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Siempre te creíste la Virginia Woolf

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Porque, en lo que a mí respecta, siento de vez en cuando que soy el personaje de alguien.
Clarice Lispector
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Como todas las mujeres escritoras, siempre te creíste la Virginia Woolf, pensabas que habías
sido tocada por ese don preciado y que serías mejor que ella. Siempre yo te decía: nunca vas a
negarme que te crees eso. Tú siempre llorabas, de una forma patética y vergonzosa. Antes de que
te durmieras también te lo repetía: Siempre te creíste la Virginia Woolf. Siempre. ¡Admítelo!
Incluso cuando follábamos. Cuando cabalgaba sobre ti, te gritaba: Virginia, Virginia criolla.
Morirás así, creyéndote eso. No me lo niegues. Es la vida que elegiste, es la vida. Incluso cuando
tú ya estabas durmiendo y yo en mis insomnios, seguía repitiéndotelo al oído: Siempre, siempre
te creíste la Virginia Woolf. Admítelo. A veces despertabas y me pegabas un manotazo y me
decías: cállate. Cállate, imbécil y yo me ponía a llorar.
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Un día escribiste un cuento bastante bueno, lo enviaste a un concurso y saliste finalista.
Entonces yo te dije que podía ser que te parecieras a la Virginia Woolf, pero que no estaba
seguro. Tú te enojaste y me dijiste que era un enfermo, que estabas aburrida, que nunca te
habías creído la Virginia, que ya te bastaba con soportarme dos años. Abriste el closet, sacaste
toda tu ropa, comenzaste a hacer la maleta; pusiste unos libros, ropa interior, una libreta de
apuntes, unos discos, abriste la puerta del piso y te fuiste.
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Después de meses yo entendí que nunca debí haberte dicho tamaña tontera. Que debí esperar a
que fueses realmente la Virginia criolla y luego amarte así, como la Virginia criolla y latina o la
Virginia local. ¿Qué hacer?, me decía. Qué imbécil. ¿Qué hacer ahora que no tengo a mi propia
Virginia en casa para que me lave los platos y me haga la comida? ¿Cómo soportar mi vida sin
mi pequeña Virginia que me hacía lasagnas de verdura exquisitas?
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Hace unos días conocí a otra escritorcilla. Me gusta. Es atractiva. Una de las primeras frases de
la noche fue decirme que ella era escritora. Estuve en la cama con ella, le puse la Virginia 2 y la
Virginia 1, que eras tú, estuvo toda la noche en mi cabeza. Te imaginé sobre mí, desnuda, y que
gemías y chillabas y me decías que nunca fuese a abandonarte. Y aparecía tu rostro iluminado y
me prometías en esa imagen llegar a ser tan buena como la Virginia, o mejor que ella, mucho
mejor que ella. En fin, es lo que me dicen todas las mujeres. Es raro. No sé por qué todas las
mujeres escritoras se creen esa mujer. No entiendo a qué se debe este síndrome tan lamentable.
Una adicción por caminar, llorar, estornudar como ella. Cada escritora que se me acerca, que me
habla, es la Virginia y aunque no me lo digan yo sé que es así, que en sus meditaciones más
íntimas se lo creen y disfrutan de eso. ¿Qué será? Tal vez una enfermedad delirante que cogen
las escritoras de todas las latitudes del mundo, de todos los puntos cardinales. Yo perfectamente
me podría creer Fogwill, como todos los narradores; o Vila-Matas, o Carver, o Hemingway o
Bellatin (últimamente, más bien: Murakami o Fresán). Y caminar, pensar, imitarlos, bailar
como ellos. Pero no necesito caer en eso, no necesito estar jugando a eso, sufrir por eso, no
necesito escribir una Historia abreviada de la literatura portátil 2, ni tampoco una Muchacha
punk 2, menos repetir en cada entrevista la detestable teoría del Iceberg ni la del knock-out; ni
tampoco pedirle a una trasnacional que me publique, que me llame por teléfono todos los días
para no sentirme tan solo, y luego viajar por el mundo en muchos aviones, en un pedazo de
papel, y luego volver a Chile y decir que yo soy mejor que Fogwill, que escribí la Muchacha punk
3 y que escribiré la Muchacha punk 4 y la cinco y la seis y la siete y seré muy famoso, que
merezco respeto, seguridad, salir en las revistas nacionales, internacionales como la nueva
figura de la literatura latinoamericana, como el representante número uno de la nueva fauna y
luego visitarte en los cementerios de noche y buscarte y eyacular sobre tu tumba, como Philip
Roth cuando eyaculaba sobre la tumba de su amada y luego encerrarme en mi casa y describir
mi nuevo proceso creativo, y caminar como escritor, bailar como escritor, fumar como escritor,
cagar como escritor, llorar como escritor y eructar como escritor. Pero no. Creo que no. No lo
necesito. Prefiero el oficio que tengo de limpia waters. Es interesante también este oficio. Se
disfruta. Se sacan buenas conclusiones de la vida. Limpiar la mugre es una labor espiritual. Uno
es feliz limpiando la inmundicia ajena, créemelo. Se es muy feliz. Se crece como persona cuando
uno friega con cloro aromatizado de jazmín, con lejía pakistaní, con plumeros árabes y una
escoba china recién estrenada.
