que otros pueblos tributarios,
pero el puño del rey es firme aquí».
Wosret de Busiris tenía razón en varios aspectos. En primer lugar, su ciudad gozaba
del mayor poder y la mayoría aceptaba esa supremacía, aunque a regañadientes. Algunos
jefes locales protestaban por lo injusto del segundo plano de sus ciudades pese a los aportes
que hacían al debilitado reino. Quienes producían más grano, los que excavaban más cobre
o estaño, aquellos que construían los templos y torres más imponentes, alegaban mayor
importancia que Busiris.
También leía Ity sobre las opiniones de los demás príncipes respecto del dios
Wosret. Unos le veían como un rey correcto, otros que su justicia no tenía la medida divina
requerida y a varios simplemente les parecía un pelmazo.
-Es muy curioso que en tan poco espacio haya gente que odie y gente que ame a su
rey -comentó Ity.
La embajada también se refería a la “gente del mar”. El Bajo Shemia acababa, por el
norte, en una masa de agua tan grande que la otra costa «está tan lejos que resulta imposible
de ver, pero indudablemente existe porque desde el norte arriban en singulares
embarcaciones las “gentes del mar” que comercian aquí».
Describía a estas gentes como hombres de piel blanca, toscos, de mandíbulas
prominentes, barba y cejas pobladas, con maneras recias y nula elegancia, que hablaban una
lengua dura y gritona, «como masticando las palabras». Los habitantes de varias ciudades
del Bajo Shemia temían a estos extranjeros, que «miran con codicia los campos y las
mujeres», y según la opinión de la gente común, no tardarían en lanzar una ofensiva de
conquista contra su país. En realidad, nada sabían en el Bajo Shemia que la “gente del mar”
se encontraba inmersa en guerras intestinas porque en las aldeas de las islas donde
habitaban también se luchaba por la supremacía imposibilitando cualquier intentona de
invasión.
Más adelante, las cartas se tornaron inquietantes. Durante un banquete al que
invitaron al embajador de Nekeb en la nortina ciudad de Deba, éste escribía que los jefes de
la localidad exigieron elucidaciones a Busiris, preguntando por qué llegaba gente de otro

-62-
país. El representante de Busiris en Deba tuvo que explicarse, y esa explicación ofendió a
los debanos, que se levantaron en armas, creyendo que Busiris había vendido el país a otra
potencia y un rey extranjero tomaría el control del Bajo Shemia a petición de Wosret. La
carta del embajador de Nekeb, escrita con prisa, trasuntaba el miedo de sus miembros, ya
que la firmeza del trazo se había evaporado y cada carácter aparecía tembloroso y
apresurado.
Ity recibió dos cartas más: una, muy breve, redactada en la clandestinidad, daba
cuenta que la embajada huiría de Deba rumbo a Busiris en cuanto pudieran salir de la
ciudad. La última incluía un mapa de la región, y una sola frase escrita con indiscutible
celeridad: «Está en manos de nuestro dios castigar a estos criminales». No llegaron más
esquelas.
Producto de la influencia de Thak, Ity creció premunido de nociones sobre el
gobierno, conocimientos ampliados por la dedicada educación entregada por Senbi. En sus
continuas actividades de aprendizaje, el joven príncipe oía con frecuencia a su padre
primero, y al sacerdote después, decirle que el poderío del país ofrecía tentaciones
peligrosas. El propio Thak lidió en su tiempo con los consejeros y los generales, ávidos de
emplear la novedosa estructura bélica de Nekeb para abreviar conquistas y resolver
diferencias con otras tribus, y siempre intentaba en primer lugar el camino diplomático.
Hasta su muerte el Loto había utilizado su fuerza militar en escasas oportunidades, todas
ellas acaecidas tras múltiples embajadas y concesiones infructuosas. Thak nunca dijo ser
pacifista y, de hecho, creía que la guerra ayudaba aunque no la consideraba del todo
deseable.
Mientras Senbi corregentaba el poder con Ity, nunca se empleó el ejército para una
conquista, y sólo participó de contadas iniciativas defensivas y un ataque masivo a un clan
iko parecido al que emprendieran Sispeh y su padre en Jarga. Senbi declaraba poseer una
visión eminentemente pacífica, asegurando que los Padres nunca querrían ver a sus hijos
sufrir voluntariamente por causas que no tuvieran que ver con la supervivencia. Jamás
motivó la construcción de altares en nombre de Sedmet, aunque tenía bien a cuenta que la
diosa de la guerra debía mantenerse aplacada. Transmitía la imagen de la deidad como la de
un monstruo horrendo y maligno cuando los aires se colmaban de guerra, confiando que
con esa sola interpretación los generales y el Pe analizarían muy profundamente las
alternativas antes de arrojarse a un combate.
En efecto, Nekeb poseía una fuerza militar inconmensurable si se la comparaba con
las dotaciones de otros pueblos. El nivel de administración de los soldados y sus pertrechos
así como las destrezas estratégicas y tácticas de sus generales, sumadas ellas a un conjunto
de innovaciones impresionantes como el uso de banderas para la comunicación o la
organización de las tropas bajo varios mandos flexibles, hacía del ejército de Nekeb el más
poderoso de su tiempo y escaseaban, si es que los había, pueblos mejor preparados para una
guerra.
Tal ventaja resultaba tan categórica como tentadora. Algunos generales, como el
eximio Ohté, consideraban las incursiones militares actividades cotidianas como asearse u
orar. “No en vano nos regalan los dioses estas sabidurías”, decía. Se le ocurría que una tribu
indispuesta para el tributo podía ser conquistada casi sin esfuerzo por las eficientes tropas,
reduciendo el tiempo de las negociaciones y las disputas a un mínimo.
Ciertamente, la conquista no representaba siempre un anhelo personal de los
generales, aunque hubiera mucho de ello en tales acciones. La viva influencia de la profecía
también los motivaba a acelerar el ritmo de las anexiones. Había soldados, e incluso
shoshiques y generales, que conservaban instrumentos con los que contaban las conquistas

-63-
realizadas -usualmente muescas labradas en bastones de hueso-, de manera que los
pudieran emplear cuando el juicio de los Padres tras su muerte, creyendo que si mostraban
un número abultado, los dioses juzgarían adecuadamente al fallecido, ofreciéndole el paso
directo al paraíso del inframundo.
Por su condición de sacerdote, Dier creció en contacto con la profecía y le asignaba
una importancia capital. Su carácter irritable e inconsistente aportó lo suyo para configurar
un individuo para el que la profecía significaba salir a atrapar cuanto pueblo apareciera en
el horizonte.
Así, la formidable influencia de Dier sobre el voluble carácter de Ity -sometido
durante sus tiernas edades a un sinfín de autoridades esporádicas que le llenaron el corazón
de ideas diversas sobre lo bueno y lo malo- terminó arrastrando al Pe a un estado de
sensibilidad respecto del asunto militar.
Difícil parecía extrañarse, entonces, que cuando se interrumpieron las
comunicaciones con la embajada enviada por Nekeb para resolver la cuestión del Bajo
Shemia, el Pe sintiera esa sensibilidad vulnerada y se indignara más allá de lo razonable. El
dios-rey Ity, como podía esperarse, resolvió aclarar todo a punta de armas. Llamó al
Consejo de los treinta y decidió marchar hacia Deba, castigar a los asesinos de la embajada
de Nekeb y, de paso, cercar al resto del país para someterlo al yugo del Loto. El visir Dier
se encargó de exhibir los argumentos para la invasión.
Hizo una presentación impecable, describiendo una perfecta relación de las misivas
de la embajada premunido del mapa detallado de las ciudades visitadas mientras mostraba
la ruta de los enviados y enumeraba los eventos principales de la embajada. Al momento de
describir a Deba, hizo una pausa dramática.
-Y en Deba nuestros embajadores de seguro encontraron la muerte. ¿Quedará esta
afrenta a nuestro pueblo, a nuestro país, a nuestros Padres, sin limpiarse con la sangre de
los asesinos? Esos malditos deben pagar.
-Y de paso nos da el motivo para invadir -añadió ansioso Ity, robando la palabra de
Dier. Los dos se miraron con firmeza. El visir comprendió que debía dejar hablar al perhó-.
No sólo los castigaremos. Nos impondremos y venceremos, como lo piden nuestros dioses.
-Pe Ity -dijo Sispeh con tanta calma como pudo-, tu sabiduría es infinita, pero la ira
suele teñir los ojos e impide ver con claridad.
Gracias a un trabajo constante en el tiempo, Dier había logrado alejar a Sispeh de Ity
al punto que parecía un extraño en su presencia.
-¿Cuestionas mi visión, Sispeh? -el rey se enrojeció.
-No, Pe, no se trata de eso, pero temo que estemos precipitando las acciones -replicó
el general.
-¡Precipitando las acciones! -bramó Ity- ¡Lo que precipitaremos es nuestro ejército
sobre esos malditos!
-Hermanos consejeros -añadió Sispeh sin atender a la molestia de Ity, dirigiéndose a
la audiencia-, esta agresión debe ser contestada, no lo dudo, y el camino de la guerra es el
correcto. Pero, ¿enviaremos nuestras tropas hacia un territorio que desconocemos para
atacar a un enemigo cuya fuerza ignoramos?
-¡Pero esto es escandaloso! -exclamó Sobek- Un general avezado nos pide que
estudiemos al enemigo, como el sabio a la abeja con palurda mirada que no reacciona salvo
para asombrarse de su aleteo, mas cuando quiera ese sabio coger la miel se verá rodeado y
sin posibilidades, excepto si quiere irse aguijoneado y lloriqueando. Es esto escandaloso,
Sispeh, estás proponiendo que esperemos a que estén preparados.
Sin responder a Sobek, Sispeh se volteó hacia Dier.

-64-
-¿Y si ya están preparados? ¿Iremos a una guerra sin saber qué fuerzas tienen?
-Pe -dijo un viejo redondo y lampiño-, presta atención, las palabras del general
Sispeh dicen la verdad. No podemos azuzar a la bestia sin ver de ella el porte de sus
cuernos. Te rogamos prudencia, Pe.
-¡No quiero prudencia, quiero sangre! -fuera de sí, Ity se levantó del trono,
exigiendo terminar la asamblea, pero nadie se movió. Por primera vez desde la fundación
del Loto, el Consejo desafiaba al Pe. Sispeh podía haber sido desplazado de la diestra de
Ity, pero seguía siendo un poderoso miembro de la sociedad de Nekeb.
El soberano miró desencajado a los treinta viejos, a Dier, al general Sispeh, a los
escribas. Todos permanecían estáticos. Visiblemente perturbados, ninguno hizo un ademán
de moverse. Nunca habían visto al dios encolerizado, pero no había acuerdo y la sesión
debía continuar, por lo que esperaron que Ity llevara la reunión a su cauce normal. Pero éste
caminaba en círculos cerca del solio, como fiera encerrada. Sus ojos disparaban rayos de ira
cuando miraban a Sispeh, estirando las distancias de su añeja amistad. Su corazón latía con
frenesí, repleto de indignación por lo que él creía una actitud cobarde del Consejo. ¡No
atacar! ¡Es posible que alguien crea justo no atacar!, se decía Ity.
-Pe -se atrevió Sispeh-, oye nuestro ruego: déjanos discutir los pasos que debemos
dar. Te imploro, deja que el perhó considere…
Como cogido por una fuerza divina, el rey interrumpió al general y habló con una
voz salida desde los más profundos confines del otro mundo:
-¡El Perhó soy yo!
Así que ahí estaba Pe Ity, dios e hijo de dios, sentado en su magnífico trono de oro
suspendido en el aire por seis sirvientes. Contemplaba a la tropa que viajaría a Deba a
castigar a sus jefes. Sispeh, el general de la guerra, había sido relevado de su comando. A
Dier le había caído esa alta responsabilidad aunque sus dotes militares nunca hubieran sido
probadas. El sol regía el cielo y el visir, vestido con la indumentaria de la guerra, se dirigía
a los shoshiques.
-Los dioses han querido que este día nuestro país honre su memoria. Sus manos
lavarán la ofensa infligida por el extranjero. El Alto Shemia, su tierra, su madre, les exige
reclamar el precio del castigo. ¡Esta afrenta será presentada al dios Ammit para que pese el
corazón de los malditos y devore sus almas!
Una algazara estruendosa sacudió a la tropa, que vitoreaba las palabras del visir.
Cuando hubieron cesado, habló Ity:
-Me llenan el corazón de orgullo, hijos míos. Es nuestra la misión de construir el
mundo que la profecía ha señalado. Recuerden: su texto es sagrado.
-¡Su texto es sagrado, oh dios! -gritaron los soldados al unísono.
Y marcharon junto a su dios. Una caravana compuesta por mil setecientas almas,
inició la travesía. Montaron en barcos al Pe, su comitiva y varios cientos de soldados; los
otros caminaron junto a los navíos. Les esperaban semanas de marcha hasta llegar donde el
Misterioso se abría en mil lenguas, y de ahí avanzarían al noreste, hasta la ciudad de Deba,
donde conquistarían el bastión más lejano del reino del Loto.
El viaje transcurría sin sobresaltos mientras los guías llevaban al ejército hasta
donde comenzaban los afluentes del río. El paisaje no difería del que veían en su hogar: a
ambos costados del caudal se extendía una magnífica alfombra de verdor y vida, acogiendo
un sinfín de criaturas terrenales y sagradas. Con gran asombro, Ity descubrió que los
dominios de la cobra abarcaban incluso esa región lejana.
-Ya ves, amigo -decía a su visir en el navío real-, que estas tierras son una extensión
natural del país. No hacemos más que abordar lo que nos pertenece.

-65-
-Lo veo, Ity -contestó Dier. Si la tierra mostraba una continuidad tan clara desde su
hogar, si los dioses animales habitaban incluso estos parajes remotos, si el Misterioso se
prolongaba hasta ese punto, si acaecía todo eso, entonces parecía razonable que los dioses
regalaran a Nekeb la potestad de esas tierras.
El parecido, sin embargo, terminaba allí. Sutiles o evidentes resultaban las
diferencias entre ambos países aunque no quisieran verlas. El río se expandía muchísimo en
varias direcciones, creando marismas malolientes y las bestias y plantas que divisaban les
resultaban desconocidas. Los suelos lucían planos, carentes de cerros escarpados, el clima
parecía más templado y el aire más húmedo. Se toparon, además, con un afluente del río
que les obstruyó la avanzada durante un día entero, que terminaba desembocando en un
lago amplio y azul. Hicieron caso omiso de las diferencias y estimaron, al fin, que toda la
región del Misterioso comprendía una sola nación.
Un día particularmente húmedo y frío para el gusto del Perhó, después de dos meses
de caminata, uno de los generales abordó la nave real para informar que la ciudad había
sido avistada por la avanzada.
-Deba está emplazada frente a un brazo del Misterioso y se llega a ella por un
sendero. Es pequeña aunque amurallada, mi visir. Di al Perhó que algunos podríamos entrar
marchando, mientras los otros son desbordados en el puerto, que no tiene protección.
Retirado el oficial después de su informe, Dier se reunió con Ity.
-Debemos enviar una embajada con las exigencias a la ciudad -dijo el visir.
-Eso haremos -respondió-, pero también quiero un destacamento en las puertas de la
ciudad, mientras otro la rodeará y un tercero permanecerá embarcado; pon a los demás a
cierta distancia. Exigiremos a los caídos, pero habrá también una acción rápida para
conquistar la ciudad. Te harás cargo de un grupo de shoshiqes; ellos traerán hasta aquí al
jefe de esta ciudad maldita. Lo quiero vivo en mi barca, donde será juzgado por los dioses.
-Así se hará, Pe -afirmó Dier con voz decidida. Muy rara vez éste le decía “Pe” a Ity
por la evidente ascendencia que tenía sobre el soberano, cosa que costaría la libertad o
acaso la vida a cualquier otro. Sin embargo, inflado de orgullo, no pudo evitar reforzar la
idea que luchaba por su Pe, y la dijo deseando que sonara en el aire como él la imaginaba
en su corazón.
Seducido por el carisma de Sisobek, Ity lo había seleccionado para dirigir la
comitiva con las exigencias del reino sobre la ciudad que les desafiaba, así que lo promovió
a general ahí mismo y lo puso a cargo del destacamento expedicionario. Componía el grupo
del ahora general Sisobek una veintena de soldados y dos escribas que llevarían las tablillas
labradas donde figuraban las reivindicaciones.
Las dos tablas cuentan una historia aparte. Las redactó el Consejo de los treinta y
escultores las elaboraron sobre bruñidas láminas de cobre de dos por tres metros, unidas a
marcos de madera tallada sujetas por piedras de colores, rubricadas por el sello real: la
cobra, el buitre y el loto. El Alto Shemia confiaba que los habitantes de Deba
comprenderían que sólo una civilización superior podría transformar un texto ordinario en
arte divina.
Dos sirvientes cargaban las pesadas figuras detrás de la comitiva dirigida por
Sisobek, sus veinte soldados y los escribas que caminaban junto al general, premunidos de
papiros, tinta, pergaminos y varillas.
Sisobek, que comenzó una marcha de quinientos metros hacia Deba, observó con el
rabillo del ojo a los trescientos soldados y sus generales alistados para seguirle. Luego, se
volteó para mirar la maniobra de avance de las tropas que rodeaban la ciudad y, por último,

-66-
a los barcos que cerraban velas para navegar con la corriente hacia el puerto, completando
el escenario para realizar la más importante invasión del reino.
Adentrándose, Sisobek descubrió que la ciudad parecía desierta y le entró el miedo.
Podía ser cobarde, pero no era tonto, y su corazón le decía que se preparaba una
emboscada. Los escribas empezaron a pregonar su presencia a gritos por las polvorientas
calles.
-¡El perhó de Nekeb exige la presencia del jefe de la casa mayor de esta ciudad!
-coreaban- ¡El perhó de Nekeb exige la presencia del jefe de la casa mayor de esta ciudad!
Tensos y excitados, entraron los hombres en esa ciudad extraña, sensación
exacerbada por la fantasmagórica soledad del lugar. Desconfiados, continuaron la marcha
en busca del jefe de la casa mayor sin dejar de observar las casas elegantemente
construidas, con aristas biseladas y pintadas y los pequeños monumentos y santuarios que
adoraban a bueyes, escarabajos, aves y otras bestias.
-Han huido hace poco -se dijo Sisobek, al notar la forja aún humeante.
El grupo, en tanto, identificó la casa mayor. Custodiaban el pórtico del edificio dos
espigadas estatuas de basalto, un hombre armado con una rama de papiro y una figura
humana con cabeza de ibis. Ambas efigies flanqueaban una gigantesca puerta de cedro
libanés de dos hojas exquisitamente labrada con imágenes geométricas que convergían en
el centro, donde se separaban. Tras la entrada se levantaba el edificio, casi de la mitad de
altura que el perhó de Nekeb, en cuya arista superior sobresalía un dintel ondeado con una
primorosa franja roja. En las esquinas superiores, pequeños obeliscos monolíticos, muy
pesados, portaban banderas flameando orgullosas o soberbias el dibujo de una planta de
papiro. El macizo inmueble, teñido de blanco, carecía de ventanas y lucía como un bloque
arrogante, un insulto al Loto, según pensaron los invasores. Tenues grabados decoraban el
muro central, con dibujos de hombres cargando bloques de piedra, sembrando la tierra o
desplumando gansos, y barcas navegando, entre otras representaciones. El frontispicio de la
casa mayor tenía un balance de color, forma y distribución que causó una honda impresión
en los soldados. Se detuvieron en seco, abrumados por la imagen imponente de la casa y de
sus sobrenaturales cancerberos.
Repuestos del impacto, los escribas retomaron su pregón.
-¡El perhó de Nekeb exige la presencia del jefe de la casa mayor de esta ciudad!
Nada. Rompía el silencio solamente la voz de los escribas.
-¡El perhó de Nekeb exige la presencia del jefe de la casa mayor de esta ciudad!
Se miraron unos a otros. Sisobek, asustado hasta los huesos, iba a proponer que
dieran media vuelta y regresaran.
-En fin -dijo, en un hilo de voz-, no parece haber nadie. Tal parece que debemos
regre…
De súbito, sintió que el mundo entero se volteaba. Un destello feroz nubló su vista y
se sintió girando en un torbellino inexplicable y doloroso, con centellas de colores
burlándose de su incomprensible situación, y cuando logró estabilizarse, con dificultad
reconstruyó la realidad que le rodeaba.
Tendido en el suelo, a su lado, yacía uno de los escribas sobre un charco de sangre
que manaba de su cráneo. Paralizado, comprendió que los estaban emboscando.
Temblando de pánico, logró arrastrarse junto al cuerpo yerto del escriba, mientras
veía a los soldados tratando de defenderse de la lluvia de flechas y grandes pedruscos. Muy
cerca de él, uno de sus hombres esquivaba con fiereza las embestidas con su escudo de
cuero, hasta que una pedrada certera lo dejó indefenso y otra le partió la cabeza,
tumbándolo justo a su lado.

-67-
-¡Emboscada! ¡Cubrirse! ¡Cubrirse, por Seth! -gritó un soldado.
Caían como moscas alrededor de Sisobek, que no atinaba sino a lloriquear,
acurrucado e inmóvil, haciéndose pasar por muerto, pero cuando otro joven soldado cayó
cerca de él atravesado por varias saetas, no resistió más y se desmayó.
Dier, que esperaba con su destacamento especial en las puertas de Deba, oyó los
gritos, y en el acto resolvió entrar junto a su grupo personal. Con los brazos en alto dio la
orden a los vigías ubicados a distancia, hizo correr la voz para que el destacamento del otro
lado penetrara en Deba con premura. Igual hizo para los soldados que aguardaban en la
barca amarrada al puerto de la ciudad.
La invasión había comenzado.
Desde varios puntos de las afueras de Deba, contingentes de treinta o cuarenta
hombres armados marchaban con paso redoblado. Los del puerto, tras bajarse, pegaron
fuego al molo y se internaron por las callejuelas hacia el centro.
Poco se demoraron Dier y los generales de cada destacamento en percatarse de la
ausencia de soldados enemigos en la ciudad. Prosiguieron su marcha hasta que alcanzaron
la plaza donde se encontraba la embajada de Sisobek. Allí se encontraron los varios grupos
de soldados que penetraron la ciudad por los cuatro costados. El espanto se apoderó de la
soldadesca al descubrir los muertos. Dier, sin embargo, los espabiló prontamente.
-Abre esa puerta -ordenó, con la voz firme y la adrenalina repletándole, mientras
apuntaba al edificio que se erguía a un costado de la plaza regada de sangre.
Unos cinco soldados se acercaron corriendo, aunque instintivamente redujeron la
marcha al pasar junto a las enormes figuras de piedra que guardaban el templo. Respetaban
hasta el límite del pánico los graves monumentos, como culpándolos de batir a la embajada
del general Sisobek. Al alcanzar la puerta, la vieron firmemente cerrada por dentro, y no
parecía posible abrirla.
Aun sin tener noción estratégica alguna, a Dier se le ocurrió que la plaza, pequeña y
rodeada de estructuras, resultaba un lugar peligroso en caso de un ataque enemigo.
Mientras analizaba cómo afrontar esa situación, ordenó a un grupo de hombres rodear el
edificio en busca de otro acceso.
-¡No abre, visir! -informó nervioso uno de los soldados que empujaba repetidamente
la gran puerta con el hombro.
-¡Préndele fuego! -gritó uno de los generales.
En ese instante, asomaron los soldados de Deba armados con grandes piedras y
flechas punzantes. Acorralado, el piquete de Dier recibía flechazos y pedradas desde los
techos de las casas colindantes.
Cundió el pánico y la desorganización confundió a los hombres de Nekeb, que caían
diezmados sin opción de defenderse. Aquellos que lograban escapar por donde habían
entrado, caían alcanzados por los ataques de los soldados locales.
Dier intentaba ordenar sus tropas exigiéndoles agruparse detrás de las estatuas, pero
pocos le prestaron atención. Entonces cogió a un par de generales y les ordenó instruir la
huida hacia los monumentos.
En medio de la andanada de proyectiles, algunos pudieron parapetarse tras las
monumentales efigies de piedra del templo, entre ellos Dier, quien pudo ver con horror
desde allí el resultado de la emboscada: la plaza plagada de muertos y heridos. De los
quinientos hombres que entraron en la ciudad, tan sólo ciento cincuenta lograron ocultarse.
Todos los demás yacían muertos en el zócalo de Deba.
Una hora después de iniciada la emboscada, Dier conseguía por fin algo de control
sobre el remanente de la tropa. En silencio, trataba de buscar la fórmula para avisar al

-68-
grueso del ejército, pero sabía que ninguno de los soldados podría salir sin ser fulminado.
Entonces, vio al general Sisobek temblando de terror en el centro de la plaza, rodeado por
charcos de sangre y carne muerta. “Está vivo”, se dijo, y en el acto resolvió que si se
arrastraba hasta una palmera cercana podría luego correr para revelar al perhó la situación.
Decidido, se dirigió a sus hombres, exigiéndoles gritar consignas en contra de Deba para
que el ruido ocultara las órdenes que daría a Sisobek.
-¡Malditos cobardes! -vociferó un grupo.
-¡Peleen como hombres! -gritaban otros, levantando los brazos.
Dier aprovechó para dirigirse a Sisobek.
-¡Sisobek! ¡General Sisobek!
En un reflejo propio de quien oye su propio nombre, Sisobek, ya recuperado de su
desmayo, se volteó y pudo ver, a los pies de la estatua del hombre con cabeza de pájaro, a
Dier, que lo interpelaba. Hecho contacto visual y mientras continuaban los insultos y
arengas de los soldados ocultos detrás de los monumentos, Dier dio las instrucciones a
Sisobek. Éste, acobardado, no atinaba a reaccionar. Su visir le exigía abandonar su segura
posición, pero él no se atrevía. Por un momento, pensó hacer creer a Dier que no oía nada,
pero cuando el visir, parapetado detrás del gigante con cabeza de ave, lo amenazó con una
flecha, comprendió que debía intentarlo. Al terminar, le ordenó tajantemente:
-¡Arrástrate a esa palmera!
Como ya no necesitaba el ruido, Dier los hizo callar. Ordenó a un grupo arrojar
flechas hacia los techos y asomar los escudos desde los pies de los monumentos para
distraer a los enemigos y dar a Sisobek la posibilidad de cumplir la estrategia.
-¡Ahora! -vociferó a los soldados- ¡Ahora! -ordenó a Sisobek.
Al tiempo que los soldados se asomaron y arrojaron flechas -algunos cayeron
muertos o heridos-, el general hizo acopio del poco coraje de que disponía y comenzó a
moverse, muy lentamente al principio y, al percatarse que nadie lo atacaba, se apuró.
Finalmente, se levantó y salió rengueando pegado a las paredes de las casas de la ciudad.
“¡Excelente!” se dijo Dier. Aliviado, decidió negociar con el enemigo, confiado que
muy pronto el poder de Nekeb caería sobre la ciudad.
-¡Negocia, extranjero! -gritó Dier, haciendo bocina con las manos.
-¡Todos morirán, embustero! -aulló una voz enemiga desde algún techo.
-¡Negocia, extranjero, te conviene!
-¡Deba del Río no habla con criminales, embustero! -espetó la voz.
-¡Te conviene, extranjero! ¡Mi país es poderoso! -insistió Dier, a quien en realidad
poco le importaba el diálogo, puesto que en poco tiempo un millar de soldados
embravecidos, dirigidos por el más grande general del mundo, entraría y pondría las cosas
en su lugar.
A Sisobek le temblaban las rodillas. Orinado, mareado y presa de un miedo colosal
logró salir de la ciudad. Corrió como perseguido por un leopardo hasta encontrarse con los
barcos y soldados que aguardaban medio kilómetro al sur.
El perhó lo distinguió desde la cubierta de su nave. “Sisobek viene solo”, balbuceó
con pavor frío.
Jadeando, el general se prosternó. Ity aguardó unos segundos a que el exhausto
general se repusiese, y luego lo apuró a hablar.
-Muertos… oh dios…yo lo intenté… todos muertos.
Los ojos del rey fulgieron de asombro y horror.
-¿Muertos? ¿Todos? -preguntó en un hilo de voz.
-Sí -respondió en un soplido el general.

-69-
-Por los Padres. Todos muertos -Ity dio un paso atrás, con una mano pegada en el
pecho desnudo.
-Oh, dios, ha sido horrible -habló ya repuesto Sisobek-. Hemos sido emboscados.
Nos atacaron. Eran miles, no sé. Mientras yo intentaba arrastrar a los heridos a algún lugar
seguro, llegaron los demás, incluido tu… tu… -se detuvo. Sabía que lo que seguía sería un
duro golpe para el perhó.
-Habla, Sisobek de Ehdú -ordenó con los ojos desorbitados Ity.
-Incluido tu visir, Dier de Nekeb. Han entrado todos a una plaza cerrada. Les grité
para que salieran, pero empezaron a caer flechas, piedras, ¡oh, dios, ha sido horrible!
¡Perdóname! -lloró Sisobek, invadido por el miedo y porque mentía descaradamente, a
sabiendas que su mentira condenaba a muerte a cientos de hermanos, incluido al visir de
Ity, Dier de Nekeb. Temía que, al decir la verdad, Ity le obligara a acompañarlo en una
acción de represalia, puesto que él ya conocía Deba y podía guiarles; sentía que todo el oro
o la gloria, aun una deificación habrían sido vanos a cambio de volver a esa ciudad maldita,
en cuyo corazón vivían dos gigantes de piedra que mataban extranjeros como quien pisa
hormigas. Por otra parte, oyó a Dier negociar con el enemigo, pero la respuesta había sido
categórica -todos morirían- ¿Qué posibilidad tenían esos ciento y pico de hombres de salir
con vida, incluso si el perhó iba a su rescate? “Ninguna”, se convenció.
El rey-dios se dejó caer pesadamente en su asiento. La carga de la infausta noticia se
precipitó sobre sus hombros como un bloque de piedra, abatiéndole. Sus pensamientos
divagaron hacia Dier, su visir y amigo. ¿Qué mensaje habrán dejado sus ojos muertos e
irrecuperables en esa tierra que le quitó la vida? Tenía que recuperar su cadáver para
prepararle el funeral de rigor; si no, erraría eternamente por ese mundo intermedio en el que
tu dolor no se detiene y la angustia te persigue. Su piel se erizó al pensar en ello.
Después de la muerte de Senbi, su segundo padre, recordó la llegada de Dier, su
sacerdocio, sus consejos. Le acompañaba en cacerías, rezos y mientras gobernaba el país.
Ahí estuvo cuando hubo dificultades, cuando hubo escasez. Dier había sido para él un
hermano mayor. Y ahora se preguntaba “¿muerto ya?”.
Sisobek, por su parte, acababa de descubrir una herida superficial en el cráneo y
había sangrado. El miedo lo había protegido del dolor, pero ahora, mirándose los dedos con
sangre, comenzó a sufrir sollozando calladamente, sin identificar claramente si le dolía la
herida o la traición.
En cuanto el perhó logró reaccionar, salió del barco y se dirigió corriendo hasta
donde se reunían los generales de los destacamentos que esperaban fuera de la ciudad.
Sorprendidos por la regia presencia, se hincaron respetuosamente y le escucharon demandar
consejo. A los cinco generales les costó digerir la trágica noticia, hasta que el general Ohté,
con sus ojillos grises y manos sudorosas, se pronunció mirando a Ity.
-Ataquemos.
-Sí, ataquemos -insistió otro.
-Tenemos fuerzas como para cobrar a nuestros hermanos, Pe -repuso el primero,
más seguro luego de ser apoyado-. Mil hombres, serán suficientes.
El shoshiq que lideraba un destacamento de veteranos, un hombre bizco y con
severas quemaduras en la mitad derecha de la cara, miraba quedamente a los demás, como
si en algún par de ojos hubiera una respuesta para él. Como no atinara pronunciarse, el
general Ohté se apuró en hablar.
-Peguemos fuego a las casas. Así los obligaremos a bajar y pelear cuerpo a cuerpo.

-70-
-Luego atacamos -completó otro. El shoshiq movió la cabeza en gesto de
reprobación, pero nadie se percató. Sólo pensaban en vengarse, escalando ese cerro que
suele llevar a la ira irracional.
-Un plan efectivo -apostilló transpirando Ohté, ahora inflado por el orgullo-.
Ponemos los propulsores detrás de los escudos; arrojamos una lluvia de fuego sobre los
techos e inmediatamente corremos sobre los que caigan.
-Será la batalla por Aa-najtu, la victoria, en Deba -completó triunfal Petuk.
Ity, que se había limitado a escuchar, prestó atención al quemado oficial. Éste seguía
desaprobando en silencio la idea. Alzó su mano para callar a los demás e, indicándolo, le
exigió hablar. Sin saber si había encontrado las palabras, el veterano shoshiq sentenció:
-Cargar de nuevo será un error.
Los otros murmuraron con gesto de rechazo. Ity los silenció de nuevo y el shoshiq
prosiguió.
-Están prevenidos, Pe, y no sabemos cuántos son. Conocen sus tierras y su pueblo.
Hay otra cosa, además -se interrumpió para acercarse a Ity y hablarle al oído- Pe, tú sabes
lo que dicen los Padres sobre cometer una matanza.
Éste, enfadado, lo miró con rechazo. Ahora no hubo murmuraciones. Todos
esperaron la reacción de Ity. Éste sopesó las palabras del shoshiq quemado un instante, pero
los recuerdos de su amigo y la imagen de la plaza bañada en sangre lo convencieron.
-No -le respondió-. Prepararemos el ataque.
-Danos tres días -intervino Ohté-. Tres días para preparar la tropa, dar las
instrucciones y repartir los mandos. Esta vez tendrás generales capaces y una fuerza
suficiente para doblegar al enemigo.
-Será en tres días -confirmó Ity-. Con la ayuda de Seth, saldremos victoriosos. Exijo
el cuerpo de Dier.
Sisobek, en tanto, no encontraba la paz. En sus noches desesperadas lo invadían los
demonios de su cobarde acción, persiguiéndolo por un desierto de arena ardiente donde lo
esperaba Dier, gigantesco, pétreo, blandiendo una espada poderosa. Afiebrado, se revolvía
en su camastro. Su corazón se oprimía al pensar en las consecuencias de su mentira. ¡Y
encima le había mentido al perhó! Ese sueño le parecía venido directamente de la fuerza de
su rey, que lo incriminaba. Despertaba varias veces sudando helado y con los latidos como
tambores en su pecho agitado. “Pe lo sabe”, musitaba paranoico, buscando por todas partes,
sin fijar la mirada en ningún sitio en particular, como quien teme ser espiado. En un
momento pensó en quitarse la vida, lanzarse al río o cortarse él mismo la garganta, pero ni
para eso tenía coraje. Acurrucado entre sus mantas, deseó con fuerza que el sol ese tercer
día no se levantara y la venganza del Dier de piedra no cayera sobre él.
Para su desgracia, el sol asomó el día señalado. El rey decidió dirigir las acciones, y
comandó los mil hombres disponibles, que ya habían desayunado leche tibia de las reses,
higos secos y miel.
Reunidos los cinco generales y el rey, se dispusieron a planear el ataque. Comenzó
el general Ohté, moviendo sus manos mojadas en sudor.
-Rey, moveremos dos grupos, uno por cada entrada a la ciudad -rayaba la arena con
una varita-. Sólo usaremos estos dos accesos.
-El puerto ya no sirve -añadió otro. Continuó Ohté.
-Cada contingente compondrá una línea de dagas y escudos protegiendo a los
lanzadores, que van en tres líneas. Dispararán flechas ardientes. Detrás, los gruesos de
infantería. Separaremos los destacamentos en dos por cada entrada, así cada uno de

-71-
nosotros comandará las cargas. El quinto general y el rey -hizo una brevísima pausa,
carraspeando-, y el rey tendrán los grupos de respaldo.
-Llama al general Sisobek -dijo Ity.
-Debemos poner postas, diez al menos -continuó Ohté.
-Cuatro portadores de fuego por grupo -dijo el segundo general.
-¿Falta algo?
-¿Desayunaste, Petuk?
Antorchas clavadas en la tierra ardían en varios puntos del campamento, junto al río.
Una espectral forma delineaba etéreas siluetas de los cientos de hombres. Apostados
ordenadamente al frente de sus respectivos generales, los soldados permanecían listos para
la revisión del rey. El sol ahora salía blanco y poderoso, reduciendo a fútiles lucecillas las
teas sostenidas por los portadores de fuego. Los estandartes ondeaban apenas, pues la brisa
escaseaba. Haría calor ese día.
“No habrá perdón para los errores”, se dijo Pe Ity. El oleaje del río se detuvo y
parecían incluso los elementos deseosos de retener en la memoria ese instante, una víspera
o la ensoñación de un mundo que cambiaba en las manos empuñadas de los hombres que
abrían la temporada de la guerra entre naciones, época que reverberaría por siempre en la
historia de la humanidad. Quizá nunca más vería el rey-dios una conquista sin sangre u
odio. Tal vez sería, a partir de ese momento, que enfrentaría una ruda ley para los países del
presente y del futuro, cuya regla premia vencedor a quien sea capaz de quitar más vidas,
que llevará los tesoros a su hogar, mientras el perdedor deberá levantarse del charco de su
propia sangre sólo para beber la humillación de la derrota.
-Por el texto sagrado -dijo al fin a sus generales.
-Por Seth, dios.
-Por deba-aa-najtu, padre.
-Será por nuestros hermanos. Larga vida al Alto Shemia.
-¡Viva el Perhó! -gritaron los soldados.
Así, esa mañana diáfana y despojada de brumas, nubes y miedos, el ejército del
perhó marchaba cadenciosamente hacia su destino.
Como la vez anterior, nada detuvo el pausado avance de las tropas de Ity hasta las
murallas de la ciudad. Los destacamentos de retaguardia la rodearon, dejando postas
humanas a distancia prudente. Llegados al acceso norte de Deba, gritó el último hombre de
la posta:
-¡Hemos llegado!
El mensaje se transmitió de hombre en hombre hasta llegar a oídos de los generales
del frente.
El general Sisobek, totalmente descompuesto y con los pies pesados como calzando
peñascos, se encontraba junto a Ohté. Muy a su pesar, le designaron como guía de los
soldados, tratándose del único que conocía la ciudad. Ahí estaba él, de nuevo, frente al
lugar que menos desearía visitar, rodeado de cientos de hombres confiados en su sangre
fría. Pero él sólo pensaba en Dier, el visir, quizá muerto, ojalá muerto.
Pe Ity, inspirando el aire tibio y tratando de olvidar las palabras que el shoshiq
quemado le susurrara al oído, ordenó el avance del ejército dentro de la ciudad.

***

-72-
El rey está hincado, solo. Antes, sonreía en ese lugar, pero las risas quedaron atrás
en el tiempo y su presente lo amenaza demasiado como para risas. El gran salón, salvo su
regia presencia, permanece vacío y un ambiente denso se impregna en estatuas, paredes y
muebles, como prediciendo el destino en estas amargas horas. Sus dos manos asen con
cariño el libro con las instrucciones para los Padres. Musita la lectura.
-Dioses de la otra vida, escúchenme, ruego. Uadyet, diosa, te imploro.
Sus murmuraciones piden la presencia de soldados divinos, fortaleza suprema para
sus combatientes y seguridad para los habitantes de su tambaleante país. Un tenue reflejo
brilla en el brazalete dorado del rey, que pese a la hora dura no tiembla. La convicción de
años de bravura y compromiso han curtido un espíritu por sobre todo reacio al miedo.
Parece sonreír, aunque es el gesto de su rostro, pálido porque las horas se llueven por todo
el templo, anunciando una caída memorable. Esto, al menos, pide a los dioses.
Baja la tarde y los espejos bruñidos al interior de la inmensa estancia dejan de
iluminar, provocando una oquedad en todas las imágenes. El rey las mira de reojo, mientras
prosigue su plegaria. Siente una presencia superior, aquella señal que siempre ha
acompañado a estos recios hombres por su singular travesía, con la cual afirman su
superioridad frente al mundo y su hostil e indómita naturaleza. Sin miedo, mas con respeto
solemne, posa el Libro de los Sueños y las Oraciones sobre su regazo y extiende los brazos
para atrapar algo de la gloria del santuario esta tarde gris, de la que huyen raudos todos los
colores del mundo.
Termina de leer el Libro de los Sueños y baja la cabeza. Medita. Cree que este
mundo nació por los dioses como regalo para los hombres, y que éstos dictan un curso a él,
caótico al principio. “Dejaré una gran civilización”, piensa. “Mi país es hermoso, mi gente
lo es. Su veneración por nuestros dioses no merece el castigo que merece el fraudulento, el
canalla. Padres, si sus corazones conservan algo de amor por este pueblo, abran pues sus
oídos”.
Un sirviente prende antorchas alrededor del recinto, sin entrar por respeto al diálogo
sobrenatural que tiene lugar en el sagrado templo del perhó. Temeroso de la ira del dios que
conversa con los dioses, evita entrar al santuario y trota al edificio administrativo, donde los
generales se reúnen y posiblemente sí requieren su presencia.
El rey se levanta. La oscuridad de la noche se filtra por doquier en el templo sagrado
de la diosa cobra Uadyet y del chacal Anfu que cela esa oscuridad. “Son Usir y la Hora los
que solamente llegan”. Lava su rostro en la pila de agua y sale del templo rumbo al edificio
administrativo para afinar los detalles de la resistencia. Va más tranquilo en su espíritu,
aunque los dioses no le hubieran respondido su ruego. Se las batirían solos esta vez.

***

Pe Ity tenía seis hijos, cuatro niñas y dos varones, pero sólo tres de entre todos
parecían dignos de sucederlo en el trono.
Su primer vástago, una hembra, creció demostrando inteligencia y fortaleza de
espíritu. Netikerty parecía labrada por un artista. Sus ojos almendrados como los de su
abuela Ihé, la nariz recta y los labios generosos destacaban dentro de un rostro circular
como la luna apoyado en un cuello de garza. Maquillaba hábilmente su faz resaltando los
rasgos favorables y ocultando los desperfectos. Su cuerpo, sólido como el mármol, gozaba
de una resistencia comparable a la de los varones, con quienes competía en las cacerías o
construyendo murallas. Aprendió rápido el oficio de escriba y oraba con destreza. La
instruyó Sispeh, el general de la guerra que fuera relegado por Dier, el visir del reino.

-73-
El segundo hijo, Sikhu, delgado y enfermizo, tenía esa clase de inteligencia que
creemos sobrenatural y un ánimo amargo. Con siete años de edad había dirigido una gran
cacería de hienas, atrapando con precoz habilidad la extraordinaria cifra de nueve piezas,
acompañado apenas por tres cazadores. El Consejo le oponía dura crítica: su talante
siniestro y la postura desdeñosa lo convertían en un muchacho difícil de tratar. Pocas veces
sonreía y muchas castigaba, demostrando que conocía el poder y lo usaba sin medida.
El tercero representaba todo lo que Sikhu no poseía. De mirada diáfana, Thaqotep
parecía iluminar los lugares que recorría. “El pasto crece por donde camina”, decían de él.
Esta frase, usualmente dirigida a Ity, configuró en el pueblo marcada predilección por el
príncipe. Alegre y bonachón, desairaba los excesos de la alta clase y se condolía con la
dureza del trabajo de la tierra, por lo que se unía a los trabajadores para aligerar la carga,
asunto mirado con recelo por su padre. Ity se quejaba con frecuencia por la magnanimidad
de Thaqotep, asegurando que tal actitud le impediría regir los destinos de su país.
A los demás niños no parecía seducirles el poder. Al menos Pe Ity pensaba que la
fuerza sanguínea de esos mozos se develaría más adelante, aunque sería demasiado tarde,
pues el nuevo Perhó habría sido nombrado para entonces.
Estos pensamientos invadieron al rey en un momento decisivo. Se encontraba
dirigiendo la represalia contra Deba, una ciudad considerada maldita, que usufructuaba del
Misterioso en una región lejana del hogar y no podía dudar. Disponía de un millar de
hombres que se adentraban por las callejuelas de la ciudad, ansiosos todos por encontrarse
con el enemigo y batirlo de una vez.
Sisobek guió a Ohté y al destacamento principal hasta encontrarse con los dos
gigantescos monumentos de piedra que protegían la casa mayor. Pálido y sudoroso, Sisobek
se agitaba blando frente a las figuras que le persiguieran en los sueños de sus afiebradas
noches anteriores.
-Ahí es -señaló al general Ohté, como sugiriendo que hasta ahí llegaba su
participación en ese acto, tironeando para largarse del lugar.
Sin saber si en la plaza permanecían los muertos del ataque anterior, el general Ohté
comandó la distribución de las fuerzas como estaba planificado: una sola línea de dagas con
escudos, detrás de la que se disponían tres líneas de propulsores, escoltados por braseros
con fuego fresco para prender las flechas. Más atrás, los soldados, en franco desorden,
permanecían nerviosos esperando su entrada en el escenario, premunidos de dagas y sin
escudos.
Usando las postas, Ohté instruyó a los shoshiques del otro lado de la ciudad para
ordenarse de igual manera. La escena parecía un cuadrado perfecto con la plaza de Deba al
centro y en un vértice la casa mayor. Los lados del cuadrado estaban repletos de soldados
sureños con flechas ardientes, porras y dagas. Bastaba la orden de disparar y comenzaría la
carga. El fuego forzaría a los defensores a ofrecer pelea. La espera tensaba los músculos y
calentaba la sangre.
Acompasadamente, los grupos se establecieron alrededor de la plaza sin entrar en
ella, como agua ante el dique. Apretados detrás de los escudos de la primera línea, los más
retrasados aguardaban impacientes. Se alinearon en silencio los escudos y se alzaron las
dagas. Los portadores de fuego caminaron entre las líneas de flecheros mientras éstos
encendían sus saetas. El general miró alrededor esperando que todo estuviera preparado.
Los portadores salieron de las líneas. Asintieron al general. Estaban listos.
-Disparen -dijo el general Ohté sin emoción alguna, como si hubiera pedido agua,
apretando su ansiedad.

-74-
Arcos humeantes se dibujaron en el cielo, trazados por pequeñas bolas ígneas que
ardían en su trayecto hacia los techos. El cuadrado ahora se llenaba de humo y fuego.
Desconociendo si la primera oleada había resultado, Ohté ordenó una segunda carga
de flechas ardientes.
-Disparen -repitió con igual neutralidad en la voz.
De nuevo los arcos, de nuevo el fuego. Esta vez, sin embargo, se oyeron voces.
Gritos. Chillidos. Gente cayendo, rodando.
-¡Paso a las dagas! -grito Ohté animado por el ruido de voces. Ahora empleó un
tono definitivo, como riéndose. Los demás comandantes ordenaron lo mismo y se hicieron
a un lado. Ohté buscaba un promontorio para ver bien.
La masa informe de soldados corría con sus escudos al frente, convergiendo con los
demás grupos en la plaza mayor. Las postas funcionaron perfectamente. Los propulsores se
mantuvieron quietos.
Efectivamente, y como estuviera predicho, los defensores de la ciudad de Deba se
habían dejado caer de sus altos refugios, muchos de ellos convertidos en piras humanas,
aullando de ardiente dolor. Los demás, armados con largas dagas, se arrojaron al centro de
la plaza, dispuestos a dar la vida por su ciudad. En total, se reunieron no más de doscientos.
Chocaron, finalmente, el cuerpo sólido de defensores de Deba, apisonado al medio
de la plaza contra la marea humana de soldados del Loto. Al principio, resistieron bien los
debanos. Sus afilados cuchillos repelieron las reiteradas cargas de los sureños, forzándolos
a huir malheridos fuera de la plaza. Las olas se sucedieron dos, tres, cuatro veces. Dos, tres
y cuatro veces las rechazaron los locales con la energía del que defiende su propiedad. Los
soldados del sur entraban en la plaza y salían lastimados rápidamente sin lograr abrir una
brecha. En vista de la situación, uno de los generales, que había logrado moverse hasta
Ohté, le sugirió usar las fuerzas de la retaguardia. El general, ya acomodado sobre un
pequeño monumento que le permitía ver desde cierta altura, accedió.
Una posta llamó al Perhó. Éste, informado del desarrollo del ataque y previendo la
necesidad de la presencia de las fuerzas adicionales, ya había entrado en la ciudad con los
restantes trescientos hombres.
Al mediodía, cuando el disco solar había removido cualquier señal de humedad en
el cielo, Pe Ity, el general máximo, entraba en la batalla. Frente a su grupo, ordenó a su
tropa entrar en acción. Muchos se creyeron invadidos por una fortaleza superior a la de este
mundo, como si el llamado de su dios les significara recubrirse de un aura divina. La piel
de los muchachos se erizaba, algunos llenaron sus ojos de lágrimas, apretaron los músculos
y, envueltos en sagrada energía, prorrumpieron en la plaza como una oleada fogosa e
irrefrenable, como el Misterioso hecho carne, que barría los elementos de la naturaleza sin
gastar esfuerzo.
La arremetida resultó breve y sangrienta. Pasaron por las armas a todos los
defensores de Deba. Los doscientos aguerridos hombres de la ciudad dejaban como pago su
sangre regada en el suelo, fulminados por el rayo supremo de la deidad viva que los
asolaba.
Ity entró en la plaza caminando, escoltado por shoshiques robustos, manchados de
sangre. Junto a él, un escriba intentaba narrar los hechos tal como los encontró al final del
combate, teniendo por protagonistas a los cerca de seiscientos soldados del Alto Shemia
que quedaban en pie, dispuestos en un amplio círculo dentro del que nadie habría
encontrado un cuerpo íntegro, como si hubieran diseminado trozos de carne en el suelo. Los
estandartes yacían pisoteados y bañados en sangre, las flechas partidas se hundían en
cuerpos yermos y el fuego ardía en las construcciones del contorno de la plaza.

-75-
Ahora, la orgullosa puerta de cedro de dos hojas de la casa mayor lucía vejada y
desencajada de su quicio. La hoja derecha estaba tumbada y la izquierda pendía oblicua,
permitiendo que la luz y el humor de la muerte accedieran al edificio, vacío. El cuerpo de
Dier no estaba.
La invasión había terminado.
Desde una colina al norte de la ciudad, un espía de Wosret completaba sus apuntes
y, sigiloso como en toda la operación, dio media vuelta y regresó a Busiris con un completo
informe de la conquista del Loto.
“Oh, dios de Nekeb y de todo el Alto Shemia, tú, que has movido la justicia más
allá de las fronteras del mundo, te digo: deba-aa-najtu”, terminaba su texto el escriba.
Imágenes pulcras de una acción militar perfecta se dibujaron en Nekeb, la ciudad
capital del reino del Alto Shemia, labradas con delicadeza por artesanos hábiles. En sus
obras dibujaban a un enorme y delgado jefe blandiendo un bastón curvado en cuyo extremo
pendía una hoja de loto, sometiendo a un grupo de diminutos personajes sin rostro, que
pedían inútilmente misericordia al gigantesco rey-dios. Se levantó un formidable
monumento que representaba a una cobra sobre un pedestal, y descripciones de la batalla
junto al edificio del perhó en Nekeb, con el que se conmemoraba una gran victoria del reino
que derrotó a un enemigo hostil que una vez intentó humillar a la orgullosa nación.
El rey exigió la presencia de Sispeh, en privado.
-Mi felicidad es completa, puedo ver a mi dios -dijo el general prosternado frente al
trono en el que estaba sentado Ity.
-No has sido llamado para venerar a tu dios. Habla como el hermano que fuimos
alguna vez, al hombre que crees que soy -dijo con languidez el rey.
La inclinación de Sispeh, convertido en un hombre robusto y de amplísimas
espaldas, parecía un poco torpe; confundido, lentamente se incorporó y, con el gesto
evidente del que desconoce la respuesta, miró a su dios.
-Ven, Sispeh, necesito hablarte. Siéntate a mi lado.
-Mis oídos escuchan tu voz divina -Sispeh se sentó temeroso, como si la silla lo
fuera a morder. Seguía creyendo conveniente mantener el tono reverencial.
-No. Háblale al hombre. Estoy destrozado -repuso lacónico.
Poco a poco, el general de la guerra despojado de sus deberes, se acomodó en la
silla junto al trono, comenzando a entender lo que el rey pretendía.
-Ha sido horrible -dijo Sispeh, preguntando más que comentando.
-Todo lo que es valioso en este mundo lo he perdido allí -los ojos del Perhó estaban
inyectados-. Hemos matado a mucha gente. Pude ver el sufrimiento en los cuerpos
mutilados de mis enemigos. Fui prevenido por un shoshiq. Me dijo que masacraríamos
gente inocente y bravía, que conquistaríamos una ciudad matando a sus habitantes. Ha sido
la profecía, estuve ciego. Y… -el dios se interrumpió para llorar como un niño. Sispeh, más
confundido ahora sobre qué debía hacer, tentó a ceñir a su amigo. Se fundieron en un
abrazo profundo.
Al cabo de unos minutos sollozando, el rey dijo:
-Oh, hermano. Perdí a Dier -entrecortaba las palabras-. Perdí la dignidad. Maté
hombres como se matan insectos. No soy justo, soy malvado. Mi padre también dudaba de
esto.
-¿Dudaba? -susurró tímidamente Sispeh.
-Sí -le contestó entre sollozos-, de la profecía. Al principio me enseñó cómo seguirla
-su voz se aclaraba-, lo importante que era. Es tu objetivo, me decía, un objetivo al que no
puedes renunciar, y con el que guiarás la grandeza de Shemia.

-76-
-Lo sabemos, rey. Senbi y tu padre nos encomendaron esta misión.
-La grandeza de Shemia -repitió Ity-. No creo que haya grandeza en lo ocurrido el
Norte. Deba-aa-najtu le llaman. Le llaman una victoria. Por esa profecía lo parece, pero no
lo es. Mi padre, el dios, dejó de mostrarse confiado en ella, y la ignoraba.
Ity se repuso. Secó sus lágrimas con el dorso de la mano y con los ojos inyectados
miraba a Sispeh. Tragó teatralmente.
-Él tenía un papiro. Usualmente le veía escribir en ese papiro. Una vez intenté
leerlo, pero tenía símbolos desconocidos, de otra lengua. Apenas pude comprender.
Se detuvo. Meditó largamente sin mirar más que el vacío del salón. Sus recuerdos
flotaron. No tenía más de doce años y se encontraba solo en la habitación. Había poca luz
en el cuarto. Un camastro ancho de plumas de ganso dominaba el lugar, sobre el que
descansaban unas mantas coloridas y un par de almohadones. En una de las paredes se
engarzaba una repisa, de la que colgaba un carcaj sin flechas. Bajo el aparador había
ropajes mal doblados. Ihé había sido exiliada hacía unos años. Junto a la repisa, había otro
mueble encima del que se amontonaban tres jofainas, unos paños de lino y dos hermosas y
pequeñas estatuas de bronce, una representando una espléndida garza con las alas abiertas y
la otra un toro con las veintinueve marcas sagradas de Hepu. Al otro lado de la cama había
una mesita de madera robusta y bien tallada, sobre la que se esparcían un frasco de múrex,
algunos palitos, unas fichas de mehen y otras cosas que no distinguió porque su atención
recayó sobre el papiro que yacía bajo todos los objetos, con uno de sus extremos
casualmente enrollado. Las imágenes entintadas le parecieron ininteligibles. Pensó que
podría ser por la oquedad de la pieza, y se acercó para mirar mejor. Verificó que,
intercalados entre los extraños signos, asomaban palabras, frases enteras, que con el escaso
vocabulario aprendido hasta entonces pudo comprender, y lo examinó.
Sobresaltado y creyendo que se había equivocado, releyó las partes que entendía.
«Mentira enorme… no serán mis hijos los que (seguía un símbolo que tenía tres triángulos
dibujados horizontalmente, muy delgados)… pero sí los suyos… (un largo tramo ilegible)
la profecía… invención… seguir (o “andar”, no lo sabía bien) con los dioses de su lado, es
imposible todo el daño y todo el bien que he obrado, con todo lo que ella nos ha unido (¿a
todos?) nosotros. Oh, Renpet, tu eternidad me espera y en ella me solazaré con este
crimen… (más líneas incomprensibles) será la verdad».
¿La profecía, una mentira enorme? ¿Se trataba de una invención? ¿Había acaso la
profecía causado daño y bien? ¿Por eso Thak había dejado de hablar con Ity sobre la
profecía? O tal vez se refería su padre a la expulsión de Ihé. Lo ignoraba, se confundía,
quiso hablar con Thak pero éste porfiaba con sus evasivas. Nunca supo la verdad de ese
papiro, jamás pudo leerlo otra vez y desconocía el paradero del documento.
-Apenas pude comprenderlo, pero después de deba-aa-najtu siento que mi padre
tenía algo que decir acerca de la profecía, y no lo dijo todo. ¿He errado? Sispeh, debes
decirme, ¿he errado? -repletos, los ojos del rey se desbordaron y éste volvió a llorar con
total desolación.
La casa mayor, el perhó, estaba en silencio. Sólo Ity y Sispeh permanecían en el
gran salón, abrazados. El día tocaba a su fin y debían comenzar los ritos religiosos que
agradecían al sol la jornada vivida, al Misterioso su benevolencia y generosidad, a Seth el
orden en la vida de este lado, y a los animales fabulosos el cuidado de las almas en el otro.
A todo ello agradecían a diario los miles de habitantes del país, incluido a su Pe, quien se
sentía abandonado y marchito. Su llanto infantil le trastocaba el rostro hasta devolverlo a
esa edad en la que uno pide al padre.

-77-
Sispeh, emocionado, retenía el cuerpo vibrante de su monarca y amigo, creyéndose
afortunado por la oportunidad de resarcirse de una relación quebrada. Entregado a esa idea,
se sintió sucio y ruin. Se quiso ver a sí mismo deleitándose por un mísero triunfo, que
cambiaba por una tragedia que sumía a su amigo en la más extrema desesperanza. Intentó
remover esos pensamientos de su corazón, pero íntimamente acogía el abrazo lastimero
como un pequeño paso hacia la reconciliación.
Ity tenía un carácter usualmente infantil pero apasionado. Pasaba de la más alegre
risotada a una ira desenfrenada con extraordinaria rapidez. Sus acciones íntimas y las
decisiones como gobernante se sometían a ese carácter formidable. Él mismo no se
percataba, pero regía su vida por las pasiones, no por la serena contemplación. Juguetón
también, su padre nunca presionó al hijo a que razonara y sólo Senbi, cuando lo tuvo a su
cargo, intentó inculcarle paciencia y dominio, pero eso duró poco e Ity finalmente maduró
con el genio explosivo del que celebra intensamente el amor, la derrota, el triunfo y la
tristeza. “Nunca será sabio, pero sí un gran hombre”, decía el sacerdote.
Sispeh, en cambio, miraba la vida con parsimonia y buscaba en ella la sabiduría.
Aun dirigiendo soldados en campañas exigentes donde las decisiones debían tomarse en
segundos, el depuesto general revisaba sus principios y conocimientos, probaba decantar
las conclusiones de los demás, recordaba las palabras de los dioses y asociaba sus propias
experiencias. Crecer simultáneamente en dos ambientes opuestos le había dado una
amplitud mayor en su mirada y su pensamiento siempre sopesaba esas dos experiencias
diferentes. Sus días en el templo orando y escribiendo, disciplinado en la soledad de los
rollos de papiro y el estudio de los dioses, le regalaron la facultad de observar el tiempo, y
en el campo de entrenamiento o el de batalla pudo poner en práctica ese gobierno personal
que acompaña a quienes persiguen el saber máximo con humildad y perseverancia.
Así, ambos caracteres tan disímiles mantuvieron una larga y profunda hermandad,
propiciada acaso por sus profundas diferencias de estilo, donde cada uno aprendió a
entender y, al fin, a amar al otro, pero también facilitó el distanciamiento porque uno ama
lo nuevo pero a veces sólo porque es nuevo. Sispeh e Ity se alejaron y su amistad se
quebrantó sin posibilidad de recuperarse. En ese abrazo añejo el Pe buscaba algo perdido
hacía mucho, mientras el ex general abrazaba al recuerdo en vez de a un amigo.
Un destacamento completo permaneció en Deba con la misión de limpiar la ciudad,
reconstruir lo derruido y transferir el poder a un jefe de Nekeb, quien se haría cargo de la
urbe. Sin fuerza militar, la ciudad quedaba entregada al designio del Alto Shemia, que dejó
en manos de Sisobek el gobierno local.
Las primeras tareas consistían en rehacer las viviendas incendiadas, refaccionar los
daños a la casa mayor y administrar el cuerpo de paz que aseguraría la vida de los
habitantes de la ciudad. También se designaron los jefes religiosos y de contabilidad, y se
establecieron las tareas comunes del Loto para inocular la forma de vida sureña a la lejana
ciudad capturada.
No hubo resistencia. A lo sumo, algunos debanos se suicidaron escandalosamente
frente al gobernador Sisobek, protestando contra la invasión. Pasados algunos días y,
viendo que los nuevos jefes actuaban de modo comprensivo o, al menos no despiadado, las
muestras de repudio disminuyeron hasta que la paz y el orden regresaron a la ciudad.
El cobarde militar, ahora convertido en administrador de la ciudad, se desenvolvía
con comodidad en su papel político. Sofocó varios conatos de rebeldía con su célebre
elocuencia, y condujo con justicia sus decisiones. Se sentaba confortablemente en su
enorme salón, disfrutando de su posición. Incluso escribió una vez su padre en Nekeb que
«el clima en esta región no es malo, después de todo. Y estas gentes son pacíficas y se

-78-
entregan bien. Rezan ahora todos los días a nuestros dioses y pagan sus tributos con
regularidad».
Sisobek olvidó por completo su traición al visir y a ciento cincuenta compatriotas
porque él no tuvo el coraje para volver por ellos. Olvidó por completo la culpa por la caída
de Dier y sus hombres. Ni siquiera se preguntó qué habría sido del cuerpo del visir, o a qué
lugar podrían haber sido arrojados los despojos de esa gente. Tampoco supo que Ity había
perdido el alma por la barbarie a la que fuera arrastrado. En cambio, invitó a su padre
Sobek a quedarse con él en Deba. El viejo consejero, encantado con la hazaña de su hijo, se
fue sin pensárselo.
El espía se reunió con Wosret un mes después de abandonar la capturada Deba. El
rey de Busiris convocó a su Consejo para describir los eventos.
A Busiris, como a todas las ciudades del Alto o del Bajo Shemia, la dirigía un
Consejo de ciudadanos prominentes, usualmente los más ancianos, dueños de la mayor
experiencia disponible para debatir y resolver las decisiones importantes, compuesto -en
Busiris- por veinticuatro miembros, dos docenas, que se sentaban en la asamblea porque
provenían de las más antiguas y reconocidas familias de la región, privilegio traspasable sin
necesidad de leyes, lo cual los convertía en la clase más poderosa junto al clero.
Habían sido esos mismos ancianos quienes, años atrás, accedieron a la demanda de
Wosret de transformarle a él en jefe de la Casa Mayor, el perhó, de Busiris, porque les
preocupaba la seguridad de su pueblo. Wosret exigía a la ciudad tomar acciones contra un
pueblo vecino donde una severa traición se habría perpetrado. Como el rey había muerto y
él -que no pertenecía ni al clero ni a las familias rancias- disponía de un poderoso ejército,
el Consejo le calzó la toca colorada que lo investía como soberano de la ciudad. Ya
coronado, el flamante rey Wosret desarrolló una vehemente carrera que transformó a
Busiris en capital del Bajo Shemia. No obstante, ambicionaba más y cuando tuvo al país en
sus manos comenzó la campaña para expandirse hacia el sur. Una vez que encontró el
punto de partida del Alto Shemia en la ciudad de Akhbá -donde conoció al sagaz Tiye-,
Wosret activó al ejército de Ity movilizándolo a Deba luego de asesinar a la embajada que
él mismo había pedido al Pe del Loto.
Resultaba que, para la época, Busiris gobernaba el país gracias a su prestigio
comercial y su influencia militar -fortalecida esta última gracias al carácter de su rey,
Wosret-. Sin embargo, desde el punto de vista religioso el país entero mantenía tiranteces
con Busiris. El rey actuaba con respecto al rito de una manera insoportable. Profundamente
ateo, Wosret desdeñaba cuanta ceremonia se realizaba, raramente se lo veía conducir
actividades religiosas y nunca motivó el estudio o la difusión de las creencias
bajoshemianas.
El bastión opositor a Busiris se encontraba precisamente en Deba, lugar considerado
la cuna de la fe del país. Cualquiera que sintiera aversión hacia el rey podía contar con
aliados en esa ciudad, que durante los primeros años de reinado de Wosret mantuvo un
tenso silencio que pronto se convirtió en protesta abierta y ruidosa. Se decía que el rey
conduciría al país a un estado de caos porque no agradaba a los dioses, y Deba reforzaba
esta opinión a través de sus embajadores y sacerdotes.
Wosret acabó detestando a Deba, pero se hallaba impedido de silenciar a sus jefes
debido a la relevancia del asunto religioso, de manera que estimó muy adecuado asesinar a
la embajada de Nekeb en Deba y hacer creer a los sureños que había sido esa ciudad, y no
el Bajo Shemia, quien decidiera eliminar a los embajadores del Loto. Obtenía así el doble
resultado de sopesar las fuerzas de su eventual enemigo y también acallar -o hacer
desaparecer, según cómo resultara el enfrentamiento entre Deba y Nekeb- a sus opositores

-79-
internos. Confiaba, además, que la batalla por Deba desgastaría convenientemente a las
fuerzas del Sur.
El espía de Busiris informó de una fuerza expedicionaria de más o menos dos mil
hombres aparecida desde el sur con destino a Deba. Ity mordía el anzuelo; los datos
recogidos indicaban varias características de la forma de guerrear del Loto. Esta
información le dio a Wosret un buen indicio sobre la real fuerza del futuro enemigo, que
según pensaba, resultaba perfectamente abordable por el ejército del Bajo Shemia.
Prácticamente todo ocurrió como lo había planeado. En efecto, Deba había caído y
quedaría en manos del Alto Shemia, de manera que la ciudad más incómoda para él dejaba
de pertenecer a su país. De otra parte, Deba se encontraba, geográficamente, harto apartada
como para considerarla un punto fuerte en una guerra franca contra el Loto. Además, había
logrado movilizar a Nekeb para medir sus fuerzas y, posiblemente también, esa batalla la
había cansado lo suficiente como para empezar una acción militar contra ella.
Con todos estos antecedentes, se sintió especialmente motivado y convocó al
Consejo de Busiris.
-Es momento de dar el paso siguiente -anunció en la asamblea Wosret de Busiris,
visiblemente satisfecho al comprobar que sus planes se cumplían como lo hubo anticipado.
Se prepararon doce embajadas desde la blanca ciudad de Busiris, hogar del dios
Usir, cada una con un pergamino y diez obsequios. Salieron simultáneamente con dirección
a las doce ciudades principales del Bajo Shemia. Wosret sabía que muchas de ellas
discutirían ácidamente acerca del contenido de las embajadas, pero sabía también que esas
doce ciudades tendrían que acatar las órdenes que el rey de Busiris anunciaba en el Consejo
de ancianos. Las torres cuadradas, astilladas sobre el suelo árido de la ciudad blanca de
Busiris, miraban silentes la partida de las doce embajadas. El rey y su comitiva, soberbios,
miraban desde las albas almenas.
De no ser por Dier de Nekeb, Wosret de Busiris habría cumplido sus propósitos.

***

Al ver salir a Sisobek de la ciudad de Deba, Dier se tranquilizó. Parapetado junto a


unos cien guerreros bajo las estatuas, mantuvo una tensa espera durante toda la tarde.
El cansancio y el hambre empezaban a afectar a los guarecidos soldados cuando al
visir se le ocurrió que podía burlar a los defensores si lograba abrir la gigantesca puerta de
doble hoja detrás de los monumentos de piedra.
Ideó diferentes estrategias, como carreras alrededor de las estatuas, gritos y
lanzamiento masivo de piedras y flechas, para que tres soldados premunidos de dagas
pudieran correr hasta las puertas y cavar un hoyo por el que pudieran escabullirse,
rompiendo la madera y ahondando el suelo. Tal vez encontrarían un lugar más seguro
dentro del edificio y, quizá, una salida del otro lado por donde huir.
Dier abandonó la idea del ataque de Ity al suponer que Sisobek había sido abatido
antes de escapar, y ejecutó su plan. Al caer la noche, el socavón bajo la casa mayor lucía lo
suficientemente grande como para introducir a una persona. Entonces, aprovechó la
oscuridad para hacer correr, uno a uno y en el mayor silencio posible, a los soldados. Al
último, él mismo se sumergió.
En el lugar dominaba la penumbra, pero al acostumbrarse a la oscuridad, distinguió
varios detalles de la construcción con los que confirmó que se encontraba dentro de la casa
mayor. En el fondo de la sala divisó un trono alto, rodeado de sillines y escoltado por
estatuas parecidas a las de afuera, aunque más pequeñas. Observó los grabados de las

-80-
paredes, que ilustraban la vida diaria de la ciudad, no muy distinta de Nekeb. Recorrieron
rápida y silenciosamente el complejo; uno de los soldados encontró una trampilla de acceso
entreabierta. El visir descolgó una tea de una muralla y abrió la portezuela, secundado por
sus soldados.
Allí descubrió algunos peldaños que lo llevaron a un lugar completamente oscuro.
Dier comenzó a recorrer la escalera iluminando el camino con su antorcha y, cuando tocó el
último escalón, se estremeció con evidente sorpresa.

-81-
Capítulo Sexto

Le vieron viejo a Ity. Su piel se adelgazaba dramáticamente, su mirada se extraviaba


a menudo y muchas veces se sentía incapaz de vestirse por sí mismo.
El rey Ity tenía largos cuarenta años. Reinaba el Alto Shemia por más de veinte y su
mano se había hecho notar, sobre todo al cabo de la primera gran campaña militar del país,
la batalla por deba-aa-najtu, en el Bajo Shemia, donde perdiera a su amigo, virrey y jefe
militar Dier de Nekeb, desaparecido en batalla.
Tras la victoria en Deba, el país se estiró espectacularmente hacia el norte,
surgiendo puestos, capillas y campamentos a través de los cientos de kilómetros que
separaban Akhbá -la ciudad más septentrional del Alto Shemia- del sitio donde el río se
ramificaba en un sinfín de afluentes. Muchos asentamientos crecieron al punto de formar
verdaderas ciudades, a partir de tribus apátridas y clanes nómades, como en Taur Djen, una
hermosa villa ubicada en la ruta a un generoso lago, donde se construyó el más grande
centro de adoración a la diosa de la maternidad, Tauret.
Gracias a la devoción por la deidad, la ciudad atrajo escolares y escribas que
levantaron la biblioteca -o peranj- más grande del país, un edificio de planta cuadrada y con
pasillos laberínticos repletos de rollos de papiro pulcramente redactados, que contenían
manuales técnicos, descripciones de rituales y relatos populares, novelas en que dioses
mezclaban sus vidas con las de los mortales, códigos de leyes y tributos, biografías y
genealogías, y hasta un libro en seis volúmenes que describía la historia del Alto Shemia
desde la fundación de Nekeb, escrita por el jefe de la ciudad, Jentiamentiu, que había
nacido en la capital e hizo tan largo viaje cuando supo del peranj soñando desarrollar su
vocación de escriba y copista. Tal pasión puso en su profesión que pronto le propusieron
hacerse cargo de la pequeña aldea. Poco esfuerzo bastó para que Taur Djen, en apenas once
años, alcanzara la mayor población de las ciudades nortinas del Alto Shemia, tanto porque
su ubicación cerca del lago aseguraba un comercio boyante como por las copias allí
realizadas, que llegaban a inéditos rincones del mundo conocido con la firma del copista
Jentiamentiu, transformándose en verdaderas invitaciones a mudarse a la ciudad.
En Taur Djen se detuvo el impetuoso avance de la civilización del Loto, en parte
porque no había más gente en los alrededores y también por la sensible proximidad con el
reino del Bajo Shemia, que aunque no respondió al ataque a Deba, sí mantuvo un estado de
tensión en su frontera, limitando el crecimiento del Alto Shemia. Como las escaramuzas se
repetían, ningún sureño quiso establecerse tan cerca de Wosret.
Esas décadas fomentaron una época dorada para el Loto. Comercio, recursos y
tributos se multiplicaban como las setas, nuevas técnicas más eficientes para casi todas las
disciplinas conocidas se desarrollaron y surgieron rituales, creencias y dioses. La misma
tensión conflictiva con el Bajo Shemia propiciaba industrias e inversiones, exploración y
hallazgo.
Igual que su padre años atrás, Ity vivió la era de esplendor de su país con dolor y
desazón. Desde hacía tiempo, el soberano observaba su porvenir con desesperanza. Se ha
ido agotando, decía la gente. Apagando, como la luz del día. Su poderío decaía y el pueblo
temía esa mengua.
La mujer en que se había convertido Netikerty, su primogénita y parte del “trío
dorado” como llamaban a los tres hijos mayores de Pe, miraba desalentada a su padre, con
la franqueza de sus generosos ojos de miel dibujados en su rostro lunar. Lo amaba y
compartía el dolor físico de los años arrumbados en su demacrado cuerpo.

