Você está na página 1de 47

EL AGENTE SECRETO

Adaptación de la novela de Joseph Conrad

(Versión abreviada)

PERSONAJES

Narrador

El señor Verloc Dueño de una tienda de un arrabal de Londres

Winnie Verloc Esposa de Verloc, que le ayuda en la tienda

El consejero privado Wurmt Canciller de una embajada

El señor Vladimir Primer secretario de la misma embajada

La madre de Winnie Antigua patrona de una casa de huéspedes

Michaelis Viejo terrorista, amigo de Verloc

Ossipon Ex estudiante de Medicina, apodado El Doctor

Karl Yundt Otro viejo terrorista, amigo de Verloc

El Profesor Un dinamitero

El inspector jefe Heat Jefe de policía, experto en atentados

Un agente de policía Colaborador de Heat

El Subcomisario de Policía de Londres Superior del inspector jefe Heat

Una dama de la alta sociedad Protectora de Michaelis

Sir Ethelred Secretario de Estado del Gobierno de Su Majestad

Página 1 de 47
Capítulo I

El señor Verloc, al salir por la mañana, dejaba la tienda a cargo de su cuñado. Podía hacerlo
porque había poco movimiento a cualquier hora, y prácticamente ninguno antes de la noche. El
señor Verloc se preocupaba bastante poco por su actividad, en realidad, era su mujer quien de
hecho se ocupaba del negocio y de su cuñado.
La tienda era pequeña y también lo era la casa. Era una de esas casas sucias, de ladrillo, de
las que había gran cantidad antes de la época de la reconstrucción que hubo en Londres.
Durante el día la puerta permanecía cerrada; por la noche sin embargo se mantenía discreta y
sospechosamente entreabierta.
En la ventana había fotografías de bailarinas más o menos desvestidas; unos pocos libros con
títulos que sugerían poco decoro; unos pocos números de diarios aparentemente viejos y mal
impresos, con títulos como La Antorcha, El Gong: títulos vehementes. Las dos lámparas de
gas, dentro de sus pantallas de vidrio, siempre tenían la llama baja, ya fuera por economía o
por consideración a los clientes.
Esos clientes eran hombres muy jóvenes que vacilaban un momento cerca de la ventana antes
de deslizarse adentro con rapidez; o bien hombres más maduros, cuya apariencia en general
indicaba pobreza. Hacían resonar la rajada campanilla, y a esa señal, a través de la polvorienta
puerta vidriera, aparecía rápidamente el señor Verloc, siempre con los ojos cargados, siempre
con el aspecto de haberse revolcado totalmente vestido, durante todo el día, en una cama
deshecha. Otro cualquiera hubiera pensado que esa apariencia no era la mejor. En un comercio
de venta al público, tiene mucha importancia el aspecto atractivo y amable del vendedor. Pero
el señor Verloc conocía su negocio y se mantenía incólume frente a cualquier tipo de duda
estética acerca de su apariencia.

A veces era la señora Verloc la que respondía al toque de la campanilla. Winnie Verloc era una
mujer joven, de busto prominente realzado por una blusa entallada, y de caderas anchas. Su
cabello estaba siempre muy bien peinado. De ojos cargados, como su marido, conservaba un
aire de indiferencia insondable detrás del mostrador. Entonces el cliente, por lo general más
joven que ella, se sentía de pronto desconcertado por tener que tratar con una mujer; y, con
fastidio en el corazón, preguntaba por un frasco de tinta (precio de venta, seis peniques; en el
negocio de Verloc, siete peniques) que, una vez afuera, vaciaba a escondidas en una
alcantarilla.
Pero los otros visitantes nocturnos, los hombres con los cuellos levantados y las alas del
sombrero bajas, saludaban a la señora Verloc con una familiar inclinación de cabeza y,
murmurando alguna cortesía, levantaban la portezuela del mostrador, para entrar en la
trastienda que daba acceso a un pasillo y a un empinado tramo de escalera. La puerta del
negocio era la única entrada de la casa en la que el señor Verloc desarrollaba su actividad de
vendedor de mercancías sospechosas, ejercía su vocación de protector de la sociedad y

Página 2 de 47
cultivaba sus virtudes domésticas. En el hogar encontraba ocio para su cuerpo y paz para su
conciencia, junto a las atenciones conyugales de la señora Verloc y el trato deferente de la
madre de ella.
La madre de Winnie era una mujer corpulenta, con una gran cara morena; usaba peluca negra
debajo de una cofia blanca. Después de sus buenos años de vida matrimonial con un hotelero
simplón, se mantuvo en sus años de viudez alquilando habitaciones amuebladas para
caballeros, en una plaza que alguna vez poseyó esplendor y que todavía estaba incluida en el
distrito de Belgravia. Sin embargo, los clientes de la digna viuda no pertenecían precisamente
al tipo elegante. Winnie, su hija, ayudaba a atenderlos; era inevitable que su juventud, su
cuerpo rotundo de formas armoniosas, resultaran fascinantes para éstos. Entre ellos se
encontraba el señor Verloc.
El señor Verloc era pensionista intermitente; iba y venía sin ninguna razón visible.
Generalmente llegaba a Londres (como la gripe) desde el continente, sólo que él no llegaba
precedido por los anuncios de la prensa. Desayunaba en la cama y se quedaba acostado,
dando vueltas, con aire de tranquila diversión, hasta el mediodía; luego salía tarde y regresaba
temprano, si es que es temprano las tres o las cuatro de la mañana. Y al despertar, a las diez,
charlaba con Winnie que le traía la bandeja del desayuno con jocosa, rendida cortesía; con la
voz ronca y desfalleciente de quien ha estado hablando con vehemencia durante varias horas
consecutivas.
En opinión de la madre de Winnie, el señor Verloc era un caballero muy fino. Y Winnie había
aclarado:
− Por supuesto, nos haremos cargo de tus muebles, mamá.
Hubo que desalojar la casa de huéspedes, porque hubiera sido demasiado problema para el
señor Verloc; no hubiera estado en concordancia con sus otros negocios. Nunca dijo cuáles
eran éstos; pero después de comprometerse con Winnie, se molestaba en levantarse un poco
antes, bajar la escalera y entretener a la madre de Winnie en el comedor de la planta baja,
donde la señora dejaba transcurrir su inmovilidad. Luego seguía saliendo tarde y permanecía
fuera hasta que la noche estaba muy avanzada. Nunca ofreció a Winnie llevarla al teatro, tal y
como un caballero fino y educado hubiera hecho. Sus noches estaban ocupadas. En cierta
medida, su trabajo era político, le dijo a Winnie una vez. También le advirtió que debía ser
muy amable con sus amigos políticos. Y ella, con su directa, insondable mirada, contestó que
lo sería, por supuesto.
Para la madre de Winnie fue imposible descubrir nada más acerca de su actividad. Pero
confiaba plenamente en la poderosa naturaleza de su yerno; el futuro de su hija estaba
asegurado con él, era obvio. E incluso su pobre hijo Stevie, esa terrible carga, estaba
también a salvo de este mundo cruel, en vista de la ternura de su hermana Winnie para
con él, y de la generosa y gentil disposición del señor Verloc. En el fondo de su corazón, tal
vez no estaba disgustada porque los Verloc no tuvieran hijos. Como esta circunstancia
parecía por completo indiferente para el señor Verloc, y como Winnie encontró un objeto de

Página 3 de 47
casi maternal afecto en su hermano, tal vez todo eso fuera lo que el pobre Stevie
necesitaba.
Era difícil saber qué hacer con el muchacho. Delicado, y hasta guapo en su fragilidad, el
labio inferior le colgaba dándole un inevitable aire de estupidez. Aprendió a leer y a escribir,
pero como recadero no obtuvo muchos éxitos. Olvidaba los mensajes; se apartaba con
facilidad del estrecho camino del deber, seducido por perros y gatos vagabundos a los que
seguía por estrechos callejones; o se distraía con las comedias callejeras, que contemplaba
boquiabierto, en detrimento de los intereses de sus patrones. Una pregunta brusca lo hacía
tartamudear hasta la sofocación; cuando algo lo asustaba y confundía, bizqueaba de un
modo horrible; pero no obstante, nunca tuvo ataques, lo cual era alentador, y frente a los
naturales estallidos de impaciencia de su padre, en los días de su infancia, siempre pudo
correr a refugiarse en las cortas faldas de su hermana Winnie. Y cuando, años más tarde,
Winnie anunció su compromiso con el señor Verloc, éste se declaró dispuesto a hacerse
cargo de él, junto con la madre de su mujer y el mobiliario, que constituía toda la fortuna
visible de la familia. Por eso, Winnie escuchaba con frecuencia a su madre decir:
− Si no hubieras encontrado tan excelente marido, hija, no sé qué habría sido de
este pobre muchacho.
En rigor, la madre nunca había comprendido por qué Winnie se había casado con el señor
Verloc. Era un buen arreglo para ella, y los resultados eran excelentes; pero su hija podría
haber esperado encontrar alguien de edad más acorde a la suya. Como lo era un muchacho
formal y joven, hijo único de un carnicero de la vecindad, con el que Winnie había paseado con
evidente complacencia. Sin embargo, cuando la madre empezó a temer el momento en que le
comunicarían el compromiso -porque, ¿qué hubiera podido hacer sola con esa enorme casa, y
el chico bajo su responsabilidad?-, el romance llegó a un final abrupto, y Winnie anduvo por
ahí con la mirada tristísima. Pero el señor Verloc apareció, providencial, para alojarse en el
dormitorio del frente del primer piso, y ya no se habló más del joven carnicero. Fue
providencial, a todas luces.

Página 4 de 47
Capítulo II
Así eran la casa, familia y negocio que el señor Verloc dejó atrás, en su camino hacia el oeste a
las diez y media de la mañana. Era inusualmente temprano para él; toda su persona exhalaba
el encanto de una frescura casi de rocío; sus botas relucían, sus mejillas recién afeitadas
tenían cierto brillo, e incluso sus ojos de pesados párpados, frescos tras una noche de sueño
pacífico, echaban miradas de relativa vivacidad hacia la opulencia y el lujo de Londres, que
contemplaba a través de la verja de Hyde Park. Toda esa gente tenía que ser protegida. La
protección es la primera necesidad de la opulencia y el lujo. Todo el orden social favorable a
esa frivolidad higiénica, tenía que ser protegido de la tonta envidia del trabajo antihigiénico.
El señor Verloc era devoto del ocio, con una especie de fanatismo inerte. Nacido de padres
industriosos, de vida dedicada al trabajo, había abrazado la indolencia con un impulso tan
profundo como inexplicable, y tan imperioso como el mecanismo que encamina las
preferencias del hombre hacia una mujer determinada entre mil. Era demasiado perezoso,
incluso para ser un simple demagogo, o un enfático orador, o un líder sindical. Todo esto era
demasiado problemático. El señor Verloc exigía una forma de ocio más perfecta.
Antes de llegar a Náitsbrich, el señor Verloc dobló hacia la izquierda, dejando atrás la
transitada calle principal, bulliciosa por el tráfico de bamboleantes ómnibuses y coches, y el
veloz deslizarse de los cabriolés. Su meta era una embajada; y el señor Verloc, firme como
una roca, un tipo blando de roca, avanzaba ahora por una calle que con toda propiedad podría
describirse como privada. En su anchura, vaciedad y extensión tenía lo imponente de la
naturaleza inorgánica, lo que nunca muere. Los aldabones bruñidos de las puertas
centelleaban desde tan lejos como el ojo puede alcanzar a verlos; las limpias ventanas
brillaban con un lustre oscuro y opaco. Y todo estaba sosegado.
Era tan temprano que el portero de la embajada salió precipitadamente de la portería,
luchando aún con la manga izquierda de su chaqueta de librea. El señor Verloc lo frenó con
sólo exhibirle un sobre estampado con las armas de la embajada, y pasó. Mostró el mismo
talismán al sirviente que custodiaba la puerta, y que se avino a dejarlo pasar al vestíbulo.
Otra puerta se abrió sin ruido. Al primer golpe de vista, el señor Verloc sólo distinguió unas
ropas negras; luego, la calva de una cabeza, y unas patillas grises oscuras a cada lado de un
par de manos arrugadas. La persona que había entrado era el consejero privado Vurmt,
canciller de la embajada, y sostenía un montón de papeles ante sus ojos mientras caminaba
hasta la mesa con pasos afectados. Cuando depositó los papeles sobre la mesa, mostró una
cara de aspecto pastoso y melancólica fealdad. Con voz inesperadamente suave y llena de
tedio, dijo:
− Tengo aquí algunos informes suyos... Y pienso que lo mejor sería que hablara con el señor
Vladimir. Sí, decididamente, creo que usted tendría que ver al señor Vladimir. Sea tan
amable de esperar aquí.

Página 5 de 47
Al poco rato, guiado por un lacayo, el señor Verloc caminó a través de un pasillo iluminado
por un solitario mechero de gas, subió por una escalera de caracol y atravesó un corredor
luminoso en el primer piso. El criado abrió una puerta y se quedó a un lado. Los pies del
señor Verloc percibieron una alfombra mullida. La habitación era amplia, con tres ventanas;
en ella le recibió un hombre joven, con una enorme cara afeitada, sentado en un espacioso
sillón ante un escritorio amplio de caoba. Era el señor Vladimir, primer secretario, cuya
reputación pública era de hombre ameno y jovial. Pero no había rastros de regocijo en la
mirada que le echó al señor Verloc. Bien arrellanado en el hondo sillón, le interpeló:
− ¿Entiende francés, supongo?
El señor Verloc afirmó roncamente que sí, que había cumplido el servicio militar en la
artillería francesa. De inmediato, con desdeñosa perversidad, el señor Vladimir cambió de
lengua y comenzó a hablar un inglés casi dialectal, sin rastro de acento extranjero.
− ¡Ah, sí! Por supuesto. Vamos a ver: ¿ cuánto tiempo le llevó conseguir el dibujo del
obturador perfeccionado de aquel cañón de campaña?
− Un riguroso confinamiento de cinco años en una prisión militar – contestó el señor Verloc,
brusco, pero sin dar muestras de ningún sentimiento.
− ¡Bah! No le fue difícil, y además le sirvió para dejarse pescar usted mismo. ¿Qué le hizo
caer en semejante situación, mon cher? Cherchez la femme!, ¿no es así? -y en su
condescendencia restalló un tono siniestro-. ¿Cuánto tiempo hace que está empleado por la
embajada?
− Desde los tiempos del difunto barón Estót Vártenjaim.
− ¡Bien! ¿Qué puede decir en su defensa?
− Señor Vladimir, no tengo nada especial que decir. Ustedes me han citado enviándome una
carta...
− ¡Bah! ¡Pero si ni siquiera tiene usted el físico adecuado para su profesión! ¿Usted, un
desesperado socialista o anarquista? ¿Cuál de las dos tendencias?
− Anarquista...
− ¡Tonterías! Usted podrá asustar al viejo Vurmt, pero no podría engañar ni a un idiota. Su
conexión con nosotros empezó con el robo de los planos del camión francés; y lo pescaron.
Aquello fue muy desagradable para nuestro gobierno. ¡Qué!, ella se quedó con el dinero y
después lo vendió a usted a la policía, ¿no?
El lúgubre cambio en la expresión del señor Verloc, el aplastamiento inmediato de toda su
persona, delataron que ése fue el lamentable caso.
− Le voy a explicar cuál creo yo que es el problema: usted es un vago. Se vende como “agent
provocateur”, y el verdadero trabajo de un “agent provocateur” es provocar. Según puedo
juzgar por su hoja de servicios, que tengo aquí, en los tres últimos años usted no ha hecho
nada para merecer su paga. ¡No sea tan inglés! Y en esta situación en particular, no sea
absurdo. La enfermedad ya está aquí. No queremos prevención; queremos cura.
Hizo una pausa, se volvió hacia el escritorio y, observando unos papeles que tenía allí,

