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Manejando nerviosa por las calles familiarmente desconocidas ya, de aquel lugar en

donde tantos años viví y no más... con aquel personaje que debiera ser protagonista y,
al contrario, es cada vez más un ser extraño al cual, sorprendentemente, hacerlo
familiar cuesta solo un parpadeo, un rápido pero en extremo cauteloso parpadeo.

Una vez más, como hacía ya muchos meses no, aceptando una invitación me dirigí a
sus puertas, a sus complejos laberintos disfrazados de simpática sencillez, a sus
enredos intrigantes e intrigosos disimulados por sus inocentes intenciones. Una vez
más me abrí a escuchar y a inundarme de ese análisis necesario que me obliga a saber
qué decir y qué no decir, me abrí de nuevo lentamente a dar el primer paso a un
camino que ya conozco y que no he sabido pisar.

Curiosamente mientras escribo esto y recuerdo la temperatura del auto y la vista del
camino, mi mirada atentamente ausente y mis manos al volante, reconozco ese tipo de
mañas...: "saber qué decir... y qué no".

Después de perderme y de entrar después en una calle infortunadamente bloqueada,


encontré el camino de mi infancia que indudablemente me llevó a su casa. Estacioné el
auto delante del suyo, a unos metros de aquella entrada de la que tantas lágrimas me
ha visto derramar, tantas impotencias, tantas frustraciones y amargos y profundos
corajes; volví a sentirme nerviosa ¿por qué negarlo?. Me miré en el espejo retrovisor
después de agacharlo con la mano derecha, disimulando mis ganas de salir corriendo
inventando un laboral pretexto, me acomodé los lentes obscuros (siempre ha sido una
muy buena defensa ocultar mi mirada directa) e hice a un lado un mechón de cabellos
que caían del lado izquierdo, respiré profundo, saqué las llaves terminando por fin de
apagar el coche, estudié cuidadosamente qué debía bajar conmigo y qué no... lenguaje
corporal y ese tipo de cosas y finalmente abrí la puerta. Una brisa fresca que alejaba
un poco el calor que sentía me dio la bienvenida, como queriendo alentarme a seguir
caminando, una vez más acomodé mis gafas, colgué bien mi bolso de mi hombro
derecho y enderecé mi espalda, se puso la alarma del coche haciendo su típico sonido
corto pero intenso y pensé "ya sabe que estoy aquí, ahora sí ya llegué", subí la
banqueta cuidando la lentitud de mis pasos, como buen actor a quien le dan la
"Tercera Llamada..." y da el ultimo aliento profundo para concentrar su energía,
(misma que, por cierto, en estos días ha estado más baja de lo normal en mi, pasiva…)
ya frente a la puerta subí la mirada, di un vistazo a mi alrededor notando los cambios
en las casas vecinas y finalmente mirando de frente con la mirada recta hacia el
horizonte esperando encontrar el timbre... me llevé una sorpresa, estaba cerca de 15
centímetros más abajo de lo que esperaba.

Quedé mirando, dejé esbozar una leve pero significativa sonrisa, bajando un poco la
mirada para encontrar el botón; el tiempo ha pasado, la cosas han cambiado y yo he
crecido, muy aparte de mi estatura, me di cuenta de que era una niña de 19 años la
que venía manejando el auto con aquellos miedos y descontroles, con esos fantasmas
añejados y desconocimientos de lo que puede llegar a hacer... la que buscaba el
timbre a la altura de sus ojos es aquella que simplemente llegaba a ser golpeada una
vez más por los complejos e intrincados vacíos de aquel que habita esa casa... la que
era capaz de pasar un par de horas en agonía por no molestarlo y sostener una plática
inapropiada que no correspondía. La que bajó la mirada para encontrar ese botón era
la que finalmente había roto el cordón de la dependencia emocional y económica, para
toparse con otros obstáculos de diferentes rubros...
Era otra, solo era cuestión de recordarlo.

Una última respiración para encontrar la altura adecuada y actual de aquel timbre, que
finalmente terminé por tocar sonriendo y un poco más libre, un poco más tranquila, un
poco más yo, de aquel yo que todavía no termino de armar, entró a su casa cuando
abrió aquel, el mismo de siempre...

V.

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