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DE
ZORBA
ALMIRÓN
IMPRESOR
PATRICIO
CAZORLA
CAZORLA MMIV
A Maruxa y Manolo que, para mí,
son expresión de lo que la juventud puede
a veces tener de mágica alegría y de
luminoso esplendor.
TRES CAMINOS
L a palabra Cultura se usa muchas veces en forma que induce a confusión.
Decimos que un pueblo tiene una Cultura, cuando posee su peculiar manera de
buscar unos principios o valores en que apoyar y cimentar su vida y su conducta.
Y sirviéndose de esos valores se llega a la plena realización del pueblo en cuestión, y con
ello a la calidad de vida, a la equidad y a la convivencia entre sus gentes. De este modo la
Cultura es una manera de obrar, o de pensar, que tiene un grupo más o menos amplio de
seres humanos. Y así hablamos de Cultura Occidental, o de Cultura Oriental, o de
Cultura Islámica.
Cuando un pueblo tiene o hace una Cultura, sus hombres producen día a día y a
través del tiempo, una serie de obras, de costumbres y de ideas, que van desde la aparición
de una novela famosa, o de un cuadro de renombre universal, a la aparición de un sistema
filosófico que marca directrices, o de un estilo de Arquitectura que identifica una época.
Todo ello es efecto y resultado de la Cultura en cuestión.
Eso da lugar a que aquél que conoce esa producción llega a ser una persona de la
que se dice que tiene una cultura. En realidad debería decirse del mismo que es un
hombre que tiene un conocimiento mayor o menor de los valores y realidades culturales
de un pueblo, pero no un hombre que tiene una Cultura porque Cultura, como ya digo,
no es sino una manera de obrar y de actuar de acuerdo con unos valores aceptados.
Se usa pues una misma palabra para dos cosas distintas. Pero aunque exista esa
doble utilización, no vamos, aquí y ahora, a tratar de que eso se corrija. A lo que vamos es
a tratar de ver como se puede llegar a ser buen conocedor de las obras que son fruto de
las ideas y de los sistemas de valores de nuestro pueblo, y de los demás pueblos que
forman con nosotros un modo idéntico de ser y de pensar, pues se apoyaron a través del
tiempo en los mismos sistemas de ideas en que nos apoyamos nosotros, y son como
nosotros, los pueblos que forman Europa dentro de la Historia de Occidente.
El hombre para hacerse de los conocimientos que son el resultado de una labor
cultural, tiene como es lógico muchos caminos. Pero estos no son lo mismo si lo que se
busca son los aspectos científicos de la Cultura de un pueblo, que si lo que se busca son
los aspectos humanísticos de la misma. De sobra es sabido que no es lo mismo la materia
que el espíritu, ni tienen, pese a su tremenda relación, los mismos métodos de
conocimiento. Aquí nos vamos a ocupar solamente de los métodos para el conocimiento
de la cultura humanística, y de los caminos que nos han servido siempre para esta
apasionante búsqueda.
Y utilizando la no mucha experiencia que yo pueda tener en esto, creo sea bueno
decir que para mí esos caminos fueron siempre la lectura, los viajes y el diálogo entre
amigos. En esos tres factores he apoyado siempre, a lo largo de mis más de ochenta años,
la busca de los pocos o muchos conocimientos humanísticos que yo pueda tener.
Existen también otras vías que no hay que silenciar aunque yo no me haya servido de las
mismas, como son los centros educativos o la Universidad, los actos culturales o la
televisión o internet. Pero para mí personalmente, siendo todos ellos realmente buenos
(como fue la Universidad de mis días de juventud que funcionaba muy bien y me sirviera
de mucho), no han tenido tanto peso o influjo como los viajes, los libros y el diálogo
entre amigos.
La Universidad donde yo estuve cinco años, no es la causa de los mayores o
menores conocimientos humanísticos que yo tenga, pero faltaría a la verdad si no dijera
que fue en la Universidad de Granada donde me enseñaron a buscar lo que tenía que leer,
y aprendí lo importante que puede ser en la vida tener inquietud por el conocimiento, así
como la necesidad de llevar un orden en la busca del mismo. En la Universidad yo
aprendí mucho Derecho Civil y mucho Derecho Romano, pero mi apasionamiento por
Grecia, por el Renacimiento Italiano, o por el Racionalismo Ilustrado vendrían después.