Página 6 de 47
habló con un tono distinto, al estilo de un hombre de negocios, sin mirar al señor Verloc.
− ¿Usted está enterado, por supuesto, de la Conferencia Internacional reunida en Milán?
El señor Verloc, entre carrasperas, observó que solía leer los periódicos.
− Y, ¿qué son estos panfletos encabezados F.P., que tienen un martillo, un lápiz y una
antorcha entrecruzados? ¿Qué quiere decir F.P.?
− El futuro del proletariado. Es una sociedad... en principio, no anarquista, pero abierta a
todas las corrientes revolucionarias de opinión.
− ¿Usted es miembro?
− Soy uno de los vicepresidentes -resolló, conciso, el señor Verloc; y el primer secretario de
la embajada levantó la cabeza para mirarlo.
− En ese caso, tendría que avergonzarse de sí mismo. ¿Su sociedad no es capaz de algo más
que imprimir esta palabrería profética? Mire, los buenos tiempos del viejo Estót Vártenjaim,
cuando toda una pandilla de vagos era mantenida por esta embajada, ya se fueron. ¿Estará
usted de acuerdo en que la clase media es estúpida?
− Lo es.
− No tiene imaginación. Está cegada por una vanidad idiota. Lo que necesita es un buen
susto; y éste es el momento psicológico para poner a trabajar a sus amigos. Le he llamado
para explicarle mi idea.
Y el señor Vladimir, desde las alturas, desarrolló su idea, desplegando a la vez un buen
acopio de ignorancia en cuanto a los verdaderos objetivos, pensamientos y métodos del
mundo revolucionario, lo cual llenó al silencioso señor Verloc de íntima consternación.
− Hoy, una bomba, para tener influencia en la opinión pública, tiene que ir más allá de la
intención de venganza o terrorismo: debe ser destrucción, y sólo eso. Ustedes, los
anarquistas, tendrían que tener bien claro que están por completo determinados a ejecutar
la destrucción absoluta de la creación social. Pero, ¿cómo introducir esta noción aterradora
en la cabeza de los integrantes de la clase media? Ésta es la cuestión. Y la respuesta es:
dirigiendo las bombas contra algo que esté fuera de las pasiones habituales de la
humanidad. ¿Quién es el ídolo sacrosanto hoy en día? ¡La ciencia, la investigación! ¿Qué le
parece meterse con la astronomía?
El señor Vladimir exhibía sus blancos dientes en una sonrisa, llena de hoyuelos la cara
rotunda. El favorito de la alta sociedad había adoptado su actitud de salón, y sentado en el
brazo del sillón, con la mano izquierda levantada, parecía sostener con delicadeza, entre el
pulgar y el índice, la argumentación de su discurso.
− No hay nada mejor. Semejante posibilidad combina la máxima posibilidad de respeto hacia
los hombres, con el más alarmante despliegue de feroz imbecilidad. Desafío a cualquier
periodista a persuadir a su público de que algún miembro del proletariado pueda tener
algún motivo personal de queja contra la astronomía. Y hay otras ventajas; todo el mundo
sabe de la existencia del observatorio de Greenwich, todo el mundo, hasta los limpiabotas
de Charing Cross. ¿Se da cuenta?

Página 7 de 47
− Un asunto difícil – musitó el señor Verloc, sintiendo que ésa era la única cosa segura que
podía decir.
− ¿Qué le pasa? ¿No tiene toda la banda a su disposición? Ese viejo terrorista Yundt está por
aquí; lo veo casi todos los días paseando por Piccadilly con su bufanda verde. ¿Y Michaelis,
el apóstol de la libertad incondicional? No me diga que no sabe dónde está, porque yo
mismo se lo puedo decir. Si usted piensa que es el único que conoce la lista secreta, está
equivocado.
− La cosa va a costar dinero – dijo el señor Verloc como por instinto.
− Se le dará su paga de todos los meses, y nada más hasta que pase algo. Y si muy pronto
no pasa nada, ni siquiera se le dará eso. ¿Cuál es su ocupación aparente? ¿De qué se
supone que vive?
− Tengo una tienda.
− ¡Una tienda! ¿Qué clase de tienda?
− Librería y papelería. Mi mujer...
− ¡Casado usted, un anarquista confeso! ¿Qué clase de idiotez es ésta? Me imagino que será
un decir. Los anarquistas no se casan; no pueden; sería como cometer apostasía.
− Mi mujer no es anarquista... Además, esto no le concierne.
− ¡Por supuesto que sí! Estoy empezando a convencerme de que no es usted, ni por asomo,
el hombre adecuado para este trabajo. ¿Por qué se tuvo que desacreditar por completo
casándose? Una unión virtuosa, ¿eh? ¡Con compromisos de este tipo está usted
destruyendo su utilidad!
El señor Verloc hinchó los carrillos y expulsó el aire con violencia; eso fue todo. De repente
el primer secretario se mostró conciso, definitivo:
− Ahora puede irse. Hay que provocar un atentado dinamitero. Le doy un mes. Las sesiones
de la Conferencia están suspendidas. Antes de que se vuelva a reunir, tendrá que haber
pasado algo aquí, o su conexión con nosotros habrá terminado. Ah, y piense en mi
filosofía: ataque el primer meridiano. Usted no conoce a la clase media tan bien como yo.
La clase media tiene la sensibilidad dormida. El primer meridiano. Nada mejor ni más fácil,
me parece.
Salió, pesado, de la habitación, sombrero y bastón en mano. El lacayo apareció de pronto
en el corredor e indicó al señor Verloc otro camino de salida, a través de una puerta que
daba a un rincón del patio.
El señor Verloc rehízo el trayecto de su peregrinaje matinal como en un sueño; tanto, que
se encontró de repente en la puerta de la tienda, como si hubiera sido llevado desde el
oeste hasta el este en alas de un fuerte viento. Se fue derecho detrás del mostrador y se
sentó en una silla de madera que había allí; y allí permaneció, sombrío y corpulento, hasta
que Winnie le llamó suavemente a la hora del almuerzo. Fue a comer con el abrigo y el
sombrero puestos, sin decir una sola palabra.
En sí, su silencio no tenía nada de alarmante o inusual para la familia oculta entre las

Página 8 de 47
sombras de aquella sórdida calleja. Pero ese día la taciturnidad del señor Verloc estaba tan
evidentemente llena de pensamientos, que las dos mujeres se sintieron impresionadas.
También Stevie se mantenía tranquilo y callado, con la mirada fija y vacía.

Capítulo III
− Toda idealización empobrece la vida. Embellecerla es quitarle su carácter complejo, es
destruirla. Deja eso a los moralistas, hijo mío. El capitalismo ha engendrado al socialismo,
y las leyes dictadas por el capitalismo para la protección de la propiedad son la causa del
anarquismo. Nadie puede predecir qué forma tomará en el futuro la organización social;
¿por qué, pues, entregarse a fantasías proféticas...?
Michaelis, el apóstol de la libertad condicional, estaba hablando con voz apacible. Acababa de
salir de una muy higiénica prisión, redondo como un barril, con una panza enorme y las
mejillas infladas, pálidas, semitransparentes. Se decía que por tres temporadas consecutivas
una vieja dama riquísima lo había enviado a tomar las aguas a Marienbad, donde una vez casi
llegó a compartir la curiosidad pública con una cabeza coronada; pero la policía le ordenó
abandonar el lugar en el término de doce horas. Su martirio continuó con la prohibición de
todo acceso a las zonas de aguas curativas. Pero ahora estaba resignado.
Al otro lado de la chimenea, en el sillón que por lo general tenía el privilegio de ocupar la
madre de la señora Verloc, Karl Yundt sonreía, torvo, con la débil mueca negra de una boca
desdentada. El terrorista, como solía llamarse a sí mismo, era viejo y calvo, y del mentón
le colgaba, ralo y lacio, el mechón níveo de su perilla. Una extraordinaria expresión de
malevolencia solapada sobrevivía en sus ojos debilitados. Se incorporó penosamente y
vociferó con ferocidad:
− Siempre he soñado con un grupo de hombres independientes, tan fuertes para merecer a
ojos vistas el título de destructores, sin piedad para nada sobre la tierra y ni siquiera para
ellos mismos, al servicio de la humanidad; eso es lo que me hubiera gustado ver.
La pasión gastada del viejo terrorista, parecida por su impotente fiereza a la excitación de
un viejo sensual, no se conjugaba con una garganta reseca y encías huérfanas de dientes.
El señor Verloc, sentado en un rincón del sofá al otro extremo de la habitación, emitió dos
cordiales gruñidos de asentimiento.
Sentado frente a la chimenea, el camarada Alexander Ossipon, apodado “El Doctor”, ex
estudiante de Medicina y principal redactor de los panfletos del F.P., extendía sus robustas
piernas para calentarse las suelas de los zapatos con las brasas de la chimenea. Una mata
de pelo rubio ondulado coronaba su cara roja y pecosa; sus ojos almendrados miraban de
soslayo, con languidez, por encima de los pómulos salientes. Le llevó la contraria a los
otros dos y se enzarzaron en una tediosa discusión teórica.
La velada transcurrió como tantas otras, entre peroratas y discursos fútiles, hasta que llegó
el momento de separarse y el señor Verloc cerró la puerta de la trastienda detrás de ellos;

Página 9 de 47
con violencia reprimida, dio una vuelta a la llave y corrió el pestillo. No estaba satisfecho
con sus amigos. A la luz de la filosofía que sustentaba el señor Vladimir respecto al hecho
de tirar bombas, aparecían como frívolos desahuciados. Verloc, movido por la cólera de un
hombre que, ya sobrepasados los cuarenta, se veía amenazado en lo que le era más
querido, en su reposo y su seguridad, se preguntó a sí mismo con desdén qué más podía
esperarse de semejantes tipos: ese Karl Yundt, ese Michaelis... ese Ossipon. Un montón de
haraganes, seguros de no pasar necesidades mientras quedaran en el mundo tontas con
libretas de ahorro.
Una clara línea de luz atravesó la trastienda y llegó hasta detrás del mostrador. Esto llevó al
señor Verloc a comprobar de una mirada cuántas monedas de plata había en la caja. Eran
bien pocas. Y es que, como medio de sustento, el negocio era claramente insuficiente. Él lo
había elegido por razones no comerciales. Le otorgaba una posición pública y confesa en la
esfera que normalmente se encuentra vigilada por la policía, y como él tenía relaciones
inconfesas con la misma, una situación semejante le daba clara ventaja.
Sacó la caja del cambio fuera del cajón y, al volverse para abandonar la tienda, se dio
cuenta de que Stevie estaba todavía levantado.
“¿Qué diablos está haciendo aquí?”, se preguntó el señor Verloc. Miró dubitativo a su
cuñado, pero no le pidió explicaciones. La relación del señor Verloc con Stevie se limitaba a
un casual refunfuño mañanero, después del desayuno, en el que las palabras “mis botas”
indicaban más una necesidad que una orden directa o una petición. Con cierta sorpresa, el
señor Verloc comprendió que, en rigor, no sabía qué decirle a Stevie. Y esto le pareció muy
anormal, y le llevó a plantearse de pronto que él tenía que mantener, no sólo a su mujer,
sino también a este sujeto. Nunca hasta entonces había pensado, ni por un momento, en
este aspecto de la existencia de Stevie.
Lo observó gesticulando y murmurando en la cocina. Stevie daba vueltas alrededor de la
mesa, como un animal excitado en su jaula. El señor Verloc, con la caja del cambio en la
mano, cruzó la trastienda lleno de hastío, y al encarar la escalera, un débil y continuo
ronquido llegó hasta él como un toque de atención, interfiriendo la oscuridad. El sonido
provenía del cuarto de su suegra. Otra más para mantener, pensó. Y con ese pensamiento
se encaminó a su habitación.
Arriba, la mujer se despertó con el sonido de su nombre en los oídos, y vio a su marido
inclinado sobre ella:
− ¡Winnie! ¡Winnie!
En el primer momento ella no se movió; pero en cuanto comprendió que su hermano estaba
“haciendo travesuras allá abajo”, con un rápido movimiento se sentó en el borde de la cama.
Sus pies desnudos cayeron sobre la alfombra buscando las zapatillas, mientras ella observaba
la cara de su marido.
− No sé cómo manejarlo; no se le puede dejar abajo solo, con las luces.
Ella no contestó; se deslizó con rapidez por la habitación, y la puerta se ceró detrás de su

Página 10 de 47
forma blanca.
El señor Verloc depositó la caja sobre la mesa de noche y comenzó la operación de
desvestirse. Luego, después de mover la falleba de la ventana, empujó con violencia las
persianas y apoyó la frente contra el vidrio frío. Su perspectiva era tan negra como el vidrio
de esa ventana. Y de pronto vio la cara del señor Vladimir, afeitada y sarcástica, nimbada
por la fosforescencia de su tez rosada, como una especie de sello rojizo impreso en la
negrura fatal.
Esa luminosa y mutilada visión fue tan físicamente horrenda, que el señor Verloc se apartó
de la ventana, cerrándola con un sordo chirrido. Turbado, y sin palabras por temor a más
visiones como ésa, vio entrar otra vez a su mujer.
− Desde luego, está muy excitado esta noche, Adolf. ¿Sabes lo que pasa? Que ese chico oye
demasiadas cosas de las que se hablan aquí. Si yo hubiera sabido que ellos venían esta
noche, me habría preocupado de que se metiera en la cama al mismo tiempo que yo.
Estaba fuera de sí, por algo que había oído acerca de comer la carne de la gente y beber su
sangre. ¿Para qué sirve hablar de cosas semejantes?
− Pregúntaselo a Karl Yundt. Yo qué sé.
− No le conviene, Adolf, oír esas cosas. Cree que todo es verdad; no sabe que las cosas no
son así. Cuando le dejan en paz, no tiene problemas. Pero se pasa las horas muertas
leyendo esos periódicos y esos folletos del F.P, llenos de disparates, que sólo ocupan sitio y
no se venden. El otro día cogió uno que traía la historia de un oficial alemán que le arrancó
media oreja a un recluta, y no le hicieron nada por eso. ¡El bestia! No supe qué hacer esa
tarde con Stevie. También, la historia era como para hacerle hervir la sangre a uno; pero,
¿qué sentido tiene imprimir cosas así? Gracias a Dios, aquí no somos esclavos de los
alemanes. No es nuestro problema, ¿no?
El señor Verloc no contestó.
− Tuve que quitarle el cuchillo. Andaba gritando, pataleando y llorando. No puede soportar la
idea de una crueldad. Hubiera querido acuchillar a ese oficial como a un cerdo, si lo hubiera
tenido a mano. ¡Es verdad, también!, hay gente que no merece piedad. ¿Estás mejor,
querido? ¿Apago la luz ahora?
La triste convicción de que para él no existía el sueño, de que no podría dormir por más que lo
intentara, volvía al señor Verloc mudo e inerte, en su terror a la oscuridad. Hizo un gran
esfuerzo:
− Sí; apágala.

Página 11 de 47
Capítulo IV
La mayoría de las más o menos treinta mesas, cubiertas con rojos manteles, estaban alineadas
sobre el oscuro suelo de madera del sótano. Arañas de bronce con muchas luces colgaban del
techo bajo, apenas abovedado. El robusto Ossipon, inclinado hacia adelante, con los codos
apoyados en la mesa, dijo:
− Me dice usted que no ha salido de su casa en toda la mañana y que ha venido hasta aquí
andando. ¿Y hace mucho que está usted sentado aquí?
Frente a él se sentaba un hombrecillo sucio, de grandes orejas. La lamentable mezquindad
de su físico resultaba ridícula, por el abrupto contraste con el aire de suprema confianza en
sí mismo que le animaba. Tomando un trago de cerveza, contestó:
− Una hora, o más.
− Una hora. Entonces no ha debido enterarse de la noticia que acabo de oír en la calle. ¿Se
ha enterado usted?
El hombrecillo sacudió la cabeza en señal de negación. Ossipon añadió:
− Yo me he enterado justo al llegar aquí. Un vendedor de periódicos lo ha voceado debajo de
mis mismas narices... No lo esperaba en absoluto; he entrado con la boca seca, lleno de
desconcierto, ¡y me encuentro con usted!
− A veces vengo por aquí.
− Y es usted el único que no ha oído nada de esto.
El hombrecito, una vez más, levantó su vaso, bebió y lo bajó con movimiento brusco y
terminante. Y eso fue todo.
Ossipon, después de esperar algo, una palabra o una señal que no llegó, hizo un esfuerzo
para aparentar algún tipo de indiferencia, y bajando la voz, preguntó:
− ¿Usted... le ha dado su material, alguna vez, a alguien que se lo haya pedido?
− Mi regla absoluta es no negar nada a nadie, siempre que me quede algo para mí.
− ¿Y usted cree que eso es prudente? La policía podría mandarle a alguien... y usted lo
equiparía. ¿Se da cuenta? Así obtendría el material de sus manos, y luego lo arrestarían
con las pruebas a la vista.
− ¿Pruebas de qué? De tenencia de explosivos sin licencia, tal vez. No creo que nadie de la
policía esté ansioso por hacer tal arresto. No, ni uno solo.
− ¿Por qué?
− Porque ellos me conocen bien. El jueguecito no es atractivo para ninguno de esos policías.

