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Jacques Lacan.

"Autocomentario" (2 de noviembre de 1973)

AUTOCOMENTARIO
Intervención en el 6º
Congreso de la Escuela
Freudiana de Paris
realizado en la Grande-Motte
(2/11/73)

¡El congreso de La Grande-Motte! Han de confesar que, se mire como se mire, la grande motte
quiere decir algo en francés (1).
Que se llamase así no era una razón para sentirme colmado. Ahora bien, se da el caso de que
gracias a Faure, gracias a ese puñado de montpelerinos que han comprendido cómo –porque,
claro está, teníamos experiencias anteriores de congresos fracasados, en los cuales no
obstante siempre había habido algo que se atrancaba, que cojeaba un poco-, gracias a sus
cuidados, esta mañana he podido acudir a una de las salas llamadas de grupo y ver que ahí
todo el mundo aportaba su experiencia, que nadie vacilaba a la hora de decir lo que resultaba
de ella. Ya era muy claro ayer, pero esta mañana ya he estado seguro de ello. Este congreso
me colma. También hay que decirlo: he tenido que esperar un poco. Pero, al fin, ahí está.
Gracias a nuestros amigos montpelerinos, ahí está.
Pero como ya ayer estaba lleno de esperanzas sobre este congreso, fue al final de la tarde
ayer que, con alguien que se encontraba en el hotel donde estoy alojado en Montpellier, me
dije que verdaderamente se daba el caso de que yo podría hacer como todo el mundo, es
decir, no concluir, sino contribuir. Es claro que habitualmente estoy ahí para intervenir en el
momento en que se acabó, es decir, cuando lo que puedo aportar ya no puede servir de nada
en concreto.
No quería quebrar nada en esta maravillosa organización, y dije que hablaría esta mañana a
las nueve y media. Me han explicado por qué sería mejor ahora; así pues, lo hago ahora. Y lo
hago simplemente para contribuir, pues no voy a hablar de lo que ayer estaba en juego: el
pase. No voy a hablar de ese relámpago del pase, en el cual tengo puesto tanto empeño para
esclarecer precisamente lo que sucede con un cierto momento, que es el momento en el que
uno se decide, uno se vuelca, uno entra en el discurso analítico.
No sé si saben que cuando cogité eso era en 1967, durante las vacaciones, mientras estaba en
Italia. Volví y, mientras hacía esa cosa que se llama la "Proposición", me decía: "¿Pero qué
mosca te pica?" ¡Dios sabe lo que esto provocará! Y me preguntaba por qué la hacía en
octubre de 1967. Hubiera podido dejarla cocer a fuego lento un poco más, madurarla, esperar.
¿Por qué la hice enseguida? Sabía por adelantado que iba a provocar catástrofes, catástrofes
como lo son todas, después de las cuales uno vuelve a ponerse en pie. A mí, ¿saben?, las
catástrofes no me impresionan... con todo, ¿para qué hacer de una sola vez toda esta
acumulación de electricidad?
Es la misma pregunta que me planteaba este julio, cuando me decidí a ir a Siria. Ahora es
cuando lo comprendo, porque no podría ir allí ahora. ¡Me apresuré! Del mismo modo, fue en
mayo de 1968 cuando comprendí por qué había hecho esa proposición en octubre de 1967. Ya
se dan cuenta, si la hubiese hecho en mayo de 1968, habrían dicho: "¡Está inducido!" No estoy
inducido. Nunca soy inducido. Soy producido.
Así que fue eso lo que me decidió ayer por la noche, porque volví de Siria mucho antes de lo
que se cree. Estuve tres semanas, no fue mucho tiempo. Pero, desde mi vuelta, no he
trabajado poco, porque hay un tipo muy joven que me vino a ver en nombre de la televisión.
