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La magia de King Flyp

María Tenorio

Hace unos días aumenté en una unidad el conteo de visitas al video de la canción
"Abandonado", de King Flyp, en el sitio web de YouTube. Decidí convertirme en una
estadística más por mera curiosidad: me había resistido a enterarme de quién era y qué
hacía este joven, a pesar de que Jimmy, un colega del trabajo, me había insistido en que
le prestara atención al fenómeno. Pero la presión social pudo conmigo y terminé
escuchando la pegajosa melodía en la computadora.

El domingo que comenzó el reality sobre King Flyp me sumé a la cifra imaginaria del
rating de audiencia del canal 21 y pienso hacerlo en el próximo capítulo. He quedado
picada con la visita a San Salvador de Marvin Ulises Martínez, en su calidad de
reguetonero que ha conocido súbitamente la fama. Quiero ver qué sucede con este
personaje que ha despuntado de manera tan poco usual en nuestro medio.

Anticipándome a la realidad en que aterrizará King Flyp cuando haya pasado la magia
de su triunfo me pregunto por el lado económico del asunto. Si los videos de sus
canciones circulan libremente en la red, ¿de dónde obtendrá ganancias este joven para
vivir de sus creaciones?, ¿cómo se cubrirán los costos y honorarios en que incurre un
cantante para grabar su música y producir video clips?

En el mundo de la creación, las producciones originales han estado protegidas por


derechos de autor, los cuales establecen que el creador es el dueño de su obra. Esto le
garantiza la paga de regalías cuando la obra, reproducida masivamente, se comercializa.
Lo anterior quiere decir, por ejemplo, que un escritor percibe un porcentaje sobre las
ventas de su libro, el cual ha sido manufacturado por personal técnico en una imprenta
(que, por supuesto, también recibe un pago por su trabajo). Ahora bien, los derechos de
autor han convivido siempre con la piratería: la comercialización de productos creativos
que deja por fuera al autor, quien no percibe un centavo por su trabajo en determinada
obra.

Producir cultura en la era digital

La producción cultural se está transformando en la era digital en que vivimos. A la


dicotomía derechos de autor/piratería se ha sumado el acceso abierto a obras creativas,
con el consentimiento de sus autores y distribuidores, o sin él. Me refiero, a manera de
ejemplos, a la descarga gratuita de libros o fotografías, al intercambio de archivos de una
computadora a otra, al consumo en línea de videos, entre otros. Aquí es donde ubico a
King Flyp, quien para darse a conocer colgó sus videos a YouTube, distribuyendo de
forma gratuita el fruto de su trabajo.

La cuestión es que si Marvin quiere apostar por una carrera como cantante tiene que
procurar que su trabajo rinda económicamente. Pero si difunde sus materiales en la web
sin cobrar un cinco por ello, ¿cómo obtendrá ganancias para vivir? Quienes se han
dedicado a la música en el país responderían que no viven de vender discos, sino de dar
presentaciones y conciertos, de hacer jingles para anuncios de radios y televisión. Ese es,
probablemente, el destino de King Flyp como músico en esta sociedad con una flaca
industria musical.

Más allá de King Flyp, las nuevas tecnologías --que han lanzado a este joven al
estrellato-- son un terreno que está obligando a muchos a replantearse cómo financiar las
producciones culturales. Un caso claro de este dilema son los periódicos, cuya
circulación gratuita en la red ha empezado ya a "matar" ediciones impresas. Eso ha
ocurrido con el brasileño Jornal do Brasil, fundado en 1891, que se imprimirá por
última vez el próximo 31 de agosto para publicarse solo por Internet.

La pregunta que aquí se plantea es cómo se mantiene a un equipo de trabajadores (o a


uno solo de ellos) si el producto de su labor circula libremente. La respuesta, que se dice
muy fácil pero que reviste sus complejidades, es buscando nuevos modelos de negocios
y reciclando formas de financiamiento. Sin duda, los ingresos por publicidad siguen
siendo relevantes para empresas creativas que no les cobran a los consumidores. Otras
de estas apelan a las donaciones (es el caso de la famosa Wikipedia), o a la venta de
servicios especiales (como la sección Extra de El Faro). No hay que obviar tampoco los
patrocinios de grandes empresas en sus programas de responsabilidad social
empresarial, los fondos de cooperación internacional (en países como el nuestro) ni los
mecenazgos de personas pudientes.

No obstante, a mí la lista de respuestas no me satisface. Como consumidora me parece


maravilloso que los productos culturales circulen de forma gratuita. En este escenario se
imponen los derechos del público sobre los del autor. Pero si me sitúo del lado del
productor, me parece que la tendencia a las aportaciones voluntarias y los patrocinios no
solventa de manera efectiva la cuestión de cómo financiar la producción cultural.

(Publicado en Contrapunto, 18 agosto 2010)

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