-82-
Tan débil se encontraba Ity que todo el poder quedó en manos del nuevo visir, Ayka
el Negro -al que nunca llamó visir, en honor al amigo perdido, sino solamente “segundo”-.
El nuevo visir provenía de la escuela religiosa de Senbi. No tenía conocimiento militar
alguno y jamás había salido de Nekeb. Había sido un regular aprendiz de escriba, tenía
mala memoria y tartamudeaba. Con veintitantos años, Ayka asumió el control del país de
manera fortuita. Tras regresar del norte, Ity convocó a los Treinta y les dijo que no deseaba
resolver la sucesión de Dier.
-Que los dioses elijan -sentenció sin interés alguno. Así, la selección del nuevo
virrey del Alto Shemia se efectuó durante una sesión extraordinaria de plegarias, donde,
naturalmente, había sólo sacerdotes y, como ninguno quiso tomar semejante
responsabilidad, lo echaron a suertes. Ayka el negro sacó el tallo más corto y ganó. Rogó
para que se repitiera el sorteo pero los dioses habían hablado, le dijeron. Frustrado, se
dirigió al perhó y se presentó ante Ity como el nuevo visir.
-Sólo segundo, Ayka, sólo segundo -retrucó Ity, recordándole que visir había uno
solo, aunque estuviera muerto. El Negro demostró esfuerzo y dedicación, aunque poco
brillo y escaso temple para tan alta investidura, incluso mientras las cosas se venían bien
para el Loto.
Netikerty miraba apenada el perfil de su padre. Le veía asolado, sumido en una
contemplación amarga del que lo cree todo perdido. Imaginaba a su padre pensando “¿para
qué seguir, si no vale la pena?”.
De todos los aspirantes al solio, Netikerty destacaba con holgura. Su cuerpo esbelto
no ocultaba la excepcional agilidad, fortaleza física y espiritual. Sumada a su locuacidad,
habilidad como escriba, firmeza de carácter y poder de organización, la convertían en una
candidata inalcanzable. Los ancianos, en las asambleas, solían comentar cuánto la
admiraban. Ella misma dijo un día ser el mejor destino para el Alto Shemia.
Sin embargo, un espinudo problema empañaba su opción de convertirse en perhó:
Sispeh, a quien los ancianos y gentes importantes ya despreciaban gracias al talentoso
trabajo de Dier y sus aliados militares y políticos, la había entrenado con dedicación y la
convirtió en la mejor opción para ascender al trono. El que fuera Sispeh quien la adiestrara
la descartaba casi sin necesidad de debate, de modo que el seguro heredero era Thaqotep.
El príncipe alegre encarnaba la visión profética del hijo que un día unificaría todo el
mundo bajo el país. Convertido en un mozo bien plantado, creó una proyección de sí
mismo que le confería el favor de la mayoría del Consejo y de la casi unanimidad del
pueblo. Hábilmente, Thaqotep evitaba enfrentarse a su hermana, creyendo innecesario
arriesgar su significativa ventaja, y echaba mano a cualquier excusa para no compararse
con ella, más hábil en tantas facetas imprescindibles para el cargo.
La carrera por el trono real de Nekeb parecía haber dejado en el camino a Sikhu. Su
carácter amargo se acentuaba con el tiempo, como si día a día acumulara en su espíritu
mayor desprecio. Mientras se acercaba el fin del padre, quiso recuperar el terreno perdido,
pero sólo conseguía retroceder aún más. Pero, aunque unánimemente todos lo descartaban,
Sikhu escondía entre sus manos una posibilidad para regresar a la carrera y triunfar.
Así lucían las cosas esa mañana calurosa en la que el rey creyó completado su ciclo.
Sabía que le esperaba una muerte atroz pero sanadora. Obedeciendo a la tradición impuesta
por su padre Thak, sería descuartizado vivo y sus trozos situados en distintos puntos de la
tierra, de manera que cualquier hálito sagrado de su carne serviría como protección para el
pueblo. Acongojado por la vida que llevaba, conversó con la hija mayor.
-Mi hora ha llegado y debo partir. Desconozco el designio de los Padres, hija, pero
confío en su sabiduría para decidir a mi sucesor -dijo acedamente. Netikerty quiso hablar

-83-
pero su padre continuó-. Cumplí con la tarea que el dios Pe Thá me encomendó, pero me
iré sufriendo porque no hice lo justo. Maté hombres con crueldad y envié a la muerte a
quienes amaba. Los Padres sí son justos y harán justicia conmigo. Me iré navegando por el
Misterioso a su origen y lloraré mis errores. ¿Habrá perdón para mí allá? -su voz se
quebraba.
-Sí, Pe. Serás perdonado porque la decisión de matar con crueldad es justa si es tu
decisión. Y la muerte de Dier de Nekeb no es tu designio. Los dioses te oirán, pues eres uno
de ellos, padre mío -respondió con solemnidad la chica, usando una voz clara y dulce. Los
ojos de Ity volvieron a apagarse luego de un momento. Habló otra vez.
-Recuerda siempre a mi padre, Pe Thá, y a mi madre, Ihé, a quienes amé hasta que
perdí, como a tantos en mi vida. Vete. Los ancianos decidirán, y mi corazón duda que tú
seas quien me suceda.
Ity no sufría solamente por los crímenes perpetrados, sino además por la deducción
con que, creía él, desvelaba la realidad de la profecía de Senbi. Se combinaban en su
corazón sentimientos confusos, como si hubiera perdido el propósito. Percibía su reino
como un sitio extraviado, sin dirección. Luego de deba-aa-najtu, Ity regresó a Nekeb
convencido del todo que la lectura de los apuntes de su padre había esclarecido plenamente
el alcance de la profecía, y consideraba ese alcance una total falsedad. Los sacerdotes y los
consejeros, conocedores todos del profundo sentido de la profecía, a la que añadían el cariz
de guía que impregnaba cada decisión tomada en torno al crecimiento del país, insistieron
luego de la victoria en el norte, que los planes no podían detenerse considerando la misión a
cumplir.
Sin mirar a su hija pero sintiendo su presencia, Pe trató de ocultar el sentimiento de
asco que le envolvió al recordar esos eventos y la insistencia de los sacerdotes por
continuar la guerra. Hizo un ademán indefinido, y la princesa creyó que Ity la despedía.
-Iwemhotep -susurró Netikerty, y bajó la vista, sospechando que su padre le decía
adiós. Retrocedió con la cabeza gacha. La mujer sollozaba, sintiendo fría y descorazonada
esa despedida, indigna de la relación que creía tener con Ity, aunque más le dolía la idea de
no volver a verle. Al salir, Netikerty limpió su rostro y se maquilló de nuevo. En el patio
del perhó vio a su hermano Thaqotep, que leía mientras comía un tasajo de carne.
-Hermano, el padre lo ha decidido ya -dijo Netikerty con tristeza.
El joven príncipe miró fijamente a los ojos a la muchacha, hizo una mueca
enigmática y le dijo:
-Excelente. Tengo un plan excelente, Netiky. Ven, siéntate conmigo. Debo hablarte
del plan que tengo.
-¿No me oíste?
-Sí, sí. De esto se trata mi plan.
-¡Qué cruel eres!
-No seas tonta. Siéntate, que es importante.
-¿Puede haber algo más importante ahora que la muerte de nuestro padre?
-No, nada más importante, es cierto.
-¿Entonces?
-Entonces, de esto hay que discutir: de la muerte de nuestro padre.
-No entiendo.
-Ya veo -dijo Thaqotep con una brizna de dulce sarcasmo-. En fin, el punto es que
Pe Ity se irá al otro mundo y hay todo un reino que esperará a su rey. Como ves, el tema
sigue siendo la muerte de nuestro padre.
-Explícame.

-84-
Conversaron animadamente unos minutos y, al terminar de oír a Thaqotep,
Netikerty oyó voces alteradas en el pasillo de acceso, y ruido de sandalias. Un jarro caía.
Más voces, gritos. Corrían personas de aquí para allá, nerviosas. Algo ocurría.
-¿Qué dices, Netiky? ¿Accedes? -apuró Thaqotep el alegre, inquieto por el alboroto
en el pasillo del perhó mientras exigía una respuesta a su hermana.
Netikerty aguardaba confundida. Le urgía averiguar la razón del bullicio pero debía
responder a su hermano. Miraba alternadamente al pasillo y a Thaqotep, sin decidirse.
-Vamos, necesito una respuesta.
-No lo sé. Espera -respondió ella. Se puso de pie y corrió a la entrada del templo.
Thaqotep, sin pensarlo, se incorporó y la siguió a toda marcha.
Los hermanos divisaron en las puertas del perhó a un centenar de personas
formando un círculo alrededor de su hermano Sikhu, que abrazaba a un hombre mayor. Le
oyeron hablar con alegre grandilocuencia, cosa rara en el taciturno y esmirriado príncipe.
Netikerty detuvo a un sirviente que corría nervioso.
-¿Qué ocurre? -preguntó tensa, agarrándolo de un brazo.
-Oh, madrecita. Me tocas. Oh, dioses. Es él. Ha regresado. Sikhu es poderoso, él
trae a la gente de vuelta a la vida. Oh, madrecita -susurró conmocionado el enflaquecido
sirviente. La muchacha lo soltó con un ademán de enfado. Thaqotep, intrigado con las
palabras del sirviente, lo miró fijamente esperando una explicación.
-Ha vuelto, madrecita -replicó-. Dier el visir está aquí, con vida, madrecita. Ha
vuelto gracias a Pe Sikhu, oh, madrecita.
Despidieron al sirviente abrumados por la magnitud de la noticia, mientras veían
abrirse la comitiva para dar paso al príncipe Sikhu, que cogía del brazo a Dier. Mientras
subían la escala que daba al templo, Sikhu divisó a sus dos hermanos y les dirigió una
mirada socarrona. El visir, excitado con el suceso, tardó en reconocer a Netikerty y a
Thaqotep paralogizados en el quicio de la puerta de entrada al perhó. Al verlos, amplió su
sonrisa.
-Hijos, he regresado -fue todo cuanto dijo, y su sonrisa se apagó en seguida. Al
alcanzar el rellano en el que se erguían las puertas del edificio más importante del mundo
su aspecto se tornó severo.
-Veremos al dios Ity ahora mismo -explicó secamente Sikhu, como queriendo
apartar con esas palabras a sus hermanos. Los hombres de la guardia de Dier se
desperdigaron por la escalera sin subir. Muchos se abrazaban, otros lloraban. Llegaron
bardos a tocar sus sistros y se oían cantos y alabanzas en preparación de un espontáneo
carnaval.
El rey rechazó cualquier intento por investigar el origen del griterío. De pronto, oyó
la peculiar voz de su hijo Sikhu llamándolo.
-Dios Ity, ven. Ven y ve lo que te he traído.
Ity se levantó y caminó con paso cansino. Al salir de su aposento, vio a alguien
oculto tras Sikhu. Dobló la cabeza, interrogante.
-Hoy haremos sacrificios porque tu hijo te trae un regalo -dijo con histriónica
solemnidad Sikhu, y se apartó para descubrir a su acompañante.
El rey quedó petrificado. En el reluciente pasillo que separaba la cámara principal
de las habitaciones del perhó de Nekeb, haces de luz solar se colaban por los intersticios de
la construcción con los que el rey pudo distinguir a su visir, a su amigo, de pie, mirándole
con amor honesto y fraterno. La atmósfera permaneció detenida el tiempo que demandó a
Ity entender que Dier de Nekeb vivía. Un mareo lo forzó a tomarse la cabeza con una
mano. Sus ojos muy abiertos miraron a Sikhu rogándole una explicación. Su corazón

-85-
enviaba una señal de emoción profunda e intensa, que estalló en un llanto abierto y franco,
mostrando al dios como a un niño, que atinó tan sólo a extender con fuerza sus brazos y
correr al encuentro del hermano que creía perdido.
Soberbio y triunfal, Sikhu observaba el abrazo fraterno entre el rey y su amigo,
sustrayéndose de la emoción del evento. Para él, ello significaba subir la escala que lo
conducía al perhó.
Se necesitó un buen rato para que Ity traspasara todo el amor que sentía por Dier en
el hondo abrazo que los unía. Al separarse, ambos se miraron con los ojos inundados en
lágrimas.
-¿Es posible? -musitó el rey.
-La felicidad tiene cuerpo y la puedo palpar ahora -dijo emocionado Dier.
Repentinamente, el mundo y la vida volvieron a tener significado para Ity. Se sentía
renacer glorioso, fecundo y feliz. Desprendido de la acre manta que lo aprisionaba, el rey se
extendió plácido y gozoso por ese mundo que le pertenecía. Las fuerzas irrigaban cada vaso
de su cuerpo, alimentándolo de una energía suprema.
El visir y el príncipe amargo vieron así coronada la estrategia nacida a la llegada de
Dier a Nekeb. Desde las afueras de la ciudad, envió a uno de los soldados a buscar a Sikhu,
con quien urdió el plan para instar a Ity a escogerlo como sucesor del perhó del Alto
Shemia. Varios días esperaron los soldados y el visir en la periferia de Nekeb, hasta que
Sikhu les indicó el momento propicio. Sus espías le informaban que el príncipe alegre
planeaba casarse con Netikerty y duplicar sus opciones para la sucesión. Sin embargo, la
señal decisiva vino de la conversación del rey con la muchacha esa mañana, cuando le
confidenció su decisión de ceder el trono. Sikhu sabía cuánto impresionaría a su padre el
regreso de ese amigo que creía muerto, y cuánto pesaría su propia participación en el acto,
para decidir legarle el solio del Alto Shemia. Dier, en tanto, siempre prefirió a Sikhu, y
aprovechó su regreso para consagrar definitivamente la opción del muchacho. Lo quería
como perhó porque, a diferencia de sus hermanos, amaba la guerra y maldecía a los
desconocidos. Los otros dos sólo se miran el ombligo, pensaba Dier, y se necesita un rey
enérgico, conquistador y vehemente. El visir había elegido hacía tiempo a su propio
preferido, se había dedicado a moldear a Sikhu y confiaba mantener o aumentar su poder
después del reinado de Ity.
El rey y su visir caminaron tomados del brazo, sonriendo y disfrutando del día que
nacía con energía adicional. Tras la alegría del reencuentro, Dier planteó a Ity el asunto
urgente que precipitaba su regreso del Sinaí: la guerra.

***

Dier y sus hombres habían logrado sumergirse debajo de la casa mayor de Deba,
dejando atrás el peligroso lugar donde se parapetaron. Cuando el visir se habituó a la escasa
luz del túnel, pudo ver el lugar en que se hallaba.
-¿Qué es esto? -preguntó Dier, mirando asombrado a un grupo de hombres, mujeres
y niños portando pequeñas antorchas y ataviados con túnicas blancas abrochadas con
cinturones de lino grueso.
El lugar, de dimensiones monumentales, era a las claras un templo bajo tierra. Las
paredes lucían exquisitamente labradas y en el centro de la sala se levantaba un
tabernáculo, como una amplia cama de piedra flanqueada por bajas columnas y brasas
ardientes flotando en los cuatro costados del altar. Sobre la cama yacía un cuerpo y a su
alrededor algunos individuos vestidos con togas oscuras y máscaras de chacales cantaban

-86-
monótonamente una aparente plegaria, mientras envolvían al sujeto postrado con vendajes
de lino. Había rastros de sangre, vendas y natrón en el suelo. Haces de luz provenientes del
cielorraso de la caverna convergían en el calvario, lo cual pareció muy peculiar a Dier y a
sus soldados.
Vieron también búcaros y mariposas levitando alrededor del sujeto recostado, y en
lo alto de la gruta, los haces de luz parecían estrellas de un cielo nocturno atrapado dentro.
El lugar y el evento les impresionaban particularmente. Por sus sentidos atrofiados o
alterados, todo lo percibían con extraña admiración y cualquier cosa, por fantástica que
pareciese, les resultaba natural en el templo subterráneo en el que se sumergieron.
De pronto, algunos de los portadores de cuelmos repararon en el visir y su grupo. La
sorpresa en los rostros de los hombres de Dier contrastaba con la paz de los individuos de
túnicas blancas. Se acercaron con paso leve. Uno de ellos se adelantó como un espectro,
mirando con dulzura a Dier.
-Ven en silencio -le dijo con voz metálica.
Siguieron al espectro hacia el altar en religioso silencio. A medida que avanzaban su
visión se hacía más clara y los rezos comprensibles.
-“Traemos a nuestro hijo, que es nuestro padre, para ti, Usir. En él yace una parte de
tu cuerpo muerto, que debes unir, para crear a Hor. Te dejamos a nuestro hijo, que es
nuestro padre para que guíe nuestro mundo desde el tuyo, Usir…” -cantaban con voz plana.
-Guarda tu daga y calla, extranjero -ordenó el espectro a Dier-. Has venido al
corazón de Shemia.
-¿Quién es él? -preguntó Dier, sorprendido de su propia voz, tenue y respetuosa.
-Es un ministro de Shemia. Está por partir al otro mundo en compañía de Usir,
guiados por Anfu, la Muerte. Le preparamos para su travesía -el hombre que parecía un
alma sin cuerpo explicó a Dier el rito que se llevaba a cabo en el sagrado lugar.
Deba, la capital espiritual de Shemia, había construido el templo subterráneo donde
ungían el cuerpo del ministro para su jornada al otro sitio. Por tradición no desmembraban
el cuerpo del muerto, desde que cometieron el error de hacerlo con el gran rey Usir,
portador del conocimiento de la tierra.
Los iniciados conocían del mundo en caos hasta el surgimiento de los Padres.
-Para detener el caos, los dioses primordiales ordenaron las cosas del mundo
-explicaba el espectro a Dier-. Atum expulsó su semen sagrado y de éste nacieron Tefnut -el
día y la noche- y sus hermanos, los padres de Gueb, que surgió alrededor del agua
elemental Nun. Este mundo es un peldaño de una larga escalera que conduce a Nut y, para
recorrerla debemos prestar atención a los dioses que habitan en Tefnut. Como regalo a los
hombres vino Usir a enseñarnos a cultivar la tierra.
Contaba la leyenda que Usir llegó al valle de Shemia indignado porque ningún dios
había ayudado a los hombres. Repleto de amor paternal, el dios reunió a un séquito de
pensadores y les describió el ciclo de la vida, mostrando como ejemplo y enseñanza la
divina ciencia de la agricultura. De la misma manera que el Sol aparece cada mañana y las
estrellas por la noche, las semillas brotan con regularidad, el río se desborda cada año, los
hombres nacen y mueren, haciendo nacer hijos que con el tiempo también morirán, y así,
como todo el universo creado por las deidades primordiales, el gobierno de todo se debe al
entendimiento de los ciclos del mundo. Usir se empeñó por años en transmitirlo a los seres
humanos.
Se decía en Deba -y por extensión en todo el Bajo Shemia- que Usir representaba
toda la sabiduría del mundo y que entender la biografía del dios equivalía a adquirir todo
ese conocimiento.

-87-
Usir se unió a su hermana Ast. Ella, aparentemente, actuaba con respecto a la
humanidad de la misma manera que el resto de las deidades, es decir, con cierto desdén y,
de hecho, era ella la portadora de la ciencia de la agricultura y la naturaleza. Usir decidió
recoger de Ast ese conocimiento y entregarlo a la humanidad. La unión de los dioses
hermanos tuvo un profundo significado para los iniciados conocedores del mito de Usir-
Ast, en primer lugar, porque esa unión traía aparejada una alianza entre el mundo de los
dioses -mundo representado en la alianza por Ast- y el de los hombres, representado por
Usir, y también porque, se creía en Shemia, el enlace entre hermanos representaba el más
perfecto de los matrimonios.
El sacerdote subterráneo parecía no dirigir su relato específicamente a alguno de los
extranjeros, y daba la impresión que hablaba a un oyente imaginario parado entre los
hombres de Dier. Su voz metálica producía un ligero zumbido en los oídos, que en lugar de
incómodo se les antojaba a los forasteros como algo agradable. Un ibis dorado sobrevolaba
el cielorraso estrellado.
Producto de la envidia por la adoración de los hombres hacia el dios, un tercer
hermano cuyo nombre se ignoraba aunque los sacerdotes sospechaban de Ash, asesinó a
Usir despedazándolo y esparciendo los miembros por distintos lugares del país.
Tan sólo por una noche, a Usir se le dio el privilegio de vivir para preñar a su
hermana Ast, que parió luego al dios justo, Hor, que pasaría su existencia resarciendo el
crimen contra su padre en una sempiterna lucha contra el hermano asesino.
Las actividades de los sacerdotes subterráneos de Deba cumplían, en general, fines
prácticos, como la invocación de espíritus favorables o la ejecución de ceremonias de
nacimiento o muerte, pero en el fondo su dedicación consistía en rellenar los vacíos
históricos relacionados con esa y otras leyendas. La impresionante iglesia debana compartía
su tiempo en rituales públicos y búsquedas ocultas, como la identidad real del asesino de
Usir o si efectivamente en el coito sagrado éste debió emplear un pene de oro porque nadie
halló el real -y de ser así, también exploraban las implicancias y significados de que Hor
fuese engendrado con un falo dorado, o que exista en algún lugar del mundo el pene
verdadero de Usir.
Los entes del templo invitaron a los extranjeros a presenciar la extensa ceremonia.
Les alimentaron, bañaron sus cuerpos y sanaron a los heridos. Les llevaron a pequeñas pero
acogedoras habitaciones donde pudieron dormir durante las pausas del ritual. Vestidos con
togas grises, los soldados del Alto Shemia permanecieron más de un mes en el lugar,
tiempo en el que muchos aprendieron la fe de Usir, incluido Dier, el visir del Alto Shemia,
que renacía en una creencia nueva y fabulosa.
«Otras gentes -anotaba Dier en su bitácora-, venidas de mundos distantes, han
enseñado el camino de la vida a través de la diosa Maat, cuya pluma mide la justicia de los
actos de los hombres. Confían en el mensaje divino de sus dioses extranjeros y respetan sus
leyes sagradas con severa rigurosidad.
»La pluma de Maat prácticamente no pesa nada y es la empleada para medir cuánto
han pesado las acciones malas de una persona en su vida. Si el corazón, lugar donde se
acumulan las obras de nuestra existencia, pesa más que la pluma de la justicia, entonces
durante su vida la persona cometió más actos malos que los aceptados.
»La idea de Maat -proseguía Dier en su diario- representa importantes ventajas
políticas porque suprime el deseo del pueblo de castigar a alguien que el Pe no quiere
castigar, y deja en manos de quienes realmente saben, los dioses, la tarea de determinar
cómo se premian o castigan las actuaciones del hombre.»

-88-
Aprendió además detalles de la geografía del Bajo Shemia. «Al este, por donde sale
el sol cada mañana, lejos del brazo acariciador del Misterioso, se encuentra el Sinaí, la
provincia donde el cobre se obtiene como el aire al respirarlo», escribió. También supo de
las ciudades del país, el permanente estado de hostilidad entre ellas y cómo detestaban la
supremacía de cualquier otra. Oyó relatos de reyes enterrados con toda su corte, incluyendo
esposas, sirvientes y hasta gatos y perros que servían al soberano como compañía para el
trayecto al mundo de los dioses. Supo que las ciudades se desafiaban unas a otras por este
conocimiento, y luchaban por el rito de elevación más perfecto. Comprendió al Bajo
Shemia como un mosaico de pueblos sin rey ni patria, en cuyo corazón latía al unísono una
férrea religión compartida, en la que incluso allí se mostraban diversos y competitivos.
La religión del Bajo Shemia consideraba el mundo como una sucesión de luchas
entre el bien y el mal, donde los hombres debían escoger su bando. Cada nueva prueba les
obligaba a actuar. Maat decidiría, al fin de esta vida, si las acciones se correspondían con el
bando correcto.
Los sacerdotes del templo subterráneo dijeron a Dier haber encontrado el destino de
las almas cuando abandonan el cuerpo en este mundo y, para entonces, se encontraban
desarrollando la ciencia capaz de realizar el viaje con precisión matemática. El cielo
atrapado dentro del templo operaba como mapa con el que calculaban la mejor ruta, el
tabernáculo se orientaba de modo de apuntar a la constelación correcta y los arquitectos
sagrados dibujaban planos de edificios por los que la partida sería más segura.
-Como una escalera, para los primeros pasos -comentó un sacerdote-, pero debe ser
una escalera grande, muy grande, y debe recorrerse en la soledad del que está obligado a
presentar sus actos en este mundo sin defensores que le protejan del severo escrutinio de los
dioses.
Al término del ritual de unción -que duró setenta días-, los seres de cuerpos flotantes
despidieron a los soldados. Al salir de la gigantesca caverna tras recorrer por un día entero
el interminable túnel por el que abandonaron el templo, se hallaron en un lugar deshabitado.
No había rastros de la ciudad, el sol dominaba pletórico y uno de los brazos del río se
extendía serpenteando la tierra verde.
-¿Qué haremos ahora, visir? -preguntó un muchacho mientras se restregaba los ojos,
adolorido por la intensa luz después de semanas bajo tierra.
-Dormiremos aquí esta noche, y mañana partiremos al Sinaí -contestó Dier. Tenía la
certeza que los dioses le habían dejado con vida para conocer los países que pronto Pe Ity
conquistaría para el Alto Shemia.
Marchó con sus hombres, ordenando que apuntasen cada detalle geográfico de su
recorrido. Erraron por valles húmedos y páramos secos, rocosas quebradas y planicies
yermas durante más de tres meses por perdidas latitudes alejadas de la caricia del río,
encontrando clanes nómades y desvencijadas aldeas de rudos sobrevivientes que rapiñaban
con justeza cuanto la avara naturaleza de la región podía ofrecerles.
Esas aldeas tenían una forma de vida simple, pero íntima y alegre. Desconocían la
guerra y la escritura, nada sabían de Shemia y gozaban su estilo desaprensivo aunque la
subsistencia no estuviera asegurada. Cazaban puerco espines y culebras, tejían lana de
oveja y fabricaban delicadas piezas de orfebrería con el abundante cobre de la zona.
«Si los dioses usaron firmes materiales de construcción para erigir el mundo,
seguramente el sitio de los desperdicios es éste», anotó el visir tras descubrir el Sinaí. Ante
sus ojos se abría un paisaje desolado, pálido y escarpado. Trepado en la cima de una de las
innumerables colinas de piedra, Dier miraba el horizonte hostil buscando asentamientos
humanos. El poderoso cielo azul desvestido de nubes se estrellaba abruptamente contra la

-89-
áspera superficie sobre la que asomaban esporádicos mineros. Efectivamente, el Sinaí
ofrecía riquezas minerales que el Loto podría aprovechar.
Al cabo de medio año recorriendo la extensa península, Dier y sus hombres
resolvieron volver al Alto Shemia, desandando el camino recorrido hasta alcanzar un
afluente del Misterioso.
Los detalles geográficos apuntados en la ida probaron su efectividad y, en un par de
meses se encontraron nuevamente con el río. De allí se movieron en dirección opuesta a la
corriente, rumbo al sur.
A medio camino, la tropa se topó con una familia nómada de ocho. Venían
recorriendo desde las lejanas costas del oeste en una travesía de varios años. Componían el
grupo el patriarca, un anciano rojizo de canosos alambres y hablar pausado, jefe del clan,
secundado por sus hijos con sus mujeres y tres niños pequeños. Acarreaban sus bártulos sin
prisa, pero cuando avistaron a Dier y su destacamento intentaron evitarlos. Uno de los
soldados -llamado Meshjeq- dejó sus armas y se dirigió por el polvoriento sendero,
mostrando sus manos abiertas.
Los jóvenes hijos del patriarca se detuvieron escudando al anciano mientras el
soldado, sin decir palabra, se hincaba frente a ellos. Habituados a los ataques de ikos y
otros truhanes que patrullaban la región, los nómades se sorprendieron de ver al joven
extraño prosternado.
-Soy soldado pero no me trae Sedmet -murmuró éste-. Soy soldado pero no me trae
Sedmet.
El patriarca avanzó por delante de sus hijos y se aproximó cautelosamente hasta el
extranjero como acercándose a una figura de rasgos inexplicables o a un cadáver. Como
oyera al joven repetir incesantemente que era soldado pero no lo traía el dios de la guerra,
apartó a sus hijos y se detuvo frente a Meshjeq, cuya voz se iba apagando mientras repetía
la misma frase. Posó suavemente la mano sobre la cabeza del extranjero y habló en un
dialecto confuso del que Meshjeq pudo apenas extraer un par de frases comprensibles:
“iwemhotep”, “alcanzar al rey” y “en camino Wosret”. Accedió luego a la oferta del viejo
colorado de ponerse de pie y con un gesto evidente avisó a la tropa para que se acercaran.
Dier intentó suavizar la mirada mientras Meshjeq le refería lo sucedido. Miraba
alternadamente a su soldado y a los nómades con vivo interés. Llamaban su atención las
prendas de vestir de la familia, y también las mochilas con que acarreaban sus objetos. El
anciano le regalaba una sonrisa de pocos dientes asintiendo a las palabras de Meshjeq,
como si de verdad las entendiera. A medida que avanzaba el relato el talante de Dier iba
ensombreciéndose. Finalmente cuando el soldado acabara, su rostro denotaba
preocupación.
-¿Dices que Wosret de Busiris va en camino? ¿Hacia dónde? -preguntó con un tono
de voz hostil. Meshjeq se encogió de hombros. Evidentemente el mozo no había logrado
hilar las frases separadas que había entendido. El viejo sonreía, mostrando una mirada
afable y hasta paternal.
Dijo unas palabras en algún idioma incomprensible, pero que claramente dominaba
por la fluidez con que hablaba. Esta vez ninguno de los sureños consiguió entender ni una
sílaba. Dier se dirigió a él.
-¿Wosret, rey?
-Wosret, rey -repitió el canoso.
-¿Wosret, en camino? -preguntó lentamente Dier.
-En camino -tras la respuesta del anciano, Dier inquirió con las manos, pidiéndole
saber la dirección que había tomado Wosret. El jefe de los nómades señaló indudablemente

-90-
al sur. Dier hizo lo mismo y miró a los ojos al viejo, preguntando con la mirada. El viejo
volvió a sonreír, y volvió a hablar, pero ahora algunas palabras sí resultaron comprensibles.
-“…Wosret tu rey…, alcanzarás…, muchos como tú, armados”.
Como el anciano no cambiara su sonrisa, Dier supuso que aquél pensaba que la
tropa pertenecía al contingente de Wosret, y que se habían extraviado en el camino, lo cual
le irritó sobremanera. Meshjeq, que entendía algo de lo que estaba ocurriendo, comenzó a
hacer algunos gestos con la mano. Repetía “Wosret” mientras señalaba el sol y luego
contaba sus dedos. Wosret, sol, dedos, Wosret, sol, dedos, varias veces. Con un gesto de
asombro, uno de los hijos le indicó que comprendía la pregunta. Con una rama hizo cuatro
marcas en el suelo.
-¿Le viste hace cuatro soles? -preguntó maquinalmente Meshjeq. Al punto se
amurró recordando la imposibilidad de comunicarse. El joven nómada asintió, diciendo
“cuatro” mientras mostraba cuatro dedos de su mano. Apuntó al sol.
-Visir, parece que han avistado al rey hace cuatro días.
-De ser así, tenemos que darnos prisa -sentenció Dier. Hizo una escueta reverencia a
los extraños viajeros y ordenó a su grupo movilizarse hacia el sur sin demora.
Al término del extenso periplo, el visir y su pequeño grupo de soldados regresarían
a casa con una nueva religión, cuantiosa información del mundo que se abría lejos del
Misterioso, y el temor de una guerra que se avecinaba peligrosamente.

***

Ankhto-pa-sheri, cojo y perturbado, sale de la ciudad para proseguir su vida errante,


rogando estar lejos cuando la invasión comience.
En el edificio administrativo, el rey se une a la asamblea de generales cuyos rostros
demuestran la gravedad de la hora. Con solemnidad callan para respetar la entrada del
soberano.
-Estamos solos -dice por fin Totjenemet III.
-Se han acumulado ya todas las fuerzas alrededor del palacio, rey. Los preparativos
han concluido y sólo queda esperar -informa secamente uno de los generales, disimulando
el temor y desasosiego que exuda la asamblea completa.
-Pues bien. Será como los dioses lo determinen -puntualiza el rey.
Afuera, los campesinos, obreros, forjadores y recolectoras, aquellos que transportan
agua y quienes tejen sandalias, los hombres que cincelan la piedra y las mujeres que
machacan los higos, acumulan sus pertenencias y las disponen en carretas de bueyes,
preparando el éxodo de la guerra. En el aire se respira desesperanza.
Terminada la breve asamblea, el rey sale a recorrer las calles. Comparte con tierna
amargura los miedos de la gente. Apura con cariño los preparativos de una familia dedicada
a tejer vestidos y abraza a unos pequeños que lloran sin saber por qué deben marcharse.
La noche reina ahora en la ciudad y las estrellas fulgen dominantes mientras
Totjenemet III piensa que un día llegará hasta ellas en el viaje que hacen los muertos
cuando mueren por una causa justa. Regresa ahora al cuartel, donde está la tropa. No son
más de doscientos, aunque están bien armados. El general Nersis dirige la disposición de
los soldados y las municiones. El duro gesto marcial de los hombres que protegen el perhó
esconde el real pavor en sus corazones. Se acerca al general.
-Rey -dice el general Nersis.
-Están listos -habla fríamente el rey, preguntando en realidad.
-Sí, rey. Cumpliremos el Maat como lo dicen los dioses.

-91-
El rey posa su mano sobre el hombro del general, sin pronunciar más palabras.
Teme por esos hombres.
El vigía de la torre alta grita en ese instante:
-¡Teas a la vista!
El general mira con desolación a su rey. Éste, inmutable, suelta a Nersis y se dirige
al templo.
-Haremos lo que esté escrito. Nada más. Nada menos.

***

Dier miraba el mediodía junto a Ity, apreciando la felicidad templada del rey, que
infundía valor renovado al perhó. La conversación había incluido los viajes de Dier, el
espléndido templo bajo Deba, los asuntos bélicos y, especialmente, la nueva fe que el visir
profesaba.
-Nos ocuparemos de estas cosas religiosas más adelante -dijo Ity-. Ahora es
menester dar respuesta a la cuestión de Busiris.
-Reúne a todo el ejército -se apuró el visir cerrando el puño-. Carga contra esos
traidores en su trayecto; ellos ignoran lo que nosotros sabemos. Usemos eso en su contra -y
detalló un plan de combate que incluía los teatros donde debían desarrollarse las batallas.
Dier agradeció a Tot por permitirle escribir un acta detallada de la región que separaba a los
países.
La estrategia planeada consistía en robar vituallas avanzando con el menor esfuerzo.
Los soldados de Nekeb acorralarían a sus enemigos contra el río de ser necesario, y
emplearían arqueros desde los barcos, protegidos por bajeles de infantes en caso de ataque
naval. Morirían o tendrían que huir. Cada avance implicaba un paso más hacia Busiris.
-¿Y Deba? -preguntó Ity-. Tenemos que protegerla, no podemos perder el control de
la ciudad. Tal vez nos sea útil.
-¿Quién gobierna allí? -inquirió Dier.
-Sisobek de Ehdú.
Dier palideció en recuerdo del traidor. “Entonces no murió. ¡Venganza!”, pensó, sin
traslucir el sentimiento, y continuó.
-Llevaremos destacamentos que viajen de noche a Deba -dijo, y añadió, más bien
para sí mismo-; yo dirigiré esa marcha.
-Sea -dijo Ity palmoteándose alegremente los muslos en señal de aprobación.
Los preparativos de la guerra comenzaron inmediatamente. Las forjas, dedicadas
hasta entonces a elaborar productos civiles, se destinaron a fabricar puntas de lanzas, saetas
y dagas. Las sesiones de cacería se multiplicaron para conseguir más cuero para los
escudos, al tiempo que los mensajeros recorrieron las ciudades del país, exigiendo el
reclutamiento de soldados y materiales, manteniendo oculto el objeto de tanta necesidad.
El Perhó se veía enérgico, como antes, lleno de vitalidad e incluso de buen humor.
La noticia que recibiera de Dier acerca de la invasión que Wosret planeaba sobre el Alto
Shemia, en vez de resultar amarga, le pareció buena y hasta divertida. Jugaría a la guerra
como sus amigos lo hacen en el tablero de mehen, el juego más popular del país.
Entusiasmado, el monarca olvidó por completo su padecimiento reciente que lo tuvo
a un paso de decidir su propia muerte. De hecho, había eliminado de su memoria la
convicción sobre la profecía, y se entregaba sin dudarlo a las preparaciones bélicas. A decir
verdad, Ity ni siquiera entrelazaba las ideas de la guerra y la profecía, y se empapó del
mismo sentimiento que compartía todo el país, de ir a por un objetivo militar suculento.

-92-
Sólo recordaba del pasado reciente la acción salvadora de su hijo Sikhu, haciéndolo
ante sus ojos el merecedor de transformarse en el siguiente Perhó del Loto. Tanto amor le
profesaba, que los defectos del muchacho se convirtieron en virtudes. Si antes parecía un
amargado, ahora cargaba sobre sus hombros el peso de una responsabilidad enorme. No
castigaba a los sirvientes con crueldad. En vez de ello, hacía justicia con nobleza infinita.
Ity atribuía su falta de interés por la actividad física como una buena señal, ya que
consumía toda su energía en desarrollar su inteligentísimo corazón.
Los otros dos hermanos pasaron al olvido casi instantáneamente. Se diría incluso
que el rey contestaría a quien le preguntara por ellos algo como “¿es que tengo más hijos?”.
Netikerty y Thaqotep, que habían planeado su matrimonio para fortalecer sendas
candidaturas, vivían desde entonces con inquina hacia Sikhu, pues el hijo menos favorecido
les aventajaba de forma inalcanzable. Sólo les aliviaba que el rey no hubiera resuelto su
muerte, lo que les daba tiempo, aunque ignoraban cómo usarlo.
La nueva religión que Dier de Nekeb profesara desde su presencia en el ritual de
entierro en el templo subterráneo de Deba, causó gran impacto en Ity, quien veía en esas
revelaciones un camino óptimo, incluso desde el punto de vista político.
-Así es, Ity -le explicaba Dier-. El culto de Usir afirma que una persona está
dividida en tres partes fundamentales. Una es nuestro cuerpo, éste que ves, el que come y
bebe, que llora, se enoja y se alegra, que percibe la naturaleza.
”El cuerpo está atado a su doble en el otro mundo, su hermano. Todos los actos en
vida de una persona afectan al doble. Los dioses ven en el doble la manera cómo alguien
sigue sus preceptos en la vida. Los preceptos que afectan positivamente al doble son los que
dictó la diosa Maat, que enseña a respetar la vida.
”Y el Ka, el ave fantástica que abandona el cuerpo cuando el cuerpo muere, une a
los dos hermanos y los obliga a respetar a la diosa Maat.”
-Tres partes: cuerpo, doble y Ka. Dices que esa religión no corta en pedazos el
cuerpo del que parte al otro mundo, ¿es verdad? -preguntaba el rey.
-Sí, eso es un crimen. Debe ser preservado por los tiempos. Es útil al doble, porque
de ese modo los dioses lo reconocen y porque hace perdurar el alma. En verdad, no sólo no
destrozan el cuerpo, sino que lo cuidan y envuelven en lino, bañado en resina y otros
elementos con los que éste dura lo que la eternidad. Transcribí el método. Y hay más
-señaló con infantil rostro de chisme-. Cuidan de dejar a Maat decidir la muerte de la
persona, pues los hombres no somos dignos de elegir ese momento sagrado.
A Ity le gustaba la idea de Maat decidiendo eso, como Pe Thá decidiera en su
tiempo el desarrollo de Nekeb. Pensaba que tal vez su padre intuía la existencia de Maat,
como leyera en su enigmático papiro. Con el paso de los días y las largas conversaciones de
religión entre Dier y el Pe, este último terminó por convertirse, para satisfacción del visir,
quien creía imprescindible atraerlo a la nueva fe, convencido que la única manera de
conquistar al Bajo Shemia se lograría a su través, y de ese modo hacía coincidir los textos
de Dier con el dogma de Senbi y los textos de Thak. Para Ity, de una manera particular,
todos los escritos apuntaban al mismo objetivo. La unión del día con la noche, del bien con
el mal, de los actos con la justicia y, en fin, la unión del Norte y el Sur, como lo predijera
años atrás el gran Senbi.
La marcha de los preparativos envolvía al país en una especie de festividad
colectiva. Disfrutaban creyendo que sumirse en una guerra resultaba un asunto de
entretención. Mientras el visir revisaba en sus mapas los lugares adecuados para trenzarse
en batalla contra el enemigo, los soldados se entrenaban a diario riendo y cantando, como si
lo que les esperaba no fuera la muerte sino un gran festejo.

-93-
Al cabo de siete semanas, un primer destacamento comandado por Dier se
encontraba listo para trasladarse por tierra río abajo hasta el lejano bastión en Deba, al
tiempo que encomendó a otros generales dirigir los demás grupos. El día de su partida, Dier
se despidió con solemnidad de Pe, secretamente determinado a cobrar la cabeza del traidor
Sisobek.
Ity, que veía la guerra como la oportunidad de rehacer su reino como tanto anheló
antes de la trágica conquista de Deba, había inyectado certidumbre y felicidad en el
Consejo de los treinta. Ninguno, por temor o convicción, dudaba del éxito de la gran
campaña, que movilizaría una cantidad de hombres jamás vista hasta entonces. Sispeh, el
único que advertía la guerra como algo grave, aprovechó la reciente partida de Dier para
pedir audiencia con Ity, que en ese momento sacrificaba al ex visir Ayka el Negro en
nombre de los dioses, más por deshacerse de él que por el sacrificio en sí.
Pe instruía la preparación de las pertenencias que le acompañarían a Akhbá, entre
las que se contaban algunos trajes ceremoniales, jabones, anillos, vajilla de campaña y
literatura, entre la que se encontraban algunas comedias, códigos de rituales y de justicia e,
inadvertidamente, el papiro de Thak. Mientras hacía todo eso, un mayordomo de palacio le
informó que Sispeh pedía audiencia.
-Ity, sabes que traigo la única voz que no suena como la tuya en este país -dijo sin
rodeos Sispeh una vez dentro del gran salón.
-Lo sé y por ello quiero oírte, Sispeh de Ehdú -contestó soberbio el rey.
-Aunque el templo y tú sean sagrados, te hablaré como una vez lo pediste, hombre:
¿no ves que la guerra sólo trae muerte? Te alegras, como si fuera esto una cacería, pero no
deseas saber que tus hombres morirán. Pareces haber olvidado el dolor de tu corazón para
cuando propiciaste la Aa-najtu en Deba.
-No respetas al perhó -dijo seriamente Ity, mirando en otra dirección.
-Respeto al rey que se hace respetar -espetó el general, frunciendo los labios con
desprecio. Ity se puso de pie, poniendo fin a la reunión, pero inmediatamente se volvió a
sentar. Quiso poner las cosas claras respecto de Sispeh. Satisfecho con la reacción del rey,
el general continuó.
-Yo te quiero, hermano, pero veo tus actos. Estás llevando al país a la ruina.
Desconoces al enemigo y, sin embargo, te lanzas ciego a la guerra. ¿Crees que es como
arrojar la red y recoger los peces?
Miraba a los ojos de su amigo desconociendo que Pe desoía sus palabras,
concentrado solamente en su opinión de Sispeh y en las causas de su mala relación. Iba a
empezar a hablar para recordarle sobre la profecía, pero súbitamente, la voz de Ity tronó en
la sala.
-No existe en este país nadie, salvo tú, que piense que su Pe no es un dios. Eres el
único que me atormenta, diciendo que no soy más poderoso que el más miserable de los
campesinos, que los dioses están allá y los hombres acá. Que no tengo poder más que el
que este solio -golpeó con fuerza el brazo de su trono- me otorga. Dices que engaño al
mundo con mi divinidad. ¿No lo ves? Aquí hay un dios, y este dios irá a la guerra, a matar a
cualquiera que no obedezca su voluntad, pues -levantó la voz con fuerza- aquí yo soy la ley.
¡Yo soy Maat!
Demudado, Sispeh el rebelde se sintió abrumado por las palabras directas de Pe, que
le acusaba de ser el único en el mundo que rechazaba la religión oficial del Alto Shemia.
-Tu ofensa debe ser pagada y sabes lo que debes hacer, Sispeh de Ehdú.
El general díscolo miró directamente a los ojos de Ity y dijo:
-Si tu voluntad es mi muerte, aquí estoy. Mátame.

-94-
El dios hizo un ademán de llamar a su guardia, pero Sispeh lo interrumpió.
-¡No! Mátame tú. Mi sacrificio por el honor de este templo no tiene sentido si no lo
perpetras tú.
Ity reconoció el desafío. Se levantó del trono y caminó hasta el general irrumpiendo
en su espacio vital, invadiéndolo. Lo miró encogiendo el ceño, apretó los dientes al punto
que sus quijadas crujieron y emitió un gruñido sordo.
-No. Dejaré que los dioses decidan tu vida. Serás general nuevamente. Tienes un
ejército. Sal de aquí.
Veinte días después, Pe, desde su trono, observaba junto a los seis sirvientes que lo
sostenían, a las tropas que lucharían la primera guerra entre dos países poderosos, y a los
quince mil hombres comandados por shoshiques y generales apostados en las puertas de la
ciudad capital de Nekeb.
El general Petuk comandaba el flanco derecho, al este. Se había calzado la peluca
nubia de prietos cabellos negros tejidos sobre un casco vegetal y adherido con cera de
abeja, que más lucía como una dura bola que como cabello verdadero. Usaba una pechera
de cuero y su mirada recorría su tropa, no para buscar defectos sino porque admiraba el
orden de sus soldados, todos fibrosos, atléticos y hermosos.
Se apartó de su destacamento para hablar con Sispeh.
-Ya ves cómo asustan estos chicos, con sus caras de Sedmet.
-Todo esto es un maldito error -respondió hastiado Sispeh.
-Hombre, disfruta la vista. ¿No son todos bellos?
-¿También tú, Petuk?
-¿Yo, qué?
-Has caído en el ensueño. Ihy -diosa de la música- te ha engatusado también.
-De ninguna manera. ¿Sabes dónde vamos?
-A la guerra, Petuk.
-Estás amargado, viejo. Vamos a la gloria y la riqueza. Ruega a Seth que tu corazón
piense ideas mejores. Escucha: los tambores. Empezamos -dijo Petuk por fin, y se fue hacia
su tropa.
El momento de avanzar al encuentro de las fuerzas militares del enemigo había
llegado esa mañana fresca. El grito de los shoshiques, llamando a las tropas a marchar,
atravesó la tenue brisa que apenas ondeaba los estandartes y los tambores comenzaron a
tronar.
Otro general que comandaba un ejército se llamaba Menqethotep y su nombre decía
mucho de él. Su familia había escogido como diosa tutelar a Menqet, a quien adoraban
porque, según la leyenda, ella enseñó a los hombres el delicado y exquisito oficio de la
preparación de cerveza. Pues bien, Menqethotep resultó un vividor, mujeriego y cervecero
que gozaba la vida y aunque todo el mundo chismorreaba sus numerosas aventuras
sexuales, él mismo las aderezaba. Joven y hermoso para los cánones de belleza shemianos,
el general había hecho una carrera brillante, adornada con espléndidos desempeños en la
cama, acompañando a hombres y mujeres en vehementes sesiones amatorias y, según el
comidillo, tampoco rechazó animales. Llevado por el tráfago de su vida, completó su
entrenamiento militar luego de ceder sus favores a cuanto general lo instruía. Ahora, con
apenas veintitrés años, dirigía una fuerza importante y miraba con golosa satisfacción la
oportunidad de la aventura y la conquista. Administraba el mando de las tropas del centro,
justo delante de Ity y de la caravana de abastecimiento.
Otros generales expertos dirigían los demás destacamentos, en tanto que los tres
príncipes del “trío dorado” debutaban a cargo de shoshiques. Al mando de todas las fuerzas

-95-
militares vaciadas de la ciudad estaba Pe Ity. A su lado, marchaba su hijo Sikhu, que
ostentaba el cargo de general de la retaguardia, rol que usualmente ocupaba el propio Pe,
constituyendo esto una clara muestra de que el muchacho gozaba de la primera opción para
suceder a Ity.
Este honor, sin embargo, no resultaba suficiente al joven príncipe-general. Sus
suspicacias sobre la nueva religión, que prohibía el término voluntario de la vida de los
gobernantes y, a cambio, dignificaba la muerte natural como el llamado del dios al otro
mundo, crecían al admitir que la partida del Perhó podría no ocurrir pronto y quizá sus
ventajas actuales decaerían en el tiempo, cosa que no estaba dispuesto a aceptar. Fue ésta la
causa que le llevó a negociar y obtener el puesto de general de la retaguardia. ¿Tendría en
el teatro de la guerra alguna oportunidad de cumplimentar su plan? Sikhu apostaba que sí.
El ejército se disipaba en la distancia, bañado por el espejismo caluroso de la
mañana. El primero de todos, Sispeh, miraba el sol a su derecha, vestido después de tanto
tiempo con la indumentaria bélica, blandiendo la curvada y filosa daga de cobre que
enseñaba su empinado rango en el Alto Shemia. Detrás de él caminaban sus tres generales
de guerra seguidos por el primer destacamento, unos dos mil soldados flanqueados por las
ondulantes banderas de la cobra y el loto. El corazón de Sispeh se encontraba como la
tropa, compacto y en movimiento; accionaba los recuerdos y la sabiduría en una
contemplación severa. El tiempo de la paz se había ido con las lluvias y lo presentaba a él
ahora comandando la guerra, que, aunque investido como general, detestaba lo más de este
mundo.
Esa misma mañana lucía fría y nublada en Deba. Sisobek, el gobernador de la
recuperada urbe salía al encuentro del enorme destacamento que anunciaba su llegada con
ruido de tambores y el canto monocorde de los soldados, para recibir con sobriedad al
húmedo general Ohté, comandante del numeroso contingente.
Dier de Nekeb, en tanto, se mantuvo oculto entre la tropa. No quería espantar a
Sisobek para cobrar con tranquilidad su paladeada revancha. Ya vería cómo hacerlo, pero
por de pronto debía cumplir la misión militar, bloqueando cualquier vía de comunicación
desde las ciudades del Bajo Shemia al sur como medida de protección. Su desquite podía
esperar, después de todo.
Una semana después de la llegada del ejército a Akhbá, los exploradores del
gobernador Tiye divisaron el campamento militar enemigo. El vigía se reunió en la casa
mayor con Tiye y Sispeh.
-Están detenidos a este lado del río. Deben ser tres mil, o más, general.
-¿Cómo es el terreno entre Akhbá y el campamento enemigo? -inquirió Sispeh.
-Una explanada, general.
-¿Sube o baja?
-Baja, general.
-Entonces tenemos una buena opción, pero debemos ir a su encuentro.
-Claro, claro -intervino el gobernador Tiye-, espléndido, pero ¿podría ser lejos de mi
ciudad? No quisiera saqueo.
-Claro, Tiye. Deberemos partir cuanto antes -Sispeh se dirigió al explorador-. Tú,
anda a pedir audiencia al Perhó. Es urgente.
-Sí, general -dijo, y salió del templo.
-¿Entonces será hoy? -preguntó inquieto Tiye de Akhbá.
-Así parece. Consigue algo de cerveza, y fruta.
-Que no me toquen la ciudad, general.

-96-
-La tropa está ahí, oculta bajando una colina porque quiere invadir por sorpresa,
Tiye. Tenemos que salir ya. Ahora trae cerveza y fruta.
Consultado el consejo de la guerra, compuesto por el perhó y los diez generales más
importantes, se decidió abrir el combate a una distancia prudente de Akhbá, suficiente
como para asegurar el avituallamiento de la tropa sin acampar demasiado lejos de la ciudad,
cuidando por otro lado no acercarse demasiado como para arriesgar su seguridad,
convencido por la insistencia de Tiye. Las decisiones surgieron por boca de los Padres,
quienes respondieron mediante los ritos usuales para dialogar con ellos.
De esta forma, Sispeh, conminado por el perhó del Alto Shemia, marchó con su
destacamento para asediar el campamento de Wosret y forzarlo a combatir junto al río en la
batalla de los campos de Jnum, en un favorable descampado que descendía en dirección del
enemigo.

-97-
Capítulo Séptimo

La sensación de guerra se respiraba en el tibio aire matutino del Misterioso y


representaba el inicio de un conflicto por la supremacía de dos imperios sobre la indivisible
región que ambos llamaban Shemia. Las nubes se arremolinaban en el cielo, débiles como
para amenazar lluvia. Dos mil trescientos hombres del Alto Shemia, dispuestos en amplios
grupos, marchaban mirando hacia el norte, comandados por cuatro generales de guerra y,
con la vista privilegiada del que va delante, Sispeh analizaba los factores de la batalla de los
campos de Jnum que el tiempo llamaría el combate de Useru-akhbá.
A medio kilómetro, prevenido por la presencia del inmenso destacamento enemigo,
la avanzada del Bajo Shemia formó filas junto a su abastecido campamento. Había llegado
el momento de presentar batalla a la tropa del Sur tras desechar cualquier posibilidad de
invadir Akhbá por sorpresa. Rápidamente, constituyeron una línea compacta y avanzaron
ordenados hasta ser avistados por el ejército del Loto.
La explanada aparecía abierta y sin obstáculos, de manera que ambos ejércitos
pudieron formar sus líneas. En el norte, Wosret de Busiris organizó tres grandes grupos con
los flancos muy cerrados, previendo la posibilidad de una carga a la carrera al notar que su
enemigo disponía de la ventaja del declive en el terreno. Sispeh, en tanto, mantuvo la
división de su tropa en cuatro destacamentos. Aunque disponía de casi mil hombres menos,
pensaba que la movilidad sería clave si chocaba en un territorio tan llano.
Los sacerdotes de Nekeb efectuaron los sacrificios previos al combate. Mataron
cobras y ocas, y con su sangre dibujaron círculos en la arena seca, chispeada por pastos
vacilantes o risueños, acompañando el rito con cantos invocadores de las fuerzas
escondidas del universo, pidiendo la presencia de Sedmet, Seth y Bat, para empujar las
flechas y las porras y envalentonar los escudos, debilitando los músculos adversarios y
facilitar el triunfo esa decisiva mañana.
El general sureño veía al ejército enemigo deseoso para la batalla. La ansiedad de
sus rivales le parecía mala señal. Le instaba a acelerar la sangre de sus hombres para
superar el apetito del enemigo. El estado anímico, creía, contaba como factor central para la
victoria. Sispeh arengó entonces a sus muchachos.
-El texto sagrado declara a Shemia como un solo país -les dijo, recorriendo la
formación-. ¡Los enemigos no lo son del Alto Shemia, sino de los dioses del mundo, que
desean un solo país! La sangre a derramar será purificada por los Padres. Ellos saben que
nuestro sacrificio tiene sentido cuando la lucha es por ellos y por el regalo que nos
prodigan. Hijos de Shemia, ¡avancemos!
La tropa caminó decidida, a sabiendas que la historia no inmortalizaría el esfuerzo
ni los nombres, sino sólo al vencedor. Con el corazón henchido de orgullo marcharon en
pos del triunfo o la muerte. Acortaron la distancia con el enemigo, que había también
recorrido un largo trecho. Los ejércitos se detuvieron a unos doscientos metros de distancia.
Sispeh, escoltado por dos shoshiques, esperó en el centro de la formación, desde
donde notó que tres individuos le salían al encuentro. El más bajo de los tres alzó la voz por
sobre el ruido que hacían las dos huestes enfrentadas.
-¡Parlamenta, general!
Sispeh avanzó con sus dos tenientes, volteó la cabeza y comprobó el rostro de sus
compatriotas, ávidos de lucha. Sabiendo a su tropa hambrienta de batalla, el general se
acercó más seguro a su rival y, mirándolo de hito en hito, se presentó, hablando con voz
vibrante.

-98-
-Sispeh, general de la guerra del reino de Shemia exige tu nombre.
-Wosret de Busiris, dios de Shemia y general del ejército -contestó el soberano.
Sorprendido de hallarse frente al rey dirigiendo su tropa, Sispeh pensó que Ity había
asumido el poder sin instrucción bélica y por eso permanecía lejos del campo de batalla.
Wosret, en cambio, se hizo del Bajo Shemia a partir de una carrera exclusivamente militar
y su lugar, según él mismo creía, se encontraba al frente de su ejército. Saliendo de su
asombro inicial, el general Sispeh endureció la mirada y, con firme seriedad, encaró al rey.
-Sal de estas tierras que pertenecen al Alto Shemia, Wosret de Busiris, o enfrenta la
ira de su dios viviente y de los Padres de este mundo.
-¿Crees que he traído mi ejército hasta aquí para oír a un mortal? Deja paso a mis
fuerzas que vienen a reclamar lo suyo, pues estas tierras son de Busiris -señaló desdeñoso el
rey, haciendo un gesto de desprecio con la mano.
-Sea entonces. Pedirás clemencia a tus dioses -terminó Sispeh. Dio media vuelta y,
mientras caminaba de regreso a las filas, se dirigió a uno de sus lugartenientes-. Prepara la
tropa. Habrá combate.
La preparación consistió en instruir a los shoshiques sobre la disposición de las
banderas del centro, que indicarían los movimientos que debían realizar. Además, Sispeh
ubicó un destacamento de arqueros intercalado entre la infantería. Avanzarían ocultos entre
cada grupo, sin mostrar los arcos, a la espera de que la bandera teñida de púrpura diera la
orden de disparar. Exigió que nadie corriera. Sólo caminata o trote suave, para no hacer
esfuerzo adicional aprovechando la inclinación del suelo.
Terminados los preparativos, Sispeh dirigió el avance y dejó pasar a la primera fila,
un centenar de jóvenes que levantaron polvo al trotar. Las columnas marcharon con un
desplazamiento armónico. Al frente de cada escuadrón, un shoshiq coordinaba los
movimientos. Detrás, cada miembro de la primera línea ceñía un ligero disco de cuero
tensado sobre un bastidor de madera escondiendo su aguzada daga. Seguía un grupo de
infantes sin escudo y, mezclados entre ellos, arqueros con sus saetas cargadas a la espera de
la orden. Dispararían caminando y luego se retrasarían para alistarse nuevamente una vez
que pasaran los demás soldados. Por los costados de cada destacamento caminaban
muchachos premunidos de banderas -tres cada uno-, que servían de indicadores para las
acciones. Sispeh comandaba a su shoshiq para que dispusiera la orden, repetida por los
portaestandartes de cada grupo.
El general avistó a la tropa enemiga en movimiento. Estaban reunidos en una sola
masa de soldados conformando una línea amplia, pero desordenada. Al ver tan sólo dos
generales delante del fuerte contingente rival, sospechó que su método de comunicación les
impediría actuar con presteza, y que la falta de generales al frente acusaba escasa
flexibilidad en el mando. Mirando los flancos enemigos, distinguió que se retrasaban, quizá
porque Wosret pensaba alimentar el campo desde los costados, cosa sumamente peligrosa
porque él se formó en línea recta y sus flancos podrían debilitarse rápido. El sol ya
calentaba. Comenzó a sudar. Se le ocurrió una idea.
Sorpresivamente, Sispeh dio la orden de ondear la bandera de arqueros. Con un
grito sincronizado, los atacantes arrojaron una primera sarta de filosas flechas, que causaron
escaso daño en las filas rivales, quienes intempestivamente reaccionaron corriendo y
berreando directamente al centro de la formación del ejército de Sispeh, dejando atrás a sus
propios flancos, que no fueron atacados y no apuraron como el grupo central.
La habilidad de Sispeh, heredada de su legendario padre y acrecentada por las
propias acciones, súbitamente se halló frente a una dura prueba. Un grueso grupo de mil

-99-
furibundos extranjeros armados con largas cuchillas y palos macizos avanzaban sin freno
hacia su línea central.
-Ábrelos a la derecha -ordenó Sispeh a su shoshiq, que corrió con la bandera
haciendo las indicaciones.
El shoshiq del flanco abrió la línea central tanto como pudo, gracias a que los
contingentes obedecían con flexibilidad por distintos mandos, dejando una brecha por la
que penetró la mitad de la horda del Bajo Shemia, con soldados enemigos por sus costados.
-¡Ahora, cierra, por la izquierda! -indicó al shoshiq al que antes ordenara
movilizarse. El flanco derecho cerró el círculo por delante. Al cabo de unos minutos,
ochocientos soldados de Wosret de Busiris se encontraron con sus lados cubiertos por
enemigos del sur, que atacaron sin piedad. Las escenas de la matanza y la endeble defensa
nortina mostraban una realidad brutal. Filos brillantes desbastaban la carne temerosa,
derrochando una lluvia sangrienta con charcos de vida desperdigada, mezclada con el suelo
ya lodoso de hiel y muerte, unido a gritos desgarradores de infelices aplastados por las
duras porras.
La intentona de Wosret de atacar con el remanente de sus filas, creyendo que podría
batir la retaguardia de Sispeh, resultó imposible. El pánico se apoderó de la soldadesca del
Norte al ver a sus hermanos destrozados. Cada flanco desoyó las órdenes de los generales
de Busiris y retrocedió hacia el campamento.
-Grave error, Wosret de Busiris -se dijo Sispeh, y luego, dirigiéndose a su shoshiq-.
Tráelos, nos vamos al margen del río. Los atraparemos allí.
Tras asegurar el centro del campo, Sispeh decidió dar el golpe final al enemigo. La
persecución obligó a Wosret de Busiris a moverse peligrosamente hacia la orilla del
Misterioso, quedando sin posibilidad alguna de huida, por lo que, en una maniobra osada,
propició una carrera desenfrenada hacia los bosques orientales, que ofrecían más seguridad
al suponer que no le atacarían en una zona llena de árboles y arbustos. Los soldados de
Sispeh, ya cansados por la marcha, el combate y la persecución, corrieron con más lentitud
que la fresca tropa de Wosret que huía hacia los bosques.
-Déjalos. Nos vamos al campamento enemigo -ordenó Sispeh.
La victoria resultó rotunda. Los batallones adelantados del Loto se entregaron al
pillaje del campamento de Wosret de Busiris como langostas ciegas de hambre, asolando
tiendas y robando oro y alimentos. Al fin de la mañana, la suerte de la primera batalla entre
los dos países había coronado al vencedor. Mil muertos revueltos en la tierra seca habían
sido cobrados por el Alto Shemia, pagados apenas con una veintena de los suyos.
A mediodía, los informes llegaban a Ity. La carga de Sispeh no sólo había inclinado
la guerra a favor de Nekeb, sino que además hizo desaparecer la guarnición de avanzada del
enemigo, que debía intentar sobrevivir en la agreste y boscosa área del otro lado del oasis
del río, demasiado al este como para reportar riesgo a Akhbá. El excitado informante
intentaba no atropellar sus palabras de elogio al impecable triunfo de sus fuerzas.
Pe atendió el informe y combinó sentimientos opuestos. Por una parte, sentía
admiración indudable por Sispeh y su victoria, que además alentaba el desarrollo de la
guerra hinchando su corazón y el de su pueblo y, por la otra, ira hacia los dioses, que
habían dado un favor inmenso al general. Luchando contra esas pasiones, ordenó el
repliegue del contingente de avanzada, exigiendo los tesoros del enemigo como prueba del
triunfo.
Cayó la noche y los hombres de Sispeh bebieron y bailaron al resguardo del fuego
cantando a su general bajo el título de “useru” -ello explica el nombre de la batalla “Useru-
akhbá”, el León de Akhbá-. Celebraban contentos, sin tomar conciencia de lo obrado.

-100-
Ninguno de los sobrevivientes del combate podía admitir siquiera que su vida corrió peligro
esa mañana. Contrariamente, festejaban como si la muerte hubiera marchado solamente
sobre el ejército rival.
Sispeh sí reconocía los hechos. No se preguntaba si sus soldados podían sufrir o
gozar. Apenas representaban para él números, objetos empleados para atraerse la ventaja en
la guerra. Sus ideales pacíficos quedaban en casa, en tiempos de paz. Al frente de su
ejército, Sispeh se transformaba de manera dramática y, por las circunstancias, trastocaba
sus principios. En la ciudad habría llorado la injusticia y el crimen. Esa noche,
reconociendo que la muerte de sus hombres hubiera sido una pérdida para el país, entendía
el pillaje y el asesinato como acciones justas y deseables bajo el signo de la guerra.
Durmieron, en fin, felices al abrigo de la noche, de las estrellas y las piras amigas, que
parecían cantar en su chisporroteo un aria triunfal.
En el otro lado del oasis, Wosret de Busiris, invadido por el acerbo sabor de la
derrota, se acusó de impulsivo y triunfalista. Recordaba esas flechas que no causaron daño
en su línea, pero activó en ella la imbecilidad de cargar sin control ni objetivo contra una
fuerza ordenada y extraordinariamente móvil. Para paliar su disgusto, mandó matar al
general que permitió la galopada de la mitad de sus fuerzas, hizo derramar su sangre sobre
el fuego y arrojar los despojos para el festín de las hienas. No durmió sabiendo a su tropa
impotente para cualquier acción provechosa al estar diseminada por el bosque. Sus espías le
dijeron que se encontraba a cierta distancia de Akhbá, que las huestes enemigas las dirigían
generales imberbes como Thaqotep y Netikerty, y que un ataque bien dirigido desde el este
lo instalaría casi dentro de la ciudad, llena de provisiones y áreas seguras para sus hombres.
Pero eso ocurriría de estar preparado y, dado el resultado de la batalla, lograrlo le costaría
tiempo.
Wosret había perdido la tolerancia a la derrota. Siendo muy joven se enamoró
perdidamente de Saktif, una muchachita de Busiris que por desgracia se hallaba demasiado
lejos de sus posibilidades: por un lado era la hija menor del rey. Sólo un pariente o un
sacerdote podrían aspirar a poseer semejante tesoro, y Wosret no era ni pariente ni
sacerdote. Peor aún, y por el otro lado, el rey ya había decidido que Saktif se casaría con su
hermano en cuanto éste cumpliera los catorce años.
Sin embargo, el pequeño Wosret porfió como el que más, logró conquistar a la
inigualable princesa prodigándole un cuanto hay de regalos, joyas, paseos y poemas. Saktif
cayó rotunda a sus galanteos y por meses mantuvieron una relación a escondidas del
soberano de Busiris. Mientras la chiquilla organizaba peregrinajes a los templos en las
afueras de la ciudad, Wosret partía a falsas cacerías en soledad, reuniéndose con su amada
en los santuarios perdidos para liberar su febril amorío, inflamado por el púber
descubrimiento conjunto de los placeres que obsequiaba el sexo. Esas huidas románticas
representaron para Wosret el mejor tiempo de su vida, y puede entenderse el odio que
estalló en su corazón cuando el hermano de Saktif cumplió sus catorce. No bien se casó, la
princesa acabó recluida en el perhó, cerrando para siempre toda opción para Wosret de
volver a verla. Al revés de apaciguarlo, el tiempo hinchó el rencor del muchacho y cuando
el príncipe se convirtió en rey, Wosret juró por Uadyet que los mataría a ambos.
Aquella dolorosa experiencia enseñó a Wosret, ahora rey de Busiris, que los
objetivos han de cumplirse sin importar el costo y tomando cualquier oportunidad que se
presente. Precisamente eso hizo para convertirse en rey -siguiendo un tráfago de decisiones
viles y crueles traiciones- y ahora que sufría una aplastante derrota en combate, sentía el
mismo dolor impotente que lo inundó cuando Saktif se casó.
-Intenta reunir a esta maldita tropa -ladró a Esneqet, el nuevo general al mando.

-101-
Al día siguiente las dispersas fuerzas del ejército de avanzada del Bajo Shemia
intentaban reunirse en los densos bosques al este de Akhbá, mientras los soldados del Alto
Shemia se mantuvieron a la espera de acontecimientos, convencidos de lo inadecuado de
salir en busca de pelea, por lo complejo del bosque, lleno de pequeños teatros para la
emboscada que anulaban la ventaja numérica.
Mucho más al norte, en Deba, las noticias de la guerra llegaban de continuo a un
Sisobek inquieto al tener que compartir el poder de la militarizada ciudad con Ohté, el
general acompañante del aún oculto Dier, visir del Alto Shemia.
Sisobek había aprendido en Deba mucho acerca de los habitantes del Bajo Shemia.
Conocía del boato con que vivían y su desdén por los conflictos bélicos, lo que le causaba
una opinión muy favorable, ya que creía más aptas para la vida en esta tierra a aquellas
almas que se alejaban de la guerra. Admiraba a esa gente por su gusto refinado, por la
buena vida y el buen comercio.
Aun así, Sisobek ignoraba que los bajoshemianos detestaban la noción de patria que
sí existía en el Alto Shemia. Desunidos, los pueblos del Bajo Shemia aparecían como un
enemigo fácil de doblegar, pero el gobernador de Deba ignoraba esta realidad, igual que los
demás generales sureños y el mismo visir, Dier de Nekeb.
Este último descubrió que desde Deba no lograría obstruir la ruta de abastecimiento
del ejército del Bajo Shemia apostado en el sur. Creyó necesario movilizarse para quebrar
esa ruta, comprendiendo de forma intuitiva que el dominio del abastecimiento constituía
una estrategia trascendental para frenar al enemigo.
Dier ordenó construir un fortín para detener el paso de las vituallas al sur, enviando
un grupo militar en el que viajaban también arquitectos y obreros. El destacamento marchó
con rapidez por algunas semanas y, finalmente, se apostaron a un par de cientos de
kilómetros al sur de Deba, donde levantaron a toda velocidad el puesto fortificado desde el
cual detendrían cualquier movimiento, tanto por tierra como por agua, que significara
alimentar el ejército del Norte en el sur. El lugar elegido resultó ser una suave región
escasamente poblada conocida como Ineb Hed, en donde el río volvía a ser un solo gran
cauce. Al cabo de quince días, Dier consiguió el control total de la ruta a Akhbá.
Liberado de la responsabilidad, se concentró en su plan para asesinar a Sisobek, el
general traidor convertido en gobernador de la ciudad donde perpetrara su acto de cobardía.
Reunido con el general Ohté, Dier de Nekeb le planteó, sin miramientos, que Sisobek debía
ser removido de su cargo, enjuiciado y muerto. Ohté no comprendía las razones de tal
demanda, tanto cuanto porque Sisobek había demostrado ser un gobernador juicioso como
porque gozaba de la aprobación del perhó del Alto Shemia y de los habitantes de Deba.
Popular y querido, su fama de hombre justo se había extendido más allá de las fronteras de
la ciudad. Lo veían con admiración en los pueblos cercanos al Gran Mar, y en los que
comerciaban desde el Sinaí. Su calidad como gobernante permitía un intercambio comercial
y cultural dinámico y feliz; por doquier se hablaba de Deba como polo de atracción, donde
escultores, vates, barberos, académicos y agrimensores deseaban acudir; la ciudad además
lucía próspera, segura y limpia. Sisobek había transformado la administración de Deba en
la máxima embajada del éxito sureño en el norte. Viajantes comentaban frecuentemente
que el agua sería miel en el Alto Shemia si sus ciudades se parecían a Deba. Los informes
de que disponía Ohté contrastaban con la decisión del visir a tal punto que se vio obligado a
negarle la posibilidad de destitución.
-Lo lamento, Dier, no puedo. Tengo cartas del perhó que alaban a Sisobek de Ehdú.
Mira ésta -dijo señalando una de las que tenía entre sus húmedas manos-, cambia su
nombre, de Sisobek de Ehdú, a Sisobek de Deba. ¿Cómo proceder? ¿Cómo?