Hace tiempo y tiempo que la televisión me solicita. Pero la infatuación de los personajes que
me han ido delegando –aunque hubieran dado prueba de sus aptitudes, claro está (habían
dado prueba de sus aptitudes con gente extraordinaria, que honro profundamente y que son ni
más ni menos que, por ejemplo, Claude Lévi-Strauss y Roman Jakobson, que no son poca
cosa para mí)-, esos personajes que me habían delegado estaban tan enloquecidos con su
éxito que se creían que eran ellos quienes habían tenido éxito. ¡Es increíble! Estaban tan
enloquecidos con su éxito que lo estaban también por adelantado con el éxito que tendrían
conmigo. Sucedió entonces que un día un pequeño minúsculo me vino a encontrar, alguien
absolutamente encantador. Para él consentí en hacer un diálogo con Jacques-Alain Miller, que
es, como ustedes saben, quien edita mis seminarios (edita en el sentido inglés, es decir, es
quien se encarga de su aparición, de su redacción). Y así mantuve con él un diálogo que en
estos momentos ya está grabado. Se emitirá, creo, en algún momento hacia Navidad. Y se da
el caso, no sé por qué, de que Jacques-Alain Miller insistió para que yo editase -en el sentido
francés, es decir que hiciera aparecer publicadas-, las poco más o menos 42 páginas que eso
representa.
Como Jacques-Alain Miller no es analista, como probablemente es gracias a eso que la cosa
gira, que la cosa funciona como diálogo –es un éxito increíble-, como Jacques-Alain Miller no
es analista, ha creído oír en lo que le respondía algo que podría... Su idea era así: La sensatez
del psicoanalista, o cualquier otra cosa. Ha hecho de todo para que diera otro título a lo que
aparecerá bajo el título de Televisión. Es que no veo por qué, si ya había recogido un cierto
número de cosas que escribía a lo largo de toda mi vida, a las cuales titulé Escritos... Con gran
escándalo, por lo demás, de un cierto número de personas, en particular de una japonesa
adorable que conozco desde hace mucho mucho tiempo, la cual considera que titular Escritos
los escritos de uno es el como de la infatuación. Tiene razón ciertamente desde el punto de
vista japonés. Pero yo no soy japonés, y entonces, cuando compilo mis escritos, a eso lo llama
Escritos. Y, dicho sea de paso, es curioso que eso no se haya hecho desde siempre. En fin, no
voy a intentar profundizar por qué me encontré a fin de cuentas poniendo un título que,
después de todo, estaba vírgen cuando titulé a mis escritos Escritos. Luego especularemos
sobre ello.
Entonces no veo por qué a lo que he dicho porque tendía delante de mí a la televisión no lo
habría de llamar Televisión. Por lo demás, ya publiqué otras cosas bajo el nombre de
Radiofonía.
Esto es estrictamente conforme a mi idea de lo que sucede con el decir. El decir deja
desperdicios y, de él, sólo eso puede recogerse. Entonces tanto si se trata de desperdicios y,
de él, sólo eso puede recogerse. Entonces, tanto si se trata de desperdicios escritos, como de
desperdicios radiofónicos o de desperdicios televisados, son desperdicios.
En suma, no he trabajado poco para esa televisión; e incluso encontré, en el último momento,
un ratito suplementario para trabajar en el prefacio de una selección de mis escritos que
aparecerá en Alemania. Me habían pedido ese prefacio desde ya hacía mucho tiempo.
Naturalmente, lo había olvidado. Entonces, en 48 horas, proferí algo que en realidad no es un
escrito, porque cuando hago un escrito lo reescribo una buena decena de veces. Esa vez lo
solté a la primera redacción. Era una redacción que, claro está, tenía como sostén mi trabajo
de las semanas anteriores. Alguien me dijo: "¡Qué suerte que haya tenido que mandarlo ahora,
porque si lo hubiera reescrito seis o siete veces ya no entendería nada!".
Así pues, voy a hacerles entrega de lo que he escrito. Pienso que por el hecho de que no va
más allá de un bosquejo, es más decible.
Entonces, por lo que se refiere a ese prefacio a mi edición alemana, comienzo por lo que sigue,
algo a lo que me referí en alguna parte de mis Escritos: el sentido, the meaning of meaning,
como lo escribieron dos personas en el título mismo de un libro que se llama así: The Meaning
of Meaning, Richards y Ogden. Son dos personas que forman parte de la escuela neopositivista
inglesa.
Y la pregunta que se plantea en este término -¿qué es el sentido del sentido?-, ¿es esa una
pregunta? En todo caso, ellos se la plantearon, porque son neopositivistas. Por mi parte, yo
apunto que, si alguien plantea una preguntas, es que tiene la respuesta. Jamás fue planteada
una pregunta sin tener ya respuesta para ella. Ellos quizá ya la tenían, pero seguro que yo no.
