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A la memoria de mi viejo,

cuyo espíritu anda rondando entre líneas.


Navacerrada, 1972. Anochecía ya cuando Stanis Zubi-
llaga comenzó a tomar las sinuosas curvas del puerto.
El camión que conducía parecía alegrarse de ello, a
juzgar por los cortos bramidos que lanzaba en cada
cambio de marcha. Era el característico “doble em-
brague”, un pequeño acelerón entre velocidades para
que la caja de cambios del Pegaso se dejara manejar.
Los alemanes para aquel tiempo ya traían caja sincro-
nizada, pero el Cabezón, un tres ejes de 26 toneladas,
exigía sus protocolos. Stanis sabía complacer al viejo
mulo con la aquiescencia de un mayordomo: doble
embrague y tercera.
Estanislao Zubillaga, “Zubi” para los amigos, se echó
a la carretera casi sin proponérselo. Se había sacado
el carnet de camiones durante el servicio militar, en el
Sáhara. De regreso a Pamplona anduvo dando tum-
bos de aquí para allá, sin sentirse a gusto en ningún
empleo. Aquel ambiente provinciano no le resultaba
muy estimulante después de conocer tierras africa-
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nas. Al tiempo, empezó a hacer algunos portes espo-
rádicos para Transportes Echeveste como conductor
de relevo en rutas largas. Eso debió ser allá por el se-
senta y siete, cuando conoció a Mayte. Luego llegó la
boda, el piso y la compra del camión.
El ritmo que imprimen curvas y rampas hace que la
mente de Stanis se despeje. Después de dos horas de
monótono ronroneo por la meseta, la entrada en el
puerto le ha sentado como un café recién hecho. Re-
clinándose sobre el volante, con la vista en la carrete-
ra, hace girar la manivela de la ventanilla. Al instante,
una bocanada de aire fresco irrumpe en el cargado
ambiente de la cabina. Humedad, olor a bosque y ho-
jarasca. Los faros del camión se abren camino entre
las oscuras siluetas de los árboles. Tras de sí, tan solo
un fugaz resplandor rojizo y el silencio habitado de la
noche.
El tres ejes 1063 es parte de la saga que inició el mítico
“Barajas”, apodado así por la ubicación de la factoría
E.N.A.S.A. Este modelo, proyectado en 1954 por el in-
geniero Wilfredo Ricart, supuso todo un salto en dise-
ño y mecánica. “El camión español” decían los anun-
cios, buscando en el gentilicio un atisbo de virtud por
muchos años perdido.
—¡Tonterías! Si vas a copiar a alguien, copia a los
buenos, Zubi. ¿No te suena aquello de “Leyland, el ca-
mión inglés”? Pues fíjate qué casualidad; estos Pegaso
montan un chasis de Leyland. Por no hablarte de los
Comet, que han copiado hasta el nombre. Por dentro
son un calco de los ingleses. Sólo les falta reunirse a
las cinco para tomar gasoil.

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A Stanis le gustaba escuchar las historias que contaba
Máfius, el cojo de Talleres Lecea. Solterón y habilido-
so, no tenía otra pasión que la mecánica. Con treinta
años en el oficio, era el más veterano en el taller. Ofi-
cial de primera, estaba dotado de una intuición pro-
pia de un curandero. Era capaz de adivinar una avería
antes de que el camión hubiera siquiera completado
su entrada en el hangar.
Con los brazos negros de grasa y esgrimiendo de
cuando en cuando alguna llave fija, Máfius relataba
infinidad de anécdotas relacionadas con la mecánica
y la automoción en general.
—Mira, mocé; del “Barajas” cogieron lo principal para
la cabina: la forma de calabaza, el parabrís doble con
visera, la cruz del radiador y las rayas de la chapa. Va-
mos, ¡un Pegaso como la copa de un pino!
Así nace el Z-206, una interpretación mejorada del
“Barajas” que desarrollaron los técnicos de la planta
de Barcelona.
—Si es que poniéndole empeño, todo se puede me-
jorar. Hasta el propio Ricart tuvo que tragarse con
patatas todo su orgullo y reconocer que en Barcelona
habían hilado fino, pero que bien fino. ¡Qué jodidos,
estos catalanes!
Máfius era capaz de seguir hablando a voces desde
debajo del chasis, mientras forcejeaba tumbado con
alguna pieza de la transmisión. Así se enteró de que
el modelo que conduce arrastra el mote de “cabezón”
debido a su voluminosa y redondeada cabina.

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—Si yo pudiera, Zubi, si yo pudiera... —decía Máfius
mientras se alejaba balanceándose sobre su pierna rí-
gida— ...agarraría un cacharro de estos y me iría como
tú a conocer mundo.
Sin duda, este Pegaso era uno de los más robustos ca-
miones que circulaban al sur de los Pirineos durante
los primeros años setenta.

Hace cuatro años que Stanis se hizo con el camión, en


el sesenta y ocho. Cuatro años que han pasado volando
pero que marcan un abismo en su vida. Qué distintas
son ahora las cosas. Qué distintas. En la oscuridad de
la cabina las tenues luces del salpicadero contemplan,
discretas, las meditaciones del conductor. Bombilli-
tas de colores, mínimas, que recuerdan a navidades
remotas. Al lado derecho, sobre la guantera, se intuye
un portafotos dorado con las cuencas vacías. “Vuelve
pronto, mi amor”. No hay rostros sonrientes sobre el
lacónico texto, sólo un par de óvalos en blanco.
El Pegaso 1063 brama e invade sin vacilar el carril
contrario al tomar las últimas curvas, cerca ya del co-
llado. Stanis lo maneja con la habilidad de un director
de orquesta. Palanca, pedales y un giro de volante que
convierte la conducción en un baile de vals. No sopor-
ta a los camioneros que conducen con brusquedad. Le
ponen furioso los frenazos inesperados y le exaspera
el traqueteo de aquellos que no cambian la velocidad
a su debido tiempo. Para cuando retoman la marcha,
el vehículo ha perdido toda su inercia y sufre mucho
el motor. Esa no es manera de andar por la vida.

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Para él, que no tiene planes a largo plazo, lo único im-
portante es el momento presente: hacer bien aquello
que uno esté haciendo. Si es conducir, conducir; si es
escribir, escribir; y a él le gusta conducir con buena
letra.
Para cuando llega al alto ya es noche cerrada. Ami-
norando la marcha, se aparta a una pequeña expla-
nada sin asfaltar y aprovecha para detenerse un rato
a estirar las piernas. La grava cruje bajo las ruedas.
Los frenos hidráulicos pifian una vez parado. Tira del
estrangulador y los seis cilindros del Pegaso acaban
por rendirse uno a uno. Qué silencio, madre mía. Casi
se siente desprotegido ahora que el motor ha cesado
su ensordecedora marcha. Apaga las luces y por un
instante queda en la más absoluta oscuridad. Se res-
triega los ojos, cansados de tanto viaje, y comprue-
ba que poco a poco se acostumbran a la monócroma
penumbra. Desciende de la cabina con lentitud, sin-
tiendo que sus piernas pesaran trescientos kilos. No
le extraña que los astronautas no puedan ni caminar
cuando regresan del espacio. Imagínate.
Ni un alma en la carretera. Hace un buen rato que no
se cruza con ningún automóvil. Debe ser la hora de
cenar. Todo el mundo se habrá recogido ya con los
suyos. Camina despacio a lo largo del camión sintien-
do el aroma dulzón que desprende, como un dragón
sudoroso, mezcla de grasa mineral y goma caliente.
Al llegar al eje trasero golpea con la punta del zapato
las gruesas cubiertas, como si estuviera comprobando
la presión de los neumáticos. En realidad, no es otra
cosa que un viejo ritual, una costumbre tonta. ¡Así es-
tán las cosas —piensa—, plagadas de costumbres ton-

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tas! Estira los brazos tras la nuca y se aleja pausada-
mente hasta un pequeño promontorio con intención
de contemplar el paisaje y echar una meada. Plantado
de piernas abiertas, aliviando placenteramente la ve-
jiga, observa el mosaico de estrellas que el cielo pone
ahí todos los días. Cientos, miles quizá. Aunque no
nos demos cuenta, ahí tenemos el Universo, gigantes-
co, profundo, incomprensible. Valle abajo, pueblos
y caseríos conforman otra dispersa constelación de
tímidas lucecitas. Qué curioso; dos universos. Cómo
se parecen. ¿Cuántas vidas habrá allá abajo, en sus
casas, cenando o quizá viendo la tele? Gente que no
conoce. Gente que nunca llegará a conocer. Gente
despreocupada en sus quehaceres cotidianos, que ni
siquiera saben que él exista ni, mucho menos, que les
esté observando.
Mira de nuevo hacia arriba, luego al horizonte. “Estoy
en tierra de nadie —se dice—, en ninguna parte.” Con
la mirada perdida, le asaltan nuevas palabras: “...en
ninguna parte... náufrago... solo.”
El frío de la noche se hace sentir y se apresura a bus-
car refugio en el camión. Cierra tras él la portezuela,
agradeciendo el calor que conserva la cabina. El ron-
co bramido del motor ahuyenta los fantasmas y no se
demora en reanudar la marcha. Una nube polvorienta
es todo lo que queda de su estancia en la explanada.
Camino abajo, los pilotos rojos se hacen cada vez más
pequeños hasta desaparecer entre la espesura del
bosque.

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El Cabezón se tomaba un breve descanso a la sombra
de una gasolinera, no muy lejos de Somosierra. Sta-
nis hizo un alto para repostar antes de seguir hacia
el norte por la Nacional Uno. Entraba la tarde y aún
quedaba un buen trecho hasta Alsasua, donde debía
entregar la carga. No le apetecía lo más mínimo hacer
noche a las puertas del almacén, de modo que inten-
taría apurar antes del cierre. El surtidor, por contra,
seguía vertiendo combustible a su propio ritmo, con
el ronroneo de un gato somnoliento. Qué decir del
desaliñado operario, para quien la prisa no era más
que una vaga idea.
—Son tres mil quinientas, señor.
Stanis abrió la cartera de viaje, por cuya abertura aso-
maba un buen fajo de billetes verdes. Saldado el asun-
to, se volvió a grandes zancadas hacia el camión. Ines-
peradamente, un desconocido que aguardaba junto a
la puerta le franqueó el paso. Aún no había cerrado la
cartera cuando éste le dio las buenas tardes con voz

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ronca y nasal, como de torero retirado. El tipo era
moreno, flaco como una momia, peinado hacia atrás
y con la cara esculpida a cinceladas. Un fino bigote
confirmaba su acento agitanado.
—¿Sería usted tan amable de llevarme hacia Burgos?
—a lo que añadió en tono aclaratorio:— Mire que se lo
pido por favor.
Su aspecto era todo lo elegante que podía llegar a ser,
lo cual no es decir mucho. Camisa ajustada, pantalón
oscuro más bien flojo y una chaqueta del mismo co-
lor sobre el hombro. Por todo equipaje, una maleta de
cuero marrón.
Stanis se sentía algo turbado por verse obligado a
contestar con tanta rapidez. También pensó en lo in-
oportuno de esa cartera tan abultada en sus manos.
—Venga, sube, que ando con prisa. —La respuesta le
salió sin pensar, como si le hubieran accionado un bo-
tón. Entretanto, el enjuto personaje, no perdió un se-
gundo en tomar su maleta y volar hacia la portezuela,
agradeciendo el gesto con una estrepitosa sonrisa de
oro fundido.
Una vez en ruta, Stanis pudo cerciorarse de lo pre-
cipitada que había sido la invitación. El hombre, de
edad incierta entre los veinticinco y los cuarenta, to-
quiteaba todo lo que tenía a su alcance al tiempo que
elogiaba las bondades del camión. —¡Qué sabrá éste
de camiones!— Verle deslizar los dedos por la inscrip-
ción del portafotos removió las hieles de Zubi.
—¿Y qué tienes en Burgos? ¿Trabajo, familia...? —te-
nía que hablar a voces para hacerse entender. En rea-

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lidad le importaba un carajo, pero no encontraba otra
manera más diplomátca de interrumpir el compulsivo
manoseo. El hombre desvió la mirada hacia el frente
antes de contestar.
—Trabajo, compadre, trabajo. La vendimia. Tengo un
primo en Logroño con el que voy a hacer la tempora-
da. Buen vino en Logroño... ¿no le parece?
Bastaba echar un vistazo a sus manos para compren-
der que no habían recogido uva en su puñetera vida.
Manos finas, sin durezas. Dedos largos de pianista y
unas uñas que no las podría igualar ni la mismísima
Sara Montiel, aunque le hubieran cambiado el puro
por una guitarra flamenca.
—Aún estamos en agosto, —dijo Stanis— ¿no es un
poco temprano para la vendimia?
La conversación siguió jugando al gato y el ratón du-
rante unos cuantos kilómetros, hasta que el zumbido
del motor se hizo definitivamente con la palabra.
“Este pájaro no es de fiar”, pensaba Stanis mientras
lanzaba alguna que otra mirada de soslayo. El flaco
acompañante, dotado de un extraño poder adivina-
torio, respondía a sus pensamientos con una sonrisa
postiza. Dientes de oro, cadena de oro, anillos y reloj
de oro. Demasiado brillo para cosa buena. Definitiva-
mente, no tenía ganas de descubrir cuál podría ser la
verdadera profesión aquel inquietante sujeto. Por si
acaso, mantuvo la cartera a buen recaudo en el bolsi-
llo de su puerta. El Pegaso, ajeno a estas cuestiones,
tronaba a todo gas por las largas rectas castellanas.

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El sol del atardecer estiraba las sombras hasta con-
vertirlas en afiladas cuchillas negras. La tierra, las ca-
sas, todo se teñía de color naranja. En los muros, los
inmóviles jinetes del Nitrato de Chile se incendiaban
a su paso reflejando con fuerza los últimos rayos del
día. Stanis sujetaba con firmeza el volante. Directa
y acelerador a fondo. En su mente, una impaciente
fijación: “¿Cuándo leches llegaremos a Burgos?” De
pronto, unos diminutos destellos azulados empeza-
ron a parpadear en el espejo retrovisor. Una potente
motocicleta blanca y verde se aproximaba a gran velo-
cidad. —¡Vaya, hombre; lo que faltaba!— Las indica-
ciones del agente fueron inequívocas cuando por fin
dio caza al camión. Había que parar.
—¡Me cagüen Marobé!— Stanis masticaba su enfado
mientras se hacía al arcén. El otro, tieso como una es-
tatua, se aferraba al reposabrazos sin decir palabra.
Punto muerto y freno de mano.
La benemérita Sanglas aparcó sus 400 centímetros
cúbicos unos metros más adelante. El motorista, ce-
remonioso, levantó sus gafas sobre el casco y se quitó
los guantes antes de aproximarse a la ventanilla del
conductor.
—Apague el motor y bájese del vehículo.
Stanis obedeció en el acto, aunque tampoco saludó.
Una vez en tierra, el agente resultó más alto de lo que
aparentaba en un principio. De rostro sobrenatural-
mente inexpresivo, el policía neutralizó con la mirada
cualquier atisbo de rebeldía que el bueno de Zubi pu-
diera albergar. Los correajes, las botas y la funda de la
pistola hicieron el resto.

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—A usted le gusta saltarse las normas, ¿no es
cierto? —la pregunta no esperaba réplica—. Le in-
formo de que ha superado con creces el límite de
velocidad permitido. ¡Papeles del vehículo y docu-
mentación!
Stanis volvió sobre sus pasos sin rechistar. Tiró de la
manilla y al abrir la puerta se paró en seco. La mano
del desconocido viajero sostenía ante su cara la gruesa
cartera donde guardaba la documentación y el dinero.
O al menos eso es lo que contenía hasta el momento.
El guardia anotaba ya la matrícula del Cabezón en su
bloc de sanciones.
—Vamos a ver... “Estanislao Zubillada”...
Stanis corrigió la lectura de su apellido, cosa no muy
bien recibida por el hombre de traje y rostro unifor-
mados. Sin prisas, éste depositó libreta y papeles so-
bre la moto y acto seguido espetó: “Usted se apellida
como me salga de los cojones. ¿Queda claro?” La cosa
pintaba mal. Habían entrado en colisión la autoridad
del uno con la dignidad del otro. El paso siguiente se-
ría decisivo.
—Disculpen la intromisión, señores —el tercer hom-
bre apareció en escena, perfectamente vestido y con
expresión grave—. No quisiera ser inoportuno, pero
la culpa no es sino mía.
Lástima que no llevara sombrero, porque en tal caso
se lo habría quitado para sujetarlo contra el pecho
en gesto fúnebre. Los otros dos hombres no habían
movido ni las pestañas. Miraban perplejos al apare-
cido personaje, el cual repetía algo acerca de su mala

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suerte. El tipo acompañaba sus lamentos con unos
fugaces signos religiosos de dudoso significado. Ante
la intriga del guardia, se explayó acerca de no se qué
entierro y no se qué velatorio. Era un buen comedian-
te, no cabía duda.
—¡Qué pena más grande! —insistía—. Y qué mal
agüero no poderle dar el último adiós al difunto. No
es bueno quedar en deuda con el más allá. Las almas
errantes, señorito; las almas que no perdonan hasta
cobrarse el respeto que les corresponde. —Avanzó
cauteloso y posó su mano sobre la pechera del agen-
te— ¡Qué pena por mí y qué pena por usted! Dios nos
guarde de su maleficio.
Algún efecto debió obrar aquella siniestra palabra,
porque el guardia se apresuró en despachar el asunto
con un par de advertencias, tras lo cual hizo entrega
del resguardo de la sanción.
Los dos desconocidos quedaron en silencio mientras
el motorista agarró el camino de regreso a toda velo-
cidad. Tras una larga inspiración, Stanis se decidió a
leer la nota de despedida.
—Cinco mil pesetas, ¡mil duros de multa!
Los tacos brotaron de su boca como balas de una ame-
tralladora mal engrasada. Arremetió contra una vieja
lata que yacía sobre el arcén, lanzándola por los aires
de un puntapié. Los vehículos, entretanto, cruzaban
veloces la carretera amortiguando con su estruendo
los improperios del enfurecido camionero.
Súbitamente se plantó frente al trajeado personaje,
mirándolo de arriba a abajo. Stanis pensó en su car-

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tera de viaje y le asaltaron las peores dudas. Mientras
abría con cuidado la cremallera, lanzó a su repeinado
acompañante una mirada capaz de fundir en instan-
tes la caja fuerte del mismísimo Banco de España. Si
había que ajustar cuentas, las iba a hacer cuadrar allí
mismo.
Al tipo, la ropa parecía quedarle tres tallas más gran-
de. De seguro que éste rezaba todo su repertorio, y
hasta se santiguaba, dentro de su oscuro y desgarba-
do traje de funeral. La cartera, sin embargo, soltó sus
verdades. Zubi observó el contenido y, para su abso-
luta sorpresa, el fajo de billetes se encontraba intacto
y en su sitio.