Las Universidades de hoy especializan en el conocimiento, pero no pueden
generalizarlo.
Como digo serían los libros, los viajes y el diálogo entre amigos, los que me
llevarían a conocer lo mucho o poco que yo he llegado a saber en el campo del
pensamiento humanístico.
2
Un hombre completo sería aquel que sabe tener una respuesta a la vida; tanto
cuando ésta se presenta como una guerra sorda contra nosotros mismos, (situación harto
frecuente), como cuando la vida nos va bien y se nos ofrece como una fiesta. Y es que la
vida es siempre, y en todos los hombres, mezcla y revoltijo de una y otra cosa.
He buscado siempre encontrar esos métodos en el diálogo con los demás y en las
lecturas de todo género. Y después de muchos años de andar por esos caminos, pienso
ahora que para ser lo que yo llamo un hombre completo, basta sólo con ocho o diez reglas
de conducta y de pensamiento. (Si es que en la vida puede haber reglas, pues estas casi
siempre nos fracasan. Y si es que no nos pasa como a aquel Mandarín chino, que antes de
casarse hablaba de que tenía siete reglas extraordinarias para educar a sus hijos, y contaba
después de casado, que tenía siete hijos pero que no tenía ninguna regla para ellos, pues
todas las reglas le fracasaron).
La verdad es que pese a todo esto, yo creo con cierta seguridad que hay una regla
que es ciertamente positiva para nuestra conducta y que es aquella que consiste en obrar
siempre con buena voluntad y con buena fe (pese a quien pese y pase lo que pase), pues en
nuestra continua y constante buena fe está sin duda la base de todo acierto. A ello habría
que añadir nuestra intención de comprender a los demás situándonos en las mismas
circunstancias y condicionamientos que ellos, y analizando los motivos y razones que
tuvieron para ser como son. Esta es la base de toda convivencia. Y a esto habría que
añadir también nuestra convicción de que hemos de saber dar de lo nuestro a los que lo
necesitan, si ellos realmente lo necesitan y nosotros pudiéramos dárselo.
Creo, y parto de la base, de que las recetas no sirven de mucho. En la vida no hay
recetas. El camino se hace al andar. Pero creo también que con la buena voluntad, la
comprensión y la generosidad es como únicamente podemos pasar por la vida como
auténticos seres humanos. Por eso no se pueden dar recetas para un Mundo mejor. Eso es
absurdo. Pero sí se puede hablar y pretender simplificar esquemas de comportamiento,
de manera personal e individual, para que los que nos conozcan, y nos traten, tengan más
fácil el hecho de ser mejores. Y esto vuelvo a repetirlo, lo he aprendido en los libros y en el
diálogo con los demás.
A todo esto que acabo de exponer, le añadiría todavía otras cuatro o cinco ideas
más que servirán también, posiblemente, para llegar a ser lo que hemos definido como un
hombre completo. Al decir esto quiero referirme al hecho de que no podemos buscar la
perfección porque la perfección no existe. Su existencia está en buscarla. Somos mezcla
perpetua de cualidades y defectos, y aunque debemos tender a potenciar nuestras
cualidades y suavizar nuestros defectos, siempre tendremos dentro de nosotros mismos
una y otra cosa. Ser hombre es ser siempre suma de defectos y de cualidades, que se
reducen o se amplían pero que nunca se eliminan. Y ello me lleva una vez más a pensar
que la perfección está en el uso ininterrumpido de la buena fe con todos y en todo
cuanto hagamos. No creo sinceramente que la perfección pueda ser otra cosa.
Bueno es también que pensemos que el amor al prójimo consiste en definitiva en
no ser nunca insensibles, ni pasivos, ante los sufrimientos de nuestros semejantes, y que
los pobres, a los que hay que ayudar, no son sólo los que no tienen dinero, sino todos
aquellos donde habita el sufrimiento, sea este de la clase y forma que sea. Y que la
sexualidad en sí misma no es buena ni es mala, pues será buena o mala sólo en función
del daño que haga o no haga a nuestros semejantes o a la sociedad.
Por último no olvido, al hablar de todo esto, que sin libertad no se puede vivir y
sin dinero tampoco. Pero es bueno no olvidar que ambas cosas (de las que puede
pensarse que son esenciales en la vida) son claramente negativas si en su utilización
causamos daño o sufrimiento innecesario y gratuito a otras personas.