Es el tipo mismo del juego de manos que llamo universitario. Sugerir que ya se tiene la
respuesta para una pregunta como esta es precisamente esa cosa loca sobre la cual descansa
la existencia de la universidad.
El sentido del sentido, en mi práctica, y en la vuestra, porque es la misma, se capta –en el
sentido que implica el término Begriff- por el hecho de que se fugue. Ese término de fuga hay
que entenderlo en el sentido de la fuga de un tonel; no es la fuga hacia delante o hacia atrás, o
lo que ustedes quieran; hay que entenderlo como la fuga de un tonel y no como un salir a
escape.
Es por el hecho de que tenga fugas –en el sentido del tonel-, que un discurso toma su sentido,
esto es, por el hecho de que sus efectos sean imposibles de calcular.
El colmo del sentido –me parece que todo el mundo puede sentirlo- es el enigma, como dije en
su momento. Y es por ello que voy a oponer al sentido del sentido otra pregunta –para lo cual
no tengo por qué exceptuarme de la regla susodicha de que no hay pregunta si no se tiene ya
la respuesta, pues es por la respuesta, que he hallado por mi práctica, que planteo la pregunta
(para oponerla a la primera)-, la que el signo le hace al signo. ¿En qué se señala que un signo
es signo?
El signo del signo, dice la respuesta que hace de pre-texto a la pregunta, es que cualquier
signo puede desempeñar, tan bien como la suya, la función de cualquier otro signo,
precisamente porque puede substituirlo. Pues es a eso a lo que quiero hacerles volver, porque,
en nombre del sentido, es lo que siempre están dispuestos a dejar vacilante. Pues el signo no
tiene alcance sino porque debe ser descifrado.
No hace falta que un mensaje sea un mensaje codificado para que deba ser descifrado. La
función de la cifra es ahí fundamental. Es lo que designa al signo como signo. Sin duda es
preciso que, a través del desciframiento, la sucesión de los signos, mientras que al comienzo
no se comprendía nada, adquiera un sentido. Pero no es porque una dicho-mensión –la del
sentido- dé a la otra –la del signo- su término, que ella misma deja al descubierto su estructura.
No es porque nos detenemos cuando surge lo que creemos un sentido, cuando surge lo que
parece digno de un final, no es por eso que el sentido deja al descubierto la estructura del
signo.
Hemos dicho lo que vale el rasero con el que se mide el sentido. Llevarlo a su término no le
impide hacer agujero. Un mensaje, incluso descifrado, puede seguir siendo un enigma.
El relieve, o lo que sobra, de cada operación –la del signo y la del sentido; una de ellas activa
(el desciframiento), la otra sufrida (sentimos una patada en el estómago cuando hemos creído
descifrar el sentido)- sigue siendo neto.
El analista, digo, se define a partir de esa experiencia, la que le permite distinguir el signo del
signo del sentido del sentido. Las formaciones del inconsciente, como yo las llamo desde hace
ya mucho tiempo, demuestran su estructura por el hecho de ser descifrables. Freud distingue la
especificidad del grupo: sueños, lapsus y chistes, del modo, del mismo modo, con que opera
con ellos: los descifra.
Sin duda Freud se detiene cuando ha descubierto el sentido sexual, y ese sentido es para él el
lugar donde se detiene la estructura. Claro está, del término de estructura no se encuentra en
su obra mas que una sospecha, pero formulada sin embargo. Es que, tratándose del sexo, el
test sólo se refiere al hecho del sentido. Esto es lo que me permitió dar el paso siguiente: pues
en ninguna parte, bajo ningún signo, se inscribe el sexo (2) mediante una razón significativa.
Sin embargo, es con todo derecho que de esa razón sexual podría ser exigida la inscripción:
puesto que –como el propio Freud lo subraya en el capítulo VII de Die Traumdeutung-, al
inconsciente se le reconoce el trabajo del ciframiento. El inconsciente, él solo, hace ese trabajo
del ciframiento, y es por eso que Freud lo designa con lo siguiente: que no piensa, ni calcula, ni
tampoco juzga; simplemente hace el trabajo. Esto está en la conclusión del capítulo sobre "El
trabajo del sueño". El inconsciente hace ese trabajo que hemos de deshacer en el
desciframiento.