Treparon ambos al camión sin cruzar palabra e inicia-


ron la marcha con las luces encendidas. El cielo aún
resplandecía por poniente, pero la tierra se sumergía
ya en la indefinición del anochecer. Stanis cambiaba
una y otra vez de velocidad entre continuas maldicio-
nes.
—¡Cinco mil pesetas! Me cagüen Marobé, ¡todo el via-
je perdido!
No estaba resultando lo que se dice un viaje de placer.
Toda la ganancia del porte se había esfumado en un
instante por querer deshacerse del tipejo cuanto an-
tes. Algo así tenía que suceder. Maldita sea, ya se lo
había olido. El hombre del traje oscuro, por su parte,
parecía buscar el momento de intervenir.
—Verá, compadre. No tiene usted qué temer. No va a
llegarle ninguna multa.

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Stanis lo miraba entre atónito y disgustado desde el
otro lado de la cabina. El hombre, desconcertante,
desplegó una de sus brillantes sonrisas. Así, separan-
do los labios en la penumbra, parecía una réplica a
escala de Tutankhamon. ¿Quién demonios era este
tipo? Entonces, con la elegancia de un prestidigita-
dor, extrajo de su chaqueta una libreta de impresos.
Era la libreta de sanciones.
—No habrá multa para usted, ni para ninguno de es-
tos otros infelices. ¿Qué le parece?
Stanis, paralizado, no daba crédito a lo que veía. El
hombre, entre tanto, continuó su número envolvién-
dose en un aire de inflada dignidad.
—La vida es una lotería, compadre. Fíjese que se lo
digo de sabiendas. Las cosas le vienen a uno y hay que
aprender torearlas sin dejarse cornear. Con pase de
verónica —frase que acompañó con un amplio gesto.
—¿Le has birlado la libreta al guardiacivil? —Stanis,
estupefacto—. ¡No me jodas que se la has birlado!
El hombre fingía restarle importancia, pero se le nota-
ba henchido de orgullo por su pequeña gran hazaña.
—Digamos que me tomé la libertad.
Stanis estalló en carcajadas mientras el trajeado indi-
viduo declamaba, solemne, los nombres de todos los
sancionados por el infortunado agente. Uno por uno,
los infractores fueron recibiendo su absolución por la
ventanilla del copiloto hasta agotar por completo la
libreta.

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De camino a Burgos, el viajero confesó que no había
entierro ni vendimia. Que era carterista profesional
y que se dirigía a Bilbao para “trabajar” la Semana
Grande. Decía llamarse Rogelio Linares, “el Pelao”, y
se dedicaba esto desde que era un mocoso. Aprove-
chando la confianza, declaró que la cartera de Zubi
resultaba muy tentadora, pero que él era un hombre
de principios y que en este oficio había que saber a
quién robar.
Acabaron despidiéndose con una buena cena en una
tasca de Burgos, cerca de la estación. Stanis y “el Pe-
lao” conversaron animadamente, como dos viejos
amigos. La cena, eso sí, corrió por cuenta de Zubi.

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Cuando Stanis Zubillaga comenzó a trabajar de trans-
portista no imaginó la infinidad de cosas a las que ha-
bría de acostumbrarse. Una de ellas era el jodido frío
de las madrugadas. Ese frío intenso, cortante, endu-
recido. Llegado noviembre, las noches comenzaban a
ponerse realmente serias. Disponían de largas horas
de aburrimiento en las que dejar posar un frío lejano,
inhumano; un frío procedente del espacio exterior.
Seis y media de la madrugada. Calles fantasmales,
deshabitadas. A esas horas la ciudad parece otra. Se-
guramente, ése es el aspecto que presentan las ciu-
dades al otro lado del Telón de Acero. No se oyen ni
los pájaros. Sólo una figura, como un tic-tac de reloj,
camina bajo la luz mortecina de las farolas. A juzgar
por la escena, cualquiera diría que es el último hom-
bre sobre la faz de la Tierra. Stanis levanta las solapas
de su chaqueta y pega los brazos al cuerpo, ocultando
las manos en lo más recóndito de sus bolsillos. Tic,
tac, sus pasos son un mecanismo de espoleta retar-

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dada. Aún falta rato para que el día estalle en toda su
vitalidad. Al doblar la esquina, aprieta el paso. No por
prisa, sino por frío. ¡Vaya una manera de andar! De
cintura para arriba se había solidificado en un bloque
de una sola pieza, encogido de hombros, acorazado.
Unos rítmicos jirones de vapor confirman que el soli-
tario androide respira.
Dos manzanas más abajo termina la ciudad. Termi-
na, así, de pronto. Acaban las casas y tras un inde-
finido lapso de charcos, hierba y escombro, comien-
za el campo. Algunas huertas furtivas y más allá los
páramos de cereal, desnudos en esta época del año.
Allí, en esa linde ni urbana ni rural, hibernan los ca-
miones. Todos, conocidos. Cada noche aparcan en
distinta combinación, pero siempre son los mismos.
Como en una baraja de cartas. El Barreiros verde, el
Comet cisterna, el Cabezón de Zubi y el Ebro de la au-
toescuela. Éste último, de apariencia tan hispana, es
en realidad una copia exacta del Ford Thames. Los fa-
bricantes españoles, forzados a nacionalizar las licen-
cias, cambiaron Támesis por Ebro y se quedaron tan
anchos. Desde luego, los problemas son tan grandes
o tan pequeños como uno quiera tomárselos. En cual-
quier caso, queda claro que nuestros ríos dan mucho
más juego que los cauces ingleses: suenan a motor de
combustión interna.
Apenas empieza a clarear cuando Stanis efectúa los
rituales de costumbre. Primero cierra las solapas de
lona que cubren el frontal de la calandra. No hace un
mes que colocó el accesorio, adelantandose a las hela-
das. Conforme temple el día irá abriendo las solapas,
permitiendo el paso de aire hacia el radiador. Rodea

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después el vehículo comprobando que todos los cie-
rres están en orden. A veces, los chavales se suben a
los camiones durante sus juegos, dejando suelta algu-
na sujeción del toldo o de la cartola. Conviene revi-
sarlo. Retira con el pié los pedruscos que inmovilizan
las ruedas traseras y accede finalmente al interior de
la cabina. Acurrucado en su asiento, se frota enérgi-
camente las manos antes de encender el motor. Al
girar la llave, las dos baterías del Pegaso desperezan
con insistencia los diez litros y medio de cubicaje que
alberga el enorme motor diésel. Perezosamente, uno
por uno, van despertando los cilindros. Torpes, des-
acompasados, con legañas. Al Cabezón le cuesta es-
pabilarse. Es un dormilón; un gigante dormilón.
La puesta en marcha de un diésel en invierno es tarea
paciente. Requiere su ceremonial si uno quiere con-
servar el motor en buen estado. La mala combustión
del gasoil en frío genera una espesa humareda blanca.
En poco tiempo, todo queda sumergido en una nube
de aspecto lechoso. Mientras el motor hace sus gár-
garas matutinas, Zubi recuerda aquélla historia que
Máfius le contara en cierta ocasión. Debió suceder
durante los hielos del cincuenta y seis, un febrero es-
pecialmente duro. Según parece, Máfius y los suyos
tuvieron que rescatar un camión que literalmente se
había congelado tras pasar varias noches al raso. Lle-
varon baterías nuevas para ayudarle a arrancar, pero
el bloque estaba duro como un iceberg. El aceite del
cárter se había endurecido como un helado de mante-
ca a causa de las bajas temperaturas.
—Lo nunca visto, Zubi. Aquel bicho estaba tieso como
un mamut.

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Nada podía hacerse por aquél carámbano de cuatro
ruedas. Pero el dueño no estaba dispuesto a esperar
sentado hasta el deshielo de primavera. Entonces,
Máfius rescató de su memoria algo que había visto
practicar a los aviadores alemanes durante la guerra,
en el aeródromo de Vitoria. Buscando aquí y allá, re-
unieron unos cuantos maderos e hicieron una buena
fogata. Después, con una pala, trasladaron las brasas
debajo del cárter dejando que el calor se colara por
los entresijos del motor. En diez minutos aquél viejo
fósil volvió a la vida como si tal cosa. ¡Este Máfius es
de lo que no hay!
En el solitario descampado, el Pegaso canturrea ya
con cierta alegría. Cambia de tono a distintas revo-
luciones y se permite algunos tímidos acelerones. Un
nuevo día va a comenzar. Lo que Stanis ignora es que
en alguna casa cercana, cada mañana, un niño se re-
gocija entre las mantas escuchando los lejanos bra-
midos del camión. Un ritual que día tras día le hace
sentirse feliz y protegido en el calor de su cama. En
agradable duermevela, el chaval sabe que aún puede
tomarse su tiempo. Le queda mucho: toda la vida por
delante.

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Lo bueno de este oficio es que a uno le permite cono-
cer infinidad de lugares. Eso es lo que Stanis Zubillaga
solía decirse. Paisajes, climas y gentes muy diversas.
Hasta los coches cambian según por dónde andes.
En aquella ocasión, sin embargo, eran barcos los que
captaban su atención. Buques enormes, incompletos;
catedrales de hierro en plena construcción. El olor
acre de la soldadura lo impregnaba todo. En aquel
lugar el cielo era gris y la ría, marrón cobrizo. Así era
Bilbao; la ciudad-fábrica.
Stanis observaba la monumentalidad de los astille-
ros desde la orilla opuesta, bajo el portón del alma-
cén donde cargaban su Pegaso de doble dirección.
Hacía rato que Demetrio, el “decano” de Transportes
Echeveste, había partido con su tráiler articulado. No
había querido demorarse ni un minuto por miedo
al temporal. Un estibador de rasgos duros les dio su
pronóstico: “esta lluvia es nieve en la montaña”. Al
parecer, su menisco se había convertido en un infa-

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lible barómetro por culpa de un embalaje mal sujeto,
años atrás. Desde luego, aquel almacén parecía una
nevera y afuera no cesaba de llover.
Salió de Bilbao hacia mediodía, bajo un aguacero per-
sistente. Los cristales se empañaban continuamente a
causa de la humedad. A golpes de compás, el limpia-
parabrisas se afanaba en retirar la lluvia del borroso
paisaje. No habría transcurrido una hora cuando las
hileras fabriles acabaron por abandonar la carretera
a su suerte, adentrándose valle arriba entre prados y
plantaciones de pinos. La carretera discurría raquí-
tica, sometida a los caprichos del terreno. La cabina
del camión vibraba como un terremoto a causa de los
numerosos parches en el firme. Un carril para cada
sentido y una línea divisoria era todo lo que la Na-
cional 240 podía ofrecer. Al fondo, envuelto entre nu-
barrones, se intuía el macizo montañoso que Stanis
debía atravesar para llegar a su destino.
Afortunadamente, los viajeros disponían de un último
fondeadero a pie de puerto: el bar-tienda-restaurante
“Gorbea”. Esta parada de postas constituía el punto
neurálgico de la aldea, y lo mismo acudían mujeres
a por pan que niños a por golosinas. El “Gorbea” era
también frecuentado por camioneros debido a las
abundantes raciones de comida que despachaban.
Aparcados frente al hostal se encontraban un número
de camiones superior al de costumbre, entre ellos el
de su compañero Demetrio.
—Ya puedes tomártelo con calma, Zubi. Nos han ce-
rrado el puerto.

32
Aquello estaba repleto de hombres, transportistas en
su mayoría. Hacía calor y el ambiente estaba cargado
de humo. Algunos parroquianos charlaban en corri-
llos junto a la barra. Otros se disponían a saborear el
menú sorpresa de la casa. Para unos, la tormenta de
nieve significaba todo un contratiempo. Para otros,
en cambio, ofrecía la excusa perfecta para tomarse un
opíparo día de asueto.
Stanis se acercó a pedir un trago. En el extremo de la
barra, un personaje cejudo ocupaba el rincón presi-
dencial rodeado de varios camioneros con ganas de
chanza. Era “Píper”, un elemento como pocos. Pas-
tor de montaña, había descendido hasta allí bajo un
temporal de perros con el único propósito de vacilar
a la concurrencia y practicar su castellano. En aquel
momento, sabiéndose centro de atención, el singular
lugareño desmentía sin despeinarse que la Tierra fue-
ra esférica.
—¡Qué va a ser redonda! —aducía—, ¿No veis los
montes o qué?
La carcajada era generalizada, pero sus empíricos
argumentos eran de una lógica aplastante. Nadie era
capaz de lidiar con “Píper” sin salir un tanto vapulea-
do. El pastor disfrutaba lo suyo y en realidad nunca
quedaba claro quién se reía de quién.
Demetrio también parecía estar en su salsa. Asumi-
da la idea de quedarse bloqueado, aquel chabisque
le ofrecía todo lo que echaba en falta en el salón de
su casa: alcohol, tabaco y una buena cuadrilla de ju-
gadores de mus. Los camiones, mientras tanto, iban
cubriéndose de un mullido manto blanco.

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En un momento dado, los más cercanos al teléfono
pidieron silencio: noticias desde la gasolinera de Ba-
rázar, en lo alto del puerto. Al parecer, un quitanieves
bajaba en dirección al valle.
Aquello cambiaba mucho las cosas. Los más dispues-
tos recuperaron la esperanza de continuar la ruta.
Inmediatamente, formaron una especie de plana
mayor en la que se discutían las decisiones a tomar.
Una decena de camioneros evaluaban los pros y los
contras de hacerse a la carretera en aquellas condicio-
nes. Cada cual exponía sus motivos como quien puja
en una reñida subasta. Había quien llevaba mercan-
cía perecedera, así como conductores que ansiaban
regresar a sus casas tras varios días de odisea sobre
ruedas. Entre los más lanzados se encontraba César
Unsáin, un viejo lobo que cubría la línea Bilbao-Zara-
goza. Era un hombre carismático y resuelto. Robusto,
aunque más bien chaparro. Tenía experiencia y cono-
cía la ruta al dedillo, pero le podía el orgullo. Su ego
encajaba mal un retraso a causa de las inclemencias
del tiempo. Mesándose los bigotes, parecía tomarse el
asunto como una afrenta personal.
En menos de cinco minutos César levantó acta de la
reunión. ¡Todo el mundo a colocar las cadenas!, listos
para cuando llegue el bendito quitanieves. Había que
decidirse de inmediato, porque el temporal tenía pin-
ta de arreciar y ésta podría ser la última oportunidad
para cruzar las montañas en varios días. El revuelo
era tremendo. Abrigos que pasaban de mano en mano
y cuentas saldadas en batería. Reinaba el desconcier-
to entre los jugadores de mus, que en su mayoría op-

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taron por quedarse. Sin embargo, una decena de in-
conscientes decidió hacerse a la carretera.
—Oye Demetrio, me voy con ellos —dijo Stanis—. Sé
que es una locura, pero no me la puedo perder.
El Decano reía sin separarse de su copa de pacha-
rán. Apostaba su reino a que todos estaban de vuelta
antes del anochecer, tiritando de frío y sin camión.
Sabía bien lo que supone pasar noches al raso y no
las echaba de menos. Tenía el cupo cubierto desde
que a los doce años comenzara a conducir un tiro de
bueyes junto a su padre, en la montaña soriana. El
Decano, como el Diablo, era más sabio por viejo que
por diablo.
—Escucha, Zubi. El camino es largo y no se acaba
nunca, por mucho que quieras correr. Mañana, pa-
sado mañana y al otro seguirás viajando, sin parar.
Nunca llegas al final. ¿Para qué vas a jugártela? —y a
continuación siguió a lo suyo—. Tres de dúples, envi-
do a pares y dos de juego: ¡siete!

Lo peor de colocar las cadenas es el rato que uno tie-


ne que pegarse a la intemperie. Las manos se congelan
manejando aquellos eslabones de hielo. Uno tiene que
desenmarañar el aparejo con las manos mojadas y co-
locarlo sobre las ruedas gemelas. Por fortuna, el 1063
de Stanis lleva un sólo eje trasero, lo que le permite
montar las ruedas interiores sobre un taco de madera y
completar la operación en un solo paso. En cambio, los
camiones dotados de doble eje trasero se ven obligados
a mover un poco el vehículo a mitad de operación para
poder anudar los extremos. Lo más importante es ten-
35
sar las cadenas al máximo, de lo contrario van cogiendo
holgura y acaban por perderse en el momento más in-
oportuno.
El primero en divisar el quitanieves fue César, quien se
apresuró a franquear la vía para hacer señas a su con-
ductor. El quitanieves bajaba lento, seguido de una pro-
cesión de autos con las luces encendidas. Era un Comet
3040 de cabina doble perteneciente al cuerpo de cami-
neros de la Diputación. En caso de nevada, le colocaban
una pala frontal, un par de faros suplementarios y a
correr. Su color amarillo canario sólo era visible en los
laterales, ya que el morro se hallaba tan blanco como un
muñeco de nieve. A bordo de la caja, un par de sacrifi-
cados peones esparcían paladas de sal sobre el camino
abierto. Con sus impermeables amarillos, parecían tri-
pulantes de un bacaladero procedente de Terranova.
Los tres operarios entraron en el bar seguidos de toda la
camarilla de transportistas. Algo no iba bien. El chófer
del Comet insistía en que habían terminado su jornada
y que no iban a subir de nuevo. Las protestas y las súpli-
cas se sucedían al rededor del jefe de cuadrilla. Con los
palistas nadie tenía el valor de discutir.
Pero César Unsáin no se daba por vencido. Tras un rá-
pido sondeo, propuso pagar a escote el trabajo extra del
quitanieves. Quinientas pesetas por cabeza y una ronda
gratis. El chófer de camineros miró a sus dos peones.
Éstos sujetaban en silencio sendas tazas de caldo bien
caliente, al lado de la chimenea.
—Mil pesetas por camión o no hay viaje —respon-
dió—. Y nada de tráilers; sólo camiones rígidos con
carga ligera.