Es posible que si nos mentalizamos en todas estas ideas de modo sincero,
puedan las mismas servirnos para ser hombres verdaderamente civilizados, y ello es
igual a vivir en lo que yo llamo la cultura del hombre completo. Yo creo eso. Y creo
también que a ello se puede llegar a través de la lectura , sabiendo escoger lo que se lea, y
a través del diálogo con los demás, si dicho diálogo lo centramos en nuestros problemas
existenciales. Muchas de las cosas que acabo de referir las he tomado del Evangelio de
San Juan, que es un libro del que he pensado muchas veces que sería el que me llevaría
conmigo si me condenasen a vivir en una isla desierta y no me permitieran llevarme
nada más que un libro.
Y digo que con el mismo me bastaría, porque en él se dice que “Cristo es la
Resurrección y la Vida, y que quien cree en Él aunque hubiera muerto vivirá”. Y eso es
lo más alentador y realizante que yo he aprendido en un libro.
3
INTERNET
S e ha llegado a decir que, con Internet, los libros llegarán más tarde o más temprano
a no ser necesarios y terminarán por desaparecer. Puede que ello sea así, yo no lo sé.
Pero al pensar en esto, recuerdo que sobre 1850 se celebró en París una Exposición
de Fotografías que entonces eran invento de reciente aparición. Algunas de las
fotografías expuestas eran muy buenas para su tiempo. Las había de Nadar, cuyos
retratos de personajes de su época se consideran, aun hoy día, como trabajos fotográficos
de gran calidad y técnica. Hubo un periodista que al informar en su Diario de aquel
acontecimiento, afirmaba sin vacilar que había asistido a la muerte de la Pintura, y que la
Pintura al aparecer la fotografía acabaría por desaparecer y nunca más levantaría cabeza.
La noticia la daba en grandes titulares y fueron muchos los que estimaron ser de la misma
opinión.
Casi doscientos años después de aquello, las obras de Goya, Matisse o Vermeer de
Delft siguen causando admiración en donde se muestran, y por los cuadros de Van Gogh
o de Picasso se pagan millones de dólares.
Con los libros e Internet creo que ocurrirá lo mismo. Cada cosa tiene su función y
su cometido. Las cosas no valen solamente por el beneficio que nos reportan, sino por la
mayor aparición en ellas del genio y de la sabiduría del hombre. Creo que por mucho
tiempo tendremos que seguir apoyándonos en los libros, sin perjuicio de lo mucho que en
beneficio de todos nos pueda dar Internet. Y por eso voy a hacer referencia, en este libro,
de algunas de las obras de la Literatura Universal que más me impactaron o influyeron, a
la vez que seguiré opinando como Tomás Carlyle (pensador inglés del siglo XIX del que
aprendí muchas cosas) que “la mejor Universidad es una buena biblioteca”.
4
LOS HOMBRES
DEL
NOVENTA Y OCHO
C uando yo tenía veinte años ya había leído a casi todos los autores y escritores del
noventa y ocho, que es la generación que más ha enriquecido de auténticos
valores la Literatura Española. Para mí los hombres de la Generación del 98
valían más que los hombres del Siglo de Oro, excepción hecha como es lógico de
Cervantes, Quevedo, Santa Teresa y San Juan de la Cruz. Todos los demás eran en la
comparación muchos menos valiosos. Esto honradamente lo creía así y lo sigo creyendo
así. Pero no deja de ser una opinión.
Los hombres del 98 como los llamara Azorín, que fue el primero que los nombró
de ese modo, tenían todos ellos algo admirable y que es como el denominador común de
todo lo que escribieron, y fue su seria preocupación por la decadencia de España. A ello
añadían su inquietud por los problemas del pueblo, su realismo en el análisis de esos
problemas y su sentido trágico de la existencia, factores todos ellos que unidos a nuestra
penosa decadencia eran los condicionamientos de nuestra vida y de nuestra Historia.
Nuestra decadencia la entendían como algo que todos los españoles vivíamos con altivez
y desprecio hacia los pueblos que nos habían dejado atrás en el devenir del tiempo, a la
vez que se vivía con amargura y añoranza. Pero era una situación de la que no sabíamos
salir. Y en nuestra decadencia había a su vez una rara belleza que era efecto de que los
hombres que la vivían se dejaban embargar por la nostalgia del pasado y por el esplendor
que hubiera en dicho pasado. Eran así hombres que se sentían desplazados del que
estimaban como su momento histórico. Y cuando la decadencia de un pueblo tiene
hombres que la sienten y la cuentan y se quejan de ella, es todo eso como el Canto del
Cisne de un periodo histórico que se fue y que sentimos se fuese.