Ahí encontramos algo. (Esto es un tiempo de lo que escribí para esos lectores alemanes, los
cuales, bien entendido, en el punto al cual han llegado no comprenderán estrictamente nada.
Pero, ¿por qué no? Con todo, ahí estará escrito, seguirá su camino). Puede pasar por más
elevado en la estructura cifrar que contar. El embrollo –pues está hecho exactamente para eso,
para embrollar- comienza con la ambigüedad de la palabra "cifrar".
La cifra, de un lado –acabo de decírselo-, funda el orden del signo.
Pero, por otra parte, se da el caso de que la cifra sirve para escribir los números. Entonces nos
imaginamos que todos esos números que no podemos hacer otra cosa que cifrar, se sostienen
gracias al ciframiento. Es un error total. Hace un momento opuse el cifrar al contar. Contamos –
lo que se llama contar, es decir, tener un contacto con el número-, hasta 4. Yo, en todo caso,
nunca conté más allá, pueden verlo en todo lo que he escrito. Pero, en fin, hay otros que
cuentan hasta 5 quizás, y aun hasta 6. Incluso llegué a darme cuenta de que, contando hasta
4, contaba sin saberlo hasta 6. Pues aquí nadie cuenta más allá de eso. Se cifran montones de
cosas, de las cuales nos imaginamos que se trata de números, pero basta ser un poco
matemático, por poco que sea, para darse cuenta de que hay números inaccesibles, y que
comienzan mucho antes de lo que se cree.
Hay un señor llamado Émile Borel que dijo sobre este tema las mejores cosas. Es uno de los
grandísimos matemáticos de nuestra época, y si tengo un pesar -¡ustedes no pueden
imaginarse lo joven que yo era cuando era joven!-, es que, cuando me mandó unas líneas
después de que yo escribiera "El tiempo lógico", hubiera debido ir corriendo a su casa. Esto lo
digo por las gentes que no se deciden a venir corriendo a mi casa. ¡Pero sólo vienen corriendo
cuando les mando unas líneas, cuando se lo pido por favor! Hay que decir que eso no me
sucede a menudo. Pero, en fin, Émile Borel me había mandado unas líneas; como me creía
ocupado, no me di cuenta de lo que era recibir unas líneas de Émile Borel. Hice como un
montón de imbéciles –a los cuales, por lo demás, no les mando las líneas-: no fui a casa de
Émile Borel.
Los números, en efecto, pertenecen a lo real. Es sobres esto que Frege pone el acento. ¿Cómo
es que unos seres que son presa de esos juegos de lo imaginario –que no son ni más ni menos
que eso a lo que acabo de aludir a propósito de mi malaventura con Émile Bores-, por qué esos
seres, tan presa de lo imaginario como cualquier animal, tienen acceso a eso real que hay en el
número?
Es evidente que lo que debería ocurrírsele a un psicoanalista es que los números tienen un
sentido, el sentido por el cual se denuncia su función (la del número, la de los números) de
goce sexual. Lo que a la vez les explica por qué no podemos contar mucho más allá de 4.
Este sentido no tiene nada que ver con lo que los números tienen de real, pero abre una visión
de conjunto, una pequeña abertura sobre lo que puede dar cuenta de la entrad de lo real en el
mundo del ser hablante. Queda bien entendido que su ser le viene de la palabra.
Sospechemos que la palabra tiene la misma dicho-mensión gracias a la cual lo único que es
real y que no puede inscribirse con ella es la razón sexual.
Digo "sospechemos" para las personas, como se dice, cuyo estatuto está vinculado en primer
lugar a lo jurídico, al semblante de saber, o incluso a la ciencia, la cual en efecto se instituye a
partir de lo real. Dije "sospechemos" para esas personas –esas personas bien definidas, en
primer lugar, por lo jurídico- que no pueden ni abordar el pensamiento de que sea la condición
de que esa razón –la razón sexual, la cual está efectivamente en lo real- le sea, a esa especie,
inaccesible, que se encadena la intruisión de esa parte al menos del resto de real que nos es
dada en el número.