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La plana mayor volvió a reunirse y pese a algunas
bajas aceptaron las nuevas tarifas. Tampoco es-
taban en condiciones de regatear mucho más. El
quitanieves les abriría camino hasta la gasolinera
y después continuarían por su cuenta y riesgo con
César Unsáin a la cabeza. Si aquél testarudo con bi-
gotes se atrevía a abrir huella, el resto del convoy
no vacilaría en seguirle hasta el mismo Polo Norte.
Todo el personal del “Gorbea” salió a despedir la
aventurada expedición. Demetrio acompañó a Sta-
nis hasta el camión. “Añoras lo que no tienes, y es
natural —le dijo—. A mí, en cambio, me sobra casi
todo.” Antes de subir a bordo le hizo entrega de un
macuto de supervivencia. En su interior, un bocadi-
llo de tortilla bien envuelto en aluminio y un termo
de café recién hecho. “Cuando te lo tomes ahí arriba
—añadió—, acuérdate del Decano”. Stanis no supo
encontrar palabras para agradecerle el detalle. De-
metrio le revolvió el pelo como a un chiquillo y lo
mandó para arriba de un puntapié.
Los motores se pusieron en marcha entre una hu-
mareda monumental. Los gestos de despedida se
respondían con toques de claxon. Entre tanto, los
dos peones subieron a sus puestos con el estómago
y el bolsillo un poquito más calientes. Entre la nieve
y sin más dilación, el convoy se encaminó hacia el
puerto con la lentitud de una manada de elefantes.
El grupo avanzaba con prudencia. Todos los ca-
miones guardaban las distancias para disponer de
cierta holgura en los repechos y en los cambios de
velocidad. La consigna principal era no pisar el fre-
no. Ante todo no pisar el freno. El camión podría
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patinar, quedar cruzado o salirse de la calzada. Si
esto ocurriera ya no habría posibilidad de rescate
hasta después de varios días. Habría que aban-
donar los vehículos y evacuar el lugar a bordo del
quitanieves, que tenía tracción a las cuatro ruedas.
Cualquier otro camión que detuviese su andadura
no lograría reanudar la marcha sobre aquellas em-
pinadas rampas.

Conducir a través de la nevada tiene algo de hip-


nótico, de irreal. El paisaje desaparece, quedando
uno en medio de la nada, sin suelo donde pisar ni
cielo sobre la cabeza. Todo blanco; indeterminado.
Uno avanza y avanza a ritmo constante pero lo úni-
co que confirma la marcha son las curvas que uno
va tomando en confianza ciega. Si el primer camión
cayera por el precipicio, los demás le seguirían con
entera mansedumbre.
Los copos se precipitaban sobre el parabrisas apar-
tándose en el último instante, con la agilidad de un
recortador taurino. El temporal arreciaba por mo-
mentos y apenas se lograban divisar los pilotos del
camión precedente. Había que volcar toda la aten-
ción para no abandonar la huella en un descuido.
Con la que estaba cayendo, el Cabezón sólo dispo-
nía de dos pequeños ojillos por los que mirar: las
dos aberturas de abanico que despejaba el limpia-
parabrisas. No se veía ni cascorro. Para colmo, el
quitanieves evitaba meter la pala en profundidad,
para no dañar demasiado el pavimento que luego
ellos mismos tendrían que reparar.

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—¡Me cagüen Marobé! —susurraba entre dientes—.
¡Quién me habrá mandado a mí meterme en este fre-
gado!
Más vale que el motor de 200 caballos calentaba igual
que una estufa, subiendo a tan poca velocidad.

Nadie sería capaz de calcular cuánto tiempo tarda-


ron en ascender hasta el collado, pero aquel letrero
suspendido en la nada así lo aseguraba: “Alto de
Barázar, 604 mts.” A partir de allí, el camino era lla-
no y con largas rectas. Tal y como habían acordado,
el quitanieves se echó a un lado dejando vía libre al
resto del convoy. Desde la gasolinera, los palistas
dieron un último saludo y contemplaron cómo, uno
tras otro, se perdían los camiones en la tempestad.
Allá se aventuraban, en extraña procesión, seis al-
mas errantes. Sombríos. Cada uno, con sus propias
cuestiones que resolver. Unos, como César, rendían
tributo a su incontenible soberbia. Otros intenta-
ban enmendar el tiempo perdido días atrás, em-
barcándose ahora en un viaje arriesgado e incierto.
Otros se lanzaban a la desesperada, cargados de una
mercancía que perdía valor cada hora que pasaba.
También había algún afortunado que se abría cami-
no a golpe de corazón, ansioso por reunirse con la
persona amada. ¿Y Stanis? ¿Cuál era el motivo por
el que se hacía cofrade de semejante comitiva? Los
fantasmas que habitaban en su interior abandona-
ban paulatinamente sus escondijos hasta hacerse
dueños de sus entrañas. Desde luego, es inútil la
huida cuando los demonios se llevan dentro. Tar-

39
de o temprano, Stanis tendrá que resolver. Tarde o
temprano.
Su pensamiento se movía grave, a las mismas revolu-
ciones que el motor diésel. La culpa. La maldita cul-
pa. ¿Por qué no hizo nada para evitar la marcha de
su mujer? ¿Por qué no fue capaz de ver las señales?
¡Valiente estúpido! Ya era demasiado tarde cuando
encontró la carta de despedida sobre la cama. Unas
líneas confusas, palpitantes, rogaban perdón. Quizá
con el tiempo podría comprender. Quizá con el tiem-
po podría mirarse en el espejo sin sentir vergüenza
por haber dejado escapar el único ratoncillo al que
quiso de verdad. ¿Volvería a verla alguna vez? Tantas
cosas por hablar, tantas preguntas sin cerrar...
De pronto, como en un súbito despertar, los camio-
nes emergieron de la tormenta. Ante ellos se abrió un
inmenso claro en el cielo ofreciendo una tregua del
todo inesperada. La atmósfera era nítida y el entorno,
resplandeciente. El sol iluminaba el paisaje nevado en
toda su intensidad. Los árboles recortaban blancos su
figura sobre el azul del cielo. De sus copas se despren-
día un fino polen de hielo que brillaba en arco-iris.
Los prados se vestían de blandas y onduladas formas.
Parecía que el mundo estaba por estrenar, todo nue-
vo, inmaculado. Aquella belleza tan luminosa limpia-
ba hasta el más recóndito rincón del alma. Sorpren-
didos, todos se vieron inundados por una alegría sin
palabras, una alegría remota como el principio de los
tiempos.
Blanca, serena y sincera, la existencia se presentó sin
previo aviso. Generosa como la vida y azarosa como
la muerte. Con una inocencia tan inmensa y contun-
40
dente que casi avergonzaba su mera contemplación.
Prometedora, bella, incomprensible.
Los seis camiones, diminutos en la blancura del paisa-
je, prosiguieron a paso lento su camino. Seis intrusos
en el paraíso, sin más testigos que su propia sombra.
Pero aquel privilegio no tardó en esfumarse. Del mis-
mo modo que habían salido a la luz, volvieron a su-
mergirse en la ceguera del temporal. Gris, obtuso, in-
clemente. No había manera de progresar. No después
de haber asistido a aquella extraordinaria visión.
Con buen criterio, el camión guía indicó su intención
de parar. Entre ráfagas de tempestad, las luces inter-
mitentes pasaron la consigna hacia los vehículos de
cola. Todos comprendieron. Dadas las condiciones,
continuar carecía de sentido. De hecho, los indoma-
bles motivos con los que todos habían iniciado la
ascensión se habían desinflado hasta adquirir ya un
valor más que relativo. La vida es larga, compañero,
¿para qué empeñarse en lo contrario?

Los escasos viajeros atrapados en el Mesón Otaola no


salían de su asombro. Todo el personal se amontona-
ba en las ventanas del restaurante para observar la
inesperada llegada de la expedición. Hacía horas que
la carretera se encontraba cerrada al tráfico. El con-
voy, sin embargo, hizo su entrada en el parking con
un cuidado extremo, como si entraran en la habita-
ción donde duerme un bebé. Calma lúcida, no podía
hacerse más.
Cruzaron la puerta en silencio, ante la contenida ex-
pectación del personal allí presente. Los seis camio-
41
neros se hallaban aún impresionados por la visión de
aquel claro en la tormenta. Parecía tan irreal, tan fu-
gaz. Quizá nunca ocurrió. Frágiles como el milagro de
la vida, se fueron ubicando en torno al fuego bajo. Sin
cruzar palabra, fueron reuniendo valor para mirarse
a los ojos. Despojados de sus disfraces, los seis hom-
bretones se sentían tan desnudos como unos recién
nacidos.

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43
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Los rumores circulaban desde días atrás. Seve, uno de
los camioneros que habitualmente recalaba por Talle-
res Lecea, iba a jubilar su viejo Barreiros: un “Azor” de
1960. Tantas madrugadas al raso habían acabado por
limar la camisa de sus cilindros. En eso salió delicado
el Barreiros. Requería un calentamiento lento y cui-
dadoso, como las alubias de puchero. Si no se andaba
con tiento, el gasoil mal quemado barría el aceite que
lubrica los cilindros y los pistones acababan por aga-
rrarse. Total, que el viejo “Azor” perdía compresión y
no merecía la pena desmontar el bloque para hacerle
un rectificado.
Tomada la decisión de comprar un nuevo vehículo,
el tipo acudió a Máfius en busca de consejo. Había
oído que un nuevo modelo de Pegaso estaba a punto
de salir y quería una opinión autorizada al respecto.
Lo cierto es que nadie en su sano juicio daría un paso
semejante sin el beneplácito del cojo. Seve aguardaba
su turno en silencio a una distancia más respetuosa

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que prudencial. Máfius hurgaba mientras tanto en las
amígdalas de un B-45 de morro largo. Daba la impre-
sión de estar demorándose deliberadamente, hacién-
dose de rogar. El mecánico emergió por fin de su fae-
na y, sin apartar la mirada del motor, añadió:
—Mira que me das guerra, Seve.
Máfius dejó a cargo del ayudante lo que tenía entre
manos y se retiró con el camionero a la “sacristía” del
taller, un anexo acristalado donde guardaba la taqui-
lla y un banco de trabajo. Estuvieron charlando un
buen rato, hojeando catálogos y calibrando las ven-
tajas del nuevo modelo. A través del ventanal, se les
veía gesticular describiendo con los brazos volúmenes
imaginarios. Parecían infantes de marina comunicán-
dose por señas de un barco a otro. Finalmente, pare-
cieron entenderse.
De regreso a la faena, Máfius comunicó a sus cole-
gas la buena nueva: no tardarían en ver en persona
un flamante “Cabina Cuadrada”, nada menos que el
último grito de la factoría E.N.A.S.A. Llevado por el
entusiasmo, Javitxu, el aprendiz, se apresuró a ca-
chondearse y hacer leña del viejo Barreiros, aún de
cuerpo presente.
—Escucha, mocé —cortó Máfius—. ¡Qué bien anda-
rías si tuvieses los oídos más abiertos y la boca más
cerrada! El Barreiros no tiene nada que envidiar al
Pegaso ni a ninguno de los demás. Ese cacharro que
ves ahí fuera ha dado varias veces la vuelta al mundo
mientras tú te sacabas los mocos. ¿Entiendes ahora?
El cojo tenía en buen aprecio la figura de Eduardo Ba-
rreiros y no quiso pasar por alto aquel menosprecio.
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Reanudando el trabajo, como si tal cosa, Máfius inició
una de sus clases magistrales.
—En tiempos de la postguerra, cuando no había de
nada, Barreiros supo salir adelante a base de ingenio
y atrevimiento. La gasolina era escasa y los coches te-
nían que tirar con gasógeno. ¿Sabes de qué te hablo,
mocoso?
El muchacho no era malo tragando orgullo y escucha-
ba de buena gana la historia del cojo. Así aprendió que
se instalaba una especie de salamandra adosada al ve-
hículo, aprovechando para el motor los gases emana-
dos de la caldera de carbón. El conjunto era esperpén-
tico, pero la necesidad impone sus propios cánones
estéticos. Aquello, ciertamente, no tenía mucho reprís
y a veces era necesario inyectarle un extra de gasolina
para poder subir las cuestas con un poco de alegría.
Por aquel tiempo, la familia Barreiros tenía un viejo
autobús que unía Orense con los pueblos de alrede-
dor. Eduardo, que todavía era un chaval, no paraba
de darle vueltas a una idea: deshacerse del gasógeno
y reconvertir el motor del autobús para aprovechar el
bajo precio del gasóleo. Con sus manos y unas piezas
recicladas, se las apañó para que el viejo motor Krupp
empezara a chupar gasoil sin que le dieran arcadas.
Ingenieros y mecánicos no daban crédito, pero aque-
lla culata prusiana soportó de maravilla la presión del
diésel.
De modo que el señor Barreiros se puso a reconvertir
motores como un cosaco. Negociante como era, con-
siguió comprar a precio de saldo un lote de camiones
rusos que se hallaban en un depósito de desguace.

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Eran los míticos “Tres Hermanos Comunistas” del
gobierno republicano. A partir de un montón de cha-
tarra inservible, Barreiros reconstruyó artesanalmen-
te y puso a rodar centenares de camiones.
—Era un tío listo, créeme.
Más adelante se enteró de que el ejército portugués
andaba buscando un nuevo modelo de camión todo
terreno destinado a sus colonias africanas. Ni corto
ni perezoso, Eduardo Barreiros se puso a diseñar un
prototipo para entrar a concurso. El “Abuelo”, que
así lo llamaron, era feo como el demonio, chato y con
unas descomunales ruedas de tractor. Aquel bicho
daba miedo nada más verlo, lo cual resultó a la pos-
tre muy apropiado para un camión militar. Así que el
“Abuelo” se llevó el pastel, desplazando a competido-
res ingleses, franceses y americanos.
En plena autarquía, con las fronteras cerradas a cal
y canto, montó en Madrid una enorme fábrica de ca-
miones a partir de modelos que obtenía casi de con-
trabando en las ferias de muestras. Copió la cabina
del Berliet francés y montó una versión propia del
diésel Perkins sobre un chasis de Ford. Para el sumi-
nistro de piezas, Barreiros organizó toda una red de
pequeños talleres que le abastecían de tornillería y
demás componentes para la cadena de montaje. En
poco tiempo, y compitiendo con Pegaso, creó una
empresa de 15.000 trabajadores que producía a des-
tajo, con todas las unidades vendidas antes incluso
de salir de fábrica.
—Así que ojo con el Barreiros, que no le debe nada a
nadie y anda como el que más. Para que te hagas una

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idea, mocé: los ministros de Franco andan en Dodges
fabricados por él.
Los mecánicos volvieron a introducir sus cabezas en
las fauces del B-45. El Ebro, amaestrado como un león
de circo, mantenía su capó levantado dejándose revi-
sar mansamente la garganta. Con cierto disimulo, el
aprendiz levantaba de cuando en cuando la cabeza y
contemplaba el viejo Barreiros de Seve. “¡La vuelta al
mundo; qué barbaridad!”

Stanis Zubillaga andaba por ahí la mañana en la que


telefonearon los de Carrocerías Loiti. Máfius tenía
buenos contactos en el gremio y no tardaron en avi-
sarle cuando el “Cabina Cuadrada” llegó desde Ma-
drid. Aún sostenía el teléfono cuando ya había con-
vencido a Zubi, entre gestos y palabras mudas, para
que lo llevara hasta allí. Tomaron prestada la furgo-
neta de servicio, a la que apodaban “Lola Flores” por
el alegre castañeteo de su motor. En menos que canta
un gallo, la “Lola” salió zumbando con tres ocupan-
tes a bordo. Lástima no disponer de una sirena para
abrirse paso. Stanis iba al volante de la DKW, Máfius,
como siempre, de copiloto y Javitxu de pié en la parte
de atrás, entre todo tipo de piezas de desguace que
golpeaban sus tobillos en cada curva. No era caro el
pasaje a cambio de saltarse la rutina y conocer en pri-
micia el flamante Pegaso de Seve.
Carrocerías Loiti era la primera parada que todo ca-
mión decente debía efectuar antes de entrar en ser-
vicio. Cabe decir que los camiones salían de fábrica
en el chasis, desnudos y sin bautizar. Digamos que

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llegaban en crudo y en Loiti disponían de expertos en
alta cocina. Allí se les colocaba la “cama” de carga, se
tapizaba la cabina y se les añadía los extras necesarios
a gusto del cliente.
Lo primero que solía hacerse era prolongar la lon-
gitud del chasis para admitir un mayor volumen de
carga. Algunos conductores optaban por añadir un
segundo eje trasero, sabedores de que el tonelaje real
iba a superar con creces la cifra que marcaba el peso
máximo autorizado. No era extraño circular con diez
toneladas por encima de lo permitido. Estos ejes su-
pletorios podían replegarse como un tren de aterri-
zaje y algunos de ellos admitían un pequeño ángulo
de giro para facilitar las maniobras. En general re-
sultaban bastante prácticos y cuando uno iba ligero
de carga podía viajar con las ruedas suspendidas en
el aire para ahorrar caucho y combustible. Los más
comunes eran los “Acerbi”, aunque también gozaba
de buen nombre la marca “Axemad”, debido a que se
fabricaban allí mismo, a la vuelta de la esquina.
Otro de los rituales de iniciación pasaba por la insta-
lación de un freno eléctrico. Este voluminoso aparato
se acoplaba a la barra de transmisión y aliviaba la la-
bor del freno de servicio. En descensos prolongados,
el freno eléctrico evitaba el sobrecalentamiento de los
tambores y la peligrosa pérdida de presión en el cir-
cuito de aire a causa de tanto pisar el pedal. Cuántos
no habrán acabado en el fondo de un barranco de-
jando tras de sí una espesa humareda blanca, viuda
e hijos.
Los más previsores aprovechaban las reformas inicia-
les para reemplazar la palanca reductora por un ele-
50
gante cambio “de bola”. Los viejos Pegaso traían de
serie un cambio de dos palancas llamado “de boxea-
dor” porque debía manipularse con ambas manos al
mismo tiempo... ¡dejando libre el volante! La palanca
principal se manejaba con la derecha mientras que la
reductora asomaba desde la caña de la dirección, so-
bre la rodilla izquierda del conductor. La alternativa
a este incómodo y peligroso mecanismo consistía en
acoplar un resorte en forma de bola sobre la palanca
de cambios principal. Al girar la bola en uno u otro
sentido, se accionaban las marchas cortas o las largas.
No hay duda de que resultaba una mejora, pero había
que entrenar lo suyo para manejarlo correctamente.
A más de un novato le daba tiempo de recitar todos
los juramentos conjugables, entre acelerones y rasca-
das, sin acabar de meter la siguiente velocidad.
Por lo demás, las intervenciones habituales concluían
con el tapizado interior. Y quien piense que se trata
de una mera cuestión cosmética se equivoca de ple-
no. De ella depende el confort de la cabina, aislándola
del calor y ruido procedentes del motor, así como de
los rigores atmosféricos. Otra cosa es el buen gusto
del que generalmente carecen los clientes. Algunos
profesan verdadera devoción por los flecos, mientras
que otros se inclinan por el claveteado decorativo. En
general, triunfa el skay acolchado y la tela rústica de
cuadros.
La “Lola” terminó de castañear a la entrada del ta-
ller de carroceros, una finca amurallada al norte de
la ciudad. Dentro de la nave principal, Seve contem-
plaba orgulloso su nueva chalupa. Tras los saludos y
felicitaciones de rigor, los recién llegados entraron

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también en la fase contemplativa. Aquello era real-
mente magnífico: un Pegaso con todas sus tradicio-
nales señas de identidad pero de líneas rabiosamente
modernas. Si un robot tuviera que dibujar un Comet
a escuadra y cartabón, obtendría un resultado muy
aproximado. Era el Pegaso 1080 diseñado por Aldo
Sessano, un italiano empeñado en pasar página sin
asomo de nostalgia.
El inicial respeto contemplativo de los visitantes fue
derivando en indiscreta curiosidad, encaramándose
y escudriñando los detalles al mejor estilo del mono
chimpancé. La cabina era amplia y luminosa, provista
de una luna panorámica que mejoraba muchísimo la
visión. El suelo estaba elevado de tal forma que salva-
ba casi por completo la bóveda del motor, eliminando
la incómoda separación entre asientos. Y los detalles
del salpicadero abandonaban la espartana apariencia
industrial para asemejarse al cuadro de mandos de un
automóvil civilizado.
Seve, como buen padrino del bautizo, fue desplegan-
do un oportuno surtido de pan, chorizo y queso que
reagrupó a la concurrencia. El porrón de vino com-
pletó el piscolabis.
Desde luego, los tiempos estaban cambiando. Aquel
increíble camión de líneas rectas certificaba que una
nueva era estaba colándose por la puerta. A su lado,
el Cabezón de Zubi parecía una anticuada carroza de
estilo Luís XIV.
—Esto no tiene vuelta atrás, Máfius —soltó Stanis entre
trago y trago—. Algo me dice que esto va a cambiar, y
mucho. Vamos a ver cosas que no podemos ni imaginar.