-102-
Dier comprendió que debía postergar otra vez su momento. El único camino
disponible, aunque difícil en plena guerra, consistía en acudir a Ity, acusar a Sisobek de
traición y expeler una orden divina para castigar al gobernador. ¿La concedería Pe Ity
cuando el país se entregaba por entero a la conflagración? El visir admitió que tendría que
esperar. Para evitar la tentación, se mantuvo al mando del puesto de avanzada construido en
Ineb Hed para controlar la ruta al sur. Desde allí, pensaba, podría presentársele la
oportunidad de comunicarse con Ity. Ohté, por su lado, optó por callar para no enredar las
cosas. Los debanos podían estar bajo la administración del Sur, pero seguían siendo
habitantes del Norte y definitivamente no deseaba vérselas con una revuelta civil.
En Akhbá, Netikerty habló con su padre. Preguntó qué esperaban para avanzar, si al
desplazar las tropas lejos de su país el nuevo teatro de operaciones se desarrollaría en el
Bajo Shemia. Ity parecía sorprendido que su hija propusiera esa acción, convencido que
sólo Sikhu tenía las buenas ideas.
Todos los contingentes, casi quince mil hombres, salvo un destacamento a cargo de
custodiar Akhbá, comenzaron a moverse con lentitud río abajo -con dirección norte-,
escoltados por grupos de exploración que recorrían el oasis en busca de enemigos.
Wosret de Busiris, oculto a la vista de sus rivales, vio con vengativo placer que los
ejércitos enemigos se desplazaban, confiando que dejaban un grupo pequeño custodiando la
ciudad. Se presentaba una oportunidad. Al menos castigaría a Akhbá por la derrota de
Useru-akhbá, regalando a sus huestes el botín del atraco.
Esperó todo el día, recibiendo informes sobre la marcha de las fuerzas del Loto.
Satisfecho, permanecía a algunos kilómetros de Akhbá, dispuesto a utilizar sus casi dos mil
hombres para arrasar la ciudad y saquearla. Mandó una posta para alertar al país del Norte
sobre el monumental avance enemigo, mientras en el bosque él reorganizaba sus dispersas
tropas, con el fin de planear la carga contra la ciudad. Tengo tu venganza, Upuaut, dijo el
rey a su dios.
-Tomará días reunirlos a todos en este bosque, rey -le dijo Esneqet.
-No tiene importancia. Mientras más tiempo pase, más lejos estarán -respondió
Wosret-. ¿Alguna estrategia?
-Mi idea -respondió el general Esneqet- es sacarlos del bosque seiscientos metros al
sur, donde hay claros que nos permitirán marchar en fila, y además quedaremos frente a las
murallas de Akhbá.
-Muy bien -comentó satisfecho el rey-, pero quiero silencio absoluto. Ni el
Misterioso debe saber que estamos aquí.
-Eso es fácil, rey. Este bosque es impenetrable incluso para los ojos.
-Míralos. Se llevan al rey.
-¿Correrá peligro Busiris, rey?
-Ya lo creo. Es un número inquietante de soldados. Pero tenemos ventaja. Si entran
en el país, tendrán que cuidarse por los cuatro costados. Además, el grueso de nuestras
fuerzas espera en Thá Nis para abalanzarse sobre Deba, donde obviamente se estacionarán.
-Ordenaré el avance entonces.
-Seiscientos metros al sur.
-Así será, rey. Permiso.
-Ve.
Mientras Wosret constituía su fuerza de ataque, Sikhu marchaba junto a Pe,
comandando la retaguardia del ejército, la más numerosa, con ocho mil hombres
protegiendo la caravana de alimentos. En su corazón crecía el odio hacia su padre, que se
quedaba en este mundo y cuya energía parecía renacer, dándole una segunda vida, quizá

-103-
demasiado larga para su codicia. Maquinaba con febril ansiedad algún método para
arrebatar la vida de Pe sin levantar sospechas, pero sus opciones resultaban tan escasas
como las nubes en el cielo.
-Dios padre, ¿habremos de castigarles o también planeas invadir? -preguntó con
falsa dulzura, ocultando sus aviesas intenciones.
-Invadir, hijo. Tú gobernarás el Bajo Shemia con la protección de los dioses, y
cuando me corresponda partir al encuentro de los Padres, podrás unir los dos países, como
lo dice la profecía -respondió con el pecho inflamado. Estaba consciente que gracias a
Sikhu su espíritu había despertado, pudiendo reencaminar al país a su destino. Aseguraba
que el muchacho merecía el gobierno del Bajo Shemia, corregentando el poder con él.
Emocionado, imaginaba la gloria de poseer el mundo entero, confiado que la nueva
provincia pasaría a manos de su hijo. ¿Cómo habría él de traicionar al viejo Pe?
-El cielo es azul por gracia tuya, oh, dios -dijo entre dientes el muchacho.
Thaqotep, en tanto, dejaba el comando de la marcha a su shoshiq y se encaminaba
hacia el ejército dirigido por Netikerty. Como hubieron acordado, se reunieron en plena
marcha para fraguar un plan para deshacerse de Sikhu, aprovechando las circunstancias de
la guerra.
-Iwemhotep, hermana -díjole.
-Iwemhotep, Thaqotep -respondió maliciosamente la mujer-. El maldito Dier ha
planeado todo esto. Disponemos de un rival contundente.
-Sí. Debemos hacer algo.
-Pero, ¿qué?
-Tal vez usar todas estas fuerzas que tenemos -mirándola directamente a los ojos,
quiso infundir en su hermana la idea que cobraba forma en su corazón, sin emplear
palabras, quizá demasiado horrendas, o porque disfrutaba el rol dramático que jugaba
siempre el bienamado príncipe.
-¿Atacarás al dios? Estás loco.
-No soy traidor, Netiky -respondió él-. Digo que podemos fingir un error militar. A
Sikhu le gustará la idea de salir al rescate de sus pobres hermanos, ¿no crees? Nosotros
luego podremos culpar a nuestros shoshiques por actuar irreflexivamente. Sikhu puede
cometer el error de buscar la gloria y entonces nacería la ocasión. Si los dioses lo quieren,
lo reclamarán y nuestro hermano saldrá del camino.
-Habrá que esperar la ocasión -reconoció Netikerty-, por lo menos hasta llegar al
país del enemigo.
Durante la larga caminata que llevaba al inmenso ejército del Alto Shemia a los
dominios del Bajo Shemia, los tres hijos mayores del dios-Pe, ansiosos de alcanzar el
poder, bosquejaban trazados para allanar su ruta al perhó de Nekeb.
El trayecto se hizo monótono. Las mañanas despertaban con un sol generoso, que
lamía con sus rayos cálidos cada rincón del mundo abierto a los ojos de los hombres. Al
completar la primera comida del día, que combinaban con abluciones, cosmética y ritos
religiosos, apuraban el paso para descansar del calor diurno. Sólo cuando la tarde se
anunciaba irisando el cielo de carmesí y púrpura reanudaban la marcha, repitiendo los días
sin novedades. Los prados y marismas asomaban desiertos, y algunos animales salían a su
paso. Una manada de hipopótamos sagrados les retuvo todo un día, improvisando un ritual
de agradecimiento y petición. En el decurso del rito el sacerdote lanzaba piedras a las
bestias que se movían inquietas agitando las aguas, movimientos interpretados por los
magos como palabras divinas transmitidas luego al dios.

-104-
Pe, a quien levantaban un campamento personal repleto de comodidades, aprovechó
las jornadas para hablar con sus hijos. Los reunía al caer la noche, infundiéndoles el
propósito sagrado de ser Perhó, conminándolos a la justicia y la sapiencia.
-Presten atención a los dioses. Su sabiduría es inmensa como el horizonte y de ellos
podrán nutrir sus corazones -les dijo una noche.
-Siempre presto atención, dios -contestó Sikhu. Netikerty miraba de reojo a
Thaqotep, que tomó la palabra.
-Háblanos de tu madre, dios.
Cuando vivía, Thak trató de suplir la ausencia de madre en la crianza de Ity,
forjando en el niño una imagen sublime de Ihé. Al oír la petición de Thaqotep, el soberano
perdió por un momento la mirada, invadido de sentimientos y añoranzas. Ity cogió un higo
y lo miró detenidamente, como buscando la respuesta en los purpúreos pliegues del blando
fruto. Le parecía imposible separar la imagen de Ihé de la diosa Maat de la que le hablara
Dier. Tan pronto como se convenció de la nueva fe, Ity reunió a la mujer y el concepto en
una sola personalidad, cuya forma humana se había difuminado hasta desaparecer.
-Ihé, tu abuela, fue una mujer sobrenatural -dijo por fin-. Mi padre, Pe Thá hoy rige
el mundo junto a ella, midiendo la justicia de nuestros actos.
-¿Era bella, padre? -preguntó Netikerty.
-Como la más perfecta joya, hija -y se comió el higo.
-¿Por qué te abandonó, dios?
-Los Padres empujan a sus hijos a actos que a veces no podemos explicar -respondió
intrigante-; he llegado a entender que Ihé salió de Nekeb porque ya había nacido su hijo.
Creía con sobrada sinceridad que después de parir a un dios, ¿qué más podría Ihé
concebir? Ity desconocía que su padre había expulsado a Ihé de Nekeb porque ella no le
daba más hijos, e igualmente ignoraba si ella aún vivía.
Aunque la relación entre Pe y sus hijos parecía íntima, la realidad indicaba más bien
cordialidad y hasta un cierto desapego. Las muestras de cariño se remitían a premiar el
esfuerzo o responder las preguntas, lo cual permitía un diálogo fluido; fuera del ámbito de
la instrucción las demostraciones afectivas escaseaban. Quizá porque Ity creyera que la
firmeza de carácter se lograba con aspereza en las relaciones o por la ausencia de la figura
materna en los períodos críticos de su propio desarrollo -que se produjo al alero de
instructores-, el caso es que la crianza, especialmente de los tres mayores, resultaba árida y
carente de sentimientos.
Jeseqeu, la madre, la mujer de Pe, se perdió en los avatares de la Casa Mayor y, tal
vez como espejo de la actitud de su marido, tampoco prodigó atenciones a sus críos. De
hecho, representaba una figura ausente, una especie de administradora palaciega dedicada
exclusivamente a la ardua labor del protocolo, sin intervención en asuntos de los niños a
menos que se tratara de ataviarlos cuando les visitaban embajadas extranjeras o si había que
preparar una ceremonia. El resto del tiempo, Jeseqeu figuraba para sus hijos como un
extraño, o en el mejor de los casos, como una amistosa pero distante funcionaria de la corte.
Parte de una familia fundadora de Nekeb, sus abuelos recorrieron el periplo de Thak
sin quejarse y accediendo a todas las exigencias del clan durante el éxodo, y para cuando el
grupo conquistó el margen del Misterioso, tal familia disfrutó de merecidas prerrogativas
que les acercaron a lo más poderoso de la sociedad. El padre de la madre de Jeseqeu ostentó
el cargo de consejero hasta su muerte, la abuela trabajaba junto a Senbi en las ceremonias
privadas, y la hija de éstos fue sacerdotisa. Thak pensó que la pequeña Jeseqeu, criada tan
cerca del poder y alrededor de múltiples funciones importantes, podría representar muy

-105-
bien el papel de Ihé para su primogénito, pero no intervino en absoluto, suponiendo que Ity
decidiría adecuadamente cuando su criterio se lo permitiese.
Pe, en ese tiempo, se percató de la preferencia de Thak por la muchacha, y en parte
porque le atraía pero principalmente por congraciarse con su padre -a quien para entonces
ya bombardeaba con preguntas y requerimientos relativos a la profecía, exigencias que
Thak eludía enigmáticamente-, decidió tomarla como mujer cuando tuviese la edad para
ello. No obstante, Thak murió antes de que esa fecha llegara, pero como había una promesa
por cumplir, el joven príncipe convertido en Pe decidió seguir adelante con el asunto. La
ceremonia de unión entre Ity y Jeseqeu se desarrolló un par de semanas después de ser
aquél erigido como flamante Pe. Ity en realidad no amaba a su mujer y mantuvo amoríos
furiosos y breves con un montón de mujeres que le dieron varios bastardos que Pe nunca
reconoció como suyos.
Jeseqeu no ignoraba la actitud de su hombre pero tampoco la criticaba. Bien tenía
ella sus propias aventuras con encantadores extranjeros que recibieron excelentes muestras
del cariño con que el Alto Shemia recibía a los forasteros, tanto en lo público como en la
cama de la reina.
No resultaba extraño, pues, que los hijos de esa pareja seca de amor crecieran sin el
afecto de ninguno de sus padres. Mientras Ity intentaba fabricar al próximo Pe con
pomposas peroratas, Jeseqeu se extraviaba dentro del perhó.
Sin embargo, está dicho, Pe tenía a bien acudir a todos los requerimientos de sus
hijos y atendía con diligencia esos requerimientos si, según él creía, su resolución aportaba
en la construcción del nuevo soberano. A todo contestaba y todo comentaba cuando se
hablaba de estrategia militar, crecimiento urbano, protocolo religioso y oratoria.
Había un tema, sólo uno, que concitaba el más férreo silencio de Ity, y ocurría si
alguno de sus hijos preguntaba por la profecía. Pe actuaba incluso más vehementemente
que como lo hiciera Thak en el pasado. Ante cualquier inquietud de alguno del “trío
dorado” respecto de la profecía, Ity cortaba el tema con una frase que resultaba ya una
rúbrica personal. «Has de cumplir su mandato, es cuanto debes saber».
Pero del resto, conversaba de todo, con apertura y pasión, convencido que sus
palabras amoldaban la personalidad cabal que sus hijos requerirían para cuando él les
dejara el solio de Nekeb. Así, largas conversaciones se desarrollaban en la tienda suprema
del ejército.
Y, respecto de la expedición, antes que una expedición militar, parecía más bien una
caminata familiar de quince mil parientes.
-Ninguna oportunidad -mascullaba Sikhu.
-Sin batalla no hay ocasión -decía Netikerty.
La gigantesca tropa se movía al norte sin encontrar resistencia, como si los ejércitos
de Wosret esperasen en otro lugar, eliminando la posibilidad de pillaje, que rellenaría las
alforjas y el entusiasmo de la multitud. Aun así, el recorrido resultaba favorable al Alto
Shemia, desde el punto de vista del poder. En cuanto encontraban pueblos desperdigados y
sin jefes, que decían no pertenecer a país alguno, el ejército del Loto dejaba pequeños
destacamentos de veinte o treinta hombres liderados por un shoshiq o un general. La
invasión cobraba aliados o poblados tributarios útiles también a los fines bélicos, como
guarniciones, fuertes o posadas.
Admitiendo que en el estado de cosas las oportunidades para humillar a Sikhu se
habían desvanecido, el príncipe Thaqotep decidió coger a su ejército y dirigirse con él
rumbo a Taur Djen para conocer la lejana ciudad y porque quería averiguar si de allí

-106-
podrían reclutarse soldados. Se despidió de su padre y de Netikerty, a quien abrazó con
especial cariño, diciéndole que la iría a buscar a Ineb Hed.
En seis días el príncipe avistó las bajas murallas de la apartada ciudad biblioteca del
norte del Alto Shemia. Por indicación de los vigías, el historiador Jentiamentiu de Taur
Djen salió alegremente a recibir al hijo del dios.
-El cielo es más azul hoy, hijo de Ity -dijo con formalidad el jefe de la casa mayor
de Taur Djen a Thaqotep, que se adelantaba a su tropa.
-Iwemhotep, Jentiamentiu de Djen. Vengo por instrucción del dios -respondió éste,
alegre y confiado como siempre.
-Sé bienvenido, hijo del dios. Trae a tu ejército a la sombra.
-No estaré mucho aquí.
-Cada minuto es una bendición.
Entraron en la ciudad los trescientos soldados de Thaqotep junto al príncipe y
Jentiamentiu que no cesaba de relatarle los eventos del último tiempo. Rápidamente los
asistentes de Jentiamentiu se abocaron a preparar un banquete de recepción que estaría listo
para la noche mientras éste y Thaqotep se reunían en la casa mayor.
-Esto que ves -decía mientras mostraba al príncipe un libro- es la historia de Nekeb,
ya terminada. He hecho algunas copias y quiero que lleves una al dios. Ha sido arduo pero
se ajusta a la verdad.
-Espléndida obra, Jentiamentiu. Pe Ity te bendice -respondió Thaqotep visiblemente
sorprendido por la inmensa obra que el historiador había redactado. Dentro de un arcón de
madera había unos treinta rollos de papiro y, al extraer uno de ellos, pudo ver que estaba
escrito sin márgenes y con caracteres pequeños, exhibiendo una economía de espacio que
probaba cuán extensa narración había completado el jefe de Taur Djen. Dejando el cofre a
un lado, el príncipe continuó.
-Otro asunto me trae a tu ciudad. El que he traído es un pequeño grupo de un
ejército numeroso que se traslada a la fortaleza de Ineb Hed, desde donde mi padre planea
extender el reino del Loto y castigar al rey de Busiris. Usaré un camino distinto para
explorar otras regiones y necesito toda la información que dispongas, además de hombres,
si los hay, para ampliar mi fuerza de expedición.
-Información tengo, hijo del dios, con la que podrás guiarte por estas tierras
traicioneras. Encontrarás muchos clanes hostiles al Loto que harán dura tu travesía. Lo que
no puedo darte son hombres porque no los tengo, a excepción de la guardia de la ciudad,
que es escasa y anda siempre en líos con esos grupos de los que he hablado. Si lo deseas,
puedes llevártelos, pero me dejarás indefenso.
-Dame esos mapas que los necesitaremos. Sobre tus soldados, consérvalos. No
vaciaré una vasija para llenar otra.
-Mis asistentes preparan un banquete para ti y tus soldados, hijo del dios.
-Muy bien, amigo. Llévame a la capilla para rezar.
Tras rezar, Thaqotep se recluyó en una celda del templo y mandó llamar a su
shoshiq, con quien se puso a revisar las descripciones de la región y planear la ruta que
seguirían. Jentiamentiu, en tanto, organizaba la fiesta. Las bailarinas pasaron la tarde entera
embelleciéndose y los músicos puliendo los sistros y limpiando los panderos, mientras los
cocineros cortaban nabos y cocían pescados y patos, batían miel con leche y preparaban
zumos de frutas. En fila india entraban en la casa mayor sirvientes con cubas con cerveza y
agua, bandejas, paños de lino y ramos de flores.

-107-
-Pon estas vasijas aquí. Ustedes bailarán en ese lugar, después de la cerveza. Tú,
bruñe bien estos platos -ordenaba nerviosamente el historiador, ansioso por lograr un
festejo digno de su huésped.
Bien entrada la noche, un sirviente llamó a Thaqotep para invitarlo al banquete.
Ataviado con su indumentaria regia que incluía anillos, tobilleras y brazaletes de oro
además de una imponente pechera de cuero y cuentas de fayenza, el príncipe se presentó en
el salón principal de la casa mayor, donde le recibieron los consejeros de la ciudad con una
profunda reverencia. Detrás del príncipe entró un grupo de quince soldados, los más
destacados de la tropa, para quienes también había asientos en el agasajo. Tras sentarse,
Thaqotep vio con alegre silencio el espectáculo de música y danza, y cuando éste finalizó,
conversó con Jentiamentiu acerca de la fiesta, el lugar y los mapas.
-Si tomas el camino a Deba, encontrarás múltiples pueblos pero ninguna ciudad
importante, pero haciendo este desvío hay una villa muy grande, que llaman Buba
-comentaba Jentiamentiu premunido de un plano mientras hincaba el diente a una pierna de
pato asada.
-¿Qué es todo esto? -preguntó Thaqotep señalando un área vacía en el mapa.
-No hemos explorado esta región.
-Podría haber algo, pero no poseo soldados como para iniciar una exploración que
puede resultar infructuosa. No tendría cómo alimentarlos ¿Y aquí? -preguntó el príncipe
echándose un largo trago de cerveza.
-Por esta ruta -Jentiamentiu señalaba el plano- vas a la región del Thusi, pero la
ciudad más importante queda demasiado lejos.
-Demasiado lejos.
-La mejor ruta al Thusi es por Sais, una ciudad grande al centro del Bajo Shemia.
Ésta, ¿la ves? El problema con Sais es que está fuertemente resguardada y la vía es hostil.
Además están estas otras ciudades alrededor.
-Entonces mi único camino es Buba.
-Sí, hijo del dios.
-Sería absurdo avanzar por la ruta a Deba, pues mi padre viajará con todo el ejército.
Deberíamos movernos por este camino. ¿Qué crees tú?
-Es un camino seguro, sin duda. Los pueblos que encuentres no representarán
peligro para ti e incluso podrás coger de ellos cuanto necesites para alimentar a tu ejército.
El Bajo Shemia es poderoso, hijo del dios, pero su brazo no alcanza esa región. La ciudad
de Buba es la frontera donde en realidad termina el Bajo Shemia, y puede que encuentres
resistencia allí.
-Para eso tenemos un ejército.
-Es cierto.
-Tu fiesta es excelente, Jentiamentiu.
-Me honras, hijo del dios.
El festín se desarrollaba muy divertido mientras los músicos tocaban una melodía
popular de la región. Sirvientes iban y venían con cerveza, pan, pescado y frutas, retirando
las bandejas vacías y limpiando el piso. Algunos comensales, ya medio borrachos, se
abrazaban y tarareaban a gritos la música, otros cabeceaban un sueñito y más de uno volteó
el estómago en vasijas apropiadas. Varios ya bailaban sin coordinación y uno empezó a
pedir mujeres.
Entonces, las bailarinas regresaron, ahora desnudas y bañadas con lustrosos aceites,
acompañadas de varones calatos también, e invitaron a los soldados y consejeros a una
orgía cadenciosa en la que hombres se frotaban entre sí, o con mujeres, mientras

-108-
compartían las sobras de la comida. Un sirviente escanciaba cerveza en las copas de los
viandantes mientras éstos se sometían al placer carnal sin prisa, como en una numerosa
danza de mareo sexual, entregando el cuerpo indistintamente a desconocidos compañeros
de goce. Los músicos intentaban continuar su melodía pero algunos, embriagados por la
bebida, el olor y las escenas, abandonaban su interpretación para tocar esta vez las
anatomías de hombres o mujeres que brillaban a la luz de las teas como si fueran teas.
Jentiamentiu, visiblemente incómodo, se incorporó y, percatándose de la lascivia en la
mirada de Thaqotep, le habló.
-Hijo del dios, eres bienvenido a esta fiesta, es para ti. Yo debo regresar a mi casa.
-Estoy ebrio, Jentiamentiu, y excitado. Consigue dos mujeres para mí, y dos para mi
shoshiq. Y vete.
-Sí, hijo del dios -dijo, y moviéndose hacia la orgía, indicó a cuatro mujeres, al azar,
que debían acudir al trono del príncipe. Tras fijarse que las muchachas cumplían, salió
molesto del lugar.
-Hato de ikos -murmuró.
Tres días tomó a los sirvientes recuperar el salón de la casa mayor, que había
quedado inmundo, hediondo y desordenado. Cuando el palacio finalmente regresaba a su
sobria decoración original, Thaqotep comenzaba a salir de Taur Djen con toda su tropa
después de abrazar a Jentiamentiu.
-Eres un gran anfitrión, amigo, mi padre lo sabrá. Necesito que envíes un emisario a
Ineb Hed para que relate a Pe Ity mi propósito de conquistar Buba para el Loto. Hazlo sin
demora. Me voy, ahora.
-Haré lo que pides. Que el sol cuide tus pasos, hijo del dios -reverenció el
historiador. El príncipe dio media vuelta y ordenó a su ejército comenzar la marcha.
Cantando alegremente, la tropa de Thaqotep avanzó confiando que en unas semanas
aparecería Buba en su horizonte mientras tres muchachos enviados por Jentiamentiu
partieron raudos a Ineb Hed para informar a Ity de los planes de su hijo.
Por esos días, en una tarde ventosa, un grupo de exploradores regresó a la tienda de
Ity para informar que habían encontrado al visir Dier de Nekeb dirigiendo un pequeño
puesto en un sitio encerrado, impidiendo el paso de soldados y provisiones del Bajo
Shemia. La expectativa del reencuentro conmovió en tal grado a Pe que apuró la marcha de
las fuerzas para abrazar a su amigo.
Hasta ese momento, el puesto de Ineb Hed había demostrado ser de poca utilidad,
ya que en su breve existencia había avistado casi exclusivamente caravanas de bienes para
comerciar con aldeas miserables, aunque lograron detener un par de escuadrones enemigos,
todos exploradores. Sin embargo, Dier seguía convencido que muy pronto sería requerida
para frenar destacamentos enemigos más numerosos.
El encuentro de las fuerzas del Alto Shemia en Ineb Hed resultó memorable. Alegre
fiesta se llevó a cabo, donde los rituales daban paso a orgías de bebida, bailes y cánticos
alusivos a la gran victoria de Useru-akhbá. Luego los arquitectos presentaron planes para
construir monumentos conmemorativos y los forjadores confeccionaron aros, brazaletes y
otras alhajas con los nombres de los dioses protectores o de las regiones conquistadas por el
perhó.
Los satisfechos hombres del Alto Shemia desconocían que habían alejado
demasiado sus cuchillos de sitios ahora inseguros, porque Wosret de Busiris, rehecho y con
sus soldados preparados, se encontraba en condiciones de iniciar su revancha.
El mismo día que Ity abrazaba fraternalmente a Dier en Ineb Hed, festejando el
reencuentro, Wosret ordenó la caza a Akhbá. En grupos pequeños e intermitentes, salían

-109-
desde los bosques los soldados para ordenarse nuevamente a pocos kilómetros al este de la
ciudad. Akhbá recibió la alerta por intermedio de los vigías; el avispado Tiye de Akhbá
creyó insuficientes sus fuerzas para proteger la ciudad y llamó a campesinos y obreros, a
recolectores, orfebres y a todo hombre capaz de blandir una porra o lanzar una flecha, para
defender con la vida su querida ciudad.
Al caer la tarde, mientras en Ineb Hed se emborrachaban celebrando a los dioses en
medio de una suculenta orgía, una flecha ardiente marcaba el inicio del ataque de Wosret
contra Akhbá. A medianoche, los casi dos mil hombres del rey Wosret completaban el
asalto a la ciudad, ahogando en sangre a la mayoría. A Tiye, reconocido por Wosret de
Busiris, le perdonaron la vida, expulsándolo al desierto con algunas pertenencias, entre las
que pudo rescatar algunos efectos de Ity. La otrora pujante ciudad de Akhbá dejó de existir
por completo, arrasada con un odio tal que el recuerdo de este desastre quedaría marcado
como un día aciago en el calendario de Nekeb. Wosret no dejó una piedra sobre otra,
barriendo con tanta eficiencia el lugar, que al cabo de algunos años nadie diría que allí
existió alguna vez un asentamiento humano. Ebrios de victoria, abarrotaron jarros y carretas
con bienes y alimentos, sacrificaron enemigos y animales para agradecer a los dioses, y
sólo cuando hubieron terminado las celebraciones destruyeron el templo de Akhbá. Incluso,
recuperó los obsequios que dejara a Tiye tiempo atrás. Apenas un emisario logró huir.
Corrió como perseguido por los demonios, obviando el día o la noche, forzado a recorrer la
ruta hacia el norte si quería llegar a Ity.
Terminada la faena, Wosret de Busiris miró con severidad al norte y luego al sur.
Meditaba sobre la conveniencia de marchar contra las demás ciudades del Alto Shemia o ir
tras Ity y enfrentarlo. Confiado por el feliz cambio de los acontecimientos, concluyó que
valía la pena cercar la retaguardia del ejército enemigo, cargando desde el sur. Marcharon
de vuelta al Bajo Shemia, salvando al Alto de una invasión incontrarrestable, con el solo
objetivo de dar caza al rey del país enemigo, animados por el rotundo triunfo obtenido en
Akhbá.
En el norte, en tanto, Dier de Nekeb acusaba a Sisobek de Ehdú de traición, en
reunión privada con Ity, aprovechando el buen humor de Pe. El visir sentía la sabrosa
necesidad de dañar a Sisobek y mortificarlo hasta su indigna muerte.
Ity no dio crédito a las acusaciones de Dier. Sabía de la conducta de Sisobek, de la
grandeza con que había actuado como jefe de la casa mayor de Deba y conocía
sobradamente su prestigio en la región. Por otro lado, ignoraba cómo rechazar la demanda
de su visir, su amigo, renacido tras el artero abandono. Al fin, decidió zanjar su conflicto
poniéndolo en manos del consejo de los Padres, actitud que molestó profundamente a Dier,
quien confiaba que la esperada ejecución sería aprobada por Ity como quien aprueba la
cena.
La profunda transformación religiosa de Ity le indicaba que matar hombres sólo
debía obedecer a mandatos supremos, razón por la cual pidió el consejo de los dioses.
Además, este caso tenía un lado político: Deba perteneció alguna vez al Bajo Shemia y
ahora se encontraba en plena guerra con ella, por lo que debía cuidar el ánimo de los
debanos. Eliminar a un gobernador querido representaba un riesgo adicional que no
deseaba correr. Decidió comprar tiempo y hablar con los dioses. Esperanzado en encontrar
una respuesta, entró a la pequeña construcción que hacía las veces de templo en Ineb Hed y
comenzó las limpiezas y trances del diálogo entre la deidad terrenal y sus pares celestiales.
Divagó un par de días, consultó a los Padres y también reflexionó él mismo. La respuesta
no llegaba.

-110-
Quien sí llegó fue el emisario que lograra huir de la masacre de Akhbá, alcanzando
la nortina posición ocupada por el ejército de Ity. Menqethotep recibió la mala nueva al
encontrar al sobreviviente mientras inspeccionaba los alrededores. El horror se esparció
como la arena en la tormenta. El consejo de generales debió interrumpir al Ity en su oración
y unánimemente determinaron enviar un ejército de vuelta al sur con la convicción que
Wosret de Busiris iría en busca de nuevas ciudades para asolar. Eligieron, desde luego, a
Sispeh el León, quien partió la mañana siguiente, casi sin prepararse, con su contingente
reforzado para paliar las pérdidas anteriores, con la consigna de llegar hasta Akhbá y
recorrer las sendas río arriba hasta dar con el ejército enemigo.
Ity se encontraba particularmente inquieto por lo sucedido. Para resolver la cuestión
entre Dier y Sisobek, había pedido tiempo a los dioses, y temía que éstos hubieran causado
el desastre de Akhbá solamente para darle ese tiempo adicional. Este asunto lo mantuvo
intranquilo y temeroso, lo que terminó por afectar su salud, deteriorándose con una rapidez
fulminante.
Con marcha redoblada, Sispeh se dirigía a la devastada ciudad en el momento que
se cruzó, intempestivamente, con el ejército de Wosret de Busiris. Los dos grupos se
pillaron por sorpresa. El general del Loto imaginaba a los enemigos más al sur de Akhbá,
persiguiendo nuevas víctimas, en tanto que Wosret juraba que para entonces las fuerzas del
Bajo Shemia tendrían muy atareados a sus rivales. Ninguno de los dos ejércitos había
empleado exploradores; tal era la prisa de ambos.
Se enfrentaron en un llano abierto y mohoso, cercados por cerros esmirriados
habitados por bestias que se apartaron como sospechando lo que allí ocurriría.
Esta vez, Sispeh, desprevenido y sin tiempo para poner a sus shoshiques al centro de
la tropa, supuso que ganaría el combate quien atacara primero. Sin mediar provocación o
diálogo y henchido de rencor por el recuerdo de Akhbá, gritó la orden de cargar escoltando
a sus hombres hacia la desorganizada turba contrincante, que reaccionó alejándose con
temor.
El combate se desarrolló largo y plañidero. Exhaustos por las caminatas respectivas,
ambos grupos batallaban descorazonados y sin fuerzas. Los choques se sucedían con
lentitud; el que llevaba la iniciativa, ora Sispeh, ora Wosret, se movía con pies pesados para
enfrentar un rechazo igualmente aletargado. Las tropas iban y venían en una batalla que
más parecía un baile cadencioso al son de lánguidos tambores, toda la tarde y ya bien
entrada la noche. Daba la impresión que la lucha se inclinaría a favor del que lograse
mantenerse despierto. Repetidos intentos de tregua se produjeron en ambos bandos, pero el
adversario indefectiblemente los rehusaba, pensando que esa pausa señalaba una debilidad,
lo que inflamaba los ánimos nuevamente.
Con las primeras luces del alba, el combate quedó reducido a agotadas maldiciones
espetadas de un grupo al otro. Ya no se mataban, sólo se insultaban, y hasta esto parecía un
esfuerzo sobrehumano. Con los años, la gesta se recordó como la más larga batalla de la
guerra. Poco menos de cuatro mil almas se atacaban y repelían repetidamente, con largas
pausas para alimentarse, maquillarse, rezar y prepararse. La leyenda terminó por exagerar
la duración, puesto que, en realidad, al cabo de cinco días el ejército invasor de Wosret de
Busiris resolvió destrabar el conflicto, cogió sus trastos, cruzó el río de noche para huir de
madrugada hacia su ciudad capital. El rey del Bajo Shemia creyó que ganar esa batalla no
le traería fruto alguno, y por otro lado retrasaba su llegada a la retaguardia del grueso de la
tropa rival.
Esa mañana, el general Sispeh se encontró sin rivales al frente como para continuar
el absurdo juego, teniendo que admitir su torpeza de no respetar la regla elemental de la

-111-
guerra que obliga a conocer en todo momento lo que trama el enemigo. Defraudado,
levantó el campamento y se encaminó con sus hombres a Akhbá.
Al tiempo que Sispeh salía hacia la avasallada ciudad, Ity recibía al emisario de
Jentiamentiu, que le relató los planes de su hijo Thaqotep. El joven príncipe marchaba con
un ejército bien pertrechado a conquistar Buba.
El avance a Buba, su asedio e intento de conquista, resultó un desastre de marca
mayor. Al llegar a sus murallas, se encontraron con la ciudad rodeada por un enorme foso
dentro del que rezongaban hipopótamos inurbanos y flatulentos, alimentados con diversión
por sus habitantes. Tras el único paso posible por el foso se levantaban torres custodiadas
permanentemente por rudos lanceros que vociferaban invectivas indignas de cualquier país,
por salvaje o irreligioso que fuera. El alegre príncipe Thaqotep se encontró en una situación
absurda, con sus tropas inútiles frente a los obesos animales que reclamaban irascibles. El
príncipe cargó una vez con una avanzadilla, que acabó destrozada por los hipopótamos y
las flechas lanzadas desde las murallas de la ciudad. Intentó prender fuego al foso, lanzando
pasto seco y ramas para atizar la pira sin conseguirlo porque los habitantes de Buba,
previendo esa posibilidad, disponían del agua con la que extinguieron cada fuego. El
siguiente paso de Thaqotep fue enfilar un escuadrón de lanzadores para diezmar a los
hipopótamos. En cuanto lo logró, de las puertas de la ciudad salió un contingente numeroso
de soldados enemigos que cargó con toda calma, pues el ejército del príncipe se había
quedado sin armas. El muchacho y su shoshiq, además de unos veinte soldados, lograron
huir. Al resto los masacraron.
A la distancia, Thaqotep oía los gritos burlones e inciviles de los contentos soldados
de Buba, quienes escribieron una canción convertida en un mito que realzaba la estupidez
de los sureños. El canto, hecho himno contra la ambiciosa invasión de Ity, decía: “De río
arriba / alimentan con armas / a los hipopótamos / y se lanzan a la lucha / los estúpidos no
saben que / sin armas no ganan”.
Simultáneamente, se encontraron en el puesto de Ineb Hed los remanentes de los
dos ejércitos del Loto, ambos derrotados. Thaqotep arribó con una veintena de
sobrevivientes y una historia humillante que resonaría por todo el valle de las mil lenguas
del Misterioso, en tanto que Sispeh, algo menos dañado en su honra, había logrado salvar
unas mil vidas.
El resultado de estas dos campañas, sumado a la desaparición de Akhbá, minó la
moral del ejército invasor. Ity, reunido con los generales -incluidos Sispeh y el príncipe
Thaqotep-, mostró su desazón por los tres reveses. Akhbá asolada, Sispeh impotente para
derribar al rey enemigo y su hijo… Su hijo, la carne del dios, mancillado hasta el límite de
la ira. Y todo en cuestión de días. Pe disolvió el consejo de generales sin conseguir
conclusiones, pero exigió la reunión del consejo religioso. Los dioses debían explicarse y
los generales no tenían potestad para semejante asamblea. Prontamente desalojaron a los
militares y, seguido, aparecieron los clérigos.
El consejo religioso, usualmente desconcertante, resultó esta vez sombrío. Ocho
sacerdotes rodearon a Pe Ity, oraron en voz baja, con un sonido hueco y hondo en la
pequeña estancia, iluminada con brasas ardientes sobre platos de cobre apoyados en
delgadas columnas, que ahumaban el lugar y le deban un aspecto más lúgubre aún.
Terminados los rezos, uno de los sacerdotes dirigió la plegaria. Solicitaba, con voz
ronca y en evidente estado de trance, la aparición de Tot, la Cobra y el Halcón. Les llamó
con insistencia pausada y monocorde, reforzado por los monosílabos profundos y
demorosos de los demás sacerdotes. El ruido causado por las gargantas horadaba los oídos
y retumbaba en las quijadas. Luego, un lamento general, parte del canto de bienvenida a los

-112-
dioses. Al fin, tres sacerdotes se pusieron de pie y se reunieron en la puerta de la estancia
para dejar espacio a los dioses incorpóreos que debían sentarse alrededor de los hombres de
fe.
-Ya están, Pe -dijo con alargada voz el sacerdote mayor.
Pe Ity, que no había participado de los ruegos preliminares, se removió en su sillón,
conturbado e incómodo. Costaba decir que su turbación se debía al hecho que se
encontraban de visita sus jefes o a que no los veía, al punto que otro sacerdote pensó que el
monarca estaba furioso con ellos. De pronto, Ity se sobrepuso a su estado inicial de
inconformidad, cerró los ojos y se dejó llevar por la impresionante realidad que le rodeaba.
Allí dentro, en un espacio cerrado, de colores difíciles y rincones polvorientos, con fuego
sagrado ardiendo para señalar el sitio de la reunión de los intermediarios y el dios, Pe Ity, el
Señor del Alto Shemia, exigía soledad para demandar a los Padres las razones del
abandono. Los cinco sacerdotes, sumisos y asustados, se hincaron y caminaron imitando a
los mandriles hasta la puerta de entrada, donde se encontraron con los tres que salieran
minutos antes. Se dieron media vuelta y, mirando a la pared, empezaron a rezar en baja voz
una plegaria repetitiva e interminable, que sonaba como ruido de fondo para el diálogo
entre Pe Ity y los Padres.
Sikhu, el hijo favorito para la sucesión, encontró durante la plegaria la oportunidad
que buscaba. Decidido a cumplir su plan ahora que la ocasión se presentaba propicia, entró
irrespetuosamente en la capilla y se encontró de frente con los sacerdotes que oraban.
Sorprendidos por la presencia del príncipe, con los ojos afectados por la falta de luz,
inquirieron con la mirada al muchacho, cuya aparición resultaba no sólo inesperada, sino
también inoportuna.
-¿Quieren saber qué dicen los Padres a Pe Ity? -preguntó en un susurro y con acento
severo y algo burlón.
Asintieron medrosos frente a la insólita interrupción. Pensaron que tal vez el
príncipe había sido iluminado y necesitaba dar su mensaje, en ese momento y lugar.
Silenciosos escucharon las palabras de Sikhu.
-Los dioses manifiestan su ira a causa de la nueva fe traída por Dier de Nekeb. Pe
Ity ha sido engañado y ahora se encuentra débil para dirigir a su patria, pero esta extraña
religión hace creer que no es así -dijo con voz pausada, como dictando sus palabras.
Sonaron suspiros de impresión ahogados, que manifestaban sorpresa y acuerdo. Los
sacerdotes dirigieron la mirada al rey que, hincado, parecía más viejo, solo y dañado que
nunca. Le vieron mover delicadamente los brazos mientras hablaba a los dioses con voz
ligera pero apesadumbrada.
Los hombres reunidos alrededor de Sikhu comprendieron entonces cuánta razón
tenía el príncipe. La caída de Akhbá, la vergüenza de Thaqotep y la confusa derrota de
Sispeh, además de la futilidad del transporte de inmensos contingentes de soldados,
representaban la prueba evidente que el dios-Pe había perdido la fuerza para mantener el
contacto con los Padres, y éstos abandonaban al Alto Shemia.
Ocultando su inmensa satisfacción por el resultado de su breve pero audaz acción,
Sikhu dio media vuelta y salió como una sombra, con la misma decisión y desprecio con
que había entrado en la pequeña capilla. Se reencontró con el sol, le miró con dificultad y,
presa de un incontenible deleite, saboreó su triunfo, convencido que los sacerdotes
actuarían según su previsión.
Pe Ity concluía sus rezos cuando los sacerdotes se le acercaron. Al voltearse,
distinguió sus siluetas y se les antojó una jauría de chacales. Los ojos brillaban con una luz

-113-
opaca y cruel, miradas que el soberano leyó con precisión. Creían comprender la plegaria y
ahora decidían el destino del rey y del Alto Shemia.
-¡Por tu debilidad, Pe Ity! -pronunció excitado uno de ellos, mientras en su mano
resplandecía la hoja cobriza de una filosa daga.

-114-
Capítulo Octavo

Dier de Nekeb no daba crédito a su mala fortuna, y tenía algunas buenas razones
para deplorar su situación presente.
Muy mal les había ido en la pomposa campaña militar, que dejaba en el campo de
batalla un número insospechado de compatriotas. El temor generalizado de haber acudido a
una acción para la que no estaban preparados había dado la razón, de manera demasiado
evidente, a Sispeh de Ehdú, que vio cómo, de forma desgraciada, se había impuesto su
predicción. Los notables de Nekeb, no habiendo previsto como sí lo hizo el general el
resultado de la operación, creyeron a Sispeh dotado de un conocimiento sobrenatural,
impresión que causó una honda preocupación en el visir. Se había producido la curiosa
situación de que la postura beligerante había quedado en manos del visir, cargo
eminentemente político, posición que salió del todo derrotada, en tanto que la más cauta
proposición del general -un hombre de armas- había resultado adecuada: el Loto no tenía la
preparación suficiente para emprender una campaña como la que pretendió en el norte.
Mientras el político deseaba la guerra, el general apostaba por la política. Tras el
resultado de la campaña, quedó claramente establecido, tanto en Nekeb como en Ineb Hed,
que Pe había escogido la opción errada. Para Dier, este revés significaba serias
preocupaciones en varios frentes.
En primer lugar, se vio obligado a abandonar con presteza el puesto fronterizo de
Ineb Hed para recuperar su deprimida posición en la corte de Nekeb. Sabía por los correos
que en general opinaban en la capital que el desastre de Akhbá y Buba, además de la
partida del dios Ity, habían sido, en parte o totalmente, responsabilidad suya por no haber
tomado las prevenciones apropiadas para una invasión tan masiva. Su cargo, se diría,
pendía débil en las manos de los consejeros y los sacerdotes. Lo más probable, se decía el
visir, era que los asesores del nuevo Perhó le recomendarían apartar a Dier para evitar
futuros errores. Representaba para él un escenario indeseable y debió apresurar el tranco
para llegar antes que las tropas y los herederos, de modo de preparar el terreno y presentar
las excusas que seguramente le exigirían en la capital.
De otro lado, también se vio forzado a posponer o abandonar la idea de castigar a
Sisobek. Con el tiempo mordiéndole los talones, el visir no podía siquiera imaginar una
acción, por rápida que fuera, destinada a deponer al gobernador de Deba. Su debilitado
prestigio y la clara falta de tiempo le impidieron amasar un plan apenas razonable, y
decidió que entre todos los problemas que le aquejaban el menor resultaba saciar su apetito
por vengarse del cobarde ex general.
Por último, el Consejo de los Treinta sabría ya de la muerte de Pe, y seguramente
estarían en ardorosas sesiones de debate decidiendo al sucesor de Ity, y él, poderoso como
había sido, se hallaba ausente. Sospechaba muy probable que para cuando los últimos
destacamentos del ejército llegasen a Nekeb, la elección del nuevo soberano habría sido
resuelta. Él, desde luego, no participaría en nada, lo cual le inquietaba más que ninguna de
sus otras preocupaciones porque se traducía en una pérdida significativa de influencia en el
perhó.
Su regreso precipitado contrastó con la cansina marcha del grueso de las tropas del
Loto, que deshicieron la ruta de Ineb Hed parsimoniosamente y bajo un manto de
pesadumbre, no tanto porque Ity hubiera muerto sino porque pensaban que su muerte se
había debido a que ellos le fallaron a su dios.

-115-
Así, un gran contingente abandonó Ineb Hed para regresar a Nekeb, aunque varias
tropas del Loto permanecieron batallando contra tropas enemigas en el vasto territorio entre
Kaún y Deba. Petuk, Ohté y Menqethotep se hicieron de sendos ejércitos y combatieron
innumerables veces con tropas de Wosret. Las escaramuzas impidieron que el Alto Shemia
extendiera su dominación, pero también le permitió reforzar su control sobre la región al
sur de ambas localidades.
El general Menqethotep mantuvo un férreo gobierno sobre la región de Kaún y
aunque poco avanzó pudo hacerse de tierras en toda el área. Sus habilidades militares y
sociales le hacían querido y admirado, y varias veces le ofrecieron el gobierno de alguna
aldea, pero él rechazaba cada propuesta aceptando en vez de ello alguna casa, cervecería o
biblioteca. Se enamoró de una chica nortina en Kaún -la aldea de la que tomó su nombre
toda la región-, un pueblecito acogedor plantado entre dos oasis que surgiera como un coto
de caza y que pronto albergó a un millar de nómadas que adoraban a los dioses del Bajo
Shemia. En sus exploraciones, Menqethotep halló la aldea de Kaún y conoció a Qasaika,
una mocita de trece años, que le prodigó tales atenciones que finalmente el jaranero general
se quedó con ella.
Qasaika había sido instruida en la hechicería desde muy pequeña. Los aprendices de
magos solían probar decenas de milagros, como la separación del oro y la plata, que
producía un polvo oscuro mágico asociado con Usir -rey del otro mundo- o la unión de una
cabeza separada del cuerpo a través de una recitación compleja, exitosa con animales
sagrados y, según se decía en la región, ciertos magos habían logrado el prodigio con
humanos. Cuando conoció a Menqethotep, Qasaika probó algunos hechizos para
enamorarlo, y parece que lo consiguió porque aunque el general sureño frecuentemente
dejaba Kaún para iniciar una campaña de gran escala, ésta rápidamente se deshacía, en
parte debido a que las fuerzas de Wosret le impedían progresar, y en parte porque él mismo
prefería regresar a su querida Qasaika.
En ocasiones, Menqethotep recibía la visita de su amigo Petuk, que patrullaba todo
el trayecto que separaba Kaún de la lejana Deba. El espíritu aventurero del hermoso general
le impedía establecerse y, entre quedarse en una o en la otra ciudad, Petuk optó por ninguna
y prefirió explorar la frontera, encontrándose varias veces con destacamentos nortinos, a
quienes enfrentó y venció repetidamente. Cada vez que se sentía solo, Petuk decidía viajar a
Kaún. Pese a las habladurías, el general y Menqethotep nunca intimaron y su relación se
fundaba en una profunda amistad de horas de conversación y risas que carecían de deseo
físico.
Ohté, en tanto, patrullaba toda la región fronteriza de Deba, especulando que quizás
el Bajo Shemia, alentado por el resultado de la campaña, podría tentarse a atacar la ciudad.
El gordo general detestaba la vida de campamento y hubiera preferido sin pensarlo
permanecer en la ciudad, pero tenía un tan alto sentido de su deber, que obviaba sus deseos
personales manteniéndose en continuo movimiento a través de toda la frontera. Varias
veces enfermó por distintas causas, pero siempre se recuperaba, gracias, según decía él
mismo, a su voluminoso cuerpo, en el que los demonios de las enfermedades se extraviaban
sin hallar el órgano que deseaban lastimar.
Alguna vez recorrió el camino a Ineb Hed, e incluso llegó hasta Kaún, pero hacía
muy breves sus estadías, creyendo que juntar a tres generales en una frontera tan extensa
representaba un riesgo que no deseaba correr. Menquethotep, al enterarse de la llegada de
su obeso amigo, preparaba unas fiestas que a punto estuvieron de quedarse en el calendario
local porque el pueblo entero participaba de cada estruendoso carnaval.

-116-
Permanentemente viajaban correos desde el norte hasta Nekeb, informando el
desarrollo de la guerra y del estancamiento de la conflagración, que parecía haber
consolidado los límites entre el Bajo y el Alto Shemia, alterando las prioridades en las
ciudades del sur.
Los obreros del Loto se dedicaban ahora a robustecer canales y tajamares
reemplazando bloques en mal estado, pintando o labrando relieves desgastados o ampliando
el acceso del agua para ganar más tierra de cultivo. La limpieza del sistema de irrigación se
repetía en todas las ciudades en los días previos a la regular inundación del Misterioso.
Terminadas las festividades de entronización, los sacerdotes se esforzaron en convencer a
los Padres que enviasen una crecida generosa. Por todas partes se anunciaba un año feliz:
los presagios auguraban un Misterioso magnánimo y una cosecha estupenda.
Envuelto en una mortaja de lino, el cuerpo de Ity -muerto cuando aún no
completaba cuarenta y ocho años de edad- viajó de regreso a Nekeb, montado en una cama
enchapada en oro labrado cargada por seis sirvientes. El ritual de perpetuación dio
comienzo con la llegada de Pe a la capital. Metidos en una habitación subterránea secreta
de la Casa Mayor, los actores del rito oraron ante los restos mortales del apuñalado dios. El
pequeño cuarto no tenía más iluminación que una columna sobre la que ardía un plato con
brasas y se encontraba abarrotado de animales de sacrificio. El sacerdote bendijo un bisturí
de obsidiana y un hacha de cobre lavándolos profusamente con agua del río mientras sus
acólitos vestían de amuletos a Ity. Luego, degollaron dos bueyes y se impregnaron de su
sangre como forma de hacerse presentes ante los Padres, y mataron después a cuatro
gansos, cuatro cobras, un chacal y un buitre, totalizando las regulares doce bestias con que
se festejaban los meses del año del Misterioso. Rodearon el tabernáculo donde reposaba Ity
con los restos de los animales y avisaron al sacerdote, que terminaba la bendición de los
instrumentos. Con hábiles cortes, desprendió pies, piernas, brazos y manos, y finalmente
decapitó el cuerpo del rey, procedimiento envuelto en la sonora oración con que se
festejaba la llegada del muerto al otro mundo. Cada sección del cuerpo fue a parar a una
ánfora repleta de natrón para extraerle toda el agua, y el conjunto de vasijas permaneció
veinticuatro días en el salón secreto del templo, mientras buena cantidad de la sangre real la
almacenaron en rojizas vasijas que más tarde sellaron con cera. El corazón de Ity, el órgano
más importante, con el que los altoshemianos creían que se producía el pensamiento, se
guardó en un cofre de oro que luego sería enterrado junto al cofre de oro que guardaba el
corazón de Thak, bajo una de las baldosas de piedra al centro de la Casa Mayor.
Ecos de las distintas ceremonias aún resonaban en todo el país, donde las
celebraciones continuaron por meses. Ofrendas y sacrificios se enviaban a los templos,
bailes y cantos se ejecutaban a diario y proliferaron estatuas conmemorativas de los eventos
acaecidos al regreso de las fuerzas militares del norte.
El descuartizamiento y posterior entierro de Pe Ity, acto que le llevaba al cielo de la
madre Nut, junto a los demás Padres del mundo, se repitió de manera alegórica en cada
ciudad del país. Los trozos disecados del rey fueron enterrados en distintos sitios del Alto
Shemia, y se levantaron monumentos grabados con estelas y frases elogiosas,
cariñosamente pintadas o talladas. Allí donde llegara alguna parte del cuerpo de Ity se
producía un carnaval, una celebración ilimitada y contenta: el Padre permanecía en la
ciudad para cuidar de ella. Alrededor de los monumentos que guardaban los pedazos de Ity
se erigieron plazas y capillas de oración.
Aunque no adoraban la muerte, los altoshemianos tenían una visión bien particular
al respecto. No consideraban este mundo y el otro como entidades diferentes y, por el
contrario, resultaban dos etapas de un mismo universo. En esa lógica, quien moría en

-117-
realidad no desaparecía del todo, por más que su cuerpo dejara de funcionar. Los más
devotos decían de la muerte que representaba la liberación del espíritu respecto de las
imperfecciones del mundo de los humanos, una instancia de recuperación del hálito vital
verdadero, imprescindible si el fallecido anhelaba recorrer ese segundo mundo, muchísimo
más perfecto que el anterior.
Todos los aspectos de su cultura, incluido el culto a la muerte, sufrieron cantidades
de influencias diversas debidas a la forma como creció el país. Posiblemente gracias a la
visión ecuménica o indiferente de Thak respecto de los asuntos religiosos, muchas
tradiciones venidas en clanes o individuos extranjeros -acogidos con naturalidad y
tolerancia por el pueblo- se asentaban en la sociedad, algunas tal cual se practicaban
originalmente y otras con grandes o pequeñas alteraciones incorporadas por Senbi, que
desde su lado, no recelaba esas novedades religiosas, y más bien las consideraba una
confirmación de la cosmogonía shemiana, gracias a esas alteraciones. Imaginaba el mundo
como un lugar muy complicado, entrelazado con los Padres, y él se creía ignorante de todos
esos vínculos, de modo que las novedades surgidas de otras tierras representaban cómo los
dioses nutrían al sacerdote de nuevo conocimiento. Como resultado de la ingente inclusión
de creencias y hábitos foráneos, la cultura de Nekeb se enriquecía frecuentemente, y el
nuevo rito usado para enterrar a Ity incluyó procedimientos y rezos tradicionales y también
novedosos, algo que, involuntariamente, motivaba a cada habitante a permanecer atento a
los cambios en su fe, lo cual traía como resultado que todos mantuvieran un continuo
aprendizaje de las cuestiones religiosas.
Como por primera vez moría Pe en circunstancias que Nekeb mantenía relaciones
con otras ciudades y otros países, se ejecutó una tradición recopilada a partir de alguno de
esos inmigrantes, consistente en enviar embajadas. Para cuando la muerte de Ity, el Consejo
resolvió enviar embajadas al lejano Kush -en el sur-, al Bajo Shemia y al Sinaí, con las que
los jefes de casas mayores pedían a los sacerdotes rogar por el bienestar del mundo y por el
Padre que se marchaba.
Cada embajada se componía por un hombre, usualmente un escriba -el embajador-
escoltado por dos o tres soldados y una caravana de comerciantes, que acarreaban cestas
con obras de arte y artículos para transar. Solían uniformarse con faldellines blancos y
pecheras de cuero curtido. Se introducían en la segunda cámara del templo de la ciudad -un
templo podía tener entre seis y diez cámaras-, donde los sacerdotes escanciaban sangre de
gacela sobre sus cabezas rogando un periplo feliz. Luego de bañarse con abundante agua
sagrada, perfumada con esencia de mirra y nueces, visitaban al gobernador de la urbe, de
quien recibían los textos que originaban la embajada. Los textos, por lo regular, consistían
en extensos pliegos, o bien estelas, de papiro o pergamino muy prolijamente elaborados,
enrollados con delicadeza y puestos en cajas de arcilla o madera decoradas. Las embajadas
tenían por objeto transmitir un mensaje de importancia, y regresar con una respuesta de ser
necesario. Los comerciantes aprovechaban la circunstancia del viaje para llevar mercancías
y explorar nuevos negocios. Un porcentaje previamente acordado de las ganancias de tales
actividades comerciales iban a parar al que despachaba la encomienda, considerando que
éste corría con los gastos del envío. Como solían ser pacíficas, mantenían un nivel
razonable de comunicación incluso entre facciones o países enemigos y fomentaban el
comercio. Rara vez se rechazaban y casi nunca se atacaban.
En las enviadas tras la partida de Ity se escribía «Traigo la verdad, he destruido por
mis dioses la mentira. No cometí fraude, no atormenté, no mentí ante el tribunal, no
conozco la mala fe, no hice nada prohibido». Frases similares se oyeron en rituales
ejecutados con respeto en cada templo. Las embajadas y los ritos se completaron con la

-118-
ascensión al trono del flamante Pe. Las gentes festinaban con el nuevo nombre, tallaban
figuras y colgaban amuletos en las puertas de las casas.
En Nekeb los sacerdotes realizaron el acto religioso más extenso y solemne que
recordaran sus habitantes. Dentro del templo de la Casa Mayor, Pe Sikhu untaba en su
cuerpo con pinceles y esponjas de esparto la sangre de Pe Ity. Allí el nuevo dios rezaba en
alta y noble voz, pidiendo a su padre mediar a favor de la ciudad, de sus habitantes y del
país entero. Las abluciones terminaron con la coronación: Netikerty, seleccionada
específicamente por Sikhu, calzó la argolla con la cobra de oro alrededor del alto y pálido
sombrero cónico que adornaba la cabeza del rey.
Ahora limpio y perfumado con los aceites regios, Sikhu se asomó desde lo alto del
perhó hacia el patio donde una multitud de fieles observaba inmóvil y silente. Se diría que
deseaban ver a Ity en su lugar, a quien amaban y veneraban no sólo por su título, sino por la
relación afectiva y paternal que mantenía con ellos. En todas partes se le reconocía su
excelsitud, dignidad y el aprecio que sentía por la gente. De su padre, el memorable dios
que puso de pie al Alto Shemia, aprendió a cuidar su aspecto ante la gente, a dirigir sus
destinos como un padre, el Padre del pueblo cuya existencia giraba en torno de las
decisiones tomadas en su propio corazón. Ity, más audaz y desaprensivo que Thak,
igualmente mantuvo ese respeto por el populacho. Pero el nieto, el actual dios-Pe Sikhu,
que asumía el control del mundo sin haber recibido un paquete sólido de principios a los
cuales aferrarse desde esas enormes alturas del poder, hoy miraba altanero al cúmulo de
almas arremolinadas frente al balcón. Su sola presencia provocaba el silencio y temor de la
gente. El flamante Perhó de Nekeb estaba consciente que a los dioses se les ama y también
se les teme, porque son poderosos y sus resoluciones no están afectas al juicio de los
mortales. El sutil y callado diálogo del recién coronado dios con su pueblo podría haberse
oído algo así:
-Mírenme y teman a mis decisiones -parecía decir Sikhu.
-Te tememos y no logramos conocerte -parecía responder la multitud.
Netikerty lo escoltaba. Su rostro denotaba el natural respeto por la deidad y el
mismo temor del pueblo, aunque tal vez mayor porque ella le conocía y sabía que su
carácter torvo podría magnificarse ahora que el título lo magnificaba a él.
El Supremo hizo un discurso breve y ambiguo, como su personalidad, que todo lo
ocultaba detrás de una seriedad amarga que parecía entumecer los músculos de su rostro.
Sikhu asumía el poder del Alto Shemia como el tercer soberano del país y nieto del Padre, y
por primera vez la gente le tuvo miedo a su Pe.
En un particular hecho descansaba la soberbia irradiada por el nuevo Perhó de
Nekeb: su nombre se encontraba inscrito en una placa de piedra adosada al monumento más
significativo del templo central del país, que recordaba a los habitantes y visitantes de
Nekeb que el destino del mundo descansaba en las manos de Pe Sikhu, el nieto.
«Tú tendrás un hijo. Ahora tu hijo unirá su tierra; y ahora, al final, el hijo de tu hijo
unirá las dos tierras». De acuerdo con la profecía, Thak tendría un hijo que uniría su tierra.
Pe Ity logró ese objetivo al reunir a todo el Alto Shemia bajo el poder de un solo reino.
Tocaba el turno al hijo del hijo: Pe Sikhu, el nieto, uniría las dos tierras, lo cual significaba
convertir el Alto Shemia y el Bajo Shemia en un solo país, pues, como rezaba la profecía,
«el hijo de tu hijo unirá las dos tierras». El nuevo Pe sentía que su misión estaba
preestablecida y eso le agradaba. Disponía de tiempo y recursos para llevar a cabo su plan,
y deseaba una estrategia grandiosa, lúcida e inteligente, a diferencia de las ideas alocadas y
torpes del padre, cuyas acciones no lograron, por mucho, la meta fijada.

-119-
Para cuando las tropas salieron de Ineb Hed, Sispeh había comenzado a leer la
historia escrita por Jentiamentiu de Taur Djen, añadiendo algunos apuntes personales.
Aprovechando sus vastos conocimientos de escritura, el visir de Pe Sikhu compartió su
tiempo entre las actividades del cargo, la preparación de la guerra y la continuación de la
historia de Jentiamentiu.
Naturalmente, el viejo historiador del norte había omitido significativos detalles,
anécdotas, batallas y observaciones con que Sispeh complementaba la ya sabrosa narración
sobre Nekeb. Con sus contribuciones y sin proponérselo, el visir construía el primer juicio
histórico sobre su pueblo.
El día de la coronación de Pe, Sispeh escribió el capítulo relacionado con los hechos
actuales, mientras Sikhu miraba acerado a la multitud agolpada bajo su balcón. «Pe se ha
ido, dejando inconclusa la conquista del Bajo. Termina con su partida el año treinta y siete
del reinado del hijo. Hemos llamado al tiempo de Pe el tiempo de Alu-Anok-perhó, el
tiempo del hijo que fue Perhó. En su era, Alu-Anok-perhó nos llevó de la aldea al mundo.
En su era, vimos a Nekeb en medio de un mundo más grande. Creó ciudades, derribó
murallas y las levantó y encontró el objetivo. Seth le guió por la ruta de la victoria y su
general Sispeh le llevó Useru-akhbá contra el enemigo en su ruta de la victoria (…) Pe se
ha ido y Aluity -refiriéndose a Sikhu, el hijo (“Alu”) de Ity- ha de concluir la tarea
inconclusa. Aluity es Pe Sikhu y ahora tiene el bastón. Ignoro cómo será la era de Pe Sikhu
y oro a Nekbet: “rasui Sikhu Semni oba khai Nsu meti mdjai”, y que empiece la era de Meti
-el justo». Como si escribiera en un diario personal, no obstante, Sispeh completó el párrafo
añadiendo sus dudas al respecto, y también pensó oportuno agregar un acápite de ese
capítulo dedicado a Meti-perhó -la era de Sikhu-: «El dios -que se ha marchado y sin
dudarlo cruzó el portal eludiendo victorioso a Ammit- ha rastreado la más antigua historia
del país de Nekbet el buitre que limpia, relacionado con la profecía de Nekeb, el padre y sus
temores. Dejo registro escrito del miedo que invade mi espíritu al pensar que Aluity
coronado persiga sin medir las normas del Padre Senbi la meta anunciada y temida por Pe
Thá. Viví la era de Alu-Anok-perhó y de ella aprendí las dudas del dios sobre la verdad de
la profecía. Aun sin conocer del todo su profundidad y cómo nos alcanzará, comprendo que
el dios pensó que seguirla podía resultar una tragedia si la forma es la equivocada, y
comprendo también que los Padres me dieron el rol de sustituir a mi padre Speh para cuidar
que Nekeb no olvide cómo se logra la profecía».

***

Wosret de Busiris llegó sin contratiempos a su ciudad, recibido con vítores por su
pueblo, al cual regaló gran parte del botín de guerra capturado en Akhbá. Su estrepitosa
derrota fue transformada astutamente en una victoria clamorosa, potenciada por lo ocurrido
en la vecina Buba, donde el príncipe del Alto Shemia, Thaqotep de Nekeb, había sido
vencido de manera ominosa. El pueblo reconocía la campaña de su rey como un acto de
represalia contra el invasor que pretendía quitar la ciudad a su pueblo. La valentía y astucia
de Wosret habían logrado repeler el ataque enemigo y, encima, les permitía disfrutar de
tesoros obtenidos de la guerra, entregados a la gente para su delectación.
Se celebraron carnavales y se festejó la entrada del rey en la ciudad, marcando el
calendario con la gloriosa fecha del triunfo del Norte sobre el Sur. Las embajadas
dispuestas a las demás ciudades participantes salieron prestas y con obsequios, escondiendo
el fracaso de la invasión. El pretexto para los demás dirigentes, a diferencia del simple
discurso que usara Wosret para explicarse frente a su pueblo, debía ser más elaborado y

-120-
realista, y se dijo en las estelas de papiro que «el enemigo, preparado como estaba,
desplegó una fuerza extraordinaria, cuya extensión nos impidió progresar»; sin embargo,
ante la evidente amenaza del avance del Alto Shemia, «luchamos como lucha el león ante
las hienas, y pudimos rechazarlos una y otra vez, hasta que el cruel renunció a su maldito
plan». La caída de Akhbá -demostrada en los regalos enviados junto a las estelas en las
embajadas- se presentó como medio para evitar la concentración de fuerzas rivales, con lo
que el enemigo debió «regresar a su escondrijo, humillado y arrepentido».
Una vez concluidas las ceremonias y los envíos, los soldados remanentes de las
distintas ciudades recibieron condecoraciones, felicitaciones y terminaron despachados a
sus pueblos. Wosret, frustrado por la clara derrota que sufriera en la guerra con el Alto
Shemia, confiaba que la culminación del conflicto podría verse como una victoria, bajo la
óptica de los jefes de las otras ciudades del Bajo Shemia.
Ya sentado en su trono y rodeado por sus generales más cercanos, el rey del Bajo
Shemia permanecía pensativo. Sus cavilaciones volaban como un mosquito, aleteando entre
la ansiedad y el temor, entre la angustia y la insatisfacción. Retenía en su corazón el diálogo
con el robusto general sureño, quien lo retaba como a un niño y le exigía abandonar
Shemia, la penosa sorpresa de tropezar con el ejército enemigo cuando creía tener el
camino despejado para invadir Akhbá, el horrible comportamiento de sus soldados,
corriendo como jauría descontrolada, la agotadora lucha con fuerzas inmensamente
inferiores en número, pero mejores en táctica y obediencia, además de los días que debió
ocultarse como delincuente en los altos pastizales cerca de Akhbá. En fin, sus memorias le
abultaban el pensamiento, y quería deshacerse pronto de algunas para pensar mejor. Para
ello, dio inicio al consejo secreto de generales, a quienes exigió contestación a la simple
pregunta de “¿por qué?”.
Varios generales se atropellaron para responder, de la misma manera que se
atropellaban los recuerdos dentro de Wosret.
-Nos ha faltado conocer mejor las tierras rivales. No contamos el número de
enemigos. No sabíamos qué haríamos allá -fueron algunas de las respuestas que alcanzó a
oír. Rápidamente, el Consejo se transformó en una lluvia de recriminaciones y disculpas,
donde cada cual hablaba como si estuviera solo frente al rey.
Cuando decayó el intenso chachareo, Wosret pudo ordenar sus ideas y explicó sus
apreciaciones sobre el resultado de la campaña y las acciones que deberían desarrollarse.
Requirió la opinión de los generales exigiendo orden.
El salón en el que se reunía el pleno de generales de Busiris con su rey consistía en
una planta rectangular larga y estrecha, en cuyo centro se levantaba una imponente mesa
de piedra con una sola pata tan larga como la mesa misma, labrada con textos en
bajorrelieve pintados con representaciones de objetos, manos y pies, ojos, búhos, cobras y
escarabajos, entre otros, que constituían las palabras que describían los gobiernos pasados
de la antigua ciudad, una de las primeras en surgir en el amplio valle del Bajo Shemia. La
cubierta de la mesa enchapada en bruñidas láminas de madera otorgaba a todo el conjunto
una terminación fina. Alrededor del salón, asidas a las paredes con firmes argollas de
bronce, ardían antorchas alimentadas por aceites combustibles, dando al lugar una
iluminación fantasmal aunque nítida. El cielorraso lucía la tradicional abertura que permitía
el baño de luz natural. Las paredes amarillentas mostraban relatos, rezos y fábulas relativas
a la ciudad, su fundación, los dioses protectores Usir y Upuaut, y las hazañas de sus
hombres ilustres. Aunque repletos de imágenes, esos muros no se veían recargados y el
visitante podía sentirse igualmente asombrado por la graciosa distribución de los textos,

-121-
como porque donde mirase encontraría bellos grabados y pinturas, religiosas o decorativas,
de un valor estético que gustaba a los orgullosos habitantes de Busiris.
Para obtener el título de general en la ciudad se requerían cinco duros y dolorosos
años de estudios de escriba -muchos perdían al menos un dedo por los castigos del tutor-.
Una vez ungidos y navegados por el Misterioso, los aspirantes se unían a las fuerzas de
cacería de la ciudad; los más destacados quedaban a cargo de grupos de caza o se
integraban a los cuerpos de defensa de Busiris. Finalmente, los dioses elegían a los más
avezados jefes bélicos para comandar los ejércitos. Sólo once alcanzaban tal rango, que
abandonaban sólo con la muerte. Busiris siempre contaba once generales, tanto durante la
época de paz como cuando la ciudad se encontraba en guerra.
Esos once generales oían el plan de Wosret, rey de Busiris y dios-rey del Bajo
Shemia, honor concedido gracias a la anuencia de las doce más importantes ciudades
conocidas del país después de una borrascosa historia personal.
Describieron, debatieron, corrigieron y aprobaron el plan. Tomaría mucho tiempo
llevarlo a la práctica, pero la embajada del Alto Shemia que anunciara la asunción del
nuevo dios-rey Pe Sikhu, convidando a todos los habitantes del mundo a la paz, llegaba a
tiempo para fraguar cómodamente la estrategia de Wosret, que sentía que finalmente
lograba tomar un respiro profundo después de permanecer sumergido mucho tiempo bajo el
agua.
-Siendo poderosos como son, será muy difícil seguir adelante con nuestra estrategia
-acotó el general Esqenet.
-Su movilidad es impresionante -complementó otro, que estuvo en Useru-akhbá.
Pestañeaba incesantemente.
-¿Podremos con ellos? -preguntó el rey.
Se produjo un incómodo silencio de varios minutos en que todos se miraban a la
cara, hasta que un general recién ascendido que provenía del Asia carraspeó para hablar.
Conservaba su barba rizada y divertidos bucles caían por delante de sus orejas. Se llamaba
Agurib.
Agurib, hijo de un comerciante de una tribu asiática más allá del Sinaí, un pueblo de
mitos tan viejos como el mundo, decidió abandonar a su clan y el próspero negocio de
maderas libanesas por una mujer de Busiris, de quien se enamoró perdidamente cuando él
apenas tenía dieciséis años. Habiendo aprovechado los contactos comerciales, gracias a que
la actividad de su padre resultaba crucial para los shemianos -puesto que la madera de
calidad escaseaba en el valle de las mil lenguas del Misterioso-, Agurib mantuvo una
confortable posición social. Conoció a Wosret cuando éste le pidió secretamente madera
para elaborar escaleras con las que treparía los muros de una ciudad vecina que asediaba. El
propio asiático viajó con su encargo y asistió a Wosret en el asedio, dándole avispadas
sugerencias que le dieron la victoria en una fracción del tiempo esperado. Desde entonces,
Agurib actuó como consejero de Wosret, quien lo promovió al rango de general sin hacer la
carrera usual para lograr tal puesto.
Agurib no sólo no se afeitaba la barba, sino que la exhibía y rizaba al estilo de su
tribu originaria. Adoraba privadamente sus dioses asiáticos mientras participaba en público
de los ritos de Shemia, manteniendo lejos las críticas de los sacerdotes. Le resultó sencillo
aprender a hablar el idioma de Busiris pero tuvo enormes dificultades para leerlo y por eso
recibía soterradas críticas de los demás generales, que creían que un general analfabeto no
merecía el puesto. Resolvió su carencia con un asistente que leía por él. Se decía que el
mayordomo de Agurib también aplacaba sus deseos sexuales, y aunque nadie los había
visto tenían toda la razón, porque el muchacho se desempeñaba con torpeza en su labor

-122-
pero el asiático lo conservaba. Para completar la chismería, se decía que el joven lector se
metió algunas veces en la cama con Agurib y su mujer.
Como fuera su vida íntima, el asiático, al que llamaban Barba, logró un nivel de
adaptación notable y pese a que aún amaba su patria de origen, sentía cariño sincero por su
tierra adoptiva, y devolvía ese sentimiento sirviendo al rey.
-No, no podremos -dijo Agurib e inmediatamente surgieron murmuraciones entre
los demás miembros de la asamblea. Barba miraba alrededor callado después de establecer
una opinión tan categórica.
-Han sido años de preparación -dijo uno-. Al menos sigamos intentando con Deba.
-¿Y dejar las fronteras indefensas? -inquirió el general que no paraba de parpadear-.
Ya hemos visto que el enemigo está bien preparado.
-La guerra exige sacrificios y tenemos que porfiar -apostilló Esneqet.
-No, no podremos -repitió Agurib.
De nuevo las recriminaciones, de nuevo se atropellaban para hablar, de nuevo el
caos. El rey comenzó a discutir con su vecino y luego se agregaron otros. Al rato, el rey
alzó la voz. Respetuosos, volvieron a callar.
-Aceptaremos la paz con el Alto Shemia -decidió Wosret- y eso incluye no atacar
Deba, por ahora. Su superioridad es demasiada para nuestras fuerzas. Pero esto no queda
aquí. Dividiremos los ejércitos en números menores, pondremos más shoshiqes a cargo y
estableceremos tácticas con banderas, como vimos hacer al enemigo. Nos volveremos a
reunir para discutir el avance. Es todo.
El rey se puso de pie y la sesión tocó a su fin. Los generales abandonaron la pesada
mesa ceremonial con importantes labores que realizar durante el tiempo que durara el
armisticio con Nekeb.
Ya solo en el salón, a Wosret le abordaron los perturbadores recuerdos de la
campaña anterior, los errores cometidos en Useru-akhbá y la impresión que le causara la
poderosa maquinaria de guerra de su admirable enemigo. Aun sabiendo que su plan se
preparaba con habilidad y estudio, Wosret temía que el Alto Shemia fuera más poderoso y
capaz para enfrentar una guerra a gran escala como la que previeron en la reunión. En sus
reflexiones, el rey de Busiris creyó prudente cancelar la guerra y buscar un medio de
sustentar la paz con el Sur, manteniendo la independencia y el grado de rey del Bajo
Shemia. Le perseguía la idea de la derrota y, siendo honesto con él mismo, preveía que los
dioses ponían en su corazón ese presentimiento, advirtiéndole sobre la debacle que
enfrentaría de insistir en el camino de la guerra. Oró. Pidió a los dioses claridad para mirar
el futuro con ojos diáfanos, corazón abierto e ideas limpias. Miró el trozo de cielo a través
del techo del salón, intentando alcanzar allí las respuestas que no hallaba en la tierra.
Impávidas, frías y mordaces, las estrellas parecían decirle “busca en otro sitio, no tenemos
nada que darte”. Una nube se paseó indiferente cubriendo algunos astros, reforzando la
impresión de mofa celestial que caía sobre su cabeza. El nimbo pasó desinteresado, y el
cielo volvió a parecerle severo, helado y arrogante.
Salía del templo en dirección a su morada cuando fue interceptado por un escriba de
manos grandes y mirada nerviosa. Lleno de excitación, se prosternó con burda prisa y le
clavó los ojos esperando su aprobación.
-Rey, ha venido un extranjero a verte -dijo el escriba de manos grandes una vez que
Wosret le permitió hablar. Siguió al mozo al patio de la Casa Mayor, donde se encontró con
sacerdotes, militares y sirvientes que atendían a un sujeto que andaba solo.
Wosret lo vio desde lejos. Se lo veía indiferente y superior, bajo, cabezón y delgado,
pero soberbio, observando con desaire los obsequios, alimentos y bebidas que le ofrecían.