Esto sucede en un ser, como se dice, viviente; del cual lo menos que se pueda decir es que se
distingue de los demás por el hecho de que, como dice Heidegger, habita el lenguaje. Este ser
se distingue por esa morada; la cual es una morada fofa, fofa en el sentido de que lo hace
plegarse, a ese ser, hacia toda suerte de conceptos, como dije para empezar, Begriffe, que no
son sino toneles, todos ellos a cada cual más fútil (es decir, con fugas).
Esta palabra de "futilidad" la aplico, sí, incluso a la ciencia, de la cual es manifiesto que sólo
progresa por la vía de taponar los agujeros: es su método, es su historia, es su estructura. Lo
consigue; siempre lo consigue.
"Siempre lo consigue" quiere decir cuando lo consigue. Como me decía una amiga
encantadora que tuve en una época, que no era una lumbrera pero que era una mujer muy
encantadora –era de Vaud-: "Al hombre nada le es imposible –me repetía con su modulación
valdense-; lo que no puede hacer, lo deja". Lo mismo vale para la ciencia. Siempre lo consigue,
y eso es lo que la hace segura. Es que no autentifica nada mientras no está segura; y allí
donde no está segura, no autentifica nada. Esto la hace segura para todo el mundo. Mediante
lo cual no se puede decir que eso le dé más sentido.
No diría sin embargo lo mismo de lo que produce. Hace un momento hablé de la televisión, por
ejemplo. Eso es un producto: producto de la ciencia. Naturalmente, no es la televisión la que es
un producto; la televisión es un producto de un cierto número de muchachos que psicoanalicé
en otro tiempo. Naturalmente no habrían producido nada si no hubiesen sabido ya lo que la
ciencia les permitía afirmar como seguro. Estaban seguros de conseguir hacer funcionar su
aparatejo, absolutamente seguros, porque había las ondas.
Entonces, el producto, claro está, no se puede decir que no tenga sentido. La televisión tiene
un sentido; ese sentido tiene como carácter el de ser estrictamente la misma cosa que lo que
sale por la fuga de la cual es responsable la hiancia de la relación sexual. Lo que vehicula a la
televisión es el objeto a para todos. Es precisamente por esto que lo que respondí en ella es
exactamente del mismo orden; y no por ello me siento más orgulloso.
Entonces hay ahí algo en mi edición alemana, algo que cuento así al pasar par mi amigo
Heidegger. Le propongo que se detenga –aunque, naturalmente, sé bien que no lo hará; pero
no se sabe, quizá sí lo hará; la última vez que lo vi estaba en una forma formidable, no parecida
la mía, pero se le acercaba-, le propongo que se detenga sobre esta idea; que la metafísica no
fue nunca nada y en cualquier caso no sabría prolongarse –es por eso que él, por lo demás, la
cuestiona-, sino taponando el agujero de la política.
Que la política alcance la cima de la futilidad, es precisamente en lo que se afirma el sentido
por excelencia, lo que se llama el buen sentido, el sentido bajo cuya ley estamos todos... En fin,
dejo de lado aquí lo que dirijo al público alemán, porque, en lo que se refiere al sentido, y al
buen sentido, y al sentido crítico, lo que es el colmo del colmo, se puede decir que ellos eran
verdaderamente sus más nobles representantes. Todo el mundo sabe lo que eso dio, cosa que
por ahora se esfuerzan en olvidar. Se lo recuerdo a ellos porque durante tres o cuatro años me
incomodaron mucho. Esto es del todo personal...
Vuelvo al discurso universitario y a lo que articulo con é. Es que especula muy propiamente -en
esto se basa- con lo insensato en tanto tal. Y en ese sentido lo mejor que puede producir (algo
que finalmente se les ha ocurrido a un cierto número de gentes, pero no sé por qué no se
dedican a ello) es el chiste. Tuve relaciones personales con universitarios adorables, que
estimaba enormemente: Maurice Merleau-Ponty: él era amable conmigo. Tenía horror de eso,
del chiste; eso fue para mí un enigma. Esperaba convertrilo poco a poco. ¿Quién sabe? Y
luego, héte aquí que me quedé antes privado de é. El chiste, sea como fuere, no puedo decir
sino que le daba canguelo. ¿Y por qué se lo habría de reprochar? ¿Qué tendría que
reprocharle? Tener canguelo del chiste en nombre de esto: que es lo que mejor podía hacer.
Incluso es probable que fuera por eso que le daba canguelo.