Página 12 de 47
Saben que enfrentarse conmigo exige elevado y simple heroísmo. Siempre que voy por la
calle, tengo mi mano derecha cerrada alrededor de una pelota de goma que llevo en el
bolsillo del pantalón. Una presión de esta pelota activa un detonador...
En un rápido gesto, descubrió a la mirada de Ossipon un tubo de goma que parecía un
pequeño gusano oscuro, asomando por debajo de la manga deshilachada de su chaqueta, y
sumergida en el interior del chaleco. Ossipon, estremeciéndose ligeramente, preguntó:
− ¿Y ese detonador es instantáneo?
− Al contrario. Pasan sus buenos veinte segundos desde que presiono la pelota hasta que se
produce la explosión.
− ¡Veinte segundos! ¡Uf! ¿y después?
− Nadie tendría esperanzas de salvarse aquí. Ni siquiera esa pareja que ahora sube las
escaleras. Pero quiero que comprenda: el secreto está en la fuerza de mi personalidad.
Tengo los medios para convertirme a mí mismo en un elemento mortífero, pero esto, en sí
mismo, no significa nada en cuanto a protección. Lo efectivo es que esa gente cree que yo
soy capaz de usar esos medios. Ése es su miedo absoluto. A partir de ahí, soy mortífero.
− Entre ellos también hay hombres valientes...
− Es posible. Pero se trata de una cuestión relativa, desde el momento en que ellos a mí no
me impresionan, y por tanto son inferiores. Ellos están atados a todo tipo de
convencionalismos; su referente es la vida; yo me atengo a la muerte. Mi superioridad es
evidente.
− Eso es lo mismo que le he oído decir a Karl Yundt, no hace mucho.
− ¡Bah!, Karl Yundt, toda su vida ha sido un fanfarrón y una pura pose. Usted y él son
delegados del Comité Rojo Internacional, ¿verdad? Sirven para la propaganda
revolucionaria, pero el problema no es sólo que no puedan pensar con independencia, sino
que no tienen carácter frente a nada.
Ossipon no pudo contener un gesto de indignación:
− Pues me temo que va a tener que tragarse sus palabras. Mire usted lo que dice el
periódico: Bomba en Greenwich Park. Once y media de la mañana. Mucha niebla. Los
efectos de la explosión se sintieron hasta muy lejos. Enorme agujero en la tierra, bajo un
árbol; alrededor, trozos del cuerpo de un hombre que voló en pedazos. Sin duda un inicuo
intento de volar el observatorio, dice el periódico. Yo no tenía ni idea de que algo de este
tipo se estuviera planeando aquí, en Inglaterra; en las presentes circunstancias es un
hecho criminal.
− ¿Criminal? ¿Qué es eso? ¿Qué es el crimen?
− ¡Oh!, ¿cómo me podría explicar? ¡Tengo que usar las palabras corrientes! Lo que quiero
decir, es que este asunto puede influir muy negativamente en la posición de nuestro país.
¿No le parece eso bastante criminal? Estoy convencido de que usted debe haber andado
repartiendo algo de su materia prima en estos días.
El otro, sin claudicar, subió y bajó la cabeza con lentitud.

Página 13 de 47
− ¡Pero cómo es posible! ¿De verdad la ha repartido usted por todos lados, a cualquiera, al
primer tonto que apareciera?
− ¡Justamente! Me gustaría poder desparramarla a paletadas, a montones por las esquinas,
si tuviera la cantidad necesaria. Como no la tengo, hago lo que puedo perfeccionando un
detonador lo más seguro posible.
− Sí. Sus detonadores. No me sorprendería que fuera uno de sus detonadores el que acabó
con ese hombre en el parque.
− Tenga en cuenta que mi problema consiste, precisamente, en que es necesario
experimentar en la práctica los diversos modelos.
− ¿Quién sería ese sujeto? ¿No podría hacerme una descripción de la persona a quien le dio
el material?
El otro volvió sus lentes hacia Ossipon, como un par de reflectores.
− Creo que no hay el menor inconveniente. Se lo voy a describir con una sola palabra: Verloc.
− ¡Verloc! Imposible.
− Sí. De él se trata. Y no podrá usted decir que le di mi materia prima al primer loco que
pasó por allí. Era un prominente miembro de su grupo, por lo que yo sé.
− Prominente... no. Más útil que importante. El único talento que demostró en realidad fue su
habilidad para eludir, de una forma u otra, la atención de la policía. Pero en el plano
intelectual, siempre fue una nulidad. Una persona más bien vulgar. ¿Y cómo se las va a
arreglar ahora esa mujer...?
Ossipon se sumergió en sus pensamientos, mientras su interlocutor hacía gala de
indiferencia. Era conocido por el sobrenombre de Profesor, porque una vez había sido
ayudante de química en alguna Universidad. Sus luchas, sus privaciones, su arduo trabajo,
lo habían henchido de una exaltada convicción acerca de sus méritos, tan importantes que
era muy difícil para el mundo hacerles justicia. El Profesor tenía genio, pero le faltaba la
gran virtud social de la resignación.
Ossipon dijo, de pronto:
− Profesor, ¿le dijo él algo... acerca de lo que se proponía? No lo veía desde hace un mes.
Parece mentira que se nos haya ido.
− Me dijo que iba a cometer un atentado contra un edificio. Como quería algo que pudiera ser
llevado al descubierto en la mano, le propuse usar una lata vieja de barniz que por
casualidad tenía en mi casa. Me costó cierto trabajo, porque tuve que cortar el fondo y
luego volver a soldarlo. El detonador estaba conectado con el tornillo de la tapa de la lata.
− ¿Qué cree usted que ha pasado?
− No puedo decirlo. Tal vez se olvidó del tiempo; tenía un margen de veinte minutos. O bien,
simplemente, dejó caer la lata. No se puede pretender que un detonador sea a prueba de
tontos.
− Mire, Profesor: una cosa es la solidaridad con las formas extremas de acción, y otra la
temeridad absurda. No sé qué mosca le picó a Verloc; hay algo misterioso ahí; pero el caso

Página 14 de 47
es que él ya no está. Tómelo usted como quiera, pero en estas circunstancias la única
opción posible para el Comité Rojo es negar toda conexión con esta maldita extravagancia
suya. Mi mayor preocupación ahora, es conseguir información sobre lo que ha pasado, para
dejar bien claro que estábamos al margen. No puedo ir a la tienda de Verloc, porque si han
identificado ya el cadáver, la tendrán aún más vigilada que de costumbre.. ¡Oh!, ¿cómo
saber lo que me conviene hacer ahora?
El hombrecito, de pie, con el abrigo abrochado y listo para marcharse, no era más alto que
Ossipon sentado. Sin una palabra, sin despedirse, se caló sus lentes y abandonó el local.

Capítulo V
El inspector jefe Heat había tenido un día desagradable y agitado desde que su departamento
recibió el primer telegrama de Greenwich, poco antes de las once de la mañana. El atentado se
había producido menos de una semana después de que él asegurara a un alto mando que no
se preveía ningún brote de actividad anarquista. Si alguna vez se había sentido seguro de sí al
hacer una declaración, había sido en ese instante. Pero el inspector jefe Heat no era
demasiado sabio; por lo menos, no en profundidad. La verdadera sabiduría, la que no está
segura de nada en este mundo de contradicciones, tenía que haberlo previsto. Aunque algo así
hubiera alarmado a sus superiores, disminuyendo sus posibilidades de promoción. Y la
promoción del inspector jefe Heat, principal experto en estrategia anarquista, había sido muy
rápida.
Al iniciar de inmediato sus investigaciones en el lugar de los hechos, se había tragado una
buena ración de fría y malsana neblina del parque. No acostumbrado, como los médicos, a
examinar de cerca los restos mutilados de una persona, se sintió impactado por el espectáculo.
Sus ojos examinaron el horripilante revoltijo de pedazos abigarrados, que parecían haber sido
recogidos en un matadero o en un lodazal. Oyó decir a uno de sus agentes:
− La mujer que habló con el sargento mencionó a dos hombres: uno más corpulento, y otro
de pelo claro, bastante joven, que llevaba una lata de barniz en la mano. Los vio salir a los
dos de la estación de Maze Hill. Y éste era un hombre de pelo claro.
− ¿Conoce a la mujer?
− Sí; es ama de llaves de un hotelero retirado, y a veces cuida la capilla de Park Place. Pero
mire usted aquí, jefe; aquí está... todo lo que pude ver de él. Rubio. Delgado; bastante
delgado; mire este pie. Tropezó con la raíz de un árbol y se cayó, y eso que llevaba en la
mano debe haberle explotado junto al pecho, supongo yo.
Por encima de su repugnancia física, el inspector jefe Heat alargó sin convicción una de sus
manos, para acallar su conciencia, y agarró el menos sucio de los restos. Era una tira estrecha
de terciopelo azul. Lo levantó hasta la altura de sus ojos; el agente de policía dijo:
− Un abrigo azul oscuro con un cuello de terciopelo; eso es lo que dijo la mujer que había
visto, y aquí está. Éste era el muchacho que ella vio. No hay error posible. Aquí está
entero, con cuello de terciopelo y todo.

Página 15 de 47
Un tren oportuno llevó al inspector jefe Heat hasta la ciudad, con el trozo de terciopelo en
el bolsillo. Ese trozo de tela chamuscada era de incalculable valor, y no podía dejar de
asombrarse por la forma casual en que lo había obtenido. Era como si el destino hubiera
puesto esa pista en sus manos.
Aún lleno de náuseas por lo que había visto, apenas llegó a la ciudad se tropezó en un
callejón solitario con el Profesor. Y se apartó para dejarle paso, diciéndole:
− ¡Hola!
El Profesor se quedó inmóvil. El inspector jefe dijo abruptamente, con su voz alta y
autoritaria que, aun siendo moderada, tenía un tono amenazador:
− ¿Qué hace ahí plantado? ¿No tiene prisa por llegar a casa? No le ando buscando todavía.
Cuando sea así, sabré dónde encontrarlo.
Eran palabras muy adecuadas dentro de la tradición y el estilo de un oficial de policía. Pero
la acogida que tuvieron estaba muy lejos de la tradición y la pertinencia. La figura
raquítica, endeble, que estaba frente a él, habló por fin:
− Estoy seguro de que, en ese momento, la prensa le brindará una sentida necrológica. Pero
piense que se expondrá a la desazón de ser enterrado junto conmigo, aunque supongo que
sus amigos se esforzarían en diferenciarnos lo más posible.
La penumbra del estrecho callejón adquirió un tinte siniestro con la frágil, pequeña figura,
su espalda contra la pared, hablando con una voz débil, confiada. Pero el inspector jefe
Heat era también un hombre, y no pudo dejar pasar esas palabras.
− Todo eso está muy bien para asustar a los niños. Profesor, algún día lo detendré.
− Lo dudo. Pero no hay ningún momento mejor que el presente, créame. Para un hombre de
firmes convicciones, esta es una hermosa oportunidad de autosacrificio. Nunca me tendrá a
tan bajo costo de vidas y propiedad, para cuya protección le pagan.
− Usted no sabe con quién está hablando. Si le pusiera ahora las manos encima, no sería
mejor que usted mismo.
− ¡Ah! ¡El juego!
− Maldito si sé cuál es el de ustedes. Y no creo que lo sepan ni ustedes mismos. Nunca
obtendrán nada de ese modo. ¿Por qué no renuncian de una vez? Somos demasiados para
ustedes.
La idea de una invencible multitud respaldando al inspector jefe, provocó una sombría
indignación en el pecho del Profesor. Desapareció su burlona y enigmática sonrisa. El poder
de oposición del número, la inatacable estupidez de una gran multitud, era el temor que
obsesionaba su siniestra soledad. Sus labios temblaron por un momento antes de que
lograra decir con voz estrangulada:
− Estoy haciendo un trabajo mejor que el suyo.
− Cállese -interrumpió el inspector jefe Heat con rapidez; y esta vez el Profesor se rió
abiertamente. Fue un hombrecito de expresión sádica, miserable, el que emergió del
estrecho pasaje al bullicio de las calles; y caminó con el paso imperturbable del que sigue

Página 16 de 47
su paseo, siempre adelante, indiferente a la lluvia y al sol, con un siniestro desapego hacia
los cambios del cielo y de la tierra.
El inspector jefe Heat, por su parte, después de observarlo un momento, apretó el paso con la
vivacidad de un hombre que no se molesta por las inclemencias del tiempo, porque es
consciente de tener una misión autorizada sobre la tierra y de contar con el apoyo moral de su
grupo.
Una vez en el cuartel general, el inspector jefe fue recibido inmediatamente en el despacho
del Subcomisario de Policía:
− Los informes han llegado. Tenía usted razón: ninguno de los anarquistas de Londres ha
tenido nada que ver en esto. Aprecio mucho la excelente vigilancia que han mantenido
sobre ellos sus hombres. Por otra parte, esto, para el público, no deja de ser una confesión
de ignorancia... ¿Ha traído usted algo útil de Greenwich? ¿Será verdad que había dos
hombres? ¿Inició usted indagaciones para seguir la pista del otro?
Por supuesto, el inspector jefe Heat contestó que eso se había hecho apenas la mujer
formuló su declaración. Y mencionó el nombre de la estación:
− El empleado que les cortó los billetes en Maze Hill recuerda que dos hombres que
respondían a la descripción pasaron la barrera. El hombre corpulento se dirigió a un
departamento de tercera clase, con una reluciente lata en la mano; en la plataforma se la
dio a su compañero rubio, que lo seguía. Todo esto concuerda exactamente con lo que esa
mujer le dijo al sargento en Greenwich.
− Y esos hombres vinieron de esa pequeña estación de campo. Qué anarquistas más raros.
Es bastante inexplicable.
− Sí, señor. Pero sería aún más inexplicable, si un tal Michaelis no estuviera alojado en una
casa de campo de los alrededores.
Al sonido de ese nombre, que cayó inesperado en medio del fastidioso asunto, el
Subcomisario disparó con brusquedad el vago recuerdo de su partida diaria de whist en el
club. Era el hábito más gratificante de su vida, un despliegue de su propia habilidad, sin
ayuda de ningún subordinado. Pero ahora, la grata sensación que al final de cada día le
empujaba hacia aquella partida, se le escapaba en una sacudida física, y era reemplazada
por un especial interés en su trabajo de protección de la sociedad. Un interés indecoroso,
cuya cualidad se podría definir como una repentina, y vigilante, desconfianza en las armas
que tenía en la mano.