La producción de la Generación del 98 como expresión de una decadencia es muy
valiosa. Aparecen infinidad de obras que explican como éramos antaño y como éramos
ahora, y que analizaban a lo que habíamos llegado tras años de transitar por caminos
erróneos y equivocados. Aparece La Regenta de Clarín, La Busca de Pío Baroja,
Fortunata y Jacinta de Galdós, o La Flor de Mayo de Blasco. En todas las obras se ve a
donde nos llevó nuestra pobreza y nuestras inamovibles ideas tradicionales. No hay
decadencia más sabiamente contada que la nuestra. Y en igual manera, el pensamiento de
Unamuno, de Ortega y de Ganivet analizaban con acierto todo lo que pasara a nuestro
pueblo desde los Reyes Católicos a los días de la pérdida de Cuba y a los días que fueron
prólogo y preámbulo de nuestra penosa Guerra Civil.
Y todo ello lo cuenta también una pléyade de pintores de entonces, como Sorolla,
Zuloaga, Sert, Vázquez Díaz, Gutiérrez Solana, o Pablo Picasso, pues la Pintura sirve
también para contar lo que pasa.
Hay una avalancha de hombres geniales que no están de acuerdo con lo que viven
ni con lo que tienen, y son ciertamente críticos con lo que ven y buscan soluciones, en
nuestra tierra y fuera de nuestra tierra, pero no las encuentran.
Se dio además la circunstancia de que, antes de que esa Generación del 98 hubiera
desaparecido, surgió la joven generación del 27. Y ambos movimientos coincidentes en
su fondo pero no en sus formas, llegaron con su empuje y con su fuerza hasta los días
finales de nuestra Guerra Civil.
Después vino el silencio de nuestra Cultura. Un largo y penoso silencio que se
debió no sólo a represiones dictatoriales, que sin duda las hubo, sino mayormente a que
nacieron menos hombres de ingenio que antes. Se vivió a partir de 1950, a partir de
mediados del siglo XX, sin poder olvidar en mucho tiempo a los hombres del 98 y sin
tener otros modelos y otras referencias que las que marcaron ellos. Y aun cuando
después surgieron hombres como Gironella, Delibes o Goytisolo cuya valía es
indiscutible, y nos dieran el Nóbel de Literatura para Alexandre y para Cela, es la verdad
que llevamos muchos años, en los que si no se habla de crisis en el Mundo del
Pensamiento y de las Letras en nuestro País, es porque no queremos hablar de eso.
En los años que siguieron a la Guerra Civil del 36, pasó algo parecido a lo que
sucediera cuando acabó el Siglo de Oro español y transcurrió todo el siglo XVIII sin más
figuras literarias que el Padre Isla, Feijó y Fernández Moratín. Y no había mucho más que
contar hasta que a la entrada del periodo Romántico volvió a haber nombres de prestigio
en nuestra literatura. Es algo sumamente curioso, pero suele ocurrir, que a un periodo de
mucha creatividad sucede otro completamente vacío. Igual que a un periodo de grandes
lluvias suceden las sequías.
Mi juventud coincidió con los días en que la Generación del 98 estaba de moda y
se leían sus libros por los jóvenes estudiantes de entonces, que no eran muchos, porque
sólo estudiaban los ricos, y que, por cierto también, no tenían más remedio que darse a la
lectura porque no había como ahora ni televisión, ni internet ni automóviles propios, ni
otros ingenios que nos apartasen de los libros.
De ese modo yo aprendí mucho y leí no poco.