52
—¿Me estás hablando de coches voladores o qué?
—bromeó el cojo.
Nadie sabía que meses después un flamante Dodge
Dart saltaría por los aires, ministro incluido, cerrando
la sucesión al régimen del decrépito dictador Franco.

53
54
Mercado de fruta y verdura de Legazpi, Madrid. Una
interminable hilera de camiones descansa en batería
mientras cientos de personas fluyen calle arriba y ca-
lle abajo cargadas de bártulos. La proximidad de las
fiestas navideñas hace que la actividad en el mercado
sea más frenética que de costumbre. Todo el mundo
parece tener claro a dónde dirigirse y con qué precisa
intención. Mientras tanto, en los estrechos callejones
que forman los camiones, gentes de mirada rápida y
gesto torcido realizan todo tipo de intercambios ilega-
les. Hay que andarse con ojo. Algunos de estos rateros
se dedican también a robar en los camiones. Herra-
mienta, ruedas o lo que puedan pillar. Después inten-
tarán vendérselo de nuevo a su legítimo propietario.
“A precio de amigo”, eso sí.
Stanis Zubillaga había recalado en Legazpi con inten-
ción de conseguir algún flete de vuelta a casa. Había
descargado de madrugada en Chamartín y buscaba
un porte para rentabilizar el viaje de regreso. Algunas

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agencias de transporte tenían sede junto al mercado,
lo que concentraba camiones en ruta hacia todos los
rincones del país. Visto desde el aire, aquel mercado
debía parecer un hormiguero en plena actividad.
Rondaba el mediodía y Stanis puso en orden su lis-
ta de prioridades. Bares y restaurantes figuraban en
los primeros puestos. El resto de cosas podían espe-
rar en un prudente segundo plano. “Lo primero es lo
primero”, se decía entre sí. Frase bella, rotunda y sin
matices que Stanis reservaba para las cuestiones de
tipo fisiológico.
Unos espaguetis de neón componían el rótulo del Bar
Internacional, nombre cuyo sarcasmo sólo podría ser
igualado por el “Spain is different” de Fraga. Los ven-
tanales exhibían un expresivo muestrario de viandas
rotuladas a pincel: pollos, huevos fritos y calamares
cuyo autor bien podría ser un marinero retirado, afi-
cionado al tatuaje. No obstante, Zubi tenía buenos
motivos para frecuentar aquél castizo restaurante: los
camareros le llamaban por su nombre.
Tras despachar a gusto un caldo de cocido, estofado y
postre, el baranda se acercó a saludar. Éste le contó
que una paisana suya trabajaba en el bar, en labores
de cocina y limpieza. Al parecer, la chica quería enviar
un paquete a su familia y dadas las fechas le había
rogado que mediara en el asunto.
Marian, que así se llamaba la paisana, salió un ins-
tante de la cocina para preguntarle en persona si sería
tan amable de hacerle el favor. Las ropas de faena, el
pañuelo en la cabeza, hacían que el rostro de la joven
desvelara con crudeza las marcas de la fatiga. Impo-

56
sible adivinar si era guapa o no. Quedaron para más
tarde, una vez terminada la faena, a la que regresó tan
rápidamente como había venido.
La chica, por lo que se ve, hace un año que llegó a Ma-
drid. Parece que el novio de toda la vida se escabulló
como una serpiente cuando la chica quedó embaraza-
da. En fin, una entre tantas. Quien sea que le recibiera
en la ciudad no cumplió con lo esperado y Marian se
vio vagando por ahí, sola, sin dinero y con una barriga
que crecía semana tras semana. Los subterráneos del
mercado le proporcionaban medios para subsistir,
pero a la larga resultaba mala escuela y la mujer del
jefe se apiadó de la muchacha. Convenció a éste para
contratarla en el bar y acabaron acogiéndola también
como huésped una vez que diera a luz. La criatura se
llamaba Esperanza.

El paquete que Stanis debía portar resultó mucho más


grande de lo que se había imaginado. Grande y pesa-
do. La chica le indicó con detalle cómo llegar hasta
el pueblo y cómo localizar a su madre. Las gestiones
fueron breves, puesto que ella necesitaba descansar
y aún no había tenido ocasión de compartir un rati-
to con su pequeña. Antes de partir le hizo entrega de
una carta manuscrita que también debía entregar en
destino.
Vaya. No resultó la reina de la simpatía, pero Stanis
no quería hacerle un feo al tabernero. Además de ser
un viejo conocido, resultaba un excelente contacto en
una plaza tan concurrida como ésa y tarde o tempra-
no sería de utilidad tener saneada la cuenta de favo-

57
res. En fin, tampoco se veía obligado a desviarse de-
masiado, pero se sentía un poco molesto por hacer de
correveidile para alguien a quien ni siquiera conocía.
Amaneció gris esa víspera de nochebuena. Era una de
esas mañanas de invierno en las que no es posible sa-
ber dónde carajo anda el sol. Una de esas frías maña-
nas en las que el horizonte se pierde en la bruma y los
colores se abstienen de hablar en voz alta. Stanis tenía
sus propios compromisos familiares, pero con esto
del paquete la cosa se le iba a complicar. A la altura
de Puente tomó una carretera estrecha que trepaba
indecisa hacia la montaña. No quedaba mucho alqui-
trán sobre aquel maltrecho pavimento, pero quienes
diseñaron el robusto 1063 sin duda pensaron en rutas
como ésta. Entre bache y bache no sería extraño en-
contrar las huellas de algún dinosaurio perdido.
A los pocos kilómetros, el pueblo indicado se asoma-
ba a la carretera sobre una de las curvas más pronun-
ciadas del puerto. Zubi redujo lo necesario y enfiló en
primera el camino empedrado que conducía hasta la
plaza.
Un abuelo, sobresaltado por la irrupción de seme-
jante mole, asumió las funciones de improvisado al-
guacil. Con gesto concentrado, el anciano guiaba la
marcha del vehículo imitando con acierto las señas
de un concienzudo guardia de tráfico. A paso lento,
el enorme “tres ejes” avanzaba descomunal entre las
casas. Algunos hombres se descubrían instintiva-
mente a su paso sin articular palabra. Las vecinas se
asomaban a puertas y ventanas dejando sus labores a
medias. Entre tanto, un enjambre de críos tomaba ya
por asalto la grupa del camión en medio de un grite-
58
río salvaje. Aquello era un verdadero espectáculo. Las
veintitantas toneladas del Pegaso reptaron hasta una
explanada que hacía las veces de plaza y frontón. El
abuelo dio por buena la maniobra y los críos, sin duda
de ascendencia apache, se encaramaron entonces a la
cabina. Stanis tuvo que invitar a bordo a un par de
privilegiados mientras otros chiquillos corrían a dar
el aviso. Los chavales, con menos años que dedos en
las manos, reían y movían el volante cercanos al éx-
tasis.
No tardó en aparecer la destinataria arropada por una
comitiva de vecinas plenas de expectación. La Dolo-
res era una mujer mayor, una madre de las de antes,
con su bata de campesina, su delantal y una chaqueta
verde de lana por los hombros. Caminaba a prisa y
apurada, como si recién le hubiera tocado la lotería.
Stanis, contagiado por el entusiasmo general, no
pudo más que ofrecerse a llevar el pesado paque-
te hasta casa de la señora Dolores, quien, orgullosa
y sonriente, iba cosechando felicitaciones todo a lo
largo del trayecto. Stanis, entre tanto, respondía con
dificultad a un interrogatorio de lo más variado. Al-
gunos se extrañaban de que no conociera a “Pirri”,
el famoso futbolista, ya que venía de Madrid. Otros
querían resolver urgentemente las apuestas acerca de
cuánto corría el camión. Pero las preguntas más des-
concertantes trataban de adivinar si era o no era el
nuevo novio de la Marian. Cargado como iba, decidió
contestar únicamente enarcando las cejas.
La Dolores despejó con destreza el zaguán de la casa
para que pudiera pasar sin tropezarse. Acto seguido
insistió, como sólo las madres saben, en que tomara
59
un caldo caliente y un poco de queso. Impelido por la
comitiva, Stanis no se pudo negar.
La cocina era amplia y más bien oscura. Fuego de
leña, fregadero de piedra y un mantel de hule sobre la
mesa. En la pared pendían ristras de ajos y pimientos
secos. Al lado, un una figura religiosa de aspecto be-
nevolente presidía un calendario a punto de terminar.
Stanis se dispuso a dar cuenta del almuerzo mientras
la Dolores, flanqueada por las vecinas más allegadas,
procedía a la apertura del dichoso paquete.
Ya podía pesar el condenado, porque allí había de
todo: una batidora eléctrica, revistas de actualidad,
vestidos, zapatos... Aquella cornucopia de cartón traía
obsequios para medio pueblo: medias de nylon para
la Blanqui; un secador de pelo para la Camino; un
transistor para el Moisés y docenas de artículos a cada
cuál más estrambótico. Realmente había una fortuna
en todo aquel material. Ten por seguro que Marian
había sacrificado una buena parte de su raquítico jor-
nal para adquirir todos aquellos artículos.
Conforme los regalos salían de la caja, los avisos co-
rrían de boca en boca hasta que las agraciadas apa-
recían en escena. Sofocadas y emocionadas, las afor-
tunadas destinatarias desfilaban por la cocina de la
Dolores, quien iba acaudalando la alegría de sus visi-
tantes. Todas y cada una se volvían hacia Stanis antes
de marchar, dándole las gracias como si la iniciativa
hubiera sido suya. El hombre, un tanto abrumado por
aquellos honores no merecidos, se afanaba en mante-
ner la boca llena.

60
Finalmente quedaron a solas. La Dolores se acercó
entonces a una distancia confidencial y moderando la
voz le preguntó acerca de su hija. Aquí ya no valía el
truco del pan y el queso. Había que responder y nada
de lo que podía decir se correspondía con lo que a una
madre le gustaría escuchar. Entonces se acordó de la
carta. ¡Bendita sea! La mujer cogió el sobre con ambas
manos, con el mismo cuidado y emoción con el que
habría cogido un cachorrillo de ojos cerrados. Aquella
carta, escrita de puño y letra por su hija, encarnaba
todas las ausencias que día tras día la acompañaban
como una sombra. Miró el sobre por un lado, le dio la
vuelta, lo acarició con sus gruesos dedos y se lo ofre-
ció después a Stanis para que lo leyera.
La carta comenzaba como era de esperar. Saludos de
cortesía, buenos deseos y una apresurada disculpa
por no acudir este año por navidad.
—Claro, es natural —se consolaba la madre—, tiene
que atender el negocio.
A partir de ahí, la carta entró de lleno en el terreno de
la fantasía. Que le iba muy bien, que tenía un trabajo
fenomenal, que ganaba mucho dinero y que conocía
a gente maravillosa. La señora Dolores interrumpía
continuamente la lectura para festejar las magníficas
noticias. Stanis se esforzaba en confirmar los deta-
lles mientras observaba la magia que tales palabras
obraban sobre el ánimo de la mujer. Mano de santo,
palabra de dios o lo que queráis, pero aquello ponía
la piel de gallina. Continuó la lectura con una serie
de bienintencionadas y monumentales mentiras. En
fin, ¿qué otra cosa podría escribir la pobre muchacha?
Finalizada la pantomima, la madre recuperó la carta
61
y la miró como para comprobar que era cierto, que su
hija estaba ahí, que le iba bien y que pronto vendría
a visitarla.

Stanis se apresuró a despedirse. La Dolores le acom-


pañó del brazo hasta la plaza, encajándole un aguinal-
do de chorizo, queso, miel y guirlache. En el frontón,
ante todo el mundo, se despidió de ella con un par de
besos en la mejilla. La subida al camión se hizo en un
ambiente triunfal. Desde la ventanilla prometió ab-
surdamente darle muchos saludos a Marian. “Muchos
saludos, hijo mío”. Lo habría jurado sobre su propia
calavera con tal de no defraudar a aquella mujer. Pero
la realidad distaba mucho de mantenerse a la altura y
al fortuito rey mago le quedaba grande su disfraz.
Partió despacito entre la gente, saludando a uno y
otro lado. Caras sonrientes, manos que se agitan, ni-
ños con bufanda y pantalón corto corriendo a la par.
Nunca olvidaría aquella víspera de nochebuena del
setenta y dos. Todo el pueblo despidiéndole de cora-
zón. Bueno, todos menos uno.

62
63
64
Todo iba a ser fácil. Tan fácil como cualquier otro
porte; muy fácil. Stanis Zubillaga no encontró razo-
nes para negarse cuando José Joaquín Zozaya con-
tactó con él para proponérselo. Embaucador como él
solo, hablaba del tema con ligereza, la misma que em-
plearía para explicar la receta del ajoarriero. Todos
los detalles estaban listos. ¡Lo había hecho mil veces!
Tan sólo faltaba un camión que sacase la mercancía
y, voilá, el afortunado conductor se llevaría un bonito
artículo de importación, además de un fajo de billetes
como papel de regalo. En fin, la amistad que guarda-
ban desde la mili pareció garantía suficiente como
para despedirse con un apretón de manos.

La bruma del amanecer desdibujaba los contornos


en aquella carretera comarcal cerca de Beárzun, en lo
más remoto del valle de Baztán. Las copas de los árbo-
les se difuminaban y se confundían entre la niebla. Lo
mismo ocurría con la línea fronteriza que virtualmen-

65
te separaba España de Francia, tan sólo unos metros
más allá. Stanis aguardaba inquieto en la explanada
convenida, escuchando el caprichoso ritmo de las go-
tas sobre el techo de la cabina. Desde allí observaba la
pista forestal por la que de un momento a otro debía
aparecer Zozaya con el cargamento.
Hasta poco tiempo antes, las operaciones de contra-
bando tenían como base una serrería de montaña,
lugar perfecto para encubrir el trasbordo y justificar
la circulación de camiones junto a la frontera. Los pa-
quetes entraban de noche y salían de día, camuflados
entre gruesas estacas de madera mientras los agentes
miraban para otro lado. Pero la cosa se había vuelto
algo más incómoda desde la llegada del “Betóker” a la
comandancia de Elizondo. Este capitán de la Guardia
Civil era lo que se dice un hueso duro de roer. Nacido
en la zona, conocía bien el idioma y las costumbres
del lugar. Había multiplicado las patrullas a pié, mon-
te a través, desencadenando fuertes antipatías tanto
fuera como dentro del cuartelillo. Celoso de su cargo,
imprimía disciplina férrea y no aceptaba sobornos ni
del mismísimo Diablo. Si de algo había que cuidarse,
era de la mirada del “Betóker”.
Stanis empezaba a impacientarse cuando su amigo
apareció de entre la niebla acompañado de una espe-
cie de oso que era cualquier cosa, menos de peluche.
Venían a bordo de un destartalado camión maderero;
uno de esos GMC o Studebaker que los americanos
subastan como excedentes de guerra. Seguramente
prestó servicio en Corea, aunque bien podría haber
sido un veterano de la Batalla de Lepanto. Daba pena
verlo: un sólo faro en el frontal, el guardabarros arran-

66
cado de cuajo y las grietas del parabrisas remendadas
con cinta adhesiva. Vamos, una chatarrería ambulan-
te. Pero gracias a su tracción 6x6, el viejo “ciempiés”
descendía por el barrizal como si tal cosa. Con destre-
za, arrimaron el cacharro al costado del Pegaso, para
agilizar el trasbordo de una plataforma a la otra.
—Pensaba que ya no veníais.
—Un mozo andaba merodeando por ahí, y hemos te-
nido que esperar a que se fuera.
—¡Un “jipi”! —puntualizó el plantígrado, mientras re-
tiraba las ramas de pino que ocultaban la mercancía.
Las cajas volaron de mano en mano hasta el compar-
timento secreto que habían preparado a bordo del
Cabezón. El hueco sólo era accesible desde un late-
ral y estaba rodeado de toneladas de forraje para el
ganado. Terminado el trasbordo, los contrabandistas
prendieron el jurásico “ciempiés” y desaparecieron en
la misma bruma de la que habían surgido. Zubi, por
su parte, amarró de nuevo el toldo y se esfumó cami-
no abajo como si allí no hubiera pasado nada.

La parte más delicada ya estaba resuelta. A par-


tir de ahí, cada metro que avanzaba era una bala
menos en la ruleta. Le quemaba la espalda y sólo
pensaba en alejarse lo más rápido posible. Alejar-
se hasta sumergirse en el anonimato de la N-121.
Hasta quedar envuelto por la calmante normalidad
de la ruta. Hasta ganar una distancia que le hiciera
olvidar la misión clandestina en la que estaba meti-
do hasta el cuello.

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Pero el destino es jugador y apostador. Tras una
curva le dieron el alto. Franqueaba el paso un Land
Rover de techo marfil con la insignia romboide en el
costado. Verde monte, capotes y fusiles; tricornios
de charol. Un cosquilleo recorrió el bajo vientre de
Stanis. Sintió cómo su rostro palidecía y se le obs-
truía el pensamiento. Tan sólo quedaba comprobar
si realmente existían los milagros, aunque Zubi no
encontraba ninguna oración de emergencia.