-123-
Tenía una mirada serena aunque apretada y no dejaba de voltear la cabeza, como buscando
algo que hubiera perdido por ahí.
Al ver llegar al rey, los sujetos que revoloteaban alrededor del forastero abrieron un
espacio, doblaron las rodillas y bajaron la cabeza. El murmullo cesó y frente al soberano,
con ojos disipados y altivos, el extranjero sonrió con gesto estudiado. Ladeó un poco la
cabeza.
-Iwemhotep, rey de Busiris -dijo con voz nítida y perfecta. Wosret le miró afectado
y pidiendo sin hablar más detalles al particular visitante. Al notar la turbación del rey, rió
íntimamente sin responder, esperando que éste le hablara. Como nada de ello ocurrió, el
extranjero se limitó a decir-: tu ciudad es bella, como tu gente, rey de Busiris.
Con la incomodidad del momento precedente, Wosret olvidó toda la cortesía usual
en su país e increpó al visitante.
-¿A qué vienes, extranjero? -inmediatamente, el rey comprendió que sus palabras lo
ponían en seria desventaja por falta de urbanidad; el extranjero aprovechó el instante y
arqueó las cejas, sin responder. Miraba a Wosret como quien olfatea a alguien que huele
mal.
-Debo hablar contigo, Wosret de Busiris, pues nos conviene a ambos -el rey,
entendiendo que una nueva rudeza lo dejaría aún más incómodo, suavizó forzadamente su
gesto.
-Ven a mi casa, extranjero, me dirás tu nombre y qué te trae a nuestro país -le dijo
entre dientes, intentando vanamente ocultar su molestia por la escena. El sujeto le siguió,
mientras recomenzaban los murmullos y comentarios del grupo que lo recibiera. Cuando la
pareja se alejó, el grupo se disolvió y cada quien regresó a sus asuntos.
-Mi nombre, rey de Busiris, es Sisobek y gobierno la ciudad altoshemiana de Deba
-dijo finalmente el extranjero, ya instalado en un confortable sillín de madera con cojines
de plumas de ánsar, en uno de los patios de la Casa Mayor-. He venido porque tengo
negocios contigo y sé que serán convenientes para tu país.

-124-
Capítulo Noveno

Thaqotep, con veintitrés años de edad, quería dejar de vivir. Una serie de eventos
encadenados, comenzando por la decisión de conquistar la pequeña ciudad de los
hipopótamos río abajo en el Bajo Shemia, habían consumido cualquier indicio de alegría en
su corazón. Desde ese vil día todos los sucesos parecían haberse confabulado para
destruirle. Tras regresar con los sobrevivientes de Buba perdió el rango de general, supo
que su padre había muerto dejando a Sikhu al mando, quien le asignó el ignominioso cargo
de tutor de escribas y, encima, Netikerty, hiriéndole inocentemente, preguntó “¿para qué
casarnos, entonces?”.
El príncipe creía ya no contar con el cariño de su hermana, a quien había amado
profundamente y con la que una vez planeó unirse. Antes de la asunción de Sikhu, el
matrimonio habría convenido sobradamente a ambos, pero él se había sentido empujado
por sentimientos más allá del utilitarismo. Tenía tal proximidad con Netikerty que la
deseaba físicamente y la quería espiritualmente. Además, había soñado con los hijos que
ella le daría y que un día habrían gobernado el país unido, como lo dijera la profecía del
sacerdote Senbi.
Ese sentimiento, como todo lo demás que el joven príncipe había construido en su
corazón, se había desmoronado después de la cadena de eventos que demolió su vida, al
punto que su carácter cambió. El relampagueo de sus ojos cesó y en su reemplazo oscuras
nubes cubrían su mirada, ahora recelosa y truculenta, planeando algún mecanismo para
destronar al rey, saltar desde la oscuridad y posarse en el solio que soñara desde polluelo.
Comenzó a odiar a Sikhu y a su astucia para cortar todos los hilos que condujeran a
cualquier otro al trono de Nekeb, mientras él debía enseñar a imbéciles a cincelar la piedra
o pintar el papiro con elegancia y rapidez. Su puesto, como el de la hermana -a cargo de las
sacerdotisas del templo-, resultaba humillante e indigno dada su cualidad de hijos de dios.
Tan sólo cuando tropas de ikos intentaban atacar los campamentos de agricultores o
las tiendas de los cazadores sentía algo de libertad. Su condición de ex general de la guerra
le había dejado un aprendizaje que, en la inmensamente menor escala de los ataques
bárbaros de los hombres de las arenas, servía a la perfección para cuidar la ciudad. Pero
para un alma que una vez deseó aventurar el mundo para poseerlo cual triunfo personal,
esos oficios parecían bastas migajas que el rey arrojaba más para gozar con su menoscabo
que para alimentarle.
Thaqotep erraba una mañana por la ciudad cuando se enteró de la noticia.
Representaba un golpe muy bajo para la soberanía del país, una afrenta descarada contra el
perhó. Largo tiempo había transcurrido desde la paz con el Bajo Shemia, y los planes del
rey Pe Sikhu se encontraban aún en construcción, pero tal denuesto debía ser respondido a
la brevedad. Eso, al menos, pensaban los generales.
Las últimas noticias indicaban que Deba volvía al Bajo Shemia después de la
sangrienta deba-aa-najtu hacía más de una década. A través de estelas, señalaba su regreso
al país del Papiro, informando que tributaría a partir de entonces al rey de corona roja,
Wosret de Busiris.

A Ity, rey de Nekeb:


Junto a esta estela recibe los obsequios del dios de Shemia y lee también lo que
Shemia debe decirte hoy.

-125-
Shemia ha recuperado para sí el dominio de la ciudad de Deba, dominio que nunca
debió dejar de tener, a no ser por una artera acción contra sus defensores. La afrenta ha
sido lavada y Deba regresa a Shemia y a su dios Wosret. Pese a que la traición se paga
con sangre, esta vez Upuaut deseó la recuperación sin quitar vidas, y por ello Deba vuelve
a Shemia sin muertes. Shemia te dice, Ity: no vengas a intentar una nueva traición porque
te esperaremos y caeremos sobre ti como Anfu llenos de la ira sagrada. Shemia festeja y tú
no vendrás. Caeremos sobre ti.
A ti te digo, Ity: cobra la traición de tu visir, que deseó la muerte de Deba al
intentar herir y quitar la vida a su gobernador y eso es un crimen en esta vida, Ity. Shemia
no te perdona que tengas vivo a tu visir. Por eso, el dios de Shemia ha recuperado Deba de
las manos de Ity. El dios de Shemia hizo suya la tarea de proteger a su pueblo y por eso
Shemia lo adora. No vengas, Ity. Te estaremos esperando.
Ity: si ya no vives en este mundo, da al Pe esta estela.
Donde crece pasto es donde camina el dios de Shemia.

La misiva fue leída por el escriba real en medio del Consejo de los treinta. Al
terminar, comenzaron los murmullos.
-¡Hay que recuperar Deba! -aulló un anciano.
-Vamos ahora, sin dilación -secundó otro.
Pronto surgieron los gestos de aprobación y las arengas. El Consejo deseaba castigar
al rey de Busiris a través de la reconquista de Deba.
-¿Es ésta la voluntad del Consejo? -preguntó Sikhu.
-Sí, dios, es -contestó el primer anciano, con los labios húmedos. Sikhu lo miró con
fingido interés. Mantuvo un severo silencio por minutos.
-Pues esa voluntad no es la del dios -replicó Sikhu en tono didáctico-. La voluntad
del dios es castigar a Dier de Nekeb por traidor.
Los ancianos se miraron asombrados.
-¿Qué es lo que sus corazones no comprenden, ancianos? He dicho que Dier debe
ser castigado -insistió el rey. Dier se puso de pie, sudando frío. ¿Me traicionas, infeliz?, se
preguntó. Pero dijo otra cosa.
-Rey -comenzó, nervioso como todos en el salón-, sabes que siempre obré a favor
de Shemia y jamás te traicionaría. Esa carta muestra la voluntad de Wosret el traidor y el
Consejo de los treinta ha manifestado su voluntad porque yo no tengo responsabilidad en
este asunto. Sisobek traicionó a nuestros propios…
-No, no es Wosret -interrumpió Sikhu tan sereno que contrastaba con la aguda voz
del tenso Dier-. Wosret sólo hizo lo que debía según su punto de vista. Eres tú, Dier, quien
debe ser castigado. Deba pertenece ahora al Bajo Shemia porque tú lo permitiste. Estamos
preparando una guerra como Nut nunca ha visto y tú intentaste castigar a un gran
gobernador por una traición que no tiene registro, y que además carece de sentido ahora. Al
hacer eso, activaste el proceso con el que Wosret ha recuperado esa ciudad. Por semejante
culpa, serás castigado.
En el fondo de su corazón, Sikhu tenía más de un motivo para cobrarse venganza
contra Dier. Las enseñanzas religiosas del visir a Ity casi le hicieron perder el perhó.
Además, ya no lo necesitaba puesto que ni siquiera le servía como general. Requería,
también, castigar a alguien sin arriesgar su inconclusa estratagema militar. El “incidente
Deba”, como el perhó llamó a la cuestión, debía ser mirado como una nube en el cielo y no
como una tempestad, y con ello evitaría una escalada de odio generalizado que llevaría

-126-
indefectiblemente al país a una guerra para la que no estaban preparados. La destitución de
un alto cargo -y la nominación del reemplazante- desviarían la atención de la gente.
Sikhu había resuelto comenzar una campaña de eliminación de la influencia
bajoshemiana en la religión. Conservaba vivo el recuerdo del peligro de su ascensión
causado por las nociones transmitidas por el visir a su padre. Por todos lados crecía la idea
de Maat la Justicia y la plétora de concesiones morales alrededor de su figura -el perdón, la
corrección y el desdén por el crimen-, todos valores que minaban su planificación para con
el Bajo Shemia. No olvidaba que Dier había tenido durante años la profesión de sacerdote,
papel que le obsequiaba importantes prerrogativas en relación con el rito, y a Pe le resultaba
evidente que Dier podría sacar provecho de esas dispensas para acrecentar el rol de la
Justicia en su sociedad. Sikhu había decidido llevar adelante una persecución religiosa
contra los adoradores de la religión del Papiro, y el primer paso de esa operación lo
constituía la eliminación del visir.
-La irresponsabilidad de los jefes de este país ya nos ha costado dos ciudades
-pronunció Sikhu sin una mota de duda en su voz-. Los dioses considerarán justo este
castigo: Dier, serás acriminado.
Y se puso de pie.
Durante la tarde, un mayordomo llevó a Sikhu el papiro que contenía la sentencia.
El rey la firmó sin más.
Atado a un largo madero clavado en la tierra, Dier esperaba su ejecución, mientras
miles de personas se arrebujaban alrededor de la plaza central de la ciudad, donde se
realizaban festivales, se agradecía al río y se escarmentaba a los delincuentes. La condena
consistía en partir, con una pesada hacha de cobre, todos los miembros del condenado y
tirar los despojos a las fieras del desierto como señal de la impureza del cuerpo que
abandonaba este mundo. En el otro, los dioses determinarían si el condenado vagaría o no
por ese desierto.
Todos los intentos del visir por evitar tan atroz castigo resultaron vanos. Netikerty,
la hermana del rey, rogó a Sikhu perdón y magnanimidad. Los sacerdotes, alineados con el
soberano, desecharon la súplica aduciendo que la justicia está en manos del rey, y lo que es
justo según él, es justo para Nekeb.
Dier miraba ahora el cielo, entregado y lloroso, pensando cómo podía el mundo
tornarse tan extraño y absurdo. Él, que había traído frescura al país gracias a una religión
que consideraba verdadera, que había hecho sacrificios supremos para su patria, él, que
había amado a los dioses y que no había robado ni actuado con fraude, que no odiaba sino a
un cobarde traidor por el que murieron hermanos de esa tierra; él, que había conducido con
prudencia junto al rey las vidas de esa gente que le miraba burlona, él, que virtualmente
puso a Sikhu en el trono, debía enfrentarse ahora a un destino tan indigno, tan cruel.
Terminados los rezos, se degollaron diecisiete ocas y su sangre fue derramada
alrededor del condenado, invitando a los dioses al castigo. Agradecieron y oraron
nuevamente. Entonces, el verdugo blandió el hacha y, sin mediar aviso, abanicó sobre Dier.
El visir emitió un sonido agudo, potente y animal, como de alguna bestia cercana que sufría
el mismo dolor. Abatido por el dolor, Dier dejó caer su cabeza y se obsequió a un desmayo
alivioso, que lo apartaba del horrible dolor que le invadía cada nervio; alcanzó un estado
donde la misma sangre parecía expulsar el ardor que brotaba del brazo extraviado.
Inconsciente, el visir recibió el siguiente golpe. El verdugo, a punto de vomitar, debió
repetir el golpe varias veces sobre distintas partes del cuerpo de Dier, que yacía yermo.

-127-
La multitud aplaudía entre aterrorizada por el grotesco espectáculo y alegre por la
justicia aplicada. Pocos se sostuvieron incólumes y muchos voltearon el estómago, se
mearon, hubo desmayos y uno que otro pidió clemencia.
Tras una sucesión de golpes de hacha, el cuerpo del malogrado visir yacía
desperdigado por la plaza. El verdugo no pudo contenerse y, acabada su faena, botó el arma
y corrió a vomitar, creyendo que devolvía hasta las tripas.
Premunidos de sacos de lino, sirvientes calvos corrieron para recoger las partes del
cuerpo, ataron estelas de papiro con plegarias y corrieron rumbo al oeste. Se perdieron en el
bosque y regresaron al anochecer, después de lanzar lo más lejos posible los trozos de carne
para que fueran devorados por las bestias del desierto. Otros lavaron la plaza, y los
sacerdotes rezaron con alta voz, tanto para concluir la ceremonia como para dispersar a la
muchedumbre, que permanecía atónita después del espeluznante acontecimiento, preparado
para agradar a los dioses y que asqueó a los mortales. Los gansos fueron cocidos y servidos
con celo, pues siendo sacrificados en torno a un evento religioso debían comerse con
respeto.
Pe había presenciado el acto sin apartar la mirada de la plaza. En su interior se había
desarrollado una lucha sin cuartel: el morboso buscando el más repulsivo de los detalles
impedía la entrada al horrorizado hijo, que veía cómo Sikhu se revolvía de gusto al matar a
un amigo y leal asociado.
El chismorreo popular reemplazó la pérdida de Deba por la muerte de Dier de
Nekeb, tema reemplazado, a su vez, por las lucubraciones acerca del futuro visir del país.
-Esta estrategia es perfecta -se dijo Sikhu-. Ya nadie habla de la guerra.
Sikhu eligió a Sispeh como nuevo visir, el general sobreviviente, convencido de que
con esta elección aminoraría cualquier asomo de oposición, incorporaba a un fiel defensor
de la fe original de Nekeb y, de paso, obtendría sabiduría militar para completar sus planes
de guerra.
El propio Pe dirigió la organización del plan militar. Sabía que idear su ambicioso
proyecto bélico tomaría meses e implicaría mantener un altísimo nivel de secretismo para
evitar filtrar información que pudiera alertar a Wosret. Sikhu también quiso dejar
establecidas rutas y abastecimientos, cadenas de mando y distribución de armamentos,
entre otros miles de detalles que dirimirían el éxito de la campaña, según él creía. Mandó
ejércitos de espías a recorrer los caminos al norte, mientras al sur despachaba agentes que
distribuían órdenes en las ciudades del país, conminándolas a fabricar armas y reclutar
soldados con la máxima discreción posible. Definió los liderazgos, despidió y eligió
generales y ordenó la creación de nuevos destacamentos para el ejército. A todo prestó
atención y supervisó cada aspecto de su operación. Sikhu tenía la teoría de que bastaba con
imaginar una meta alcanzada para que los Padres la hicieran realidad, aunque ello
significara gran esfuerzo y total dedicación. En ningún momento cuestionó el éxito de su
guerra.
Sin embargo, Sihku entendía que el exceso de certidumbre podría resultar en un
fracaso estrepitoso y exigió a cada miembro de su equipo un compromiso cabal para no
cometer errores. Podía estar escrita, pero la profecía no se cumpliría por sí sola. Tendrían
que fabricar armas, recorrer kilómetros y matar enemigos en niveles desconocidos hasta
entonces. Como la planificación no podía tener errores ni vacíos, el rey tomó esa labor
como una responsabilidad personal exclusiva.
Aunque el tema de la caída de Deba como tributaria del Alto Shemia había sido
olvidado en el país, Thaqotep aún lo recordaba, y lamentaba la escasa visión de los jerarcas
para evitar el penoso episodio, especialmente porque sus acciones habían propiciado el

-128-
abandono de la ciudad. Su amargura se inflamó aún más al enterarse de la reacción del rey,
que a sus ojos resultaba desafortunada e incorrecta. Al joven príncipe le angustiaba que el
espectáculo público del desmembramiento de Dier de Nekeb hubiera servido sólo para
distraer el asunto de fondo. La tarde caía opaca y aparecían siluetas de las edificaciones
cuadradas rompiendo la línea del tenue horizonte de la ciudad, cuyo cielo triste compartía
el dolor del muchacho, como sintiendo también la injusticia del macabro uso de un hombre
inocente. El aire soplaba apenas el acalorado oasis, meciendo con dulzura las ramas de los
sicomoros y las chascas de las palmas. La plaza quedaba desierta y los obeliscos miraban
callados, los adoquines pintados habían perdido el color y algo de arena se arrastraba
movido por la leve brisa. Caminó Thaqotep callado como los obeliscos, con las manos
atrás, especulando sobre el universo creado por los dioses y el papel que él mismo
desempeñaba en la compleja trama de la vida. Quería imaginar que la profecía se refería a
él y no a Sikhu. Pensó en Netikerty, en su corta y negra cabellera con melena, en sus ojos
perspicaces y agudos, en su rostro obsequioso y redondo de facciones francas, en las
torneadas piernas y en su voz cantarina y rellena. Se preguntó si los dioses, pese a todo,
aprobarían el matrimonio. Después de todo, podría haber perdido el prestigio, el generalato
y hasta el trono, pero no había razón para perderla a ella. Se dirigió al templo muy
anticipadamente, no para agradecer el día, como dictaba la costumbre, sino para pedir a los
dioses su aprobación para unirse a su hermana.

***

Sisobek de Deba revisaba la contabilidad del grano junto a su padre casi sin
escucharlo, distraído por el recuerdo de su deplorable acto de traición, al rendirse al Bajo
Shemia. Su reunión con Wosret de Busiris resultó exitosa ya que obtuvo cada una de las
demandas que presentó. Como jefe de la casa mayor de Deba, disponía ahora de un séquito
de guardianes exclusivamente dedicados a su seguridad, la misiva enviada al Alto Shemia
lo eximía de responsabilidad, cargándola por entero sobre Dier, y todo por un cambio de
dueño que no le afectaba a él ni a su pueblo. A Sisobek le importaba un nabo si el tributo
recaía en Nekeb o en Busiris, al fin y al cabo lo pagaba igual y su preocupación estaba en la
ciudad, en su prosperidad y el bajo perfil. En recompensa a su dedicación, obtuvo como
moneda de cambio un sueño reparador todos los días, olvidado el temor que en cualquier
momento apareciera un vengador dispuesto a hacerle daño por algo ocurrido mucho tiempo
atrás.
Mientras Sobek revisaba los datos, las reflexiones de Sisobek lo llevaron a la época
en que todo el ejército del Alto Shemia abandonaba Ineb Hed para volver a la capital
después de muerto el rey. Recordó que, al enterarse que el visir Dier del Alto Shemia vivía,
su existencia se tornó insufrible. Dormía por tramos cortos, despertando sobresaltado por
pesadillas referidas a monstruos de piedra que le perseguían en el desierto, flotando por los
cielos o nadando en el río. La resurrección del visir había convertido sus días en angustia
permanente. Allá donde miraba aparecía un posible asesino. Una vez creyó ver en un
arbusto un soldado agazapado presto a acuchillarle, y presa del terror mandó remover la
planta. En otra ocasión quebró en mil pedazos un jarrón de cerámica en la cabeza de un
guardia personal, porque imaginó que éste le miraba con ojos criminales, sin recordar la
miopía del pobre escolta, obligado a hacer una mueca para poder ver mejor. Sus temores
transformaron sus aposentos en piezas minimalistas, sin estatuas y carentes de pinturas en
las paredes. Exigía a sus guardianes -salvo al malherido cegatón- dormir dentro de su

-129-
habitación, armados. El miedo que sentía, día y noche, lo llevó a desarrollar una habilidad
especial para urdir inextricables complots.
Sus cálculos se tornaban más y más complejos e iban dependiendo cada vez de un
mayor número de factores. Finalmente, construyó en su imaginación un plan embrollado,
pero que le garantizaría mantenerse con vida sin perder el esplendor con el que vivía desde
que se hiciera gobernador de Deba. Su idea comenzaba con cambiar la ciudad de dueño.
Busiris cogería la oportunidad con facilidad, y Nekeb, su rival encarnecida, escalaría el
conflicto hasta la guerra. Sumidas en la guerra, ninguna de las naciones advertiría el
siguiente paso del gobernador: vender la ciudad a otro propietario. Sisobek lograría que
alguien más dedicara sus fuerzas militares a cuidarlo.
Completado su primer paso, revisaba con atención la nueva alianza forjada. Hasta
ese momento, todo iba en orden y un importante grupo de soldados de Busiris se había
puesto a sus órdenes. Naturalmente, su primera tarea consistió en reforzar la defensa de su
casa mayor, incluyendo a algunos guardias adicionales cerca y dentro de su habitación.
Se casó Sisobek seis veces y a cada uno de sus hijos los despachaba a distintas
ciudades del Bajo Shemia. No amaba especialmente a ninguno, pero les quería a todos.
Dispuesto a usar toda su energía en la prosperidad de su ciudad, mandó construir un puerto
más amplio y más al norte, para proveer a las embarcaciones y a los hombres del Gran Mar
espacio y comodidad para fondear. Ordenó la limpieza de canales y la ampliación de
diques, edificó un sólido campamento agrícola en la región de cosecha, cuyo desarrollo
provocó el nacimiento de una pequeña metrópolis próxima a Deba. Las embajadas enviadas
con el sello del Papiro, emblema del Bajo Shemia, resultaron exitosas y el comercio,
basado en el trueque de bienes, florecía de manera vibrante. Del Sinaí llegaba cobre a
raudales; del Minos mosaicos, placas y herramientas de bronce; desde las ciudades del
oeste tejidos y vasijas exquisitamente elaborados, mientras Deba actuaba como puerto de
intermediación, recortando siempre un pedacito del transporte, para repartirse entre el jefe
de la casa mayor y la población que lo vitoreaba cada vez que caminaba por las calles. Los
monumentos al gran Sisobek se multiplicaron.
El general convertido en gobernador se refocilaba en su triunfo cuando supo que
Dier de Nekeb había sido ajusticiado, recuperando su apacible felicidad. La información la
recibió de los caravaneros que transitaban entre ambos países, trayendo y llevando objetos
útiles o baratos, valiosos o inservibles, y novedades. Se entregó a largas jornadas de
carnaval personal de sexo con sus esposas y con sus guardias, con cerveza y música,
festejando la buena estrella que los dioses habían puesto sobre su cabeza. Aquel día en que
se vio rodeado de muertos, heridos, sangre, piedras y flechas en la plaza de esa misma
ciudad estaba lejos, tan lejos…
Y ahora que disfrutaba de una plácida existencia a cargo de una ciudad boyante y
bien encaminada, pudo dedicar su esfuerzo al asunto que lo inquietaba. Se trataba del
templo subterráneo de Deba. Aun cuando lograra mimetizarse con el entorno local, en
materia religiosa seguía siendo un forastero ignorante de la antigua fe de la ciudad. Sabía
que bajo tierra se había construido un santuario de proporciones insospechadas -algunos
decían que el templo medía tanto como la ciudad misma-, que allí se desarrollaban rituales
desconocidos y sobrenaturales, que sus acólitos jamás salían a la superficie y que sus
conocimientos no provenían de este mundo.
Aunque esto le perturbaba y quería desconocerlo, tampoco deseaba interferir en un
asunto tan arraigado en el pueblo. La gente apreciaba que, pese a no compartirla, Sisobek
aceptara la religión de Deba y nada hiciera para impedir sus particulares ceremonias.
Conservaba esa distancia, sin embargo, como medida diplomática. Estudiaba

-130-
minuciosamente los detalles de la creencia, preguntaba a los ciudadanos acerca de los ritos
sin levantar sospechas todo cuanto podía al respecto y muchas veces se sintió tentado a
superar los peldaños de la trampilla en el fondo de la casa mayor, que daba a la escalinata
por la que se accedía al monumental santuario. Nunca, sin embargo, logró superar su temor
a lo desconocido, así que jamás bajó.
Sí tomó notas y aprendió de la fe de Deba. También recolectó amuletos, estelas y
escritos donde halló rezos y explicaciones de cada ritual, de cada participante, de la
jerarquía y los dioses venerados. Supo también que Deba se había transformado en el punto
neurálgico de la religión ya esparcida por todo el Bajo Shemia, de donde venían peregrinos,
so pretexto de comerciar, a desarrollar una actividad secreta en el templo subterráneo,
actividad de la que tenía apenas una vaga idea.
Sisobek permitía que todo esto ocurriera sin convertirse en óbice para las asambleas
religiosas, siempre y cuando en la superficie se realizaran los ritos de rigor para los dioses
conocidos; secretamente mantenía en su corazón la idea de que las informaciones y
conocimientos reunidos podrían resultarle útil en alguna ocasión.

***

Culminaba la estación de inundaciones del río, con resultados excelentes. Los


sacerdotes festejaron con carnavales la bondad de los dioses al desbordar el río con
generosidad y gentileza, asegurando para el Alto Shemia una cosecha abundante. Augurio
de bonanza que recogió Pe Sikhu para presentar su plan de guerra al Consejo de los treinta
más ancianos de Nekeb; augurio de bonanza que también recogió Thaqotep, para presentar
al perhó su intención de casarse con la princesa Netikerty.
Había pasado días de angustia en el más notable de los abandonos, sometido a una
indiferencia generalizada, como si de un leproso se tratara. Ciertamente pocos lo trataban
desde el desastre de Buba, pero con la inquietud por el deseo de unirse a la princesa,
Thaqotep sintió con más intensidad la carencia de afecto. Necesitaba con desesperación
hablar con alguien. A falta de un general, un sacerdote, algún amigo de la corte, Thaqotep
acabó por acudir a quien debió ser la primera persona a la que relatarle sus anhelos,
Jeseqeu, su madre. La mujer, vieja ya, e indolente, resultaba por lejos la peor consejera en
materias distintas de su responsabilidad a cargo de palacio. Pero, no habiendo más oídos, el
joven príncipe se conformó con compartir con su distinguida y distante madre sus
emociones y sentimientos.
La entrevista se llevó a cabo en el salón materno del perhó, una exquisita habitación
de paredes enchapadas en madera de cedro, repleta de muebles, repisas y altares, platos,
jofainas y sillas. En un rincón descansaba un espléndido telar rodeado de sacos llenos hasta
arriba de piezas de lino. Había también una cocina harto equipada aunque no se veían
alimentos porque la habitación contigua hacía las veces de bodega, Jeseqeu recelaba de la
higiene y el orden, y detestaba el olor a comida en el salón. En el centro del lugar se
disponían seis coquetos sillines de madera forrada en tela y mullidos asientos de piel.
Entremedio de las sillas se disponía una también encantadora mesita de patas de cocodrilo
encima de la que se hallaba un sobrio jarro y varios vasitos de vidrio que le hacían juego.
Madre e hijo bebían jugo de melón, en una pose poco íntima, que más podría verse como la
entrevista entre dignatarios extranjeros.
-¿Y crees que los Padres accederán? -preguntó Jeseqeu, que se mostró menos
indiferente de lo que su hijo pensaba.

-131-
-No lo sé, Jator. Mal asesor es el propio sacerdote que busca respuestas en los
Padres, porque su juicio se entromete, por lo que no me he atrevido a ser yo quien pregunte.
-Netikerty es una buena mujer, y tú un buen hombre, hijo. Bien sabes que los Padres
acceden a las uniones entre hermanos. Ellos mismos nos han dado sus ejemplos para
ratificarlo.
-Lo sé.
-Además, hay reglas -dijo ella, que por un momento desvió la atención para mirar
un rincón de la estancia, inquieta por el desorden, pero intuyendo que la situación de su hijo
parecía delicada, optó por seguir prestándole oídos-. Hay un protocolo y es necesario seguir
esas reglas.
-¿Reglas?
-Sí, reglas. La aquiescencia de los Padres no es suficiente. Lo cierto es que todo esto
comienza con los Padres, pero si ellos dan su anuencia, luego debes ir al perhó a rogar, y
aún debes cortejar a la familia de la mujer. Naturalmente, en este caso no has de hacerlo,
puesto que tienes mi aceptación y con ella te doy además la de Ity en tanto me arrogo el
derecho de declarar por él en su ausencia. Recién entonces podrás cortejarla a ella.
-Es decir, ya puedo.
-Pero aun si ella accede, has de volver a los Padres. Y hacer con ella el rito de la
preñez, y el de los hijos, sin contar con las invitaciones, las promesas…
La mujer enumeró una cantidad de actividades tan grande que Thaqotep se hizo la
pregunta de si efectivamente ocurrían uniones en Shemia con una ceremonia tan
increíblemente compleja y copada de detalles. Perdió la atención un momento, y cuando la
recuperó, interrumpió a su madre.
-Bueno, pero ¿ya puedo ir a por Netiky?
Ella frunció el ceño.
-Sí, puedes, pero estás tomándolo a la ligera. Necesitarás de mucha gente que
conozca el rito y que acepte ayudarte en él.
-Jator -dijo él, como suplicando cambiar de tema-, no es que no me importen estas
convenciones, y sí que me importan, pero no quise hablar contigo para conocerlas o
discutirlas. Es por otra cosa.
-¿Qué puede ser, pues, más importante que el rito? -preguntó ella, honestamente.
Thaqotep tragó saliva y tosió por lo bajo. Le sudaban las manos con profusión y temblaba
de modo imperceptible.
-Deseo que tu hija quiera unirse a mí -apuró tiritando apenas.
-¿Qué? -Jeseqeu no entendió las palabras de su hijo porque éste las dijo sumamente
rápido y como carraspeando. Como sucede en estos casos, al intentar zafar rápido de una
situación complicada, la frase suena tan mal que la persona ha de repetirse el difícil
momento, esta vez con avergonzada claridad.
-Deseo que tu hija quiera unirse a mí -repitió, ahora nítidamente.
Jeseqeu esta vez tampoco entendió, pero en lugar de las palabras, lo que no
comprendió fue el sentido de la frase.
-¿Qué?
-Madre, por Seth, necesito tu consejo de mujer, de hembra. ¿Qué debo hacer para
conseguirla? -el temblor aumentó y se trasfundió a la voz. Thaqotep casi se quebraba-. La
amo y no resistiría que se me negara, y no hay razón para que acepte. Temo oírla decirme
nuevamente “para qué”. Tengo miedo, Jator.
¿Qué podía decirle Jeseqeu? Había una distancia afectiva sideral entre madre e hijo,
tan grande que parecía como si la petición, efectivamente, hubiera venido de un dignatario

-132-
extranjero. La mujer podría haber aconsejado a Thaqotep en decenas de otros asuntos, pero
tratándose de amor o cariño, ambos resultaban tan extraños el uno para el otro, que la
solicitud le sonó incluso a ella desatinada. Lo miraba con extrañeza. Varias veces quiso
empezar una frase, pero nunca pudo decidirse a decir algo, así que quien habló fue él.
-En fin, Jator, ya ves que estoy asustado, que tiemblo porque sé que me dirá que no,
y será mi fin. Necesitaba decirle esto a alguien, a ti. La amo, pero ella no siente lo mismo,
lo sé.
-¿Cómo lo sabes? -preguntó ella, aliviada de poder decir algo.
-No es que lo sepa, no lo sé. Pero lo sé, porque ya ha dicho que no veía razón para
unirse a mí. Ya me lo ha dicho, Jator.
-En fin -reflexionó ella sin mirar a su hijo-, si ya ha hablado…
Thaqotep calló también. Se produjo un silencio triste para él e incómodo para
Jeseqeu. La madre, sospechando que sus palabras habían causado una profunda decepción
en el muchacho, intentó subirle el ánimo, y adquirió un insospechado tono tierno y cálido
para hablarle.
-Pero las mujeres dicen muchas cosas, Pasheri, cosas que no son tal como las dicen,
como las decimos. Quién sabe, ella también quería ser Perhó, y en su decepción pudo
pensar que nada valía ya, y sin medir sus palabras ha dicho cosas imprudentes -como
Thaqotep reaccionara tímidamente, Jeseqeu se entusiasmó-. Eres un buen hombre y ella
accederá, estoy segura. Ve con ella, Pasheri. Ve.
Con los ojos llenos de lágrimas e intempestivamente Thaqotep se levantó de su
sillín y se abalanzó sobre su madre para abrazarla. La acción tomó por sorpresa a la mujer,
que al principio espantada y luego asombrada, acogió el tierno abrazo de su hijo, aún sin
comprender qué sentía ella misma al respecto. Una emoción particular la inundaba ahora
que Thaqotep la oprimía dulcemente con sus fuertes y juveniles brazos, sollozando
suavemente mientras susurraba entrecortadas frases de agradecimiento.
Salió corriendo del salón materno del perhó, ciego de amor. Thaqotep recuperaba en
parte su presencia de ánimo, y gracias a las palabras de su madre, decidió que mucho
ganaría si aprovechaba su buen estado para hablar con Netikerty.
La encontró en un patio hablando con una anciana. Se acercó silenciosamente
mientras le saltaba el corazón en el pecho, recorriendo mentalmente una infinidad de frases,
ideas y emociones sin decidirse a hablar. La princesa discutía con la mujer mayor acerca
del decorado de unas vasijas. Se la veía serena, indiferente, soberbia, con una mano
apoyada en la cintura mientras la otra señalaba uno de los vasos de la otra mujer. Su rostro
serio e imperturbable le daba un aire victorioso, señorial, como si el mundo entero pudiera
rendirse a su impronta. Las largas piernas aparecían súbitamente por debajo de su vestido
blanco asentándose en el césped con firmeza y decisión. Al príncipe le pareció que las
piernas afirmaban al mundo bajo ella. La vieja en tanto movía los brazos y se defendía de
cierta acusación o crítica de la muchacha. Poco le importaba a Thaqotep la conversación.
Apareció intempestivamente por entre dos columnas.
La anciana terminaba de decir algo cuando le vio. Dio unos pasos hacia atrás con la
cabeza gacha susurrando “padrecito”, pero no abandonó el peristilo cuando Netikerty le
miró con gesto curioso pero frío, sin alterar la posición con que discutía recién, y sin
percatarse de la desbordante mirada que le dirigía su hermano menor. El joven príncipe
demoró largos segundos en recuperarse de la impresión, y en lugar de balbucear las
palabras que le agitaban por dentro, volcó sus pensamientos en una sola sentencia
ordenada, limpia y nítida.

-133-
-Si los Padres me hubieran conminado a escoger entre el bastón del perhó y la mujer
que amo, habría sido una muy sencilla elección. Ahora que nada tengo, soy indigno de
escoger a esa mujer.
Netikerty no reaccionó con facilidad. Pasmada, procesaba tan rápido como podía el
comentario de su hermano, intentando situarlo en algún contexto comprensible, pero no
logró comprender, y su rostro mostraba cuán evidente resultó su confusión, que repercutió
en el ánimo del príncipe.
-Netikerty, soy indigno para unirme a ti, pero no puedo evitar decirte cuánto te amo,
cuánto anhelo compartir las noches y los desvelos, de qué forma deseo tu voz y el olor de tu
piel, rezar para ti y entregar cuanta energía tiene mi cuerpo para darte felicidad.
Al concluir, Thaqotep sintió un alivio enorme, como si hubiera acarreado una
gigantesca roca y recién consiguiera desprenderse de ella. Netikerty ahora lo miraba con
curiosidad y ternura, y repentinamente adoptó una pose significativa y teatral.
-Es imposible. Nuestro amor es imposible. ¡Quieres unirte a mí! Es imposible que
me ames. No lo puedo creer.
-No era -insistió él, desoyendo a su hermana- para poseer el perhó. Era por ti, por mi
felicidad. No lo supe hasta que tú y yo perdimos la oportunidad, no lo supe porque estaba
cegado por el afán del trono, y ahora que no tengo el trono y soy indigno de ti, veo con tal
claridad que nunca quise unirme a ti por el perhó, sino que he deseado hacerlo porque no
veo horizonte en el mundo sin ti.
-Pero…
-¿Te unirás a mí, Netikerty?
La anciana, asustada, cogió sus potes y salió presurosa del lugar, deseando no oír
más acerca de esa conversación. El patio quedó vacío a excepción de la pareja, y el aire
tibio permanecía quieto. El sol se ocultaba tras el edificio y los hermanos quedaron a la
sombra junto a un jardincito de pálidas flores amarillas.
-¿Qué estás pidiendo? ¿Qué? ¿Quieres unirte a mí? -como él callara, la princesa
continuó- Thaqotep, soy yo quien es indigna de ti. Probaste tu valía aun fracasando en la
guerra, enfrentaste la derrota con coraje, y ¿qué hice yo? Te desprecié porque no fuiste
Perhó. Soy indigna, indigna -repitió sollozando de vergüenza y júbilo-. Has de odiarme en
lugar de amarme, no merezco las hermosas palabras que salen de tu boca, que he deseado
besar por tanto tiempo, pero no soy digna de esa boca, de esas palabras.
Thaqotep no cabía en sí.
-Si he de ser el consuelo de tu vergüenza, tómame -dijo él, con el rostro bañado en
lágrimas. Acto seguido, Netikerty se arrojó al pecho de Thaqotep llorando abiertamente
mientras la piel se le erizaba por el contacto con el príncipe. El abrazo -la muestra de cariño
más elocuente de que disponía una pareja de amantes en público- fue tibio, sensible. Ambos
temblaban.
La mañana siguiente, Thaqotep acudió al perhó -siguiendo el consejo de Jeseqeu-
para conseguir la anuencia regia para la unión. La noticia se extendió con toda rapidez por
la ciudad, y en pocos días ya se conocía el propósito de la pareja en todo el Loto. La
convulsión que afectaba felizmente al país se mezcló con la festiva ceremonia que unía,
bajo el amparo de los Padres, a los dos hijos de sangre divina.
El sacerdote que los casó anunció la presencia del dios Ity en la ceremonia. Pe
Sikhu presidía el acto compartiendo el regocijo de sus hermanos. Celebrada en la plaza
pública atiborrada de gente contenta, la boda culminó con el abrazo amoroso de los
hermanos que se unían para toda la vida. Les presentaron obsequios provenientes de todo el
país: carros de bueyes, armas, finos maquillajes y pelucas, una piara de cerdos y hasta una

-134-
barca con proa de oro, en señal de la felicidad que inundaba al Alto Shemia por la unión de
los príncipes.
-Ven aquí, hermano -dijo Pe a Thaqotep-, abrázame.
-Me alegro de verte contento, Ki -respondió éste mientras lo ceñía-. He de admitir
que siempre imaginé esa corona en mi cabeza, pero sé que serás digno de ella.
-Sabes bien que empezaré la campaña contra el Bajo -cambió de tema Sikhu.
-Es evidente -Thaqotep mordió una gran hogaza de pan y sonrió.
-Pues sí, esto haremos -confirmó Pe-. Necesito de ti, de ustedes, un favor.
-Claro, claro, Ki, habla. No hay mejor momento que éste para pedirme algo.
-Tú has visto que el Bajo usa su hechicería contra nuestra gente. Han venido
conjurando ritos para alejarnos de nuestra fe verdadera e imponernos la suya.
-Maat, ¿verdad? -el novio endureció la mirada.
-Senbi dirigía el país desde el lado religioso, y me entristece que el viento se lleve
sus palabras, sus enseñanzas. Y para evitar que eso pase, que perdamos algo tan valioso,
quiero pedirte que seas el sucesor de Senbi en Nekeb.
Thaqotep quedó demudado. No se esperaba de su hermano, que tan mal le había
tratado en el pasado, una solicitud tan importante y que le encumbraba a él a unas alturas
insospechadas. Él disponía de varias habilidades, lo sabía bien, y conocía al dedillo la
ceremonia, gracias en buena medida a la infinidad de veces que debió sortear galas y otras
importantes asambleas en el perhó oficiando como príncipe. Hubo un tiempo en el que
Thaqotep corría por el solio con una enorme ventaja, casi inalcanzable, y a él le prodigaban
las mayores atenciones y los primeros puestos en cuanta actividad se desarrollaba en el
palacio. Durante ese período el príncipe adquirió vastos conocimientos relacionados con los
aspectos más enigmáticos y secretos del país y de su religión oficial. Nada de esto ignoraba
Sikhu, por cuanto el ofrecimiento no sólo parecía razonable, sino que además muy justo.
-Pues como te he dicho ya -Thaqotep desbordaba un júbilo que intentaba ocultar-,
no hay momento más propicio para pedirle algo al querido Thaqotep. Acepto, Ki, acepto
feliz.
-Excelente, excelente. Me harás el doble favor de dirigir la fe en pro de las
tradiciones y también el de la lealtad que sólo un hermano puede ofrecer. Soy un dios
afortunado por tenerte, Thaqotep -dijo el rey con una mano sobre el hombro de su hermano.
Ambos hermanos volvieron a abrazarse en medio de la ruidosa fiesta con que
celebraban a los príncipes, festejo que para Thaqotep adquirió una nueva dimensión.
Se sacrificaron diecisiete cabras para reforzar la alianza, se fabricaron medallas,
amuletos y brazaletes conmemorativos y un perfumista descubrió un elixir aromático
exclusivo, que inauguró aplicándolo sobre los amantes. Esa noche, con largas teas clavadas
alrededor de la morada de los nuevos esposos, solos en la habitación, e iluminados por la
tenue luz de las antorchas, los hermanos se miraron con ternura. Netikerty cogió las manos
de Thaqotep.
-No haremos de esto una consolación por el trono perdido -le dijo.
Y se amaron tiernamente. El fuerte olor de flores perfumadas impregnado en cada
poro de la piel de la mujer embriagó a Thaqotep, cuyos labios sólo pudieron emitir, como
un triunfo, el nombre de su esposa.
-Netiky.
La mañana siguiente, aprovechando el buen ánimo general, Pe Sikhu ponía en
marcha un plan en el que desplegaba toda la potencia de su mandato.

-135-
Bien puesto el sol en el cielo, las grandes columnas de soldados preparados,
comprometidos con una causa exclusiva, se aprestaron a salir río abajo hacia el norte del
país, separados en grupos que recorrerían itinerarios diversos.
Sispeh dirigía uno de los contingentes, con la misión de encontrar cualquier atisbo
de peligro del otro lado del río. Sikhu mandó al grupo del eximio general a cruzar el río al
lado oeste, maldito según las convenciones del país, y recorrer a pie el territorio más vasto
en busca de espías o caravanas del Bajo Shemia. El resto de las fuerzas fue montado en
barcas o avanzó a pie junto a ellas. Se dio una sola orden: conquistar el Bajo Shemia y
transformarlo en parte del Loto.
Las tropas se distribuyeron entre varios generales destacados, como Petuk, Ohté y
Menqethotep -este último partiría desde Kaún, a medio camino entre Nekeb e Ineb Hed-,
entre otros importantes terratenientes y afamados militares sureños. Con un total de nueve
ejércitos, la tropa entera salió de Nekeb.
Los ruidosos movimientos bélicos sorprendieron a los recién casados, arrancándolos
del exigente sueño. Intrigados por el bullicio de la gente que corría a observar a las tropas,
salieron sin hermosearse para ver cómo los ingentes grupos de hombres vaciaban las
barracas y los campamentos de la ciudad. Ruido de cornos, golpeteo de sables y roncos
cantos acompañaban la marcha del ejército, cuya preparación había tomado años y llevaba
el mayor número de combatientes que se recordara. De Nekeb salían alrededor de veinte
mil, que se unirían a otros casi diez mil concedidos en préstamo por el resto de las
ciudades.
Un escriba junto al rey anotaba un poema dictado por un afamado aedo, que hablaba
de la gloria del país, de la fusión de la carne y la tierra y pedía el servicio de los dioses por
el éxito de la gran campaña. La opinión pública no alcanzó a formarse una idea frente a lo
que ocurría, pero la impecable marcha le agradó y aprobó cualquier objetivo deseado por
esa multitud de humanos que salía de la ciudad tan ordenada como los símbolos de un
escriba.
La noticia de la marcha del ejército de Nekeb sorprendió a Wosret de Busiris, quien
llevaba un importante atraso en sus planes. Esta acción tan decisiva del Sur lo ponía en
serios aprietos.
Consciente del error de no actuar a tiempo, de inmediato reunió a contingentes de
varias ciudades, despachados con embajadas que amenazaban al rey con destronarlo y
descuartizarlo si no utilizaba esos hombres con sabiduría y apego a la instrucción divina. El
rey Wosret intuyó que su misión actual acarreaba un doble peligro de fracasar porque si
actuaba equivocadamente no sólo perdería la guerra.
Los grupos se armaron a toda prisa, aunque la confianza de pelear en suelo propio
atenuaba los presagios negativos. Según los espías, la marcha del ejército real del Loto
concluiría con la llegada a los puertos fluviales meridionales del Bajo Shemia más o menos
en veinte o treinta días, tiempo suficiente para componer una base de defensa en la margen
oriental de la región de Ineb Hed, lugar donde una vez se estableció un puesto de avanzada
del ejército que comandó el primer conato de invasión al país, y que en el ocaso del
conflicto, el Alto Shemia decidió abandonar por creerlo inservible.
El avituallamiento y transporte retrasaban la salida del ejército. A diferencia del
Alto Shemia, en Busiris contaban con poca y lenta ayuda de las otras ciudades, por lo que
la llegada de los dos ejércitos terminaría coincidiendo más o menos en la ya célebre
intersección de Ineb Hed.
Los avanzados del Norte aprovecharon lo que quedaba de construcción en ese lugar
para levantar nuevas y escarpadas murallas, que servirían como baluartes defensivos.

-136-
Abastecieron como pudieron el lugar, alzando un robusto muro que serviría para impedir el
paso a los invasores.
Wosret pudo reunir una fuerza considerablemente inferior en número, provisión y
armamento, comparada con la del Loto. Menos de cinco mil soldados llegaron un día antes
que los espías avistaran el grueso del ejército del Loto.
Ohté, el general que conquistara Deba para el Alto Shemia con una violenta acción
de un solo día, comandaba las fuerzas militares de vanguardia. Estaba viejo pero, como
ningún otro, conocía a cabalidad la región y sabía exactamente qué esperar de sus hombres.
Relevando al perhó, que prefirió la seguridad de Nekeb, se hizo cargo con una amplia
sonrisa y abundante sudor de las gordas manos, confiando que su nombre resonaría en el
tiempo, regando gloria en su país.
Durante la marcha, Ohté se encontró con Menqethotep, que lo estaba esperando.
Los dos ejércitos se unieron para avanzar a Ineb Hed.
-¿Estás bien, general? -preguntó Menqethotep.
-Todo bien, general -respondió Ohté-. Permanecerás aquí y, cuando nuestras tropas
salgan de Ineb Hed la custodiarás. Sólo estorbarás y consumirás más de lo necesario.
-Sí, general -a Menqethotep no le disgustaba la idea de quedarse en Kaún, donde
compartía techo con su Qasaika. Ohté abandonó el pueblo ordenando a Sispeh que partiera
también, desde el otro lado del Misterioso.
Cumplido un mes de marcha, el ejército de Ohté avistó las refaccionadas murallas
de Ineb Hed. Banderas del Papiro flameaban a la distancia, ardiendo líquidas como efecto
del calor en el horizonte.
Dentro del fuerte, los hombres de Wosret se organizaban presurosamente cuando
advirtieron el espejismo lejano que se agitaba acusando la presencia militar enemiga. Un
general desdentado salió al encuentro de la tropa rival. La canícula azotaba vehemente.
El general del Papiro caminó unos doscientos metros hasta encontrarse con un
shoshiq del Loto, enviado también a parlamentar. A un metro de distancia el soldado sureño
comenzó la plática exigiendo al general del norte que se hicieran a un lado. El general sin
dientes respondió con un imperceptible temblor en la voz.
-Pasarás por sobre los dioses y los muertos de mi ejército.
-Agradezco lo que pides -respondió secamente el shoshiq. Dio media vuelta y alzó
las manos indicando al ejército que el paso se decidiría por las armas.
Ohté ordenó tres andanadas de flechas antes de que la primera línea de infantes de
Nekeb alcanzara las altas paredes y comenzara a treparlas. Grupos de ataque flanquearon
los muros redondos para buscar subidas en los costados mientras los demás atacaban las
atalayas frontales.
Inundados de enemigos, los defensores del país del Papiro conjuraron repetidamente
las mareas humanas que se sucedían hora tras hora. La batalla por Ineb Hed no tuvo tregua
por dos días con sus noches, sin respetar el descanso del sol, el tiempo para rezar y la hora
de comer.
La mañana del tercer día de combate, Sispeh, astuto como el zorro, cruzó de vuelta
el río para coger a los defensores por la retaguardia y abrió una brecha en la parte trasera
del fortín de Ineb Hed, menos robusto aunque fuertemente custodiado, y metió por allí a
toda su tropa después de acabar con los guardias. Algunos de sus soldados lograron enfilar
hacia las murallas frontales y abrir las puertas, permitiendo el acceso del resto del ejército.
El sonido de cuchilladas y gritos de muerte se oían por todos los rincones del lugar. Los
bravos defensores cayeron presa del mayor número de rivales.

-137-
Caída la noche, pequeños grupos de soldados del Bajo Shemia conseguían huir de la
batalla, intentando salvar el pellejo. El amanecer del cuarto día tocaba el fin de la primera
batalla de la segunda guerra entre los dos países, con un triunfo rotundo del general Ohté,
secundado por el sagaz Sispeh, cuya inesperada acción mostró el camino a la victoria.
Se mandaron emisarios a Kaún avisando a Menqethotep que debía abandonar la
ciudad y establecerse en la reconquistada plaza de Ineb Hed, y también a Nekeb. A Pe
Sikhu se le envió una nota repleta de parabienes por la recuperación. El rey apenas esbozó
una fría sonrisa demostrando que ese éxito representaba para él una victoria irrelevante. Así
respondió al emisario:

Ohté, general de la guerra de Shemia: cumples con lo que tus dioses te ordenan. Ve
y trae ganancia verdadera para tu dios, que sólo te abraza si triunfas. Él espera noticias.
El Perhó de Nekeb.

Sispeh se quedó a cargo del pequeño contingente que rehacía el fuerte de Ineb Hed.
El resto de las fuerzas se dispersó en distintas direcciones. Recorrerían las mil lenguas en
que el Misterioso se abría, para acometer una batalla por cada ciudad en su camino. Según
Sikhu, sin considerar Deba, en total había doce puntos fuertes para capturar.
En el transcurso de veinte días, el primer contingente militar enfrentaba la ciudad de
Buba -donde Thaqotep sufriera años atrás su injuriosa derrota-. La tarea resultó tan sencilla
que bastó la formación cuadrada de los soldados delante del pueblo para que los jefes de la
casa mayor rindieran sus armas al Alto Shemia. No se derramó una gota de sangre. Uno de
los generales del ejército invasor designó un nuevo jefe de la casa mayor, se mantuvieron
los cargos medios y contadores del Sur quedaron para los tributos. Un fuerte destacamento
permaneció en el lugar, administrando la conquista.
Simultáneamente, Menqethotep recibía la orden de desplegar su ejército, muy
numeroso aunque compuesto por tropas jóvenes, para avanzar hacia Thusi.
-Al fin acción -exclamó contento el vividor general, que rápidamente expidió la
orden de avanzar.
Al mes siguiente los cuatro grupos militares que, por separado, avanzaban por los
más importantes brazos del río, quedaron retenidos incapaces de superar los pantanos que
los agobiaban, las enfermedades que mataron a varios y el calor que sofocaba hasta a los
bueyes. Sólo los ejércitos más al oeste pudieron salvar el cenagoso obstáculo, gracias en
parte al suelo menos brutal, y también porque contaban con el grueso de la flota naval, que
les asistió de manera impecable.
Un emisario, montado en una pequeña barcaza bien pertrechada y con la vela
extendida, recorrió de vuelta el Misterioso para enviar al perhó de Nekeb la buena noticia
que, en el decurso de doce semanas solamente, la ciudad de Thusi había capitulado luego
que el ejército de Menqethotep diezmara las fuerzas defensivas. El breve asedio concluyó
con la promesa de no hacer daño y conservar la forma de vida de los habitantes de la
región.
-Cuidaremos también este bello peranj, una biblioteca exquisita y refinada -les dijo
Menqethotep. El peranj de Thusi contaba con un número incalculable de textos sagrados y
manuales de riego y siembra. Recopilado por un antiguo acólito del dios Usir, el conjunto
de documentos permanecía en el peranj como un tesoro inigualable. Menqethotep se
propuso regresar y conocer a las bellezas femeninas y masculinas de la región una vez
culminada la guerra.

-138-
Sais, la ciudad de los cenotafios, resultaba para los generales del Loto un sitio
sumamente particular, puesto que era el único en toda Shemia que no tenía contacto directo
con el Misterioso. Les costaba reconocer que una urbe pudiera levantarse tan imponente sin
un brazo de río en kilómetros a la redonda. Por ello, los generales sureños se enfrentaron a
una situación inédita al no encontrar manera de hacer llegar vituallas para sus regimientos
como usualmente hacían, empleando el cauce fluvial, al que habían abandonado hacía días.
Lamentándolo mucho, ese ejército debió ceder todas las naves, puesto que según sus
mapas, se internarían en tierra seca varias jornadas antes de toparse con la orgullosa ciudad
de los monumentos fúnebres.
Los guardadores de los muertos del Bajo Shemia lucharon con brutalidad, seguros
que la presencia de divinidades enterradas simbólicamente allí les ayudaría en la
complicada misión de detener un ejército tres veces más grande. Convencidos al punto del
fanatismo, los defensores, vestidos con linos multicolores y armados con pequeñas
cuchillas de bronce, más firmes pero inútiles ante los gruesos escudos de los invasores, se
entregaron al paroxismo y la muerte como si se tratara de una actividad corriente. Se
arrojaban sin medir consecuencias sobre las dagas enemigas, creyendo que serían mejores
combatientes desde el otro mundo. De ese modo, la brega terminó rápidamente. Al día
siguiente los jefes de la casa mayor de Sais se envenenaron con mordidas de áspid junto
con la mitad de la población. Clavaron los invasores la bandera del Loto en la plaza de
ceremonias, decapitaron los monumentos, tallaron el nombre de Pe Sikhu y una que otra
grosería en las columnas y dirigieron un discurso poco tranquilizador a los sobrevivientes.
Los invasores llevaban una prisa inimaginable. Apuraron, como antes en Buba y Thusi,
todas las gestiones para imponer jefes nuevos y tributos especiales, cogieron cuanta cosa
valiosa de la ciudad hallaron y las mandaron a Nekeb como regalo.
Habían transcurrido dos meses y recién ocurría el primer intento de reacción de
Wosret, después del fracaso rotundo en Ineb Hed. Los espías del rey del Bajo Shemia traían
funestas informaciones respecto del avasallador avance de las milicias de Nekeb, de la
caída pacífica de Buba y la enconada batalla por Thusi. Sin perder más tiempo mandó un
macizo ejército con la orden de recuperar ambas ciudades justo tras enterarse de la caída de
Sais, entregada al suicidio colectivo mientras el Alto Shemia extendía su dominio sin
contrapeso.
Varias batallas a campo abierto se produjeron entre las fuerzas expedicionarias del
Loto y las tropas de Wosret, que intentaban desordenados y fogosos ataques por recuperar
territorios perdidos. En cada escaramuza se revelaba una realidad inquietante para el rey del
Bajo Shemia. Aunque no hubo enfrentamientos decisivos, resultaron esclarecedores para
Wosret, quien comprendió que no podía arriesgar otra maniobra militar de proporciones
sabiendo, por sus agentes, que tres de los ejércitos de Sikhu atenazarían Busiris, uno desde
Thá Nis -al este- apenas cayera, y los otros dos desde el oeste, provenientes de Thusi y Sais.
Optó por esperar en suelo propio, a treinta kilómetros de Busiris, siguiente parada del
impetuoso monarca del Sur.
Informado de la marcha de la guerra, Sikhu se entusiasmó y exigió a sus dos
ejércitos victoriosos acercarse desde el oeste y que le esperaran: él mismo dirigiría las
fuerzas del Alto Shemia en su asalto final a la capital del Bajo Shemia. La profecía se
encontraba tan cerca de cumplirse que no quiso perderse la ocasión y se presentó, sesenta
días después, al frente del doble ejército, que reunía un total de doce mil soldados más sus
shoshiqes y generales.
El arribo de Pe Sikhu llenó al ejército de un blindaje espiritual tan imponente que
los hombres se inflamaron de ansias por conquistar el mundo entero y ponerlo a los pies de

-139-
su soberano, pero debían esperar al numeroso ejército a cargo de Ohté que luchaba en la
ciudad de Thá Nis, cuya resistencia estaba siendo doblegada.
Simultáneamente con la llegada de Pe Sikhu al campo de batalla abierto a medio
centenar de kilómetros de Busiris, el jefe de Thá Nis, cuna intelectual del país, se entregaba
con vida al general Ohté del Alto Shemia, quien perdió dos mil de sus nueve mil hombres.
Los bastones coronados con amuletos de plata representando ramas de papiro fueron
cedidos a Ohté, quien designó a un sacerdote contador del sur como jefe. Igual que el resto
de las ciudades capturadas -salvo Sais, donde casi no quedó gente a quien hablar-, sus
habitantes oyeron que la nueva administración cuidaría al pueblo y acrecentaría el progreso
gracias a un dios poderoso y benévolo que los protegería día y noche.
Aunque el siguiente paso de su plan consistía en ir a por Deba, Ohté salió presto con
unos seis mil hombres, dejando al resto en Thá Nis, y enfiló hacia occidente, para
convertirse en el yunque sobre el que Sikhu golpearía como el martillo al ejército de
Wosret de Busiris. El soberano del Alto Shemia configuraba, entonces, su asalto final
evocando con nostalgia los tiempos en que su padre se encontró en similar situación.
“Wosret de Busiris, el traidor, tiembla de miedo por la fuerza que pronto caerá sobre su
cabeza”, se dijo Sikhu, recordando el primer avance de Ity, seis años atrás. “Yo terminaré
lo que tú no pudiste hacer, padre. Uniré este mundo y eliminaré al enemigo”.
El día de la batalla el cielo amaneció cubierto. Siniestros nubarrones ocluyeron la
bóveda celeste, amenazadores. La brisa soplaba cálida. El oro esa mañana no brillaba y las
aves graznaban timoratas. Las aguas del brazo del río, a la derecha, corrían grises como el
cielo, como las aves. Una jauría de chacales había atacado la granja móvil que alimentaba
al ejército de Sikhu la noche anterior, particularmente indiferentes a la presencia humana.
Nadie se preguntó si se trataba de señales divinas.
El dios organizó a sus fuerzas, poniendo delante a Menqethotep y junto a él, en el
flanco izquierdo, a los más avezados hombres de Petuk. Él mismo comandaría las reservas
y los arqueros, que se dispusieron en una amplia línea tan ancha como los dos ejércitos de
infantería de vanguardia. Haría avanzar a Petuk para cercar la huida por el oeste mientras
Menqethotep picaba por el frente del campo. Esperaba ver a Ohté por detrás de la línea de
Wosret y empujar con la reserva. Creía que los hombres de Wosret combatirían con un ojo
al frente y el otro en retaguardia, sabiendo que en cualquier momento llegaría Ohté, y
supuso que el rey del Papiro habría destacado una buena fuente de reservas para su línea
posterior, un error según su apreciación, porque él atacaría de todas maneras sin esperar al
gordo general que venía de Thá Nis. Si Ohté no llegaba, Wosret sería incapaz de defenderse
por el frente. Y si llegaba, tampoco podría dar pelea a dos masas armadas que lo atacaban
por delante y por detrás.
-Sencillamente perfecto -se dijo Sikhu.
En Nekeb, esa misma mañana, ocurría un primitivo impulso vital que empujaría al
mundo entero a un nuevo orden: Netikerty se había embarazado. La princesa amaneció de
buen talante, hambrienta y animada. Ahora se hacía cargo de la administración de la ciudad
en reemplazo de Sikhu, en cuyas manos fluía ordenada y alegre. Los festivales de la guerra
habían acabado y la gente concurría a sus labores tranquila y contenta, vagamente
informada de la acción en el norte. Las madres, hermanas e hijas, agradecían a Pe Sikhu y a
los dioses los éxitos militares con que conquistaban nuevas ciudades que engrandecían al
Alto Shemia.
Thaqotep, que combinaba el sacerdocio con su antigua labor enseñando a los
escribas, andaba animado desde que se casó con su hermana, estado que mejoró aún más
cuando Sikhu partió a la guerra y Netikerty tomó el control del país en su ausencia. Este

-140-
indirecto acercamiento al trono lo tenía tan dichoso que hasta canturreaba en las pausas de
sus clases, luego de castigar con dura mano a sus malos alumnos. La mañana del combate
por Busiris, Thaqotep se había levantado tarde, rezongaba entre las mantas cuando la
esposa ya trabajaba en el perhó instruyendo a los contadores. Su despertar fue grato. El aire
repleto del aroma de Netikerty colmaba su espíritu y la tranquilidad de saber que Sikhu se
levantaba cientos de kilómetros al norte lo hizo sentirse como una pluma. Sus angustias
habían quedado en las arenas, en la plaza, en sus clases anteriores. Ahora la luz del sol
brillaba con especial cariño sobre su afeitada cabeza y notaba sus hombros ligeros. Se miró
las manos y vio cómo sus anillos brillaban primorosamente. Se decidió a realizar los ritos
con ahínco y tesón. Volvería a tener sexo con su mujer y saldría a cazar un par de
facóqueros, que luego asaría como ofrenda a Netikerty, de quien provenía esa fuerza que
apartaba todas sus angustias del pasado y corregían la pena por delectación, paz y felicidad.
En tanto, Pe Sikhu miraba al frente de su imponente fuerza armada cómo se
distribuían los defensores de Wosret. Los informes sobre las capturas anteriores lo
mantenían confiado pero no satisfecho.
-Tráeme a los generales -le dijo Sikhu a un sirviente.
Petuk había repartido su ejército con otros dos generales. Menqethotep, en tanto,
tenía tres. Los siete generales se inclinaron ante el dios. Petuk carraspeó.
-Rey, la tropa está lista en el flanco izquierdo. Avanzaremos a tu señal -dijo. Sikhu
miró a Menqethotep y éste respondió.
-Los shoshiques están terminando de repartir las dagas, rey. Estaremos listos en
unos minutos.
Sikhu respiró el aire matutino del norte, mirando el cielo cubierto, y sin dirigirse a
ninguno de los generales, habló con una voz plana, baja y áspera.
-La mitad de este país está en nuestras manos, pero esas victorias valdrán una brizna
de trigo si no derrotamos a Wosret hoy. De eliminar esas fuerzas tendremos la ruta libre
para capturar Busiris. Esta campaña ha salido perfecta hasta ahora y no deseo errores en
este momento crucial. Ahora vuelvan a sus puestos.
Los generales hicieron una reverencia sutil y dejaron solo a Sikhu en la retaguardia.
El escenario de la batalla incluía dos colinas arenosas y un descampado verdusco
por el centro. Wosret confiaba que ese sitio ayudaría a reducir el ancho de la línea de Sikhu,
dueño de una tropa más numerosa. Los destacamentos del Papiro se formaron en ocho
grupos amplios, cuatro de los cuales quedaban ocultos tras las colinas. Wosret, acompañado
de sus guardaespaldas y de Agurib el asiático, encontró un otero donde pudo establecer su
cuartel. Dominaba el campo entero desde el centro de la formación, en plena retaguardia. El
afluente del río corría manso a la derecha de Wosret, lejos de la última colina.
-Me deja espacio para maniobrar -comentó a Agurib. Después de enterarse que Thá
Nis había caído y que un ejército de unos seis o siete mil soldados avanzaba por el norte.
En cualquier momento aparecería por atrás de Wosret.
-Rey, podemos contrarrestarlos si mantenemos la lucha entre las colinas y
ocultamos nuestra retaguardia a los ojos del rey del Sur. Creerá que formamos con toda la
fuerza y nos atacará sin esperar al ejército que viene de Thá Nis. Tenemos que azuzarlos.
-Es cierto -dijo Wosret-. Manda al shoshiq a parlamentar. Dile que ya sabe qué
hacer.
-De acuerdo, rey -confirmó Agurib.
Sikhu, en tanto, ya formado en toda la amplitud del terreno en su lado, observaba
desde un promontorio su enorme ejército -dos ejércitos en uno, en realidad- convencido que

-141-
la suerte lo acompañaba. Cuando vio un shoshiq del Papiro caminar al centro del campo,
ordenó a su shoshiq a dirigirse a parlamentar.
El shoshiq de Sikhu avanzó al ejército enemigo. Ambos oficiales se toparon y
hablaron. Tras unos minutos de ácida discusión, el emisario de Wosret extrajo de su cinto
con inesperada agilidad una daga de hoja corta y apuñaló artero al shoshiq de Sikhu, que
cayó muerto justo en el instante en que comenzaba a llover.
Ambos acontecimientos turbaron a Sikhu, que demoró unos minutos en dar la orden
de revancha. Su confusión no la provocaba tanto la muerte del shoshiq, sino el aguacero
que empezaba. “El Misterioso cae del cielo”, susurró. Sin comprender si ello traía consigo
algún significado sagrado, se espabiló con desaire, como deshaciéndose de una pelusa en su
nariz y dio a los generales la señal de avanzar. Las tropas de los flancos se esparcieron todo
lo ancho del campo de batalla y, cinco minutos después, los lanzadores marchaban delante
de la infantería.
Confiando que la llegada de Ohté batiría por la retaguardia al enemigo, Sikhu
decidió por fin, mojado por la vigorosa lluvia que arreciaba, comenzar el ataque,
protegiendo a la tropa con lanzamiento de saetas.
Los dardos iniciales detuvieron el naciente avance de las tropas enemigas. Wosret
ordenó aguardar. El rey de Busiris aún recordaba el desastre que significó pegar la carrera
al primer conato en Useru-akhbá y exigió detenerse. Lentamente, el ejército, compuesto
por unos seis mil hombres, caminó hacia el enemigo, vadeando las colinas hasta toparse en
el valle abierto entre ellas. De modo repentino y como lo previó Wosret, lanzó a la carrera a
su bando y, en minutos, colisionaron de frente con el ejército de Menqethotep.
El choque de porras y dagas resultó brutal. Los escudos atravesados por lanzas o
destrozados por mazos de madera provocaron un estruendo violento, seguido de gritos de
dolor, chirridos de sables y azotes de macanas, llenando el aire humedecido con los
atronadores sonidos de la guerra.
Al cabo de veinte minutos de combate, las fuerzas de Wosret comenzaron a perder
el flanco derecho, que se oponía a las veteranas fuerzas de Petuk, impecable en su
operación. Sikhu mandó reforzar su ala izquierda merced a una posta que lo mantenía
informado.
Un mocetón calvo, musculoso y de pecho depilado, premunido de una porra de
madera con una dura pera de piedra en su extremo, azotó a un enemigo destrozándole la
quijada. Pasó por encima del cuerpo inerte, dio dos pasos y volvió a abanicar el arma, ahora
sobre el pecho de un rival flaquito que acababa de esquivar una lanza, quebrándole varias
costillas. Al ver al esmirriado extranjero sin aire, le martilló el cráneo con la porra,
matándolo ahí mismo. Manchas rojas teñían el desfigurado rostro, el lampiño pecho y las
tiritonas manos del calvo atacante que iba por su tercera víctima justo cuando sintió en su
espalda un dolor frío y quemante. Soltó la porra y cayó de rodillas sobre la tierra mojada.
Veía piernas embarradas corriendo a su alrededor, a un extraño con una trenza que caía
apuñalado por la espalda, muerto a su lado, al tiempo que alguien le sacaba el cuchillo del
omóplato. Sus ojos vieron, además, una flecha quebrada, una sandalia maltrecha y su
propia maza, a la que se le desprendió la pera de piedra, cosa que a nadie parecía
importarle. Alguien pasó pisoteando el cadáver del extraño de la trenza, luego pasó otro, y
otro más. Olía sudor y muerte, se le iba la vida y todos corrían. Perdió de vista la porra sin
pera de piedra. Quería levantarse pero algunas manos se apoyaron sobre él, reteniéndolo en
el piso. Recibió un rodillazo en la cara y un chiquillo tropezó con él, maldijo y siguió
corriendo. Hizo acopio de fuerzas para erguirse, pero la marea lo arrastraba en dirección

-142-
incierta y se ahogaba. Recibió tantas patadas y sangraba tan profusamente que finalmente
prefirió dejar que la corriente decidiera.
La escena se repetía innumerables veces, arrebatando con mazazos y puñaladas la
voluntad de decenas, y luego cientos de hombres. El ejército de Sikhu empujaba por su
izquierda a la espera del ejército de Ohté, que debía aparecer por detrás y a la izquierda de
las tropas de Wosret, quien seguidamente lanzó una segunda oleada de defensores a la
lastimada línea diestra, para resistir. Sikhu dominaba el combate, controlando el esfuerzo
mientras aguardaba a sus refuerzos. A cada grupo que Wosret presentaba en la derecha,
Petuk añadía tropas a su lado izquierdo. El combate comenzó a girar y los reyes, al cabo de
tres horas, miraban la batalla de perfil.
La lucha ahora se desarrollaba en no más de treinta metros. El valle se hizo incluso
ancho. Wosret, enfrentando sus remesas de hombres con las del enemigo conseguía anular
el mayor número de rivales al estrechar el campo, y Sikhu, respondiendo a la acción de su
enemigo, enfiló a su primer grupo de reserva para sortear a los defensores en un rodeo
grande por detrás de la colina de la derecha, confiando que si no ensanchaba la línea,
entonces la cerraría. Trabados en una lucha circular, los generales propiciaron una tregua
involuntaria, retrocediendo sin darse cuenta, ante la sospecha de caer cada uno en una
trampa del otro. Sikhu maniobraba con habilidad a los hombres de Menqethotep, que
tardaban en comprender la danza bélica porque se perdían de vista, moviéndolos al frente
en oleadas sucesivas que daban respiro a los que salían de la acción. Wosret actuaba
después, aunque ajustadamente y con precisión. Pese a manejar el combate, Sikhu no
conseguía quebrantar el espíritu de los soldados del Bajo Shemia, entregados con ciega
convicción a sus generales.
Llegaba el mediodía, Ohté no aparecía y las esperanzas de un combate breve se
desvanecieron. Carentes de tropas frescas, ambos grupos finalmente cedieron a los muertos
y al barro del campo. Sólo se miraban a la distancia, exhaustos y heridos. La lluvia no
paraba. Volvieron a sus cuarteles. El primer combate concluía y no había vencedor.
Hundido en la arena barrosa, acompañando a los cientos de muertos, yacía el cuerpo inerte
del calvo y depilado combatiente que tan aguerridamente luchara desde el principio.
Rezaron y agradecieron. Esperaron. Cayó la noche y la lluvia ahora flotaba como un
velo rozando apenas los cuerpos y las llagas. Brigadas enemigas se cruzaban en el barro, se
trenzaban a golpes y regresaban. Durante el imperio de la luna, escaramuzas aisladas entre
espías y centinelas perturbaban el exigido descanso del resto. Y Ohté no aparecía.
Amaneció el segundo día y las tropas de Wosret, por consejo de Agurib el Asiático,
cambiaron su ubicación trasladándose quinientos metros al oeste, aprovechando el segundo
valle más cerca del río, queriendo alejarse más del yunque que crearía Ohté a su llegada,
mientras el martillo, Sikhu, aventaba sin un punto para golpear.
-Están esperando al otro ejército, y si nos movemos a ese espacio, no nos encontrará
con facilidad. Rey, estás cerca de quebrantarlos -le dijo Barba sin percatarse que al
abandonar su posición enfrentaría un terreno más ancho.
Sikhu, persiguiendo al enemigo, trasladó su frente los mismos quinientos metros al
oeste, esta vez con el ejército de Menqethotep a la izquierda y el de Petuk a la derecha, y
dispuso su amplia línea ante la que oponía Wosret, obteniendo al fin una ventaja que
consideraba cardinal.
Tentado por la facilidad con que se presentaba el combate, Sikhu decidió relevar a
Menqethotep para conducir la batalla él mismo, desde el frente. Su carácter beligerante le
aceleraba el pulso al ponerse delante de las líneas.