7
LA REGENTA
L a Reg enta fue la obra de la Generación del 98 que más
tarde llegué a leer, y es sin duda la mejor novela hecha
en España en mucho tiempo. Es la historia de Ana Ozores, una mujer joven con
su pasión de amar reprimida fuertemente por sus ideas y por la sociedad de su tiempo, y
de Fermín Pas, un cura joven que utilizaba su ministerio para medrar en su pasión por la
protagonista, que nada sabe de eso. El cura espía a la Regenta y como no puede tenerla,
por su condición de sacerdote, trata de impedir que sea de nadie más. Se hace su
confesor. Y reprime los deseos sexuales de la Regenta cada vez que ella le pide consejo,
razón por la cual ella le tiene por un excelente confesor. Una serie de acontecimientos
envuelven a los personajes cuando Ana Ozores se entrega en brazos de un joven amigo
de su marido llamado D. Álvaro de Mesía. Todo se torna desencanto, frustración y
desconcierto en los personajes de la narración cuando esto acontece. Y Fermín Pas para
humillar a la Regenta, por lo que considera como una traición, no a su marido sino a él, la
hace ir en una procesión con una larga túnica, descalza y con una soga al cuello. Tras
pasar Ana Ozores por tan fuerte escarnio, con un confesor que la humilla, con un marido
viejo, y torpe, que no la desea y con un amante que ante el escándalo se retira, ella también
se marcha de Oviedo.
Todo ello con ser de indudable interés para los que lean esta obra, es
probablemente lo de menos, porque lo que hace de La Regenta una obra maestra es el
hecho de que es la historia de muchos de nosotros, la historia de la sociedad burguesa y de
la sociedad proletaria de España, no ya de finales del siglo XIX (en que la misma se
cuenta) sino del tiempo que va de los lejanos días de la Contrarreforma hasta mediados
del pasado siglo XX, tiempo en que la vida en España fue siempre tan igual y con tan
poquísimos cambios. En La Regenta vemos una ciudad de provincias como Oviedo,
abundante de pobres y de clérigos, que se arriman como pueden a una burguesía llena de
valores solo aparentes, sin ningún fondo de contenido constructivo. Una burguesía que
critica agriamente todo lo que no estuviese en concordancia con esos referidos valores,
que por otra parte no eran más que una colección de rutinas practicadas sólo en
apariencia, tanto por los de arriba como por los de abajo, que en verdad sólo iban a la
busca del dinero o del sexo como objetivos de su vida.
Hay en la novela otro tipo de gentes que no son así, pero tienen aquí escaso
protagonismo. No es una crítica de la vida en una ciudad española, sino una narración de
lo que en ella se tapaba y se escondía de tiempo inmemorial y como costumbre saludable.
Desde la torre de la Catedral, a donde el canónigo Fermín Pas sube con frecuencia
con su catalejo y sus monaguillos, Oviedo se nos muestra en toda su amplitud, con sus
callejas, sus huertos, sus plazuelas y los prados y arboledas que rodean todo el conjunto
urbano. Pero Oviedo se nos muestra a la vez por dentro, cuando conocemos los
problemas, los deseos, las inquietudes y los diálogos de las gentes, que casi siempre giran
en torno a cuestiones económicas o sexuales.
La Regenta me hizo pensar mucho en estos problemas. Sobre la sexualidad llevaba
yo tiempo interesado e intrigado por su estudio. Y llegaba a conclusiones sobre la misma
en que solía afirmarme, aunque nunca sabía si con acierto.
Para mí, la sexualidad fue siempre un impulso que cuando no encontraba límites
que lo amortiguaran, degeneraba muchísimas veces en abuso contra los demás. Ello traía
como consecuencia que se intentase buscar por la Sociedad, o por los gestores de la
misma, poner límites a la sexualidad para refrenar sus abusos.
Eso fue exactamente lo que pasó en los días del Imperio de Roma, en que el
desenfreno sexual fue tan grande y la libertad sexual tanta, que al aparecer el Cristianismo
con su mensaje de exaltación de la castidad, ese mensaje arraigó con fuerza en gran
número de ciudadanos que estaban hartos de tanto uso y abuso sexual. Posiblemente
esta reacción constituyese un factor más, de los muchos que hubo, para que el
Cristianismo fuese aceptado masivamente.
Cuando se consiguió, poco a poco, vivir una sexualidad más controlada por los
Poderes religiosos, se derivó año tras año a través del tiempo hacía un cansancio de ese
control. Y como reacción al mismo se fueron quitando prohibiciones y se llegó así a un
desenfreno que cada día fue mayor. Esto empieza tímidamente sobre el siglo XIII, y
llega hasta bien entrado el siglo XVI, abarcando toda la sociedad europea del
Renacimiento. En libros como los Cuentos de Camterbury de Chaucer o el Decamerón
de Bocaccio se refleja todo esto muy bien. Así se ve en aquel cuento del Decamerón en
que todas las monjas de un convento se pelean por acostarse con el joven sacristán que
cuidaba de la iglesia y de la huerta. Y no se soluciona la disputa hasta que no establecen
un calendario por el que regirse. O aquel otro en que nos cuenta que llegó una monja a la
tienda de un ermitaño en el desierto y éste, para poder acostarse con ella, la convenció de
la necesidad que había de que él metiese el demonio en el infierno. Y la monja, al final,
quiere a todas horas meter el demonio en el infierno, de forma que el ermitaño no podía
con ella. El Decámeron, escrito en el siglo XIV, tiene cuentos que se leerán siempre.