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Hace dos semanas abrí el periódico, fui a las páginas de Fútbol y luego a las de Cultura. Salía
una entrevista a página completa del libro que acabas de publicar. (Lindo libro, te felicito).
Como titular el editor puso: Marieta Galarze, la joven escritora que odia a Virginia Woolf.
Marqué el número de tu casa y Roberto, tu nueva pareja, ¿tienes pareja? ¿es escritor, cierto?
Seguro. ¿Por qué no me llamaste para decírmelo, para advertírmelo, para decirme que sales con
un escritor? Eres cruel. Eres muy cruel con tu pobre limpiawateres. Él me dijo que no estabas.
Le dije que te dijera que bueno, que en fin, que lo aceptaba, que si querías regresar a casa,
podías hacerlo, que te aceptaba tal como eras. Que te dijera que prometía llamarte Virginia
desde el minuto que pisaras nuestro antiguo hogar. Que te lo dijera, por favor, que ya lo medité
y acepto sin problemas tu condición de neo-virginia. Me dijo que no volviera a llamarte, que
ustedes eran una pareja feliz, y si acaso yo era ese loco de remate que me creía Fogwill un día y
Carver al día siguiente. Ese loco que se disfraza de Breat Easton Ellis para salir a la calle y que
aparece en las fotos maquillado como Chuck Palahniuk o como Thomas Pynchon. ¿Qué le
estuviste contando de mí? Eres bastante buena para inventar cosas, eres una mentirosa, una
loca. Sabes que a mí nunca me ha gustado la Literatura, para nada. Lo sabes muy bien. Yo sólo
soy adicto a la mugre, Virginia mía, no inventes cosas de mí, por favor, sabes que yo amo fregar
los suelos y eso me ha ayudado a ser una persona realizada, realizada en la mugre ajena.
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En fin, le corté de inmediato a tu nueva adquisición literaria y no te volví a llamar hasta hace
tres días. Marqué tu número y por fin me contestaste. Me dijiste que lo sentías, que no podías
hablar ahora, que debías ir a tu trabajo, que estabas sola en la oficina, que tu jefa estaba de viaje
de negocios y que no volviera a llamarte más.
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Y bueno, lo que sucederá después de esa llamada es una historia aburrida. Una historia de la
limpieza extrema, de la higiene completa y pulcra. Primero obligarte a decirme que de verdad
aún te crees esa mujer, obligarte a reconocerlo. Luego un montón de sangre, virginias de mi
libreta telefónica muertas; una tras otra; wateres, eyaculaciones en tumbas y diversas
profanaciones sin sentido. Luego limpiar la sangre de mi pobre ex-virginia sudaca con cloro,
lejía y friegapisos. Imitar una escena completa de American Psycho, sólo para rendirte los
honores literarios necesarios. También preocuparme de limpiar la grasa de mi Virginia 2 y de
una tercera que conocí anoche en un bar de Montjuic.
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Como ves, no soy más que un pobre adicto al aseo. Me encantaría extenderme en esta historia de
la excelente pulcritud en el limpiar, es una historia muy bella, pero no tengo muy claro a quién
le importa cómo se amplía mi hermosa colección de neo-virginias muertas y bien lavadas.

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