Y además, no son los analistas quienes tienen que hacerse los fanfarrones, ni siquiera yo; no
son los que se encuentran sujetos a ese otro discurso que es el discurso analítico (lo que, de
todos modos, es inconcebible). Es inconcebible ese retorno a las verdades primeras; esa
especie de catástrofe que, al final del siglo XIX, hizo que un tipo como Freud no encontrara una
referencia mejor que los presocráticos. La cosa es más bien chocante. Es más bien chocante
después de pasado todo un tiempo en el cual habíamos imaginado un mundo, en el cual
habíamos imaginado que teníamos un mundo, un mundo tan embrutecido como el del animal.
Fue Aristóteles quien nos empujó a entrar ahí: el conocimiento, el conocedor y lo conocido: el
mundo.
En fin, no les busco excusas a los analistas, puesto que es bien evidente que no es por culpa
cuya que lo son. De no haber tenido lugar esa especie de encuentro, de chispa entre las
histéricas -como se decía esta mañana-, y alguien un poco retorcido que se llamaba Freud, ya
no se hablaría de todo eso. No se escribiría, no se recogerían, seguro que no, cuidadosamente,
como florecillas, los fragmentos de los presocráticos. No se le ocurriría a nadie preguntarse lo
que eso quiere decir.
Lo que querría es que los psicoanalistas supieran que todo debe llevarles para empezar al
sólido apoyo que tienen en el signo, y que es preciso que no olviden que el síntoma es un nudo
de signos. Pues el signo hace nudos; y si, desde todos lo tiempos, se ha hecho de todo para
hacernos una geometría, es decir, una espacio-temporalidad que no esté fundada de ninguna
manera en los nudos, es decir, que proceda tan sólo con la sierra, es justamente porque los
nudos -como intenté varias veces ponerlo en el banquillo en mi seminario-, son algo
absolutamente capital.
Freud era médico. Tenía al menos una cosa en común con las enamoradas : que no veía muy
lejos. Los psicoanalistas deberían partir de ahí para apreciar su genio.
El recurso, para nosotros, debe ser el inconsciente, es decir, el descubrimiento por Freud de
que el inconsciente trabajo sin pensar, ni calcular, ni tampoco juzgar; y que, con todo, ahí está
el fruto: un saber que basta descifrar, puesto que consiste únicamente en el ciframiento.
¿Para qué sirve el ciframiento? (Abundemos en lo que es la manía de todos los discursos, a
saber, la utilidad). Sea como fuere, Freud lo indica; indica que no sirve para nada, que no es
del orden de lo útil, que es del orden del goce. Y queda por dar el paso siguiente. Es
justamente éste: que, siendo del orden del goce, es en esto que pone un obstáculo a la razón
sexual establecida. Esto es lo que implica que el lenguaje no deje nunca otro rastro de ese
goce que lo que no desemboca, no en una razón, sino en un acto sexual, más que por una
chicana infinita.
Es en esto que el establecimiento de la estructura de esa chicana sería una cosa capital,
porque, después de todo, se la podría muy bien acortar, cuando se da el caso de que nosotros
nos encontramos, por ella, y desde que el mundo es mundo, reducidos a la buena suerte del
encuentro; porque, de buena suerte, no falta; no solamente no falta, sino que incluso no hay
más que eso. Los seres hablantes son felices, créanme. No se fíen sin más de sus pequeños
sentimientos personales; no pueden ser otra cosa; no pueden ser sino bienaventurados. Es la
condición de su reproducción. Se ven librados por ello totalmente al "menos mal"...
Sí, la cuestión es saber si el discurso analítico podría permitir un poquito más, a saber,
introducir lo que el inconsciente no pone en absoluto: un poco de cálculo. La cosa no se pone
en camino gracias a los analistas. Es absolutamente inaudito el éxito que he obtenido hablando
del analizante. ¡La alegría que causó en la otra escuela! ¡Al día siguiente de que yo lo dijera en
mi seminario, no hablaban sino del analizante! Naturalmente, en mi escuela estábamos más
atemperados, y con razón. Y bien, la idea de que podían zafarse de esa dependencia, que era
el analizante quien lo hacía todo, ¡les ponía tan contentos!