El eterno guardiacivil tardó en acercarse hasta la


cabina. Con paso lento, avanzó de atrás hacia ade-
lante inspeccionando todo indicio de delito en el
camión. Por el espejo, tan sólo se veía un enorme
capote oscuro, balanceándose con desquiciante len-
titud. Finalmente, el guardia se volvió hacia Stanis
clavándole una inclemente mirada de cíclope. Rayos
X paralizantes. Sobre el otro ojo, un parche negro
como su alma. No había duda; aquel espectro era el
“Betóker”.
Le hicieron apearse para que abriera la cartola trase-
ra. Insatisfechos con lo hallado, los hombres arma-
dos le ordenaron descubrir toda la lona. Un camión
con el toldo del revés siempre resulta sospechoso,
pero en estos parajes se convertía en toda una de-
claración de culpa. ¿Por qué ocultar, si no, el rótulo
amarillo de Transportes Echeveste? Un fusil le tocó
la espalda. Stanis obedeció resignadamente las órde-
nes del capitán pirata, con el vértigo de quien cami-
na por el enclenque tablón para saltar después a los
tiburones. Los demás agentes, entre tanto, intercep-
taban otro vehículo que tuvo la mala ocurrencia de
68
pasar por ahí. Era un 850 blanco y redondo como la
cáscara de un huevo.
Un joven con barba y pelo largo salió del cascarón.
Con mano temblorosa, trató de encenderse un ciga-
rrillo. ¡Joder, era el Chema!; el hermano pequeño
del Pedrolo. Se conocían del barrio, de toda la vida.
Stanis había estado en su casa en innumerables oca-
siones, ya que el Pedrolo era de su cuadrilla. Como
es lógico, el joven ignoró conocer al camionero e im-
ploró a éste hacer lo mismo. Aquella mirada aterrada
lo decía todo. El cigarrillo se consumía con ansiedad
febril mientras procedían al registro.
—Capitán, debería ver esto. Hemos encontrado “hie-
rro” bajo el asiento.
El “Betóker” se dirigió por última vez a Stanis y, arro-
jándole los documentos al pecho, le espetó:
—¡Lárgate, payaso! Por esta vez te has librado.
Sin pensarlo dos veces, puso en marcha el Pegaso y
voló tan ligero como pudo.
—Gracias, Chema. Te debo una.

Caída la tarde, en un almacén de Zaragoza, Stanis


charlaba eufórico con el zorro de Zozaya, que se había
adelantado en su propio auto. Entre palmadas y car-
cajadas nerviosas, celebraban el éxito de la misión y la
buena estrella del camionero, salvado in extremis por
la campana. Stanis recibió su paga jurando que una y
no más, Santo Tomás. El mero recuerdo del “Betóker”
le ponía los pelos de punta.

69
—Aquel cabrón ya venía torcido desde pequeño
—indicó Zozaya—. En Irurita no hay dios que lo
pueda ver. Fíjate que en la escuela siempre andaba
solo y aun así se las arreglaba para hacer alguna
judiada. Los chavales le cascaban a menudo, pero el
“tío cicuta” no entraba en razón. En una de aquellas
grescas debió perder el ojo. Cuando le tocó hacer
la mili no le querían coger por eso, pero marchó
voluntario y ya no supimos más hasta que regre-
só hace un mes vestido de verde oscuro. Ahora, lo
menos quince años después, quiere hacernos tra-
gar toda su mala leche acumulada. ¡No le partirá
un rayo, pues!
Stanis volvió su atención hacia el misterioso carga-
mento. Quería saber a cuenta de qué estaba arries-
gando su pellejo. Zozaya, ni corto ni perezoso, se
puso a desembalar los paquetes en una postura que
recordaba a un esquilador de ovejas. En un san-
tiamén el tesoro quedó a la vista: revistas eróticas
francesas, cartones de tabaco rubio y sofisticados
equipos hi-fi alemanes.
—¡Sexo, droga y rocanrol!, Zubillaga. ¿Qué más
puedes pedir?
Escogió una muestra de cada pecado, tirando más
a mortal que a venial, aunque tuvo que renunciar
a parte de su paga para poderse llevar uno de los
equipos de alta fidelidad. “Compact System 2000”,
proclamaba el envoltorio en grandes letras. “Grun-
dig, Hannover”. Sostener aquella flamante caja en-
tre las manos era como poseer la llave del futuro.
Un futuro que se antojaba pleno de mujeres exóti-
cas, cigarrillos con filtro y música moderna. Aque-
70
lla noche, Zubi, Zozaya y demás socios de fortuna
se fueron de juerga por el barrio de Las Delicias,
donde abundaba el neón, las medias de nylon y los
cubitos de hielo en las bebidas.

El regreso a casa fue de lo más placentero. Se sentía


ligero de cuerpo y alma, al igual que el Cabezón,
que por una vez volvía de vacío. Como única carga,
el estéreo Grundig con el que pagarle a Chema su
milagrosa aparición. Entre tanto, conducir por el
valle del Ebro era como dejarse llevar por la bri-
sa en un velero. Suave, sereno y rumbo al frente.
Stanis buscó algo de entretenimiento en su radio
transistor.
—“... al caer su coche al río. El cuerpo sin vida de
J.M.A., de 22 años y natural de Pamplona, ha sido
rescatado del río Bidasoa a la altura de Arráyoz,
Baztán. Al parecer el automóvil en que viajaba, un
Seat 850, se salió de la calzada precipitándose...”
—Clic. No era día para oír desgracias. Bajó la venta-
nilla y continuó ruta silbando inconexas melodías.
Pero el Chema ya no estaba allí para recibir su re-
galo. No estaba allí ni en ningún otro sitio. Incluso
el ataúd se encontraba sellado para ahorrar a la fa-
milia la visión de su rostro desfigurado. Por el acci-
dente, según dijeron.
El entierro fue apresurado. Incompleto. Como todos
los entierros. Lleno de espacios muertos que hacen
aún más evidente y dolorosa la ausencia. Los pa-
dres callaban, agotados. Su hermano, que le había
prestado el coche, se desmoronaba sin consuelo.
71
—Pedro, Pedrolo. Yo lo vi. Antes de que muriera. Por
la mañana, en un control. Pedro, escucha esto: por el
retrovisor alcancé a ver cómo se lo llevaban, con las
manos en la nuca, a empujones.
—¿Por qué me dices esto? ¡¿Y a mí qué, si le viste?!
—sus ojos vidriosos, empapados de dolor, impedían
mantenerle la mirada—. ¿Qué quieres que haga con
ello? Por favor, Zubi, ¡déjame en paz!

Sobre la mesa del dormitorio, la caja de Grundig ha-


bía perdido todo su brillo. El futuro no estaba resul-
tando todo lo prometedor que cabría desear. Stanis
contemplaba la caja, como en un velatorio, pensando
en todo lo sucedido. Las casualidades; el destino. El
accidente; la ausencia de testigos... nadie había visto
siquiera el rescate del cuerpo. Sólo el parte oficial y un
féretro lleno. Sonó el teléfono. Era Pedro.
—Oye, Zubi, los compañeros de mi hermano quieren
que les cuentes eso que viste.
Aquellos chicos y chicas, pese a andar metidos en
grupos parroquiales, no tenían ninguna pinta de se-
minaristas. La cita se celebró en los locales de la igle-
sia donde se solían reunir. Dos retratos presidían la
estancia: el uno portaba boina y estrella roja, el otro,
corona de espino. Por lo demás, el parecido entre los
dos barbudos era asombroso. La cosa fue tan rápida
como una confesión antes de comulgar. No fue difícil
describir la fisionomía de quien comandaba la patru-
lla que arrestó a su compañero.

72
Dos meses después, el “Betóker” cayó muerto en em-
boscada. Lo leyó en la prensa, mientras desayunaba.
Irónicamente, fue acribillado durante una de las pa-
trullas montañeras que tanto se empeñó en establecer.
Los guardias que le acompañaban resultaron ilesos y
aseguraron no haber visto nada. Sólo su madre llevó
flores al entierro. Después hizo las maletas y abando-
nó el pueblo. Un nuevo mando ascendió al cargo. Se
suspendieron las patrullas y el contrabando recobró
su ritmo habitual. Nadie sabe a ciencia cierta de dón-
de procedían las balas que acabaron con aquel hom-
bre envilecido. Demasiados enemigos, demasiados
intereses. Pero hubo un grupo armado, desconocido
hasta el momento, al que le vino de perlas reivindicar
el atentado: el Frente Revolucionario Patria o Muerte.
Por supuesto, nadie puso en duda su autoría.
Y así se escribe la Historia.

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74
Pasar el rato en Talleres Lecea era más entretenido
que un vodevíl. Al menos, así lo entendían sus asi-
duos visitantes. Un buen día se abrió el telón y Máfius
entró en escena a bordo de un camión grúa. Saludaba
desde lo alto, sonriente; tan sólo le faltaba bastón y
sombrero de copa para completar el número. Tras él,
como un pollito asustado, un R-8 amarillo pendía del
cable. Interrogado por los presentes, el oficial mecá-
nico no pudo sino encogerse de hombros:
—Me dio pena el cacharro... y era casi regalado.
El nuevo inquilino ocupó el rincón izquierdo del fon-
do, junto al despacho acristalado de Máfius. Perma-
neció unos cuantos días en observación con el capó
levantado y pronóstico reservado. Por lo visto, el mo-
tor se había gripado a causa de una brusca pérdida
de aceite. Jamás se encontró el tapón del cárter. Su
conductor no advirtió nada raro hasta que el cigüeñal
pusiera al rojo vivo los casquillos y partiera un par de
bielas. Como es natural, el motor se debió bloquear y

75
el coche derrapó a 100 por hora saltando por un terra-
plén. Todo el mundo salió ileso pero con un susto de
miocardio, y del coche ya no quisieron saber más.

Máfius lo adoptó casi sin querer. Era un buen coche,


robusto y vivaracho, de la serie semi-deportiva lan-
zada por FASA-Renault en 1968. De ángulos rectos,
era básicamente un Dauphine pasado por una prensa
hidráulica a cuyos mandos se encontrara un maníaco
de las formas cúbicas. No estaba mal para los tiempos
que corrían. Este modelo imitaba los pasos del R-8
Gordini, un verdadero automóvil de competición con
el que el público francés de clase media podía fardar
de lo lindo. Pero si en lugar de francos uno pagaba
en pesetas, la cosa cambiaba sensiblemente. Los mo-
delos españoles tenían menor cilindrada, suspensión
convencional y caja de cuatro velocidades. Aunque
eso sí, la pinta era magnífica: cuatro faros en el fron-
tal y un salpicadero repleto de relojes al mejor estilo
rallye. Al fondo del garaje, mudo e inmóvil, lo único
que le quedaba vivo al R-8 era el color.
Nadie se atrevía a formularlo así, pero Mateo Azcona
era un verdadero monje de la mecánica, y en Talle-
res Lecea tenía su santuario. Junto a las taquillas, un
austero retablo reunía algunas imágenes de culto. En
la parte central, un sugestivo cartel publicitario pro-
metía el regreso on the rocks al Paraíso: a la orilla del
mar, apenas cubierta por la fina tela de una camisa,
una fascinante amazona rubia montaba a pelo sobre
un corcel blanco-ceniza. Cabalgaba erguida, ajena,
ensimismada, jamás tocada por las miserias de este
mundo. Máfius podría pasar horas contemplando la
76
estampa en silencio. No es que fuera un tipo religioso,
pero a este respecto descubría auténtica devoción. La
cosa es que sin otras cargas familiares que atender,
pasaba por el taller los fines de semana con la excusa
de dar de comer al Káiser y sacarlo a pasear. Perros
viejos, ambos, se tenían el uno al otro. Los domingos
por la tarde no era extraño encontrarlos por las inme-
diaciones, dando un garbeo al calor de los últimos ra-
yos del sol. Corriendo y saltando entre las altas hier-
bas, el pastor alemán olvidaba su perra vida y, sólo
por un momento, se permitía ser feliz.
Ahora Máfius tenía doble motivo para enfundarse el
buzo en día festivo. Acompañado del mugriento pe-
rrolobo, fue desmontando el puzle hasta dejar el R-8
como una carcasa hueca. El resto del coche se hallaba
desintegrado en un variopinto cinturón de asteroides.
Radiador, bloque, grupo diferencial; culata, filtros,
palieres; juntas, tornillos, arandelas. El conjunto po-
dría tomarse como una plausible representación a es-
cala del Big Bang.
El hábil mecanicién limpió y revisó todas esas piezas a
las que sólo él sabía poner nombre. Algunas tuvieron
que ser sustituidas; entre ellas, el más que torrefacto
bloque de cuatro cilindros. Ni corto ni perezoso, se
las ingenió para transplantarle un potente motor de
Renault 12 procedente del desguace. No fue tarea fácil
y hubo que hacer ajustes hasta en el último tornillo
para que las piezas encajaran. Pero aquí Máfius
demostró ser un fuera de serie. Encontró soluciones
donde sólo había problemas y logró combinaciones
inauditas entre los componentes del original y del
nuevo R-12. Con su carburador de doble cuerpo y sus

77
1300 centímetros cúbicos, el maltrecho Renault 8 salió
del coma rugiendo como un bombardero de escape
libre. Te juro que Amadeo Gordini se habría quitado
el sombrero, y hasta el cráneo, de haber asistido a
semejante obra maestra. Pero aquel domingo de
primavera hubo que conformarse con que el Káiser
moviera un poco la cola.
—¿Qué tal va ese bólido? —decía Stanis.
—¡Mejor que tú y que yo! —respondía Máfius.

La lesión de rodilla que arrastraba desde la guerra ha-


bía privado al mecánico de muchas cosas, entre ellas
de la capacidad de conducir. Sin embargo, la idea de
adaptar el coche a sus mermadas condiciones no de-
jaba de calentarle las meninges. Tirando de ingenio
como materia prima, montó un curioso mecanismo
sobre la palanca de cambios con el que accionar acele-
rador y freno. La cosa funcionaba así: el puño de una
motocicleta ocupaba el lugar del pomo, en posición
vertical. El puño, al girar, accionaba el acelerador
como en el manillar de las motos. El gatillo, por su
parte, reemplazaba el pedal de freno. Bueno, ¡así se
pilotan los helicópteros! O eso se figuraba Mateo Az-
cona.
Durante semanas se aplicó en la práctica de manio-
bras, ajustando las sirgas hasta conseguir una pre-
cisión de relojero. No tardó mucho en moverse con
agilidad entre los camiones que moraban en el taller.
Primero probó unos giros sencillos en el interior de
la nave. Más tarde se aventuró al aire libre, bajo la
tejavana del porche. Después de todo, la conducción
78
tampoco tenía tantos secretos. Manejando el volante
mediante una bola giratoria, mantenía forzosamente
la mano derecha sobre la palanca de cambios. Hay que
decir que este detalle le confería un aire de conductor
veterano francamente favorecedor. Un aire de tango.
Ya estaba bien avanzada la primavera cuando le dio
por pintar el automóvil de azul Francia. No por casua-
lidad, éste era el color que Renault reservaba para sus
modelos deportivos. Por insistencia de Javitxu, tam-
bién se le añadieron las dos bandas blancas longitudi-
nales, tan características del R-8 y del Alpine de com-
petición. Cuando por fin fueron montadas las aletas y
los cromados, se descubrió un automóvil magnífico.
—La hórdiga, Máfius, ¿dónde está el “patito feo”?
Lo que ahora ocupaba el privilegiado rincón del fondo
era un verdadero bólido de carreras. La potencia del
motor era muy superior a la de sus hermanos de se-
rie. Además, incluía mejoras en la suspensión, endu-
recida para agarrar mejor en curva cerrada. También
portaba frenos de disco en las cuatro ruedas, cosa que
multiplicaba notablemente el rendimiento de la pa-
lanca manual. Y por último, deslumbraba el aspecto
rabiosamente moderno de sus bandas blancas sobre
el azul de la carrocería.
Todo el mundo fue contagiándose de la fascinación
por aquel radiante deportivo. Los mecánicos se sen-
tían orgullosos de Máfius y no había cliente que aban-
donara el taller sin hacerle antes una reverencia al
famoso bólido. El señor Lecea, siempre distante, se
limitaba a observar la romería desde el ventanal de su
oficina, en lo alto de la nave.

79
—El próximo lunes me saco el carnet —soltó una tar-
de, como quien no quiere la cosa.
Había resuelto el papeleo y tan sólo le restaba superar
el examen práctico. Para entonces Máfius se maneja-
ba con soltura por los estrechos caminos comarcales
que había por allí. Cada tarde, se dispensaba su ración
diaria de kilómetros, alegría y libertad. Una libertad
ganada a pulso, fruto de su esfuerzo, de su ingenio y
de su empeño. Libre y autónomo, el R-8 cabalgaba
entre sotos y sembrados con las ventanillas abiertas
de par en par.