Capítulo VI
La dama protectora de Michaelis, el apóstol de la libertad condicional, era una de las más
influyentes y distinguidas amistades de la mujer del Subcomisario de Policía. Se había casado
joven, espléndidamente, en algún remoto momento del pasado; ahora, vieja por sus años,
tenía ese temperamento excepcional que desafía al tiempo haciendo desdeñosa omisión de él,

Página 17 de 47
como si se tratara de una vulgar convención a la que se somete la capa inferior de la
humanidad. Inteligente, y curiosa de corazón, se entretuvo atrayendo al campo de su
influencia cualquier cosa que superara el nivel normal de la humanidad, dentro o fuera de la
ley. Según sus propias palabras, tenía interés por saber hacia dónde se estaba encaminando el
mundo.
El Subcomisario de Policía no recordaba muy bien quién había llevado allí a Michaelis una
tarde. Pudo haber sido cierto miembro del Parlamento, de ilustre ascendencia y con
inclinaciones no convencionales. Lo que sí recordaba a ciencia cierta es que la dueña de la
casa, después de haber asistido con aire extático a un discurso privado que el apóstol de la
libertad condicional le dedicó, había exclamado, no con resentimiento, sino con aire de
protesta:
− ¡Y oficialmente se supone que éste es un revolucionario! ¡Qué tontería!
− No uno de los más peligrosos, tal vez.
− Yo creo que no es peligroso en absoluto. Es un simple teórico. Tiene el temperamento de
un santo. ¡Y lo han tenido encerrado durante veinte años! Uno se estremece ante
semejante idiotez. Y ahora lo sueltan, cuando todos sus allegados se han marchado de aquí
o se han muerto, y cuando él mismo ha perdido la habilidad que necesitaría para su
profesión. ¿Sabe usted que era cerrajero? Y sin embargo, me ha confesado que lo da por
bien empleado, porque ha tenido todo ese tiempo para pensar por sí mismo. Si los
revolucionarios son así, alguno de nosotros bien podría ir a ponerse de rodillas ante ellos.
El Subcomisario de Policía no pronunció opinión alguna, ni en ese momento ni en otro; pero,
en rigor, compartía el criterio de que Michaelis era un humanitarista sentimental, un poco loco,
pero sobre todo incapaz de matar una mosca intencionadamente.
Además, el Subcomisario quería bien a la distinguida y buena amiga de su mujer, que ejercía
una excelente influencia sobre ésta; con su amistad, la dama había hecho mejorar
sensiblemente un temperamento inclinado a los celos, caprichoso e inconstante. Por eso,
cuando el nombre de Michaelis surgió de pronto en el doloroso asunto de la bomba, se alarmó
por el posible destino del convicto. Una vez que lo arrestaran bajo sospecha de haber tomado
parte de alguna manera, por remota que fuera, en tal atentado, ese hombre muy difícilmente
podría escapar de ser enviado otra vez a prisión, a terminar de cumplir la sentencia que
todavía pesaba sobre él. Y eso podría matarlo: de allí no saldría vivo. El Subcomisario de
Policía tuvo un pensamiento en extremo inadecuado para su posición oficial, y que en rigor
tampoco era honroso para su categoría humana:
− ¡Maldita sea! Si este condenado Heat tiene su pista, a este tipo lo encerrarán otra vez y
morirá en la cárcel, asfixiado en su gordura; y ella no me lo va a perdonar jamás.
El silencio se había prolongado tanto, que el inspector jefe Heat se animó a aclararse la
garganta. Ese sonido produjo su efecto. El Subcomisario, con la espalda todavía vuelta
hacia él, le preguntó:
− ¿Usted relaciona a Michaelis con este asunto?

Página 18 de 47
− Bien, señor, tenemos bastante como para suponerlo. Y de todos modos, un hombre como él
no tiene por qué estar libre.
− Tendrá usted alguna evidencia concluyente...
− No habrá dificultades para conseguir evidencias. Puede creerme, señor.
Al oír la risita del inspector jefe Heat, el Subcomisario giró sobre sus talones, como si una
descarga eléctrica lo hubiera apartado de la ventana. Por un segundo se encontró con la
mirada de su subordinado; exclamó mentalmente: “Anda detrás de algo”,y se puso furioso.
Caminó hacia su escritorio con rápidas zancadas y se sentó con violencia; levantó la cabeza
y volvió hacia el inspector jefe un rostro largo, enjuto, con los rasgos patéticos de un
enérgico Don Quijote.
− ¿Qué interés tiene usted en todo esto?
El otro lo miró con asombro, sin pestañear.
− ¿Qué tengo contra ese hombre Michaelis, quiere usted decir, señor?
El Subcomisario observó la cabeza redonda, las puntas del bigote de pirata escandinavo que
caían por debajo del pesado maxilar, las astutas arrugas que se expandían desde los ángulos
de los ojos... Y en esa contemplación intencionada, encontró una certeza tan repentina, que se
sintió como impulsado por una inspiración.
− Tengo motivos para creer que, cuando usted llegó aquí, no era Michaelis quien estaba en su
mente. Usted pensaba en otro.
− ¿Tiene motivos para creer eso, señor?
El inspector jefe Heat demostraba en sus palabras todos los indicios de un asombro que,
hasta cierto punto, era bastante genuino. En ese momento se sintió como un equilibrista
que, en mitad de su actuación, viera salir al empresario de la sala precipitándose desde su
oficina al escenario para sacudir la cuerda.
− Sí; los tengo. No quiero decir que no haya pensado usted para nada en Michaelis; más bien
le está dando demasiada importancia. Si ésta es en realidad la pista, ¿por qué no la ha
seguido, yendo en persona o enviando a uno de sus hombres al pueblo?
− ¿Me está diciendo que he faltado a mi deber, señor?
Por primera vez desde su ascenso, el Subcomisario de Policía, que tenía alma de detective,
sintió como si fuera a hacer un trabajo efectivo para merecer su salario. Y fue una agradable
sensación. “
No; nadie duda de su conocimiento del oficio, Heat, nadie. Por eso quiero ver lo que usted
haya descubierto en el lugar de los hechos. ¿Qué ha traído de allí?
El inspector jefe sacó sin prisa de su bolsillo un pedazo chamuscado de trapo azul oscuro.
− Esto pertenece al abrigo que llevaba puesto el sujeto que voló en pedazos. Por supuesto, el
abrigo puede no haber sido de él, y quizá haya sido robado. Pero eso no es muy probable si
se fija en esto.
No debajo del cuello, sino cosido con esmero bajo una punta de la solapa, había un trozo
de tela de algodón, con una dirección escrita con tinta de sellos: “32, Brett Street”. El

Página 19 de 47
Subcomisario, muy sorprendido, dijo:
− No se comprende por qué un hombre tiene que salir con una etiqueta así. Es algo
extraordinario.
− Bien, señor; en el hall de un hotel conocí una vez a un anciano que andaba con su nombre
y dirección cosidos en todos sus trajes, para prevenir un accidente o una enfermedad
repentina. Confesaba tener ochenta y cuatro años, pero no los representaba. Me dijo que
también temía perder la memoria de pronto, como había visto que le sucedía a algunas
personas.
− ¿Y qué hay en el número 32 de Brett Street?
− Una tienda, señor.
El Subcomisario, con los ojos clavados en el pedazo de tela azul, esperaba más
información. Como no llegó, procedió a obtenerla mediante una serie de preguntas,
planteadas con amable paciencia. Así se hizo una idea de la naturaleza del comercio del
señor Verloc, de su apariencia personal, y finalmente oyó su nombre. Luego dijo:
− ¿Alguno de mis predecesores tenía conocimiento de lo que usted acaba de decirme?
− No, señor, en absoluto. ¿Para qué querrían saberlo? Para mí era suficiente con saber yo
quién era, y utilizarlo de modo que fuera útil ante la opinión pública.
− Esta vez le falló.
− No tenía ningún tipo de sospecha; no le pregunté nada, así que él nada pudo decirme. No
es uno de nuestros hombres. No le pagamos ningún sueldo.
− Claro. Es un espía a sueldo de un gobierno extranjero... Nunca podremos reconocerlo.
− Yo debo hacer mi trabajo a mi manera, señor. Hay cosas que no a todos les conviene saber.
− Su idea de la reserva parece consistir en que el jefe de su departamento debe estar en la
ignorancia. Eso me parece un poco exagerado, ¿no? ¿Ese hombre vive encima de la tienda?
− ¿Quién? ¿Verloc? Sí, sí. Imagino que la madre de su mujer vive con ellos.
− ¿Cómo explica esto? -preguntó el Subcomisario, señalando el pedazo de tela.
− No tengo explicación, señor. Es inexplicable. Lo que sé no sirve para dilucidar esto... al
menos por ahora. Pero sigo pensando que el hombre que más tiene que ver en el asunto es
Michaelis.
El Subcomisario lo miró con dureza, se levantó de pronto y despidió a Heat, con la orden
de que volviera al día siguiente, temprano, para proseguir con el análisis del caso.
Tan pronto como se quedó solo, se volvió a sentar para reconsiderar el conjunto de la
cuestión; pero gracias a la disciplina de su mente, no tardó demasiado. Y antes de que el
inspector Heat se hubiera alejado camino de su casa, también él abandonó el edificio.

Capítulo VII
El Subcomisario de Policía anduvo por un corto y estrecho pasaje que parecía una trinchera
mojada y llena de barro, luego cruzó una amplia avenida y entró en un edificio público, donde
solicitó hablar con el joven secretario privado (sin sueldo) de un importante personaje.

Página 20 de 47
Ese joven rubio, lampiño, cuyo pelo peinado simétricamente le daba el aspecto de un colegial,
respondió a la petición del Subcomisario con aire de duda; pero al oír que se trataba del
asunto de Greenwich, con una expresión inocente en su cara, abrió una puerta y entró.
Enseguida reapareció, e hizo un gesto con la cabeza al Subcomisario, que, tras pasar por la
misma puerta abierta para él, se encontró en una amplia sala frente al importante personaje.
Corpulento y alto, con una larga cara blanca que remataba en una gran papada, el gran
personaje impresionaba. Un sombrero de copa brillante y un par de guantes gastados
reposaban, ya listos, en el extremo de una mesa que parecía también enorme. De pie frente a
la chimenea, sin una sola palabra de saludo, el hombre dijo:
− Quiero saber si esto es el principio de otra campaña de dinamiteros. No entre en detalles;
no tengo tiempo.
Frente a este personaje, la figura del Subcomisario de Policía tenía la frágil delgadez de una
caña comparada con un roble.
− No. En la medida en que la objetividad es posible, puedo asegurarle que no.
− Ya. Pero su idea de la seguridad parece consistir en que el Secretario de Estado quede
como un idiota. En este mismo salón, hace menos de un mes, me aseguraron que sucesos
de este tipo era imposible que ocurrieran.
− Permítame recordarle, Sir Ethelred, que hasta ahora no he tenido oportunidad de darle
seguridades de ninguna índole.
Los ojos soberbios se inclinaron para enfocar al Subcomisario.
− Es verdad. Mandé llamar a Heat. Usted es todavía nuevo en su empleo. Y ¿cómo le va?
− Creo que voy aprendiendo algo todos los días. Hoy mismo, sin ir más lejos. Hay muchas
cosas en este asunto que no tienen el aspecto habitual de un atentado anarquista. Por eso
estoy aquí.
− Bien. Prosiga. Sin detalles, por favor. Ahórreme los detalles.
− No voy a molestarlo con ellos, Sir Ethelred – comenzó el Subcomisario y mientras las
manecillas del reloj recorrieron el espacio de siete minutos. No hubo ni un murmullo ni un
gesto de interrupción. Cuando finalizó, Sir Ethelred, en tono profundo y lleno de convicción,
dijo:
− Lo que subyace en este asunto no es, en efecto, corriente, y requiere un tratamiento
especial. Creo que debe ser así... ya que está involucrado el embajador de un país
extranjero. ¡Esta gente es insoportable! ¿Qué pretenden, importando sus métodos de la
Crimea tártara? Un turco tendría más decencia.
− Usted olvida, Sir Ethelred, que hasta ahora no sabemos nada objetivo, si hablamos con
propiedad.
− ¡No! Pero, ¿cómo definiría usted esto, en pocas palabras? ¿Qué es lo que piensa? No
necesita detallar nada.
− No, Sir Ethelred. En principio, yo diría que la existencia de agentes secretos no debería ser
tolerada, porque supone un aumento del peligro en general. Que los espías se fabrican su

Página 21 de 47
propia información, todo el mundo lo sabe; pero en la esfera de la acción política y
revolucionaria, que en parte descansa en la violencia, el espía profesional tiene todas las
facilidades para fabricar los hechos mismos. De esa manera, suscitan, de un lado, actos de
imitación, y de otro provocan el pánico, la legislación precipitada, el odio irreflexivo. ¿Ve
usted cuántos males, Sir Ethelred? Sin embargo, éste es un mundo imperfecto...
− Sea conciso, por favor.
− ...Y en verdad estaba pensando que lo mejor, dado cómo están las cosas, sería reemplazar
a Heat por...
− ¡Qué! ¿Jít? Un borrico, ¿no?
− De ningún modo, Sir Ethelred. Todas las bases para mis conjeturas las proporcionó él. Lo
único que descubrí por mí mismo es que había estado utilizando a ese hombre de forma
privada, y ¿quién podría acusarle por eso? Es un policía de la vieja escuela: virtualmente,
me dijo que tiene que tener herramientas para poder trabajar. Lo que a mí se me ocurre,
es que esta herramienta debe estar al servicio de la división de crímenes especiales en su
conjunto, en lugar de seguir siendo propiedad privada del inspector jefe Heat.
El Secretario de Estado, sin decir nada, seguía animando con la mirada a su interlocutor para
que fuera conciso. El Subcomisario continuó:
− Sir Ethelred, hay una especial idiotez y debilidad en la ejecución de este asunto. Sin duda,
se trata de algo planeado. El virtual ejecutor parece haber sido llevado de la mano al lugar
y luego abandonado a toda prisa, para que se arreglara por sus propios medios. Se mató
de forma accidental, eso está claro, y no es nada extraordinario; pero ¿qué me dice de esa
dirección encontrada en su abrigo? Ese pequeño hecho es tan increíble, que explicarlo
puede llevarnos hasta el mismo fondo de este problema. En lugar de ordenar a Heat que
siga el caso, me propongo buscar personalmente esa explicación, en donde haya que
buscarla. Y está en cierta tienda de Brett Street, en los labios de cierto agente secreto, que
en una época fue espía confidencial del difunto barón Estót Vártenjaim, embajador de una
gran potencia ante la corte de Séin yeims.
− ¿Y por qué no dejarle el asunto a Jít?
− Porque es un policía a la vieja usanza, y ésos tienen su propia moralidad. Mi sistema de
pesquisas le parecería una horrenda perversión del deber. Para él, el deber consiste en
imputar la culpabilidad a tantos anarquistas prominentes como pueda, sobre la base del
más mínimo de los indicios que haya podido encontrar; en cambio, yo, según diría él, soy
proclive a reivindicar la inocencia de esa gente.
− ¿Lo diría...?
− Yo no tengo la menor intención de dejar escapar a este individuo Verloc. Asustarlo no será
muy difícil. Pero nuestro verdadero objetivo está detrás de él, en alguna parte. Quiero que
usted me autorice a darle todas las garantías de seguridad personal que yo estime
adecuadas.
− Bien. Investigue todo lo que pueda; investigue a su modo.