Al mediar el siglo XVI, de nuevo se produce la reacción contraria y se llega por un
periodo de tiempo no muy largo, a valorar muy fuertemente la castidad. Los hombres de
la Contrarreforma, así como los anglicanos y calvinistas, reprimen por entonces la
sexualidad con extremada dureza. De este tiempo son los más importantes procesos por
brujería de la Historia, y es cuando la persecución de la brujería es más general. Y lo que
no se ha dicho mucho es que los aquelarres de brujas eran siempre, o casi siempre,
mantenidos por gentes que se iniciaban en ello como modo de tener relaciones sexuales
totalmente libres, que fuera de ese mundo era muy difícil mantener. Al comienzo de toda
ceremonia de endemoniados, los embrujados y los brujos copulaban revueltos antes de
rendir culto a Satán en cuevas y tugurios escondidos. En el siglo XVII este era uno de los
pocos medios que había de evadir la represión sexual, represión que se iría atenuando
poco a poco hasta los días de la Ilustración, sin que ello quiera decir que la misma
desapareciera por completo. De todos modos en los días de la Revolución Francesa, y en
los años del Romanticismo europeo que le siguieron, se vuelve a vivir la sexualidad con
más libertad. Pero a mediados del siglo XIX vuelve a reprimirse de nuevo. Es la represión
que yo llamo de la época victoriana, porque coincide con el largo reinado de la Reina
Victoria, y porque parece ser que todas las virtudes de la época las simbolizaba esta
Reina, que fue amada por sus súbditos como nadie. La decencia en la mujer tenía que ser
clara como la luz. El hombre en cambio podía hacer lo que le diera la gana, siempre que
no se supiera ni se viera.
Todo esto duró poco más o menos hasta mediados del pasado siglo XX en que la
libertad sexual fue adquiriendo unas cotas de permisividad y de tolerancia como jamás
las tuviera en su historia. Y en eso estamos cuando comienza el siglo XXI.
Lo que cuento no es más que la exposición de una realidad que ocurre con
frecuencia. La reacción a una conducta ha llevado siempre a realizar la conducta
contraria. Admito que esta interpretación de la Historia, como una continua sucesión de
la acción y su reacción contraria, pueda ofrecer ocasiones en que los hechos no hayan
ocurrido así. Pero lo más corriente, en el devenir histórico, es la continua repetición de
ese proceso, en que a una acción sucede la reacción contraria, para volver otra vez a
empezar de nuevo.
De todos modos no creo que con lo expuesto quede explicado lo que haya sido la
sexualidad en la vida de todos nosotros. Hay que aclarar más las cosas y hay que añadir
otras informaciones y juicios sobre esta cuestión. Y así hemos de indicar que la
sexualidad ha sido en todo tiempo y en todo lugar, un impulso realizador y procreador de
gran fuerza interior en todos los seres humanos. Igualmente hay que afirmar y no omitir
–y es cosa pese a su importancia que no se ha dicho mucho- que ese impulso lleno de
fuerza interior en que la sexualidad consiste, es algo que ha discurrido siempre por la vida
apoyado en dos fenómenos sociales de fuerte carácter coactivo que son el machismo y
las represiones religiosas. El machismo impulsaba y las represiones religiosas
refrenaban, a veces sin acierto, lo que siempre necesitó de un equilibrio, que es el deseo
sexual. A su vez esas dos fuerzas sociales eran concordes en esconder la sexualidad del
ser humano, en taparla y ocultarla haciendo caer sobre la misma una cortina o velo que la
reducía siempre, o casi siempre, al ámbito de lo privado y de lo íntimo. Esto no era otra
cosa que el pudor que en todo tiempo se consideró como un fenómeno natural, pero que
yo suelo considerar como un fenómeno derivado de la costumbre de reducir a lo íntimo
toda sexualidad. Eso es lo que pienso cuando veo que en muchos poblados primitivos de
África y de Australia, los hombres y mujeres van siempre desnudos de tiempo
inmemorial, y no sienten ningún tipo de pudor que sin duda sentirían si el pudor fuera un
fenómeno natural y no un fenómeno consuetudinario. Y eso también es lo que puede
pensarse cuando se leen las cartas de Colón desde Cuba a los Reyes Católicos en las que
les explica que los indios eran cobardes y siempre iban desnudos sin que sintieran jamás
vergüenza de ello.