Stanis Zubilaga acudió puntual a la cita el día del


examen. Había quedado en acompañar a Máfius, por
aquello del protocolo legal. Tras el almuerzo, tomaron
el bólido y se dirigieron a la pista de pruebas. Máfius
iba de domingo, en traje de paisano, bien aseado y con
las manos limpias como la patena. Sólo un panadero
podría lucirlas más blancas, en el caso de que además
fuera albino. Partieron de buen humor, charlando y
recordando anécdotas jocosas. Tanto más cuando és-
tas le sucedían a otros.
—¿Te acuerdas de aquél julay? —contaba Zubi—.
¿Aquel que venía hasta arriba de naranjas valen-
cianas? Las traía a granel, con el remolque cargado
hasta las cartolas. Total, que ya era de noche cuando
empieza a subir hacia Teruel. Un puerto largo-largo.
Al principio, el camión no podía ni con su alma pero,
a medida que ascendía, el motor iba cogiendo más y
más alegría. El otro, contento, claro; viendo la poten-
cia creciente del camión. Jodé, Máfius, para cuando

80
llega arriba no quedaban naranjas ni para hacerse un
zumo. ¡Cagüen Marobé! ¡Todas rodando cuesta aba-
jo, con las compuertas abiertas!
—Ja, ja. Eso no le habría pasado si hiciera como el
“Cestas”. Escucha, mocé: esto era ya hace unos años.
El tío tenía un camión más viejo que Matusalén, de
éstos de morro largo y ruedas duras. Como aquel ca-
charro no tenía fuelle ni para subir a la acera, cogía el
burro de él y enfilaba los puertos marcha atrás. Como
te lo cuento, Zubi; marcha atrás.
—Bueno, a nosotros tuvieron que ayudarnos una vez,
subiendo Pajares, porque el camión ya no podía más.
Iba con Demetrio, el Decano, pero él ya sabía el truco.
No te lo vas a creer, pero allá había un baranda que
se ganaba la vida remolcando camiones. Vivía en una
casa junto a la carretera y si andabas justo de fuerzas,
le pegabas un bocinazo y salía pitando en tu ayuda.
Tenía un Land Rover de esos cortos. Le ataba una
cadena y así, entre los dos, lograban llevar el camión
hasta la cima.
—Mira que me estás dando una idea, Zubi. A lo mejor
me cambio de oficio y le empiezo a sacar partido a
este bólido. Ya me avisarás cuando le entre el flato al
Cabezón ¿no?
—Ni lo dudes.
El lugar del examen no era otra cosa que una explana-
da junto a unas ventas, en una comarcal cercana a la
ciudad. La arboleda proporcionaba sombra en vera-
no y la tasca servía de abrigo en invierno. Aparcaron
junto al bar y salieron con los papeles en busca del

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examinador. Los curiosos, mientras tanto, se arremo-
linaron en torno al flamante Renault 8.
El funcionario, gris como su traje, se vio un tanto des-
bordado. Nunca se había enfrentado a un caso tan
peculiar. En realidad, nunca se había enfrentado a
nada en absoluto. Las circunstancias le parecieron lo
suficientemente extraordinarias como para dejarlo en
manos del inspector Villar.
Éste no era otro que el típico jefe nombrado a dedo.
Su mayor mérito consistía en ser hijo de su padre; y el
de su padre, en ser un grandísimo hijo de puta. Cuida-
do, no es un mérito menor cuando el pastel se reparte
a tiros, con pelotones de fusilamiento de por medio.
Así pues, el inspector despachaba los impresos oficia-
les con gesto despectivo. Tras unos anteojos cuadra-
dos como televisores de UHF, se las daba de hombre
ocupado en asuntos más importantes. Asuntos que,
a juzgar por su pinta, debían centrarse en mantener
a raya su peinado, para lo cual vertía kilos y kilos de
gomina sobre su cogote. La rectitud era su credo, y
efectivamente, tras muchos años de empeño, acabó
pensando con el recto.
—Ese automóvil incumple las normas establecidas
por ley.
El inspector Villar tenía una manera muy particular
de entender su cargo. Se veía como un guardián moral
en un país que se había relajado demasiado. ¿Heren-
cias de familia? Quién sabe. Para él la única salvación
pasaba por el sufrimiento ajeno y la mano dura. De
poco sirvió mostrarle que todos los papeles estaban en

82
regla. Creía firmemente que este mundo era un “Valle
de Lágrimas” y estaba dispuesto a demostrarlo.
—Nos esforzamos por hacer de este país una gran na-
ción y ustedes se empeñan en convertirlo en un par-
que de atracciones. No me hagan perder más el tiem-
po. ¡Con ese coche no se examina nadie!
Mateo Azcona empezaba a perder la calma. Había
mucho en juego y no veía la manera de enderezarlo.
Como buenamente pudo, le explicó el asunto de la le-
sión y que automóvil había sido especialmente adap-
tado a su discapacidad.
—He dicho que usted no es apto para conducir, y pun-
to. No sea ridículo; ¡un viejo lisiado en los “autos de
choque”! Reconozca de una vez su condición de in-
válido y váyase a casa, hombre. ¿No comprende que
causa vergüenza ajena?
Mateo insistió, apelando a la hipotética compasión de
Villar. Quizá cambiara de actitud si agachaba las ore-
jas ante él. En muchos casos, estos desgraciados sólo
buscan demostrar quién está al mando y nada más.
Pero la respuesta fue del todo terminante:
—Los inválidos y tarados como usted no son más que
una carga para el avance de este país. Vamos, que si
fuera por mí...
Mateo volvió sobre sus pasos, se montó en el Renault
8 y arrancó con toda la rabia los 70 caballos del mo-
tor. Se lanzó hacia atrás levantando polvo y gravilla,
y en una maniobra tan estruendosa como precisa sa-
lió disparado hacia el estúpido inspector. Apurando
la frenada, detuvo el parachoques a un centímetro

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escaso de sus rodillas. Todo el mundo contuvo la res-
piración. Derrepente, José Antonio Villar compren-
dió lo frágil de la línea que separa un cuerpo sano de
uno quebrado. Tragó saliva, retuvo la orina y no se
atrevió ni a pestañear. Máfius descendió del coche,
se acercó al oído del inspector y con lágrimas en los
ojos le dijo:
—El rojo de tu bandera está teñido con mi sangre. Re-
cuérdalo bien.
Después volvió a montar, describió un par de ágiles
maniobras y se largó de allí a todo gas. Nadie rompió
el silencio hasta que la nube de polvo se hubo disipa-
do por completo. Stanis escupió en el suelo y se mar-
chó pifiando improperios sobre la totalidad del árbol
genealógico de aquél imbécil.

A la mañana siguiente Máfius acudió a su puesto con


un poco de retraso. Entró sin mirar a nadie, como
un fantasma, y así se mantuvo durante el resto de la
jornada. Todos los demás, en cambio, iban y venían
completamente alterados.
—El bólido, Zubi ¡El bólido! —los mecánicos se lle-
varon a Stanis en volandas en cuanto apareció por la
puerta. Gesticulaban como locos y hablaban todos a
la vez.
Detrás del taller, en un descampado, aún humeaba el
amasijo de hierros calcinados. Es todo lo que quedaba
del fabuloso deportivo. Las horas, el dinero, las ilusio-
nes depositadas con esmero; todo se había convertido
en humo durante la noche. En humo negro.

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Trataron de consolar a Máfius pero éste parecía ha-
ber caído en un pozo. Ya no hablaba con nadie. Ya no
aconsejaba a nadie ni explicaba nada a los aprendices.
Perdía la paciencia con facilidad y, cosa rara, empezó
a maltratar la herramienta. Desde luego, Talleres Le-
cea se había convertido en una cueva, y los clientes lo
notaban.

Un día, el señor Lecea descendió de su oficina y


arrastró discretamente a Máfius hasta el despacho
acristalado del fondo. En la intimidad de aquel re-
cinto, Valentín Lecea habló de ciertas cosas que du-
rante mucho tiempo había callado. Sus palabras via-
jaron al pasado. No contaban más de dieciséis años y
ya tenían el hombro dolorido por culpa del Máuser y
su jodido retroceso. ¡Qué sabían ellos de la vida! No
eran más que unos críos hambrientos y apaleados. El
señor Lecea recordó el día en que ambos quedaron
aislados tras las líneas enemigas, durante la ofensiva
sobre Vizcaya de 1937.
—El resto de mi vida la he tomado como un prórro-
ga, Mateo. Siempre he pensado que debiste dejarme
allí, que estoy viviendo una vida que no me corres-
ponde.
A lo largo de la primera noche se apegaron al sue-
lo, entre las rocas, queriendo ser raíz y desaparecer
entre la tierra. Durante el día siguiente, la aviación
nacional, italianos o lo que fueran, barrió sistemáti-
camente el terreno con su fuego de ametralladora.
Muerte arbitraria e inapelable que hacía temblar el
suelo y el alma. Anulados por el miedo, esperaron

85
la llegada de los suyos pero la noche volvió a caer
sin haber divisado ni una boina roja. Hambrientos,
cansados y ateridos de frío se enfrentaron de nuevo
a las voces extrañas de la oscuridad. De madrugada,
borracho de fatiga y terror, Valentín quiso poner fin
a sus penurias. Mateo anduvo listo, saltó sobre él y
trató de arrebatarle el fusil. Forcejearon torpes e in-
verosímiles y en la pelea el arma se disparó.
—Créeme si te digo que esa rodilla me ha dolido siem-
pre. También a mí.
De aquella trinchera sacaron una medalla al valor y
una lesión de por vida, respectivamente. Desde enton-
ces, Valentín Lecea se ocupó de que a Mateo no le fal-
tara de nada. Pero Máfius siempre lograba dar más de
lo que recibía. Era su naturaleza. En este trance, Lecea
entendió que había llegado una oportunidad de nivelar
la balanza.
—He hablado con cierta gente, Mateo. Gente influyen-
te. He terciado para que se archive la denuncia. Por
esta vez van a dejarlo correr. Pero ya puedes olvidarte
del carnet de conducir. Al menos, mientras Villar siga
en el cargo... y me temo que tiene para rato.
—Gracias, Valentín —al fin abrió la boca—. Te lo agra-
dezco de veras, pero no sé qué voy a hacer. Todos es-
tos años también han sido una farsa para mí. ¿Qué te
crees? He tirado para adelante, poniéndole entusias-
mo, haciendo de tripas corazón... Pero todo era menti-
ra. Todo mentira.
Levantó la vista y el tono. Algo amargo se estaba remo-
viendo en las entrañas del cojo.

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—“Máfius, Máfius”... ¡Menudo payaso! ¡El gran bufón
de los mecánicos! Un comediante que se ha creído su
propio papel. ¿Qué puedo hacer, Valentín? —y volvió
a bajar la mirada—. No soy más que un viejo lisiado,
un solterón y un estúpido.
Lecea dio su opinión antes de salir por la puerta.
—Sigamos con la función, Mateo. Al menos, mientras
haya público.

Stanis Zubillaga siguió visitando el taller de cuando


en cuando. Visitas de hospital; más por deber que
por voluntad. Pero al cabo de unas semanas notó
que algo estaba cambiando. Cuando descendió del
Pegaso fue recibido por unos alegres ladridos del
grasiento perrolobo. —¿Qué le pasa al viejo Kái-
ser?— Los mecánicos se lo explicaron por el camino,
mientras le acompañaban hacia el interior. Esta vez
no iban a ponerle pegas, aseguraron, puesto que no
necesitaba carnet de coche. La comitiva llegó hasta
el rincón particular de Máfius, donde un rechoncho
motocarro se dejaba revisar sus partes íntimas.
—El cacharro está bien... y era casi regalado.
Zubi sostuvo la sonrisa hasta el final, pero se enca-
ramó al camión mascando una sensación del todo
agridulce. No dejaba de darle vueltas a la escena. Se
alegraba, claro que se alegraba de que Máfius hubie-
se recuperado el ánimo, pero verle con el “triciclo”
después de haber construido y pilotado su propio
bólido... Se le caía el alma a los pies. —”¿Qué clase de

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país es éste?”— rumiaba. Sólo aquí se castiga el inge-
nio y se premia la mediocridad. ¿Cuál es la lección?
A bordo del Cabezón se adentró en los barrios de la
ciudad, entre gentes que pese a todo seguían sacan-
do la vida adelante.

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A Stanis Zubillaga no le gustaban los días festivos. Ya
no. Sólo sirven para comprobar que en realidad no
tiene uno nada que hacer. Desde que Mayte se llevara
sus maletas, Stanis andaba perdido como un marine-
ro en tierra. Se ahogaba en la soledad de aquella casa
tan vacía, todo silencio. Y con la familia o los amigos
siempre se veía arrastrando la sombra del fracaso. Es-
taba harto de dar explicaciones que él mismo desco-
nocía, harto también de aceptar lástimas ajenas. ¿Qué
podía hacer en su día de fiesta? El domingo de una
ciudad de provincias sólo ofrece fútbol e iglesia, y Sta-
nis no profesaba ninguna de las dos religiones.
En cambio, la carretera le ofrecía calma, sosiego. Se
sentía a salvo en el tránsito, en ese mientras tanto,
sólo tiempo presente sin pasado ni futuro. En el pa-
réntesis del viaje nadie había que le pudiera abando-
nar ni tampoco nadie a quien esperar con ansiedad.
Al volante del formidable Pegaso 1063 Stanis sentía
que avanzaba, que hacía algo, que estaba vivo. Pero

91
era domingo en una ciudad de provincias; un domin-
go estancado, predecible y gris.
Como buen marinero en tierra, y sin mucho donde
elegir, acabó buscando refugio en una tasca del barrio.
Bar Izarra: palacio de “formica” y nicotina bañado en
fluorescente verdusca. El “Carroussel Deportivo” ra-
diaba con entusiasmo histriónico penaltis remotos.
Detrás de la barra, Lucas “el Chato”; siempre limpian-
do vasos. En la mesa, la infalible cuadrilla de jugado-
res pertrechados de café, copa y puro. Al rededor, un
racimo de espectadores daba su aprobación a las su-
cesivas jugadas, celebrando los triunfos y algo menos
los fracasos. Al extremo de la barra, solo y pensativo,
se sostenía un viejo larguirucho con cabeza de bombi-
lla. No importa su verdadero nombre, ya que todo el
mundo le llamaba “Pajarito”.
Stanis esbozó un saludo general, pidió un trago y se
situó en las inmediaciones del viejo. Cuando está de
buenas es un tipo curioso, con un punto de vista fuera
de lo común. Pero cuando está de malas, escupe vene-
no como una cobra endemoniada.
—¿Qué, Pajarito, cómo va el partido?
El viejo parecía estar rumiando el mantra radiofónico
con el que rocían las tardes dominicales. No se dio
prisa en salir de su fosa para contestar.
—¿Es que aún no lo sabes, Zubi? —y cerró en el mis-
mo tono—. ¡Perdiendo, como siempre!
Evidentemente, no era el día apropiado para charlar
con él. Lo mejor era dejarlo a solas. Los jugadores
de mus seguían vociferando y arrojando cartas so-

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bre el tapete. El más sonoro era Garcés, un pelirrojo
de mediana edad que en otra vida debió ser jabalí o
quizás rinoceronte lanudo. Sujetaba el “farias” con
los dientes, y hacía temblar las botellas cada vez que
cortaba la baraja. Ganaba con ventaja y quería que
todo el mundo se enterara de ello, incluidos los ve-
cinos. Ana, la hija del dueño, salió de la cocina para
recoger las tazas vacías de la mesa. No había mucho
espacio y Garcés aprovechó para alargar la mano
bajo su falda.
Ana se apartó de un salto y los hombres estallaron
en una carcajada general, riéndole las gracias al hu-
meante pelirrojo. Ana se retiró a grandes zancadas
ocultando su rostro con la mano.
—¡Eres un miserable, Garcés! —la voz amarga pro-
venía de Pajarito—. Un miserable ciego y estúpido
que no sabe distinguir una flor entre un montón de
basura.
—Oye Chato, riégame las plantas, que se están secan-
do —saltó Garcés dirigiéndose al baranda—. ¡Anda,
ponle otro trago al Pajarito, a ver si cierra el pico!
El dueño optó por tener la fiesta en paz, haciendo la
vista gorda y echando tierra sobre el asunto. “Cada
uno a lo suyo” solía decir en estos casos. Pero Garcés
no se daba por satisfecho en aquella tarde de victo-
rias. Mordiendo su diminuto puro, se levantó de la
silla, se encaró con el enjuto parroquiano y acto se-
guido vertió el contenido de su copa en el vaso, ya
vacío, del viejo.
—Aquí tienes tu alpiste, Pajarito. ¿No irás a hacerle
desprecio a un amigo? —y añadió— ...cuando te he-
93
mos visto beber hasta el agua de los charcos ¡¿Eh,
viejo chocho?!
Garcés se volvía de cuando en cuando para demostrar
a su público lo gracioso que era. En un gesto impera-
tivo le acercó la bebida hasta el punto donde el viejo
dejaba caer su vista. El anciano alcohólico, acorrala-
do y humillado, tomó el vaso, lo mantuvo un instante
ante sí y después lo derramó a los pies del arrogante
pelirrojo. Éste, incapaz de contener su furia, agarró al
viejo por las solapas dispuesto a explicarle los palos
de la baraja, empezando por el as de bastos.
El Chato intervino para recordar que en su local no se
disputaban peleas y que la calle era tan ancha como
Castilla. Garcés se lo tomó al pié de la letra y sacó a
empellones al pobre junco con cabeza de bombilla. El
viejo tenía tanto alcohol en su cuerpo como hiel en el
alma, con lo que apenas lograba mantenerse erguido.
¡Joder! pegar a un borracho está muy feo. Hace falta
ser cobarde para sacudirle a un abuelo en esas condi-
ciones. Sin pensarlo dos veces, Zubi salió a detener la
paliza. Se interpuso a duras penas, pero entre el jaleo
y los empujones, dos puñetazos errantes se estrella-
ron directos en su cara. Pim, pam.
El duro de Garcés se abrió paso entre los curiosos y
desapareció echando juramentos. Zubi hacía recuen-
to de sus heridas. Mientras, el viejo intentaba incor-
porarse con la misma fortuna que un escarabajo del
revés. Desde el suelo, Pajarito soltó sus perros:
—¡Me dais asco, imbéciles! Os creéis personas pero
no sois más que cadáveres putrefactos. Muertos en
vida, jefes de panteón, señores del cementerio... Nun-

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ca moveréis un dedo por salir de vuestra mortaja.
¡Fantasmas! Ignorantes...
—Vamos Pajarito, ya vale —dijo Stanis echándole una
mano para incorporarse.
—¡Y tú el que más, Zubillaga! —se revolvió el viejo,
rechazando toda ayuda—. Tú además de muerto es-
tás dormido. ¿Quién eres tú para decirme que me ca-
lle? Ni siquiera fuiste capaz de mantener a tu mujer
junto a ti. Por eso se fue, porque no soportaba más
este olor a cloroformo. Ahí te pudras, Zubi, haciendo
como que no pasa nada. ¡No, nunca pasa nada en
este cementerio!
El viejo espantapájaros se alejó quebrado calle arri-
ba, escupiendo palabras que ya no se podían com-
prender, o que nadie quería comprender. Lucas “el
Chato” recogió lo que quedaba de Stanis y lo condujo
con cuidado a la cocina, tomando asiento en la im-
provisada enfermería. Bajo el aro fluorescente, Ana
hizo lo posible por curarle las heridas. Al menos las
visibles. Más roto por dentro que por fuera, Stanis
se agarró al dolor físico como medio de evasión. No
era ni lejanamente capaz de digerir las toneladas de
veneno que en un minuto se habían vertido sobre su
maltrecha moral.
—No hagas caso a esos brutos —dijo Ana, comenzan-
do a limpiar la sangre con una guata húmeda—. Yo ya
estoy aburrida de escuchar sus tonterías.
Las artes sanitarias de la chica no eran ni de lejos tan
benefactoras como su voz. Con los ojos cerrados, Sta-
nis se dejó guiar por el bálsamo de aquella voz tan
cercana y, al mismo tiempo, tan desconocida.
95
—Yo en cuanto pueda me voy de aquí. Mi padre no
quiere ni oír hablar del tema, pero en cuanto pueda
me voy. El año que viene cumplo veintiuno, y con la
mayoría de edad ya no puede retenerme más. Si no lo
quiere entender, que no lo entienda.
La ceja izquierda iba a necesitar algunos puntos de
sutura.
—Tengo unas amigas en Frankfurt. Nos escribimos a
menudo y no veas lo que cuentan. Aquello es una ma-
ravilla ¿sabes? Trabajo de verdad, ropas bonitas.... En
Alemania todas las mujeres saben conducir. Y hacen
muchas fiestas. Para conocerse, porque hay muchos
españoles por allí. Pero nada de casarse y quedarse en
casa. No, no. Lo primero es vivir, divertirme y encon-
trar algo que me guste de verdad...
La chica dio por terminada su labor colocándole una
gruesa tirita sobre la ceja. Sólo entonces volvió a abrir
los ojos. Ana sonreía satisfecha, con los brazos en ja-
rra. Stanis le dio las gracias. Gracias por todo.
Al día siguiente, por fortuna, ya era lunes.