La cuestión comienza en el hecho de que hay tipos de síntomas -es decir de nudos-, que hay
una clínica, una clínica que es de antes del discurso analítico; porque Freud, él la heredó. ¿El
análisis, el discurso, la idea del síntoma como nudo, arroja alguna luz a esa clínica de antes?
Seguro que sí. Seguro, pero no es tan cierto como eso; ahí está el fastidio. No es cierto porque
la certeza se transmite, se demuestra; y porque lo que la historia muestra es con toda evidencia
que -cosa muy curiosa- esta exigencia de la ciencia -a saber, que eso se transmita, se
demuestre, se imponga como certeza-, se puso de manifiesto mucho antes que sucediese. Se
hizo la teoría de la episteme -como dicen ahora-, la epistemología, antes de que naciera la
ciencia; ¡dos milenios antes, ahí es nada!
Entonces, para nosotros, para quienes la cuestión es saber lo que podríamos transmitir de una
chicana, que sea... Contentémonos con que sea segura, no con que sea cierta (pero eso, al
menos, tendría de cierto que querría decir alguna cosa). Entonces, a nosotros, eso nos deja sin
embargo con el "menos mal".
¿Ahí está todo? Si he hablado de los tipos clínicos, no ha sido sin razón. Quisiera hacer una
observación, y es que los sujetos de un tipo -histérico u obsesivo según la vieja clínica-, no
tienen utilidad alguna para los demás del mismo tipo. Es más que concebible, se toca con el
dedo todos los días, que un obsesivo no puede dar el menor sentido al discurso de otro
obsesivo. Es incluso de ahí que parten las guerras de religión.
¿Puede haber por el análisis comunicación por un camino que trascienda al sentido, que
proceda por la suposición de un sujeto al saber inconsciente, es decir, al ciframiento? Es de ahí
que surge lo que articulé como fundamento de un nuevo amor: el sujeto supuesto a ese saber,
saber inconsciente.
Es en esto que podría ser puesta de nuevo en juego la entrega de toda una especie al "menos
mal". He dicho que era amor que se dirigía al saber, no he dicho deseo, porque en lo que se
refiere al Wistrieb, aun cuando fuese Freud quien metiera la pata, ya pueden esperar sentados.
Por lo que a eso se refiere, digamos que no hay ni el más mínimo deseo de saber. Es lo que
está absolutamente demostrado por la historia y, en particular por la historia del psicoanálisis.
Alguna de las personas que me rodean me aportó el último seminario de Fink y de Heidegger
sobre heráclito. Sólo leí dos capítulos. Les aconsejo mucho su lectura, pues mucho antes de
que apareciera ese libro que me trajeron ayer, en esa escansión de mi prefacio, con todo, hacía
observar esto: que había gentes, en una época, que enunciaban expresamente el hecho de
que el oráculo no revela ni esconde ningún sentido, semainei, pone en signo.
Es preciso que sepamos que en la interpretación, en lo que nos parece ser el soporte mismo
del sentido, hemos llegado al punto en que, de toda interpretación -es lo que dije en primer
lugar-, los efectos son incalculables. No es ahí donde reside nuestro saber, por consiguiente, si
es que saber, como se suele decir, es prever. La cosa que es por el saber del analista, es que
hay uno que no calcula, ni piensa, ni juzga, sino que cifra, y que es eso lo que es el
inconsciente.
Entonces, las relaciones entre ese inconsciente -en tanto que da testimonio de algo real como
inaccesible-, y el real al cual nosotros accedemos, el del número, son algo que necesita para
nosotros toda esta revisión: la revisión de la lógica en función de la lógica matemática. Y es
precisamente por esto que he definido necesidad, contingencia, imposibilidad en términos
fundamentales a partir del "no cesa". "No cesa de escribirse", es la necesidad; "cesa de no
escribirse", ésa es nuestra oportunidad. Está en la contingencia, está en no diré lo particular, lo
singular de toda observación.
Y es en esto que me felicito de que, en los grupos, cada cual habla y aporta su experiencia; es
ahí donde puede darse lo que no se concibe en nuestra idea de lo real si no es en los términos
de una especie de cristalización. Es ahí donde pueden producirse los puntos nudo, los puntos
de precipitación que harían que el discurso analítico tuviese finalmente su fruto.

NOTAS
1. La palabra motte significa en francés también el monte de Venus.
2. En el original: "bajo ningún signo, se inscribe el sentido...".

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