-143-
-Haz, Pe. Son bravos pero debes ordenarles varias veces porque no entienden a la
primera -le aconsejó Menqethotep, y se retiró a la retaguardia.
Con el sol oculto por los espesos nubarrones se reanudó el ataque invasor, alentado
por las noticias de los vigías: Ohté estaba a sólo media hora y llegaría a tiempo para cercar
a Wosret por detrás. Un nuevo brío nutrió a los combatientes de Sikhu, convencidos como
nunca de la victoria. Robustecidos por la presencia de Pe al frente y confiados por el otro
ejército colocado tras las líneas enemigas, los soldados del Alto Shemia se arrojaron
desenfrenadamente al campo sin que ningún general, ni siquiera Sikhu, deseara detenernos.
Volvió a llover con fuerza.
La refriega, a diferencia del día anterior, superó con creces las medidas defensivas.
Bajo una lluvia cada vez más intensa, las fuerzas militares del Loto se lanzaban energizadas
y odiosas contra sus pasmados rivales.
Atrapado por su entusiasmo, Sikhu se internó en la batalla, espada en alto y rodeado
de escoltas, apuñalando y cercenando sin piedad. Batió a cinco enemigos y evitó otros
tantos mazazos. Su corazón latía frenético, expulsando adrenalina por los poros, cortando y
golpeando mecánicamente. Avanzaba con fiereza medida, tensas las riendas de su ansiedad,
mientras sus manos asían con firmeza el escudo y el sable. La vista enrojecida lo atizaba, se
encolerizaba, justo cuando la lluvia se detuvo y una lanza lo atravesó por la espalda. Las
nubes escaparon como guiadas por una fuerza suprema, un haz de luz se coló por entre los
cirros para alumbrar a Pe ensartado en una larga y filosa pértiga, clavada por algún
personaje sin importancia en medio del monstruoso espectáculo que llenaba todas las
retinas del lugar.
La confusión cobró su mitra y los soldados del Alto Shemia, incrédulos y sin líder,
se batieron en una retirada histérica y desordenada, mientras el informe de la caída de Sikhu
se esparcía como la luz del sol. Petuk intentaba rearmar su línea, pero sus hombres miraban
con desolación, retrocediendo espantados, mientras Menqethotep corría para relevar al rey
intentando asir a la tropa para continuar el combate.
-¡Avancen, hombres, por Seth! -gritaba Menqethotep sin que los soldados hicieran
caso.
Ohté, que por fin encontraba el sitio de la batalla, miró con desconcierto la escena.
Le parecía inexplicable que sus compatriotas primero rodearan al enemigo para luego
desbandarse sin control. Creyendo necesaria su presencia en el frente, circundó el campo
para apoyar el flanco derecho, que Petuk no podía reconstruir, dejando a Wosret el espacio
necesario para huir. Un observador casual habría pensado que ninguno de los tres ejércitos
quería luchar. Unos huían desconsolados, como al garete, otros retrocedían intrigados, y los
recién llegados daban la vuelta sin pelear.
Entrada la tarde, el sol calentaba nuevamente y los rastros de la lluvia pronto
dejaron paso a la amarilla sequedad. El oasis del río lucía más verde y el cielo más azul. El
astro rey volvía a gobernar el mundo.
Pe Sikhu miraba las alturas, confundido. Un dolor inmenso rasgaba su cuerpo de
atrás adelante matando sus órganos; sin embargo, una paz infinita inundaba sus ojos,
dirigidos al celeste interminable. El mundo le parecía muy pequeño y la guerra muy cruel;
imaginaba el amor de su madre, perdida en los avatares del palacio, mientras su padre
intentaba corregirle. “Si la ventura pone esta corona blanca sobre tu cabeza, deberás ser
mejor persona, hijo”, aconsejaba Ity con una serenidad que él nunca entendió; qué tontería
más grande, ser Pe, prefiero abrazar a mi madre, se dijo. Al poco tiempo en esta tierra tuvo
que desprenderse de su madre, igual que Ity perdió muy niño a Ihé, la suya. Hubiera
querido abrazarla, Sikhu el enfermizo hijo, a su mamá, decirle que la ama y celebrar con los

-144-
ojos entrecerrados sus tiernas caricias. Juzgaba fútil todo lo demás, como esas nubes que se
evaporaban, incapaces de tapar la magnificencia del cielo celeste y el sol amarillo. La lluvia
abandonaba el lugar, como lo hacía Sikhu, convencido esa tarde brillante que todas sus
acciones en la vida resultaban vanas desde que perdió a su madre en los avatares del
palacio. Se iba Sikhu, confundido porque le dolía y le gustaba. Cual si fuera un humano
más, salía de la escena entendiendo, tal vez demasiado tarde, la verdad de la vida que
dejaba.
Wosret observó el reabastecimiento de las tropas enemigas y optó por apurar la
huida.
Ohté y sus hombres habían arribado al sitio indicado confiando torcer el equilibrio
del combate, pero, al advertir a Pe mortalmente herido, los soldados se reconocieron
derrotados. Los gritos del general sonaban espurios: el dios había muerto, ¿qué podría
esperarse de ellos, mortales corrientes? Sorprendido entre un rival que escapaba y hombres
que no escuchaban, Ohté tuvo que admitir la derrota. El corazón de las tropas había muerto
y ahora no tenía convicción para continuar; la oportunidad se desvaneció. Regresaron los
sureños a Buba y luego a Ineb Hed, cargando entre ellos el cuerpo malogrado de Pe Sikhu,
el primer dios que moría en combate.
Desde Ineb Hed y mediante el río se envió a un emisario confirmando la noticia en
Nekeb: el país quedaba acéfalo y el dios salía del trono sin avisar. En la capital, apenas
conocida la muerte de Sikhu y sus circunstancias, cundió la confusión y el caos. El Loto
entero se detuvo espantado y sin saber qué hacer. Los habitantes no podían explicarse cómo
el país seguía vivo si su soberano estaba muerto. Espontáneamente, comenzaron oraciones,
sacrificios y rituales.
Los sacerdotes no tardaron en vislumbrar con preocupación que la profecía podría
truncarse si el nieto de Pe Thá no conseguía conquistar el Bajo Shemia. Echaron rápida
mano de sus alternativas para enrielar la situación y, aprovechando que las festividades del
luto tomarían tiempo -los setenta días de rigor-, decidieron acudir a Thaqotep y Netikerty,
los hermanos de Sikhu por cuyas venas corría la misma sangre del dios primigenio, lo cual
servía a los fines de la premonición divina del recordado sacerdote Senbi.
Se sucedieron los actos fúnebres. Los escultores labraron monumentos alusivos al
arrojo del monarca llamado prematuramente por los dioses; se tallaron y pintaron
cenotafios con el rostro de Sikhu, dentro de los que depositaron diversas pertenencias del
soberano, enviados luego a cada ciudad del país. Contra la propia voluntad del fallecido,
Thaqotep decidió cumplir el rito del Norte, vaciando en cuerpo sin vida de Sikhu, luego
untado con aceites y disecado a la intemperie en uno de los patios de la Casa Mayor.
Guardaron los órganos en vasijas de cerámica rosa de asas onduladas con interior de
esparto, a la manera de los silos de grano, y selladas con cera. La tumba principal esculpida
bajo tierra junto al perhó, fue pintada y labrada con plegarias útiles para el diálogo del
muerto con los dioses. Se confeccionaron figuritas en sicómoro que representaban sillas,
casas y personajes influyentes en la corta vida de Sikhu. El féretro, construido con seis
cincelados bloques de granito en forma de cajón, fue interiormente alhajado con obsidiana,
alabastro y lapislázuli, y recubierto con bruñidas láminas de cobre y oro, con frases y
representaciones de Seth, el Halcón y el Loto. Dentro del féretro colocaron, tras la
transición a la otra vida, el cuerpo de Sikhu, envuelto en lino, repleto de collares, amuletos
y talismanes, para morar en su nueva casa bajo la antigua casa para siempre. Una gran vaca
ceremonial de barro cocido con cuernos de marfil y ojos de vidrio custodiaba la cámara. Al
fin, Pe Sikhu entró al panteón de divinidades del Alto Shemia, y su lugar en este mundo
sería tomado por alguno de sus hermanos.

-145-
Los sacerdotes y el Consejo de los treinta discutieron durante las celebraciones
mortuorias respecto del indicado para suceder al joven dios marchito. Aunque debatieron
con intensidad, finalmente pesó la voz del general más exitoso del reino, Sispeh de Ehdú,
cuyas palabras rompieron el balance de fuerzas entre los adherentes de Thaqotep y de
Netikerty. Con el sol de la nueva estación nacía la figura real de quien dirigiría el país más
poderoso y, tras la última campaña militar, más extenso del planeta.

-146-
Capítulo Décimo

Deba se salvó de la campaña militar que ocurría en el norte. Mientras culminaba la


guerra, Sisobek consiguió crear una liga que reunía a todas las ciudades libres del Bajo
Shemia, excluyendo a Busiris.
Reunidos en Deba, los jefes de las ciudades de Akhá, Khásire, Butó y Odsiré
discutieron los pormenores de esta alianza, que firmaría un acuerdo con los pueblos al otro
lado del Gran Mar, con quienes el comercio continuaba pese a la guerra con el Alto
Shemia. Se remitirían embajadas a los extranjeros, asegurando puertos libres y otras
regalías a cambio de soldados y armas de bronce.
Los jefes pasaron tantos días agasajándose con opulentas fiestas, que no parecían
interesados en cerrar sus asuntos. Ofrendas y cacerías entregaban un suculento menú cada
día, y bailarinas hacían el deleite de los asistentes. Sólo en los pocos ratos en que cesaba la
diversión se celebraban asambleas para definir el sentido de la liga hasta que, hastiados de
tanta juerga, los participantes abandonaron la acogedora Deba con acuerdos establecidos.
El primero y más importante ponía fin a la capitalidad de Busiris, reconociendo a la
liga como nueva soberana del país, o de lo que quedaba de él tras la invasión del Alto
Shemia. Despreciaron a Wosret y a las ciudades adheridas a su gobierno. Después de todo,
les importaba menos la cantidad de territorio que la unidad bajo una sola bandera. Cada jefe
propuso a su urbe respectiva como capital de la liga, sobresaliendo entre todos Sisobek, de
Deba y un tal Totjenemet III, el rey de Butó. Sisobek proponía a su ciudad por el influjo
religioso que inundaba a la región, mientras que el otro insistía en el tamaño de su ciudad,
la más grande y antigua de la liga. Finalmente, la bandera del Bajo Shemia se clavó en
Butó. Totjenemet III derrotó a Sisobek en la sutil disciplina de la negociación, arte en que
este último creía no tener rivales.
Butó, grande y circular, alimentada por un afluente del río, contaba con amplios
canales de irrigación y un puerto. Fabricaba el lino y el papiro más exquisitos, usados por la
realeza incluso en el Alto Shemia, hasta donde llegó la fama de sus eximios artesanos.
Su primer rey, Totjenemet I, provenía de la familia líder del clan fundador, y desde
el principio llevó adelante una tenaz campaña que lo coronó señor del Bajo Shemia. El dios
murió dos años después de alcanzar su empinada posición y su hijo, Totjenemet II,
ambicioso, se sentó en el solio aún tibio. Se rumoreó su participación en la muerte del padre
aunque la versión oficial informó que un mal día Totjenemet I tropezó, se golpeó la cabeza
con una piedra, perdió el conocimiento y, con las narices sumergidas en un charco de agua,
murió ahogado. Tras encasquetarse la toca colorada, Totjenemet II se entregó a un frenesí
constructor tan compulsivo que tras tres años sobraban casas en la ciudad. En general el
pueblo lo apreciaba, salvo los usuales personajes descontentos y, particularmente el
codicioso Wosret, en ese entonces shoshiq de la vecina Busiris.
Totjenemet II amuralló Butó para prevenirse de una oleada de invasores que venían
asolando ciudades desde el oeste. Tan óptimas resultaron las defensas, que Butó exportó a
sus arquitectos, inigualables en la construcción de bellos y eficientes muros exteriores.
Justamente, una de esas paredes enfrentó el príncipe Thaqotep en su vejatorio ataque a
Buba para cuando los hipopótamos y la batalla sin armas que lidió.
Estos antecedentes encumbraron a Butó a la cima del poder en el Bajo Shemia. El
rey se paseaba ufano por las comarcas del país recibiendo vítores y aplausos de sus
súbditos, agradecidos y satisfechos porque durante su gobierno la paz reinaba como el sol
sobre el cielo azul.

-147-
En uno de sus incontables viajes, Totjenemet II se topó con una singular caravana
compuesta por dos muchachos desgarbados y una mujer hermosa, frágil y transparente. Al
abordarla, Totjenemet II se enteró que la beldad había sido expulsada de su país porque no
daba más hijos a su hombre. Se llamaba Ihé y venía de Nekeb.
Totjenemet II la invitó a su suntuosa tienda, la aseó y maquilló personalmente, le
ofreció un banquete del tamaño de una península y le rogó que se emparejaran, exudando
juvenil amor.
-Mi vientre se ha secado, rey -le dijo ella, entornando sus ojos de miel.
-Deja que yo lo humedezca -respondió libidinoso el soberano. Enamorado,
Totjenemet II repudió a su propia mujer para quedarse con la amada Ihé. La mujer
despedida, una jovencita morena y oblonga llamada Baé, le había dado dos hijos que la
acompañaron en su exilio. Nueve meses después de humedecerle el vientre, el rey estallaba
de felicidad porque Ihé le daba un hijo robusto, sano y gritón, al que llamaron, desde luego,
Totjenemet, el Tercero, exclusivo heredero. La delicada y pálida Ihé de Nekeb había parido
al rey del Alto Shemia, Ity, y paría ahora al futuro soberano del Bajo Shemia, enlazando
con su sangre las casas reales de ambas naciones.
Hirviendo en iras por el marido y la extranjera, la exilada Baé partió con sus críos y
un plan vengativo a Busiris, el único lugar donde Totjenemet II tenía un enemigo odioso.
Recibió al trío destituido el entonces shoshiq Wosret en Busiris.
-He sido expulsada de mi patria por una bastarda del desierto -explicó Baé.
-Castigaremos la afrenta, reina -replicó Wosret-, y para eso debemos hacer la guerra
a Butó, pero mi posición no me lo permite, a menos que me transforme en rey de Busiris
-sugirió perversamente. Justificando una acción ennoblecedora, encantó a los hijos de Baé,
que se lanzaron contentos a la misión de asesinar al soberano de Busiris para reemplazarlo
por Wosret. Los jóvenes príncipes encontraron el camino libre y apuñalaron sin
misericordia al viejo gobernante de la ciudad. Tras cartón, Wosret anunciaba públicamente
su deber mesiánico de devolver el reino a la destituida, ciñéndose él la tiara de la ciudad. El
anhelo de Wosret de hacerse de la corona se cumplió casi sin contratiempos y, raudamente,
preparó en secreto un ejército para marchar hacia Butó.
Cierto día de principios de año Totjenemet II tuvo que viajar a Khásire por un
asunto irrelevante. Suponiéndose bienamado en todas partes, el rey del Bajo Shemia partió
con una comitiva tan pequeña que resultó presa fácil para los soldados de Wosret, que
mataron hasta a las mascotas. Wosret había liquidado a dos reyes en el lapso de seis meses.
Tras convertirse en rey de Busiris y con el trono del Bajo Shemia al alcance de la mano,
decidió que Baé y sus dos hijos ya no le servían, así que los ejecutó. Marchó con su ejército
y golpeó la puerta de Butó -fue ahí cuando Wosret contó con el apoyo de Agurib y sus
escaleras de madera-, lanzando por sobre sus lindas murallas la cabeza de Totjenemet II al
tiempo que exigía la corona del país. El recién ascendido Totjenemet III, con apenas cinco
años, se asustó al ver el macizo tropel de soldados y remitió una embajada a Wosret que
incluía, envuelta en un delicado paño de lino butonés, la corona roja, mientras juraba
lealtad a la nueva capital del Bajo Shemia, Busiris.
La pérdida de la capitalidad significó poca cosa para Ihé y Totjenemet III, que
prefirieron dirigir con tesón el destino de Butó, cosa que lograron de forma impecable
gracias a la brillantez de ambos, convirtiendo a la ciudad en la joya del reino.
A sus quince años Totjenemet III, bajo, rollizo y de tez lustrosa, tenía modales tan
excesivamente dulces que provocaba abrazarlo. Sonreía sin motivo aparente y siempre tenía
un gesto grato, por privado o casual que fuera. Solía acariciar cariñosamente a sus amigos y
sus maneras no eran bruscas en absoluto. Parecía pensar muy poco sus palabras antes de

-148-
proferirlas, pero siempre las lanzaba al centro de la diana, como cazador de ideas que
ejecuta a la perfección el grácil oficio del verbo.
Aunque permaneció en un plano secundario, Totjenemet III mantuvo un nudo bien
apretado sobre el comercio de Busiris, manejando hábilmente sus relaciones con las demás
ciudades sometidas a Wosret, de modo que éste siempre debió lidiar más o menos solo con
su abastecimiento e industria.
En tanto que Busiris debía concentrarse exclusivamente en el poder militar a causa
del tácito embargo comercial de Butó, Deba era transformada en academia religiosa.
Totjenemet III enviaba con frecuencia embajadas de jóvenes ansiosos de aprender la fe del
dios Usir y su hijo Hor a Deba e invitaba, con su particular capacidad de convencimiento, a
otras ciudades a hacer lo mismo, y lo conseguía con facilidad. Muy pronto, Deba tuvo que
emplear todos sus recursos como gran templo del país, relegando otras aspiraciones. De
este modo, Totjenemet III impuso restricciones que las demás ciudades consentían
involuntariamente, manteniendo una especie de equilibrio entre las fuerzas políticas,
comerciales, militares y religiosas del Bajo Shemia. Aunque nadie lo dijera con precisión,
este joven regordete y amanerado regía el poder del país por más que Wosret de Busiris
luciera él la corona roja.
La situación cambió muy poco luego que Wosret propalara por todo el país su plan
para conquistar el Alto Shemia. Indulgente, Totjenemet III respondía con hombres, armas y
vituallas para abastecer al ejército durante la guerra con el Sur. El afeminado jovencito,
lejos de contradecir a Wosret, lo satisfizo en todo, confiado que la empresa pronto
fracasaría, alcanzando así la oportunidad de hacerse del trono máximo del Bajo Shemia. Y
la ocasión se presentó en la misiva enviada por Sisobek de Deba ofreciéndole una alianza
para destronar a Wosret.
De regreso a su ciudad natal después de la animada asamblea en Deba, Totjenemet
III asumía como nuevo dios-rey del Bajo Shemia libre, precisamente cuando el ambicioso
perhó del Alto Shemia Pe Sikhu, moría en el combate por Busiris. El Sur, con su
extraordinaria campaña militar, se había hecho de la mitad del territorio del país del Norte.
Para cuando el dios Sikhu expiró, los dominios del Loto abarcaban virtualmente todo el
oeste del Papiro, y tan sólo dos años después de la conquista de Thusi, el brazo divino del
perhó de Nekeb asía Thásire y Japé, pegadas al Gran Mar del norte, los últimos dominios
del Bajo Shemia en el extremo occidental del país. Todo lo había perdido irremisiblemente
Wosret de Busiris, quien intentó infructuosamente deshacer las victorias sucesivas de
Nekeb. Minado su prestigio, Wosret fue desacreditado y el mundo libre del Bajo Shemia
abrazó al nuevo gobernante, Totjenemet III, con la convicción que su sola ascensión
implicaba la victoria inmediata.
Pero Totjenemet III tenía una visión distinta del conflicto, de su enemigo y de la
manera cómo resolver la guerra, que ya llevaba tres años contando sólo el tiempo de Sikhu.
En su primera acción envió secretamente acólitos de la fe de Usir-Hor a todas las ciudades
conquistadas. Abrigaba en su corazón la esperanza que la liberación provendría de la
rebelión religiosa, persuadido que los habitantes del Bajo Shemia reaccionarían ante la
propaganda contra el invasor de la fe, como deseaba mostrar al Alto Shemia.
Para eso, consiguió por espías ocultos en caravanas toda la información disponible
sobre la religión del Alto Shemia. Estudió acuciosamente los antecedentes y, tras algunos
meses de revisión profusa encontró lo que buscaba, y se dispuso a esparcir una nueva
leyenda que desacreditara la religión del Loto.

-149-
Ésta fue la única acción concreta del nuevo soberano del Bajo Shemia, que al
contrario de inquietarse por el avance enemigo, disfrutaba imaginando que pronto la
rebelión de la fe iba a bastar para expulsar al invasor.
Un largo período de paz envolvió a las ciudades del nuevo país, que miraba a la
distancia las escaramuzas del viejo país. Mientras Wosret se volvía loco tratando de
arreglar sus líos, Totjenemet III se sentaba cómodamente a planificar cómo libertar al Bajo
Shemia del yugo del Loto.
Las embajadas dirigidas desde Butó a todos los territorios libres del Bajo Shemia
establecían su mando sobre ellos, dejando fuera a la capital de Wosret, Busiris. Totjenemet
III rearmó el ejército, en cuyo avituallamiento coadyuvaron las hábiles manos de los
pueblos del Gran Mar que aportaron entre otros aditamentos armas de bronce, elementos
clave para la guerra futura.
El nuevo soberano impuso desde el primer instante una energía casi sobrenatural,
sentando las bases de un reinado global. En lo político exprimió la liga, empujando a sus
participantes a transmitir su propio liderazgo personal. Envió embajadas y revisó cada obra
que él mismo decidió construir. Puentes, templos, diques, murallas y puertos se levantaban
en todos lados ante su ojo atento, que no permitía ociosos ni desocupados. Su fortaleza
interior lo levantaba por sobre los demás ilustres personajes del país.
Pese a su firmeza, el cordial Totjenemet III actuaba siempre divertido, sonriendo
incluso cuando parecía lógico fruncir el ceño. El joven rey comprendía demasiado bien que
el pueblo no seguiría a un líder rabioso y, en cambio, la naturaleza civilizada y confortable
del bajoshemiano requería un jefe también civilizado y confortable. Quería desarrollar la
guerra lejos del conocimiento común, cual rito sagrado velado para los mortales.
Así, cayó muy apropiadamente la leyenda de desprestigio creada por Totjenemet III
y transmitida por los sacerdotes de Butó y luego de Deba, mito que se esparció como el
polen en el viento, alcanzando primero a todo el reino libre del Bajo Shemia y, después a
los más remotos rincones de las ciudades conquistadas por el Loto.
El mito explicaba las causas de la muerte del dios Usir y la razón por la que su hijo,
Hor, cada día renacía para vengar el crimen. Usir representaba así, en la construcción moral
de Butó, el bien, mientras que Hor, el hijo que reivindicaba la muerte de su padre, hacía las
veces de la justicia. Cerraba el círculo el perpetrador de todo mal, el asesino de Usir y
culpable que la lucha prosiguiera eternamente. Para el efecto propagandístico, el orondo
Totjenemet III escogió, de entre el panteón altoshemiano, al dios más importante de todos:
Seth.
Rápidamente los habitantes del Bajo Shemia sometidos al poder del Loto
comenzaron a entender que estaban sojuzgados a una potencia cuyos líderes adoraban al
dios que representaba el mal. Con timidez al comienzo, repudiaban los actos de veneración
a Seth, abrigando una animadversión cada vez mayor por el perhó del Loto, al que veían no
sólo impuro sino ilegítimo para regir el país.
Confiado que no necesitaba más que hacer, el flamante rey del Bajo Shemia libre
solamente se dedicó a administrar la leyenda, explorando en la historia religiosa para
encontrar certezas que afirmaran el mito de Seth. Sabía que con ello encontraría aliados
dentro de las ciudades conquistadas por Nekeb.
Con respecto a Wosret, el nuevo reino decidió no hacer nada. Les bastó con sacarlo
nominalmente del poder y dejar que el conflicto que mantenía con el Alto Shemia socavara
su ya desesperada situación.
Wosret, enfrentando una guerra claramente perdida, gastó todas sus fuerzas en
defender las míseras aldeas alrededor de Busiris, unos cincuenta kilómetros a la redonda.

-150-
Luchaba denodadamente contra los enormes contingentes enemigos, a sabiendas que nunca
podría cambiar el signo de la guerra. Perdió todo, excepto sus tierras, salvadas tras la
muerte de Pe Sikhu.
El general Agurib lideraba las fuerzas de defensa. Busiris no representaba un
enemigo de fuste para el Alto Shemia, pero tampoco se doblegó y el asiático actuaba como
puntal de la resistencia, ordenando el avance y retroceso de su tropa, dirigiendo el
abastecimiento y organizando a los espías.
Una de las acciones más atrevidas de Barba la acometió en la ruta entre Busiris y
Thá Nis, en la aldea de Jator, donde envió una fuerza para capturar un puesto militar del
Loto. Enfrentó a un enemigo bien resguardado y más numeroso, pero insistió al punto que
sus rivales capitularon al cabo de dos semanas de asedio. El triunfo en Jator tuvo un valor
táctico nulo, pero causó un efecto atronador en el desarrollo de la guerra, deteniéndola en
seco.
La leyenda de Jator -nombre proveniente de una deidad local- se origina en un
objeto caído de los cielos, de cuyo interior aparecieron gentes de otros mundos que
diseminaron conocimientos secretos por toda la región. Los viajantes comentaban que el
sitio irradiaba una energía oculta y muchos decidieron establecerse allí pese a que la tierra
no permitía la siembra, escaseaba el agua y había pocos animales de caza.
Con todo, la mayor de las curiosidades de Jator era que albergó desde siempre a un
número exacto de trescientas veintiséis almas. Después de un nacimiento o si un extranjero
decidía establecerse, moría un habitante de Jator, conservando el mismo constante número,
según contaban los viajeros desde hacía cientos de años. Con temor a morir, los residentes
se esforzaban por impedir la permanencia de peregrinos y cuando los invasores del Alto
Shemia, ignorantes de la fatídica característica de Jator, levantaron un puesto militar, se
produjeron once muertes simultáneas, cantidad idéntica a la de los once soldados sureños
que se quedaron a resguardar el puesto.
En el combate de Jator murieron todos los soldados del Loto, incluyendo la oncena
de militares residentes. En el decurso de las tres siguientes semanas se produjeron once
nacimientos. Inquieto y amedrentado por la leyenda, Agurib optó por quemar el puesto
militar y abandonar Jator.
La noticia de la victoria en Jator se difundió tan rápido que hubo una oleada de
temor por el renacimiento del ejército de Wosret. Los generales del Sur temían haberse
extendido demasiado en un territorio imposible de guarecer y prefirieron replegarse, por lo
que las hostilidades cesaron casi inmediatamente, además porque los aliados de Busiris se
creyeron ayudados por la energía misteriosa de la aldea y los animó a actuar con decisión,
aminorando progresivamente los triunfos del Loto hasta su detención final. Incapaz de
capitalizar el ímpetu por el tenue triunfo de Jator, Agurib aconsejó a Wosret fortificar sus
fronteras sin pensar en más campañas de recuperación, cosa que el rey aceptó de buena
gana porque siempre creyó que perdería hasta la vida en la guerra.

***

El general Ohté culminaba su campaña de defensa de los territorios usurpados para


el Alto Shemia justamente después de perder el pequeño bastión de Jator.
-Después del desastre de Sikhu no podemos confiar en la moral de la tropa
-comentó Ohté a Petuk-. Además, recibo reportes de insurrecciones religiosas por todos
lados.
-¿Qué sugieres?

-151-
-Después de este incidente en Jator conviene detenernos, reforzar las fronteras y
reagruparnos. Hemos batallado demasiado tiempo e ignoramos si Wosret de Busiris está
preparando un contraataque. La mejor idea es distribuir las fuerzas en las ciudades
capturadas.
-Déjame el Thusi, general -dijo Menqethotep. Tenía intereses allí.
-Así será, pero una vez que ordenen las defensas, regresarán a Nekeb. Esto es
apenas una pausa y deberemos convencer al Consejo de los treinta que la guerra debe
proseguir en cuanto tengamos más tropas. Los necesito allá, a los dos.
-Sí, Ohté -dijo Petuk mientras Menqethotep asintió con un dejo de incomodidad.
Los generales se repartieron distintas regiones del norte para establecer bases
fuertes. Pronto, con la ausencia de conflictos, el papiro reemplazó a la daga y fluyeron los
mensajes de tregua. Ohté, ahora supremo gobernador del Bajo Shemia ocupado, informó a
Nekeb que el proceso de expansión se había completado. Se firmó la paz.
En Nekeb se levantó una mastaba de muros inclinados erigida con bloques de piedra
caliza, custodiada por soldados de cobre junto a una placita con flores y obeliscos que
conmemoraban el nacimiento y asunción de Sikhu, sus hazañas militares y su muerte. Un
conjunto arquitectónico macizo, elegante y sobrio, superior a todo lo antes construido en el
Alto Shemia. La calidad estilística del templo en homenaje a Sikhu representaba un estadio
avanzado cuya estética tendería a regir sin contrapeso en el futuro.
Enterraron al rey en su mastaba y luego coronaron a la reina Pe Netikerty, el cuarto
dios viviente que conducía el reino del Loto. Como ya ocurrió antes, se reemplazó la pena
de la partida del dios por la inmensa alegría de la unción de la sucesora. Carnavales y
ofrendas, fiestas y sacrificios se sucedían en cada ciudad del país, incluso aquellas
conquistadas recientemente.
Netikerty recibió de su hermano-esposo la corona blanca del poder que le otorgaba
el dios Seth, en una ceremonia donde generales, sacerdotes y consejeros se preguntaban si
habían elegido bien ya que consideraban distinta la constitución moral de la mujer respecto
del hombre, razón por la que la guerra podría no ser valorada convenientemente por la
nueva diosa; sin embargo, Thaqotep, como alternativa, resultaba más peligroso aún.
Ciertamente, el joven príncipe nunca tuvo oportunidad de probarse en un campo de batalla
y, aunque su instrucción había sido brillante, el solo recuerdo del fracaso sufrido en Buba
eliminaba cualquier confianza en sus habilidades como general. Quizás el episodio de esa
batalla perdida sin armas no parecía, en sí, tan humillante como podría pensarse, pero el
efecto de la leyenda creada a partir de él, con el himno que se cantaba en el Papiro y todo,
resultó devastador. Nadie se fiaba de sus destrezas bélicas y, en cambio el experimento de
Netikerty sonaba más razonable. De los otros hermanos, ninguno sobresalía como la joven
y por eso los descartaron -de nuevo- sin necesidad de explicación.
Al pie de la mastaba de Sikhu, Thaqotep ceñía en la perfumada testa de su hermana
y esposa la corona que la consagraba reina del Alto Shemia, mostrando un sincero
sentimiento de orgullo inflamado y de absoluta lealtad a la nueva diosa. Su corazón se cerró
a la envidia. Gozaba plenamente con su rango de sacerdote máximo del país, y como si eso
fuera poco, entronizaba a su hermana amada, seguro que los dos gobernarían sabiamente el
país, ella desde el trono y él desde el templo.
Rodeada por su séquito de asesores, la muchacha resolvió como primera medida
defender a como diera lugar los territorios conquistados. Expidió órdenes expresas
demandando un esfuerzo supremo a sus generales y soldados apostados en las lejanas
ciudades del Norte para respetar la profecía, recordando lo sagrado de su texto. No podía
existir mayor deleite para los dioses, les dijo, que inmolarse por mantener unido el nuevo

-152-
gran país. En seguida, impuso la adoración de los nuevos dioses Usir y Hor, como forma de
integrar la fe de ambos países y, para ello, mandó construir capillas en todas las ciudades
del Sur, logrando que la creencia en “el ciclo”, como le llamaban, echara raíces, causando
una unificación espiritual. La chica se mantuvo durante tanto tiempo expuesta a las ideas de
esa fe, que terminó aceptando plenamente que la consecución eterna de la justicia,
representada por el cotidiano paso del día y la noche, explicaba cabalmente la vida.
Algunos sacerdotes protestaron, pero encontraron la instantánea réplica de Thaqotep, capaz
de habitar el desierto si su mujer lo sugiriese.
Untados con óleos de terebinto y esencias de dátil del desierto, los esposos
hermanos se miraban con arrobamiento en el gran salón del perhó de Nekeb, enamorados
entre sí y de los papeles que jugaban. Se acariciaron en soledad, mirándose y entendiendo
que la paz y la felicidad del mundo se encontraban tan cerca como uno del otro. Sonaban
los vítores del último carnaval previo a la cosecha y ellos aún se amaban con los ojos,
ciegos a los sucesos del exterior que amenazaban con borrar violentamente la dulce
plenitud que les colmaba.
Los generales comenzaron prontamente a planear la siguiente etapa de la campaña
de expansión del Alto Shemia, presionando a Pe Netikerty para iniciar las hostilidades.
Temían que la reina mostrara una sensibilidad femenina, como decían, rindiendo las armas
por una paz fútil que alejaba todo intento de cumplimentar el texto sagrado que ponía norte
a la proa del Loto. Continuamente enviaban shoshiques para informar al viejo visir Sispeh
acerca del avance de tropas en tal o cual ciudad, solicitando recursos con qué fabricar más
porras o flechas, o bien sólo para saber el ánimo de la soberana en relación con la guerra.
Íntimamente, Netikerty miraba con recelo el conflicto. A diferencia de su hermano
Sikhu, ella optó por el camino del gobierno para el pueblo. Salía cada día a recorrer su
ciudad y, muchas veces, desconfiando de sus asesores, obsesionados por la guerra, viajó a
otras regiones del país para conocer la realidad de primera fuente y disponer tareas. En
verdad, a la mujer no le incomodaba la idea por sí sola, sino que fuera el único asunto que
los entretenía.
-Estoy harta de los preparativos de guerra -dijo un día a su esposo.
Thaqotep comprendía su irritación aunque chocara con su deseo personal de verla
con la toca roja alrededor del cono blanco en su cabeza, simbolizando la unión de las dos
regiones en un solo país.
-Ves que todos están contentos -replicó él.
-Ya nadie pinta sus uñas -le dijo la reina. Estas palabras, que parecerían una
nimiedad de mujer a oídos de cualquier hombre, descubría una realidad que a ella le
inquietaba sobremanera. El Alto Shemia se convertía en un país militarista y belicoso,
insensible y arrogante, y dejaba de lado el fondo que le había dado grandeza.
-¿Recuerdas -preguntó a Thaqotep- lo que nuestro padre relataba de su padre, el dios
Pethá y su mujer Ihé? Decía que Nekeb se pobló gracias a la fuerza divina del amor del
Padre y que nunca se vertió sangre de su gente para engrandecerla.
El mundo había cambiado mucho desde que Thak había fundado la aldea de Nekeb
con un puñado de colonos. Los impulsaba la cooperación y el deseo de progresar. El
delgado jefe ampliaba con la palabra el horizonte de su pueblo, y su pueblo respondía
ampliándolo con las manos, domando a la naturaleza. Para esa época, el cuerpo de paz del
general Speh servía para eso, para la paz. La comunidad entera se dedicaba a preparar, con
grasa de gatos y cocodrilos, ungüentos para masajes y funerales, aceites de fenogreco para
las arrugas y desodorantes con esencia de dátil. Y en verdad, en ese tiempo también usaban
la alheña para pintarse las uñas.

-153-
¿Qué había pasado, entonces? Los tiempos de la cooperación y la paz volaron como
el ibis, y a cambio llegaba el odio.
“Mi padre tenía razón”, se dijo Netikerty, la diosa. “Los Padres deben estar
castigándole por llevar al mundo a este estado”. El dorado de su piel se apagó y los ojos se
le llenaron de lágrimas. Su rostro, redondo y gentil, trasuntaba la angustia del error
cometido, de la ignorancia y la falta, del dolor y la pena. Quizás esta reflexión representaba
para ella el giro con que debía tomar el control del perhó.
-Ven, esposo. Necesito tu voz sagrada -le dijo. Una lágrima desbordó los límites de
sus ojos y se desplazó arrastrando el tinte por la mejilla. Quería rezar.
La amargura de Netikerty se asemejaba a la del visir Sispeh de Ehdú, que lamentaba
la arrogancia beligerante de Nekeb. El general se había tomado muy en serio la lectura de la
historia de Nekeb escrita por Jentiamentiu de Taur Djen, a la que dedicó todo su tiempo
libre en editar y enriquecer. El relato comprendía la llegada del clan a la tierra de Shemia y
su expansión por el fértil oasis que se nutría a lo largo del generoso río de misterioso
origen. El último capítulo -en rigor, el último rollo de papiro- no ofrecía una conclusión
definitiva, asegurando de modo tácito que aún quedaba mucho por contar. La labor de
complementar la historia la asumió personalmente Sispeh, que aunque intentó proseguir el
estilo narrativo para mantener un relato cohesionado, no pudo evitar alterar el ritmo y usar
un lenguaje más fluido y también observaciones personales, cosa que Jentiamentiu
descartó, creando en fin un texto inexpresivo y hasta aburrido, pero sumamente detallado.
Sispeh decidió abordar su parte de la obra redactando breves apuntes sobre los
hechos recientes, pero retrocedía largamente para abundar, con minuciosas descripciones y
con comentarios personales, en los sucesos pasados, haciendo un serio intento por recordar
cuanto había vivido, mientras para los eventos ocurridos lejos de su presencia, Sispeh
acudía a las fuentes disponibles para indagar hechos y opiniones.
Se hallaba en eso, con un palito entintado de múrex en la mano ante un papiro a
medio escribir, sentado en la terraza de su habitación en el perhó, mirando el oeste carmesí
del tenue atardecer de la solemne Nekeb mientras una brisa cálida se recogía para enfriar la
noche. A cada minuto el murmullo de la ciudad decaía como los colores del día y el
llamado al descanso se posaba sobre la ciudad como lo hacía la oscuridad de la noche, no
sin antes derramar en la bóveda celeste un mar de tintes anaranjados, rojizos y azulados.
Una particular silueta se acercaba, lejos de la mirada del visir, arrastrando dolorosamente
los pies.
Minutos más tarde un mayordomo llamaba a Sispeh para notificarle una curiosa
visita que le esperaba en la antecámara. El general dejó sus utensilios, se lavó en una
jofaina con agua fresca y se secó las manos con un paño. Se acomodó los anillos y luego de
respirar profundamente salió de su habitación para encontrarse de frente con el extraño
visitante.
-Iwemhotep, extranjero -dijo Sispeh con formalidad. El visitante lucía horrendo.
Una larga y desordenada barba ocultaba un mugriento rostro de ojos apagados y cabello
desgreñado. Bajo la caótica cabeza aparecía un torso desnudo, sucio y abrasado por miles
de soles sobre una barriga disminuida bajo la que se ataba, con una soga grisácea un
faldellín desgastado, raído y grasiento. Portaba un morral o algo parecido, aparentemente
no muy liviano. El sujeto andaba descalzo, pero, cosa muy llamativa, vestía una preciosa
tobillera de oro con cuentas de fayenza y alabastro. Además, un par de anillos de fina
elaboración decoraban sus manos ennegrecidas. El visitante, notó Sispeh, había vivido días
mejores.

-154-
-No mires con esos ojos, visir -replicó con voz arañada el visitante-. No soy
extranjero de tu tierra. Dame de comer, que estoy vacío.
El visir asintió, llamó al mayordomo y le ordenó traer carne seca, frutas y cerveza
tibia. Esperaron en silencio, y en silencio Sispeh ofreció al extraño un sillín. Callado
también el visitante se sentó, haciendo crujir la butaca. El curioso huésped se atusaba la
barba, sacudía levemente su falda o carraspeaba gravemente sin dirigir una sola mirada al
visir, que permanecía de pie, observándolo de reojo, esperando no contrariarle con la
mirada mientras acomodaba algunas figuritas de una repisa. El rostro apagado del personaje
se iluminó apenas cuando apareció por la puerta el mismo mayordomo, ahora con una
bandeja de madera llena hasta el borde de alimentos y un enorme jarro repleto de cerveza.
Una vez que recibiera la comida, comenzó a devorarla con fruición aunque había en sus
movimientos un dejo de nobleza, según pudo apreciarlo el visir. Sólo entonces éste le
dirigió la palabra.
-¿Cómo es eso de que no te conozco, extraño?
El extraño bebió un largo trago y, medio atorado por la premura con que comía, le
respondió a Sispeh.
-Pues sí, claro que me conoces. No eras visir pero general, Sispeh.
-Sigo sin conocerte.
-Bien cierto la puedo ver en tus ojos, visir, tu confusión. Yo no era así, verás. No,
tenía responsabilidades, una mujer. Te vi vencer, useru, y te vi partir. Odié cada momento
de la traición de Pe, que me abandonó a mi suerte, como a todo mi pueblo, y de allí vengo.
De ver cómo la traición de Pe barrió con cualquier señal que dijera que mi pueblo existió
alguna vez. Soy, pues, Tiye, visir.
Sispeh no pudo articular palabra mientras sus recuerdos se aceleraban. Él regresaba
de Ineb Hed con su tropa a intentar dar caza al ejército rehecho de Wosret, cuando un
extenuado mensajero notificó a Pe de la caída total de Akhbá y de la muerte de todos sus
habitantes. El visir -entonces general- se trenzó en la más larga batalla de la que se haya
tenido recuerdo en Shemia, batalla que no dejó vencedor. Tras perder de vista al ejército
enemigo, Sispeh continuó hacia Akhbá y pudo ver con sus ojos, esto no se lo contó nadie,
el horror de los actos del rey de Busiris, que destruyó la ciudad hasta la última casa y mató
hasta al último hombre. Y pensaba Sispeh, que también Tiye había muerto, por cuanto
hallarlo con vida representaba toda una resurrección. Tardó unos segundos en procesar la
información, y cuando la comprendió, dirigió una mirada escéptica y escrutadora a su
interlocutor; le costaba creer estaba viendo al mismo Tiye de Akhbá.
Reparó en todo lo que había adelgazado, en su crecida barba. En sus movimientos
gráciles y solemnes, su postura regia. Indudablemente, se trataba de un personaje de la
nobleza shemiana. Ocultos tras la maraña de pelos de la cabeza y la barba, pudo reconocer
los rasgos del antiguo gobernador de Akhbá. Sí, era Tiye de Akhbá.
-Pero, ¿cómo? Yo estuve en Akhbá, en sus ruinas. Enfrenté al rey y continué, no
había ninguno vivo. Nada, nadie.
-Nadie, es cierto -replicó al fin Tiye-. Fui expulsado al desierto después de batallar
con mis soldados, con mis hombres. Hasta las mujeres blandieron azadones y porras, y el
chacal de Wosret pasó a cuchilla a cada habitante, a todos, y encima salvó mi vida, para
arruinarme aún más. Me ha dejado vivo para recordar cada minuto de la muerte de mi
pueblo, de mi gente. He llamado a Anfu la Muerte tantas veces que he perdido la cuenta.
Erré por el desierto y por el oasis. Es cierto, Sispeh, he muerto y volví a la vida aunque no
lo quise.
Sispeh quiso interrumpir pero Tiye continuó.

-155-
-No lo quise, pero aquí estoy. Y si todavía no paso el juicio de los Padres es porque
Ellos han querido algo más de mí antes de morir. Aún tenía algo que hacer pero nunca lo
supe, hasta que pensé en lo que había salvado del desastre de mi pueblo -Tiye no tenía el
valor para decir el nombre de su ciudad, de Akhbá-. He venido a ver al visir, y te he
encontrado, Sispeh. Ello dice mucho de la misión que los Padres me encomiendan.
-Tiye, estás vivo. No puedo creerlo -Sispeh aún no acababa de entender. Éste, sin
embargo, continuó obviando las palabras del visir.
-Los Padres dejaron que viviera para esta encomienda. Los Padres han dejado que
viviera acarreando estos bultos, las pertenencias de Pe, a quien he maldecido cada día de mi
paso por el inframundo y la violación de los demonios del desierto. Fui lanzado al oeste,
Sispeh, a la tierra de los muertos y los demonios, y entre ellos erré por tantos años que ya ni
sé cuántos fueron. Pero he vuelto para poder morir tranquilo. Vine al visir por esta talega,
Sispeh.
-Tiye -comenzó el visir una vez recuperado de su asombro-, me alegro que no hayas
muerto. No, déjame continuar. Me alegro que hayas sobrevivido, y me alegro que estés
aquí. Eres bienvenido, serás bien tratado, tus heridas serán curadas y tus títulos restaurados.
En lo que a mí concierne, eres un héroe digno de la simpatía y el amor de los Padres. No
me importa si esto te interesa o no, es lo que pienso desde lo más profundo de mi corazón,
y es lo que haré como visir de Shemia. Con respecto a tu misión, agradezco a los Padres
que la hayan asignado a alguien íntegro, y les agradezco además que te hayan permitido
vivir para cumplirla.
Luego de sentir algo de alivio por su declaración, Sispeh se acercó a Tiye y se sentó
junto a él, luego de protagonizar toda la escena de pie.
-Tiye, Pe no te abandonó. Yo dirigí la batalla de Useru y fui yo quien destruyó el
ejército del traidor. Puede que hayamos contado mal, pues pensamos que sólo quedaban
unos cientos, esparcidos por los bosques al norte de Akhbá -Sispeh se estremeció-. Pe
prosiguió al norte seguro que todo había terminado. No te traicionamos. Nos equivocamos.
-Una seria equivocación.
-Muy seria, Tiye. No hay día que no recordemos la tragedia. Pe murió después de
eso. Fue ajusticiado por los sacerdotes. La tragedia de tu pueblo fue saldada con la partida
de Pe Ity.
La noticia sorprendió a Tiye. Tuvo un recuerdo fugaz. Una cacería, estaba él, le
acompañaba alguna de sus concubinas -aún no se unía a su mujer- y preparaba una
fantástica cacería con Pe y su corte, ahí mismo, en Nekeb. Recordó a Pe riendo por una
broma suya, algo sobre la lanza y el culo de una hiena. Se cayeron bien, pero Pe mantenía
una cordial distancia con él. Se lo veía jovial, lleno de vitalidad, animado y contento, dueño
de sí, de su futuro. Todo un Pe, sin duda, un dios completo, de pies a cabeza, y él le
regocijaba en persona. Ahora no estaba.
-Pues Pe dejó pertenencias que pude salvar, pertenencias que largaron conmigo en
mi destierro al oeste. Han de ser limpiados pues vienen con demonios dentro -Tiye no pudo
construir una frase que rememorara a Ity.
-Y vienes a dármelas.
-Sí, visir. Son para ti.
-Pues come, Tiye, te lo mereces -dijo, y se puso de pie-. Pasarás la noche en esta ala
del perhó, y mañana mismo te daremos casa, y restituiré tus títulos de gobernador, y serás
coronado héroe. Ahora come.
Tiye no sabía si agradecer o no. Mientras erraba todos esos años por el desierto, el
pensamiento de su muerte le asaltaba continuamente. Sólo quería morir, pero cuando

-156-
encontró la ruta a la ciudad de Nekeb -toda una proeza considerando que venía desde el
oeste, al otro lado del río, un sitio carente de mapas o señales-, decidió completar la misión
por la que se creía aún vivo, y una vez terminada podría morir. Pero el visir le ofrecía
restaurarlo, devolverle el cargo, las posesiones, algo de su vida anterior. No supo qué decir,
así que decidió volver a comer, mientras escuchaba a Sispeh dar instrucciones al
mayordomo. Éste regresó al cabo de unos minutos para indicarle qué habitación había sido
dispuesta para él.
Hizo una reverencia casi imperceptible a Sispeh, y abandonó el salón detrás del
mayordomo, que le guiaba a su habitación. Al verle salir, el visir dirigió inmediatamente su
atención a la bolsa. Sucia y desgastada, la talega parecía a punto de desfondarse, así que la
manipuló con mucho cuidado olvidando que durante años se paseó por el desierto
recibiendo un trato implacable.
Pensó por un momento acerca de los demonios, pero los descartó y resolvió abrirla
en seguida; sus ojos se posaron automáticamente sobre una pequeña caja de madera cerrada
con un delicado cerrojo de oro, que reposaba entre trapos y cántaros. La extrajo con la
misma delicadeza con que abriera el saco. La observó con detenimiento.
La madera había sido bruñida por manos hábiles y formaba una caja de bordes
perfectamente rectangulares, como hecha con escuadra. En la superficie rojiza había
gastados bajorrelieves que, imaginó, correspondían a una palabra o frase escrita en cierta
lengua que él ignoraba. Las terminaciones metálicas se hallaban opacadas por el tiempo
pero permanecían perfectamente ajustadas a las muescas de la madera. Los ángulos, las
bisagras y hasta la falleba habían sido prolijamente labrados en oro. Al medirla, Sispeh
calculó que el lado largo sería de un codo. Destrabó el pasador y al abrirla los goznes
emitieron un suave chirrido.
En su interior, Sispeh vio algunos papiros enrollados. Al abrir el primero, leyó una
instrucción de Ity referida a los premios para los forjadores que hacían las puntas de cobre
para el ejército. Extrajo un segundo rollo con un decreto firmado por Dier e Ity. Tras sacar
algunos más, encontró un rollo muy antiguo que al intentar leer sólo pudo comprender unos
pocos símbolos.
Sispeh se había encontrado con el papiro de Thak, escrito de su puño y letra.

***

-Este rey tuyo es un maricón y un cobarde -protestaba Sobek.


-Pero es astuto.
-Te has dejado derrotar -replicó sin atender el comentario de su hijo-. Ese cobarde
está atacando nuestra fe y tú no haces nada al respecto.
-Creo que no hacer nada es lo más sabio.
-Tú no tienes sabiduría. Pasa que también eres un cobarde, pero tu caso es peor que
el de Totjenemet el Tercero. Eres más cobarde que él.
-Puede ser, pero creo que lo más sabio es no alegar.
-No. Lo más sabio es regresar al Loto. Esta ciudad muy pronto se levantará en
armas contra ti. No olvidan que eres del Sur, que eres hijo de Seth.
-Lo dudo, padre.
-¿Qué has hecho para que olviden que eres hijo del Loto y adorador del asesino de
Usir, como ellos dicen? ¡Nada! No has hecho nada, ellos siguen mirándote como un jefe
extranjero que un día se irá, por las buenas o por las armas.
-No lo creo, padre. Sí he hecho.

-157-
-¿Qué has hecho?
-Les he amado. Rezo con ellos.
-Eso no es suficiente. Ellos no te consideran bajoshemiano y pronto te rodearán
como una jauría de bestias para despedazarte, y también me matarán a mí. Debes ir con el
Loto, pedir su amparo y traer tropas leales que te defiendan.
-No haría eso. Prefiero permanecer así.
-¿Eres estúpido? Nos caerán encima. Ese cobarde seguirá voceando la mentira de
Seth, acicateando al pueblo. Está creando soldados de los campesinos, de los herreros, de
los sacerdotes, de cualquier cándido que se la trague. Ya tendrás todo un ejército listo para
destruirte.
-No, padre. Eso no ocurrirá.
Sisobek perdía la locuacidad ante su padre. Usualmente, el gobernador de Deba
manejaba con destreza los debates, raramente perdía el control y nunca alzaba la voz. Creía
que ganaba un pleito quien demostraba aplomo, como si confiara plenamente en su juicio.
Perder los estribos equivalía a admitir una grieta en el argumento, y siempre temía lucir
grietas en sus argumentos. Ocultaba sus sentimientos y emociones, reprimía las tensiones
en el tono de la voz y lograba exasperar a sus oponentes. Saboreaba, al fin, la victoria sin
exaltarse y bruñendo con soberbia su impoluta opinión.
Pero Sobek había labrado una impresión tan distinta en su hijo, que éste se sentía
desarmado cuando discutían, y sus tácticas no resultaban. Al contrario, mientras intentaba
calmarse perdía la noción de sus argumentos, y cada respuesta o comentario resultaba soso
e infantil.
-Evitaré que eso ocurra. Si no te atreves a ir con Netikerty, entonces iré yo, y exigiré
que se reconquiste esta ciudad para el Loto. Evitaré que cometas un error absurdo al
permanecer aquí sin hacer nada, mientras Totjenemet el Tercero se encarga de pulir el
hacha con la que te decapitará.
-No nos conviene hacer eso.
-Te daré diez días para rectificar, o iré yo. Estás advertido, Sisobek.
Había una cosa que el hijo no perdía aun delante de Sobek: la capacidad para
mandar a alguien a hacer algo que él no se atrevía pero cuyas consecuencias podía manejar.
Cada día su hijo respondía lo mismo -“no lo haré, padre, pues no nos conviene”-. Cabreado
por la obstinación de Sisobek, el viejo consejero tomó la determinación de ir a Nekeb.
-Padre, no nos conviene.
-Estoy harto de esta conversación. Como eres un cobarde, he de hacer esto por ti.
Cuando regrese con un ejército dispuesto a protegernos, admitirás cuánta razón tenía tu
padre. Sólo espero que no sea demasiado tarde. Prepárame cinco sirvientes, que partiré
mañana a Nekeb.
Sisobek se encargó personalmente de los siervos. Tras entregarlos a Sobek -de quien
se despidió sin emoción alguna- se detuvo a mirarlos alejarse en la bruma del desierto.
Apenas desaparecieron en el acuoso horizonte, el gobernador dio media vuelta y regresó al
templo, evidentemente compungido.
-Padre -susurró-, no fuiste capaz de entender que no nos conviene ir al Loto.
Perdóname.
Y operó su inefable capacidad para que otros hicieran lo que él no osaba hacer, por
lo que Sobek nunca llegó a Nekeb.

-158-
Capítulo Undécimo

-Esto es Shemia. Desde esta colina se puede ver cuán magnífico el río alimenta al
país, sin cuya caricia no sería muy distinto del muerto paisaje que se extiende a ambos
costados del oasis en el que vivimos, Nármer. Has de comprender que nuestro país no tiene
divisiones, aunque los pueblos insistan que existe un Alto Shemia y, río abajo, un Bajo
Shemia. Nuestro país es uno solo, y el río es la prueba de ello: no hay dos países en estas
tierras, como no debe haber dos reyes. ¿Lo entiendes, Nármer, hijo? -preguntó Sispeh al
muchacho, que limpiaba sus maquillados párpados porque un poco de galena le entró al ojo
y lagrimeaba.
-Sí, entiendo -respondió, sin entusiasmo, abocado en su ojo.
-Y no sólo eso. Debes recordar lo que digo: los dioses te acompañan y te asisten en
tu ascensión; un día gobernarás el Alto Shemia como rey y vínculo entre los dioses,
incluidos tu padre y tu madre, y los hombres. El poder desafía a las personas a ser mejores
o peores, y la madera de la que están hechas esas personas determinará si el poder los hace
mejores o peores. Recibe mi consejo, hijo, que es consejo que recibo yo de los dioses: sé
prudente. Yo mismo he fracasado muchas veces por seguir mis propios designios, porque
fui ciego a sus órdenes y fui sordo a sus consejos. Tú no debes hacer esto. ¿Me
comprendes, Nármer? -el hombre se volvió para mirar a los ojos al pequeño príncipe, que
ya no lloraba aunque el maquillaje le manchaba la mejilla.
-Sí -repitió mecánicamente. Su imaginación volaba por el entorno.
-Estas tierras, hijo -prosiguió el visir-, albergan a un pueblo que crece, que se supera
cada día, que respeta a sus dioses, sonríe al que tiene y agradece al que da. Yo he recorrido
el Asia y he ido al Kush, de donde procede el Misterioso, y puedo decirte que no hay en el
mundo un lugar como éste -calló unos segundos-. Nuestro reino será recordado por
siempre, pues los Padres nos han regalado el conocimiento para ser recordados. Tú eres
heredero de ese legado y debes respetar esa herencia, ese recuerdo.
-Entiendo -dijo el muchacho.
Nármer, un niño delgado y taciturno, provocaba creer que los pensamientos de su
corazón andaban en otro lugar. A sus ocho años, mostraba un vocabulario exiguo y una
parquedad tal que rara vez se le oyó pronunciar dos frases seguidas. Vivía en el templo de
Ineb Hed y disfrutaba jugando con sus pequeñas jirafas de madera y contando el número de
saltos de los guijarros planos que arrojaba al río, complacido con una marca de cuatro
brincos. El visir se revelaba preocupado y se le acercaba para ayudarle a planear su futuro,
pero para su disgusto, el pequeño prefería las jirafitas.
Nármer no entendía a los dioses, ni tampoco creía honestamente que su padre fuese
un dios o que su madre lo hubiera sido. Le inquietaba la idea que un día se convertiría en
dios, aunque disfrutaba viendo las bulliciosas asambleas, especialmente los últimos meses,
no obstante tenía que escuchar algunos alegatos acerca de la furia de los dioses por el
abandono a que los sometía Shemia.
Nármer quería ser rey, pero no dios. ¿Sería esto posible? Su padre, según le relataba
Sispeh -pues el muchacho no lo conoció-, poseía el bastón curvado con el loto amarrado en
su extremo como señal de rey y de dios. Supuso Nármer que ese báculo representaba el
doble papel de su padre, y que un día heredaría. “Es imposible ser rey sin dejar de ser dios”,
concluía abatido.

-159-
Capítulo Duodécimo

Listos para la guerra, los generales empujaron a Netikerty a enviar una embajada a
la nueva capital del Papiro con una misiva -que hablaba de una sola Shemia- exigiendo la
renuncia del rey y la sumisión de la región al Loto.
La diosa-reina bregó para impedir el envío pero sin el poder real de sus antecesores,
de nuevo no pudo contra los generales y los curas, prepotentes y beligerantes. El Consejo
de los treinta se desarrolló con una asistencia de más de cincuenta y mantuvo la decisión
porque de ella dependía la profecía. Thaqotep debió apoyar la posición del clero al girar
todo alrededor del asunto religioso y, atado de manos, tuvo que comerse la ira.
-No hay otro camino para terminar esta guerra -comentó un consejero-. La
ascensión de Totjenemet el Tercero de Butó en reemplazo de Wosret de Busiris es un
riesgo enorme para la seguridad de Nekeb.
-Es seguro que se reagrupan -añadió Petuk- y pronto estarán preparados para resistir
una arremetida de nuestros ejércitos, o peor, para iniciar una ofensiva. Debemos alistar las
fuerzas cuanto antes.
Mientras Ohté, el único general que quedó en el norte, regresaba a Ineb Hed
organizando los cuerpos fronterizos de guerra, los demás participaron en las asambleas de
preparación.
-Esta orden no gustará al Tercero -comentó un general una vez despachada la
embajada a Butó. Comían en un salón público de expendio de cerveza y carne.
-Ese maricón responderá con un insulto -opinó Menqethotep-. Y como están las
cosas, el peso de la responsabilidad caerá sobre Ohté, a menos que nos movamos.
-Es precisamente lo que harás -terció Sispeh. Menqethotep tomó un largo trago de
cerveza y eructó.
-Yo quiero volver a Kaún. Tengo tierras allá.
-Puedes parar allí, pero será por poco.
-¿Tú te quedas?
-No, iré a Ineb Hed con Pe Netikerty -respondió Sispeh.
-¿Irá la diosa?
-Lo han pedido los curas. Es una buena idea adentro de otra mala idea.
Sispeh tenía una pésima impresión de los planes, pero los sacerdotes habían
presionado a favor de la invasión. Íntimamente, creía que la campaña, ideada solamente
para hacerse de Butó, fracasaría porque la capital del Bajo Shemia se encontraba en una
región favorable a Totjenemet III. Insistió en ese punto, pero los sacerdotes obviaron
explicaciones. Sin tiempo para preparar un plan de guerra de largo aliento, prefirieron una
operación directa que, aunque arriesgada, ofrecía un premio demasiado atractivo como para
descartarla. Confiaban, además, en la habilidad de los generales, conocedores ya de las
remotas regiones del Papiro. Finalmente, Sispeh perdió y los sacerdotes ganaron. Se mandó
la embajada y se armaron las fuerzas. Las tropas partieron justo después de expedida la
orden a Butó.
-Este plan es estúpido -ladró entre dientes el visir.
-Yo creo que es simple, y brillante -respondió Petuk. Menqethotep se acabó su
cerveza.
-Matar al maricón y volver -dijo.
-Sin contar con el pillaje, claro.
-Claro, claro -terminó Menqethotep.

-160-
Desaprobó Sispeh.
-Ustedes están locos. ¿Creen que será un paseo?
-Si me preguntas a mí -respondió muy festivo Menqethotep- diría que sí. Un ataque
violento, rápido. Por Seth que ya quiero estar ante las puertas de Butó. El maricón vaciará
sus barracas y mandará a sus fuerzas a defender la frontera mientras nosotros rodeamos el
camino y nos tomamos la ciudad sin protección. Me atrevo a decir que seremos
demasiados.
-Demasiados para tu codicia -bromeó Petuk.
-Lo digo en serio. Parece una campaña de conquista pero no es más que un astuto
plan para coger al Tercero del gaznate y traerlo ante la diosa. Y como no habrá resistencia,
dudo que tanta tropa sea necesaria.
-Es cierto, en parte.
-Ni en parte ni en nada -protestó nuevamente Sispeh-. Lo que harán será peligroso.
La ruta a Butó es tierra del Tercero, de seguro se toparán con enemigos y difícilmente
recibirán vituallas de Ineb Hed. Cuídense, ustedes dos.
-Lo haremos -concedió Petuk, ya tostado por la actitud de Sispeh-, lo haremos.
Tendremos cuidado -hizo una pausa dramática-. Pero olvidas que iremos bajo la orden de la
profecía.
-Su texto es sagrado -rezó Menquethotep. Repitió Petuk.
Sispeh habló entre dientes.
-No me fiaría de esa profecía.
En seguida, el visir visitó el templo donde solicitó augurios. El palacio disponía de
los más renombrados magos del país, escogidos por el mismo Sispeh, que durante sus años
mozos investigó esta ciencia con profundidad cuando alternaba entre Nekeb y Esna, en
tiempos en que Nesemteu y Speh sostenían una relación discreta a los ojos del
apesadumbrado Thak.
Los augures solían vivir una dura existencia de ascetismo y soledad. De pequeños se
les separaba de la familia, y sobrevivían entre cuatro y ocho años en la dureza del desierto
plagado de espíritus malignos, y si lograban regresar entonces probaban su valía como
magos, y tan viejo eras tanto más resultabas merecedor del rol de augur. Los nigromantes
del rey, naturalmente, contaban inverosímiles edades, y podían relatar prodigios
inconcebibles para un alma jamás expuesta al peligroso mal de los demonios de las tierras
encantadas. Y no sólo destacaban por su habilidad para predecir el futuro o cambiar el
curso de los eventos, sino también porque lograban milagros más prosaicos como reunir los
huesos fracturados y regresar el cabello a la cabeza. Los magos de palacio disponían de
varios nombres que usaban según las circunstancias, unas veces para engañar a los
demontres, otras por pura vanidad y, en fin, debían ser llamados según el lugar donde
estuvieran. El jefe de los magos se llamaba Aha en el templo, pero sólo de día, pues de
noche su nombre era Qaá, y Semerqé si salía a la calle, pero sólo en Nekeb. En otras
ciudades era Uní o Jefré, y así sucesivamente. Aha contaba unos treinta y ocho nombres
distintos, y los forjó al cabo de -según decía él mismo- ciento veinte años y varias docenas
de portentos y hechizos.
Tratándose de una exigencia del visir -el segundo hombre más poderoso del reino-,
debía ser Aha quien dirigiera la consulta. El veterano brujo organizó con la presteza del
experto la ceremonia, instruyendo las ubicaciones y los materiales. Evitando la presencia
del dios sol, el equipo de magos del perhó se encerró en una cueva junto al visir. Las
averiguaciones se dibujaban en un trocito de papiro lo más pequeño posible, donde debía
indicarse con total exactitud pero gran síntesis la información consultada. El trocito

-161-
quedaba metido en algún intersticio de la cueva, y los magos luego se encargaban de pedir
asistencia de los demonios -mediante tretas y artimañas- para revelar el futuro de la
pregunta. Esta vez, la exigencia debía ser perentoria. Aha se burlaba de los demiurgos.
-Ninguno es capaz de adivinar el contenido de la pregunta. Ninguno es capaz de
predecir el futuro en la pregunta. ¿Cómo pueden serlo, demonios del desierto, hijos de la
tierra yerma? Váyanse de aquí pues ignoran el futuro. Jnum, el que protege, solamente
podría, pues su sapiencia supera la de estos monstruos. Ríndanse ante Igai, el único, que los
azota en el desierto.
Mediante el ardid, Aha conseguía oír los susurros de los demonios, que actuaban
enfurecidos por la afrenta que significaba ser tratados como ignorantes del hado. La
respuesta parecía poco alentadora.
-La diosa no debe ir al combate -sentenció Aha.
Siete semanas después, Totjenemet III recibió la carta del Loto y reunió a sus
generales. Informado del estado de las fuerzas armadas, creyó llegado el momento de
comenzar la recuperación del país.
-Amigos -comenzó el rey del Papiro en la asamblea de generales-, nuestro país se
enfrentará a un enemigo ilegítimo. El Alto Shemia adora a Seth, asesino de Usir. Nos
vemos obligados no sólo a defender nuestro suelo, sino además a expulsar al usurpador.
-Yo he combatido al Loto -comentó el general Nersis- y sé que son peligrosos.
Combaten con una táctica ordenada y su brío es difícil de quebrantar.
-Es verdad, general Nersis. Y sé por qué -respondió enigmático el rey.
-¿Lo sabes, rey?
-Sí. Ellos aman su patria, más que nosotros la nuestra, si es que podemos llamarla
patria. Y eso es una lástima, porque el Bajo Shemia es bello. El amor por el país es un arma
difícil de contrarrestar.
-Entonces, ¿cómo podremos vencer?
-Debemos ser más inteligentes que ellos, y tengo la forma cómo lograrlo. Usaremos
tres tácticas combinadas. La primera es religiosa: las ciudades capturadas por el Alto
Shemia deben saber que los domina una potencia impura. Hemos despachado estelas y
embajadas, tenemos sacerdotes en todo el país, dedicados solamente a explicar la desgracia
de nuestro dios Usir y el rol que Hor, su hijo, cumple en la venganza contra Seth.
-Así tendremos apoyo desde dentro de las ciudades -especuló Nersis.
-Claro, amigo. El Bajo Shemia no conoce el sentido de la patria, pero vive orgullosa
su religión. Quizá nunca lograremos unir al país bajo una sola bandera, pero sí podremos
unirlo bajo una sola creencia.
-¿Y las otras tácticas, rey? -preguntó ansioso un general.
-Me gusta tu actitud. Ya verás. ¿Jufu?
El shoshiq Jufu, un soldado con brazos como troncos y mirada gentil se aclaró la
garganta y expuso el plan de Totjenemet III, describiendo el plan de guerrillas diseñado por
el rey. Al cabo de la explicación, los generales salieron de la reunión, satisfechos y
convencidos que los pilares estratégicos del amanerado rey funcionarían.
Al salir de la reunión, Totjenemet III se dirigió a su habitación, que compartía con
su madre, Ihé de Nekeb. La mujer, muy enferma por un tumor en su abdomen, reflexionaba
amargamente sobre los eventos que se producirían.
-Me duele esta guerra, hijo.
Tras sacarse la toca roja y dejar al descubierto su lustrosa calva, Totjenemet III, que
también se depilaba las cejas, se desplomó sobre unos cojines. Suspiró hondo.