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El Peñón de Gibraltar no se parece en nada a las fotos.
Al menos, no tiene nada que ver con esa imponente
mole en forma de pirámide que nos han venido mos-
trando. Si conserva algo de carisma será en la leyenda
que lo acompaña, porque visto desde Algeciras resul-
ta una montaña de lo más vulgar. Como una trapecis-
ta de circo que despojada de maquillaje y lentejuelas
se prepara distraídamente unas tostadas en su rulot.
Nada extraordinario. Y sin embargo dicen que el Pe-
ñón está hueco como un nido de termitas, repleto de
túneles secretos donde los ingleses acumulan inmen-
sos y amenazadores arsenales. Quién sabe. Las cosas
no siempre son como las vemos. A veces, lo importan-
te es lo que va por dentro.
Stanis Zubillaga cedería la provincia entera, incluso
el resto de la Península, a cambio de compartir esas
tostadas con la trapecista. Llevaba su segundo día de
espera en los muelles de Algeciras, contemplando la
dichosa “Roca” desde la litera del Cabezón. En torno,

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una veintena de camiones bostezaban al unísono en la
aduana del puerto. Tiempo espeso como un barrizal.
Al otro lado del Estrecho, los buques cargueros espe-
raban zarpar en cuanto dejara de soplar el maldito le-
vante: viento iracundo y temperamental, airado como
una mujer celosa. Imprevisible. El tráfico marítimo
fue reanudado al cabo de tres días y Stanis pudo por
fin perder de vista la Gran Bretaña, con sus túneles,
sus bombas y sus monos.
Pasó la noche en Jaén, al pié de Sierra Morena. No
durmió bien; demasiado frío para esa época del año.
Destemplado, saltó del camión y se dirigió al restau-
rante-cafetería junto al que había estacionado. Lleva-
ba el pelo revuelto, la cara sin asear y la misma ropa
desde varios días atrás. Menudo desastre. Lo prime-
ro, un café para reconfortar el cuerpo. Después ya
tendría ocasión de afeitarse y poner un poco en orden
su maltrecha figura.
Optó por alejarse a un extremo de la barra, junto a las
vitrinas de souvenirs y los servicios. Grupos de viaje-
ros degustaban aquí y allá sus respectivos almuerzos.
Apoyado sobre sus codos, Stanis observó impasible
cómo los azucarillos zozobraban y se hundían en la
taza. Ese-o-ese. Las burbujitas mantenían por un
tiempo su inútil llamada de socorro. Después, nada.
A penas comenzó a sorber el desayuno cuando un re-
tazo de conversación llegó hasta sus oídos. “Esperad-
me fuera —decía—; enseguida voy”. Aquel timbre de
voz le propinó una descarga de 220 voltios en todo el
espinazo. Se volvió de inmediato pero sólo alcanzó a
ver cómo se cerraba la puerta del baño de señoras.
Stanis se descompuso. Llevaba años sin escucharla,
100
pero juraría que se trataba de Mayte. Sí, seguro que
era ella. Era ella y estaba allí. El pánico bombeaba
adrenalina desde el centro del estómago, inundándo-
le por oleadas y haciendo que los latidos del corazón
le estrangularan la garganta. No sabía qué hacer. No
estaba en absoluto preparado para un encuentro así.
Pensó en salir corriendo. Pensó en disimular quedán-
dose quieto como un maniquí. Bueno, no pensó nada
en absoluto. Tan sólo, el vértigo.
Ajena a todo esto, la mujer abandonó los servicios con
paso resuelto. A Stanis le crujía el alma. ¡Ya lo creo
que era Mayte! Algún mecanismo libre de parálisis
logró pronunciar su nombre y, en un acto reflejo, la
mujer volvió su rostro. Su sonrisa quedó congelada
como por el flash de una instantánea. La verdad es
que no sabría decir quién de los dos se hallaba más
sorprendido. Balbucearon, arquearon las cejas y mo-
vieron torpemente sus brazos, al estilo de las mario-
netas. Tanto tiempo, tantas cosas por decir, y ahora
no sabían por dónde empezar. Lograron intercambiar
una breve serie de saludos y preguntas tontas tras las
cuales decidieron retirarse a una mesa más discreta.

Stanis trató de sacudirse los nervios de la barba pero,


por más que insistía, parecían haberse adherido al ás-
pero mentón. Mayte se llevó un pitillo a la boca y le
dio fuego con la destreza de un cowboy. Estaba estu-
penda. Llevaba el pelo suelto y vestía pantalones.
—No sabía que fumaras.
Ella exhalaba el humo hacia arriba, entornando un
poco los ojos.
101
—Hay muchas cosas que no sabes, Zubi. ¡Todo ha cam-
biado tanto!
Sus rasgos, sus pequeños gestos, el brillo de sus ojos,
todos eran minúsculos interruptores que encendían en
él sensaciones ya olvidadas. Sensaciones físicas que vol-
vían a prenderse como brasas al viento. El gran incen-
dio. Mayte continuó.
—Durante este tiempo siempre he temido encontrarte,
cielo. Tarde o temprano tenía que ocurrir. No creas que
esto es fácil para mí —el movimiento de sus labios causa-
ba hipnosis—. Sé que te he hecho daño y quiero que me
perdones... Aquella no era forma de marcharme, pero
no supe hacerlo mejor. No supe cómo hacerlo. —Posó la
mano sobre la suya— Ya no podía más ¿me entiendes?
Me ahogaba entre aquellas paredes y tú nunca estabas
allí para verlo.
El turno de réplica le pilló desprevenido.
—Pero, ¿por qué no me lo dijiste? Habría hecho lo que
fuera...
—Te lo dije, mi amor. Te lo dije de muchas maneras,
pero no escuchabas. Estaba frente a ti, apagándome día
a día, y tú ni siquiera me veías... no me veías.
Stanis no comprendía muy bien, estaba narcotizado por
su presencia. Tan carnal. Los sentidos se mezclaban con
los sentimientos y el pensamiento se tornaba una activi-
dad altamente compleja. En fin, Ulises encuentra a Pe-
nélope, ¿qué más había que comprender? A duras penas
lograba mantener el equilibrio entre la risa y el llanto.
—Empezaremos de nuevo, Mayte. Sin preguntas, sin
reproches...
102
Ella se mantuvo inmóvil como una esfinge. Apuró
otra calada del cigarro y habló sin parpadear.
—No voy a volver —la voz sonaba grave—. Lo siento,
Zubi.
Pudo haberle dicho que a menudo pensaba en él. Que
sabía que estaba en deuda. Pudo haber confesado que
en cierta ocasión se acercó hasta la puerta de casa,
dispuesta a aclarar las cosas cara a cara. Que vio su
sombra a través de la ventana pero que le faltó el
valor. Pudo haberle dicho que él era su única heri-
da abierta. Mientras tanto, las palabras saltaban de
la boca de Stanis como espontáneos al ruedo. Seguía
aturdido.
—Pero ¿y tu familia? Tus padres, tus amigas... todos
están preocupados...
En el exterior, un claxon. Mayte apagó su cigarrillo
y retiró su silla hacia atrás. A él le dio un vuelco. El
tiempo se consumía. Quisiera decirle que la echaba de
menos. Que cada vez que regresaba a casa contenía la
respiración y abría la puerta con cuidado, por si acaso.
Que le gustaría despertar del mal sueño y encontrarla
de nuevo a su lado, como si nada hubiera realmente
pasado. Pudo haberle dicho que durante esos cuatro
años de ausencia no distinguía entre amor y dolor.
Pero las frases, las reales aunque no las verdaderas,
se ensañaban con él como filos de navaja.
—Ellos saben que estoy bien. De hecho, todos lo sa-
ben. Perdóname.
El claxon volvió a sonar. Mayte levantó la cabeza y
anunció que debía marcharse. Stanis, no sabía qué

103
hacer ni qué decir. El guiñol se quedó sin habla. Ha-
bría querido sumergirse en un sueño sordo duran-
te años, durante siglos, y no despertar hasta que ya
nadie pudiera reconocerlo. Ya no había consuelo ni
esperanza. Ya no había nada más que el vacío. Ella
retomó las riendas.
—Las cosas nunca volverán a ser como antes, mi
amor. Es mejor que lo asimiles. —Se aproximó a él,
envolviéndolo por última vez— Escucha Zubi, no fue
de ti de quien huía; no me escapé de ti. ¿Me oyes? No
te atormentes ni te culpes por nada. Es la vida la que
tiró de mí. Mi vida. Y no podía dejarla pasar.
Mayte, dio por finalizado el vis a vis y se despidió con
un beso de sobra, un beso fuera de tiempo y de lugar.
Después desapareció, un coche arrancó y los sonidos
de la cafetería regresaron a este mundo.
Roto como un pelele en carnavales, atravesó el par-
king y se refugió en la litera del camión. Se hundió en-
tre las mantas y dejo que el tiempo tomara su relevo.
Losas de tiempo. En la penumbra del camarote lloró
horas, semanas, años. Lloró hasta perder la concien-
cia de sí mismo. Lloró hasta quedar vacío. Como una
momia. Inerte.

Le habría gustado descansar en paz por los siglos de


los siglos, amén. Pero la vida es terca y le empuja a uno
por donde menos se lo espera. A Stanis, por ejemplo,
le entraron unas enormes ganas de mear. No era un
impulso muy romántico, que se diga. Desde luego, no
era digno de quien se encierra por voluntad propia en
el sepulcro del desamor dispuesto a dejarse morir de
104
pena. Pero se estaba meando, qué le vamos a hacer.
Y de manera incontenible. Enfadado consigo mismo,
disgustado por romper la penitencia, se irguió sobre
la litera y se calzó las botas sin siquiera atarse los cor-
dones. El mundo, de nuevo. Había perdido la noción
del tiempo y reinaba el silencio. Afuera todo era del
color del plomo. En blanco y negro. Se envolvió en la
manta y descendió de la cabina en busca de un seto
cercano donde aliviar sus riñones. Es curioso que uno
siempre tenga que mear contra un árbol, una tapia o
lo que sea. Algo vertical a donde dirigir el chorro. Qui-
zá sean restos de un antiguo instinto animal. Como el
instinto de supervivencia.
Aún tardaría en amanecer allá abajo, en los barran-
cos. Ausente y apático, deambuló hasta la puerta de la
cafetería para saber el horario de apertura. Agarrando
la manta con ambas manos, subió la escalinata balan-
ceándose como un abatido frankenstein de pies pla-
nos. Miró al frente y se detuvo tal y como estaba. La
silueta reflejada en la puerta de cristal hizo lo propio.
Realizó un leve gesto con la mano para comprobar que
efectivamente se trataba de su propia figura. Increí-
ble. Un indigente borracho y reumático superviviente
a la bomba de Hiroshima no tendría un aspecto más
lamentable. Se asustó de su propia imagen. Estaba en
ruinas, cerca quizá del punto de no retorno. De seguir
así no tardaría en perder la salud y después... Después
nadie se preocuparía por la suerte de un perro sar-
noso y vagabundo. El sitio, desde luego, no podía ser
más idóneo: ¡Despeñaperros!
Giró en redondo. ¿A qué viene todo este duelo? De
seguro que la breve nota en la sección de sucesos pa-

105
saría inadvertida para todo el mundo. También para
Mayte, o como quiera que se llame ahora. Ya no hay
nadie por quien arrepentirse, pensó. La chica con la
que se casó ya no existe más. Aquella chica a la que
tanto estuvo esperando sólo habita en el recuerdo. La
nueva Mayte se había reencarnado en otra persona,
con otra vida, con otras ilusiones, con otros brazos en
los que guarecerse. ¿Qué hacía él allí vagando como
un alma en pena? Las ideas aparecían en su cabeza
con claridad espectral. ¡Los viejos tiempos nunca vol-
verán, Stanis, y esto es tan cierto como un puño! Sólo
cuentan el aquí y el ahora. Aquí y ahora; y, definiti-
vamente, había que huir cuanto antes del estado de
ambas cosas.
Se ató los cordones, recogió la manta sobre sus hom-
bros y en grandes zancadas se aproximó al camión. Se
introdujo en la cabina y arrancó de cuajo el portafotos
que tantos años mantuvo sobre el salpicadero. Le do-
lió como arrancarse una flecha de sus propias carnes,
pero sabía que jamás volvería a haber retratos sobre
aquel absurdo texto. “Vuelve pronto, mi amor”. Las
palabras, huecas como una osamenta, no eran más
que el cadáver de una verdad convertida ya en menti-
ra. Con la rabia de mil perros, se acercó hasta el borde
del barranco y arrojó el portafotos tan lejos como fue
capaz. Allá fueron los sueños, las incertidumbres y las
falsas esperanzas. Se acabó la función.
Acto seguido, prendió los seis cilindros del Pegaso y se
encaminó puerto arriba sin siquiera mirar atrás. En lo
alto del barranco, los riscos comenzaban a bañarse en
la cálida y dorada luz de la mañana.

106
107
108
Uno-cinco-tres-seis-dos-cuatro. La secuencia se repi-
te hasta el infinito bajo la culata del Pegaso. Seis ci-
lindros encerrados en un bucle sin fin. Hasta el día en
que revienten. Litros de gasoil en combustión desfi-
lan por los inyectores a un ritmo constante, como en
una procesión. Durante las largas rutas, el ronroneo
del motor acaba por fundirse en una textura sonora
uniforme. Una mezcla de sonido y vibración, un tono
monocorde. Quizá los organistas de iglesia conozcan
algun término que describa esa reverberación; esa
que le mueve a uno por dentro y le atempera el ánimo.
El cuenta-vueltas llevaba un rato indicando el mismo
régimen de revoluciones: mil doscientas por minuto.
Stanis Zubillaga encontraba entonces la longitud de
onda ideal, casi placentera, con la que entrar en medi-
tación. En ese tono brumoso que generan los motores
de gran cubicaje, Stanis se sumergía en un estado en
el que los pensamientos se articulan sin la necesidad
de las palabras.

109
Su memoria recibía entonces visitas inesperadas. A
veces sensaciones, quizá escenas pasadas o puede que
fantasmas, ya sean vivos o muertos. Últimamente,
aparecían por allí silenciosos beduinos envueltos en
largos ropajes. Sus visitas eran discretas, como la bri-
sa. Asomaban sobre las dunas y desaparecían sin de-
jar señal. Cuando Stanis notaba su presencia se volvía
hacia ellos pero no encontraba otra cosa que arena y
cielo. Un día, se presentó por allí una gacela, joven,
bellísima, profundamente femenina. Aquella gacela
imaginaria no había visto jamás un ser humano. Des-
de lo alto de su esbelto cuello observaba a Stanis con
curiosidad, inocente como el primer amanecer del
mundo. Juguetona, miraba y saltaba en zig-zag para
detenerse unos pasos más allá, moviendo tan sólo sus
orejas. Parecía invitarle a jugar, a adentrarse en el
desierto, a perderse allá donde las medias tintas no
valen nada y los tesoros se llevan en el corazón. Stanis
dudó un momento. El animal desapareció y él quedó
de nuevo a solas, sucio y avergonzado. No estaba pre-
parado para tanta pureza. Aún no. El doble embrague
dió paso a la tercera larga cuando enfiló la primera
rampa del portillo. El motor subió brúscamente de re-
voluciones y las palabras recobraron la posición antes
perdida; palabras con nombre y apellidos.
Sí, seguían frescas las secuelas del desencuentro con
quien un día fuera su mujer. No es fácil digerir las
verdades cuando vienen tan crudas. Provocan acidez
y amargura; un dolor sordo en la boca del estómago.
Todavía le tiran los puntos cuando se acuerda de ella.
Tan distante. Salió de su vida para no volver jamás,
irremediablemente, y eso a Stanis le ha caído como

110
un jarro de agua fría, con jarro y todo. Un buen golpe,
no hay duda. Ahora bien, la sacudida ha logrado des-
pertarle del letargo en que vivía. Aquella incertidum-
bre que como un tumor se agarraba a sus vísceras ha
sido suplantada por una especie de apatía serena. Se
siente vacío, sin entrañas, pero eso mismo le hace in-
vulnerable. Como si se hubiera vacunado contra su
propio pasado. Efectivamente, ya nada será como an-
tes, pero ¡a quién le importa!
El camino de regreso se estaba haciendo pesado. Por
enésima vez ascendía el pequeño portillo de Los Abe-
tos, dejando atrás el valle del Ebro. ¿Cuántas veces lo
había hecho ya? ¿Un millón? ¡Podía predecir hasta los
baches! También podría imaginar con bastante preci-
sión su llegada a la ciudad: las miradas de compasión,
los comentarios a su espalda, la oscuridad de la casa
y la inmensa frialdad del lecho. Demasiado lastre con
olor a gangrena. “Vamos a tener que amputar —iro-
nizaba— y no tenemos anestesia”. Durante los kiló-
metros restantes tuvo tiempo suficiente para trazar la
línea de corte entre lo que merecía la pena salvar y lo
que se había vuelto insano sin remedio.

Los portones de Talleres Lecea aún se hallaban abier-


tos a aquella hora de la tarde. El personal había termi-
nado ya su jornada cuando Stanis se dejó caer por allí.
Bajo la templada sombra del porche, el viejo Káiser
arrastró por un momento su cadena. Después volvió
a tumbarse al mejor estilo Diógenes. El día no daba
para más.
—Me largo de aquí, Máfius. Me vuelvo al Sáhara.