Hoy vivimos un fenómeno que no hemos vivido nunca que es la desaparición del
pudor. Siempre pudo haber excesos pero siempre se taparon y escondieron. Nunca faltó
el pudor. Y hoy el pudor se olvida, con demasiada frecuencia a veces, e incluso se
considera por muchos como una hipocresía.
Creo que todo empezó en Francia con la Revolución estudiantil de Mayo de 1968.
Fue una revolución que fracasó y a la que incluso después se ha restado importancia.
Pero su semilla ha germinado. Y desde entonces creo que no somos como antes. Fue una
revolución donde no hubo muertos, donde no hubo jefes, donde sólo hubo gente joven
que paralizó la vida de la nación durante un mes entero. Y no pasó nada. No pasó
absolutamente nada. Fue algo impresionante. Pero se sentó claramente un principio que
ha calado muy hondo en la mente de los que vinieron después, quedaba “prohibido
prohibir”. Una consigna que parecía pasar a ser, en lo sucesivo, norma de obligado
cumplimiento. Y el pudor era una prohibición. Recuerdo que en Granada por aquellos
días varios jóvenes de la Facultad de Derecho, en una plaza de la Ciudad, se quedaron
completamente desnudos en medio de una multitud de compañeros y amigos que reían y
aplaudían. Y se subieron a todo lo alto de una fuente que había en el centro de aquella
plaza y desde allí gritaban la palabra libertad con grandes muestras de jolgorio y alegría.
Días después fueron multados por el Ayuntamiento. Pero aquél día se cargaron el pudor.
10
EL TENORIO Y EL MACHISMO
E l Tenorio es otra de las obras de nuestra Literatura que siempre me gustó. Tal vez
eso se haya debido a que desde muy joven el Tenorio fue siempre una figura o
personaje del que tuviera con frecuencia información y contacto. Del Tenorio y
del Quijote era muy habitual que me hablasen en las clases del Instituto de mis años
juveniles. Incluso los curas nos hablaron alguna vez del Tenorio como de un gran
pecador. Estaba vivo y presente en la mentalidad del pueblo.
El Tenorio se representaba en Cazorla todos los años en el mes de Noviembre.
Las representaciones se hacían en el Teatro de La Merced por actores más o menos
buenos. Hoy día esto ya no se hace y por las razones que sean se ha perdido. Pero a mí
todo eso me gustaba. Siendo yo chiquillo unos primos míos lo representaron con un
grupo de amigos de su edad en el patio de su casa. Acudió allí una bulliciosa chiquillería.
Y la representación la hicieron muy bien. Yo no sé de donde sacaron el vestuario y las
espadas de bonita empuñadura y hasta los gorros con su pluma de color incrustada.
Mientras Don Juan y Doña Inés recitaban su diálogo poético y apasionado, no se oía una
mosca. Se diría que todos los zagales que asistíamos a la función éramos conscientes de
que aquello era algo bueno y que la fluidez y belleza de los versos de Zorrilla nos
impresionaba. Yo entonces veía el Tenorio como el no va más en perfección y elegancia.
Estos teatros protagonizados por aficionados del pueblo eran cosa realmente buena
pero con el tiempo se dejaron de hacer.
De todos modos han sido muchas las representaciones que he visto del Tenorio,
aun cuando no viese la que quizás más interés tuviese en ver, que fue la versión que se
hiciera del mismo con decorados de Salvador Dalí en 1949 en Madrid. Siempre me llamó
la atención la gran imaginación de Dalí y la belleza de todas sus creaciones en todo cuanto
llevase su firma. Tengo de él la idea de que no fue un gran pintor (he visto bastantes
cuadros suyos), pero sí fue un hombre con una gran imaginación, una imaginación que
apoyada en un original subrrealísmo hacía muy difícil encontrar quien le igualase o se le
pareciese.