-162-
-Sí, madre, a todos nos duele. Tú me conoces y sabes que todo esto me angustia. Por
Uadyet que quisiera que nada de esto ocurriera.
-Lo sé, Pasheri -respondió con dulzura la madre-, y por eso ruego que Tot te dé
sabiduría para enfrentarlo.
-¿Qué ocurre, madre?
Ihé se humedeció los labios. A Totjenemet III no se le escapaba detalle. La mujer se
miró las manos, ya manchadas por la edad. Pensó callar, pero su hijo le insistiría, demonio
porfiado.
-Tú sabes de dónde provengo.
-Continúa.
-Y sabes que mi corazón está dividido. Pasheri, he dejado familia en Nekeb y te
tengo a ti, aquí. ¿Cuántas madres sufrirán el mismo martirio que yo?
De un cazo, Totjenemet III vació un poco de agua en un vaso de vidrios
multicolores, y bebió con finura. La madre lo miraba con los ojos llenos de lágrimas.
-Detén esto, Pasheri. Tú puedes hacerlo.
-Es verdad, Jator, puedo. Pero no debo -ella bajó la cabeza-. Esto no es por las
tierras o por el oro. Debes entender.
Comenzó a sollozar la reina madre. Sin argumentos, asintió tristemente. Su hermosa
melena se agitó al ritmo de su pena. Un sirviente entró en el cuarto.
-Iwemhotep, rey -dijo en un susurro, y extendió un papiro a Totjenemet III, que lo
leyó en silencio y lo regresó al sirviente, asintiendo con la cabeza. Con un gesto de la mano,
despidió al muchacho, quien abandonó calladamente la estancia.
-Está hecho, Jator. Se despacha la respuesta a Nekeb.
-Júrame por Uadyet que te portarás como Usir.
-Te lo juro, madre.
-No es suficiente -se dijo Ihé. Totjenemet no la escuchó porque ya había salido de la
habitación.
Totjenemet III posó la barbilla en sus antebrazos apoyados en una de las murallas de
Butó. La embajada salía de la ciudad con el texto de respuesta a la insolente proposición de
la reina del Sur.
«Ven a buscar tu país y volverás envuelta en lino», recibió Netikerty por toda
respuesta, en un papiro común, trascrito y dibujado con displicencia; salvo el membrete
real, todo lo demás se hizo con la intención de desagradar al receptor.
Sispeh, visir del perhó y jefe de las fuerzas del Sur, aconsejó a la reina enviar
refuerzos a las ciudades capturadas. Aunque hacía más de tres años que Buba, Sais y las
demás ciudades y villorrios se mantenían bajo el mando del Alto Shemia, y muy
posiblemente resistirían el ataque de un extranjero, Sispeh creía que Totjenemet III
comenzaría por allí.
De hecho, Sispeh creyó prudente aconsejar a la diosa no hacer nada en particular y
mantenerse a la vera, como quien diría al acecho mientras espera el movimiento enemigo.
Sus aprensiones relacionadas con la profecía, y también respecto de esta incursión
quirúrgica, lo tenían con los nervios crispados. De una parte, la premura con que los
generales desactivaron todos los resquemores, saltándose interminables definiciones
estratégicas que él consideraría cruciales, resultaba en motivo suficiente para mantenerse
más bien a la defensiva que a la ofensiva, y se lo planteó a Pe.
-Pe, no es sabio -dijo, y como queriendo explicar a un mocoso de cinco años que
robar era malo, argumentó sus inquietudes-. En este plan de batalla se han obviado cien

-163-
preguntas e ignoramos otras cien respecto del terreno, del enemigo, de las distancias y de la
coordinación de los ejércitos. Pe, esto va a fracasar, y lo hará estrepitosamente.
Pe apuntó sus ojos a los del visir con una mirada anhelante. Éste continuó.
-Puedes detener esto, Pe, has de detenerlo. Perderás más que esta batalla, más que
soldados y más que generales. Desconocemos del todo qué será del Tercero. Nadie en ese
ejército conoce un ápice las tácticas de guerra del Tercero, y para hacer el lazo tú irás al
lugar de la guerra, aun desaconsejada por los demonios. Madrecita, óyeme.
Nuevamente la soberana alcanzó la mirada de Sispeh, esta vez mostrando mucho
más significado. Antes que él prosiguiera, ella le interrumpió.
-Ya nada puedo hacer. Ni mis sacerdotes pararon -suplicó, poniendo especial énfasis
en la palabra “mis”, como significando una traición a sus deseos. Netikerty, en efecto,
pensaba que sus ambiciones como cuarta diosa de Nekeb habían sido birladas por autores
de rostro desconocido y que ahora adoptaban los términos “generales” y “sacerdotes”. El
estamento bélico y el estamento religioso habían propiciado un golpe de estado, habían
arrebatado el poder a la diosa. Quiso decirle a Sispeh cuánto aspiraba a gobernar de manera
distinta, mirando casa adentro al país. Trabajaría duramente por el Loto, había tanto por
hacer, esperando pacientemente la señal del Misterioso, de Usir o Seth, que le dirían a ella
cómo proseguir la guerra. Ella aún no veía señal alguna, pero aparentemente los generales y
los sacerdotes sí. Frente a la profecía, a su cumplimiento, poco podría haber hecho
cualquier soberano, y especialmente ella que, a diferencia de su hermano menor, no
disponía de un plan de largo plazo y, por el contrario, debía someterse a la sucinta
estratagema determinada por esa masa de individuos sin rostro que componían los
conceptos de los generales y los sacerdotes. Tuvo, en fin, que acceder al plan de guerra sin
conseguir un solo margen de oposición.
-No acepto creer que nada se pueda hacer -replicó el visir.
-Lo intenté todo, créeme. Tengo por esposo al máximo sacerdote de Nekeb, y ha
servido lo mismo que si fuera el último. Y yo, la diosa, a quien han encomendado la misión
del mundo, me hallo atada de manos sin poder exigir más que la continuación de esta
guerra.
-Netikerty -se atrevió Sispeh-, detén esto. La profecía nos llenará de ruina.
-¿Cómo puedes decir eso, cómo -reaccionó ella, espantada del sacrilegio que oía de
boca de su tutor- te atreves a poner en duda un texto sagrado por el que tres grandes
hombres ya dieron su vida? ¿Qué has hecho, Sispeh?
Sispeh se mantuvo en su posición.
-He leído del padre de tu padre, Netikerty. He leído las palabras escritas por el
mismo Pethá. No es todo como lo parece.
Ambos discutían en el pasillo que daba a la recámara de Pe, un sitio estrecho cuya
iluminación provenía de las salas contiguas. Sus paredes desnudas ilustraban la dura tarea
del obrero que con cincel de cobre, arena y agua había alisado la pétrea superficie de cada
bloque del edificio principal. Por todo adorno, una gastada alfombra lisa reposaba sobre el
suelo frío. La austeridad del pequeño lugar hacía juego con la sencilla indumentaria de
ambos. Sometidos a los preparativos del viaje, el visir y la diosa se habían desprendido de
sus atavíos regios. Él vestía un sencillo faldellín sujeto con un lazo de lino entramado y
andaba descalzo. Su musculatura tonificada aunque no tan prominente apenas destacaba en
la oquedad del pasillo.
-Es escandaloso, escandaloso. No puedes decir eso de la profecía.
-El padre de tu padre, el dios Pethá, no desmiente que se haya leído una profecía
sobre la primera pieza cazada en el nuevo hogar, y de hecho así debió ser. Pero sí ha

-164-
hablado de su contenido, del regalo y el castigo que esa profecía ha significado para Nekeb.
¿No lo ves, Netikerty? Cuántos han muerto por ella.
-La profecía dicta una orden sagrada, venida de los Padres -replicó ella.
-Déjame decirte lo que creo, diosa. Se me ocurre que Pethá sabía del Bajo Shemia
antes de llegar a Nekeb, y que nos ha legado esta meta para guiarnos por estas nuevas
tierras. Su vida no sería suficientemente larga como para reunir a los dos países, y por ello
ha dejado una grandiosa instrucción adherida a la profecía. Él anhelaba la unificación,
comprendía los peligros del mundo y las ventajas de la existencia en comunidad. Pethá nos
ha pedido desde la profecía que mantengamos su legado de expansión. Dio los primeros
pasos y encaminó a tu padre, Ity, hacia la creación del Alto Shemia. Las generaciones
siguientes, el hijo del hijo, serían las encargadas de llevar adelante la reunión.
Netikerty, que hasta ese momento había mantenido una tenaz oposición a cualquier
comentario que desacreditara o cuestionara siquiera la veracidad y sacralidad del texto
contenido en la profecía -texto que incluso reposaba en una bella placa de bronce a los pies
del primer monumento de Shemia-, ahora dejaba a su pensamiento hilar las ideas de Sispeh.
-Parece imposible creerlo -reflexionó más para ella misma que para el visir.
Sispeh no contestó, más bien mantuvo un deliberado silencio. La observaba con
detenimiento. Ella se dejó observar.
La diosa tenía un delicado trajecito con dos o tres costuras, pero que realzaba su
esbelta figura, y andaba sin accesorio alguno. Su cabello negro, cortado a cuello y con una
melena recta que cubría su frente apenas sobre las cejas, daba un intenso marco redondo a
sus pálidas facciones. Ya fuera por el horror que anticipaba Sispeh o por la soledad de
ambos, por las circunstancias apremiantes o por la sencilla belleza de la mujer, el caso es
que el visir repentinamente se vio profundamente atraído por la diosa. Él la había
adiestrado de pequeña. Con el padre y la madre amarrados entre las redes del poder, la
chica había mostrado elocuencia, fortaleza e integridad, y Sispeh creyó prudente hacerse
cargo de su instrucción, sin que nadie le invitara. La vio crecer, desarrollar su corazón, su
personalidad y su físico. Nunca la vio más que como a una pequeña niña, incluso en
circunstancias más comprometedoras, como un baño en el Misterioso o el festejo de una
cacería exitosa, Netikerty representaba para Sispeh una sobrina o, mejor dicho aún, una
hija.
Pero ahora, en la quieta intimidad del pasillo sin decorar que unía la antecámara con
la habitación de la diosa, de pie ambos, en pleno debate de un tema de la mayor
importancia -las revelaciones del papiro de Thak respecto de la profecía-, a Sispeh le
pareció que todo eso tenía poca importancia. Cuanto más la miraba, alterada y reflexiva, la
poca importancia se transformó en ninguna importancia. Luego de años sometido a una
irregular castidad, quebrada por una que otra aventurilla sin importancia lejos del terruño,
Sispeh sintió el efluvio de todos sus deseos concentrados en la figura femenina que le
acosaba con gesto hostil. Dejó de ser diosa, hija, esposa y dueña del mundo y se convirtió,
en fin, en un cuerpo magnífico envuelto en una delicada tela de lino que encerraba a una
mujer increíblemente hermosa para sus ojos.
La cogió de los brazos con sus fuertes manos y se arrojó ávido sobre su cuello, y lo
comenzó a besar. Acarició el cabello, las manos y los pechos de Netikerty, entregado,
perdido en una realidad incomprensible, y desterrado de los sentidos. Algo en su interior le
acusaba que acometía un acto vil pero pronto el sentimiento caía derrotado ante la orden de
poseerla, de fornicarla sobre la alfombrita lisa.
Sin sorprenderse aunque pareciera sumamente asombroso, la diosa no rechazó sus
acometidas y, por el contrario, las acogió con vehemencia, respondiendo a sus arrestos con

-165-
aquiescencia al principio y protagonismo después. Ambos se entregaron en un acto malsano
y ruin del que temieron no salir con vida. Se asquearon en su placer, bañados en la
inmundicia de una actuación exquisita y baja.
-¿Qué estás haciendo? -preguntó ella, en un susurro, entre gemidos.
-Todo lo que puedo para detenerme -respondió Sispeh mientras levantaba el vestido
de la diosa. El visir estaba a punto de cometer uno de los actos más peligrosos del mundo
de los vivos, tener sexo con una deidad, pero poco le importaba-. No puedo, te deseo. No
puedo detenerme.
-Debes -iba a responder Netikerty, pero se rendía también-. Debes.
Ella sentía la indecencia, la miseria, pero su cuerpo le impidió negarse a recibir al
visir, abierta del todo para él, en una posición incómoda y en un sitio inseguro, abierto al
paso de otras personas, preparada para responder al deseo que fraguara desde hacía tanto
tiempo. Siempre le admiró, pero en algún punto de su crecimiento, la entonces princesa
trocó la admiración por deseo físico, que mantuvo aplacado en parte por la diferencia de
edad, pero esta vez todo intento por evitar ese deseo físico resultó vano. Sumando el peligro
al deseo, al olor del hombre tenso, al momento precedente y a esa idolatría que profesaba
hacia el visir, todo ello hizo que Netikerty se le entregara abierta, infeliz y sucia.
Concluido el atropellado acto sexual, ambos se separaron incapaces de continuar
cualquier forma de diálogo, independiente que el tema que había quedado en compás de
espera tuviera la mayor de las relevancias para el presente y el futuro del país.
Sispeh resolvió quedarse en Nekeb y la diosa aprobó la decisión. Por oposición, ella
iría a Ineb Hed sin importar cuánto dijeran los demonios del desierto sobre su seguridad.
Abandonó el pasillo y se dirigió a su habitación, mandó llamar a un par de sirvientes y se
abocó a la preparación del viaje. El visir, en tanto, confundido y apenado, salió del perhó
sin rumbo fijo, seguro de haber obrado bajo el influjo de ciertos demonios, o de dioses, que
le exigieron coger parte de su posesión antes de perderla del todo.
Con esa incómoda sensación de haber protagonizado una premonición a través del
coito con Netikerty, Sispeh decidió impedir por todos los medios el viaje de la diosa. Alegó
ante sacerdotes y el propio Thaqotep, y también se dirigió a los generales, otra vez, para
exigirles que dejasen a la diosa en Nekeb. Ninguna de sus gestiones concluyó
favorablemente y, a decir verdad, ninguna concluyó. Nadie quiso dar una respuesta
categórica y todos se remitían a vagar por ahí con respuestas medio comprometidas y muy
inútiles, hasta que llegó el día decidido para la marcha. Nuevamente, el criterio y la
proposición de Sispeh habían sido descartados sin resolución alguna: se cumplía el plazo y
como no hubo cambios en la agenda, los generales y los sacerdotes decidieron que la diosa
debía ir, llevando el aura divina no al campo de batalla -según recomendaron los demonios
del desierto-, pero sí al menos a un sitio próximo. La diosa cargó un montón de arcones, a
su vástago y rodeada de numerosos contingentes se entregó a la marcha resuelta por otros.
Tras dos meses de organización y otros dos más de viaje, las tropas concentradas en
Nekeb arribaban, nuevamente, a Ineb Hed, esta vez para derrocar al rey del Bajo Shemia
libre. La llegada de la caravana obligó la construcción de nuevas viviendas, forjas y
talleres, empujando los límites de la aldea.
El otrora puesto de avanzada se había transformado en una pujante aldea que lucía
un rápido progreso logrado gracias a su estratégica ubicación en la frontera entre las dos
tierras. No obstante las sucesivas escaramuzas y conflictos, los comerciantes mantenían un
tráfico intenso entre los países, dejando una parte de las mercancías y materias primas en la
aduana de Ineb Hed. También se produjo un vivo intercambio cultural y religioso. Las
mismas vasijas que contenían vino de Minos -al otro lado del Gran Mar- llegaban repletas

-166-
de relatos esotéricos a ciudades como Ká, Esna u Oomboj, en el Alto Shemia, cuyos
habitantes absorbían no sólo los diseños de las cubas, sino las creencias de tales historias.
Del mismo modo, el uso de perfumes o las prácticas para tratar lesiones y enfermedades
pasaban de la boca del sureño al oído del nortino. Los años de contacto habían conseguido
cierta homogeneidad entre las dos civilizaciones, llevando a Shemia a transformarse en
algo parecido a un solo país con una sola identidad, y en el medio de todo ello Ineb Hed
jugaba un rol importante aunque nadie lo notara.
Construida alrededor de un puesto de vigilancia, tuvo que ampliar luego la barraca
original, mientras sus aposentos se erguían amables con la naturaleza que la rodeaba. El
conjunto lucía armonioso, no invadía el entorno y, en cambio, se confundía con él, como si
los Padres hubiesen construido la ciudad a partir del Misterioso y su selva. Los bordes de
las construcciones eran redondeados y los techos oblongos, sin aristas o esquinas firmes,
provocando una sinuosidad más propia del mundo natural que del humano. Ningún color
sobresalía más que los colores prístinos de sus materiales y el medio ambiente. Se diría
incluso que Ineb Hed parecía una prolongación humana de la obra de la naturaleza. La
amalgama de ideas y costumbres esfumó cualquier localismo, creando a partir de una
concepción más ecléctica una aldea que, verdaderamente, obraba más que como la frontera
entre dos mundos, como la suma de ellos.
La capilla donde fuera ultimado Ity sufrió ampliaciones y mejoras, y ahí Netikerty
pudo habitar como en Nekeb. Su hijo, Nármer, que ya caminaba, gozó graciosamente con la
regia mudanza, lejos de entender la importancia que él y esa aldea tendrían en el futuro del
país.
La campaña de Netikerty parecía insignificante comparada con la de su hermano
Sikhu, tanto por el número de soldados como por los objetivos perseguidos. Para la diosa,
sólo un propósito empujaba la masa de soldados: derrocar a Totjenemet III sin capturar
pueblos. El plan consistía en mandar fuerzas por varios costados y cercar Butó, capital del
Bajo Shemia, donde asediarían al perhó y le obligarían a abdicar so pena de destruir la
ciudad entera, empleando para ello un movimiento de pinza como el que intentara Sikhu
contra Busiris años atrás.
El primer ejército de occidente, el ejército de la Cobra, se movería hacia Thusi,
donde el general Ohté se haría del control de la tropa y tomaría curso noreste hasta Butó,
golpeando la capital enemiga por la izquierda. El ejército del Ibis, comandado por un
shoshiq, se internaría al Bajo Shemia a través de la ciudad de Sais y aguardaría a Ohté para
integrarse a la Cobra, robusteciendo el ala occidental del asalto a Butó. Por el centro se
moverían los ejércitos del Chacal y del Escarabajo a cargo de Menqethotep -quien lamentó
que ninguna ciudad importante se ubicara en su ruta a la capital de Totjenemet III-. Por
último, el ejército del Buitre, dirigido por el general Petuk, seguiría una ruta que lo llevaría
primero a Buba, luego a Thá Nis y finalmente a Butó, a la que atacaría por la derecha.
La reina recién se acomodaba cuando llegó la noticia del movimiento de tropas de
Totjenemet III hacia Thá Nis, al este del Bajo Shemia. Los correos entraron en la aldea
resoplando exhaustos, con las sandalias destrozadas y los estómagos vacíos. Totjenemet III
había amasado un ejército vibrante y numeroso que cubría las distancias a gran velocidad.
Avisaron a Menqethotep que desviara al ejército del Escarabajo a Thá Nis. Aunque la
ciudad-biblioteca del Bajo Shemia se encontraba fuertemente destacada y sus grisáceas
murallas se erguían infranqueables, el temor se apoderó del ejército apostado en Ineb Hed.
La tropa de Totjenemet III se nutría de Odsiré, Butó, Khásire, Akhá y Deba, obteniendo
una ventaja crucial respecto del aislado grupo defensivo del Alto Shemia en Thá Nis.

-167-
Como estaba previsto, Netikerty permaneció en Ineb Hed a la espera de noticias
mientras las fuerzas avanzaban. Las informaciones hablaban de variadas escaramuzas; en
cada jornada de marcha los ejércitos se enfrentaban a grupúsculos armados difíciles de
enfrentar, que se movían de noche atacando las guarniciones cuando éstas dormían. Al fin,
cuando se cumplió el trigésimo día de marcha, el ejército del Escarabajo del Alto Shemia
-destinado al fortalecer Thá Nis- se topó de frente con un grupo numeroso de soldados del
norte, al que llamaron “ejército rojo”, por las tocas carmesí que coronaban las cabezas de
sus combatientes, aproximadamente a setenta kilómetros al oeste de Buba. De la batalla
entre el ejército del Escarabajo del Alto Shemia y el ejército rojo del Bajo Shemia no hubo
noticias, lo cual indujo a pensar en una derrota de Nekeb. De hecho, informantes avisaron
que un remanente de las fuerzas de Totjenemet III que se enfrentaron ese día, fue avistado
avanzando hacia Thá Nis, indicación clara de que el ejército rojo había vencido al del Loto.
Sobre lo ocurrido en las puertas de Thá Nis pudieron los escribas desarrollar su
elocuencia, pues allí coincidieron todas las tropas. El legendario general Petuk, a cargo del
ejército del Buitre, encontró la ciudad cercada por una numerosa fuerza de milicias
enemigas, apoyada permanentemente por la población. Dispuso su tropa mirando a la
ciudad, de manera que los arqueros y propulsores se estacionaron en la retaguardia mientras
las dagas protegían la vanguardia. Justo antes de dar la orden de ataque, Petuk descubrió al
resto del victorioso ejército rojo por detrás, abalanzándosele sin mediar provocación.
Incapaz de movilizar sus tropas, vio horrorizado cómo el enemigo destruía sus
fuerzas, en un choque directo y precipitado. Como recién se había orientado hacia Thá Nis,
el ataque enemigo cayó sobre su retaguardia, de manera que sus arqueros nada pudieron
hacer contra los cuchillos enemigos. Demasiado tarde, Petuk opuso una línea de dagas,
conduciendo a la muerte a seiscientos de sus lanzadores. Para coronar su desgracia, observó
abatido cómo Thá Nis se entregaba al Papiro sin que él pudiera reaccionar.
Los contingentes enemigos emplearon armas de bronce, un metal más resistente que
el dúctil cobre. Este aditamento técnico resultó catastrófico para Petuk, quien debió huir
con la escasa tropa que le quedó. Los demás habían sido diezmados por las eficientes
fuerzas del Norte. La batalla por Thá Nis representaba la primera derrota categórica de un
ejército del Alto Shemia, donde no sólo se perdieron cientos de hombres, sino también la
ciudad. El ejército del Bajo Shemia asesinó a todos los defensores de la ciudad y mandó al
desierto al shoshiq a cargo, luego de extirparle ambos ojos.
Nekeb perdió casi dos ejércitos y un brazo enorme de territorio en esa sola derrota.
Se sucedieron embajadas de Totjenemet III congratulándose por “el regreso de la civilizada
Thá Nis al regazo de su país”. Su gente, indiferente a los movimientos militares que
desangraban los ejércitos de ambos contendientes, aplaudió con desdén la reconquista,
demostrando que en esa ciudad la táctica de la propaganda religiosa no había alcanzado a
enraizarse. El hecho que les gobernara el Bajo, y no el Alto Shemia, verdaderamente los
tenía sin cuidado. Esa actitud habría destrozado el corazón de cualquier madre que hubiera
perdido a su hijo luchando allí.
Tras el desastre de Thá Nis, las fuerzas del Buitre que lograra salvar el general
Petuk se reorganizaron en Buba, pocos kilómetros al sur. De allí, se moverían por un hostil
territorio con dirección a Sais, a la que había llegado el ejército del Ibis, desde donde se
planearía la incursión a Butó. Los generales del Alto Shemia se reunieron para repensar su
estrategia. El enemigo ya no era el férvido y desordenado Wosret de Busiris, sino un frío y
eficaz Totjenemet III, que había construido una fuerza avasalladora, capaz de pagar una
victoria con escasas vidas, como lo demostró en Thá Nis.

-168-
-¿Qué he hecho? -se preguntó Netikerty-. Por mis acciones he sentenciado la derrota
de mi país.
Horrorizada por el resultado de la primera gran batalla librada bajo su gobierno, la
diosa tuvo la certeza que la victoria enemiga se debió al abandono de los Padres causado
por su arrebato sexual con Sispeh. Su desesperanza crecía conforme descubrió que con
nadie podía ella compartir su aventura. Callar, antes que relatar, le parecía espantoso.
Mientras algunos asistentes redactaban escritos u organizaban correos, la soberana salió
intempestivamente de la habitación, y se dirigió corriendo al templo, para pedir perdón.
Dos acólitos la siguieron e ingresaron con ella al ocluido cuarto donde se comunicaban los
hombres con los dioses. La mujer se desplomó en el centro de la salita sobre el tabernáculo,
llorando ruidosamente. Los acólitos la miraban acongojados sin saber bien qué hacer. El
llanto no formaba parte de ningún ritual que ellos conocieran, así que callaron sin actuar.
La diosa se tomaba el rostro humedecido por el llanto, balbuceando palabras ininteligibles
para los dos ayudantes, que se acercaron para oír mejor.
-Váyanse -dijo entre sollozos, y se quedó sola. La reina del máximo imperio de la
época se hallaba abandonada sobre el altar de una capilla cuya ubicación geográfica
resultaba irrelevante. Netikerty flotaba en cierto mundo situado entremedio de los mundos
físico y espiritual, y ese abandono le parecía apropiado y justo al considerarse ella
responsable de semejante tragedia.
Totjenemet III, en tanto, celebraba el éxito de su conquista, alardeando de la victoria
y del engaño en el que cayó el Alto Shemia. Se jactaba de que, cuando todos pensaban que
el rey del norte iría por Buba o Sais, él movilizó silenciosamente un enorme ejército,
alimentado por pequeñas brigadas que se movían de noche, hasta las puertas de Ineb Hed.
Su idea era derrocar a Netikerty y nombrarse rey unificador de los dos mundos, y la muy
ingenua había llegado precisamente al lugar donde él la quería, para cazarla y mostrar su
cadáver a las dos Shemias.
Los ejércitos de la Cobra y del Ibis se unieron, al cabo de veinte días, en Sais, la
ciudad hacia cuyo norte se encontraba Butó, a varios centenares de kilómetros. Luego de
una semana de marcha, Ohté supo que Menqethotep se encontraba a punto para asediar la
capital enemiga. Un correo, quince días más tarde, le avisaba que Petuk lograba unir sus
disminuidas tropas al ejército de su amigo Menqethotep. Los generales desconocían que el
afeminado rey del Bajo Shemia había corrido con su tropa hacia Ineb Hed, para asediarla
justo cuando los sureños avistaran Butó en el horizonte.
Así, luego de tres meses de intensa campaña, cada ejército se enfrentó con la ciudad
que deseaba conquistar. Petuk del Sur miraba airoso las murallas de la circular Butó
mientras Totjenemet III del Norte divisaba divertido la pujante villa de Ineb Hed.
En el norte, los tres generales se reunieron en las afueras de Butó. Tras echar a
suertes, el general Petuk quedó al mando de la operación.
-Este asedio durará semanas -dijo Petuk-. Debemos ser ordenados con las vituallas y
presionar tanto como sea posible. Necesito destacamentos fuertes frente a cada salida de la
ciudad. Si no rinden las armas los estrangularemos. Ohté, tú te harás cargo de impedir la
salida de navíos desde el puerto, mientras Menqethotep cierra las salidas terrestres.
-De acuerdo -respondió Ohté meneando la cabeza como gesto de aprobación.
-¿Sabes lo que nos espera allí dentro, amigo? Yo no me pierdo este asedio, lo juro
por Seth -concluyó Menqethotep. Ohté se retiró a su tienda y se quedaron los dos buenos
amigos Menqethotep y Petuk sonriendo frente a las hermosas murallas de la capital del
Bajo Shemia. Ubicaron las áreas de provisión y, de noche, se reunieron nuevamente en la
tienda de Petuk.

-169-
Conversaron animadamente durante un buen rato, como si el sitio fuese más un
paseo que una operación bélica. Los informes de los espías indicaban que todos los accesos
de Butó se hallaban cubiertos. No hubo reacción en la capital y las puertas se sellaron con
un sonido ronco.
A diferencia de Petuk, cuya llegada percibieron en Butó, Totjenemet III alcanzó la
margen de Ineb Hed sin ser advertido. A la mañana siguiente de su llegada, Petuk mandó
una embajada para exigir la salida del rey, en tanto que Totjenemet III despachó veinte
soldados disfrazados de comerciantes para asesinar a los vigías. Cuando la embajada de
Petuk volvió al campamento desde Butó con la negativa a su exigencia -haciendo creer a
los atacantes que el rey permanecía en la ciudad-, los soldados de Totjenemet III cumplían
la matanza de los centinelas de Ineb Hed. Petuk organizaba su operación junto a
Menqethotep, con sumo cuidado. Totjenemet III mandaba a sus tropas en un aparente
desorden caótico: quería causar una impresión chocante. Petuk se fue a dormir velando las
armas, mientras Totjenemet III comenzaba a usar las suyas. La mañana siguiente, el ataque
de Petuk comenzaba con flechas ardientes; Totjenemet III cargaba con todos sus hombres
sobre el pequeño pero férreo contingente defensivo de Ineb Hed.
-¡Ataque! -gritaron los soldados sureños al ver la marea humana cayendo sobre Ineb
Hed- ¡Ataque! ¡Ataque! -se repetía incesantemente. Lanzas y mazas fueron repartidas
rápidamente entre los defensores. Corrieron, se formaron. Los enemigos entraban en la
ciudad como una gangrena.
En medio del pánico general producido por la invasión a Ineb Hed, los generales
montaron a Netikerty y a su crío Nármer en una de las barcazas fondeadas en el puerto de la
villa, con el fin de alejarla del conflicto.
Poseedor de una visión pragmática, Totjenemet III creía entender cada hilo que
trama la vida entera, en especial desde el prisma político. Su mirada vivaz contrastaba en
rapidez con su apariencia fofa y desganada. Cualquiera que lo viera por vez primera diría
“este tipo es lento hasta para pensar”. Pero todos los que le oyeron terminaron asegurando
“esa mirada es de otra persona”. Pues bien, la mirada primaba en Totjenemet III, dotado de
un carácter astuto, de alto perfil, acondicionado para entender y dirigir sus intenciones
trazando la ruta de los otros, que inconscientemente acataban sus designios creyendo que
actuaban por iniciativa propia. La brillantez de la personalidad del rey también se traslucía
en el modo de planificar un episodio bélico, cuya acción en el campo de batalla le resultaba
irrelevante. Generalmente, en la realidad ocurría algo distinto a lo planeado, pero, en el
caso de Thá Nis, Butó e Ineb Hed, logró, como la exactitud del sol, desarrollar la acción tal
como aparecía en su ideario.
Cerca del fin del día se quemaba el estandarte del Loto en Ineb Hed.
-Todo sale a pedir de boca -comentó el general Nersis mientras miraba desde un
promontorio el desenlace del ataque.
-Gracias a Uadyet, amigo mío -respondió el rey-. Las tácticas están resultando.
-Por cierto, rey -recordó el general-, en el Consejo nos dijiste que tenías tres
tácticas, pero sólo describiste la calumnia religiosa contra Seth y la guerrilla, sin mencionar
la tercera. Me preguntaba, ¿cuál es la tercera táctica?
Totjenemet III estudiaba detenidamente el terreno de Ineb Hed. Las murallas
redondas, los senderos de acceso, las puertas descerrajadas, el puerto. Ardía fuego en
algunos puntos del interior de la villa, había movimiento de gente. Una torre de vigilancia
se desplomaba y algunos soldados salían de los muros arrastrando compañeros malheridos.
Un shoshiq corrió hasta donde se reunían el general y su rey para hablarles.
-La ciudad ha caído, rey. Ya podemos arrasarla -le dijo exaltado.

-170-
-¿Arrasarla? -preguntó extrañado Totjenemet III, como si le hubieran dicho que los
hipopótamos volaban-. Amigo mío, busca a los enemigos y mátalos, pero no dañes una sola
casa. ¿Es ello posible?
-Sí, mi rey -respondió el lugarteniente, tan extrañado como antes Totjenemet III.
Aspiró el aire tibio de la costa y, mientras miraba a la distancia a Netikerty
abordando su navío, habló con picardía, como explicando a Nersis su tercera táctica.
-Estupendo. Hunde también esas barcazas y tráeme la cabeza de la reina.

***

El visir Sispeh acudió como la más negra de las nubes hacia el edificio central de
Nekeb. Su andar, antes gallardo, ahora aparecía gacho y trémulo. Demasiadas vicisitudes
habían puesto sobre sus espaldas ese dolor que hoy lo gibaba, y más aún esta vez, que
portaba una trágica noticia para la que debió reunir fuerzas adicionales al entrevistarse con
Thaqotep.
Los tres hermanos menores de Thaqotep vivían hacía cinco años en Ehdú,
instruyéndose en el arte de la fe y la guerra, en la famosa academia militar fundada por
Speh, el general de Pethá. Su marginación de la vida capitalina, en gran medida, había sido
decisión de Ity, el padre, y de Sikhu, el hermano. Ity creía que los menores estaban fuera de
competencia por el trono, y Sikhu se aseguró que no hubiera nuevos participantes mientras
él urdía sus planes para hacerse del solio. Al morir Ity, los sacerdotes recordaron que dejaba
varios hijos, pero sólo tres podrían conducir el país. Tras la partida de Sikhu, los hijos
menores fueron nuevamente olvidados en Ehdú.
En cuanto Sispeh se enteró de la muerte de Netikerty, su corazón le avisó que el
nuevo perhó sería Thaqotep, quien alguna vez pareció el mejor heredero al trono. Ni
siquiera recordó que el viudo tenía hermanos vivos en cuyas venas también corría la sangre
de Thak. Los sacerdotes forzaron al Consejo de los treinta a designar a Thaqotep sin
dilación. La breve asamblea que los congregó, en plena noche y mientras el marido dormía
ignorante de la realidad, confirmó al joven príncipe unánimemente, para dar continuidad a
los planes de unificación de Shemia, como rezaba la famosa profecía de Senbi.
La mañana siguiente, Sispeh visitó a Thaqotep y le contó lo acaecido: su esposa, la
diosa Pe Netikerty, había muerto en un asalto a Ineb Hed, cuyo único propósito pareció ser
el deicidio, pues, tras matarla, las tropas enemigas dieron media vuelta y se largaron con la
velocidad con que habían arribado. Y había más. Totjenemet III se llevó la cabeza coronada
de la diosa a Butó, y se la enseñó al ejército de Petuk, que en ese momento asediaba la
capital rival. Los sureños regresaron a Ineb Hed aterrorizados y desolados.
El balance de la campaña se mostró pavoroso. Apenas tres años antes Sikhu
extendía las tierras del Loto hasta el borde de Butó, y ahora retrocedían como el río después
de la inundación.
El Consejo de los treinta le había designado como sucesor de la dinastía de Pethá y
quinto dios vivo del Alto Shemia; la ceremonia de enterramiento de la reina debía realizarse
con cautela, al faltarle la cabeza, miembro esencial si debía ser reconocida por Anfu en la
otra vida. Apuraron el rito para coronar rápido a Thaqotep, temiendo que mantener el reino
sin dios resultara lo mismo que cederlo a Totjenemet III sin luchar. Las horas apremiaban.
Esto explicó Sispeh a Thaqotep, que se desplomó en su asiento, con el rostro pálido
y la mirada nublada. Su corazón se bloqueó. Tardó minutos en organizar las palabras del
anciano visir, y cuando logró entender la realidad, cayó en un estado de febril locura. Sin

-171-
preguntar, mirar a Sispeh o pensar en otra cosa, bamboleándose de atrás adelante, comenzó
a repetirse a sí mismo la siguiente frase:
-“Al final, el hijo de tu hijo… Al final, el hijo de tu hijo…”.
Sin lágrimas para llorar, una sola idea se clavó en su entendimiento, anulando
incluso la pena. Sispeh creyó razonable la reacción del futuro Pe dado el tamaño de la
noticia, pero no pudo advertir cuán hondo caló su dolor. Thaqotep salió del perhó inundado
de una furia acotada, cercada en su ser, imperceptible, hábil para ocultarse en los confines
de su persona, que no podría haber escarbado ni su mujer en la mayor intimidad emocional.
Con rumbo al salón de asambleas ordenó a un escriba citar a los Treinta, de inmediato. Los
ancianos, prevenidos, no tardaron en reunirse con el próximo dios, seguros de que lloraría
la muerte de Netiky y solicitaría todo cuanto Sispeh había pronosticado.
-Enterraremos a la reina rápidamente -dijo-. Se labrará una cabeza de oro con sus
facciones, para que los Padres la conozcan cuando les visite. Que me coronen ahora mismo.
Los asistentes quedaron conturbados. Le escucharon decir todo lo que esperaban,
pero les estremeció su actuación, tan extraordinariamente sucinta e indolente. Con la
rapidez de un rayo, un sirviente entró en el salón con un alto cono blanco bordeado con el
anillo de oro cerrado en una cobra. A falta de un sacerdote de importancia, Sispeh calzó el
cono sobre el cráneo sudoroso del nuevo Perhó de Nekeb, callado y nervioso, como el salón
completo, le entregó el bastón de mango curvado y se prosternó presuroso. Nadie habría
dicho que frente a los Treinta se erigía un nuevo monarca sagrado.
El nuevo Pe Thaqotep despidió a todos y expidió su primera orden: viajaría cuanto
antes a Ehdú con sólo seis soldados y nadie más. Le importaba un rábano si se perdía el
entierro de Netikerty o las fiestas de coronación: su viaje urgía.
Mientras los escultores confeccionaban el rostro de la extinta soberana, utilizando
los más nobles materiales conocidos, el nuevo rey, desprovisto de todo sentimiento para
con su pueblo, se subió a su caravana y partió hacia la cuna militar del Alto Shemia, donde
llegó tras doce días de viaje. Nada supo acerca de la caída de Sais -rendida al instante
cuando Totjenemet III enseñó a las guarniciones sureñas la cabeza de la reina-, aunque
tampoco le habría importado ni mucho ni poco, con sus pensamientos volando en una sola
dirección. Se apeó de su trono móvil, cargado por los seis sirvientes de rigor, y mandó a su
comitiva de soldados que le siguieran a la capilla del templo mayor de Ehdú. Sorprendidos
por la llegada inesperada de semejante autoridad, los sacerdotes se impusieron de la
demanda del nuevo rey y, con temerosa rapidez, cumplieron el designio de Thaqotep.
Vaciaron el templo y encerraron allí al rey y sus soldados.
Dentro, se encontraron por primera vez desde hacía años Thaqotep y sus tres
hermanos menores, ya crecidos. Uno de ellos, un adolescente temperamental y arrogante,
preguntó con ceño hostil la razón del encierro.
Pe Thaqotep desoyó las interrogantes de sus hermanos y ordenó a los soldados
ejecutar la misión por la que habían llegado hasta allí. Tres de ellos desenvainaron sus
dagas, se aproximaron a cada uno de los hermanos y les apuñalaron hasta matarlos.
Seguidamente, los soldados se acuchillaron uno a uno, quedando vivos dos, quienes
apilaron los cadáveres bajo la claraboya del cielorraso y prendieron un fuego impuro, al que
ambos se arrojaron sin chistar. La escena duró veinte minutos.
El rey salió del templo caminando como un muerto en vida, sin hablar y mirando sin
ver. A su encuentro le salió un consternado sacerdote, a quien Thaqotep exigió que le
preparara seis sirvientes y una pequeña escolta para regresar en seguida a Nekeb. Mientras
se alistaba la caravana, Thaqotep observó el cielo, dirigiéndose a los dioses, y les habló con
voz monocorde y amarga.

-172-
-Ahora cumplan la profecía sin más hermanos muertos. Ya les adelanté la labor.
Una corriente de alivio recorrió su cuerpo, que en un tris se transformó en angustia.
Sólo en ese momento, casi dos semanas después de enterarse de la trágica muerte de su
esposa, pudo enfrentarse a la verdad desnuda. Aquella voz que le llamaba a apurar la
profecía enmudeció y en su reemplazo le sobrevino como un alud el dolor vacío de la
pérdida irrecuperable. La pena le atravesó el torso y lo tumbó. Enrollado en la tierra cálida
del atardecer de Ehdú, Pe Thaqotep se revolvía llorando estruendosamente, agitándose sin
ritmo ni pausa. Los sirvientes lo asistieron medrosos, lo incorporaron como a un paño
húmedo imposible de erguirse, lo depositaron -no cabe otra forma de decirlo- en su trono y
se marcharon a la capital, con su rey sollozando lánguidamente.

En el norte, Sisobek de Deba se puso nervioso. La espectacular victoria de


Totjenemet III al frente de un ejército menos numeroso, pero tácticamente muy efectivo,
ponía al rey en una posición que a Sisobek le parecía demasiado gananciosa. Sin rivales en
el país, el soberano podría obviar los acuerdos de la liga y forzar a las demás ciudades a
acatar disposiciones injustas. Al gobernador de Deba le preocupaba que su rey fuese un
megalómano, y que su postura poco viril ocultase ciertas características inadecuadas para el
cargo. Un hombre poderoso que triunfa suele ser un hombre peligroso, pensaba el ex
general. Con esos temores Sisobek comenzó a elaborar una serie de teorías y
conflagraciones, ávido como se encontraba de meter presión al soberano, a quien juzgaba
con los humos más allá de la roja corona. Por estas razones, firmó una segunda alianza con
los pueblos del Gran Mar. Esos extranjeros que no afeitaban sus barbas accedían a
cualquier acuerdo, sin importar quién la formara o si ya existían otros confirmados. Este
nuevo contrato pretendía aislar comercialmente a Butó y aplicar acciones soterradas, como
la piratería y las excusas de desabastecimiento. Pronto Totjenemet III debería volver a la
liga y acallar cualquier asomo de soberbia.
El gobernador de Deba también encontró una segunda manera de aterrizar al rey. El
aprendizaje de la religión de Usir y Hor, practicado bajo el suelo de su ciudad en el templo
subterráneo de proporciones magníficas, avanzaba de modo tan significativo, que el propio
Sisobek se sentía ya un seguidor leal de esa fe. El hecho que los acólitos no fueran
contadores, como él creía, sino arquitectos y albañiles, los convertía ante sus ojos en
personas que comprendían la forma y razón de las cosas y el rol de la humanidad en el
teatro de la vida.
-El mundo es la más perfecta construcción realizada por el dios para destronar el
caos que reinaba -le decía el supremo sacerdote de Deba, Hatsire-. El mundo se construye
de continuo, y sólo el dios comprende los secretos de esa permanente construcción. Del
mismo modo, nosotros, los arquitectos, conocemos los secretos de las obras de nuestros
pueblos. Sólo nosotros podremos entender la suprema arquitectura del mundo. Sólo quienes
se inician en esta arte se descubren de pie frente a la senda que les llevará a la verdad.
El trasfondo debía ocultarse a los hombres incapaces de entenderlo. Esta convicción
les hizo construir el templo bajo tierra, homenajeando el secretismo de la religión del
triángulo en que confluían de manera equilibrada el sol, Usir y el Hombre.
-Atum creó a los dioses primordiales a partir del caos -continuaba Hatsire-, y Usir
enseñó a los hombres los ciclos del trigo, el río, el sol y la vida, a través de las ciencias y el
respeto por Maat.

-173-
El ciclo de la vida lo conocían los iniciados de la religión y lo habían transmitido
por generaciones al valle de Shemia, a través de secretas asambleas por toda la región. Los
iluminados de la fe lideraron sus pueblos, usando su conocimiento para desarrollar la
civilización, imponer la justicia y buscar la verdad, y desde Deba veían con desazón los
eventos de la alta política, que había olvidado el real propósito de la humanidad.
La religión había influido notablemente en el Bajo Shemia. Desinteresados por esos
asuntos políticos, en parte porque privilegiaban mantener una forma de vida sosegada,
plena de satisfacciones y sin temblores artificiales, y también porque ese estilo les permitía
seguir a Maat, ser buenos y justos, y adorar solamente a los dioses de este lado del
Misterioso. Cuando Sisobek tuvo la oportunidad de conocer otros poblados de los
alrededores, pudo darse cuenta del influjo de estas ideas en la gente. Observaba que la
única persecución que considerarían justa era la de la verdad, representada cabalmente por
la femenina figura de Maat, una mujer excepcional.
Totjenemet III había aceptado dirigir el mundo de Usir solamente porque creía en
él. Se sabía portador y heredero de la tradición religiosa de su pueblo, el verdadero Hor hijo
de Usir, siempre presto para imponer el credo por sobre toda otra consideración. La
miserable forma de encarar el mundo desde el Alto Shemia le asqueaba, porque sabía que
se basaba en una concepción antojadiza e irrisoria. Según su modo de verlo, el mundo en el
orden del sol es un mundo bueno y justo. Tomó las riendas del poder porque Wosret de
Busiris, ávido de poder sin sentido, traicionó la fe, y porque Netikerty de Nekeb, otra
sureña ignorante de la verdad, traicionó a Maat.
Este nuevo conocimiento de Sisobek en relación con la fe de Usir-Hor, y con las
causas por las que Totjenemet III participaba activamente en el mundo, le daban a él un
sentido distinto para mirar las cosas. Nunca creyó en ideales ni utopías. Para él, las
conveniencias dirigían a las personas y a sus pasiones, de modo que aquellos que
perseguían una quimera podían ser engatusados con facilidad, sobre todo si el engañador
sobreponía sus conveniencias a sus principios. Esto mismo hizo Sisobek cuando pactó con
los pueblos del Gran Mar, y cuando decidió reforzar el rol religioso de Deba sobre el Bajo
Shemia. Buscaba que Totjenemet III, candoroso y cegado por sus certezas, caminase
derecho a la trampa que secretamente maquinaba en su contra.
En tanto, el rey del Bajo Shemia recorría la sagrada ciudad de Sais, satisfecho por la
espléndida recuperación realizada con precisión quirúrgica: no dañó ni una casa, ni una
tumba ni un cenotafio, y los invasores -como solía llamar él a los altoshemianos-
abandonaron con prisas y sin secuelas el lugar. La muerte de la reina trajo la gloria y dos
importantes regiones, Thá Nis y Sais, y ahora lo ubicaba como la fuerza dominante del país.
Tocaba ahora borrar del mapa al inepto interno. Olvidado que hacía apenas un mes luchaba
contra el Alto Shemia, el cantarín personaje frotó sus cortos dedos y resolvió mover su
tropa.
-¿Queremos recuperar Busiris para este lindo país? -preguntó a su lugarteniente.
Un mes más tarde Wosret abandonaba su ciudad por la puerta de atrás. Debilitado
por la falta de apoyo, el ex monarca cogió sus pingües tesoros, los subió a un montón de
barcazas, plegó velas y dejó que la corriente lo salvara del final. Dejó Busiris echada a la
suerte. Poco le importaba si el nuevo soberano aplastaba o no la ciudad.
En la búsqueda de algún aliado, Wosret pensó acudir a lo más cercano que podía
disponer, y mandó una embajada a Deba. Allí, pensaba él, podría aprovechar la vieja
amistad con Sisobek, quien una vez le ofreció la ciudad y al que había nutrido con oro y
tropas para la defensa de Deba. Ante la respuesta afirmativa del gobernador, Wosret
abandonó Busiris en silencio y se dirigió con unos pocos cortesanos hacia la ciudad

-174-
religiosa, confiando que en ella obtendría la seguridad que perdiera a manos de Totjenemet
III.
Como se hubiera esperado, Totjenemet III entró en Busiris ovacionado. Busiris
había sufrido un aislamiento doloroso, estaba pobre en recursos y el comercio virtualmente
no existía, prevaleciendo una anarquía cuyo rey no intentó revertir. Pocos habían disfrutado
el período de caos, acumulando alimento y materiales, mientras transaban sus bienes
esclavizando a los necesitados. Por eso, la conquista de Totjenemet III implicó una alegría
enorme, incomparable a la desidia con que fuera recibido en Thá Nis. Cada ciudadano creía
que no existía nada más grande o importante que su ciudad, tenía una idea vaga de la
pertenencia y raramente expresaba el deseo de un país unido, salvo en las altas esferas del
poder. Lo de Busiris, en cambio, constituía la liberación de una mordaza que impedía
respirar.
La campaña militar de Totjenemet III había concluido en su primera etapa. Luego
de reconquistar las regiones alrededor de Butó pasaba a la siguiente. El Alto Shemia ahora
se veía más lejano y una iniciativa bélica suya tomaría un esfuerzo mucho mayor, pues sus
fronteras se habían distanciado desde Ineb Hed al sur. Totjenemet III controlaba un arco
casi perfecto del delta del Misterioso, comprendiendo un territorio casi dos veces más
grande que el que poseía cuando asumió el Bajo Shemia, en sólo ocho meses.
-Acércate, shoshiq -dijo el sacerdote. El shoshiq se acercó con dificultad al
tabernáculo.
El templo de Tot en Busiris poseía una habitación ceremonial subterránea pequeña,
de unos doce por cuatro metros, de cielorraso bajo, débilmente iluminada con escasos
platos de fuego donde el único mueble era un podio decorado con inscripciones sagradas.
En ese sitio de aire embotellado se desarrollaba el rito de unción de Jufu, quien gracias a
sus extraordinarias hazañas en el campo de batalla ascendía al rango de general de la
guerra. Presidida por el sacerdote principal del culto a Tot y secundada por seis acólitos, la
ceremonia consistía en hacer al shoshiq entrar en la habitación con una presa viva cazada
por él.
Jufu entró dando lentos y pesados pasos, haciendo un gran esfuerzo mientras
arrastraba una hiena de treinta kilos fuertemente amarrada por las patas.
-Shemia convoca al shoshiq que trae su presa. Tot la Sabiduría convoca al shoshiq
victorioso -rezó el sacerdote. Jufu avanzaba con agotadora parsimonia. La bestia no sólo
pesaba sino que además se agitaba, haciéndola más difícil de empujar. Los acólitos
comenzaron a enumerar los signos del culto de Busiris, uno por cada mes de los doce del
año shemiano, en voz baja y monótona, mientras el sacerdote proseguía su llamamiento sin
perturbarse por los intensos gemidos de la hiena, amplificados por el eco dentro de la
pequeña sala ritual. A los pies del podio sagrado, el shoshiq se hincó frente a su presa y
extrajo una daga con asa de marfil.
-Vienes como shoshiq de Shemia -dijo el sacerdote-. Consuma el sacrificio exigido
por Shemia, ahora.
Jufu clavó la daga en el pescuezo del animal y lo degolló, manchando sus manos
con sangre. La hiena dejó de moverse y el shoshiq se puso de pie tras la indicación del
sacerdote.
-Mancharé mis manos con la sangre de los enemigos de Shemia -susurró el shoshiq.
-Entraste como shoshiq de Shemia ¡Sal ahora al mundo, general de Shemia! -replicó
enérgico el sacerdote a Jufu, que dio media vuelta y arrastró el cuerpo yerto de la hiena
dejando una estela de sangre que los acólitos limpiaban mientras salía de la sala

-175-
ceremonial, convertido en general del Bajo Shemia dispuesto a hacerse cargo del ejército de
Butó de acuerdo con la orden del dios Totjenemet III.

-176-
Capítulo Decimotercero

El nuevo perhó del Alto Shemia, al asesinar a sus hermanos, creía que la profecía se
cumpliría con él al mando del país, asegurándose de ser el único «hijo del hijo» disponible
para completar el anticipo de Senbi. Producto de su convicción y de la horrorosa acción
cometida, él mismo se deleitó imaginándose como un animal ponzoñoso y letal. Se
representó como un escorpión, violento y asesino, y lo incluyó en el emblema del Loto.
Componía el escudo del país una planta de loto bajo las alas de un buitre, a la que Thaqotep
añadió la imagen de un alacrán como rúbrica personal. Con el camino despejado a falta de
hermanos, el arácnido podría esperar el aviso divino para coger con sus tenazas las dos
tierras.
Nadie quiso preguntarse cómo la descendencia de Ity había desaparecido del todo.
No se redactaron informes, no se supo nada oficialmente. Los minutos que permaneció
Thaqotep en Ehdú le apuntaban como sospechoso, pero sin cuerpos, armas o motivaciones,
nadie se atrevió a señalarle con el dedo, y menos aún porque se trataba del dios viviente,
quien no es objeto de juicios. De hecho, los escribas eliminaron el registro del viaje del
soberano, de manera que el episodio de la muerte de los hermanos de Thaqotep quedó en
un estado de olvido voluntario.
El corazón inundado de venenosa locura de Thaqotep lo llevó a un estado de total
desequilibrio. En cada rincón de su palacio en Nekeb veía la sombra de su mujer, a quien,
mientras se hallaba en soledad, intentaba contactar, hablándole despacio en la lengua
antigua de los escribas. Juraba que la voz de su mujer se colaba por sus oídos y le
respondía. Por las noches, en el silencio de su aposento, se veía rodeado por los espíritus de
sus hermanos encarnados en las aves que le atacaban, picoteándole el cuerpo en feroz
castigo. Veía además la figura informe de un asesino en tinieblas -Ammit el devorador de
los muertos-, envuelto en la misma lluvia gris que cubría el campo de batalla donde murió
su hermano Sikhu. El asesino blandía una espada carmesí y de su cinto colgaba un morral
repleto de órganos humanos cuya sangre desbordaba el fardel. El criminal sin rostro le
asediaba, mostrando el arma sin atacarle, como anunciando su destino. Tales imágenes
persecutorias pronto salieron de su intimidad para manifestarse cuando no estaba solo. En
una oportunidad castigó a sus escribas porque le miraban con apetito, deseosos de
abalanzarse sobre él. Incluso creyó oírles decir “te mataremos”.
Comenzó en Nekeb un período de terror. Thaqotep temía a cualquiera que le
pareciera tener intenciones de acriminarse, las tuviera o no, castigándole con el destierro, la
mutilación o llanamente la muerte. Como no tenía una noción clara de la realidad, para él
cualquiera parecía tener intenciones de acriminarse, y su voz para el castigo se había
transformado en un juego de azar. Podía estar cenando pato hervido con coles cuando se le
ocurría pensar que quien preparó la comida pretendía envenenarle. Más de un cocinero
perdió sus manos y fue a parar al desierto como medida punitiva. Una vez, el soberano
estaba de cacería cuando creyó que uno de sus escoltas hablaba con una jauría de hienas.
Acusó al escolta de urdir un plan para que las hienas lo atacaran, por lo que sentenció al
pobre a arrojarse a las bestias antes que éstas se arrojaran sobre él. La mayor de las
excentricidades del dios, no obstante, ocurrió una mañana en la estación seca, cuando
decidió decapitar las estatuas de Sikhu porque sus ojos le miraban con inquina. Desde
entonces, la mastaba de su hermano se recordó como la casa decapitada, y durante mucho
tiempo las cabezas de las efigies se esculpían aparte del cuerpo, de modo que si al rey se le

-177-
antojaba desmochar la imagen, bastaba remover la testa y reemplazarla por otra; si otro día
el rey Escorpión olvidaba el episodio, los escultores reponían la cabeza original.
En la atmósfera flotaba un temor generalizado provocado por la creciente paranoia
del monarca. Bastaba ser apuntado con el dedo para sufrir algún daño justificado por la ley
del dios. Muchos metieron sus pertenencias en bolsas y se largaron lejos del terrible dedo
acusador de Thaqotep.
Por primera vez los sacros contadores obtenían crecimiento negativo en la
demografía. Las caravanas reducían al mínimo el tiempo en Nekeb, escapando rápidamente
a otros sitios donde fueran mejor recibidos. El terror se apoderó también de los sacerdotes y
los treinta ancianos consejeros. Se realizaban contubernios en la oscuridad de la noche,
donde comentaban con desazón el doloroso destino que Thaqotep escogía para el país. Más
adelante, otros se sumaron a las secretas asambleas, lo cual aumentó la sensación
desoladora que provocaba la actitud del rey.
Mientras, éste agregaba enemigos a su lista. Se aislaba con mayor frecuencia,
aunque en soledad los fantasmas le atacaban con más violencia. Solía oír voces que le
amedrentaban con frases como “sé lo que hiciste con tus hermanos” o “tu esposa murió por
tu causa”.
-Esto es absurdo -comentó Menqethotep-. No veo por qué no avanzamos contra el
Norte.
-Llevamos semanas sin hacer nada -otro general hablaba levantando el índice en
señal de reprobación. Se dirigió a Menqethotep-. Tú deberías estar permanentemente en
Nekeb, y no perdido allá en el norte. La tropa se subleva. Pe no da instrucciones.
-Pe no hace nada -dijo otro.
-Están hablando de Pe -intervino Petuk, que regresó junto a Menquethotep desde
Kaún. Hacía meses que no recibían órdenes y los enemigos habían desaparecido de la
región-. Ninguno es digno para criticar al dios. Yo combatí con Pe Sikhu, y se veía que
actuaba como un dios. He visto cómo se desploma el mundo cuando se va el Ba del dios.
Exijo respeto.
-Vamos, Petuk -replicó el general que reprobaba-. Respetamos a Pe, pero admite
que no nos hemos movido, y es porque no recibimos órdenes del perhó. Además, tú
regresaste a Nekeb porque nada había por hacer en Kaún. ¿Es que tu tropa también quiere
los despojos de la guerra, y no puedes dárselos? ¿A qué has venido, si no es a ver con tus
ojos que es cierto lo que digo? Aquí en la ciudad del Buitre las cosas empeoran. ¿Qué daré
a mis hombres, si no puedo permitirles el pillaje?
-Es cierto -apostilló el otro general-. He salido de Oomboj al este a buscar pleito,
pero nada hallé. Temo que o atacamos algo o habré de disolver la tropa.
-Aun en nuestras tierras -dijo Petuk- tenemos gentes que no están con Nekeb. He
recorrido cada palmo de este país y sé lo que digo. Coge tu tropa y explora, es lo que
puedes hacer por tu dios.
-Están locos -sentenció uno de los generales en cuanto Petuk y Menqethotep
abandonaron la reunión-. Mientras no haya botín, tengo que mantener mi ejército, así que
pediré a Pe que me dé tierras y siervos. Si no, mis muchachos se morirán de hambre.
Así transcurrieron varios años. De una parte los generales rindieron
progresivamente su preocupación por las guerras y los asuntos nacionales, mientras por otra
el temor de los consejeros y sacerdotes de actuar sobre la figura divina de Thaqotep les
impedía tomar una acción decisiva. La nueva religión, una mixtura entre las creencias
originales del Loto y las provenientes del Papiro, impedía eliminar al soberano por
debilidad o locura, por lo que nada hacían.

-178-
Al paso del tiempo los arranques del Perhó aplacaron, y solamente en los actos
públicos, como las fiestas de la inundación o las cacerías populares, hacían aparición las
voces que demandaban un escarmiento particular sobre ciertos personajes. La situación, al
fin, se estacionó, y como por una ley nueva, el pueblo esperaba de Thaqotep sanciones
específicas, como si de sacrificios relativos a tales fechas se tratara. La moda de las
esculturas con cabezas intercambiables, a propósito, terminó por quedarse en el país.
Totjenemet III, desde Butó, observaba a través de espías y caravaneros la acción en
la capital enemiga. La rivalidad entre las ciudades recuperadas para el Bajo Shemia habían
terminado y, según parecía, el país se consolidaba como una nación sometida alegremente
al mando del festivo personaje.
El rey enviaba escuetas esquelas indicando la anexión de tal o cual región sin usar
para ello complicadas explicaciones. Rápidamente surgieron comentarios acerca del éxito
político de Totjenemet III, que parecía ganar tierras para el país sin guerrear. Ya no se oía
la protesta de los príncipes gracias a que el rey no actuaba soberbio y sí humilde y
trabajador.
Intentó entonces una nueva ofensiva, esta vez destinada a reestablecer el reino del
Bajo Shemia como antes del primer arribo de gentes del Sur. La campaña mostraba un
teatro muchísimo más grande y Totjenemet III disponía de tropas insuficientes para
semejante extensión. En asamblea militar, presidida por el perhó, se dividió la segunda
etapa de la guerra en cuatro fases menores, a cumplir la siguiente una vez concluida la
anterior.
-La primera etapa -exponía el ahora general Jufu- implica recuperar Japé, en el
extremo noroeste del país, incluyendo las ciudades de Japé y Thásire y un gran número de
aldeas cercanas.
Los demás generales golpearon sus mesas en señal de aprobación. La asamblea,
secreta como toda la guerra de Totjenemet III, escuchaba con severa atención.
-Thusi -prosiguió Jufu, refiriéndose a la academia de ciencias y artes del país, una
región rica y próspera que ofrecía la ventaja de operar como punto de encuentro con la
pintoresca pero salvaje cultura libia de occidente- será la siguiente parada, una vez que
Uadyet nos permita establecernos en Japé.
La tercera región la constituía Buba, al este, famosa por la leyenda del príncipe
sureño que luchó una batalla sin armas. Ese príncipe terminó convertido en el dios
Thaqotep, perhó del Alto Shemia y comandante de un ejército que, aunque derrotado,
seguía siendo temible.
La última región en que Totjenemet III fraccionó sus campañas se llamaba Ineb
Hed. Esta delgada y larga faja de tierra nunca formó parte del Bajo Shemia, pero él mismo
conoció la espléndida civilización allí desarrollada a partir de un insignificante puesto de
vigilancia. Para el rey, Ineb Hed representaba la puerta de entrada al Alto Shemia y su
conquista coronaría un éxito militar resonante, que le pondría en marcha hacia el Sur.
Tomó la palabra Totjenemet III.
-De modo que, mis queridos generales, estamos en espléndido pie para seguir
adelante. Quiero caras alegres porque hasta hoy la recuperación va con la corriente, hemos
sido benévolos y sólo han muerto los que han debido morir.
Como siempre, el rey había enamorado a su audiencia. Se habrían suicidado si el
soberano lo hubiera pedido. Al término de la reunión, se dirigieron por turnos al templo,
donde rezaron a Usir y Tot, deseando que Totjenemet III, el Hor de Shemia, conservara la
grandeza durante esa siguiente fase de la guerra.

-179-
En el ínterin, los destacamentos del Sur apostados en las regiones capturadas del
Bajo Shemia mantenían su permanente estado de alerta, merced a las instrucciones del
general Ohté, que tomaba decisiones independientes del mando central del Loto. Envió
órdenes para restablecer las comunicaciones entre las ciudades más cercanas a Ineb Hed,
convencido que las fuerzas sureñas serían incapaces de conservar los puntos fuertes más al
norte. Los conflictos religiosos por un lado, y la inacción de Nekeb para con los refuerzos
por el otro, motivaron la decisión del obeso general, que prefirió dedicar los pocos recursos
disponibles a cuidar una frontera más estrecha que la que realmente debía proteger. De un
modo, Ohté figuró como estupendo reemplazante de Pe en las regiones conquistadas,
mostrando gran energía y total compromiso con un trabajo que se encomendó él solo.
Ohté tenía altas expectativas de sí mismo. Su familia participó siempre en los
grupos notables de cada uno de los cuatro clanes en que habitaron, y ese contacto continuo
con el mundo de las decisiones y los líderes forjaron una idea particular del hombre en que
deseaba convertirse. Uno de los recuerdos que más repetía el general, y que acudía a él en
momentos de calma y reflexión, lo transportaba a la época en que su padre lideró durante
seis años un clan.
Se veía a él sentado en la entrada de la carpa, con las piernas cruzadas mientras
trenzaba hojas machacadas de papiro para fabricar un rollo. Su padre venía llegando de
algún lugar importante y enigmático. La brisa dócil del atardecer, el aroma del pescado
asándose entre las brasas, la risa cascada de su hermanita que reverberaba fresca en sus
oídos y la melodía de unos músicos en lontananza dibujaban en su recuerdo un paisaje
evocador y una angustia terrible por las sucesivas pérdidas de su vida. Un desconocido se
aproxima trotando y aborda a su padre antes que éste le salude. Ohtsheri el pequeño se
queda con los brazos estirados. El padre da media vuelta y discute con el sujeto. Huele la
esencia de las plantas en sus dedos. El padre ahora gira la cabeza y le mira, a él, sin hablar
pero significando en los ojos la necesidad de cumplir el deber, y se aleja. Él regresa a su
labor, las risas de la hermanita continúan y el sonido de la música ha cesado. La brisa se
agota como si el mundo hubiera frenado. Podía recordar perfectamente la escena y el
mensaje en la mirada del padre. Pasó muchos años pensando que a partir de esa curiosa
escena, había recogido una sabia lección a sus nueve años. Su padre murió pocos meses
después tras caer a un acantilado, accidente que también se había llevado a la hermanita a la
otra vida, tragedia que disolvió el pequeño clan y mandó a Ohtsheri y su madre a vagar por
otros tres clanes. En esas tres tribus, el muchacho aplicó el aprendizaje de ese recuerdo
poderoso y fugaz, que se repetía en los momentos de calma y reflexión. Más tarde, cuando
el joven Othé lideró al grupo de cazadores, a los escribas, mientras ofició de arquitecto jefe
y hasta que logró el cargo de general, enriqueció la idea original de la lección entregada por
el padre en esa mirada de tanto contenido, que le anunciaba que no había en este mundo
nada más importante que el deber y las responsabilidades asumidas con un cargo, por
pequeño que fuese, y que conforme aumentaba el cargo así también lo hacían el deber y la
responsabilidad. Así pues, dirigió su vida al cumplimiento de sus deberes, no amargamente
sino con determinación y alegría.
Hombre supersticioso, sagaz y esforzado, procuraba balancear su afición por la
superchería con la dedicación del cargo, ambas actividades incompatibles en época de
prisas, tanto cuanto porque los rituales diarios demandaban varias horas como porque su
cargo de supremo comandante del Loto en el Norte lo mantenía en constante movimiento.
Sin embargo, su habilidad para organizar las tareas del día le permitieron hacer todo cuanto
debía en ambos planos. En medio de las travesías entre ciudades, o cuando debía internarse

-180-
en regiones despobladas, aprovechaba o provocaba pausas para coordinar algún ritual
pospuesto.
Su vida social, no obstante, virtualmente desapareció. Ohté tenía la costumbre de
participar en cuanto evento se presentase, pero sus actividades en el mando le forzaron a
cancelar cualquier cosa que no fuera estrictamente necesaria. Su salud, así, se deterioró con
rapidez en cuanto dejó de realizar actividades de esparcimiento. Cacerías, fiestas y juegos
de tablero debieron esfumarse de su agenda, y su organismo pronto le pasó la cuenta. Se
afiebraba con frecuencia, vomitaba y dormía pésimo.
-Los Padres -se quejaba- me encomiendan una labor y me castigan por cumplirla.
Decíamos que el general tenía muchas esperanzas en su futuro, convencido que los
dioses le asignaban unas tareas del más alto nivel. Había mucho de vanidad en sus certezas
-cuando el cargo es alto la vanidad ha de serlo también-, pero en el fondo Ohté obraba
conforme designios divinos. Como la religión oficial de Nekeb virtualmente se desarrolló
mientras él vivía en el país, y debido también a sus convicciones tradicionalistas y
conservadoras, el general mostró poca tolerancia con la mezcla de ideas que revolvía todo
el tinglado religioso de su patria que denostaba al dios principal e introducía deidades
desconocidas y poco fiables, según su modo de ver. Consideró que los Padres le habían
requerido para restañar la vieja fe de Thak y Senbi, con lo cual reunió en una sola misión
los anhelos del reconocimiento y la trascendencia, volcando toda su existencia hacia el
cumplimiento de ese objetivo.
Sumando su plena dedicación a las tareas del puesto con la carencia casi total de
actividades sociales y sus continuos achaques de salud, Ohté se hizo huraño e irritable. No
soportaba los rituales públicos en los que se hablaba de Usir, un dios que detestaba en
primer lugar porque las historias tramadas por los sacerdotes nortinos lo convertían en
víctima de Seth, el dios de Nekeb -que además oficiaba como dios de su propia casa-, y en
segundo porque consideraba que un dios que se dejaba aniquilar no debía ser tan poderoso
como para temerle o rendirle pleitesía. Juró desbancar la nueva religión a punta de armas,
que era a fin de cuentas todo lo que tenía para emprender esa dura batalla, que de primeras
ya había perdido aunque no quisiera percatarse de ello. La confluencia de ideas religiosas
hacia una cosmogonía común y original ya se había asentado en casi todos los rincones de
ambas patrias, de modo que la lucha de Ohté resultaba demasiado titánica como para ser
abordada por un hombre solo que, encima de todo, no contaba con el patrocinio de sus
jefes.
Nada de esto, sin embargo, melló en lo más absoluto la convicción de Ohté. Se
arrojó con pasión a la labor acreditada, movilizando tropas donde quiera que hubiera
necesidad de destruir los iconos de la nueva fe. Así que, mientras en el Sur Thaqotep
desarrollaba una política de terror que todos catalogaban como religiosa, en el Norte, Ohté
hacía lo mismo.
La persecución sólo pudo desarrollarse en Buba. La pequeña ciudad, que controlaba
una región reducida con algunos poblados cercanos, contaba con una guarnición
permanente de soldados y contadores del Loto, autoridades que a la sazón bregaron por
años contra las tradiciones que se burlaban del mismísimo Pe del Sur. La nueva orden de
Ohté asignada a los sacerdotes sureños en Buba predicaba apasionadamente contra la
religión del Norte, acusándola de traidora y proponiendo, en cambio, la sincera adoración
de un dios verdaderamente triunfador como Seth. Además, se publicaron varios edictos
prohibiendo la celebración del «rito del crimen», que se efectuaba todos los días al
anochecer y que representaba el asesinato a Usir perpetrado por Seth, y que proseguía al
amanecer siguiente con la aparición por el oriente de Hor, que perdiera un ojo tras vengar

-181-
la muerte de su padre. También se proscribieron los altares a cualquiera de las divinidades
que ensalzaban esa hazaña por considerarla falsa. Desde luego, la orden obligaba a los
habitantes de la ciudad a adorar públicamente a Seth so pena de azotes, mutilaciones o el
destierro al desierto. Apretujados entre dos exigencias contrapuestas, una proveniente de su
máximo sacerdote y la otra desde el exterior transmitida por los sacerdotes de Totjenemet
III, los habitantes de Buba pronto se inclinaron por esta última y desoyeron las demandas
de Ohté, con lo que sentenciaron su suerte. Cientos recibieron como castigo la pérdida de la
nariz y el exilio.
Cada doce días se realizaba una purga. El sacerdote principal de Buba publicaba un
listado con las «sanciones de la docena» como le llamaban a su nómina de castigados. La
primera aparición en la docena obligaba a una declaración pública por parte del acusado,
que debía reconocer su error ante un tribunal religioso, abjurar de su religión original y
abrazar la fe de Seth. Si en las dos siguientes docenas aparecía el mismo individuo,
entonces operaba la sanción, que variaba entre la confiscación de bienes y el destierro. El
terror de la docena se esparció rápidamente hacia las regiones aledañas a Buba.
Muy pronto se organizaron las fuerzas rebeldes. Las cuestiones de fe se
consideraban de primer orden en el Bajo Shemia, y la intromisión militar en tales asuntos
no concitaba aprecio alguno. Reuniones clandestinas entre caudillos de una resistencia cada
vez más enconada se desarrollaron a lo largo de toda la franja de influencia de la ciudad,
resistencia apoyada desde el extranjero por secuaces del rey del Papiro libre.
La guerra religiosa adquirió un cariz violento aunque soterrado. Los combatientes
nortinos leales a la fe de Usir y la traición de Seth, que veían a Ohté y sus secuaces como
adoradores de los demonios, actuaban sin organización alguna al principio, pero más
adelante y en la medida que las acciones del comandante del Sur se hacían más vehementes
con respecto a la cuestión religiosa, comenzaron a coordinar sus esfuerzos. Con retazos de
una antigua lengua hablada en la región construyeron un sistema de códigos secretos con
los que fijaban fecha y sitio para reuniones, asaltos y rescates de castigados por la docena.
Establecieron mecanismos para proveerse de armas y al fin prácticamente crearon un
ejército de resistencia, que se autodenominaba Tcham-em Anq, luego Tjeamanq, que
honraba a un nigromante de épocas pretéritas cuyas habilidades incluían la de mover el
agua a su antojo. Significando la separación del grupo de malévolos sureños -adoradores
del malvado Seth-, los tjeamanq acudieron a la figura de este antiguo y reputado mago para
emplearlo como estandarte en su lucha sagrada. Quemaban las docenas publicadas por el
ejército del Sur, atacaban las caravanas que portaban los bienes confiscados y resarcían a
los castigados por las sanciones de Ohté, devolviéndoles sus pertenencias o recuperándolos
del destierro. En ocasiones se trenzaron en reyertas con destacamentos militares enemigos
-nunca tuvieron éxito en estas empresas- y siempre boicoteaban las ceremonias favorables a
Seth, con saña y porfía. Las historias tejidas alrededor de los tjeamanq se esparcieron por
toda la región, y luego por todo el país, convirtiendo el solo nombre en el objeto de la
guerra contra la invasión del Loto. Pasarían tan sólo dos años para que ciertos relatos de
tjeamanq que luchaban victoriosos contra enemigos más numerosos se escribieran en
poblados tan lejanos como Thusi o Thásire. Se redactaron cánticos y alabanzas, hubo
ceremonias especiales y sacrificios en honor a los tjeamanq, quienes, aunque su leyenda
había crecido de forma impresionante, en la realidad no se apartaban mucho de un grupo de
milicianos fanáticos bien controlados por las fuerzas del Sur.
No hay que restar mérito, sin embargo, a esta porfiada organización paramilitar. Su
principal logro consistió en impedir que las medidas religiosas impuestas en Buba se
extendieran hacia otras áreas del país ocupado. Representaban un rival complicado en tanto