Página 22 de 47
− Voy a empezar sin pérdida de tiempo: esta misma noche.
Ser Ézelred puso una mano bajo los faldones de su levita y, echando atrás la cabeza, lo
miró con fijeza.
− Tenemos una sesión muy larga en el Parlamento esta noche. Venga a la Cámara con sus
descubrimientos, si todavía no nos hemos retirado. Le advertiré a mi secretario privado que
lo espere.
El Subcomisario de Policía se sintió sorprendido y gratificado en extremo. A la salida, cruzó
otra vez la amplia avenida, caminó por la calle estrecha y volvió a entrar apresuradamente
en el edificio de sus propias oficinas. Detuvo sus pasos acelerados ante la puerta de su
oficina privada; entró, y sus ojos inspeccionaron el escritorio; luego miró a su alrededor por
el suelo, se sentó en su silla, tocó el timbre y preguntó por el inspector jefe Jít. Le dijeron
que ya se había ido, hacía aproximadamente media hora.
Sentado todavía, con el sombrero echado hacia atrás, pensó que era muy propio de Jít el
haberse llevado la única evidencia material. Pero lo pensó sin animosidad. Los viejos y
valiosos servidores se toman libertades. Alejó de su mente esa manifestación de recelo
hacia el inspector Jít, y escribió y envió una nota para su mujer, pidiéndole que lo
disculpara ante la protectora de Michaelis, con quien estaban invitados a cenar esa noche.
Se cambió de ropa, poniéndose un abrigo corto y un sombrero que no usaba
habitualmente. Salió sigilosamente y se encaminó a la estación de Charing Cross; llegó
hasta una parada en el mismo borde del pavimento y esperó. No hizo ninguna señal, pero
cuando el estribo que se deslizaba junto a la acera llegó a su pie, saltó con destreza por
delante de la enorme rueda y habló al conductor por la ventanilla, casi antes de que el
hombre se hubiera percatado del pasajero que llevaba.
El viaje no fue largo y terminó abruptamente. Brett Street nacía, estrecha, del costado de
un espacio triangular abierto, rodeado por oscuras y misteriosas casas, templos del
comercio al por menor, vacíos de compradores por la noche. Sólo un puesto de frutas, en la
esquina, presentaba una llamarada de luz y color. Más allá todo era negro, y las pocas
personas que transitaban se desvanecían a paso largo, por detrás de los montones
relucientes de limones y naranjas.
Más adelante, al otro lado de la calle, otro parche sospechoso de luz opaca surgía del frente
de la tienda del señor Verloc. A sus espaldas, la oscuridad de la calleja hacía parecer la
vivienda aún más tétrica y siniestra.

Capítulo VIII

Los últimos días habían traído ciertos cambios a la vida de la señora Verloc. En primer lugar, su
madre decidió repentinamente dejar de vivir con ellos y trasladarse a una residencia que
regentaba un antiguo compañero de su difunto marido, donde se alojaban viudas de hosteleros
sin recursos. Y luego la misma Winnie, al ver lo solo y desamparado que se encontraba Stevie
Página 23 de 47
sin la compañía de su madre, le pidió al señor Verloc que lo llevara consigo cuando hiciera sus
misteriosas salidas, para que así Stevie se entretuviera, y se serenaran sus ánimos.
Finalmente, el señor Verloc propuso que Stevie fuera a pasar unos días en el campo, con
Michaelis, en la casa que a éste le había cedido su generosa protectora. Winnie dio su
consentimiento y con una sonrisa vio partir a Stevie, que a intervalos volvía su mirada cándida
e inquisitiva hacia la pesada figura del señor Verloc, especialmente cuando creía que su
hermana no lo estaba mirando. Desde entonces la señora Verloc se encontró, más a menudo
de lo habitual, sola tanto en la tienda como en la casa. Así sucedió el día de la bomba en
Greenwich Park, porque el señor Verloc salió muy temprano por la mañana y no volvió hasta
cerca de la noche. Nada más verle aparecer le saludó
- Qué desastre de día. ¿Has ido a ver a Stevie?
- No. No lo he visto
La señora Verloc, pasados unos instantes, cruzó el salón tras su marido para dirigirse a la
cocina y prepararle el té. Pero un ligero y rápido castañeteo llegó a sus oídos, y la detuvo. El
señor Verloc, contra su costumbre, se había quitado el abrigo y el sombrero, los había echado
de cualquier manera encima del sofá, y había arrastrado una silla hasta la chimenea; con los
pies metidos dentro del guardafuegos, la cabeza entre las manos, se encorvaba frente al hogar
resplandeciente, mientras sus dientes castañeteaban con violencia incontenible, haciendo
temblar su espalda entera al mismo tiempo. La señora Verloc se asustó.
- ¿Te has mojado?
- No mucho.
- ¿Dónde estuviste hoy?
- En ninguna parte… Bueno, fui al Banco.
- ¿Y eso para qué?
- He sacado de allí todo el dinero. Puedo necesitarlo pronto.
- No sé qué quieres decir…
- Ya sabes que puedes confiar en mí – explicó el señor Verloc mientras miraba fijamente
a la chimenea; y Winnie no hizo más comentarios por el momento, le preparó el té y
después le sirvió la cena.
Apenas terminaron de cenar, se oyó sonar la campanilla de la tienda.
- Campanilla, Adolf. Ve tú, yo tengo puesto el delantal.
El señor Verloc obedeció como si fuera un tronco, los ojos enrojecidos, como un autómata
cuya cara hubiese sido pintada de rojo. Winnie llevó la bandeja con los platos sucios a la
cocina, y cuando terminó de lavarlos pensó que la visita debía ser un cliente, porque
llevaba ya en la tienda un rato y Verloc no lo había hecho pasar a la trastienda. Deshizo los
lazos de su delantal de un tirón, lo arrojó sobre una silla y caminó de vuelta hacia el salón,
con lentitud.
En aquel momento el señor Verloc entraba por la puerta de la tienda. Se había ido rojo;
volvía blanco como el papel. Su rostro había perdido el estupor de drogado, para adquirir

Página 24 de 47
una expresión aturdida y hostigada. Se quedó en pie al lado del sofá, mirando su abrigo
como si le aterrorizara tocarlo.
- ¿Qué pasa?
- Resulta que tengo que salir esta noche.
No se decidía a coger el abrigo.
Winnie se encaminó a la tienda y se sentó tras el mostrador. Desde allí miró al visitante: un
hombre alto y delgado, con la línea de la mandíbula bien definida por debajo de las sienes
apenas hundidas. Un desconocido. No era un cliente.
- ¿Y su marido, señora? ¿No estará esperándome en la calle, por casualidad?
- ¡En la calle! No, señor, no puede. No hay otra salida mas que ésta.
Winnie volvió al salón y allí vio que el señor Verloc no había hecho otra cosa que ponerse el
abrigo; pero no entendió por qué, tanto rato después, estaba tirado sobre la mesa,
apoyándose en los dos brazos como si se fuera a desvanecer o estuviera enfermo.
- Adolf, ¿conoces a ese hombre?
- He oído hablar de él.
- ¿Es uno de los amigos de Karl Yundt, verdad? ¡Ese viejo loco!
- No, no.
- Entonces… ¿es uno de ésos de la Embajada, que te tienen preocupado hace tiempo?
- Preocupándome por la Embajada… ¿Quién te ha hablado de esa gente de la Embajada?
- Tú mismo, Adolf. Últimamente has hablado en sueños. Nada coherente, pero lo justo
para darme cuenta de que algo te preocupaba.
El señor Verloc no dijo nada y, con la decisión impresa en su pálido rostro, había abierto ya
la puerta cuando su mujer lo llamó en un susurro:
- ¡Adolf! ¿Dónde está el dinero que sacaste del Banco? ¿Lo tienes en el bolsillo? ¿No sería
mejor…?
- ¿Qué dinero? Ah, sí, sí. No entendía qué me querías decir.
Sacó del bolsillo interior una cartera de piel de cerdo y la dejó en manos de Winnie, que la
recibió sin decir nada. Ella se quedó quieta hasta que la campanilla, tintineando detrás del
señor Verloc y de su visitante, hubo callado. Entonces se guardó la cartera debajo de la
blusa. Oyó que la campanilla volvía a sonar. Asumió la expresión imperturbable, tranquila,
que dedicaba a los clientes casuales, y entró por detrás del mostrador.
De pie en medio de la tienda, un hombre estaba inspeccionando el local con mirada fría,
rápida, abarcadora. Las puntas de un largo bigote claro caían por debajo de su mandíbula.
Sonreía con la sonrisa de un viejo conocido, pero distante, y la señora Verloc recordó
haberlo visto antes. No era un cliente.
- ¿Está su marido, señora Verloc?
- No. Ha salido.
- Lo siento. Había venido para pedirle una información un tanto privada.
Era la exacta verdad. El inspector jefe Jít había hecho el camino completo hasta su casa, e

Página 25 de 47
incluso llegó a pensar en ponerse las zapatillas y sentarse junto al fuego, ya que, según se
dijo, prácticamente lo habían apartado del caso. Pero pronto pensó que nada le impedía
hacer una amistosa visita al señor Verloc, en forma casual, actuando como ciudadano
privado. El trozo de tela recogido en Greenwich estaba en su bolsillo. Su esperanza era que
la conversación con Verloc sirviera para incriminar a Michaelis. Por eso, al no encontrar a
Verloc en su casa, se sintió desilusionado:
- ¿Usted podría decirme dónde ha ido?
- No sabría decirle.
- Vamos, usted me conoce, ¿verdad? Sabe que soy de la policía. Inspector jefe Jít, de la
sección de crímenes especiales. ¿No le dijo su marido cuándo iba a volver?
- No salió solo, iba acompañado
Cuando el inspector jefe Jít oyó hablar de un hombre moreno y delgado, de cara larga y
mostachos retorcidos, dio muestras de perturbación y exclamó:
- ¡Que me maten si se me había ocurrido! ¡No ha perdido el tiempo!
En el fondo de su corazón, sentía un profundo disgusto ante la conducta extraoficial de su
jefe inmediato; pero eso hacía que le chocara todavía más la frialdad de la señora Verloc, a
quien ninguna de sus palabras había impresionado. Le preguntó si sabía lo de la bomba de
Greenwich; ella le contestó que apenas se había enterado, pero que le parecía absurdo,
que en Inglaterra nadie vivía como esclavos oprimidos. El inspector jefe Jít se sintió
provocado más allá del límite de su resistencia:
- Hay otra cosa, señora. Ha llegado a nuestras manos lo que creemos que es… un abrigo
robado. Veo que tiene usted aquí una buena cantidad de tinta para marcar… Roja, ¿no?
Pues ese abrigo tenía una etiqueta cosida por el lado de dentro, con esta dirección
escrita con tinta de marcar.

Capítulo IX
La señora Verloc se inclinó por encima del mostrador, con una exclamación contenida:
- Ese abrigo es de mi hermano, entonces. Sí, sí… Yo misma escribí esta etiqueta.
- ¿Dónde está su hermano? ¿Puedo verlo?
- No está aquí. Está pasando unos días con un amigo…, en el campo.
- El abrigo viene del campo. ¿Cuál es el nombre de ese amigo?
- Michaelis.

Página 26 de 47
El inspector jefe emitió un silbido. Sus ojos chispearon.
- ¿Y cómo es su hermano? Un muchacho fuerte, moreno, ¿no?
- ¡Oh, no! Ése debe ser el ladrón. Mi hermano es delgado y rubio.
- Bien… ¿y por qué había cosido usted la dirección del lado de dentro del abrigo?
Y escuchó que los mutilados restos que había inspeccionado esa mañana con extrema
repugnancia eran los de un joven nervioso, un poco ausente, un poco raro, y que la mujer
que le estaba hablando se había hecho cargo de ese muchacho desde su mismo
nacimiento. Se llevó la mano al bolsillo y sacó el trozo de tela.
- Reconoce esto, ¿no?
La mujer lo cogió con un movimiento mecánico de las manos. Sus ojos parecían agrandarse
cada vez más.
- Sí. ¿Por qué está desgarrado de esa manera?
El policía pensó: la identificación es perfecta. Y en ese momento, estuvo seguro de la
verdad. Verloc era “el otro hombre”.
En esto, la campanilla tintineó. El sonido hizo que el inspector jefe Jít girara sobre sus
talones. El señor Verloc había cerrado la puerta, y por un momento los dos hombres se
miraron a la cara.
El inspector jefe se sintió aliviado al ver que Verloc volvía solo.
- ¡Usted aquí! ¿A quién va buscando?
- A nadie. Quisiera hablar unas palabras con usted.
La puerta del salón estaba cerrada por dentro cuando la señora Verloc, saltando de la silla,
se arrodilló con la oreja puesta en la cerradura. Los dos hombres debían estar de pie muy
cerca de la puerta, porque pudo oír con claridad la voz del inspector jefe; lo que no pudo
ver fue su dedo presionando el pecho de su marido con énfasis.
- Usted es el otro hombre, Verloc. Vieron a dos hombres entrando en el parque.
- Bien. Deténgame usted. ¿Qué se lo impide? Está en su derecho.
- ¡Oh, no! Sé demasiado bien con quién ha estado hablando. Él quiere solucionarlo todo
solo. Pero que no se equivoque: fui yo quien lo descubrió.
Luego Winnie sólo oyó murmullos. El inspector jefe Jít debía estar mostrando al señor
Verloc el pedazo del abrigo de Stevie, porque la hermana de éste, su guardiana y
protectora, no oía más que susurros, cuyo misterio era menos aterrador para su cerebro
que la sugestión horrible de las palabras enteras. Por fin, se elevó la voz del inspector jefe
Jít:
- Debe usted haberse vuelto loco.
- Lo estuve durante un mes o más, pero ya no lo estoy. Voy a largarlo todo, y a cargar
con las consecuencias. Usted me conoce desde hace varios años y le he resultado útil;
bien sabe que soy un hombre de fiar.
Esta alusión a la antigua relación debió ser en extremo desagradable para el Inspector jefe.
Su voz adquirió un tono de advertencia:

Página 27 de 47
- No se fíe demasiado de lo que le hayan prometido. Si yo fuera usted, me escabulliría.
No creo que corramos en su busca.
Se oyó una risita del señor Verloc:
- Oh, sí; usted espera que otros lo libren de mí, ¿verdad? Pero no, no va a ser así por
ahora. Le he sido útil durante bastante tiempo, y ahora todo se va a saber.
- Cuénteme entonces… ¿Cómo escapó usted?
- Estaba caminando por Chesterfield cuando oí el estallido. Salí corriendo. Había mucha
niebla… No vi a nadie hasta que pasé de George Street.
- ¡Así de sencillo! El estallido le asustó, ¿eh?
- Sí; llegó demasiado pronto.
La señora Verloc apretó su oído contra el agujero de la cerradura; sus labios estaban
azules, sus manos frías como el hielo, y su pálido rostro, en el que los ojos parecían dos
agujeros negros, parecía envuelto en llamas. Al otro lado de la puerta las voces se
debilitaron; sólo entendía alguna palabra suelta. Oyó preguntar al inspector jefe:
- Creemos que tropezó con la raíz de un árbol, ¿no?
Un murmullo ronco y voluble, y de nuevo la voz del inspector:
- Por supuesto. Voló en pedacitos: miembros, grava, ropa, sangre, vísceras, esquirlas de
hueso… todo mezclado. Tuvieron que usar una pala para reunir los restos. Entonces,
¿su defensa será prácticamente una confesión total?
- Lo será. Voy a contar la historia completa.
- No piense que le van a creer. Yo no pondría demasiada confianza en el caballero con
quien estuvo usted hablando. Mi consejo es que se escabulla mientras pueda.
- Pero ¿adónde? – gruñó el señor Verloc. Bajó su voz ronca para hacer una confidencia al
inspector jefe-: Mire usted, el chico era medio idiota, irresponsable. Cualquier tribunal
se hubiera dado cuenta enseguida. Lo peor que le podría haber pasado, habría sido que
lo enviaran derechito al manicomio…
- Él puede haber sido medio idiota, Verloc, pero usted tiene que haber estado loco del
todo. ¿Qué le llevó a pensar en semejante cosa?
El señor Verloc, pensando en Vladimir, no dudó en la selección de las palabras:
- Un puerco venido de las regiones hiperbóreas. Lo que ustedes llamarían… un caballero.
El inspector jefe, con los ojos fijos, hizo una breve inclinación indicando que comprendía, y
abrió la puerta.
La señora Verloc, que estaba detrás del mostrador, debió oírlo, pero no se dio cuenta de su
salida. Rígida, erguida en la silla, las palmas de sus manos estaban apretadas contra su
rostro como en una convulsión, las puntas de los dedos engarfiadas sobre la frente, como
si la piel fuera una máscara a punto de ser arrancada con violencia. La perfecta inmovilidad
de su postura expresaba la tormenta de ira y desesperación que la invadía, mucho mejor
que cualquier superficial despliegue de alaridos o golpes de una cabeza confusa contra las
paredes. El inspector jefe Jít, mientras cruzaba la tienda, le dirigió una mirada pasajera. Y

Página 28 de 47
cuando la campanilla rajada dejó de vibrar, nada se movió en torno a la señora Verloc.
Incluso las llamas del gas, que parecían mariposas, ardían en las puntas de la lámpara en
forma de T, sin un estremecimiento. En esa tienda de mercancías dudosas, cubierta de
estantes simétricos pintados de marrón oscuro, que devoraban el resplandor de la luz, el
aro dorado del anillo matrimonial en la mano izquierda de la señora Verloc centelleaba con
la límpida gloria de una pieza proveniente de algún tesoro oculto, en un oscuro arcón
perdido.