111
El cojo siguió frotando sus manos bajo el grifo como
si no pasara nada. Su única reacción fue levantar un
poco las cejas para escrutar la expresión de Zubi a tra-
vés del espejo. No parecía un farol.
—Vendo la casa. Lo dejo todo y me voy con el camión.
Ya es hora de cambiar de aires.
Máfius echó una mirada a sus uñas y torció el gesto.
Tomó un poco más de jabón y siguió restregando.
—Ayer lo ví clarísimo. Lo único que me mantiene ata-
do a esta puta ciudad es el lastre. Y lo voy a soltar.
—Se palpó los bolsillos con ambas manos— ¿No ten-
drás algo de lumbre, compañero?
El cojo volvió a levantar las cejas a través del espe-
jo. El cristal estaba tan roñoso que proporcionaba un
cierto aire de confidencialidad, como la celosía de un
confesionario.
—No sabía que fumaras, Zubi. ¡Eso sí que es un no-
tición!
—Mira Máfius, todos jugamos dentro de unos límites
que en realidad no existen. Nos movemos dentro de
unos muros que son tan altos como nos dé la gana
creer. Pensamos que esto es así, que siempre ha sido
así y que no puede ser de otra manera. Pero, díme tú,
¿qué nos impide liarnos la manta a la cabeza y comen-
zar una nueva vida, eh? En ningún sitio está escrito
que tengamos que quedarnos aquí criando musgo
hasta el fin de nuestros días. —Se retiró el pitillo de la
boca— ¿Qué hay de ese fuego?
El mecánico dio por bueno el aspecto de sus manos,
y eso que aún podrían estampar con nitidez sus diez
112
huellas dactilares en sendas fichas policiales. Rebuscó
ruidosamente en su taquilla, apartando trastos de un
lado a otro. Así, varias veces. Finalizado el “solo” de
percusión, pescó una caja de fósforos en un cajón que
tenía de todo menos orden. La caja voló en parábola
hasta las manos de Stanis. Después le alcanzó un viejo
pistón de 120 milímetros reconvertido ahora en ceni-
cero. Un pequeño milagro de reencarnación.
—¿Así que te largas, Zubi? Pues me alegro por tí. Aun-
que cada vez quedan menos motivos para seguir re-
mando en este barco —tomó asiento y comenzó a sa-
carse las botas de trabajo—. Pero bueno, mocé, ¿qué
quieres que te diga? Yo en tu lugar haría lo mismo.
Stanis guardó silencio nientras prendía el fósforo. Es-
taba descubriendo que el acto de fumar permitía este
tipo de pausas justificadas. No era mal invento.
—Oye Máfius, ¿por qué no te vienes conmigo? Haría-
mos un buen equipo por aquellas tierras. —Apagó la
cerilla como quien rebaja un termómetro de mercu-
rio— ¡Claro! ¿Tú sabes lo que vale un buen mecánico
por allá? Aquellos caminos son una verdadera fábrica
de averías, créeme. Nos íbamos a forrar.
El cojo se echó a reir.
—¿Que me vaya contigo, dices? A mí no se me ha per-
dido nada en el “Saara” —lo pronunciaba así, en pa-
labras llanas y sin aspirar la hache—. Además —con-
cluyó— hace mucho calor.
Dado que el aspecto profesional no parecía seducirle
demasiado, Stanis tanteó otras teclas como la sucu-
lenta comida, los inmensos paisajes, las tribus nóma-

113
das, las mujeres saharauis... Sí, le contó que se cubren
con telas ligeras como pétalos de flor. Que caminan
con suavidad sobre la arena, cimbreantes, como si
empujaran las sandalias por delante de su paso. Le
contó que se perfuman con aroma de almizcle y clavo.
Que se pintan los ojos con una gruesa línea negra azu-
lada y que rezas para que retiren la mirada porque si
no mueres allí mismo víctima de encantamiento.
Máfius interrumpió lo que estaba haciendo.
—Mira que eres cabrón, Zubi. ¡Mira que eres cabrón!

El verano transcurrió manso y sin sustancia. Stanis


se mantuvo ocupado soltando amarras en oficinas
de techos altos y ventanas estrechas. Puro protoco-
lo; el decorado cedía como si fuera de papel maché.
El finiquito de Transportes Echeveste se dejó pescar
a la primera y nadie se opuso más allá de lo que exi-
ge el afecto de una despedida educada. Demetrio, el
Decano, terció para que se incluyera una especie de
aguinaldo -pacharán, puros y pastas-, del cual espe-
raba ser partícipe a posteriori. El piso fue revendi-
do a la cooperativa de viviendas. Liquidó el asunto
un poco triste y derrotado, como quien devuelve
una cuna sin estrenar. Stanis abandonó el despacho
con la estúpida sensación de haber cobrado treinta
monedas de oro. En fin, no era gran cosa pero daba
para andar tranquilo unos cuantos meses. También
indagó el asunto de las licencias, así como el permiso
de residencia para la “Provincia nº 52”. En definiti-
va, parecía ser que del dicho al hecho no había tanto
trecho.

114
Un domingo de agosto se acercó Máfius a buscarle. La
bocina del Vespacar sonó como una urraca con pape-
ras. Se acomodaron en la minúscula cabina y bajaron
a dar un garbeo por la ribera del río. Al cojo le gustaba
ir a ver los caballos que pastaban en una granja de por
allí. Una afición que tenía desde chico.
—Oye, Zubi, ¿aquello que dijiste iba en serio? Ya sa-
bes, lo del “Saara” y tal.
Stanis le miró sin pestañear. Con esa sola pregunta
estaba todo dicho, pero aún quedaba la formalidad de
las palabras, incómodas como un pelo en la garganta.
Uno cree saber hablar, pero llegado el momento se
bloquea el mecanismo. Máfius aguardaba encogido,
confiando en que la telepatía hiciera el resto. Pero
Stanis, el muy perro, decidió entretenerse poniendo
a prueba su paciencia. Sacó el paquete de Ducados y
con toda parsimonia procedió a servirse una dosis de
alquitrán. No contento con ello, frunció el ceño e ini-
ció con cierta aparatosidad la búsqueda del huidizo
mechero.
—¡Cagüen tus muelas, Zubi! Deja ya de hacer el pa-
yaso, que me estás poniendo negro. Te digo que le he
estado dando vueltas a eso que dijiste; lo de probar
suerte por allá abajo, lo de tomar las riendas de la vida
y todo eso.
No era el tipo de gente acostumbrada a tomar decisio-
nes, menos aún cuando le atañen a uno mismo. Du-
rante cuarenta años lo único que había podido elegir
era entre café solo o con leche, o a lo sumo el 1x2 de la
improbable quiniela. Nunca se había parado a pensar
en ello, pero aceptaba la vida como una partitura pre-

115
escrita cuya música había que bailar. Te guste o no.
No había opción, se acepta y punto. Pero aquella invi-
tación que medio en broma medio en serio le lanzara
Stanis le vino a trastocar la melodía. De pronto se vio
dueño de una libertad que no sabía manejar. Por una
vez, quizá por última vez en su vida, podía permitirse
la tentación de desear y la responsabilidad de elegir.
Debía apostar, mover ficha y asumir también el riesgo
del error.
—Mira, Zubi, no hay tanta diferencia entre esos ju-
mentos y nosotros. Míralos, viven tan panchos, sin
preocuparse de qué habrá más allá de este vallado.
Todo el día pastando, tomando el sol y echando la
siesta. No está mal ¿eh? Lo que no saben estos bichos
es que son para carne. Cualquier día llega el camión,
los suben a empujones y la próxima vez que los ves
están acompañados de patatas y guarnición.
Contemplaron en silencio la elegancia de los futuros
filetes.
—Bueno, en eso llevamos ventaja —dijo Stanis—. Lle-
gado el caso, nuestro Pegaso nos sacaría de aquí en
volandas.
—Te equivocas, Zubi. No hay alas que te puedan sal-
var. El Pegaso que tú conduces no es más que un ca-
ballo normal y corriente. Fíjate en la insignia; no tiene
alas. Sólo es un caballo, o a lo mejor una yegua.
—¿Estás de broma? ¡Claro que tiene alas! —el pitillo
saltó de su boca. Intentó atraparlo en su caída, pero
finalmente acabó en el suelo—. Es Pegaso, Máfius, el
caballo volador de la mitología griega. No me joribies,

116
que llevo el dibujo pegado a mis narices desde hace
años —se sacudió la ceniza de la camisa.
—Pues entonces estás más ciego que un boniato. El ca-
ballo de Pegaso es de carne y hueso como esos que ves
ahí. Lo que pasa es que la leyenda lo ha hecho grande.
Mira, mocé, yo no entiendo de mitologías ni sé qué
demonios hizo ese pegaso tuyo, pero lo que sea se lo
ganó a pulso. No hay milagros ni hadas madrinas, en-
térate bien. O aprovechas la ocasión o estás perdido.
Máfius aguardó unos segundos y sin más explicacio-
nes arrancó hacia el portón de la cerca. Ante el asom-
bro de Stanis, soltó el alambre del cerrojo y abrió la
puerta de par en par. Los caballos levantaron la testa
con extrañeza.
—¿Pero qué haces? ¡¿Te has vuelto majara o qué?!
Máfius animaba a los caballos a grandes voces y les
hacía gestos ostentosos para que salieran de allí. ”¡Sois
libres, el mundo es vuestro!”, decía. Los cuadrúpedos
mantuvieron la mirada sin dejar de masticar. Uno de
ellos echó una sonora meada y se alejó a paso lento.
Despúés cada montura siguió a lo suyo dando el asun-
to por zanjado.
—¡Manda huevos! Al menos no dirán que no tuvieron
oportunidad.
Cerró el portón y regresó balanceándose junto a su
atónito compañero.
—Venga, Zubi, ¿cuándo partimos?

117
La tarde se vertía verdosa por los tragaluces de po-
lyester. Las naves del taller dormitaban en olor a
grasa mineral, caliente y pegajoso. Era una de esas
perezosas tardes de verano en las que la vida se es-
tanca y las moscas hacen servicios mínimos, volando
de manera intermitente. Pero las fichas del dominó
seguían cayendo en hilera. En la oficina del sobrepiso,
al pairo de un viejo ventilador, Valentín Lecea ulti-
maba los papeles del traspaso. Hacía años que recibía
presiones para vender el solar, un apetitoso bocado
de tres hectáreas pendiente de recalificación. Pero su
posición se hallaba ahora seriamente comprometida a
causa de aquel incidente por el carnet de conducir. No
fue nada fácil apaciguar las furias del inspector Villar
y el peaje que pagó Lecea resultó muy costoso. Valen-
tín habría resistido hasta la jubilación de Mateo, de
eso no hay duda, pero ahora que éste iba a marcharse
no encontraba razones para seguir.
A Valentín Lecea no le habría costado nada escribir a
su vez una carta de despedida, meterla en un sobre y
a continuación encajarse un litro de veneno entre pe-
cho y espalda. “C’est fini”; hasta aquí hemos llegado.
Lo había meditado en serio, sin histrionismos. Des-
apasionadamente. Pero si algo tenía el señor Lecea
era sentido de la educación. Sería muy feo vestir de
tragedia la marcha de estos dos quijotes. Muy feo; un
gesto impropio de sí mismo. Desechó la idea y conti-
nuó con el papeleo.
En cuanto el sol dejó de morder, Mateo Azcona pasó
a hacer su ronda diaria. Algo le andaba inquietando,
algo que no le permitió echar la siesta en paz. Se sin-
tió aliviado al comprobar que todo estaba en orden.

118
Desde abajo hizo un gesto con el brazo y subió direc-
tamente a la oficina del gerente. Intercambiaron unos
saludos y tomó asiento junto al escritorio. Bajo el por-
che, el pastor alemán sollozó reclamando su paseo.
—El viejo Káiser... ¿Te acuerdas de cuando lo traji-
mos? No era más grande que un chipirón en su tinta.
—Sí —confirmó Lecea—, la perra del “Mulero” había
vuelto a tener camada. Nos lo encontramos aquí, ca-
mino del río, con los cachorros aullando dentro del
saco. Sí... —se recostó sobre el respaldo de la silla—,
me acuerdo de que saltaste del foso, negro de grasa,
llamándole a gritos con el taladro en la mano. —Se
levantó las gafas y se frotó los ojos, sonriendo— pa-
recías un bandolero en pleno asalto blandiendo su
revolver: “¡La bolsa o la vida!”.
—¡Toma, claro! ¿Qué iba a hacer, pués? Yo quería un
chucho para cuidar del garaje y el “Mulero” tenía por
lo menos una docena. Ahí estaban, todos revueltos,
como los ratones en la madriguera. Metí la mano y sa-
qué el primero que agarré. Sin mirar. ¡Menuda suer-
te, el Káiser! —él también se recostó en la silla—. “La
bolsa o la vida”... pues, ya ves, la fortuna le premió
con la vida.
El ventilador roncaba levemente en su rejilla. Giraba
alternativamente su cabeza a uno y otro lado, como
esperando ver quién retomaba la conversación. Má-
fius se adelantó hasta el borde del asiento, con los
brazos estirados sobre las rodillas. Lanzó a su jefe un
par de miradas de solayo pero éste se hallaba tan au-
sente como una estatua de sal. Inspiró hondo, abrién-

119
do al máximo los orificios nasales, mientras sus dedos
tamborileaban al galope sobre el pantalón.
—Mira Valentín —se incorporó de un salto—, no sé
si me entiendes. La cosa funciona así, como en la lo-
tería. A unos les toca ganar y a otros, perder. ¿Tú te
crees que el Káiser se ha planteado alguna vez si fue
justo o injusto que le salvara? Pues no; y ahora se vie-
ne al África con nosotros. Vamos, que uno no tiene la
culpa de que le haya tocado el boleto bueno. Aunque
claro, —comenzó a liarse— otra cosa es que no te gus-
te el premio o que te niegues a mirar el número...
—Tranquilo, Mateo —interrumpió Lecea depositando
las gafas sobre el escritorio—. No voy a hacer ninguna
tontería.
—¿Me das tu palabra?
—La tienes.
El chuquél insistió desde su cadena. No había más
que decir. El apretón de manos terminó en abrazo.
—Cuídate, hermano.
—Lo haré.

Llegó septiembre camuflado de verano, con sus no-


ches templadas y sus nidos vacíos. Toda la herra-
mienta de Talleres Lecea se encontraba a bordo del
Cabezón, así como multitud de repuestos, la caseta
del perro y el Vespacar. Estacionaron el camión en la
nave principal del taller, listo para partir. Stanis pro-
cedió a amarrar bien el toldo mientras Máfius pasea-
ba la mirada por los rincones del desangelado hangar.
120
En lo más hondo sentía la urgencia de largarse de allí
como alma que pugna por abandonar el cadaver. No
hay cosa más triste que permanecer allí donde todo
ha sido ya desmantelado. De pronto, la vista del cojo
se detuvo en un punto.
—Espera, Zubi. Esto también nos lo llevamos.
Enarbolaba con ambas manos el cartel de la amazona
rubia. Permitiéndose ciertas confianzas, se encaramó a
la cabina y lo pegó junto a la litera. Ahora sí que podía
darse por satisfecho.

En el descampado de la parte de atrás todo estaba listo


para la parrillada de despedida. Al rededor de la fogata
se había reunido la plantilla al completo así como algu-
nos amigos de la casa. Máfius y Stanis se incorporaron
cuando Demetrio García, el Decano, apartaba unas
brasas para la primera ronda.
—Costillas de cuto y morapio, señores —se manejaba
con el fuego como si lo hubiera inventado él—. Ya po-
deis aprovechar porque en esa tierra de mahometanos
esto es poco menos que pecado mortal.
La concurrencia se fue animando con ayuda del tinto,
los chistes y alguna canción. Todos parecían contentos.
Los mecánicos iban bien recomendados, por lo que no
tardarían en encontrar trabajo, y a Javitxu lo que de
verdad le iban eran las motos. El señor Lecea excusó
su ausencia, pero tuvo el detalle de mandar una caja de
crianza garnacha. Por lo visto, la parienta le convenció
para regresar al pueblo y hacerse cargo de la coopera-
tiva vinícola. El Decano fantaseaba ya con una nueva

121
costillada junto a las bodegas, “para darle ánimos”, de-
cía él. Betoven, conductor de un Saurer ruidoso como
una locomotora diésel, se colgó el acordeón. Aún no
estaba sordo del todo, pero camino llevaba. En torno
se congregó un variopinto elenco de hombretones. El
que no era demasiado bajo, se pasaba de largo y el que
no era demasiado gordo, parecía un silbido. El director
esgrimía solemnemente una costilla a modo de batuta.
En conjunto, formaban un coro tan caricaturesco como
bien conjuntado. Arrancaron con una habanera.
“Ya van los marineritos,
ya van, para nunca volver.
Atrás dejaron las penas,
y el beso de alguna mujer.”
Tenían la tasca del barrio como local de ensayo y no
cabe duda de que se empleaban a fondo en la labor.
“Descalzos bajan al puerto, vidita mía,
los marineritos.
Descalzos como nacieron, como vivieron,
como han de morir.
El Destino, el capitán;
y el Azar, su timonel,
surcando las tempestades
que en esta vida hay por conocer.”
Se acompasaban a varias voces: tenor, barítono y
bajo, exagerando el gesto como viejos actores del cine
mudo.
“Pero al final -pero al final-
del último crucero
con las estrellas descansarán.”

122
Stanis Zubillaga escuchaba parado al otro lado de la
fogata. El sol dorado de la tarde recortaba la silueta
del coro entre el humo y el alcohol, al contralúz. Tar-
daría en olvidar aquel instante. Una semana más tar-
de, el Pegaso 1063 desembarcaba en El Aaiún.
—Oye Zubi —se interesó Máfius—, ¿tú sabes hablar
“moro”?
—¡Salamalekún!
—¡Serás cabrón; no tienes ni puta idea! —rompieron
a reír.

123
124
Dos años más tarde, en octubre de 1975, la Marcha
Verde irrumpe desde Marruecos en el Sáhara Occi-
dental. Se trata de una hábil operación estratégica
que acabará por anexionar el Sáhara a Marruecos.
La Marcha Verde moviliza una multitudinaria cara-
vana de manifestantes en demanda de los territorios
bajo Protectorado español. Las posiciones militares
de la frontera entran en jaque, intentando contener
una riada de 350.000 civiles al otro lado de las alam-
bradas y campos minados. Tras la caravana, 25.000
soldados marroquíes aguardan el momento oportuno
para hacer factible la ocupación.
El rey Hassan II sabe aprovechar la debilidad del Es-
tado Español, con Franco en fase terminal y con toda
la atención del gobierno centrada en la inminente
“Transición”. La anexión del Sáhara supondrá para
Marruecos la apropiación de sus valiosos recursos
minerales así como de los ricos caladeros de pesca del
Atlántico. Henry Kissinger, Secretario de Estado nor-

125
teamericano, resultará ser el promotor en la sombra
de la Marcha. La CIA necesita un aliado fiable en la
zona, desconfiando de la reciente Revolución de los
Claveles portuguesa y temiendo un previsible giro a
la izquierda de la España postfranquista.
Con la firma de los “Acuerdos de Madrid” a mediados
de noviembre, el gobierno de Arias Navarro se desen-
tiende de los compromisos adquiridos ante la ONU
para garantizar la autodeterminación del Sáhara. De
modo que, en salomónica subasta, el “acuerdo” ad-
judica los dos tercios septentrionales a Marruecos y
el tercio meridional a Mauritania. El sentimiento de
traición entre la población saharaui es generalizado.
De inmediato, el alto mando ordena el repliegue es-
calonado de las posiciones militares, generando re-
acciones de sorpresa, desconcierto e indignación. La
retirada definitiva culminará en menos de dos meses.
La colonia española es evacuada apresuradamente
a Canarias y la Península, teniendo que dejar atrás
amistades, buena parte de sus bienes y todas sus ex-
pectativas.
En un muro desconchado a las afueras de El Aaiún,
dicen que todavía puede intuirse un viejo rótulo: “Ta-
lleres Mecánicos Lecea”. De sus propietarios, nunca
más se supo.

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Este libro terminó de escribirse en agosto de 2010.
Los personajes y sus nombres, así como las situaciones
aquí narradas son fictícias. Cualquier parecido con la
realidad es pura coincidencia.
Autor: MartinIrazu

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Página del libro:

http://www.bubok.com/libros/190051/Doble-direccion

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