-182-
no disponían de un lugar específico que pudiera invadirse, o de una jerarquía militar que
pudiera descabezarse. Actuaban como una fiebre, apareciendo en lugares o en momentos
dados sin que la milicia profesional del Loto lograra detener su injerencia, de modo que los
generales sureños lidiaban contra una fuerza molesta y pequeña, pero pertinaz.
Obstinado en su plan de recuperación de la fe original de Shemia, Ohté debió
renunciar a las responsabilidades del cargo de supremo comandante del Loto en el Norte,
ocupado como se encontraba de apagar los focos de incendio de la región de Buba a causa
de la guerra religiosa que allí se desarrollaba. La falta de descanso y el orgánico rechazo al
clima de la ciudad provocaron que el general cayera mortalmente enfermo.
Desde su camastro aún ejecutoriaba las sanciones de la docena y repartía
instrucciones entre sus lugartenientes para el combate a los tjeamanq. Aun en los peores
arranques de su enfermedad -un tumor de origen desconocido- Ohté mantuvo su vivacidad
y presencia de ánimo para llevar adelante su cruzada personal contra la nueva religión. Por
caravaneros se enteró que Totjenemet III vaciaba sus barracas para ir a por algún objetivo
desconocido, pero, cegado por el afán de la victoria en Buba, dejó al rey del Norte hacer sin
oponer resistencia alguna. Suponía, por otro lado, que el Sur reaccionaría a los
movimientos del enemigo.
Doblemente se equivocaba Ohté, aunque él mismo no lo admitiera. De una parte, ya
tenía perdida su guerra religiosa. El que impusiera por decreto una costumbre indicaba, por
ese solo hecho, que la costumbre que quería abolir ya se encontraba enquistada en la
población y ni con un decreto ni con una guerra lograría alterar el curso de los sucesos.
Buba, sus alrededores y, en fin, todo el Bajo Shemia, se encontraban ya bajo el influjo de la
religión que deploraba a Seth. El intento del notable general sureño resultaba tan inútil
como querer detener el caudal del Misterioso con las manos, pero Ohté no lo creía -o no
quería creerlo- así.
Y por otro lado, ninguna fuerza militar del Sur salió al encuentro del ejército de
Totjenemet III, y ni siquiera Ohté envió espías o exploradores para conocer la situación del
enemigo, de modo que Nekeb permaneció totalmente ciego respecto de las acciones del
Papiro. El rey del Norte se lanzó a la primera de sus conquistas sin hallar oposición alguna,
empleando la misma estrategia que le había dado grandes réditos. Después de dos años
desde que combatiera por última vez, entonces en Ineb Hed cuando decapitó a Netikerty,
mandó a Japé a varios grupos militares pequeños a mordisquear los contingentes enemigos,
apostando al agotamiento rival para obtener la ciudad. Sin pompa y fiel a su propósito de
ocultar a sus ciudadanos su intención de arrojarse a la tercera guerra, Totjenemet III marchó
con su atomizado ejército hacia donde muere el sol, para buscar recuperar una buena parte
de lo que los sureños le habían arrebatado.
En tres meses, Totjenemet III llegaba su primer objetivo. Minúsculos batallones
asaltaron los destacamentos del Alto Shemia en Japé, desgastando sus fuerzas al punto de
capitular sin lidiar una sola batalla grande.
Los habitantes de la ciudad, en tanto, apoyaron a las huestes nortinas, debido
principalmente a su animadversión hacia los invasores del Sur, adoradores de Seth, el dios
que asesinó a Usir. Vieron en Totjenemet III a una especie de Hor redivivo que vengaba la
muerte de su padre, Usir. Asistidos por las leyendas provenientes de Buba, los habitantes
de la ciudad consideraban al ejército reconquistador como un grupo de tjeamanq que venían
a restañar las cuestiones religiosas del país, y se esforzaron notablemente en ayudar a
Totjenemet III en su afán por expulsar a los invasores del Sur, con tanta eficiencia que
resulta difícil saber si el fin de la ocupación se debió a las actividades del ejército
extramuros o a las acciones de las milicias dentro de Japé. Lo importante es que, a fin de

-183-
cuentas, las fuerzas del Sur finalmente capitularon y entregaron la ciudad al soberano del
Papiro.
Tras rendirse, los jefes de Japé fueron ajusticiados en nombre de la fe, y los clérigos
de la ciudad puerto celebraron la venida de su salvador.
La noticia del asedio se supo en Nekeb demasiado tarde como para reaccionar. La
caída de Japé llegó a oídos de Pe Thaqotep, quien reaccionó señalando secamente: “nos da
igual, un día la recuperaremos”, convencido hasta los anillos que la profecía sería cumplida,
hiciera lo que hiciese.
La nula resistencia opuesta por Japé provocó a Totjenemet III una pérdida de apenas
una veintena de soldados, que cayeron en realidad durante la travesía por enfermedad -para
los que, como dictaba la regla entre la milicia, no había medicina o doctores que les
atendieran-. Vagamente extrañado por la ausencia de respuesta del Sur, Totjenemet III
sonreía desde la casa mayor de la costera ciudad de Japé, contemplando el atardecer y el
magnífico puerto que se alzaba a lo largo de la ribera del Misterioso.
-Este lugar es bello -dijo a Jufu-. Y lo es más aún, desde hoy.
Mientras se deleitaba con el paisaje del mar abierto que se extendía majestuoso y
sereno, indiferente a las pasiones de los hombres y casi dispuesto a ignorar las quillas que
lo acariciaban impávido y silencioso, el rey intuyó que las cosas en Nekeb estarían muy
liosas, concluyendo que una invasión a Thásire, vecina occidental de la recuperada Japé,
resultaría tan sencilla como atarse las sandalias. Compartió esta opinión con el general Jufu,
que le acompañaba en la terraza de baldosas de cerámica bellamente irisadas, recibiendo
como respuesta un sí ansioso. Totjenemet III decidió esperar la jornada siguiente. Gozaba
arrobado con el panorama y el clima de Japé. Disfrutaba con las níveas murallas teñidas del
bermellón característico con que el astro rey patinaba los objetos del mundo en el ocaso, y
con las distraídas mechas verduscas ondulando sobre las espigadas palmeras, en una tenue
danza milenaria. Mientras, una voluta de humo se levantaba tímida desde la fragua de cobre
al este de la ciudad, revelando que en ese sitio también bullía la vida humana.
Tapices multicolores se desplegaban en techos y puertas para ser secados por la
cálida brisa y adornar las paredes albas de casas y tiendas, añadiendo toques sobrios de
color. Los trabajadores del puerto terminaban la jornada y pocos peones cargaban los
últimos carros con telas, odres, inciensos y herramientas, cerdos faenados, aves y pescados.
Reemplazaba al rumor del día el compás de espera que invitaba a los obreros a recogerse y
descansar.
El rey se durmió allí, reclinado y gozoso con la vista panorámica de la hermosa Japé
y el triunfo, para despertar al amanecer con el ruido de la actividad. Su tropa se preparaba
para la marcha desayunando miel batida en leche, fruta y carne de cerdo que sobró del
banquete de la noche anterior con que celebraron la conquista. Algunos terminaban sus
oraciones matutinas, otros se afeitaban o esparcían el aceite de semilla de dátil, desodorante
muy usado entonces, y los menos limpiaban sus armas. Se desperezaban pesadamente,
sintiéndose algo recelosos, como caminando entre enfermos infecciosos. Íntimamente se
preguntaban si le verían la cara al ejército enemigo, al que conocían como aguerrido y
despiadado, y aunque sabían que pronto ocurriría, les asustaba ignorar cuándo.
Totjenemet III mandó un grupo de reconocimiento al oeste, hacia la amplísima
Thásire, un puerto casi libio, cosmopolita, desordenado y repleto. Hordas de pueblos
nómades copaban las costas del otro lado del Gran Mar, y sus exóticos bienes se transaban
en Thásire más y mejor que en ningún otro lugar de Shemia.
El puerto no parecía un punto estratégico para la guerra, pero en sus atalayas
flameaba la bandera del Loto, y su incorporación al Papiro eliminaría el riesgo de un ataque

-184-
sorpresivo desde occidente. A Totjenemet III le preocupaba mantener el ritmo del conflicto,
y si conservaba la iniciativa, se aseguraba de restringir las posibilidades del enemigo. Tenía
entre todas sus expectativas que el Alto Shemia imaginaba un ataque directo al sur, y
cambiar el escenario le agradaba. Prefería ser imprevisible aunque se alejara del centro de
la guerra, forzando la confusión en las líneas rivales.
La lenta marcha del grueso del ejército de Totjenemet III, a la espera de las
novedades de los avanzados, fue plácida y distendida. Caminaron por las costas del Gran
Mar, pescando sus delicias y disfrutando el soberbio paisaje, que contrastaba la amarillenta
sequedad con la profunda frescura del agua que se abría inexorable a su derecha. Al cabo
de ocho días de caminata, recibieron al primer vigía que regresaba con buenas nuevas:
Thásire estaba tan o menos protegida que Japé, y alertados en secreto de la presencia del
dios-rey del Papiro, los habitantes de la ciudad hicieron lo imposible por incomodar la
estadía de las tropas del Loto. Sin cambios en la táctica, Totjenemet III disgregó sus fuerzas
y las puso al mando de decenas de shoshiqes, cuya misión consistía en atacar de noche con
objetivos cortos y precisos. Matarían uno o dos soldados y se marcharían. Total, Japé y el
mar proveían al numeroso pero desperdigado ejército mientras la campaña por Thásire se
desarrollara. Tenía paciencia Totjenemet III, convencido que la frecuencia con que cae la
gota horada finalmente la piedra.
Tomó mucho menos que en Japé. Descorazonados por el abandono, los soldados del
Alto Shemia destacados en Thásire se rindieron sin presentar batalla. El jefe de la casa
mayor del puerto salió caminando para encontrarse con uno de los generales del rey
implorando clemencia para sus hombres. Totjenemet III mandó decapitar al jefe y perdonó
la vida a sus soldados.
Tras la captura de la región de Japé, el Alto Shemia ya no podía ver el Gran Mar. Al
rey del Bajo Shemia libre le bastó un año para completar la primera etapa de su ideario
bélico.
-¿No es lindo ver cómo funciona la guerra religiosa? -preguntó a Jufu el rey.
-Eres un dios, Totjenemet -le contestó con honda reverencia el general.
-Me parece que deseo regresar a Japé luego de poner a Thásire en orden.
-Así se hará, rey. Dejaremos un destacamento y permitiremos restaurar el linaje de
jefes de la casa mayor. Te presentaré al futuro jefe, Khaipabal, hijo de Khaial, acriminado
cuando el Alto Shemia conquistó la ciudad. Es un prominente escriba y comerciante, será
muy buen jefe y además nos ayudará porque los habitantes verán la reconquista con buenos
ojos.
-Eres una fiera diplomática, Jufu.
-Gracias, rey.
Como para cualquiera que un día pusiera sobre su cabeza la corona real, fuese ésta
el albo cono del sur o la colorada toca nortina, cierta clase de maldición pronto se operaba
en su vida. La felicidad, según parecía, quedaba restringida al que oraba sin conquistar y
obraba sin asesinar, dejando los grandiosos proyectos en manos de otros, pues aunque el
miserable se queja toda la vida el rico y poderoso no se queda atrás.
Pues bien, Totjenemet III lograba recuperar para la liga un vasto territorio y también
se hacía de los loores y congratulaciones de cuanto bajoshemiano reverenciara su presencia.
Había pocas razones para que el afeminado rey sintiere desánimo o disgusto en tanto viera
en cada rincón de su extendido reino gratitud y cariño.
Pero tanta felicidad contradecía el rigor de la mentada maldición -o lo que fuera- y
pronto Totjenemet III debió probar un sorbo de la infelicidad reservada al Perhó. A causa
de la pena, la hermosa Ihé, madre de Totjenemet III y abuela de Thaqotep, perdía su deseo

-185-
por vivir. Contribuyó con la construcción del país del Sur viéndolo crecer desde su
comienzo. No había pedido al rey del Papiro que detuviera el conflicto porque sintiera
humanidad por los hombres que mueren en la guerra, sino porque intuía que pronto el hijo
y el nieto derramarían más sangre de su propia sangre, como hubiera ocurrido ya con Ity,
Sikhu y Netikerty. Una angustia que acrecentó la profunda herida que la arrastró desde su
amada Nekeb hacia el exilio.
Ihé se recostó amargada en su cama en el templo de Butó, sufriendo el desgarro de
la muerte que la llamaba. Recordó el amor de Thak y el corazón se le apretó.
-Adiós, Pasheri -susurró la madre despidiéndose de Totjenemet III. Sus
pensamientos se inundaron de la figura de Ity, de Totjenemet II, de la llegada a Nekeb.
Llegaba su fin y como una luz en el centro de su comprensión apareció la figura del hombre
que amó toda su existencia.
-Llévame contigo, mi dios -lánguidamente, sus brazos cedieron. La piel envejecida
se crispó y su mirada, antes inquisidora y con un brillo deslumbrante, se apagó lentamente.
Ihé se dejó llevar por su dios, como un sacrificio benigno. En el silencio de la alcoba vacía,
la reina madre respiraba por última vez en este atribulado mundo, y su pájaro Ba emprendió
el vuelo rumbo a su dios Thak.
Al cabo de un par de semanas, Pe Thaqotep, soberano del país del Loto, se enteró de
la caída de Thásire por medio de una embajada enviada por el propio Totjenemet III, en la
que advertía la intención de mantener el control de la región, un país por sí solo, por lo que
cualquier intentona sureña sería repelida con energía y determinación.
-No vale la pena guerrear. Esto está escrito -dijo por toda respuesta Thaqotep el
Escorpión. En su afiebrado corazón solamente fluían imágenes de asesinos que le
perseguían, mientras él erguía su aguijón cargado de veneno esperando el momento
oportuno para atacar.
Sispeh se reunió con Thaqotep ese mismo día. Encerrados en los aposentos del rey,
el general conversó abierta y sinceramente con el joven.
-Rey, sabes que nunca quise las guerras -le dijo. Thaqotep, callado, miraba el vacío-
¿Qué harás?
El soberano se mantenía silencioso, como fraguando un plan. Sus ojos no brillan
como los de su padre Ity, notó Sispeh. Pethá, el hombre que sin ser perhó fue dios, también
desbordaba de su mirada una luz interior, según contaba Speh, su padre. La formación de
una dinastía con dos buenos reyes bastaba, y que a la tercera generación le haya ido tan mal
sonaba, por así decirlo, esperable. Sikhu, muerto en batalla, ansioso por una victoria que
tenía en la mano y que derrumbó apenas él cayera derrumbado. Netikerty, la bella chica de
cara redonda y ventanas abiertas por ojos, huyó por su vida para hallar la muerte, y su
cabeza rindió las armas del ejército en el norte, en tiempos en que la grandeza del Alto
Shemia tenía poca discusión. Su caída fue catastrófica, tanto cuanto por las derrotas
militares como por la ascensión del rey Escorpión, Thaqotep. Según Sispeh, la infamante
derrota en Buba no bastaba para asegurar que Thaqotep representaba lo peor que podría
pasarle al Loto. Asumió el solio a partir de la muerte de la mujer que amaba, hecho que lo
dislocó por completo. Las sospechas del crimen de todos los hijos de Pe Ity recaían
indiscutiblemente sobre Thaqotep, aunque nadie osaba denunciarlo a viva voz, y el visir
sabía por qué. Esta absurda locura que apagaba el brillo del otrora alegre y querido príncipe
arrastraba al reino al mismo estado blando y resignado que mostraba el nuevo perhó.
-Es por la profecía -musitó Sispeh. Thaqotep permaneció un buen rato en silencio
como si no prestara atención al visir, hasta que salió de su ensoñación y le habló.

-186-
-¿Hay alguien en este mundo que pueda cumplirla, salvo yo? -preguntó arrogante
Thaqotep. Sispeh comprendió que sus suspicacias respecto del crimen de los hermanos
menores del rey se aclaraban completamente.
-¿Por qué lo hiciste? -le preguntó.
Thaqotep se humedeció los labios, saboreando la pregunta de Sispeh.
-“Al final, tu hijo…”. La profecía nos quería matar a todos, hasta que el último de
ellos fuera quien la cumpliese, ¿o no lo ves?- Thaqotep dijo estas palabras con aire triunfal,
como si con ellas hubiera borrado de un plumazo todas las nubes del cielo.
-¿Y si te equivocas?
-Eso es imposible.
-¿Por qué?
-Simplemente porque yo soy el perhó.
Sispeh fustigó a Ity cuando éste vivía entre los hombres, acusándole de
sobredimensionar su título. Veinte años después oía del hijo la misma frase y sentía la
misma indignación.
Salió del edificio principal de Nekeb desamparado concluyendo que Pe no sólo
había sido capaz de dar muerte a sus ocho hermanos, sino que mantenía un estado de terror
en su país debido a sus permanentes sospechas de conspiración y, además, el enemigo
arrebataba las tierras del reino sin que éste opusiera resistencia alguna para evitarlo. Encima
de todo, cavilaba Sispeh, Thaqotep pensaba que sin moverse de su trono, al fin sería
investido con las dos coronas sólo por una estúpida profecía mal interpretada, de acuerdo
con el juicio que se había formado luego de estudiar con detenimiento el papiro de Thak.
Según el testimonio del primer líder del país, en la lectura del antílope -la primera
caza en la nueva tierra- apareció la orden de agrandar el territorio. Mucha gente visitaría el
país, habría más ciudades. Entonces Thak habría preguntado por la otra Shemia, y la
respuesta la daría Senbi, refiriéndose al hijo del hijo. Se configuraba así la profecía. El
padre crearía el país, el hijo lo expandiría. Pero la última orden, referida al hijo del hijo, se
tornaba confusa, y Thak admitió en el papiro que ninguno de los padres de la patria pudo
entenderla. Entonces él aclaró las cosas, diciendo que había un país al norte de Shemia con
el mismo nombre. De lo poco que pudo entender Sispeh en el texto de Thak, rescató
aproximadamente lo siguiente:
«Las cosas tienen su reflejo opuesto. El mundo como lo conocemos siempre trae
dos. Un día y su noche, el frío con el calor, el norte y el sur. ¿Qué es un dios, sino alguien
que reúne los reflejos? El dios será el que una ambas Shemias. No seré yo, eso es
imposible, mi existencia es efímera al lado de la misión de mi país. Senbi ha tenido la
inspiración de extender el reinado de mi familia por generaciones, asegurando la estabilidad
del país a través de mi descendencia. He de encontrar una mujer que me dé al menos un
vástago, que a su vez tendrá hijos que también engendrarán descendencia. No tendré
capacidad de dar mujer al hijo de mi hijo para crear al dios que unirá los reflejos del
mundo, pero seguro cada quien entenderá su papel en este tablero.»
Entonces, resolvió viajar al norte a sabiendas que si había que interpretar la
profecía, él podría encontrar un enfoque novedoso que corregiría el sino del Alto Shemia.
Le bastó terminar de bajar la larga escalinata de la Casa Mayor para dejar fraguado su plan.
En Ineb Hed permanecía aún Nármer, el hijo de Thaqotep y Netikerty, que ya tenía
nueve años, bajo el cuidado amoroso de los sacerdotes de la pequeña ciudad. El niño había
salvado su vida en el momento que Totjenemet III tuvo la cabeza de su madre en las manos,
porque apenas logró su objetivo, dio media vuelta y dejó de asediar la villa. Como el rey

-187-
del Papiro tenía otros planes, todos los que quedaron dentro de las murallas de la ciudad
respiraron aliviados.
Se completaba el año cuando Sispeh entraba en Ineb Hed. Las fiestas de la cosecha
concluían y los obreros dejaban la labor agrícola para dedicarse a tareas alternativas
mientras nada podían hacer con la tierra. Fabricaban ladrillos, tejían, forjaban o curtían. Ya
tendrían ocasión de preparar los suelos para un nuevo riego del buen río. Ineb Hed, pese al
ataque precedente, seguía su ritmo acelerado de transacciones, lo que alivió a Sispeh, que
observaba consolado que la gente continuaba su vida como si Totjenemet III no hubiera
pasado por ahí tres años atrás.
Se adentró en la casa mayor del pueblo para reunirse con el sacerdote a cargo de la
tuición de Nármer y enterarse de la salud del niño, el estado de las cosas y si habían
recibido la ingrata visita de soldados enemigos. Todo, según relató el sacerdote, marchaba
en calma en la apacible llanura que se extendía en todas las direcciones de Ineb Hed. El río
había sido benévolo, aunque poco pudieron hacer con la repesca, pues Totjenemet III,
eficientemente sincronizado con el Misterioso, había desatado su ataque justo cuando la
gente estaba en la cosecha, aprovechando la inquietud generalizada. Después del trágico
episodio que costara la vida de la reina y muchos soldados, el horizonte se cerró para la
milicia enemiga y desde entonces no volvieron a ver hombres armados del Papiro.
Enterado de la marcha de las cosas, Sispeh fue a ver al pequeño Nármer, un chico
hermoso para sus ojos. Lucía la cabeza rapada salvo por el mechón que surgía del parietal,
bien asido por delicadas argollas de marfil. Tenía una mirada redonda de aceitunas
vidriosas y sus facciones, aun a esa edad, mostraban un carácter algo taciturno. Se reía un
poco e investigaba seriamente su entorno. Un chico sano, maduró Sispeh, perfecto para su
plan.
Totjenemet III, en tanto, había conquistado prácticamente todo el abanico en que se
abría el Misterioso, a excepción de las menos codiciadas regiones del Thusi, donde se
enclavaba la ciudad homónima, y la de Buba, donde se producía una intestina lucha
religiosa. Creyó más conveniente continuar la espera, para volver a coincidir con las
actividades agrícolas de las ciudades que seguían en su camino, con el fin de causar el
mismo efecto que antes. Tenía mucho de estratagema militar, pero también creía
Totjenemet III que esta táctica de coincidir con el río le confería un carácter religioso a su
campaña, como si su llegada conjunta con el desborde fuera más una llamada divina que
una acción humana. Se retiró a Japé con su contingente personal, para descansar allí un
tiempo, y mandó crear un sinnúmero de fortalezas y postas con las cuales desmantelar la
red de comunicaciones del Alto Shemia en la región noroccidental del país, y también para
asegurar la defensa de las fronteras del Papiro.
-Rey, ha llegado un mensajero desde Butó -indicó un sirviente, con la voz trémula,
casi deseando no haber tenido que hablar. Totjenemet III asintió, el sirviente salió y luego
entró el mensajero con el rostro tan sombrío como la voz del sirviente.
-Iwemhotep, rey. Perdóname, pues no tengo el coraje para hablarte. Mis señores han
preferido que el mensaje al rey fuera enviado por escrito -de su morral extrajo un elegante
rollo de papiro y lo entregó en las manos del soberano-. Oh, dios, cuánta es mi cobardía,
que siento un doliente alivio al cederte el mensaje sin tener que decirlo en voz alta.
Usualmente, tanta alharaca habría provocado a Totjenemet III decir algo gracioso,
pero comprendió rápidamente que el documento contenía una amarga información. Suspiró
y desenrolló el papiro, cerró los ojos un instante copándose de aplomo mientras con un
veloz pensamiento se preguntaba cómo preparar el alma para una noticia desconocida

-188-
aunque decididamente funesta. Tras intentar despejar sus ideas, abrió los ojos y leyó en
silencio el texto.

“Hor de Shemia: ayer el apotecario ha vuelto a visitar a tu reina madre


Ihepejator [nombre oficial de Ihé] y la ha visto muy delicada de salud, y le ha
recetado algunas hierbas y emplastos para mejorarle el ánimo y espantar a los
demonios que le consumen el cuerpo, mas no quiso adelantar un juicio sobre su
verdadera condición, pero parecía evidente que reservarse el diagnóstico revelaba
una realidad horrenda, que más tarde se verificó del todo. El apotecario decidió
visitar a tu reina madre otra vez en la tarde, mostrando con esa decisión cuán
grave era la situación. Al final del día, y con el alma acongojada de una forma que
nunca he sentido, debo notificarte que tu reina madre Ihé de Nekeb, Jator [madre]
de Hor, la Ast de Shemia, ha dejado partir su Ba.
Nos hemos preocupado por hacer un rito correspondiente al altísimo rango
que los Padres otorgaron a la reina madre Ihepejator, y lloramos tu ausencia pero
nos alegramos que el rito que ya ha comenzado la reunirá con los Padres.
Tuyo,
Ahutep.

El rostro del soberano palideció, su cuerpo tambaleó ligeramente y luego sus manos
soltaron el papiro. Observó al mensajero como rogándole una explicación, pero éste
permanecía hincado y con la cabeza gacha. Un frío polar recorrió su espina dorsal y sintió
una tensión agobiante en el pecho. Unos ladrones habían asesinado a su padre cuando
Totjenemet III contaba cinco años de vida. Crecido ya, se lamentaba de no haberle
conocido mejor y su corazón se oprimía cuando recordaba que Totjenemet el Segundo
había muerto muy lejos de él. Ahora, su madre estaba muerta y de nuevo el hijo se
encontraba en otro lugar sin posibilidades de volver a verla. Igual que con el padre,
Totjenemet III no pudo recordar las últimas palabras que compartiera con ella, y se sintió
solo en el mundo, percepción acentuada por la singular distancia que le separaba del
mensajero postrado a sus pies. No se conocían y el extraño le pareció al rey más extraño
aún, lejano, ignorante de su propia soledad y tal vez, pensó, carente de todo interés o
sentimiento por la devastadora pérdida que lo atenazaba tras leer el papiro de Ahutep. ¿A
quién tenía en este mundo ahora que Ihé había muerto?
Desde que se convirtió en rey de Butó, Totjenemet III había contado con la
presencia y el consejo de su madre, que actuó como corregente del perhó, y cuando el joven
monarca tuvo criterio, la sabia mujer dio un paso atrás para dejarle asir las riendas del
gobierno, aunque nunca le abandonó del todo. Totjenemet III sometía cada decisión a la
evaluación de Ihé de manera que resultaba adecuado decir que a Butó la regían dos reyes, o
mejor dicho, una reina y un rey. A diferencia de lo visto en tantas ocasiones en otras
ciudades, en Butó no hubo envidias ni luchas palaciegas y el tándem madre-hijo gobernó en
perfecta armonía, quizá porque ambas almas perseguían los mismos horizontes o porque los
dos sentían un peculiar abandono del mundo, ella desde que dejara Nekeb, él cuando su
padre murió.
La relación entre ambos no sólo mantuvo un robusto equilibrio en materia política.
En la intimidad de la familia, madre e hijo se prodigaban gran afecto y comunicación
profusa, aprovechando todos los momentos que el ejercicio del poder les permitía para
conversar animadamente de asuntos trascendentales y también de temas bien pedestres. La
guerra, sin embargo, los había distanciado, tanto cuanto porque la reina madre provenía de

-189-
las tierras del enemigo, como porque Totjenemet III debía ausentarse con extraordinaria
frecuencia a causa de las presiones del asunto.
El rey pasó la jornada solo en la habitación regia de la casa mayor de Japé sin
contactarse con el exterior derrumbado en la cama. Un cúmulo de recuerdos y emociones se
arremolinaron en su corazón, y el peso de semejantes sentimientos le impidió siquiera
levantarse durante todo el día.
En especial, pensaba en el Alto Shemia. Aun por un instante, creyó que la guerra
con ese país había minado la salud de Ihé, y por ese mismo instante odió el conflicto. Poco
a poco y con gran dificultad, Totjenemet III ordenó sus pensamientos, y por último decidió
que le tenía harto la guerra, así que, bien entrada la noche, salió de su cuarto y se dirigió a
los aposentos de Nersis para comunicarle su intención de refrenar el avance del Bajo
Shemia libre.
A raíz de estos hechos se produjo una paz no arreglada entre los dos países, cuya
duración se extendió alrededor de un lustro. Ni Totjenemet III ni Pe Thaqotep intentaron
quebrar ese estado de tregua. Los soldados del Norte fueron reciclados y llevados a las
ciudades reconquistadas para hacerse cargo de las tierras o la seguridad, mientras que la
alicaída fuerza militar del Sur se entregaba casi exclusivamente a miserables querellas
internas que la desgastaban progresivamente.
Totjenemet III sospechaba que el Loto fraguaba un plan para regresar a la carga. La
población del Bajo Shemia, menos proclive a la guerra y más integrada con los pueblos
salvajes de sus alrededores, según su opinión, llevaría las de perder en una guerra frontal.
Además, pensaba que un buen tributo a su madre sería cesar el combate con los
compatriotas de la mujer. Prefirió entonces dedicar el tiempo tras el final de la primera
etapa a robustecer las líneas defensivas y no aventurarse a nuevas conquistas. Untar la
mantequilla sobre demasiado pan hace desaparecer la mantequilla, decía a los generales,
aunque en lo personal pensaba en esa decisión más como un obsequio póstumo a Ihé de
Nekeb.
Por otra parte, el rey ya sentía el impacto de las acciones de Sisobek de Deba en el
norte. Su proyecto de alianza comercial con los pueblos del Gran Mar redituaba, y para
cuando Totjenemet III controló Thásire, todos los productos provenientes de los barbudos
del otro lado del Gran Mar entraban exclusivamente por el puerto de Akhá -en el extremo
oriental del país- hacia Deba, que tenía suficiente influencia religiosa como para no ser
molestada si quería imponer cambios en las reglas del trueque. La piratería y los ikos,
además, hacían su parte, deteriorando el transporte de productos y personas dentro del
reino, tan astutamente controlado por Sisobek, que Totjenemet III debió regresar, no tanto
porque temiera una reacción del Alto Shemia, sino porque los problemas internos lo
agobiaban. Tal como quiso el astuto Sisobek, sus planes jalaron a Totjenemet III hacia
abajo impidiéndole crecer en prestigio. De cierto modo involuntario, Sisobek había cedido
una útil mano a sus antiguos hermanos del Sur.
Thaqotep, en tanto, mantenía el mismo estado del país. Todo lo desdeñaba. Ante los
requerimientos furibundos, soterrados o diplomáticos de sus generales para reiniciar un
ataque contra el Papiro, el soberano los despachaba sin respuestas, rematando las peticiones
con un “lo pensaré”, aunque luego las botara sin darles importancia, centrado en sus
intrigas inexistentes.
Los años de paz acentuaron la permeabilidad de la frontera entre el Alto y el Bajo
Shemia. Cada vez con más asiduidad se veía en ciudades de un país costumbres del otro y
los hábitos se repetían, tanto en lo relativo a festivales y celebraciones, como en comidas,
pensamiento religioso o ideas políticas. Incluso la moda de los monumentos decapitados

-190-
impuesta por la enajenación de Thaqotep se exportó a sitios tan lejanos como Akhá o la
misma Butó. Al fin, el sueño de Ity de convertir Shemia en un solo país se estaba
cumpliendo y la guerra parecía sobrar. Alguna vez, Pe Netikerty pensó que su país se
inclinaba demasiado por la guerra, que sus jefes se mantenían solamente dedicados a
planear la repartición de tierras provenientes de la conquista y que la gente común no
vibraba con otra cosa distinta que la captura de una ciudad. La angustiaba que la actividad
cultural, el desarrollo arquitectónico y la ampliación del culto hubieran quedado relegados
mientras ella poseía el trono de Nekeb. Luego de morir, la tregua lograba para el Alto
Shemia lo que ella tanto anheló cuando vivía.

-191-
Capítulo Decimocuarto

Para cuando Nármer cumplió sus diez años, la realidad del Alto Shemia había
cambiado a algo parecido a como quería su madre que fuese, aunque Pe Thaqotep el
Escorpión nada hizo por provocarlo. Los puertos bullían de actividad como nunca, se
elaboraban más odres y vasijas, las curtiembres fabricaban más pergamino y los escribas
copiaban cada vez más textos de cada vez más temas. Las ciudades comenzaron a redactar
bitácoras, se volvió a emplear contadores sagrados que medían el crecimiento urbano y
contaban las semillas. En fin, todo regresaba a un estado de civil desarrollo, sin que la
guerra asomara sus narices en ningún lugar en toda Shemia, aunque la gente ya no sonreía
como antes de la muerte de Ity.
El visir Sispeh, alejado de su Pe, vivía permanentemente en la casa mayor de Ineb
Hed, dedicado únicamente a enseñar a Nármer, el hijo del perhó, heredero de su padre.
Consciente de la incapacidad de Thaqotep de formarlo en las cosas del Estado, Sispeh se
hizo cargo del muchacho con el fin de impedir que la corona pasara de un loco a un
ignorante. Harto daño había sufrido el país bajo los reinados de Sikhu, Netikerty y del
propio Escorpión, como para que encima el siguiente soberano resultara otra total
desgracia.
Adoptó, pues, con la misma energía con que hiciera años ha con Netikerty, la
formación del nuevo Pe, incluyendo toda clase de materias que consideraba relevantes.
Geometría, aritmética, escritura, adiestramiento físico y religioso formaban parte de las
clases que los distintos sacerdotes y escribas dictaban al joven príncipe. Sabiendo que su
interpretación de la profecía podía ser correcta, Sispeh dedicó todo su tiempo a moldear al
futuro soberano del Alto Shemia. El visir confiaba que cuando los Padres llamaran a
Thaqotep el siguiente paso sería desvelar la verdad de la profecía -a alguien a quien le
importara- y calzar el cono real en la cabeza del joven Nármer; le asistía la certeza que Pe
había perdido el juicio.
De hecho, Thaqotep había olvidado, en su regio ostracismo, que existía un sucesor,
y poco le hubiera importado. Su interpretación personal de la profecía en que el hijo del
hijo unificaría las tierras, es decir Shemia, hacía incuestionable que él, como el último de
los hijos, muertos los demás descendientes de Ity, sería el unificador. Por eso, nada le
incumbía demasiado. Ya no había preparativos bélicos y el ejército se avinagraba,
acentuando las trifulcas entre los generales, propietarios de enormes extensiones de fértiles
tierras, cuyos bordes continuamente removían para sacar una tajada más en desmedro de
otro, que a su vez se querellaba. Sus minúsculas guerras los mantuvieron entretenidos, y el
rey nada hacía para evitarlas, suponiéndolas adecuadas al dar continuidad al entrenamiento
militar para cuando los dioses anunciasen el momento de cobrar la unificación divina a la
que el Escorpión se creía destinado.
Thaqotep se encerró en su palacio y perdió contacto con el exterior, seguro que las
fuerzas del Alto Shemia conservaban la gloria invicta de antaño. Sus mapas personales aún
no modificaban la frontera con el Bajo Shemia, y juraba que las regiones de Japé y Thá Nis
seguían perteneciéndole, por lo que dibujaba su país con una enorme superficie en
comparación con la patria de Totjenemet III.
«Nuestras huestes cargarán con facilidad al centro de Busiris y destruirán toda
resistencia, tanto de Wosret como de Totjenemet el Tercero, separando al enemigo en dos
pedazos mucho más sencillos de recuperar», anotaba. «Una vez instalada la capital del Bajo
Shemia en Busiris, nuestros dioses abrirán las rutas para la conquista de la provincia vecina

-192-
al Sinaí -al este- y de la provincia vecina a la Libia -en el oeste-. Bastarán los miles de
miles de soldados que el Escorpión dirigirá en ambos caminos. Caerán por la gracia de
Hor». Escribía y reescribía sus designios compulsivamente. Cuando erraba en un carácter,
se azotaba con una varilla la mano castigándose por su estupidez, como a un discípulo,
emulando la época en que oficiaba de tutor cuando reinaba su hermano Sikhu. Como su
demencia lo hacía equivocarse con frecuencia, tenía sus manos amoratadas, hinchadas y
llenas de costras.
Al pueblo le preocupaba el estado de salud del soberano. El Alto Shemia progresaba
poco y durante esa década de paz el desarrollo se movió irrefrenablemente hacia el norte.
Las ciudades fronterizas con el Bajo Shemia mostraban algo de crecimiento, mientras que
al sur la pobreza, la desazón y la falta de mantenimiento de los pueblos revelaban un país
agónico, estancado y sin espíritu de superación. Los consejeros, aprovechando el momento
de confusión, olvidaron su rol de ayudar al rey y se enriquecieron a costa de los menos
influyentes, aportando al desastre con su avaricia ilimitada. La corrupción, un término
desconocido para ellos, amantes de la cooperación y el mutuo beneficio, aparecía
tímidamente al principio, pero con los años se transformó en el motor que movía las
decisiones. Se construían o refaccionaban casas para los consejeros; los caminos que se
allanaban unían las tierras de cultivo con las propiedades de los consejeros; las forjas
fundían cobre y los artesanos tallaban basalto para los consejeros; en fin, todo cuanto podía
hacer un obrero, en cualquier oficio, debía hacerlo para los consejeros, dueños de la tierra
y, por tanto, de los cereales y el ganado, con los que apretaban el lazo alrededor del cuello
de los demás. El rey se desentendió del problema, concentrado únicamente en sus
fantasmas y en esperar la señal que le indicara cuándo se adueñaría de los dos países.
Todos los miembros de la vieja guardia de Ity habían muerto, menos Sispeh. Nadie
quedaba en Nekeb con fortaleza moral o ascendencia sobre Thaqotep para levantar la voz.
El general Ohté, paladín de la ética altoshemiana, habitaba incluso antes de la decapitación
de Netikerty, en Buba, ciudad que finalmente cedió a la presión religiosa de Butó para
despegarse de Nekeb apenas un año tras la partida del obeso y exitoso general sureño,
transformándose en una pacífica reconquista para Totjenemet III. La aguerrida y
comprometida existencia de Ohté contrastaba cruelmente con el nulo homenaje que se le
hizo al morir. El tumor que le apisonaba la barriga se ramificó mientras continuaba dando
órdenes a sus soldados, sin detenerse, quizá creyendo que la actividad alejaría a los
demonios que le carcomían la tripa. Finalmente, cuando vio la muerte ante sus ojos, el
eximio general de Shemia declamó sus últimas palabras para que uno de sus lugartenientes
las dejara escritas.
«He dado instrucciones precisas para que mi funeral sea el de un altoshemiano de
casta tradicional y fe pura. Anhelo para mí que se me recuerde porque nunca dejé de
trabajar por mi patria y mi religión. Abandoné familia y ambiciones personales en función
solamente de la grandeza de Shemia, y si nunca cometí fraude y di de beber al sediento, lo
hice porque está escrito en la ley de Senbi, en la ley de Thak.»
En efecto, el de Ohté representó uno de los últimos entierros basados en la antigua
fe de los recién llegados a Nekeb. Su cuerpo fue dividido en varias partes, cada una de ellas
almacenadas en distintas ánforas y finalmente enterradas en Buba. Menos de un año
después, los shoshiques de Buba se rindieron a las presiones de los sacerdotes y de las
milicias civiles de la ciudad, eliminaron las sanciones de la docena primero, y después
accedieron a permitir levantar aras en nombre de los dioses locales. Por último, una
embajada salió de la urbe con rumbo a Butó, declarando que Buba regresaba al Bajo
Shemia y que en adelante tributaría a Totjenemet III. Cansados de tanto lío y de la falta de

-193-
apoyo desde el Sur, los oficiales apostados en la ciudad dejaron partir a la embajada, se
despidieron cordialmente y abandonaron Buba para dirigirse al Alto Shemia, rindiendo la
ciudad sin ofrecer combate.
Petuk, el general aventurero finalmente se estableció cerca de Ineb Hed, para morir
un par de años después, tras perder una pierna durante una batalla sostenida contra un
destacamento del “ejército rojo” del Bajo Shemia por un pedazo de tierra que a nadie
importaba. Incapaz de servir las armas, Petuk se retiró y fue a parar a Kaún, junto a
Menqethotep, quien contrajo una enfermedad provocada tras tener sexo con un escultor.
Viscosas y fétidas escaras se reprodujeron desde su bajo vientre invadiéndole el cuerpo
entero. Una vez reunidos los dos camaradas, Menqethotep pidió a Petuk un último favor,
que fuera concedido cuando el mutilado aventurero decapitó a su gran amigo. Con el paso
del tiempo, el dolor de la acción cometida llevó a Petuk a un estado de desesperanza que
minó su salud al punto que ya no comía o rezaba y, según se dijo en Kaún, su vida se apagó
lentamente, como lo hacen las estrellas cuando sale el sol, hasta que un triste día de bruma
matinal el pájaro Ba de Petuk se marchó a la otra vida para que su dueño descansara de
ésta.
Sispeh, por su parte, había decidido abandonar al rey, confiado que un día la cordura
llegaría al país, y se volcó por completo a instruir al futuro dios, Nármer, en Ineb Hed.
Aunque viejo, el visir conservaba la fortaleza de corazón para creer en el futuro, rogando
frecuentemente que los dioses se involucraran, llamando de una vez por todas a Thaqotep a
su lado.
En esta atmósfera angustiosa y decepcionada, el rey Pe Thaqotep finalmente tomó
una decisión frente a la cuestión de la guerra. Había terminado el mes de rituales del
solsticio y el soberano concluía sus abluciones cuando le llegó el mensaje divino que
esperaba. Thaqotep salió del palacio corriendo hacia la ribera del río, alertado por un fuerte
viento que levantaba olas que corrían rumbo al norte con frecuencia constante, un
comportamiento peculiar del Misterioso. Creyó que los dioses le indicaban el comienzo de
la marcha río abajo, como las olas. Así hizo.
Visiblemente recuperado de la enfermedad que le alejó de este mundo por tanto
tiempo, se operó en el rey un cambio radical, volviéndose animado y concreto. Como quien
ha esparcido ya sus maquillajes en el rostro, mostraba un semblante diferente esa mañana
de viento, muy dispuesto y animado. Llamó a Isasi, su sirviente personal.
Isasi, un jovenzuelo grave, parecía desear tener más edad que los quince que
ostentaba. De niño desechó todos los juguetes y los cambió por papiros. Leía tanto como
escribía, y su pasión por aprender lo convirtió en un mozo agrio y carente de amigos, pero
ambicioso. Buscó siempre la compañía de hijos de consejeros y de los hermanos de
Thaqotep, cosa que logró rápidamente, pues generalmente le apuntaban como una
influencia positiva. “Maat es fuerte sobre él”, decían. Aunque sus padres debieron
manumitirse durante un tiempo para cubrir una deuda con un consejero, él forjó relaciones
de alto nivel, incluso desde su más temprana pubertad. Intentó mejorar en cada disciplina y
excedía sus propias marcas en cada actividad que intentaba. Como cazador, aunque no muy
robusto, ponía empeño y porfiadamente daba con la táctica correcta, aunque en ello
invirtiera días o semanas. Aportó buenas ideas en la reconstrucción de la casa de sus
padres, destruida por el desplome de una estatua gigantesca del dios Buey -Hepu- cuando
debió moverse debido a que el rey, en su locura, pensaba que tramaba su asesinato. Los
torpes cargadores jalaron en la dirección equivocada y la cabeza de la estatua cayó en la
propiedad, arruinándola por completo -ello explica la deuda contraída por sus padres-.
También resultó ser un avezado contador y excelente escriba. De hecho, fue aprendiz de

-194-
Thaqotep cuando éste ejercía de tutor. Allí se conocieron y, cuando Netikerty asumió el
reinado luego de la muerte de Sikhu, Isasi solicitó al regio matrimonio desempeñarse como
sirviente en el palacio.
Fallecida la reina, Isasi se convirtió en lo más cercano que tenía Thaqotep a una
familia, y decidió extender el contrato de manutención, transformándose en chambelán. A
la partida de Sispeh mientras arreciaba la locura del soberano, Isasi asumió el poder tras la
cortina palaciega, mirando con placer la enorme influencia alcanzada.
El mayordomo real organizaba el día del perhó cuando éste le llamó para hablarle.
-Hablé con los Padres. Es tiempo -le dijo a Isasi.
Durante años, Isasi había investigado y estudiado con profusión los sitios de las
batallas donde el Alto Shemia había sido derrotado. Premunido de tales antecedentes, el
sirviente personal del rey descubrió la principal razón de tan abrumadoras victorias del
enemigo. Advertido de la resolución de Thaqotep de comenzar la campaña contra el Bajo
Shemia, Isasi explicó al rey las razones que facilitaron el triunfo de Totjenemet III pese al
inferior número de soldados de que disponía y le explicó la forma como revertir la
situación. El mayordomo se felicitó íntimamente puesto que, mientras su jefe alucinaba
imbecilidades con estatuas y fantasmas, él había trabajado incansablemente a favor del país.
Esas cosas son las que los dioses agradecen cuando uno muere, se decía. Indudablemente le
esperaba un lugar junto a los Padres en el otro mundo.
-Es el bronce -confirmó Isasi al Escorpión. Explicó que ese metal resultaba más
resistente que el cobre con que se forjaban las armas en Nekeb, por lo que cualquier
enfrentamiento con tropas enemigas sería inútil-. Es como luchar con hojas de papiro.
También presentó el plan para comprar armas a los pueblos del mar y para obtener
el material para fabricarlas ellos mismos. Además había adelantado el trabajo de conseguir
fuentes y expertos forjadores, y la transición del cobre al bronce les costaría poco tiempo.
Pese a la relación entre el rey y su sirviente, Thaqotep lo escuchó sin trasuntar
asombro o gratitud para con Isasi. Le miraba como lo más normal, suponiendo que su
hallazgo y la laboriosa planificación más bien parecía que le presentaba alfombras para
comprar. Le despidió con un ostensible desprecio y se encerró a meditar sobre cómo
abordar la nueva guerra a punto de declarar.
Isasi salió mascullando una rabieta. Le irritó que su rey hubiera ignorado por
completo su excelente plan pero, condescendiente, pensó luego que después de todo éste
salía recién de un estado de locura y que con el tiempo comprendería el significado y la
profundidad de la grandeza de su actuación en este episodio. Dejando de lado su molestia,
Isasi se llevó sus deberes para cumplirlos como él mismo los ideó. Despachó embajadas a
distintos puntos del norte, ocultas en caravanas comerciales o en clanes nómades de modo
de evitar cualquier suspicacia en el Bajo Shemia, y por mientras reunió algunos forjadores
para que visitaran a los conocedores de la fragua del bronce. En menos de un año Isasi tenía
la maquinaria bélica en funcionamiento y conseguía las primeras remesas del valioso nuevo
material.
Sin pérdida de tiempo, envió las armas de bronce a los destacamentos de Ineb Hed,
la ciudad más al norte que aún poseía el Loto, seguro que desde ese sitio se lanzaría la
carga contra Totjenemet III.
Éste, a la sazón, se encontraba sumido en un océano de problemas. La piratería lo
mantenía tan atareado que no lograba concentrar esfuerzos en armar nuevamente sus piezas
para la siguiente etapa de su plan de conquista.
Tuvo además que hacer frente a una revuelta religiosa, provocada por Sisobek en
Busiris, quien quiso que sus habitantes desearan ver convertido en dios a su antiguo rey,

-195-
Wosret, asilado por entonces en los templos cavernarios de Deba. Los planes del ex general
consistían en forzar a Totjenemet III a entregarse a fatigosas actividades que no rindieran
beneficios para el país, evitándole aparecer como un triunfador. La insidiosa actitud de
Sisobek sacudió a las esferas más conservadoras de Busiris, condenadas a la humillación de
la derrota después de liderar el país por décadas. Sin pensárselo, las camarillas de líderes y
aristócratas terratenientes plantearon vociferantes protestas, exigiendo que la figura de
Wosret, su rey desaparecido, se erigiera en el panteón nacional.
La antigua amistad que unía a Sisobek con Wosret tuvo un quiebre cuando aquél
resolvió crear la liga que ulteriormente significó la caída del rey de Busiris, ruptura
restañada cuando Sisobek le explicó que él no participó en el tinglado y debió aceptar la
liga con una daga en el cuello. Pero esa discusión nada tenía que ver ahora, le aseguró
Sisobek, puesto que la prioridad actual apuntaba a recuperar al prohombre para la grandeza
de toda la nación. Wosret, que no era avispado como Totjenemet III, cayó redondo en la
trama del jefe de Deba, y accedió a ocultarse, confiado en que pronto surgiría redimido,
para demostrarle al mundo entero con qué fibra están hechos los hombres nacidos para la
divinidad.
Otro elemento que coadyuvó en la crisis interina que afectaba a Totjenemet III fue
el comercio con los pueblos del mar. Emisarios, embajadas, obsequios y protestas sutiles y
violentas se despachaban cada día desde Butó, la capital del país, hacia el Gran Mar. El rey
se preguntaba por qué nada marchaba como antes, cuando los hombres blancos llegaban a
puertos como Odsiré o Japé, repletando las plataformas con vinos, armas o vasijas. Ahora
observaba contrito que desde hacía algunos años aparecían esos bienes desde lugares
desconocidos y con costos de trueque muchísimo mayores. Su inquietud no halló respuesta
pese al tiempo invertido en ello. El rey aseguraba, no obstante, que si trataba con demasiada
vehemencia a los jefes de ultramar se arriesgaba a un ataque o una invasión, algo que no
deseaba en absoluto, considerando que no había resuelto todavía la situación abierta con el
Alto Shemia.
En definitiva, se encontraba atrapado en una red de conflictos que agotaban su
esfuerzo y paciencia, todos asuntos que no podía obviar. Al cabo de varios años inmerso en
este exasperante juego, el rey debió reconocerse incapaz de reiniciar una actividad militar
contra el Loto.
Conversando una mañana con su sacerdote Ahutep, Totjenemet III le confió sus
aprensiones.
-¿Qué he hecho mal? Todos los eventos del día se oponen a nuestro deseo de unir el
país.
Ahutep, un severo hombre de pesadas manos que caminaba como un ganso y se
estiraba frecuentemente la tela del taparrabos, sacudiéndola del polvo inquieto porque se le
ensuciara, dirigía la religión de Butó. Creyendo tener una respuesta para la pregunta del
rey, miró al cielo y comenzó a explicar su visión a Totjenemet III.
-Rey, los Padres te saludan y quieren que cumplas la labor de unir las dos tierras,
pero existe un enemigo aquí dentro, en el Bajo Shemia. Antes de poder lanzarte a la guerra,
lo debes hallar -el rey frunció el ceño. Obviamente alguien quería retrasarle, pero le parecía
extraordinario que un habitante del Papiro tuviera semejante intención.
Se miraron. Ahutep se sacudió el faldellín, ganando tiempo. Totjenemet III, que
sabía que no podía forzar demasiado el diálogo entre el sacerdote y los dioses, esperó
paciente, aunque no demasiado.
-Es bello el día -murmuró-, quizá demasiado como para echarlo a perder con una
retahíla, ¿no?

-196-
-No, claro, rey -respondió nervioso Ahutep, cuya severidad siempre ponía a prueba
Totjenemet III-. De todas maneras, has de saber que en Busiris surge un fuerte deseo de
convertir a Wosret en dios. Ahí estará tu respuesta.
-¿Mi enemigo?
-Tal vez eso digo.
-Un hermoso vestido es lo que deseo ahora -dijo Totjenemet III, cambiando de
tema-. Uno hermoso, muy colorido, y cubriré mi rostro con aceites y polvos -entonó
imitando una canción de moda-. ¿Qué dices, Ahutep? Será momento de partir, ¿no es así?
-Haz como diga tu día, dios -Ahutep pensaba que el rey siempre decía las palabras
justas y necesarias. Llamó a un sirviente y le dijo:- Di a Heseu que escoja un vestido para
su rey. Que pague con oro.
El sirviente salió haciendo una reverencia. Ahutep se volvió para mirar al rey, que
tocaba su barbilla con el dorso de la mano, mientras repetía quedamente “Busiris, Busiris”.
-Estaré vestido bellamente, Ahutep, con esa belleza que nos caracteriza a los
shemianos, y así vestido encontraré a Wosret. Pero, mejor aún, el camino me llevará a su
mentor. Y sé quién es. ¿Soy o no un dios?
Ahutep asintió, aunque no tenía idea de lo que decía Totjenemet III. El rey despidió
a su sacerdote y llamó a otros sirvientes, a quienes ordenó prepararle una comitiva que
saldría al amanecer siguiente con rumbo a Busiris.
A Totjenemet III el trayecto le pareció particularmente entretenido, en el que no
recibió quejas o protestas. Disfrutaba con todos los detalles de cada estación del viaje.
Templos que se erguían en solitarias llanuras invitando a los paseantes a verificar su
devoción por el dios Tot, el más popular de la zona, asentamientos humanos muy parecidos
a aldeas, pero de familias nómadas, cenotafios muy concurridos que recordaban la vida y
muerte de algún personero importante, asiáticos, salvajes como los creían en Shemia, que
repletaban las rutas acarreando sus bueyes con productos y casas embaladas con telas
multicolores. A todo lo que observaba y en cada sitio en que se detuvo aprendía e
intercambiaba palabras con la gente. Un viaje productivo, pensó, lo que auguraba
parabienes de los dioses.
Al llegar a Busiris, el paisaje cambió abruptamente a los ojos del rey. Como
etiquetada con una fama oprobiosa, la región homónima se le presentó como un páramo
yermo y ruin. Las personas que por ahí andaban enseñaban una mueca de desprecio y
desencanto mientras la pobreza parecía campear. Aunque intentó no dejarse influir por la
sugestión, igualmente sintió en su corazón la señal negativa que percibía en el viento.
Esperó en las afueras del portal. Algunas miradas asombradas lo alcanzaron mientras
aguardó a uno de sus sirvientes, que habíase adelantado para anunciar la llegada del rey.
Le prepararon una sombra y le sirvieron agua tibia, tradicional en Shemia. La bebió,
comió carne de cabra seca e intercambió algunas ideas con los demás miembros de su
comitiva.
A lo lejos, recibió la señal del sirviente indicándole que todo estaba en orden para
ingresar a la ciudad sin peligro. Los escoltas lo rodearon, los sirvientes cogieron su trono y
avanzaron hacia el portal de Busiris, a buscar a Wosret y, en realidad, a intentar hallar al
culpable de todos los problemas internos que desgastaban al rey y le impedían avanzar
hacia Nekeb.
Desde dentro, la ciudad le pareció algo menos desagradable pese a que la recordaba
más extensa y populosa. El paisaje no lucía muy distinto de las demás ciudades del Bajo
Shemia. Dos imponentes brazos del Misterioso se abrían dentro mismo de la urbe, que
proporcionaban agua para sus necesidades diarias, y un espléndido puerto, abierto y

-197-
generoso, aunque se hallaba vacío. Le recibió el jefe de la casa mayor, un conocido del
soberano con quien alguna vez compartió juegos cuando niño. Tenían más o menos la
misma edad, pero Ankhef era más alto y corpulento, y vestía demasiado oro para el gusto
del rey.
-¿Y nuestro misterioso Wosret? -preguntó Totjenemet III.
-Estuvo en Busiris hace algunos años, según nos informaron espías.
-El muy bandido. Y dime, Ankhef, ¿es posible saber qué hacía Wosret aquí?
-Sí, sí -respondió Ankhef, nerviosamente-. Entró en el peranj -la biblioteca y casa de
copistas- para hacerse de pertenencias, oro y armas. Y hay más. Supimos que emisarios
suyos volvieron hace tres años. Casi inmediatamente comenzaron a aparecer pasquines y
oímos consignas exigiendo el regreso de Wosret. Las cosas se pusieron complicadas para
nosotros aquí, porque la ciudad se tornaba hostil a nuestra administración.
-Curiosa actitud, muy curiosa en verdad. Te han visto como invasor.
-Así es, rey. Muchos se fueron de Busiris y construyeron sus casas del otro lado del
río, al este. Ahora tienen templos, cargadores de agua, canteras y, en fin, casi una ciudad,
donde surgió un rumor hace dos años, que dice que Wosret está muerto y ahora lo quieren
en el panteón de dioses del país, exigen fecha y templos para su veneración. Es peor ahora
que está muerto.
-¿Muerto Wosret? Lo dudo, querido Ankhef. El tipo está vivo y ese rumor es
deliberado. Está tramando todo esto -reflexionó un segundo-. Pero él no es brillante, no, así
que alguien le ayuda a desarrollar su ardid. Prosigue.
-Respecto de los rumores y documentos, se realizaron investigaciones sin resultado.
Nadie supo de dónde vienen ni quién los hace -concluyó Ankhef.
A Totjenemet III le intrigaba particularmente la fórmula empleada por Wosret para
obtener ayuda en el desarrollo de tan elaborada maquinación. Evidentemente, se dijo,
disponía de mucho tiempo, pues su plan estaba premeditado para construirse por largas
temporadas. El descrédito sufrido tras ser mancillado por Totjenemet III lo había llenado de
enemigos, y si planeaba que lo deificaran, debía proceder con paciencia de años.
Se habilitaron los aposentos para el rey, quien decidió permanecer en Busiris
algunos meses. Totjenemet III organizó un grupo de hombres entrenados para indagar
respecto de Wosret, los panfletos y cualquier detalle, empezando por la ciudad al otro lado
del río. Tenían que hallar la hebra que les llevaría a la trama y a su autor. El sacerdote
Ahutep tenía razón: en Busiris encontraría el camino hacia el traidor.
Para cuando Totjenemet III halló la primera pista que lo encaminaría hacia el
enemigo interno, Thaqotep de Nekeb, Pe del Alto Shemia, tenía listo su primer contingente
para la guerra. El país del Sur, empobrecido como estaba, había sufrido una súbita
transformación. Ver al dios-rey caminando dichoso por las calles de Nekeb tuvo en sus
habitantes el efecto de un espaldarazo productivo. Parecía que, de pronto, habían olvidado
toda una década de terror y demencia, y ahora se volcaban energizados a cumplir las
labores que el perhó pedía para sus hombres y mujeres.
El movimiento en las ciudades del Alto Shemia alcanzó los niveles de la época de
Ity cuando la primera invasión, aunque escaseaba la alegría de entonces. La llegada de
expertos forjadores de bronce inyectó nuevos bríos a la gente, que veía con asombro el
nuevo y más resistente metal. Se diría que hubo una especie de revolución, en la que
muchos cambiaron de rubro, disminuyendo de manera preocupante el trabajo en áreas antes
muy importantes, como la cosmética y la escultura.
El ritual con el que se preparaba uno para enfrentar el día había sido reducido en
tiempo y calidad. Antes, tras bañarse y afeitarse, un altoshemiano untaba su cuerpo con

-198-
cremas desodorantes y aceites aromáticos, esencias de flores o grasas animales, además de
aplicarse un cono vegetal en la cabeza, repleto de óleos perfumados que se derretían con el
sol, manteniendo un olor deseable durante todo el día; también era regla social usar de
polvos minerales para maquillar las mejillas y pintarse los párpados, usualmente con galena
de plomo. Una vez terminados los preparativos higiénicos, vestía su tradicional faldellín, o
un simple taparrabos, impecable y sin arrugas. De cuando en cuando añadían pintorescas
pecheras de cuero adornadas con vidrios, aretes para las orejas, collares, anillos e incluso
brazaletes o tobilleras metálicas delicadamente elaborados, con la intención de obtener una
combinación apropiada, causando en el aspecto general una impresión de bella sobriedad.
Sin embargo, muchas de esas costumbres fueron perdiendo carácter, acaso porque
escaseaban las materias primas para fabricar muchos de los productos luego que se
reinvirtieran los esfuerzos hacia el bronce. Un ciudadano común se bañaba y maquillaba, y
punto. A lo sumo, cuidaba que su indumentaria luciera limpia, aunque bastaba con tapar las
mugres o simplemente excusarse. Desaparecían el gusto por el aseo personal y la pulcritud
al punto que los habitantes del Alto Shemia comenzaban a convertirse, en apariencia al
menos, en salvajes ikos, aquello que deploraron durante décadas.
Pero nada es eso tenía importancia ahora que el rey extraviado durante doce años
regresaba a la lucidez con exigencias concretas y nadie en ningún lugar quiso
decepcionarle. Todos se dispusieron con energía automática aunque carentes de
sentimientos -sutil diferencia con los felices tiempos de preguerra de Pe Ity- a las tareas que
el dios vivo demandaba.
Totjenemet III permanecía sumido en su investigación personal cuando se produjo
la primera marcha de soldados del Alto Shemia en su anhelado retorno a la guerra. Poco
pudieron hacer quienes abogaron por la paz, o quienes lloraban la partida de sus hijos o
hermanos. La suerte estaba echada. El Misterioso le dijo a Pe Thaqotep que avanzara como
las olas hacia el norte, y nadie en el mundo podría rebatir una decisión tomada por el río.
Al fin, una mañana fresca, el soberano del Loto despedía a sus generales. Tropas de
todo el país habían llegado hasta Nekeb, acopiadas bajo el nuevo estandarte del Escorpión,
para marchar juntos hacia Ineb Hed, la antesala de la guerra, el punto donde confluían los
intereses del norte y el sur, el sitio desde el que comenzaría la cuarta guerra por Shemia.
Está visto que, aunque diez de los once hijos de Ity encontraron el final de sus vidas a causa
de la profecía, las cosas no cambiaban y el único sobreviviente desafiaría ese destino,
encarando la guerra contra el Bajo Shemia con la frente alta y la corona blanca bien ceñida
en la cabeza, resuelto a entregar su vida o cobrar el triunfo, según los dioses lo quisieran
para él.
Un poeta elaboró una composición metafórica, cuya representación real quedó en el
olvido con el paso de los milenios, de los imperios y de las ciencias, pero que quiso plasmar
la indignada sorpresa con que el rey del Bajo Shemia, Totjenemet III de Butó, recibió la
noticia de la llegada de contingentes militares del Alto Shemia a las puertas de la ciudad de
Buba. Su rostro se ensombreció como lo hace el día cuando las nubes tapan al sol, y la
comparación resultaba, para los efectos de su protagonista, sobradamente correcta. La luz
más potente quedaba cubierta por los negruzcos nubarrones de la guerra. El ejército de
Totjenemet III se encontraba desperdigado por todo el país y por vez primera sus agentes
tardaron demasiado en informarle de las acciones que se cuajaban en el Sur. Dice el canto
del anónimo poeta que el semblante del sol tardó mucho tiempo en recuperar su habitual
brillantez. Así le ocurrió al rey, acostumbrado a mirar la vida y los eventos con una sonrisa
confiada, seguro que tenía una respuesta para todo porque su corazón era más ágil que el
tiempo; pero esta vez su corazón cedió a las circunstancias y ninguna idea nació de él.

-199-
A las prisas, los emisarios avisaron a Buba que se venía la guerra, pero la noticia
llegaba demasiado tarde como para armar un cuadro defensivo apropiado. Muchos huyeron,
temerosos del odio con que vendría el enemigo después del sorpresivo cambio de bando de
la urbe y porque el rey invasor se llamaba Thaqotep. Las tropas que quedaron resultaban
ciertamente insuficientes y disminuidas moralmente, aunque el shoshiq a cargo los arengara
recordando que ellos nunca habían perdido una sola batalla contra el Alto Shemia desde
que Totjenemet III reinaba el país. Los espías, que recabaron pocos antecedentes, tampoco
informaron que el nuevo ejército de Thaqotep el Escorpión de Nekeb traía las mismas
armas que ellos. Así, los soldados del Alto Shemia, más numerosos, mejor preparados,
infinitamente más decididos e igualmente armados, iban a la guerra con una ventaja
insuperable.
La última mañana del quinto mes del año doce del reinado de Pe Thaqotep
presenció la llegada y el asedio del primer grupo de soldados del Loto a Buba. El general
Bata, un joven soldado ascendido a la rápida, traía por consignas para la batalla la
paciencia, el esmero y la disciplina. Educado a la manera de Isasi el sirviente del rey, Bata
aseguraba que los elementos del mundo existían gracias al orden, y ese orden garantizaba
que el sol saliera de día y la luna de noche.
Bata era negro de Nubia, la región al sur del Alto Shemia. Influida por las historias
de Nekeb y el dios Ptá, la familia completa del moreno general se afincó en la ciudad de
Oomboj para aprovechar el progreso de la región, como lo hicieron innumerables clanes
nubios, que rápidamente se mezclaron con la población local de las ciudades adscritas a
Nekeb. Muy joven, Bata partió a Ehdú a adiestrarse y, destacando de entre sus pares,
terminó al alero de Isasi que, enamorado del negro soldado, lo llevó primero al lecho y
después al generalato. El Negro dirigió personalmente las labores de investigación
ordenadas por Isasi en los campos de batalla del norte. Gracias a sus conclusiones, el
chambelán del perhó supo del bronce. Además, Bata introdujo sensibles mejoras al aparato
de comunicación de la tropa, agregando banderas y postas y suprimiendo inútiles cargos
durante la marcha, como los maquilladores y los sacerdotes.
-A la guerra se va a pelear, no a verse bonitos -decía el Negro.
Bata lideró la academia de Ehdú durante cuatro años, tiempo en el que amasó un
ejército virtualmente hecho para él solo, recio, implacable, organizado. Al cabo de los
preparativos, Bata recibió la orden de marchar a Buba y conquistarla, sin importar el
método o el costo. Eso mismo hizo el general nubio.
Llegó a la frontera de Buba, donde aún pervivía el foso con los hipopótamos.
Levantó un campamento en las afueras, lanzó varias piedras envueltas en esquelas que
señalaban su intención y se estacionó a provocar a la ciudad.
Durante tres semanas la asediaron, arrojando flechas ardientes y pedruscos contra
murallas y propiedades. Una noche, seis infantes entraron en la ciudad y robaron manos,
orejas, penes y cuernos de todas las estatuas de la plaza de ritos de la ciudad, arrojándolos
de vuelta a Buba a la mañana siguiente, anticipando a los bubanos la amenaza de
mutilación que les esperaba si se interponían en el camino de Thaqotep.
En otra ocasión, cándidos caravaneros -ignorantes del asedio- que intentaron
traspasar los muros de la ciudad fueron detenidos por el negro Bata, quien reemplazó todas
las mercancías por cabezas de bestias muertas, alacranes y huesos, y los hizo entrar en la
ciudad para demostrar lo que comerían sus habitantes durante el sitio.
Las cosas se pusieron complicadas dentro de la ciudad. No recibían ningún indicio
de refuerzos de Sais, Thá Nis o Deba -las ciudades más cercanas-, y los soldados morían
mientras protegían los accesos a la urbe. Era cuestión de tiempo hasta que la ciudad se

-200-
rindiera y entregara la cabeza de sus jefes a la poderosa fuerza enemiga que esperaba fuera,
arredrando con su terror psicológico hasta a los niños de Buba.
Finalmente, el jefe de la Casa Mayor de la ciudad arrojó por sobre la muralla un
pergamino que envolvía un trozo de papiro, en cuyo interior, escrita con caracteres
delicadamente dibujados, se firmaba la capitulación de Buba. Bata mostró sus dientes
perlados.
-Manda esto a Nekeb -dijo a Bengai, su shoshiq, pasándole la carta de rendición.
Al abrir las puertas de Buba, el Negro entró en la ciudad y se apostó en el balcón de
la casa mayor, luego de organizar el cerco militar y detener a las autoridades actuales. Al
cuarto día de conquista, Bata se reunió con los jefes cautivos en el templo. Sentados en la
mesa, los treinta señores de la ciudad miraban conturbados al oscuro general, que les
invitaba a un banquete. Luego de conversar banalidades y comer sofisticados platillos, Bata
tomó la palabra.
-Ya ven, jefes, que el dios de Shemia ama a Buba -les dijo con voz marcial, como
leyendo un comunicado-. Ama a este pueblo y se contenta con tenerlo en su reino.
Tras una estudiada pausa, Bata vio que los jefes de la ciudad se miraban algo más
tranquilos. Entonces, dio una imperceptible señal a Bengai y continuó hablando.
-Es por eso, jefes, que el dios de Shemia trae un regalo a Buba -entraron soldados al
comedor. Los jefes se voltearon ansiosos para mirar. Bata continuó.
-Ese regalo es un cuerpo totalmente nuevo de jefes para Buba y, por esa razón, el
dios de Shemia cree que los jefes actuales no deben seguir aquí.
Dicho esto, Bata se sentó para completar su plato de codornices hervidas y bañadas
en miel, con rábanos picantes y cebolla, sin decir más. Los jefes se miraron con extrañeza.
Súbitamente, los soldados se abalanzaron sobre los treinta jefes y los degollaron con
destreza y frialdad, matándolos a todos.
-Se come bien aquí -dijo a su shoshiq sin quitar los ojos de su platillo.
Para cuando Totjenemet III pudo rearmar una fuerza más o menos adecuada para las
angustiosas circunstancias que se desarrollaban, encontró la respuesta a su antigua
pregunta. Había aparecido el traidor. Totjenemet III se vio instalado ante a una bifurcación
en su camino. Hacia una dirección se veían Buba y sus desesperados habitantes y en la otra
su revancha personal.
-¡Cómo son de crueles los dioses! Si tan sólo tuviéramos la sabiduría de
comprenderles -se dijo.
Finalmente, los pasquines investigados brindaron luces sobre su procedencia. Un
fabricante de papiro explicó que la hoja macerada de los panfletos no pertenecía a la región,
y que había visto ese tipo de planta en el sur. Caravaneros detenidos en la ruta que unía
Deba con Ineb Hed admitieron que en ese lugar residía un asiduo comprador de papiros de
Nekeb, y que ese comprador también adquiría tinta de múrex del Gran Mar, con la que se
dibujaron los caracteres de las protestas y los ruegos a favor de Wosret. El único lugar
donde los comerciantes podían obtener el múrex era en Khásire, ciudad que proveía a Deba.
El traidor estaba obviamente en Deba y además provenía del sur.
-El traidor, quién otro -dijo el rey a Ankhef-, es este relamido Sisobek. Tenía que
ser sureño, el chacal.
De otro lado, sus cálculos lo llevaron a suponer que después de Buba vendría Thá
Nis en el mapa de conquistas de Thaqotep. Pues bien, Deba se encontraba precisamente al
este de Buba y de Thá Nis, de manera que Totjenemet III podría mover sus fuerzas en esa
dirección, porque los dos objetivos, la guerra y Sisobek, se encontraban al paso uno del

-201-
otro. La bifurcación desapareció del corazón del rey. Para él, todo ocurría en el este de su
país.
Decidió partir él mismo hacia Butó y a sus generales los envió a Deba, para coger al
traidor y llevarlo de regreso a la capital, donde estaría esperándole el rey. Luego, la tropa
giraría sobre sus talones y se enfrentaría al ejército enemigo directamente en la ruta a Thá
Nis. De ahí, con un salto llegarían a Buba para recuperarla nuevamente.
-Como atarse las sandalias -se dijo con sumo candor.
Efectivamente, un grueso contingente de fuerzas se movía desde Buba hacia el
norte, liderado por Bata el Negro, pero su idea distaba mucho de atacar otra ciudad
importante. Quería provocar un movimiento equivocado de tropas enemigas y despejar la
ruta del otro general, que se dirigía a un objetivo más seductor: Thusi. Estas apreciaciones
tácticas fueron perfectamente ejecutadas por el Alto Shemia, que llevaba la iniciativa;
Totjenemet III, que había recuperado su buen ánimo, fue incapaz de darse cuenta que
mordía el anzuelo con una ingenuidad inimaginable para su carácter.
Prácticamente todo el ejército disponible del Bajo Shemia se puso en marcha rumbo
a Deba, con la idea de separar las fuerzas en dos contingentes, uno en dirección a Deba y el
otro a Thá Nis, dando a los soldados la oportunidad de abrir dos flancos para enfrentarse al
único ejército enemigo que se movía desde Buba al norte.
Al llegar a Thá Nis, los generales se enteraron que el ejército conquistador del Alto
Shemia regresaba a Buba. El engaño se mostró entero: Thaqotep iba a por Thusi.
El pánico se apoderó de los generales. Thusi estaba virtualmente indefensa y su
captura significaba una pérdida enorme y casi abría una puerta que llevaría al enemigo en
línea recta hacia la región de Japé.
Los espías informaron a Totjenemet III mientras viajaba de Busiris a Butó. No
como el anterior, el viaje se le hizo amargo y nada llamaba su atención. Incluso la nítida
bóveda azul sobre su cabeza se le antojaba opaca y apagada. Thusi y toda la rica región
occidental de su país estaba a punto de perderse, y él no disponía de tiempo ni para mandar
un destacamento a parlamentar. Maldijo solemnemente a Sisobek. Ahora necesitaba una
semana, apenas una semana después de doce años de estupideces. Rezó porque los dioses le
permitieran vivir hasta tenerlo en su justicia.
Mientras Totjenemet III arribaba a Butó, Thaqotep partía desde la seguridad de
Nekeb a Ineb Hed y Sisobek se enteraba del destacamento que venía a buscarle para
llevarlo a la capital acusado de traición al rey.
Enterado de la razón de semejante visita, Sisobek de Deba corrió presto a ocultarse
en los templos subterráneos de la ciudad, vía de escape que siempre guardó como
alternativa, ya que solía actuar en el límite de lo ético con sus aliados. Confiaba en recorrer
el monumental trayecto soterrado y ponerse a resguardo de sus ahora numerosos enemigos.
Finalmente, se vio obligado a hacer lo que nunca deseó, y se sumergió bajo la ciudad.
Como no parecía suficiente, Sisobek puso la gema a la corona: mandó unos guardias a
apresar y entregar a Wosret de Busiris. Quizá los generales destacados por Totjenemet III
en Deba se contentarían con encontrar al ex rey y se marcharían al menos con un premio de
consolación.
Las fuerzas de Totjenemet III se movieron tan rápido como pudieron hacia Thusi,
suponiendo que un asedio a la enorme ciudad tomaría meses, tiempo suficiente como para
llegar con tropas renovadas y reanudar la resistencia.
A la sazón, los generales dispuestos en Deba capturaron a Wosret. El breve pero
violento interrogatorio al ex rey del Bajo Shemia dejó claro que Sisobek parecía haberse
desvanecido, Al “traidor”, como le llamó Wosret, coincidiendo con el epíteto que los

-202-
generales usaran para referirse a aquél, le quedaban pocos con quien enemistarse. Se
llevaron a Wosret amarrado para su presentación delante de la poderosa justicia de Butó,
donde le esperaba el dios viviente del país. Un destacamento permaneció en Deba para
encontrar a Sisobek y arrastrarlo delante de Totjenemet III.
El Alto Shemia se encontró, casi repentinamente, en condiciones de recuperar
virtualmente todo lo que había cedido tras la muerte de Sikhu y Netikerty, e incluso de
expandir otro poco la influencia del Loto en el país del norte.
Una vez que los espías confirmaron la salida de una numerosa fuerza nortina, Bata
dio la orden de avanzar a Deba. En quince días recorrió el trayecto y en otros dos arrasó
con las defensas de la ciudad. Nuevamente, un general sureño aplastaba la resistencia de los
debanos. Tras asegurarse que no quedaba un solo cuchillo de bronce en la ciudad ni un
hombre capaz de blandirlo, agarró su ejército personal y lo despachó a Thá Nis. Treinta
días después, el Negro golpeaba con sus nudillos las puertas de la urbe. Esta vez le tomó
más tiempo y combinó la táctica del ataque frontal, intentando abrir una brecha en las
murallas, junto a la batalla psicológica. Aunque la defensa actuaba con corrección, la
paciente persistencia del Negro acabó por desmoronar a los soldados del Papiro: Thá Nis
caía en sus manos.
Bata repitió el trámite de Buba, convidando a los jefes de Thá Nis a un banquete en
el que dijo las mismas palabras y ejecutó las mismas acciones. Los treinta de la ciudad
cayeron abatidos después de cebarse con un elaborado menú shemiano.
Para el término de esta fase de la campaña individual de Bata, el general se había
hecho riquísimo y su tropa otro tanto. Saqueó cada villa, cada pueblo y, desde luego, las
tres ciudades que conquistara. Su metódico sistema de guerra, perfecto para la medida de la
época, lo había empinado a la posición de semidiós, adorado por sus militares y temido al
punto del terror por sus enemigos. Pero a él no le tocaban tales halagos. Nunca aceptó más
alabanzas que las adecuadas después de un éxito y sus tesoros los mandaba con regularidad
en caravanas a Oomboj sin quedarse con preseas personales, salvo, claro, uno que otro
brazalete.
-Esto está hecho. Seguimos -le dijo a Bengai. La siguiente parada: Akhá, el puerto
más grande que daba al este del Gran Mar. Contra lo que se podría haber creído, la tropa,
en vez de lamentar el avance lo celebró, segura que la próxima ciudad llenaría un poquito
más sus ya repletas talegas.
En el oeste, por mientras, el ejército de Thaqotep comenzaba el sitio a Thusi. Ésta,
en efecto, resistió más que las otras y sus habitantes mantuvieron a raya el asedio enemigo
por mucho tiempo. Incluso, las tropas de Totjenemet III que partieran desde Thá Nis,
guiadas por Jufu, habían logrado llegar a la ciudad mientras se producía el ataque. Los
intentos de captura fueron idénticos a los que resultaron en las demás ocasiones:
lanzamientos de flechas ígneas, bloqueo de caravanas e impedimento para entrar o salir.
Con suma paciencia, los atacantes evitaron asaltar la ciudad y, en cambio, confiaban en una
capitulación por agotamiento. Suponían que con un par de meses bastaría y, aunque el
asedio se extendió mucho más allá de ese plazo, sostuvieron su posición creyendo que la
falta de intercambio con el exterior aplastaría la moral de Thusi, en tanto que ellos mismos
recibían periódicamente víveres y tropas frescas, pues controlaban el tráfico desde Ineb
Hed sin contrapeso.
Ya en Ineb Hed e ignorante de la presencia de su hijo Nármer y del visir Sispeh
-quien deliberadamente se ocultó del rey-, Thaqotep se entregó a la comunicación con los
Padres pidiéndoles indicaciones para continuar la guerra, seguro como estaba que el bronce
y el muy superior número de combatientes le darían la victoria. En sus asambleas divinas,

-203-
allí mismo donde su padre fuera ultimado por los sacerdotes cómplices de Sikhu, obtenía
los mensajes que esperaba. “Sostén dignamente la lucha contra Thusi; haces bien en ir por
Akhá; detén a los comerciantes que viajan por tus senderos”. Los rituales, acompañados de
fuego sagrado que ardía en la capilla, comenzaban con el sacrificio de bestias cazadas con
armas ungidas, tras lo cual se reservaban los asientos para los dioses invocados, que
hablaban por boca de sacerdotes en trance. El rey corregía e interpretaba las ininteligibles
palabras y ordenaba a su escriba la trascripción del diálogo. Las voces bajas, los fuertes
aromas florales y la lenta sinuosidad con que se escribían los mensajes se desarrollaban en
una atmósfera ocluida, misteriosa y abrumadora.
En el último rito de conversación de Thaqotep con los dioses obtuvo la instrucción
que anhelaba. El sacerdote en trance balbuceó:
-“Totjenemet el Tercero de Butó ha asesinado a tu hermana, a tu esposa, a la diosa
de Shemia. Los Padres desean tenerlo en su justicia”.
Thaqotep había transfigurado a Totjenemet III en un magnicidio. No lo percibía
como un ser vivo, con ojos, piernas o corazón, sino que se le aparecía como el pictograma
que representaba la palabra crimen. Saboreó la venganza por la muerte de Netikerty y,
explicando la revelación del sacerdote, anunció en voz alta su siguiente etapa.
-Mi ejército marchará a Butó ahora que el rey está solo. Su caída será nuestro
triunfo.
Los eventos alrededor de este develamiento se le hicieron pequeños a Thaqotep. Los
planes demarcados con eficiencia y dedicación por Isasi y por Bata, que había transformado
la guerra en una técnica estoica y sistemática, sin pasiones ni arrebatos, útiles para asediar,
huir y volver a la carga sin arriesgar la posición, la ventaja o el número, sin parafernalia ni
adornos, resultaban etapas previas de un estadio superior, que se encaminaba en una línea
ondulante y llena de marismas como el trayecto que el rey recorrería él mismo, liderando la
ola divina cuyo único objetivo se divisaba al centro de la planicie donde se levantaba Butó,
la capital del Bajo Shemia. Sus tropas quitarían el hálito vital a bestias y hombres que se
interpusieran en su marcha, y se consagrarían a la meta ulterior del reinado de su dios Pe
Thaqotep el Escorpión, coronado al fin con el triunfo predicho hacía ya tres generaciones
de reyes.
Salió con el pecho henchido, totalmente convencido de que el río no sería
impedimento para él, dios supremo y jefe de la humanidad en la tierra, frente a la tarea
impuesta. Reunió una fuerza compacta de shoshiqes, amasó un ejército de no más de dos
mil hombres, todos experimentados, fuertes y vencedores, les transmitió su estrategia y se
puso en marcha hacia Butó.