Capítulo X
Pantallas de seda verde, muy bajas, tapaban todas las luces e impartían a la habitación
algo de la honda lobreguez de un bosque. El Subcomisario de Policía, al entrar, no vio más
que una gran mano blanca que sostenía una gran cabeza y ocultaba la parte superior de

Página 29 de 47
una gran cara pálida.
- ¡Bien! ¿Qué es lo que encontró por ahí? Algo imprevisible, adivino.
- No exactamente imprevisible, Ser Ézelred. En rigor, me encontré con un estado
psicológico.
- Sea claro, por favor.
- Sí, Ser Ézelred. Usted sabe sin duda que la mayoría de los criminales, en uno u otro
momento, sienten la necesidad irresistible de confesar… En ese Verloc al que Jít tanto
quería escudar, encontré a un hombre en ese particular estado psicológico. Tendría que
haberle sorprendido que ya estuviéramos enterados, pero se tomó la cuestión con
perfecta naturalidad.
- ¿Qué es lo que ha averiguado usted, entonces?
- Primero, he sabido que el convicto Michaelis no tiene nada que ver en esto, ni
probablemente sepa nada, aunque el jovencito haya estado viviendo con él en el campo
hasta las ocho de la mañana de hoy. Y en cuanto al resto… me parece clarísimo que
este hombre, Verloc, se ha salido de sus cabales y verdaderamente se siente
amenazado. Cree que la gente de la Embajada es capaz de quitarlo de en medio, de
una u otra manera.
Un movimiento de ligeras sacudidas del cuerpo voluminoso, a medias perdido en la
penumbra de las pantallas de seda verde, y de la gran cabeza que descansaba sobre la
mano amplia, acompañó un sonido intermitente, ahogado pero potente. El gran hombre se
reía.
- ¿Y qué ha hecho usted con él?
- Como parecía ansioso por volver a la tienda con su mujer, lo dejé ir, Ser Ézelred.
- ¿Lo dejó ir? Pero ese hombre puede desaparecer.
- Perdón; no lo creo. ¿Adónde podría ir? Y además, en este momento carece de fuerza
moral para tomar ningún tipo de decisión. Permítame también, señor, subrayar que, si
lo hubiera detenido, estaríamos embarcados en un curso de acción sobre el cual, antes
que nada, necesito conocer su concreto criterio.
El gran personaje se levantó con esfuerzo: una mole imponente, sombría en la penumbra
verdosa de la habitación.
- Esta noche he estado con el Fiscal General. Le veré a usted mañana por la mañana.
¿Hay algo más que quiera decirme ahora?
- No, Ser Ézelred. Muchas gracias.
- ¿Y dice usted que ese hombre tiene mujer?
- Sí, Ser Ézelred. Una esposa de verdad, y una relación marital genuina y respetable. Me
dijo que después de esa entrevista en la Embajada hubiera querido mandarlo todo a
paseo, vender el negocio y abandonar el país, pero que estaba seguro de que su mujer
no querría oír ni una palabra acerca de marcharse al extranjero. Desde cierto punto de
vista, aquí no tenemos nada más que un drama doméstico.

Página 30 de 47
El Subcomisario de Policía rió apenas, pero daba la impresión de que los pensamientos del
gran hombre se habían ido muy lejos, quizás hacia sus propios dramas domésticos. El
Subcomisario salió en silencio, inadvertido, como si hubiera sido olvidado. Y se dirigió a
reunirse con su mujer en casa de la amable dama protectora de Michaelis.
Sabía que era bien recibido allí. Al entrar en el más pequeño de los salones, vio a su mujer
en un grupito junto al piano. La dueña de la casa vino a recibirle y le tendió la mano:
- No esperaba verlo aquí esta noche. Annie me dijo…
- Sí. Tampoco esperaba yo terminar tan pronto mi trabajo.
En voz baja, agregó:
- Me alegro mucho de comunicarle que Michaelis está totalmente fuera de este…
- ¡Oh! ¿De verdad son ustedes tan estúpidos como para relacionarlo con…?
- Estúpidos, no. Inteligentes, muy inteligentes en este caso.
Se produjo un silencio. Un hombre sentado en un sillón cercano, había interrumpido la
conversación que sostenía con una dama, y miraba al Subcomisario de Policía con una débil
sonrisa. La dueña de la casa se apresuró a presentarles:
- No sé si ustedes se conocen… El señor Subcomisario de Policía; el señor Vladimir,
diplomático.
Y continuó volublemente:
- Este buen amigo mío está obsesionado con esa explosión en Greenwich Park. Según él,
tendríamos que estar todos temblando sólo de pensar en lo que ocurrirá si no se
suprime a esa gente de la superficie de la tierra. No tenía idea de que éste fuera un
asunto tan grave.
El Subcomisario, mirando fijamente al hombre sentado, dijo:
- Estoy seguro de que el señor Vladimir tiene una idea clara de la verdadera importancia
de este caso.
El señor Vladimir se preguntaba a sí mismo hasta dónde quería llegar aquel condenado
policía intruso.
- Usted quiere decir que tenemos una gran experiencia respecto de esa gente. Sí, es
cierto, nos ha perjudicado mucho su actividad, mientras que ustedes… conviven
apaciblemente con ellos. Incluso podría decir: ustedes mismos hacen también este tipo
de cosas.
Cuando el señor Vladimir dejó de hablar, el Subcomisario bajó la mirada y la conversación
decayó. Vladimir se despidió pronto, y cuando, después de reclamar su abrigo, salió de la
casa, vio con disgusto que el “condenado policía” estaba esperándole junto a la puerta. El
señor Vladimir comenzó a caminar, y el otro se mantuvo junto a su codo, un paso más
atrás. Al cabo de la cuarta zancada, se sentía furibundo e incómodo. Y al fin gruñó
salvajemente:
- Qué mal tiempo hace.

Página 31 de 47
- Tampoco está tan mal – dijo el Subcomisario. Permaneció en silencio por un trecho. Y
luego dijo, como por casualidad-: Hemos detenido a un sujeto llamado Verloc.
El señor Vladimir no tropezó, ni cambió el paso, pero no pudo evitar exclamar:
- ¿Qué?
- Usted lo conoce.
- ¿Por qué dice usted eso?
- Yo no digo nada; quien lo dice es Verloc.
- Un perro mentiroso –dijo el señor Vladimir, usando una expresión un tanto oriental.
Pero en el fondo de su corazón se sentía casi aterrado por la milagrosa inteligencia de la
policía inglesa. Tiró su cigarro y siguió andando.
El Subcomisario prosiguió, hablando con lentitud:
- Mire este atentado: un caso especialmente difícil de rastrear, puesto que es, como
usted bien sabe, un simulacro. En menos de doce horas hemos identificado al hombre
que, en sentido literal, se hizo añicos; hemos encontrado al organizador del atentado, y
además tenemos un indicio de quién está detrás de todo esto. Y podríamos haber ido
más lejos; sólo que nos detuvimos en los límites de nuestra jurisdicción. Ah, si le hablo
de este asunto, es porque su gobierno es el que más molesta a nuestra policía. Ya ve
que no somos tan malos. Tenía especial interés en contarle nuestro éxito.
- Esté seguro de mi gratitud – masculló entre dientes el señor Vladimir, y levantó su
mano al paso de un coche.
- ¿No va usted al club? – preguntó el Subcomisario, señalando un edificio de nobles
proporciones y aspecto hospitalario, brillantemente iluminado. Pero el señor Vladimir se
sentó, la mirada endurecida, y se alejó en el coche sin decir una palabra.
Tampoco el Subcomisario de policía penetró en el noble edificio. Pensó que el señor
Vladimir, miembro honorario del Explorers Club, no iba a ser visto por allí muy a menudo
en el futuro. Miró su reloj. Acababan de dar las diez y media. Había tenido una noche muy
agitada.

Página 32 de 47
Capítulo XI

Después de que el inspector jefe Jít saliera, el señor Verloc empezó a pasearse por el salón. De
vez en cuando echaba un vistazo a su mujer por la puerta entreabierta. “Ahora lo sabe todo”,
pensaba para sí, con una mezcla de dolor por la pena de ella y cierta satisfacción en cuanto a
su propia persona. La perspectiva de tener que darle las noticias le había angustiado; el
inspector jefe Jít le había relevado de la tarea. La cosa había salido bien, a pesar de todo.
Ahora le quedaba el deber de afrontar la pena de Winnie.
El señor Verloc nunca quiso que Stevie pereciera con tan ruda violencia. Había supuesto el
éxito de su empresa basándose, no en la inteligencia de Stevie, sino en la ciega docilidad de
que el muchacho era capaz y en la devoción que le profesaba. Quince minutos tenían que
haber sido suficientes para que el más perfecto de los tontos depositara el mecanismo y se
alejase. Y el Profesor le había garantizado más de quince minutos. Pero Stevie había tropezado
cinco minutos después de que él lo dejara solo.
El señor Verloc quedó moralmente hecho pedazos. Lo había previsto todo, menos eso. Había
previsto que Stevie, solo y perdido, fuese finalmente encontrado en alguna comisaría de
policía, o en el asilo provincial. Había previsto que fuera arrestado, y no le daba importancia,
porque estaba totalmente convencido de la lealtad de Stevie, a quien había adoctrinado a
fondo sobre la necesidad de silencio. Lo que no previó fue que se enterarían de su conexión
con el caso con tanta rapidez. Que a su mujer se le ocurriera la precaución de coser en el
interior del abrigo la dirección del muchacho, era lo último que el señor Verloc podía haber
pensado. Uno no puede estar en todo. ¡Eso era lo que ella quería decir cuando aseguraba que
no había que preocuparse si, durante los paseos, Stevie se perdía!
El señor Verloc ya no sentía amargura. La inesperada marcha de los acontecimientos lo había
hecho fatalista: ya nada tenía arreglo. Así que dijo:
- No creí que le fuera a pasar nada malo al chico.
La señora Verloc se estremeció al sonido de la voz de su marido. No descubrió su cara. Él
continuó:
- Fue ese maldito Jít, ¿no?, el que te lo dijo. Qué poca consideración, largarlo todo así,
delante de una mujer. Yo llevaba todo el día enfermo, pensando en cómo decírtelo.
Comprende, nunca creí que le fuera a pasar nada malo a ese muchacho.
Observó otro leve estremecimiento en su mujer, que afectó su sensibilidad. Como ella
persistía en esconder la cara entre las manos, pensó que haría mejor dejándola sola un
rato. Con este delicado impulso, el señor Verloc volvió al salón, donde la previsión femenina
de su esposa había dejado sobre la mesa la carne fría, junto con el cuchillo de trinchar, el
tenedor y media hogaza de pan para la cena. En ese momento, por primera vez el señor
Verloc vio todas esas cosas, y cortándose un trozo de carne y otro de pan, empezó a
comer.
Su apetito no nacía de la insensibilidad. Había salido aquella mañana de casa sin

Página 33 de 47
desayunar, y luego no había podido tragar bocado en todo el día. Devoró la cena de pie,
junto a la mesa, lanzando de vez en cuando una mirad hacia su mujer. La prolongada
inmovilidad de Winnie le perturbaba el gusto de la comida. Él había esperado, por
supuesto, que su mujer se trastornara muchísimo; pero creía que ya era hora de que
recobrara el dominio de sí. Él necesitaba todo el apoyo de su esposa, en esta nueva
coyuntura que su fatalismo ya había aceptado.
- No se puede hacer ya nada. Vamos, Winnie, tenemos que pensar en mañana. Vas a
necesitar todas tus fuerzas, una vez que me hayan llevado.
Hizo una pausa. El pecho de la señora Verloc jadeaba convulsivamente. No era ése el
apoyo que necesitaba el señor Verloc. Esperó un rato, y luego observó:
- Podrías mirarme.
Como si pasara con dificultad por entre las manos que cubrían la cara, llegó la respuesta de
la señora Verloc, amortiguada, lastimera:
- No quiero volver a mirarte en mi vida.
- ¿Eh? ¿Qué? Mira, no puedes quedarte ahí sentada toda la noche. Vamos, Winnie… Esto
no nos lo va a devolver… Sé razonable: ¿qué hubiera pasado si me hubieras perdido a
mí?
Ella seguía sin moverse. El señor Verloc intentó cogerla de las muñecas y quitarle a la
fuerza las manos de la cara; ella, de pronto, se enderezó, se arrancó de las manos de él y
huyó corriendo de la tienda, a través del salón, hasta la cocina. Allí se sentó, mirando al
suelo, en la silla donde solía sentarse Stevie. Su marido la siguió y empezó a hablarle:
- No se puede hacer nada, Winnie. Tienes que dominarte. Vas a necesitar todas tus
fuerzas. Fuiste tú quien trajo a la policía hasta nuestras narices; pero no importa, no quiero
hablar más de eso. Tú no podías saber. Mira, Winnie: lo que tienes que hacer es mantener
en marcha este negocio durante dos años. Tendrás que ser muy cuidadosa; los camaradas
no te quitarán ojo en todo ese tiempo. Yo te mandaré decir en qué momento tendrás que
venderlo, pero nadie debe saber nuestras intenciones. No quiero un golpe en la cabeza ni
una puñalada apenas salga.
Ella casi no le oía. Cada pliegue y cada rincón de su cerebro estaba lleno del pensamiento
de que este hombre, con quien ella había vivido sin disgusto durante siete años, se había
llevado lejos de ella a “su pobre chico” para matarlo. El hombre al que se había esforzado
en adaptarse en cuerpo y alma, el hombre en quien había confiado, ¡se lo había llevado
para matarlo! ¿Qué eran las palabras, ahora, para ella? Su mirada negra seguía a ese
hombre que estaba asegurándose la impunidad; que le decía que, tras un breve tiempo en
la cárcel, cuando todo pasara, aún quedarían para ellos unos años de vida tranquila; que
podían marcharse los dos lejos, quizá a España, o a América del Sur… y tanta es la fuerza
de la costumbre, que la señora Verloc, de inmediato y en forma automática, se preguntó:
“¿y qué hacemos con Stevie?” Fue una especie de descuido; pero al instante comprendió
que ya no había motivo para esas preocupaciones. El pobre muchacho había sido sacado de

Página 34 de 47
su casa con engaños y asesinado. El pobre muchacho estaba muerto.
Así que tampoco había ya ningún motivo para que ella siguiera allí, en esa cocina, en esa
casa, con ese hombre. Se levantó como impulsada por un resorte y oyó al señor Verloc que
le preguntaba:
- ¿Adónde vas? ¿Arriba?
Ella se volvió hacia la voz. Un instinto de prudencia, nacido del temor de que ese hombre
se acercara y la tocara, le indujo a hacerle una especie de mueca, al que el optimismo
conyugal del señor Verloc consideró como una descolorida e insegura sonrisa.
- Muy bien, ve. Descanso y tranquilidad es lo que necesitas. En un rato estaré contigo.
El señor Verloc la observó mientras desaparecía por la escalera. Estaba desilusionado; en
su interior había algo que hubiera querido que ella se refugiara en su pecho. En ocasiones
así, un hombre necesita ser reconfortado con pruebas evidentes de comprensión y afecto.
Suspiró y apagó la luz de gas de la cocina.
La sensación de hambre implacable se abatió otra vez sobre él. En el salón, el trozo de
carne se ofrecía con generosidad a su vista, y el señor Verloc volvió a comer. Comió
vorazmente, sin moderación ni modales, cortando gruesas rebanadas con el cuchillo de
trinchar y tragándolas sin pan. Y no levantó los ojos hasta que no vio a su mujer bajar las
escaleras, vestida para salir.
La idea de que las mujeres son, después de todo, criaturas fastidiosas, se abrió paso en su
fatigado cerebro; pero era demasiado generoso para darle cabida más que por un instante.
Con verdadera grandeza de alma, echó una mirada al reloj de madera colgado en la pared
y dijo:
- Las ocho y media, Winnie. Tu madre se habrá acostado antes de que llegues a la
residencia. Esta es una noticia que puede esperar. Y, ¡maldita sea!, permíteme que te
diga que tu sitio está aquí, esta noche. Tú fuiste quien atrajo a la condenada policía,
metida por todas partes en mis asuntos. No te lo reprocho…, pero de todas formas es
tu responsabilidad. Más bien tendrías que quitarte ese condenado sombrero. No te
puedo dejar salir – agregó, suavizando la voz.
Cuando la señora Verloc comprendió lo que significaban aquellas palabras, avanzó hacia el
lugar de donde había venido la voz de su marido, adelantando un brazo como en una
silenciosa despedida. Pero cuando llegó hasta la alfombrilla de la chimenea, el señor Verloc
ya no estaba allí. Se había dirigido hacia el sofá, sin levantar los ojos para comprobar el
efecto de su discurso. Estaba cansado, resignado, en un estilo verdaderamente
matrimonial. Si ella quería seguir enfurruñada, guardando ese espantoso silencio
sobrecargado, que lo hiciera. Era experta en ese arte doméstico. El señor Verloc se arrojó
sobre el sofá con pesadez; cerró los ojos en busca de descanso, y desde la plenitud de su
corazón emitió un deseo que, sin duda, era tan piadoso como cualquier otra cosa
proveniente de ese mismo manantial:
- ¡Dios! ¡Ojalá no hubiera visto nunca el Greenwich Park, ni nada que se le pareciera!

