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Como un mártir, Pompeya se inmortalizó

por su trágica muerte. Sus habitantes


vislumbraron el 5 de febrero del año 62 de
nuestra era algo de lo que sería el fin.
Después de siglos de paz, uno de los
dioses rugió furioso. Debía ser Neptuno
porque el mar se embraveció levantando
olas enormes. Poco después sintieron los
rugidos de Júpiter en las entrañas de la
tierra: enormes grietas rompieron el
pavimento, tambalearon y cayeron las
paredes de las casas, las columnas del
templo fueron arrancadas de raíz.
Existen valiosos testimonios escritos
acerca del cataclismo del 62, que asoló la
Italia meridional. Uno de ellos, de Séneca,
relata que una de las zanjas de la tierra
fue tan grande que se tragó seiscientos
corderos en un instante.
La ciudad entera se dedicó en los años
subsiguientes a reparar los estragos,
procurando embellecer más sus moradas
y hacer los templos más lujosos que antes
del terremoto. Los sacrificios frecuentes y
piadosos mantenían a los dioses de su
lado. Eran épocas de prosperidad. Tras
haber destruido los nidos de piratas que
infestaban el Mediterráneo, el comercio
marítimo estaba en todo su apogeo.
Sin embargo el 24 de agosto del año 79,
una calurosa mañana de un día de verano,
los dioses desataron toda su ira contra los
pompeyanos. En esta ocasión se
convirtieron en víctimas fatales de
aquellos a quienes elevaban sus plegarias.
Ya habían olvidado el
"El relato de las excavaciones de Pompeya
es una especie de resumen de la historia
de la arqueología misma"

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