-204-
Capítulo Decimoquinto

Ankhto-pa-sheri había nacido bajo el signo de Tot en un templo en Sais, durante el


reinado de Totjenemet I. Sus padres, devotos de la deidad del conocimiento, decidieron
adiestrar al hijo en las artes de la escritura y el pastoreo de almas como forma de retribuir a
los Padres el buen nacimiento y, por ello, lo mantuvieron encerrado en las celdas del
templo, donde recibió educación, alimento y cariño. Crecer y conocer el mundo en una casa
religiosa marcó su existencia desde el comienzo.
Como todos los pequeños del lugar, pedía insistentemente bueycitos de madera,
pelotas de cuero rellenas de heno y personitas de barro cocido para entretenerse cuando
descansaba de sus textos que dibujaba en telas y papiros con el estilo sobrio y delicado que
caracterizaba a los habitantes del centro norte del país.
Al crecer, Ankhto-pa-sheri desarrolló espléndidas dotes para la escritura y gran
dedicación a asistir a los demás. Le escogían frecuentemente para presidir las ceremonias
del trigo y los ritos de Usir, que conocía al dedillo, eventos en los que instaba a su
comunidad a conocer los principios del maat, como dar de beber al sediento y de comer al
hambriento, no olvidar a los sin techo y ayudar a cruzar el río a quien lo necesitara. Nunca
calumnió y siempre levantó a los que caían. Tenía comunicación directa con el otro mundo
y, a su través, muchos lograron aprender los designios divinos. Ejecutaba con precisión los
llamamientos al río y dominaba el cálculo de la crecida anual como nadie. “Usir ha llamado
bien al Misterioso” decía. Las asambleas lo destacaban cuando debatían problemas o
mejoras y pronto accedió a un buen lugar en su ciudad, siendo un joven respetado y
querido. Los dioses le sonreían y él lo sabía.
Gracias a todos sus atributos, los consejeros de Sais le contrataron como sirviente
del templo a Tot, cumpliendo así su deseo juvenil de regresar a su punto de partida
transformado en un hombre de bien, como lo dictaban los preceptos en los libros de los
sueños y del buen hombre, que circulaban en todo el Bajo Shemia.
Con frecuencia, Ankhto-pa-sheri se tomaba la licencia de viajar al desierto en busca
de soledad y allí comunicarse mejor con su doble -el contacto dispuesto por los dioses para
relacionarse con los hombres-. Solía regresar diciendo a sus amigos y seguidores “me guía
mi doble, bien guiado por los Padres”.
Como el estilo del Bajo Shemia lo indicaba, Ankhto-pa-sheri convivió felizmente
con Tepemkau, la mujer que amó cuando sus hormonas lo empujaban a la temprana
sexualidad. La convirtió en su pareja leal hasta que, un mal día en época de cosecha, la
chica tuvo un accidente con el azadón y murió. La comunidad sintió el dolor del querido
sacerdote y le ayudó a preparar un funeral que le asegurase encontrar el camino de los
dioses al otro mundo.
Tepemkau, que dejaba la vida a los veinticuatro años y sin dar hijos, fue sometida al
procedimiento de momificación de rigor. El esposo quebró y extrajo su tabique nasal y
vació el interior de la cabeza de la mujer. Empleó aceite de cedro libanés en una incisión en
el costado izquierdo del abdomen para disolver los órganos internos, a excepción del
hígado, los intestinos, los pulmones, el estómago y, desde luego, el corazón, previamente
removidos.
Rellenó con paja, vino de palma y esencias aromáticas el cuerpo de la amada, cosió
la incisión y aplicó una placa de bronce para su protección. Terminados los preparativos,
Ankhto-pa-sheri sumergió, lloroso y debilitado por la pena, los despojos de Tepemkau en
una solución de natrón y esperó por setenta días sin afeitarse.

-205-
Al fin, retiró el cuerpo, lo lavó y adornó sus manos con dedales de cobre y plata, y
por tratarse del querido sacerdote de Tot, la comunidad le obsequió una lengua de oro con
la que pudo reemplazar el órgano original de su esposa.
Cariñosamente, el hombre vendó todos los dedos de sus manos y pies, y luego
vendó cada extremidad y después el tronco y la cabeza. Tras esto, aplicó un vendaje general
al cuerpo de la mujer, primero de arriba hacia abajo y luego de abajo hacia arriba,
incorporando amuletos metálicos, figuritas de barro cocido, argollas, papiros con textos y
frasquitos sellados repletos de esencias, cerveza y vino.
Al fin, Ankhto-pa-sheri envolvió la momia de su amada Tepemkau con un sudario,
un lienzo y una máscara mientras recitaba pasajes de sus libros sagrados y repetía, cada vez
con más sigilo y misterio en su voz, el nombre de la malograda esposa.
Envuelta como una crisálida, Tepemkau fue puesta dentro de un cajón de cedro,
acompañada por vasos que guardaban sus órganos internos también disecados, a excepción
del corazón, que acomodó junto al cuerpo para que los dioses pesaran su bondad cuando la
enjuiciaran en la otra vida.
Del fuego sacro de la ceremonia saltaron serpientes y escarabajos que se inclinaron
con solemnidad. El cielo abrió sus estrellas para encaminar a la mujer santa en un
llamamiento de los padres. La noche venía a pedirla y se la llevaba, y cuando las serpientes
regresaban al fuego, Ankhto-pa-sheri secaba sus últimas lágrimas y los insectos sagrados
volvían al seguro del desierto. Los sirvientes de Tot llevaron el cofre que contenía a
Tepemkau a su cama de piedra y la sellaron con una pintura plácida del rostro de la esposa.
La ceremonia tocaba a su fin.
Ankhto-pa-sheri envejeció de golpe. La pérdida de su esposa lo desmoronó pese a
saber que había logrado traspasar el portal y llegar a los Padres, y que la recibían en la
abundancia de la miel y el dátil, en un oasis más grande y bello que Shemia. La ausencia de
su mujer, a quien dio media vida, le hizo perder esa media vida envolviéndolo en la
sensación de que el mundo había dejado de parecerle interesante.
Decepcionado, el sacerdote comenzó una vida errante que nunca más dejó.
Transcurrió el reinado de su dios Totjenemet el Primero, luego el de Totjenemet el Segundo
y, con el tiempo y un bastón que le ayudaba en su sempiterna caminata, vio Ankhto-pa-
sheri la llegada de Wosret de Busiris y de Totjenemet el Tercero, al magnífico sillón que
regía el mundo.
Extraviado voluntariamente de las novedades de la política, Ankhto-pa-sheri se
encontró cierto día en las puertas de Ineb Hed. Un guardia del contingente del rey Pe
Thaqotep del Alto Shemia lo detuvo con inusitada vehemencia y lo llevó delante del dios
del país enemigo, que lo sometió a un doloroso interrogatorio dirigido a dilucidar si era o
no un espía de Totjenemet III, hostigamiento que le costó un ojo y tres dedos del pie.
Thaqotep, convencido finalmente que no se trataba de un informante enemigo, forzó a
Ankhto-pa-sheri a informar a Butó que el Alto Shemia llegaba cargado de hombres, armas
y determinación al Bajo Shemia para reclamar lo que, por voluntad de los dioses, era de
propiedad del trono de Nekeb.
El viejo Ankhto-pa-sheri, con andar trémulo golpeó las puertas del perhó de Butó
para contarle al visir de Totjenemet III que las tropas de Thaqotep habían recorrido el
Misterioso entero para llegar al trono y arrebatarlo. El mensaje que traía Ankhto-pa-sheri
era suscinto y categórico: “abdica, de inmediato”.
-Han venido a cobrar tu reino, mi señor -le dijo Ankhto-pa-sheri al visir de
Totjenemet III.

-206-
No más de doscientos soldados protegían la ciudad, pues el resto del ejército del
Bajo Shemia se encontraba disperso, desorganizado y lo superaban claramente las gruesas
líneas enemigas. En momentos en que, por la noche, las teas que iluminaban la marcha de
las tropas de Thaqotep eran avistadas por los vigías de la ciudad, Totjenemet III terminaba
de observar el temor en los corazones de sus habitantes. La imprevisión, el signo de esta
guerra, se hacía presente ahora en la capital del país, donde un puñado de hombres reunido
con apremio habría de batirse en una lucha sin cuartel contra un ejército producido
solamente para cobrar el premio del solio del Bajo Shemia.
Totjenemet III abandonó el templo desolado: los dioses no respondieron su ruego.
Antes alegre y de corazón colorido, el ahora disminuido rey del Papiro se recogía con sus
escasas tropas al interior del palacio, intentando ocultar el desmoronamiento de su reino.
-Sí, rey. Cumpliremos el maat como ordenan los dioses -respondió Nersis, que
controlaba las menguadas tropas del perhó. El rey Totjenemet III posó su mano sobre el
hombro del general, acaso para captar con ese gesto sus sensaciones o transmitirle las
propias. La voz del vigía heló al general.
-¡Teas a la vista!
-Haremos lo que esté escrito. Nada más. Nada menos -sentenció Totjenemet III y
entró en el palacio. La guerra que él comenzara se había extendido hasta un punto que él
mismo no podía medir, y ahora se le aparecía como una pesadilla en las puertas de su
hogar. Como ordenaba la tradición, dejaba sin afeitar su barba en conmemoración de sus
muertos, demasiados en esos tiempos que la saña con que arremetía el ejército enemigo le
reportaba cada día la muerte de generales, sacerdotes, obreros y comerciantes que él
conocía bien y amaba con honestidad. Su semblante estaba apagado y contrito, y la noticia
del arribo del ejército del dios-rey Pe Thaqotep a las puertas de Butó le pareció casi
irrelevante, después de tanto dolor.
Un emisario arrojó una piedra envuelta en un pergamino que llevaba escrita la
respuesta de Totjenemet III a la exigencia de Thaqotep que demandaba al rey del Bajo
Shemia entregar las armas y el trono real de Butó, para sentar en él al verdadero soberano
de Shemia.
Totjenemet III recordó la víspera del combate la leyenda de un antiguo príncipe del
Bajo Shemia, quien, agobiado por las presiones de los clanes rivales, evitaba usar la fuerza
e imponía su sabiduría y liderazgo. Las cosas llegaron a tal límite que los conjuradores
planearon una maldición aprendida de los demonios del desierto, mediante la que, durante
siete días con sus noches, cualquiera que mirara al príncipe a los ojos moriría de inmediato.
Así ocurrió y, contra su voluntad, durante siete días y siete noches consecutivos, el justo
príncipe vio caer de manera instantánea a todos los que le rodeaban. Presa del miedo al
darse cuenta que su mirada eliminaba esposas, hijos y leales compañeros, el personaje
terminó solo en el palacio de su ciudad. Apenas salió el sol el octavo día, los jefes rivales
entraron en el perhó decididos a eliminar al príncipe. Pero como éste conocía la maldición
que pendía sobre él, rogó a los demonios conferirle sólo una jornada más de su aterrador
poder. Todos los conjuradores cayeron fulminados por la mirada del príncipe.
Totjenemet III añoraba tener el poder legendario del antiguo príncipe en sus propios
ojos, para desvanecer el peligro que golpeaba su puerta. Volviendo a la realidad, el rey
admitió que apenas disponía de algunas armas en manos de un grupo reducido de hombres
atemorizados por el vendaval de odio y bronce que se apostaba en las afueras de Butó. Su
mayor preocupación, sin embargo, estribaba en el hecho que Pe Thaqotep en persona
lideraba la ofensiva del Alto Shemia en la capital. Para los supersticiosos hombres del país,
luchar contra un dios no se comparaba siquiera con hacerlo contra personas. Muchos de los

-207-
doscientos soldados, enterados del regio jefe de las fuerzas atacantes, tragaron saliva,
conscientes que su muerte estaba decidida, faltándoles por saber cuánto dolor les costaría.
El poderoso rey Pe Thaqotep entraba en la ciudad vacía. Rompía el silencio
nocturno el choque de las dagas y la tierra crujiendo bajo la decidida marcha de la tropa.
Los cenotafios, templos, mercados y forjas miraban inertes. Vestidos, pergaminos, jarrones,
tableros de juegos y otros objetos desparramados por las calles evidenciaban la huida
presurosa de sus pobladores, marcada por huellas de ruedas y las pisadas marcadas en la
arena seca. En pocas horas la ciudad de Butó se había transformado en un enorme
descampado y, pese a la escasa visibilidad, los rastros daban la clara idea al cabo de las
últimas horas. Thaqotep se preguntó si Totjenemet III también había escapado, pero su
pregunta pronto encontró respuesta con las luces que destellaba la Casa Mayor, asentada en
lo alto de una colina a cierta distancia desde donde el ejército invasor se encontraba. La
única señal de vida lucía pequeña y trémula al interior del edificio principal de la capital del
Papiro.
El negro Bata -quien, ante el llamado del rey suspendió la carga contra Akhá y
cruzó medio país para participar en la carga contra Butó- sugirió a Thaqotep enviar un
grupo de avanzada a investigar el mejor modo de penetrar el robusto inmueble central de
Butó. Pidió ir el primero junto con una treintena de infantes.
El grupo se adelantó en dirección al perhó. Rodearon una capilla bajita que honraba
al cielo Nut y se encontraron sobre la plaza de la ciudad, amplia y cuadrada, cuyas baldosas
de cerámica con dibujos alegóricos crujieron bajo sus pies. Miraron con asombro los
obeliscos de gran tamaño custodiando el zócalo principal. En uno de sus lados se
levantaban alegres y coloridos peldaños de una ancha escalera con descansos regulares,
terminada en una explanada que daba paso a generosas columnas dulcemente pintadas, las
cuales guarecían el acceso al palacio principal del país, una construcción graciosa y ligera,
con finos dinteles rectangulares. La puerta se mostraba impenetrable aunque el resto de la
construcción pareciera flotar por su aparente fragilidad. Ocultando su temor ancestral de
entrar en los dominios de una casa vedada para simples mortales, los soldados se
aproximaron a la alta escala, donde distinguieron movimiento detrás de las protegidas
ventanas que presentaban un cuadro de viva emoción al interior del edificio. Bata los
ordenó, calladamente.
-Por los costados, ustedes. Tú, delante de mí.
El designado comenzó la caminata seguido con tensión por los demás. Llegaron al
primer descanso. Armoniosas imágenes del sol y la luna decoraban el intermedio de la
escalera. Se asustaron, pero el Negro mantenía el control.
-Al lado, agachados. Vamos, es sólo un edificio.
Cada paso los acercaba a una realidad a la que no pertenecían pese a las palabras del
Negro, y muchos se preguntaron por qué el rey no hacía ese trayecto, siendo el más
indicado para invadir la morada de un dios.
Ya oían ruidos. Voces. Llamamientos y murmullos. Ruidos de espadas. Gente
corriendo. Se detuvieron para escuchar, más bien como excusa para demorar la tarea.
Terminó la espera, moverse, dijo Bata. Avanzaron unos peldaños más y miraron hacia
atrás. La plaza se veía lejana y los obeliscos amenazantes. Uno de los soldados pudo ver, en
la penumbra, el movimiento de las tropas del ejército, que formaba más allá de la explanada
guardada por los obeliscos. Esperaban la orden para atacar. Se volteó y siguió subiendo,
con un temor cada vez mayor, como si se acercara verdaderamente al Nut y corriera el
peligro de ser visto por los dioses mismos. Apretaban férreamente el mango de las dagas.

-208-
Siguieron. Las tropas de Thaqotep se dispusieron, finalmente, del otro lado de la plaza.
Todo dependía de que ellos, los avanzados, anunciaran el inicio de la carga.
En medio de la escalera, Bata se inquietó: no había forma de llegar arriba sin quedar
en posición de emboscada. Con su antorcha hizo movimientos circulares avisando al rey
que preparara la carga.
Thaqotep contenía a sus hombres. La ansiedad se respiraba. A la distancia,
apreciaban el movimiento pausado y cauto de los avanzados, como si temieran pisar un
escalón quebradizo o si estuvieran a punto de saltar sobre una bestia salvaje. La extrema
lentitud con que trepaban exasperaba al contingente completo que esperaba al otro lado de
la plaza central de Butó.
Al llegar al último descanso, las columnas rechonchas y robustas les parecieron más
amplias, sólidas y agresivas que desde abajo. Sin duda cometían un sacrilegio, pero ya no
podían echar pie atrás. Las grandes puertas de cedro permanecían totalmente cerradas y las
ventanas sólo mostraban oscuridad total al interior y se hizo un silencio absoluto dentro del
templo. Los defensores habían sido prevenidos de su presencia en ese alto lugar.
Súbitamente, los avanzados fueron atacados por flechas acertadamente arrojadas
desde el interior. Comenzaron los gritos y algunos rodaron heridos de muerte por la
escalera, precipitándose como muñecos de lino y paja, cayendo inertes sobre el primer
descanso. Otros se desplomaron ahí mismo, sin opción siquiera de esquivar las saetas que
salían de la negrura. Aquellos que iban más atrasados pudieron dar media vuelta y bajar, de
dos en dos, los peldaños, corriendo como perseguidos por una jauría de chacales. Las
ventanas se cerraron con un ruido seco. Bata el Negro arrojó su tea hacia la plaza con la
orden de atacar.
Daga en mano y soltando los estandartes del Escorpión, el Chacal y la Cobra, un
océano de soldados del Loto aceleró por la explanada para trepar la escala, rellenando el
espacio de la plaza en una estampida polvorienta, hostil y ruidosa.
No hubo reacción desde el interior del perhó, pese al escándalo causado por la
manada humana que se desataba hacia ellos. Esperaron. Los soldados subían raudos, pero al
llegar a la plataforma los fulminaban vehementes pedradas o precisas flechas. Aunque
morían varios, los demás continuaron, alimentados en su corazón con una fortaleza
espiritual proveniente de su rey, de la noche, del evento y del sitio que querían conquistar.
Podría haber desmotivado a cualquier otro, pero los compañeros caídos más adelante
representaban por el contrario un motivo poderoso para seguir. Como hormigas que se
encaraman sobre un gran escarabajo, los soldados apremiaban sus carreras para empinarse
hacia las grandes puertas de acceso.
Algunos destacamentos intentaban subir al palacio por las lisas murallas laterales,
confiando en llegar a los dinteles con los que podrían avanzar hacia las ventanas superiores.
Quienes rodearon el edificio pudieron descubrir que por la parte trasera no había forma de
trepar. La carga quedaba centrada en la escalera de acceso principal y en la protección que
ofrecía la columnata de la entrada. Muchos lograron ocultarse allí, y buscaron formas de
rodear la lluvia de flechas y piedras arrojadas desde dentro. Comenzaron a colarse por la
ventana, pero eran expulsados con fuerza, por golpes de mazas de madera o piedra, o por
cuchillas filosas. Durante una media hora, el asedio devolvía muertos y heridos, y nadie
pudo abrir la impenetrable línea defensiva del perhó de Butó.
En un momento, el volumen de atacantes fue mayor que la cantidad de proyectiles
arrojados desde el palacio, y muchos podían ahora acercarse a las puertas de cedro o a las
ventanas. Así, finalmente unos entraron. En la oscuridad del interior, los avasallaban
hombres bien armados. Sin embargo, e igual que antes, el número de invasores se hizo

-209-
demasiado como para forzar una resistencia. Los defensores pronto retrocedieron a la
habitación siguiente mientras los atacantes entraron en tropel al salón una vez que pudieron
abrir las enormes hojas de la puerta principal. Se encontraron en la antecámara del perhó,
un cuarto rectangular, amplio y sin muebles, con antorchas apagadas adosadas a los muros
interiores y textos sagrados inscritos en ellas, sobriamente pintados.
Mientras el rey esperaba abajo en el primer descanso de la escalera, Bata distribuía a
los invasores. Los hizo entrar formados y finalmente coparon la antecámara.
Al fondo del salón, dos columnas pequeñas guardaban la puerta de acceso por
donde se internaron, un portal muy ancho que aparecía completamente ocluido, con dos
recias puertas que proseguían el diseño de los textos.
-Traigan el ariete -ordenó el Negro.
Los soldados de Thaqotep ingresaron hasta la puerta, que empezaron a golpear para
derribarla con un tronco de cedro. De tanta insistencia las maderas comenzaron a ceder. Del
otro lado, se preparaba la defensa, con ruidos de sandalias y golpeteo de dagas.
La puerta de madera cayó pesadamente del otro lado, luego de varios minutos
forzándola, presentando a los atacantes, al fin, el inmenso salón central del palacio de Butó,
pese a que dominaba, al frente, una hilera de bien parados defensores, todos bajos pero
anchos, de brazos y piernas poderosos como las columnas rechonchas afuera del edificio.
-Atrás, ¡atrás! -gritó el Negro a los cerrajeros.
Por vez primera desde su llegada a Butó, los soldados del Alto Shemia se
encontraban frente a las defensas humanas del Bajo Shemia.
En Thusi, por mientras, las fuerzas militares continuaban el asedio, defendido
pacientemente por sus habitantes. Apenas algunas escaramuzas en las afueras de la ciudad
confirmaban el conflicto, pero daba la impresión que nadie tomaba la iniciativa. La
esperanza de los rivales era que uno se cansara de la situación o le faltaran recursos para
insistir, dentro o fuera. Bata, el joven y adusto general que venciera la resistencia de Buba,
no estaba allí, y se notaba. Su reemplazante, una copia muy difusa, resultaba incapaz de
actos creativos para demacrar la moral enemiga, a lo sumo con diatribas y bloqueos. Las
caravanas salían de noche, precavidas y silenciosas, y tomaban rápidamente la ruta del
puerto, vagamente custodiado, de modo que podían huir al norte. De Thásire especialmente
recibía Thusi todo aquello que la ciudad debía importar, y lo hacía frecuentemente, a
espaldas de los atacantes y sin que éstos reparasen en ello. Con las cosas así, los soldados
pronto se hartarían de asediar una ciudad que no se rendía. En algún momento se irían o
cargarían contra las murallas. El compás de espera permitía a los jefes de Thusi soñar que
el sitio acabaría pronto.
Dada la señal de ataque en todo el país, transcurrieron semanas para que los
destacamentos dispersos del Bajo Shemia escogieran caminos para buscar tropas del Loto.
Algunos se dirigieron a Thá Nis, combatieron y perdieron, y supieron de la pérdida de Buba
y Deba y, además, del asedio a Thusi y el ataque al corazón del imperio, pero otros
pusieron marcha hacia Ineb Hed. Al ver la ahora gran ciudad bien custodiada, daban media
vuelta y regresaban. Pocos decidieron ir a Thusi, por lo que la espera por refuerzos se dilató
más de lo esperado. Habían pasado cerca de seis meses desde que Thaqotep ordenara el
ataque y gracias a Bata medio país había cambiado de dueño.
En Butó, la noche del ataque se hizo particularmente larga para atacantes y
defensores. Sucesivos enfrentamientos en no más de cinco metros de ancho, el tamaño
medio de una puerta del perhó de Butó, eliminaba la inconmensurable ventaja numérica de
Bata por sobre Totjenemet III y, por eso, la lucha continuó hasta la mañana. Thaqotep tenía
la particular idea de evitar dañar, y menos destruir, el edificio, aunque en el decurso de esa

-210-
violenta noche la idea lo acosó varias veces. Deseaba sentarse en el trono real, inmaculado,
convencido que ese solo acto implicaría la unificación de los dos países bajo su mando,
tarea que había sido encomendada, una vez que se deshizo de sus hermanos y hermanas,
exclusivamente a él.
Por eso la pelea se circunscribía a breves persecuciones entre los salones del
palacio, pero el rey del Loto sabía que al del Papiro se le acabarían las puertas e insistió en
seguir la batalla como se presentaba. De un momento a otro habría espacio suficiente para
desplegar el mayor número sobre Totjenemet III. Poco sabía Thaqotep que el rey del Bajo
Shemia disponía de una ventaja fortuita e insospechada. Se saltaron el aseo matinal y los
ritos de agradecimiento al día, que despuntaba mostrando, a diferencia de antes, un aire frío
y un sol cubierto.
Comenzaba a llover.

***

Sisobek de Deba llegó a Ineb Hed, esperando poder regresar desde allí a Ehdú, su
ciudad natal. Totjenemet III había expedido una orden real de captura y su permanencia en
el Bajo Shemia lo tenía en continuo peligro. Debía huir lejos, tan lejos como pudiera su
sagacidad ubicar aliados o viejos amigos. Tal vez la afrenta a Dier de Nekeb estuviera
olvidada y podría hacerse de un red de seguridad para protegerse del Bajo Shemia. Perder
el dominio de su ciudad le costaba mucho, pero le parecía razonable si la alternativa era
morir. Viajó oculto como caravanero por un par de semanas y, cuando llegó a Ineb Hed,
escogió la casa mayor para presentarse. Allí se topó con Nármer, el hijo del rey, que era en
ese momento reprendido por su maestro escriba. Recibía un medido varillazo en la mano.
El signo de la copa le había salido torcido.
Sisobek saludó al maestro y al niño, presentándose. El escriba llamó a un sirviente
para que trajera a Sispeh, visir del Alto Shemia. Oír el cargo puso en el corazón del ex
gobernador de Deba un temor que lo congeló, pero volvió pronto a su tibieza. El visir que
le perseguía en sueños y vigilias había muerto y su reemplazante no lo odiaba, tal vez ni lo
recordaba.
El entrado en años Sispeh hizo su aparición con sobriedad, como todo en su vida.
Miró con extrañeza y sin autoridad, casi con familiaridad, al recién llegado. Rebobinó en su
recuerdo el tiempo de su amigo-enemigo Ity. Rememoró a Sisobek de Ehdú como un
general experimentado, locuaz y exitoso. Llegó a Deba y ahí se quedó, para gobernarlo. Pe
Ity le había consagrado el cambio de origen, algo que sólo el perhó podía entregar, y lo
hacía como forma de corroborar el prestigio del personaje y mostrar la alegría del país por
su obra, de modo que fuera conocido como Sisobek de Deba. Algún evento confuso
arrastró a Deba de vuelta al dominio del Bajo Shemia. Intentaba repasar qué había ocurrido
para que la ciudad pasara del control del Loto al del Papiro sin guerras, pero no asoció el
hecho con Sisobek. Ahora, éste volvía al Alto.
Inquirió entonces Sispeh.
-¿Qué vienes a hacer a mi país, extranjero? -su pregunta fue calculada. Usó el
término extranjero para enfatizar su deseo de oír una explicación satisfactoria.
Sisobek esperaba una pregunta así. Después de todo, él mismo había dado la espalda
al Alto Shemia y seguramente exigirían una elucidación al respecto.
-Soy perseguido por tu enemigo, visir. La ciudad que he gobernado con el celo del
Loto ha sido tomada por el perhó del Papiro, y me vi forzado a huir. ¿Dónde puede un hijo
ir, si no es a su hogar? ¿Qué puede hacer un padre, si no es acoger a su hijo?

-211-
-¿Cómo es esto de tu ciudad, extranjero? -replicó con firmeza el visir.
-Con una daga en el cuello, he debido rendir la ciudad. Una autoridad no quiere
muertos entre sus dirigidos, visir -dijo Sisobek con falsa candidez.
-Con una daga en el cuello, una autoridad deja de serlo.
-Ya, visir, mi gente no ha muerto, pero yo he sido expulsado. Quien fuera rey del
país ha venido a mi casa.
-¿Wosret de Busiris? -preguntó Sispeh.
-Sí, visir. Y he huido porque el rey cree que le ayudo, a Wosret de Busiris.
-¿Está él vivo?
-No lo sé, visir. Le han cogido y era llevado a Butó. Presumo que morirá allí
-entonces, cambió secamente de tema-. Visir, vengo a darte lo que sé de la fe de Usir y
Hor. Sé que nuestro dios Pe Thaqotep es justo y adora a Usir y Maat. He vivido en las
cavernas de Deba y puedo darte mi conocimiento. Acógeme. Odian a Seth, han estudiado el
origen del mundo y me temo que tienen razón.
-¿De qué hablas, Sisobek de Deba?
-De Seth, visir. Los arquitectos de Usir han indagado desde el principio. El Alto
Shemia no puede seguir adorando a Seth. Es una traición a los Padres y mi deber es darte
mi conocimiento.
Sispeh reflexionó un momento. Sabía que el origen de la religión de Ity era,
precisamente, Deba, un lugar considerado tan misterioso como el río mismo, cuyos templos
subterráneos pocos conocían, pues sólo un puñado de iniciados podían entrar. Ity alguna
vez realizó la travesía, incompleta, a los parajes donde moraban los dioses Usir y su hijo
Hor, dedicado en vida sólo a cumplir la sacra profecía que le forzaba a vengar la muerte del
padre, en un ritual cíclico como la vida misma: la semilla en árbol y luego en semilla; el día
con su noche y el hombre con su hijo, o la vida y la muerte, e incluso el Alto con el Bajo
Shemia, como dobles sentados mirándose de frente, sabiendo que la vida consta sólo de
ambos. Ity quiso encarnar esa unión de mundos, una especie de consagración de lo
conocido en un todo integral, pacífico y duradero. Esa fe de sierpes ardientes que nacen del
fuego -ellos las vieron, seguro-, de chacales que pesan el tamaño del corazón y de los
males, de un arquitecto que entregaba su plomada para decir la verdad, de escaleras
gigantes que dirigían las almas al Nut, toda esa religión particular, tan absorbida por Ity y
traspasada a sus hijos finalmente podía revelarse entera, sin errores ni lagunas, a los ojos
del futuro rey.
-Te quedarás, entonces, aquí. Tendrás seguridad -díjole mirando con el rabillo del
ojo al pequeño Nármer. Tomaba esa decisión, como todo lo que hacía desde mucho atrás,
por el éxito del príncipe, que asumiría no sólo como perhó de Nekeb, sino que, según su
modo de entender, asumiría además la unificación del mundo como lo dijera la profecía.
Una habitación se dispuso para el huésped, quien aceptó la tarea de tutor religioso
de Nármer. Sispeh, en sus últimos años disponibles, sabía que el centro de la meta
perseguida no se lograría a base de guerras. Él, que había nacido hijo del supremo general
del país, del creador de las fuerzas militares del Alto Shemia cuando ésta apenas respiraba
las primeras bocanadas de aire en estas tierras generosas, él, que había seguido los pasos
del padre y se coronaba como uno de los más eximios generales de su época, useru, temido
y respetado por todos, él creía su propio oficio inadecuado para realizar la tarea asignada al
pequeño Nármer, de ojos vacilantes y palabra escasa. Lo sabía Sispeh al punto que la
enseñanza militar fue casi inexistente, pero las demás disciplinas, como la astronomía,
escritura, protocolo y fe, entre otras muchas, consumían el día de entrenamiento del joven
príncipe.

-212-
Éste, a propósito, mantenía su carácter taciturno. Bien plantado y de colores
enérgicos, con una belleza más propia de los pueblos del kush, aunque tenía claros rasgos
heredados de la madre, tenía una personalidad bien disímil con su aspecto. Callaba más de
lo que hablaba, jugaba poco y tenía menos amigos, rara vez se destacó por una pregunta
certera o un comentario apropiado. Era un chico del montón, no mostraba nada que hiciese
creer a un espectador que se encontraba frente al futuro máximo líder de la ahora potencia
más poderosa del mundo. Las conversaciones con Sispeh o con los demás tutores se
circunscribían a la disciplina correspondiente, y no traslucía brillantez, aunque tampoco
retardo, en ninguna de ellas. Nada le gustaba ni mucho ni poco, y tenía placeres
equilibrados aunque también puede decirse aburridos. En fin, Nármer era un muchacho, y
punto. Decir más de él significaba una exageración, en la dirección que siguiera el
comentario.
Nada de esto concernía, en todo caso, al añoso Sispeh. “El fuego que arde en exceso
consume rápido la leña, mientras que el débil fuego es vencido por el viento”, se decía. El
ponderado, a falta de latoso, carácter de Nármer alimentaba las esperanzas de Sispeh, cuyo
ideal de buen shemiano incluía la mesura y la contemplación, más que la agresividad o la
acción, y para qué añadir la lasitud o la idiocia. Estaba fascinado. Contra lo que cualquiera
que conociera a Nármer diría, él veía en sus habilidades planas una virtud en la suma.
Después de todo, creía, el destino de los grandes estaba escrito en sus tumbas, pero no en
sus tronos.
En efecto, los demás adultos que acompañaban el día del muchacho tenían una
opinión similar respecto de su carácter, aunque menos optimista. Les asombraba que el
chico midiera sus palabras para decir algo soso, o que poco le preocupara una tarea fácil o
difícil, poniendo siempre el mismo entusiasmo, es decir un entusiasmo ínfimo, sin importar
la complejidad del asunto. Cogía el propulsor de flechas con la misma intención, o desidia,
con que cogía el frasquito de polvos minerales con que se maquillaba por la mañana. Y de
hecho parecía que cazar un leopardo le causaba la misma excitación que grabar una palabra
en la arcilla. Con doce años, decían, sus aptitudes ya debían haber saltado a la vista, pero
eso aún no sucedía.
-Háblame de Wosret de Busiris, Sisobek de Deba -pidió Sispeh de Ehdú.
-Qué puedo decir. Es un ruin -respondió el ex gobernador-. Fue shoshiq de Busiris
hasta que una historia muy liosa lo puso en el trono del Bajo Shemia -Sisobek, chismoso
contumaz, no pudo contenerse y le contó, tomándose un buen rato y gozando cada detalle,
la sórdida ascensión de Wosret, incluyendo los asesinatos del rey anterior de Busiris, de la
esposa de Totjenemet II y sus hijos, y del mismo Totjenemet II.
-¿Todo por una mujer?
-Sí, Sispeh. La madre de Totjenemet el Tercero fue una mujer hermosa, y según
cuentan, provenía de Nekeb.
-¿De Nekeb, dices?
-Así es. Su nombre va y viene a mi corazón, pero no logro recordarlo.
-Yo mismo le conocí, a Wosret -prosiguió Sispeh-. Un tipo singular, sin duda, y
muy arrogante.
-Lo es, lo es. Esperemos que el nuevo rey haga justicia.
-No la hará si Thaqotep lo derrota.
-Lo malo -carraspeó Sisobek- es que Wosret podría salirse con la suya.
-Es un precio razonable si queremos terminar esta maldita guerra. Bien, gracias por
la información, Sisobek. Hará falta saber más de Totjenemet el Tercero, después de todo -el

-213-
visir hizo una cortés reverencia, dio media vuelta, acarició la calva cabeza del pequeño
Nármer y se dispuso a salir del salón para dejar que Sisobek continuara su clase.
-¡Aguarda! -gimoteó éste, como un ganso, poniéndose una mano en el pecho-
¡Cómo es el corazón! En cuanto deja uno de esforzarse viene aquello que se olvida.
-¿De qué hablas?
-Lo recordé: Ihé. La madre de Totjenemet el Tercero se llamaba Ihé de Nekeb.
Sispeh palideció.

***

Totjenemet III logró pasar la mañana lluviosa, sin haber sido capturado, pero había
cedido la mitad de su palacio al pillaje del enemigo, y pudo oírlos durante toda la noche. En
el día, sin embargo, le pareció que los soldados no avanzaban. Pensó que tal vez las
barricadas funcionaron, o que algo curioso les entretuvo, pues no intentaron derribar la
enésima puerta cerrada tras él. Dijo a su general que debía intentar una contraofensiva
ahora que el entusiasmo rival se apagaba, por lo que Nersis ordenó a unos shoshiqes que le
acompañaran. Abrieron sigilosamente la puerta que los protegía y miraron el salón de
esculturas del otro lado. Sentados en toda la extensión de la habitación, los soldados del
Alto Shemia se miraba entre ellos con actitud temerosa. Organizó todo el contingente
disponible detrás de los shoshiqes, planteando allí mismo sus intenciones para la
escaramuza. Se dispusieron en varias líneas anchas, justas para el calibre de la puerta, y
esperaron la orden de Nersis.
El grito de ataque del general coincidió con la abrupta apertura de la puerta.
Corrieron casi enceguecidos por la arenga del dios Totjenemet III, blandiendo sus largas
dagas de bronce, cogiendo por sorpresa a los asustados infantes enemigos. La batalla fue
breve pero intensa, y la carga de Nersis cumplió, en diez minutos, el objetivo propuesto.
Barrieron con los que no alcanzaron a asir sus armas, y los demás salieron disparados al
otro lado del salón. Tras cartón, el grupo defensivo cerró firmemente la puerta y la aseguró
con los grandes pedestales de piedra de un par de estatuas del salón. Totjenemet III había
recuperado, gracias a la osadía de Nersis y el miedo inexplicable del enemigo, todo un
salón de su casa.
Thaqotep se había encogido de miedo. El evento de la lluvia anunciaba un presagio
que parecía cumplirse cuando la carga enemiga en el salón de las estatuas. Mirando cómo el
Misterioso se abatía desde el cielo, el rey del Alto Shemia rogó no ser él la razón de
semejante evento. Cuando supo que habían retrocedido una habitación a causa del ataque
enemigo, exigió doblar su protección, temiendo que Totjenemet III hubiera sido llamado
por los dioses para cargar contra él, esa mañana de garúa.
-¿Qué quieres? -preguntó en alta voz el rey. Sus generales miraron extrañados. No
dirigió la pregunta a nadie en particular, y nadie en particular supuso si debía responder-.
¿Es que no soy yo? ¿Es correcto esto que estoy haciendo? -el volumen de su voz
aumentaba- ¿Debo seguir? ¡Háblame!
Dio media vuelta y se retiró rumbo al templo que había escogido como cuartel para
el ataque al perhó de Butó. Los demás se volvieron para observar el fin de la curiosa
escena. Quizá Thaqotep habló con los Padres y obtenía de ellos una respuesta y por eso giró
sobre sus talones para entrar a su cuartel.
-Refuerza las puertas. Tenemos que evitar que puedan abrirlas otra vez -dijo Bata a
un shoshiq, sin quitar la vista al dios-rey que se retiraba del lugar.

-214-
En ese preciso instante llegaba a la vacía Butó el destacamento que traía al
prisionero Wosret de Busiris. Se toparon con los campos abandonados y las casas
deshabitadas. La lluvia había apagado los hogares de las forjas y la tierra despedía su olor
húmedo característico. Oyeron ruidos en el perhó y pensaron lo peor.
El destacamento se componía de unos cincuenta hombres, dirigidos por dos
generales, uno de los que tenía a cargo el grupo -de ocho- dedicado a mantener al reo. El
otro ordenó a tres soldados que se dirigieran al perhó, en silencio. Los demás adoptaron la
posición de guardia. Esperaron. Al cabo de quince minutos, los descolgados regresaron con
la noticia: el palacio era escenario de un combate. Se reordenaron. El general del preso, el
preso y los ocho soldados se quedaron, mientras los demás corrieron a hurtadillas hacia el
perhó.
Cubierta por sacos, pastos y ladrillos, había junto a la Casa Mayor de Butó una
trampilla que dejaba ver una escalerita en descenso. La traspusieron y avanzaron por el
secreto corredor, hasta aparecer del otro lado, en la biblioteca, donde ánforas guardaban
rollos de papiro que contenían rezos, manuales y cartas, himnos y mapas, todo lo cual
componía la colección literaria personal de Totjenemet III. Recorrieron quedamente las
piezas de la casa hasta que lograron dar con la que albergaba a los doscientos soldados y
generales, y al perhó mismo. Saludaron, se informaron y se integraron a la defensa. Un
soldado deshizo el trayecto para informar al general que retenía afuera a Wosret.
Repentinamente, y mientras Nersis ordenaba sus nuevas fuerzas, una violenta carga
destrozó la puerta del salón de esculturas, un tropel ingresó y cargó con más vehemencia
contra la siguiente puerta, que cayó en cuestión de minutos. En el desorden causado por
ambas circunstancias, finalmente se encontraron, de frente, atacantes y defensores, en un
cuarto de dimensiones muy encogidas, húmedo y con textos a medio escribir en sus
paredes.
-¡Ríndete, rey! -gritó Bata el Negro.
Avanzaron un paso a la vez, entrando en la habitación. Los soldados del norte
retrocedieron cada paso. El muro se acercaba, igual que los enemigos.
-¡Ríndete, rey!
Otro paso adelante, otro paso atrás. Como el gas en la botella, los infantes del Bajo
Shemia se apretujaban en un espacio demasiado pequeño para todos.
-Usir dirá -musitó Totjenemet III, a quien el buen humor se le había agotado esa
mañana-. A todos nos esperan los Padres, con sus brazos abiertos.
Atacaron los defensores. Cayeron treinta, abatidos por cuchilladas o mazazos.
Intentaron otra vez. La sangre se esparcía por el piso, resbaloso. Los repelieron con fuerza.
Intentaron otra vez. Los cuerpos dificultaban el movimiento, muchos se tropezaban. Fueron
rechazados a punta de golpes. Cayeron treinta más. Intentaron una vez más, pero el
enemigo tenía una ventaja numérica demasiado cardinal. Cayeron otros treinta. Quedaba
poco. “Recíbeme, Usir”, se dijo Totjenemet III.
Bata arengaba a sus hombres al asalto y las fuerzas del Papiro cedían. El Loto se
entregaba al frenesí. Cargaron con el alma.
-¡El rey ha muerto! -se oyó una voz.
Caos y confusión. Todos se miraban. Manchados en sangre, sudorosos, sin
maquillarse, cansados y soñolientos, los soldados del Alto Shemia observaban con estupor
la escena que allí se desarrollaba. Los del Bajo Shemia que quedaban en pie tampoco daban
crédito a lo que ocurría. Sus gestos de terror se transformaron en extraordinaria
incertidumbre y temor. Nadie dentro del cuarto alfombrado de muertos podía decidir qué
debía hacerse, porque la muerte del rey resultaba increíble e inesperada. Casi como si lo

-215-
hubieran acordado, bajaron sus armas. Algunos comenzaron a sollozar, mientras otros
limpiaban como alelados sus dagas y porras, como no teniendo otra cosa que hacer. Una
gotera caía en un costado de la habitación, y el hueco ruido que hacían las gotas al golpear
la piedra dominó el momento. Tal era el silencio. Unos pocos heridos se arrastraron lenta y
dolorosamente, queriendo acomodarse para recibir la muerte en una pose menos indigna, y
otros se tomaban la cabeza, incrédulos.
Retrocediendo con cautela, los soldados del Alto Shemia que habían invadido el
salón, lo abandonaron lentamente, sin quitar sus miradas de sus enemigos, igualmente
sorprendidos. Al salir, corrieron fuera del palacio apurando su marcha de modo instintivo.
El rey había muerto.
Totjenemet III recobraba, casi instantáneamente, su buen humor.

***

-¿Hoy mismo? -preguntó Nármer.


-Sí, hijo. Hoy -respondió Sispeh.
-¿Crees que estoy preparado?
-Créeme, no estaré aquí para saberlo, hijo.
Wosret de Busiris fue degollado y descuartizado en la renovada plaza pública de
Butó, castigado por instigar al pueblo contra el rey y porque fue injusto con la mano
benévola del dios. Terminaba su vida de forma indigna, después de regir los destinos del
Bajo Shemia por casi dos décadas. Para el país, su caída representaba, desde cierto punto de
vista, el término de una era, y con el triunfo de Totjenemet III sobre el Alto Shemia, el
inicio de la siguiente. Los dirigentes sabían que costaría mucho tiempo al Papiro rehacerse
si pensaba rescatar Thá Nis, Deba y Buba de las manos de Bata, el minucioso y cruel
general del Alto Shemia que la conquistara unos meses atrás. Y, aunque Thusi logró resistir
el asedio enemigo, su calidad como ciudad decayó progresivamente sin que nadie pudiera
revertirlo.
Se cerraba un ciclo importante en el Bajo Shemia, que corroboraba un par de cosas
importantes y que se mostrarían como los indicios de lo que venía. En primer lugar, habían
perdido el impulso victorioso del principio, a causa de su magnífica civilización que
desdeñaba las guerras por hallarlas primitivas, deseando en cambio una vida de comercio,
fe, política y lujo. Poco importaban las fuerzas armadas, y ellas nunca encontrarían un lugar
en la compleja y adelantada sociedad bajoshemiana, que las miraba con desprecio.
El ciclo cerrado probaba también que la guerra sólo había empobrecido a sus
habitantes, mucho más que a otros pueblos. Entregar el oro y la plata, el cedro y el bronce y
la mirra y los dátiles para cumplir un fin bélico estaba fuera de la idea del habitante medio
de Odsiré, Japé o Thá Nis. La muerte, una cuestión relevante para la fe de Usir y Hor, de
Maat y los arquitectos, no podía entregarse a un fin tan absurdo como ellos creían a la
guerra. El fin de conquistar por poder no entusiasmaba al ciudadano, aunque el rey lo
deseara con todas sus fuerzas.
Además, el Bajo Shemia estaba, nuevamente, dividido. Totjenemet III era
espléndido rey, pero eso no bastaba. Había llevado a su país a un estado indeseable, la
guerra, y ahora le criticaban desde todas partes por ello.
Los pueblos del mar, los europeos, por otro lado, aunque sedientos de comercio,
tenían un límite, y ese límite había sido transpuesto con holgura durante la última guerra
con el Alto Shemia. La desconfianza era tan grande que ahora hacían negocios con Libia y
con el pueblo de los poniis, más allá del Sinaí. Los cotizados productos venidos del gran

-216-
mar se vendían muchísimo más caros a sus nuevos intermediarios, y ninguna embajada
pudo reponer al Bajo Shemia como un lugar seguro para el comercio.
Por último, la religión, quizás el único elemento aglutinador disponible en la
sociedad del Bajo Shemia, había cambiado de centro gravitacional, desde Deba, ahora
abandonada sin su fiel y prestigiado gobernador, hacia el sur, exactamente a Ineb Hed. Los
pueblos y ciudades del Papiro se abandonaron a una fe en la que el rey no participaba.
En tanto, el Alto Shemia se reponía del suicidio de su rey Pe Thaqotep. Regresados
a Ineb Hed, los soldados del Loto que participaran en el fallido asalto al perhó de Butó se
desperdigaron. Algunos recorrieron el camino de regreso al sur, mientras otros volvieron a
ciudades capturadas donde dejaron intereses, transformándose en latifundistas poderosos e
influyentes. Se despidieron unos de otros con abrazos calmos, como entre personas que
sobrevivieron a una catástrofe.
El general Bata siguió camino al norte con una buena parte de su ejército personal y
guerreó contra el puerto de Akhá, restaurando una etapa quebrada cuando su rey lo llamó
para atacar Butó. En tres meses y pese a disponer de una fuerza menguada, el Negro
conquistó la ciudad portuaria y entró en ella aclamado por su tropa e, increíblemente, por la
población, que conocía al dedillo las fascinantes historias urdidas en torno al general, un
semidiós o un portento sobrehumano. Cuando hubo finalizado el traspaso del poder, y
apenas recibiera la información de la ascensión del nuevo rey del Alto Shemia y del fin de
las hostilidades, Bata citó a su shoshiq, a quien no sólo había entregado su confianza en el
campo de batalla y para las tareas de administración de sus conquistas, sino que además
amaba más que a su propia vida, para hablarle con el corazón abierto.
Bengai, el shoshiq del Negro, era europeo, blanco como el lino, de ojos celestes
como el cielo y de suaves facciones como un ternero. Se miraban con dulzura.
-Esta guerra está terminada, Bengai. Hice cuanto los dioses me pidieron, y no tengo
intenciones de permanecer aquí.
-¿Qué harás, amor? -le preguntó Bengai, entornando los ojos. Bata suspiró.
-Me quedaría contigo. Pero no puedo, necesito la guerra y cruzaré el Gran Mar.
-Entonces, te irás.
-Así es. El Minos está en guerra y mis servicios serán útiles allí. Hablaré con la
tropa y veré qué desean hacer. Sé que muchos quieren quedarse en Shemia y los entenderé.
Casi todos se han enriquecido con estas campañas y comprendo que algunos quieran
disfrutar sus ganancias, pero también habrá otros que, como yo, no pueden abandonar esta
forma de vida.
-¿Y yo?
-Tú -dijo Bata, y se quedó en silencio unos minutos-. Tú me acompañarías al
Naunet, a las profundidades del mundo, pero no debo forzarte a hacerlo.
-Si es el Naunet al que vas, contigo iré -contestó sin pensárselo.
Así que Bata el Negro de Nubia, el revolucionario general de la guerra, acompañado
de su amante europeo, adquirió seis barcos trirremes y partió con su ejército personal hacia
la isla de Minos en medio del gran mar, para prestar sus servicios al rey que mejor le
pagase. Mantuvo correspondencia con gobernadores y shoshiqes de Shemia y por ellos se
supo que Bata triunfó en todas las muchas batallas que lidió. Sin embargo, su muerte la
causó el hombre de quien menos se habría esperado, el europeo Bengai, que se cambió de
bando porque su tribu originaria pertenecía al enemigo y, mascullando el dolor de cometer
una traición cruel asesinó al Negro mientras éste dormía, después de tener sexo con él. Se
extinguió así uno de los personajes más exuberantes del Alto Shemia, que dejó como
herencia una casta de terratenientes orgullosos, los “hijos de Bata”, impulsores de una

-217-
forma de vida severa, sobria y ordenada, como el Negro mismo. Los minoicos construyeron
una enorme estructura de madera sobre la que colocaron los despojos del general nubio y,
como dictaba la regla en esa extraña región, pegaron fuego para que limpiase el espíritu de
Bata.
Bengai envió una misiva a Isasi contándole de la muerte del Negro, aunque ocultó
que él había perpetrado el crimen, y le pidió que levantasen en Oomboj un cenotafio en su
nombre
Mientras Isasi dirigía los destinos de Nekeb al término de la guerra, conteniendo el
caos por la ausencia del Escorpión, se realizaron los preparativos para el entierro del
legendario soberano que dirigió una fuerza militar expansiva y gloriosa capaz de llevar al
Loto a la mayor extensión territorial de su breve historia, que la transformó en la más
grande potencia de la historia.
El chambelán se sentaba con frecuencia en el trono de Nekeb creyéndose el rey.
Curiosamente, nadie reclamó el solio de la ciudad y tampoco se cuestionó que
permaneciera como gobernador de Nekeb, incluso después de la coronación. Con el tiempo
su rol en la trama del mundo, sin Thaqotep a su lado, perdió protagonismo y terminó sus
días anciano y tranquilo mientras dormía en la cama real. Todos, sin embargo, le
recordaron como artífice del triunfo del Loto y los sacerdotes aseguraron que los Padres lo
habían recibido en el paraíso que espera al otro lado del mundo a los que hacen bien en este
lado.
“Tal vez Thaqotep comprendió todo cuando se quitó la vida en Butó”, escribía
Sispeh en su diario, en Ineb Hed, días antes de dejar partir el pájaro vital, Ba, que moraba
en su cuerpo. “Finalmente, nuestro pueblo puede entender la verdad de la profecía que
Senbi develara al dios Ptá, y esa verdad descansa, para mi alivio, en el corazón del hombre
llamado a cumplirla.”
Sispeh hizo, al final de la guerra, un último viaje antes de dejar esta vida. Sin
escoltas ni embajadas, partió solo rumbo a Butó. Luego de dos semanas, entraba por la
refaccionada puerta del perhó del Bajo Shemia para entrevistarse con Totjenemet III. Se
reunieron privadamente, solos los dos, como lo pidiera el visir del Loto.
-¿A qué debo tan significativa conversación, visir?
-Para comenzar, quiero agradecer tu anuencia, dios -dijo Sispeh, prosternándose con
solemnidad.
-Ya, ya. Ven, siéntate, no te pongas tonto. Bebe vino y prueba estas palomas, están
fantásticas.
-Rey, he venido por un asunto importante -dijo sentándose.
-Ya lo creo, ya lo creo, visir. Nada saca a un visir de su puesto a menos que sea
importante, y más si esa visita es al rey de otro país, pero también importa comer. Ven,
cena.
-Es importante, rey.
-De acuerdo, entonces. No te andes con rodeos.
-Rey, es sobre tu madre -tras decir esto, Sispeh notó que Totjenemet III se sonrojaba
preocupado-. Sé cosas que te asombrarán.
Totjenemet III se quedó mirándolo como quien mira una bifurcación desconocida
en el camino. Se frotó las manos.
-Mi madre. Mi madre -repitió para sí.
-Rey, tu madre es hija de Nekeb.

-218-
-Eso lo sé, visir, es mi madre. Fue mi madre. Bueno, lo es aún -dijo el rey
nerviosamente. Luego se excitó incorporándose-. Pero, ¿qué negocios tienes tú con ella?
Debo saberlo.
Sispeh tensó los músculos. Totjenemet III tenía fama de hombre amable y su rostro
intrigado no lo presentaba como un hombre amable.
-Rey, tu madre no sólo es hija de Nekeb.
El visir hizo una larga pausa. Había hecho el viaje para revelar este secreto. Tal vez
había vivido su vida entera sólo para revelarlo, quizá su padre, tantos años atrás, le había
dicho que tendría el destino del mundo en sus manos refiriéndose precisamente a ese
momento. Debía decirlo, y debía decirlo en ese instante.
-Tu madre es también la madre de Ity, y es la abuela de Sikhu, Netikerty y
Thaqotep. Ihé de Nekeb fue esposa de Ptá y su sangre corre en las venas de los reyes de
Nekeb, como en la del rey de Butó. El futuro dios-rey del Alto Shemia, Nármer, es hijo de
Thaqotep y de Netikerty. Nármer es tu pariente, rey.
Una mueca de asombro se pegó en el rostro de Totjenemet III. Como no obtuvo
respuesta, Sispeh prosiguió.
-Todas estas guerras han sido vanas, rey. Como si no nos hubiéramos fijado,
hermanos han combatido a hermanos. La misma carne, la misma herencia. Con Nármer y tú
emparentados, es obligatorio detener este conflicto, pues es absurdo, rey.
Totjenemet III no salía de su estupor. Aún no pestañeaba. Su corazón procesaba la
revelación de Sispeh tan rápido como la confusión se lo permitía. Él, pariente del otro.
Thaqotep se había suicidado en Butó. Su sobrino. Y su sobrina, ¡su sobrina! Él mismo
mandó decapitar a su sobrina, Netikerty. Él, pariente de Ptá. Él…
-Deseo conocer a Nármer, visir -fue todo cuanto pudo contestar Totjenemet III.
-Antes debemos discutir qué harás con tu reino, Totjenemet el Tercero de Butó -dijo
secamente el visir, mirando al rey a los ojos.
-¿Y será en Nekeb? -preguntó Nármer mirando el horizonte desde el templo de Ineb
Hed.
-Será donde tú quieras, hijo -respondió Sispeh.
-Será en Ineb Hed, entonces.
-Aquí será, entonces.
Nármer era coronado en Ineb Hed como el nuevo perhó del Alto Shemia. Su
primera instrucción fue ampliar el palacio real de la ciudad, para acoger al Consejo de los
treinta ancianos y para traer el sarcófago con el cuerpo de su madre, y también porque
quería los restos de su padre junto a ella. Los conoció poco, pero gracias a la veneración a
los dioses de la tierra y los muertos, entendía Nármer que debía venerar también a sus
padres, porque todo lo que él era lo obtuvo de la sangre de ellos.
Trajo desde Butó a un grupo de arquitectos mistéricos, a quienes pidió levantar las
murallas de la ciudad. Serían murallas blancas, señal de paz, las llamadas Men-Nefer, más
tarde Menfis. Nunca más una ciudad del Alto Shemia vestiría paredes de guerra, sino de
aviso. Quien errara por el desierto encontraría, como a una estrella en la noche, la
indicación solemne de que allí, en la Ineb Hed de las Men-Nefer, su sed sería saciada y su
hambre satisfecha.
Los arquitectos de Butó construyeron las murallas que pidió levantar Nármer con
caliza de Tura. El nuevo rey cambió el nombre a la nueva capital del Alto Shemia y la
llamó, como a las murallas, Menfis. Los arquitectos butoneses levantaron templos en
nombre de sus dioses del norte, que se fusionaron con los del sur, entregando la visión
cosmogónica del universo según Shemia, en que el bien, Usir, puede ser abatido por el mal,

-219-
Seth, pero los hombres y sus actos de bondad, Maat, permitían resarcirse del error cometido
a través de Hor.
Y Nármer los acogió, como acogería al sediento y al hambriento. Su madre pensaba,
como él leyera en sus diarios, que la grandeza de Shemia descansa en la bondad de sus
hijos, en la cooperación y el amor, en el entendimiento de la fragilidad de los ciclos y la
necesidad de los hermanos de respetarlos. Los templos son construidos por muchas manos,
casi todas anónimas, y lo logran sólo porque desean hacerlo, y para desearlo es necesario
quererse entre sí, para evitar el pleito y la querella. Nármer comenzó él mismo por erigir el
imperio que deseaba, desde su propio corazón, y acogió a sus desconocidos padres en su
seno, llorando con mesura la partida de Sispeh tres días después de ceñirse la corona blanca
que lo convertía en el sexto dios-rey que gobernaba el Alto Shemia desde que el dios Ptá
creara el país cuatro generaciones atrás.
-¿Cómo lo supiste? -preguntó Nármer.
-La segunda frase de la profecía ya no hablaba a Pe Thá, sino a tu madre -respondió
Sispeh-. Ese hijo eras tú. No tenía sentido que la profecía le hablara a un dios, que sabe más
que ella.
-Puedo entenderlo.
A sus quince años, Nármer podía ver cómo el mundo había cambiado después de
tanto odio y tanta guerra. Miraba el río desde el palacio, atesorando las enseñanzas del visir
Sispeh, su padre, al fin. Sisobek de Menfis regía el cargo ahora, y recomendaba al rey
visitar a su pueblo y a los otros pueblos, quererlos y empujar en ellos el deseo de prosperar
unidos, así como lo querían Usir y Ptah. Ondeaba tranquilo por su cauce, acariciando el
viento y la orilla, tibio, bañado de las perlas que el sol refleja en su vientre sinuoso, esa
tarde de sus quince años en que Nármer entendía, finalmente, lo que Sispeh le decía sobre
el mundo, su país y la profecía.

-220-
Epílogo

Un escriba y un escultor observan este acto.


El escriba transcribe el inédito diálogo.
El escultor lo traduce en una sola imagen.
Sentados uno frente al otro, los protagonistas, conversan. Con cincuenta y tantos
años, al borde del fin de sus días, mira al otro, un muchacho que comienza el trayecto. Se
saludan sin tocarse, pero sus miradas se cruzan y, se diría, se agradecen. El mayor le
muestra el lugar y le pide que no cambie nada, porque la tradición allí es fuerte y nadie le
perdonaría hacer modificaciones. El menor asiente y le dice que no ha llegado allí para
enterrar nada.
El escultor se esmera en capturar el gesto del menor. Es ponderado, medido,
extremadamente cauto, pero sus ojos no relucen y sus palabras no destacan. Al mayor lo
conoce, pero quiere atesorar el momento, y se fija que sus ojos están vidriosos y sus manos
tiemblan apenas. Los esculpe sentados y sonrientes. Teme que por hacerlo instantáneo,
quite al momento su solemnidad, pero decide confiar a su corazón y a su instinto la tarea de
resolver cómo plasmar un instante familiar e infinito. Dibuja sobre un pergamino de cuero
los trazos de su obra, usando negra tinta y un pincel que tirita en sus manos.
El mayor le cuenta que no deja descendencia pues nunca se acostó con mujer. El
menor dice qué lástima, en realidad no quiere decir eso, pero poco importa, la visita no es
para eso. El menor le dice que no hay nada que temer, que él prácticamente vivió tocando
su cultura y que jamás se atrevería a dañarla, porque la ama como la ama el mayor. El
mayor le dice que quiere morir en esta casa, donde el escriba transcribe y el escultor pinta
su boceto. El menor asiente, nuevamente. Es correcto, dice, y no quiere precipitar las cosas.
Los tiempos pasarán. Los hombres leerán, como un libro con la luz de una tormenta
de relámpagos, apenas retazos del más glorioso momento de este pueblo, dice el mayor. El
futuro dirá que es correcto, puntualiza.
El escriba finalmente pone la rúbrica en el pergamino, confiado que su delicada
trascripción un día será puesta en basalto, para retar al tiempo. Su caligrafía, la habilidad
para sintetizar ordenadamente en el espacio disponible y la destreza con que redactó la
asamblea lo deja plenamente satisfecho y convencido que los dioses, en especial Tot, le
sonríen desde el otro mundo.
No ha notado lo mismo el escultor. Sus bosquejos son insatisfactorios, aunque
igualmente obtuvo la esencia de los dos personajes. Decidió labrar varias paletas
conmemorativas del evento, en esquisto, para enviarlas a todos los templos del país,
especialmente a Nekeb, la ciudad madre del Alto Shemia, cuyo nombre, en realidad,
desaparecía tras la magna cita a cambio del de Menfis, la ciudad de las murallas blancas,
capital del país. Con el tiempo, el escultor alteraría significativamente el tamaño, motivo y
contenido de las paletas, transformando el sentido de la asamblea, pero manteniendo
firmemente la noción central que en ella quedara plasmada: que el menor triunfaba, aun
tratándose de una reunión y no una guerra.
El territorio del país de Shemia comienza en un amplio abanico verde, bañado por
las aguas del misterioso río, que en esa zona se abre como en mil lenguas y navega
plácidamente hasta entregarse al gran mar. Más al sur, cuando el abanico se cierra en un
solo bello, poderoso y benéfico caudal, el oasis se estrecha a un margen pequeño en ambos
costados. El país se extiende delgado junto al río hasta el lugar donde éste cae desde las
alturas, en una furiosa catarata, la primera de muchas que el dios río recorre desde su

-221-
desconocido origen. En esa franja de tierra se forjó el primer corazón divino del pueblo, un
hombre alto y delgado, de tenues labios y mirada inquieta, que llevó a su gente al gran valle
de Nekeb, para fundar su casa y su país.
Termina la inédita reunión. El rey del Bajo Shemia, Totjenemet III de Butó, viejo y
cansado, ha concluido la asamblea en la que decide que entregará, tras su muerte, la roja
corona del reino al rey del Alto Shemia, Nármer de Menfis, dios del Loto y biznieto del
primer dios de Nekeb, Thak del Este, quien, desde los cielos de Nut, observa dichoso la
unificación de su amada Shemia.

***

“Shemia”, palabra que proviene de la combinación de símbolos “Kmt” (para su


adecuada pronunciación se denomina “kemet” o “shemia”), es el nombre que en el antiguo
idioma egipcio se denomina a la tierra negra que se posa en la vera del Nilo. De este
término provendría la palabra griega “Egipto”.
La historia del Egipto Antiguo comienza con la unificación de “las dos tierras”: el
Alto Egipto, al sur; y el Bajo Egipto, en el delta del Nilo. Esta denominación se produce
porque el Nilo corre de sur a norte. La unificación la realizó un rey que parece haberse
llamado Menes o Nármer (3.185? a 3.125? a.C.).
Nármer aparece como fundador de la I Dinastía de reyes de Egipto, de un total de
treinta dinastías en que suele dividirse su historia, según la obra del sacerdote Manetón -que
vivió durante el reinado de Ptolomeo V, que gobernó Egipto entre 205 a.C. y 181 a.C.-,
escrita en griego y que llegó a nosotros gracias a otros autores, como Flavio Josefo.
Nármer dio inicio al Período Tinita de la historia egipcia, con capital en Menfis, que
concluye hacia el 2.065 a.C., con el término de la II Dinastía. Luego, le sucedería el período
llamado Imperio Antiguo, que incluye las III y IV Dinastías, época en la que se
construyeron la Pirámide Roja de Saqqara, las Grandes Pirámides de Gizeh y la Gran
Esfinge.
El Imperio Antiguo termina alrededor del 2.100 a.C., y da paso al Primer Período
Intermedio, que duró unos 60 años, durante los que Egipto vivió una profunda crisis social,
política y económica, caracterizada por el desmembramiento del país en pequeños reinos.
Alrededor del 2.040 a.C., otro caudillo proveniente de la región del Alto Egipto,
Mentuhotep II (de la XI Dinastía), vuelve a unificar al país, inaugurando el Imperio Medio,
cuya capital fue la sureña ciudad de Tebas. El Imperio Medio subsistiría hasta el 1.700 a.C.,
época en la que se cita la dominación extranjera por parte de los hicsos, que gobernaron
entre las XIII y XVII Dinastías, hasta el 1.550 a.C. A este período se le llama Segundo
Período Intermedio.
Ahmosis inauguraría el Imperio Nuevo (1.550 a 1.069 a.C.), tras expulsar a los
invasores hicsos, e incluye los famosos reinados de Tutmosis III, el “Napoleón egipcio”,
Akhenatón, el “rey hereje” (el primer creador de una religión monoteísta en el mundo), su
hijo, Tutankhatón, que luego cambiaría su nombre por Tutankhamón, cuya tumba,
descubierta en 1922 por Howard Carter, daría inicio a la egiptología como disciplina
científica, y de Ramsés II el Grande.
Al término del Imperio Nuevo, se produjo un largo período de decadencia, con el
debilitamiento del reino y las invasiones extranjeras, denominado el Tercer Período
Intermedio, cuyo término se produjo en 712 a.C., con Nectanebo I, de la XXVI Dinastía.
El siguiente se llama Período Tardío, hasta la XXX Dinastía, y concluye con la
conquista de Egipto (de manos de los persas) por Alejandro III el Magno de Macedonia, en

-222-
332 a.C., a cuya muerte pasa a manos de su general Ptolomeo I, iniciando los reinados
ptolemaicos, pues todos los reyes de Egipto tendrían por nombre Ptolomeo, que terminan
con la última reina, Cleopatra VII, quien tuvo amoríos con Julio César y Marco Antonio. La
reina murió según la leyenda por la mordedura de un áspid venenosa. A partir de entonces,
Egipto pasó a ser provincia romana, por orden del emperador Augusto (Octavio).
La dominación romana proseguiría incluso después de la caída del Imperio de
Occidente, ocurrida en 476 d.C., pues fue continuada por el Imperio de Oriente, o Imperio
Bizantino, hasta el 638, cuando Egipto fue conquistado por los musulmanes. El dominio
musulmán proseguiría hasta nuestros días.
Entre 1.882 y 1.952 Egipto sufrió la ocupación británica, causada principalmente
por una grave crisis económica que afectó al país. El estallido de la I Guerra Mundial
incorporó formalmente a Egipto al Imperio Británico como un protectorado.
En 1.953 fue declarada la República Árabe de Egipto. Abd Al-Nasser se transformó
en presidente de la república en 1.956.
En el Egipto antiguo, según los egiptólogos, no había esclavitud, que sí existió en
tiempos posteriores, como en la antigua Grecia, en Roma o en los Estados Unidos hasta el
siglo XIX.

Mapa del Bajo Shemia

-223-

Você também pode gostar