Página 35 de 47
Y mientras los ojos de la señora Verloc se desorbitaban, a la mención del lugar donde
Stevie había volado en pedazos y donde habían tenido que reunir sus restos con una pala,
el señor Verloc siguió reposando, en la patética disposición del optimismo inducido por el
exceso de fatiga. No quería más problemas, ni con su mujer ni con nadie más en el mundo.
Había estado irreprochable en su justificación; era el momento de reconciliarse con ella. El
silencio ya había durado bastante. La llamó:
- Winnie… Ven aquí.
Y en su voz había un tono íntimo que bien podía ser de brutalidad, pero que la señora
Verloc reconoció como de deseo.
Avanzó enseguida, como si aún fuera la mujer leal unida a ese hombre por un contrato
inviolado. Su mano derecha rozó apenas el borde de la mesa y, cuando terminó de pasar
hacia el sofá, el cuchillo de trinchar se había desvanecido, sin el menor ruido, del plato.
El señor Verloc esperó. Su mujer se acercaba. Como si el alma sin hogar de Stevie se
hubiera deslizado a su lado para defenderla, el parecido de su cara con la de su hermano
crecía a cada paso, incluso en el labio inferior caído, incluso en el leve estrabismo de sus
ojos. Pero el señor Verloc no vio nada de eso. Acostado de espaldas, miraba hacia arriba.
En parte sobre la pared y en parte sobre el techo, vio la sombra móvil de un brazo con una
mano que empuñaba un cuchillo de trinchar. Y enseguida el cuchillo estuvo ya hundido en
su pecho; no encontró resistencia en su camino. El azar tiene esas exactitudes. En esa
cuchillada, descargada del lado del corazón, la señora Verloc había puesto toda la herencia
de sus inmemoriales y oscuros ancestros, la simple ferocidad y la furia desencadenada del
tiempo de las cavernas.
Luego corrió hacia la puerta; en su camino chocó contra la mesa y le dio un empujón con
ambas manos, con tanta fuerza que la hizo deslizarse sobre sus cuatro patas un buen
trecho, haciendo un ruido estrepitoso, rechinante, mientras la fuente de la carne se
estrellaba, pesada, en el suelo.

Página 36 de 47
Capítulo XII
Winnie Verloc, la viuda del señor Verloc, la hermana del difunto y leal Stevie, no corrió más
allá de la puerta del salón. Tenía miedo. La cuchillada a su marido no había sido más que
un golpe, un golpe que la liberó de la agonía corralada de gritos estrangulados en su
garganta, de la enloquecedora e indignante furia ante el atroz papel desempeñado por ese
hombre –que ahora era menos que nada- al robarle a su chico. Pero ahora ella se veía en
la obligación de mirar al fondo del asunto, y en ese fondo vio un objeto. Ese objeto era la
horca. La señora Verloc tenía miedo de la horca.
Con los ojos fijos en el suelo, las aletas de la nariz trémulas de angustia y vergüenza, se
imaginó sola entre un grupo de caballeros desconocidos, con sombreros de copa, que, muy
tranquilos, procedían a colgarla del cuello. ¡Eso… nunca! ¡Nunca! Y, ¿cómo lo hacían? La
imposibilidad de imaginar los detalles de la ejecución agregaba algo enloquecedor a su
terror abstracto. ¡No, eso no debía ocurrir nunca! Incluso el solo pensamiento era
insoportable. Por ello, la señora Verloc tomó la resolución de ir, inmediatamente, a
arrojarse al río desde uno de los puentes.
Se arrastró con esfuerzo a través de la tienda, y tuvo que agarrarse al picaporte antes de
encontrar la fortaleza necesaria para abrir la puerta. Fuera no estaba lloviendo, pero cada
lámpara de gas tenía un pequeño halo amarillento de bruma. Cada paso que Winnie daba,
le costaba un esfuerzo de voluntad que parecía ser el último posible. Se sentía
terriblemente sola; estaba sola en Londres, y toda la ciudad se le aparecía sumida en una
noche sin esperanza, reposando en el fondo de un negro abismo del que ninguna mujer, sin
ayuda, podía pensar en salir.
Se inclinó hacia adelante y dio un nuevo paso ciego, con un horrendo temor de caer; pero
al cabo de unos pocos pasos, inesperadamente, sintió una sensación de apoyo, de
seguridad. Levantó la cabeza y vio la cara de un hombre espiando muy cerca de su velo. El
camarada Ossipon no temía a las mujeres desconocidas, y ninguna delicadeza podía
impedirle estrechar relaciones con una mujer, aparentemente, muy alcoholizada. Tomo a
ésta entre sus grandes manos, hasta que la oyó decir con voz débil:
− ¡Señor Ossipon!
− ¡Señora Verloc! ¡Usted aquí!
Le parecía imposible que la señora Verloc hubiera estado bebiendo; pero uno nunca
sabe.
− Me ha reconocido...
− Por supuesto que sí. Temí que se cayera. Pensé mucho en usted últimamente
para no reconocerla en cualquier lugar, en cualquier momento. ¿Puedo preguntarle a

Página 37 de 47
dónde va?
− ¡No me lo pregunte! No importa a dónde iba...
Había en el grito de la señora Verloc un estremecimiento de violencia sofocada. Ossipon
dedujo que estaba muy excitada, pero perfectamente sobria. Se había quedado
silenciosa por un momento, y luego, de repente, hizo algo que él jamás hubiera
esperado: deslizó la mano bajo su brazo.
− ¿Qué diría usted, señor Ossipon, si yo le asegurara que iba a buscarle?
− Le diría... que no podría usted encontrar a nadie más dispuesto a ayudarla en
sus dificultades.
− ¡En mis dificultades! Y, ¿sabe usted cuáles son?
Ossipon exclamó, como si fuera incapaz de dominar sus sentimientos:
− Diez minutos después de haber leído el periódico de la noche, me encontré con
un sujeto al que usted debe haber visto alguna vez en su tienda, y tuve con él una
charla que me dejó sin ninguna duda en mi cabeza. Luego me vine para acá,
preguntándome si usted... Estoy loco por usted más allá de las palabras, desde que la
vi por primera vez.
El camarada Ossipon estimaba, correctamente, que no había mujer que fuese capaz de
total incredulidad ante semejante declaración. Pero no sabía que la señora Verloc
aceptaba aquellas palabras con toda la fiereza que el instinto de conservación pone en
las manos crispadas de alguien que se ahoga. Para la viuda de Verloc, el robusto
anarquista era como un radiante mensajero de vida. Así que murmuró, con débil voz:
− Ya me había dado cuenta.
− Lo leyó en mis ojos.
− Sí.
− Un amor como el mío no podía estar oculto para una mujer como usted. Pero la
encontraba siempre tan distante...
− ¿Qué otra cosa podía esperar? Yo era una mujer respetable, hasta que él...,
hasta que él me convirtió en lo que soy.
Ossipon dejó pasar esta frase, aunque no la entendió; intentaba aplicarse al aspecto
sentimental del caso, y no pensar en consideraciones materiales, como el valor del
movimiento del negocio y la cantidad de dinero que el señor Verloc podía haber dejado
en el Banco. Continuó:
− Usted parecía tan contenta de vivir con él; eso es lo que me hacía ser tímido.
Parecía que usted lo amaba...
Y ella estalló, en un susurro lleno de desprecio y de ira:
− ¡Amarlo! Mire, Tom: yo era muy joven. Estaba cansada. Deshecha. Tenía dos
personas que dependían de lo que yo pudiese hacer: mi madre y el chico. Él era mucho
más mío que de mamá; usted no puede entenderlo; ningún hombre puede entender
eso. ¿Qué iba a hacer? Había un muchacho...

Página 38 de 47
El recuerdo del romance fugaz con el joven carnicero sobrevivía, perdurable, como la
imagen de un ideal apenas atisbado por ese corazón sobrecogido por el temor a la
horca y lleno del rechazo de la muerte.
− Ése era el hombre al que yo amaba. Supongo que él lo podía leer en mis ojos,
también. Veinticinco chelines por semana, y su padre amenazó con echarlo del negocio
si era tan loco como para casarse con una chica que tenía la responsabilidad de una
madre lisiada y un hermano idiota. Pero él quiso dejarlo todo por mí, hasta que una
noche reuní el valor suficiente para cerrarle la puerta en las narices. Y luego apareció
otro hombre... un buen huésped. ¿Qué podía hacer yo, con mamá y ese pobre chico? Él
parecía tener buen corazón, tenía la mano abierta, tenía dinero, jamás dijo nada. Siete
años, siete años siendo una buena esposa para él, y ¿sabe usted qué era ese querido
amigo de ustedes?, ¿sabe qué era?, ¡era un demonio!
La sobrehumana vehemencia de esa declaración susurrada aturdió por completo al
camarada Ossipon. No podía imaginar qué tipo de atrocidades podía haber practicado
Verloc tras la soñolienta y plácida apariencia de su vida conyugal, y por eso lo mejor
que se le ocurrió fue decir, a modo de exclamación cautelosa, aunque con una buena
dosis de animosidad:
− Ah, qué desdichada, qué valiente ha sido usted. ¡Pero ahora él está muerto!
La señora Verloc se agarró frenéticamente de su brazo:
− Ha adivinado usted que está muerto... ¡Ha adivinado lo que tuve que hacer! ¡Lo
que tuve que hacer!
Ossipon comenzó a plantearse que las causas ocultas del caso de Greenwich Park
podían estar ligadas a la vida marital de Verloc. Llegó incluso a sospechar que el señor
Verloc podía haber elegido esa extraordinaria forma de suicidarse. ¡Por Júpiter!, eso
explicaría la total inutilidad y estupidez del hecho. Las circunstancias no pedían ninguna
acción anarquista; más bien al contrario, y Verloc lo sabía tan bien como cualquier otro
revolucionario de su nivel. Qué broma descomunal si Verloc simplemente había
engañado a toda Europa, al mundo revolucionario, a la policía, a la prensa, y también al
presuntuoso Profesor.
− ¿Y cómo se enteró usted de la noticia?
Violentas sacudidas la estremecieron por un rato, antes de que contestara, con voz
lánguida:
− Por la policía. Vino un inspector jefe a casa; dijo que era el inspector jefe Jít. Me
enseñó... Oh, Tom. Tuvieron que recoger los restos con una pala.
− ¡Jít! Y, ¿qué hizo?
− Nada. No hizo nada. Se fue. La policía estaba de parte de ese hombre. Vino otro,
también... Creo que era extranjero. Debía ser uno de los de la Embajada, la gente a la
que él maldecía tanto, no sé. Tom, tiene que ayudarme, no puedo quedarme aquí.
¿Podría esconderme hasta mañana en algún sitio?

Página 39 de 47
− El hecho es, querida, que no puedo llevarla al lugar en donde vivo, porque
comparto habitación con un amigo. Y no tengo dinero..., sólo unos pocos peniques.
Nosotros los revolucionarios no somos ricos.
− Pero yo sí tengo. Tengo todo el dinero. ¡Tom!, vayámonos de aquí.
− Quiere decir, ¿todo el dinero que había en el Banco?
− ¡Sí, sí! Todo el que había. Lo tengo todo.
− ¿Cómo se las arregló para sacarlo tan pronto?
− Él me lo dio. Usted me salvará, Tom. ¡No deje que me apresen! Tiene que
matarme antes. Yo sola no podría..., no podría..., ni siquiera por el miedo que tengo.
Estaba demasiado rara, pensó el revolucionario. Le empezaba a inspirar una indefinida
inquietud, y con aspereza, porque estaba ocupado en pensamientos importantes, le
dijo:
− Pero, ¿a qué diablos le tiene miedo?
Siguieron perdidos en un laberinto de malentendidos hasta que ella insistió en que
debía cerrar la puerta de la tienda, que se había dejado abierta cuando salió, y él la
acompañó hasta allí, aunque no entendía demasiado bien su preocupación. Incluso llegó
a apurar el paso, ante la idea de que ella podía haberse dejado el dinero en un cajón.
Pero una vez allí, no tardó en descubrir al señor Verloc reposando tranquilo sobre el
sofá. La voz de la señora Verloc vibraba en la negrura, a sus espaldas, con una
desesperada protesta:
− No me colgarán, Tom. No lo harán...
− No grite así. ¿Lo hizo usted sola?
− Sí.
− Nunca lo hubiera creído posible. Nadie lo creería. ¿Estaba dormido?
− ¡No! No estaba dormido, no. Estaba descansando en el sofá, muy tranquilo,
después de haber matado al niño, a mi niño. Y después de echarme la culpa a mí, fue y
me dijo: “Ven aquí”. ¿Lo oye usted, Tom? Me dijo “ven aquí”, después de arrancarme el
corazón, junto con mi chico, para aplastarlo en la basura.
Una luz iluminó al camarada Ossipon. El hermano de Winnie, aquel débil mental, era
quien había muerto en el parque. Y todo lo demás a su alrededor, era una broma
colosal. Ella continuaba:
− “Ven aquí”. ¿De qué creía que estoy hecha? Había estado mirando el cuchillo, y
pensé que iba a ir, ya que él tenía tantas ganas. ¡Oh, sí!, fui por última vez... con el
cuchillo. ¡Ayúdeme, Tom! ¡Sálveme! ¡No quiero que me cuelguen!

Página 40 de 47
Capítulo XIII
Ossipon estaba aterrorizado: esa mujer, la hermana de un degenerado... ella misma una
degenerada, del tipo asesino o quizá del tipo embustero. ¡Y pretendía que huyeran juntos!
Estaba tan aterrado, que por un momento la idea de estrangularla en la oscuridad pasó por su
cabeza. Ella lo tenía en su poder. Se vio a sí mismo viviendo, en abyecto terror, en algún
oscuro villorrio de Italia o de España; hasta que un buen día lo encontraran muerto, también,
con un cuchillo en el pecho, como a Verloc.
De pronto habló, con voz casi natural. Sus reflexiones habían llegado a un punto final.
− Vámonos o perderemos el tren.
− ¿Adónde vamos, Tom?
− Primero a París, y desde allí seguiremos camino.
En el coche, que tomaron enseguida, el robusto anarquista se explayó. Aún estaba
terriblemente pálido, y sus ojos parecían haberse hundido media pulgada en su cara tensa.
Pero dio la impresión de haberlo pensado todo con extraordinario método.
− Cuando lleguemos, debe dirigirse a la estación sola, como si no nos conociéramos. Yo
compraré los billetes, y le deslizaré el suyo en la mano al pasar por su lado. Luego usted
debe pasar a la sala de espera de primera clase. Subiremos al tren por separado. Tenga en
cuenta que yo soy conocido; nadie se fijará en una mujer que viaje sola; en cambio,
conmigo, podría usted ser reconocida como la señora Verloc, que huye. ¿Me comprende,
querida?
− Sí. Sí, Tom.
− Ah, necesito el dinero para comprar los billetes. Démelo ahora.
Ella desprendió algunos ganchos de su vestido, y le entregó la cartera de piel de cerdo. Él
la recibió sin una palabra, y la sumergió muy hondo en algún sitio de su propio pecho.
Luego palmeó el costado de su abrigo, desde fuera.
− ¿Sabe cuánto dinero hay ahí?
− No. Él me lo dio y yo no lo conté.

− ¡Mire! ¿Sabe usted si su cuenta bancaria estaba a nombre... de él, o si usaba otro nombre?
− ¿Otro nombre?
− Le voy a explicar. El Banco tiene la numeración de esos billetes. Si él los sacó de una
cuenta que estaba abierta a su nombre, entonces cuando... cuando se sepa que ha

Página 41 de 47
muerto... esos billetes pueden servir de pista para encontrarnos. ¿No tiene usted ningún
dinero más?
Ella negó con la cabeza.
− Tendremos que tener mucho cuidado, entonces, en cómo lo gastamos. Podemos cambiar
los billetes en un lugar seguro que yo conozco en París, pero nos costará casi la mitad. En
cambio, si él hubiera tenido esa cuenta bajo un nombre distinto, Smith por ejemplo, no
habría riesgo ninguno en usar ese dinero. El Banco no tiene medios para saber que el señor
Verloc y, digamos, Smith son la misma persona. ¿Ve usted la importancia que tiene esto?
La mujer respondió con tranquilidad:
− ¡Ahora me acuerdo! La cuenta no estaba abierta a su nombre. Él me dijo una vez que la
había abierto a nombre de Prozor.
− ¿Está segura?
− Por completo.
− ¿Y cree usted que en el Banco tenían conocimiento de su nombre verdadero? ¿O que
alguien en el Banco...?
Ella se encogió de hombros.
− ¿Cómo puedo saberlo, Tom? Pero no creo que sea probable.

− No. Supongo que no es probable. Pero mire, ya llegamos.


El programa trazado por la minuciosa previsión de Ossipon se puso en marcha. Cuando la
señora Verloc, con su billete para Saint-Malo en la mano, entró en la sala de espera, el
camarada Ossipon se encaminó hacia el bar y en siete minutos sorbió tres medidas de
brandy caliente con agua.

− Intento quitarme un resfriado de encima – explicó a la chica del bar, con una mueca
amistosa. Luego salió; levantó los ojos hacia el reloj; ya era la hora. Esperó.
El tren estaba listo para partir, con muy poca gente haciendo cola frente a sus puertas
abiertas. A causa de la época del año y del tiempo abominable, había pocos pasajeros. La
señora Verloc caminaba con lentitud a lo largo de los vagones vacíos, hasta que Ossipon le
tocó el codo por detrás.
− Aquí.
Ella subió, mientras él permanecía en la plataforma, mirando a su alrededor.
− ¿Qué pasa, Tom? ¿Hay algún peligro?
− Espere un momento. Ahí está el guardia.
Ella lo vio dirigirse a un hombre de uniforme. Hablaron un rato; luego Ossipon regresó,
diciendo:
− Le he pedido que no deje subir a nadie en este compartimento.
− Usted piensa en todo. ¿Me sacará de aquí, verdad, Tom?

− No se preocupe – le dijo él, mirándola con una seriedad casi arrebatada, que a la señora
Verloc, prófuga de la horca, le pareció llena de fuerza y de ternura. Pero en realidad, el
camarada Ossipon observaba científicamente a esa mujer, la hermana de un degenerado,
Página 42 de 47
ella misma degenerada, del tipo asesino. Y su espíritu científico le impulsó a decir, con
frases nerviosas y entrecortadas:
− Era un chico extraordinario, su hermano. Muy interesante para un estudio. Un tipo perfecto,
en cierto sentido. ¡Perfecto!
− Así era, por cierto. Usted le prestaba mucha atención, Tom. Yo me enamoré de usted por
eso.
− Es casi increíble el parecido que había entre ustedes dos.
Ossipon subió al compartimento, cerró con precipitación la puerta y miró la hora en el reloj
de la estación. Ocho minutos más. Durante los tres primeros, la señora Verloc lloró violenta
y desamparadamente, sin pausa ni interrupción. Luego se recobró un poco y sollozó,
mansa, una lluvia abundante de lágrimas. Y a continuación trató de hablar a su salvador, al
hombre que era su mensajero de vida.
− ¡Oh, Tom! ¡Cómo pude temerle a la muerte! Traté de tirarme al río, pero tenía miedo y no
pude. Supongo que la copa de los horrores no está todavía lo bastante llena para mí.
Después llegó usted...
Hizo una pausa. Luego, como una confidencia, con gratitud, sollozó:
− ¡Viviré todos mis días para usted, Tom!
Ossipon, solícito, le dijo:
− Vaya usted al otro lado del vagón, lejos de la plataforma.
Ella se dejó acomodar por su salvador, y él observó que sobrevenía otra crisis de llanto,
más violenta que la primera. Controló los síntomas, como si contara los segundos. Oyó, por
fin, el silbato del guarda. Una contracción involuntaria del labio superior descubrió sus
dientes, dándole todo el aspecto de una decisión salvaje, tan pronto como sintió que el tren
empezaba a moverse. La señora Verloc no se dio cuenta de nada, y Ossipon, su salvador,
se mantuvo quieto. Veía que el tren rodaba más deprisa, retumbando con fuerza por
encima de los sollozos de la mujer, y cruzando el compartimento en dos zancadas, abrió
deliberadamente la puerta, y saltó fuera.
Había saltado al llegar justo al final del andén, y puso tanto empeño en cumplir su plan
desesperado, que por una especie de milagro, cumplido casi en el aire, logró cerrar la
puerta del vagón. Sólo después se encontró rodando hecho un ovillo, como un conejo
herido. Estaba magullado, golpeado, pálido como la muerte y sin aliento cuando se levantó.
Pero estaba sereno y en perfectas condiciones para enfrentarse con la excitada
muchedumbre de empleados de ferrocarril que se había reunido a su alrededor en un
momento. Les explicó, con tono amable y convincente, que su mujer acababa de partir en
el tren, ante la inesperada noticia de que su madre estaba moribunda en Bretaña; eso, por
supuesto, la había trastornado muchísimo, y él estaba tan ocupado consolándola, que ni
siquiera se dio cuenta de que el tren ya estaba en movimiento. A la exclamación general:
“¿Por qué no fue hasta Southampton, entonces, señor?”, objetó la inexperiencia de una
joven cuñada que se había quedado sola en casa con tres niños pequeños. Había actuado

Página 43 de 47
en forma impulsiva.

− Pero creo que nunca más voy a hacerlo – concluyó; sonrió a toda la concurrencia,
distribuyó algunas moneditas y se marchó sin vacilar.
Y una vez fuera, el camarada Ossipon, cargado de billetes de Banco como jamás lo había
estado en su vida, cruzó la ciudad hasta refugiarse en su casa. Se tiró en la cama
totalmente vestido y se quedó quieto por un cuarto de hora. Luego se sentó de pronto,
levantó las rodillas y se abrazó las piernas. La primera claridad lo encontró con los ojos
abiertos, en esa misma postura. Pero cuando el sol de la mañana envió sus rayos a la
habitación, desenlazó las manos y cayó hacia atrás, sobre la almohada. Sus ojos se fijaron
en el techo. Y de pronto se cerraron. El camarada Ossipon dormía a la luz del sol.

Página 44 de 47
Capítulo XIV
Junto a una mesa, al lado de la ventana, estaba el camarada Ossipon, sosteniéndose la cabeza
entre los puños. El Profesor, vestido con su único traje, pero arrastrando por el suelo desnudo
un par de zapatillas increíblemente gastadas, sumergía las manos en las profundidades de los
bolsillos de su chaqueta. Estaba relatando a Ossipon una visita que, pocos días antes, le había
hecho al Apóstol Michaelis.
− No sabía nada de la muerte de Verloc. Y es que nunca lee los periódicos: dice que le ponen
demasiado triste. Yo fui andando hasta su casa de campo, y tuve que llamar una docena de
veces antes de que me contestara. Pensé que todavía estaría en la cama, pero no: ya hacía
cuatro horas que estaba escribiendo su libro. En la mesa había una zanahoria cruda,
comida a medias: su desayuno. Ahora vive a dieta de zanahorias crudas y leche.
− ¿Y qué aspecto tiene? -preguntó el camarada Ossipon, indiferente.
− Angélico. Ha dividido su biografía en tres partes: Fe, Esperanza, Caridad. Ahora está
elaborando la idea de un mundo planeado como un inmenso hospital, con jardines y flores,
donde los fuertes cuidarán de los débiles. ¿Usted concibe mayor locura, Ossipon? ¡Los
débiles: la fuente de todo mal sobre la tierra! Son nuestros siniestros amos: el débil, el
blando, el tonto y el cobarde. ¡Exterminio, exterminio! ¡Esa es la única vía del progreso!
− Bueno... Yo creo que Michaelis no está equivocado del todo. Dentro de doscientos años, los
médicos gobernarán el mundo. La ciencia reina ya: en la sombra, quizá, pero reina. Y toda
ciencia culmina, a la larga, en la ciencia de curar, aunque no al débil, sino al fuerte. La
humanidad quiere vivir.
− La humanidad no sabe lo que quiere.
− ¿Y usted sí? Lo que todo el mundo desea es vivir más tiempo, y son los médicos los que
pueden satisfacer ese deseo. Usted se considera uno de los fuertes, porque lleva en el
bolsillo material suficiente para mandarlo a usted y, digamos, a veinte personas más a la
eternidad; pero la eternidad es un hoyo maldito. Estoy seguro de que si encontrara un
hombre que le pudiera dar con seguridad diez años más de vida, le llamaría amo.
− Mi consigna es: ni Dios, ni amo.
− Espere a que esté acostado de espaldas, al final de su tiempo. Su ruin, zarrapastroso,

Página 45 de 47
mugriento pedacito de tiempo.
− ¡Bah! ¡Profecías! ¿Para qué sirve pensar en lo que ha de ocurrir? Bebamos, Ossipon. Por la
destrucción de lo que existe.
Ossipon sacó de su bolsillo un periódico doblado. El Profesor levantó la cabeza al oír el crujido.
− ¿Qué periódico es ése, Ossipon? ¿Dice algo importante?
Ossipon empezó a hablar como un sonámbulo.
− Nada. Nada de nada. Es de hace diez días. Me lo dejé olvidado en el bolsillo, supongo.
Pero no lo tiró. Antes de devolverlo a su bolsillo, le echó una mirada al último párrafo, que
decía: “Parece que un impenetrable misterio ocultará para siempre las razones de este acto
final de locura o desesperación”. Era el final de una noticia titulada: “SUICIDIO DE UNA
PASAJERA DE UN VAPOR QUE CRUZABA EL CANAL”. El camarada Ossipon conocía bien las
bellezas de ese estilo periodístico. “Parece que un impenetrable misterio ocultará para
siempre...”
Ossipon estaba bien informado. Sabía lo que había visto el hombre del embarcadero: una
mujer con vestido negro y velo, vagando sola, a medianoche, por el muelle. Le había dicho:
“Si va a tomar el barco, señora, es por aquí”. Ella se comportaba como si no supiera qué
hacer. La ayudó a subir; parecía sentirse débil.
Y Ossipon sabía también qué había visto la camarera: una mujer vestida de negro, de pie
en medio del camarote vacío. La camarera la invitó a acostarse; pero al rato la encontró en
cubierta, sentada en una de las butacas, con los ojos muy abiertos pero sin responder a
nada de lo que se le preguntaba. La camarera llamó al sobrecargo, y ambos se quedaron
de pie junto al asiento, consultándose sobre qué harían con aquella extraordinaria y trágica
pasajera. Hablaron acerca de Saint-Malo y del cónsul británico en esa ciudad, de
comunicarse con la familia de esa mujer en Inglaterra. Cuando volvieron a buscarla, en
menos de cinco minutos, la mujer de negro ya no estaba en la butaca. No estaba en ningún
lado. Se había ido. Eran las cinco de la mañana. Una hora después uno de los marineros
encontró una alianza encima de la butaca. Se había adherido a la madera, en una parte
que estaba mojada, y su brillo atrajo la mirada del hombre. Dentro del anillo había grabada
una fecha: 24 de junio de 1879.
El Profesor, que se había impacientado, se puso de pie. Ossipon, con prisa, le dijo:
− No se vaya. Oiga, ¿qué sabe usted de locura y desesperación?
− Esas cosas no existen. Toda pasión se ha perdido ya. El mundo es mediocre, claudicante,
sin fuerza. La locura y la desesperación son una fuerza: por eso son un crimen a los ojos de
los débiles, los blandos, los tontos y los cobardes, que tienen la sartén por el mango. Usted
es mediocre. Verloc, que tuvo ese asunto que la policía se encargó bien de tapar, para
luego asesinarlo, era otro mediocre. ¡Locura y desesperación! Déme esas fuerzas como
palanca y moveré el mundo. Ossipon, tiene usted mi cordial desprecio: ¡usted no tiene
fuerza! Ah, y permítame que le diga que esa herencia que, según dicen, ha cobrado, no le
ha hecho más inteligente. Ahí se queda usted, plantado delante de su cerveza, como un

Página 46 de 47
idiota. Adiós.
− ¿La aceptaría usted? - preguntó Ossipon, mirándole con una mueca estúpida.
− ¿Aceptar qué?
− La herencia. Toda.
El incorruptible Profesor sonrió apenas y dijo:
− Le enviaré enseguida una pequeña lista con productos químicos que necesito para mañana.
Los necesito con urgencia. Entendido, ¿verdad?
Y Ossipon se quedó solo. Bajó la cabeza con lentitud. El párrafo final del periódico volvía a
su memoria: “Parece que un impenetrable misterio ocultará para siempre...” Le pareció ver,
suspendido en el aire, su propio cerebro, latiendo al ritmo de “un impenetrable misterio”.
Salió a la calle, y caminó en una dirección que no iba a llevarlo al lugar de una cita con otra
mujer (una institutriz madura, que había puesto su confianza en la cabeza ambrosíaca y
apolínea). Caminó alejándose de allí. No podía relacionarse con ninguna mujer. Era la ruina.
No podía pensar, ni trabajar, ni dormir, ni comer. Pero estaba empezando a beber, con
placer, con esperanza. Era su ruina. Su carrera revolucionaria, sostenida por la ayuda y la
confianza de muchas mujeres, estaba amenazada por un impenetrable misterio: el misterio
de un cerebro humano latiendo al ritmo de frases periodísticas. El cerebro se inclinaba
hacia un abismo... de locura o desesperación.
“Estoy muy enfermo”, se dijo a sí mismo, con criterio científico. Ya su robusta figura, con el
dinero del servicio secreto de una Embajada (heredado del señor Verloc) en el bolsillo,
marchaba hacia el abismo, como preparándose para un futuro inevitable. Como aquella
noche, hacía más de una semana, el camarada Ossipon caminó sin mirar dónde ponía los
pies, sin sentir cansancio, sin sentir nada, ni ver, ni oír nada. “Un impenetrable misterio”...
“Este acto de locura o desesperación”.
Y el incorruptible Profesor caminaba también, apartando sus ojos de la odiosa multitud. Él
no tenía futuro. Él era una fuerza. Sus pensamientos acariciaban imágenes de catástrofe y
destrucción. Avanzaba frágil, insignificante, andrajoso; miserable y terrible en la
simplicidad de su idea, que convocaba a la locura y la desesperación para regir el mundo.
Nadie lo miraba. Y avanzó, insospechado y mortífero, como una plaga por las calles llenas
de hombres.

FIN

Página 47 de 47

Você também pode gostar