En el Tenorio de Dalí las mariposas fatídicas de alas grandes y multicolores
revolotean sobre la mesa donde van a cenar D. Juan y D. Luis Mejías, rememorando así el
vuelo de las arpías mitológicas sobre las cabezas de Jasón y Esculapio en el viaje de los
Argonautas en busca del Vellocino de oro. Las doradas cornucopias que adornan las
paredes van pasando de un acto escénico al acto que le sigue, como una fúnebre
mutación, a convertirse en lápidas de anónimos nichos. Y los racimos de uvas que hay
sobre la mesa van pasando también de un acto a otro de la obra, para convertirse como
una fúnebre premonición, en racimos de pequeñas calaveras doradas. Dalí no tiene
interés por saber cómo y quién es el Tenorio. Parece que solo le interesa del mismo lo que
le rodea y le es exterior, para embellecerlo y poetizarlo y hacerlo pura premonición.
Esto no es lo que le ocurre a Marañón cuando hace su estudio del Tenorio y lo
analiza como un hombre con su sexualidad aún no concluida, que no acaba por centrar su
amor en una sola persona y, de ese modo, abandona a todas las mujeres que comienza a
amar. O lo que ocurre en aquellos que lo consideran como un homosexual, por su
abandono y hastío de toda pasión, y de ese modo lo pintan con rasgos y ademanes
femeninos como hace el pintor Elías Salaverría. Otros dan de él la idea del hombre que se
acoge a su amor por Doña Inés para lograr por medio de ella la salvación de su alma,
como nos cuenta el poeta Emilio Carrere. Las interpretaciones del Tenorio son muy
numerosas.
Pero creo yo que la más importante de todas ellas es la interpretación que de su
figura hace el pueblo llano y los hombres del pueblo. Ellos ven en el Tenorio el prototipo
del macho que encarna el machismo triunfante y victorioso, que domina siempre a la
mujer y la deja siempre rendida a sus pies. El Tenorio para el pueblo es más que nada la
mitificación del machismo y el prototipo del machismo, y como su emblema y símbolo
más valioso.
El machismo como factor inductivo de la sexualidad es un fenómeno que tiene su
inicio en la oscuridad del tiempo. De siempre he pensado que el origen del machismo
estaba en la mayor fuerza física del hombre sobre la mujer. Ello lleva a que el hombre
fuese siempre el que defendía a los suyos de los abusos de los demás y el que cazaba y
cultivaba la tierra para alimentarlos. Esto le daba autoridad sobre ellos y era a su vez algo
que había que valorar y exaltar, pues cuanto más prestigio y renombre tuviera el que los
cuidaba y defendía, mejor era para todos.
De este modo se llegó a pensar que el jefe familiar era, o tenía que ser, el más fuerte,
el más alto, el más hábil y el más sabio. El macho podía vencer a todos sus iguales y tenía
solución para todos los problemas. Nada había por encima del mismo. Se hizo el mito del
jefe. Y esto funcionó en todas las culturas. Y funcionó bien. Y este mito se convirtió a
fuerza de tiempo en un valor social incuestionable. De este modo dentro de la unión de
hombre y mujer, el hombre era quien decidía y ordenaba el desarrollo y vivencia de la
sexualidad, que estaba así hecha para exclusivo goce y disfrute del macho.
Pero en la Historia todo acaba por cambiar aunque sea tras el paso de miles de
años. Con las ideas de libertad de la Ilustración y las ideas de liberación de la mujer que le
siguieron, se inició un largo forcejeo contra el viejo mito de la supremacía del macho que
ha llevado poco a poco y ya en nuestros días, a una lenta decadencia del machismo y del
imperio del mismo.
Y en esta batalla contra su decadencia parece ser que el macho no quiere asociarse
con nadie para defender su status. Actúa solo. Por eso vemos con frecuencia, en estos
tiempos de principios del siglo XXI, muchos casos de maltrato a las mujeres. Se dan en
todos los países de Occidente y no son otra cosa que casos aislados y en solitario de la
violenta afirmación por el macho de su derecho de dominio sobre la mujer, que
solamente es suya y no de nadie más, ni tan siquiera de ella misma. Y se llega incluso, en
este contexto, a asesinar a la mujer cuando esta no se somete a los deseos del varón, que
nunca quiere perder la vara y la usa a lo bestia en infinidad de casos. Son alarmantes las
cifras de maltrato que se alcanzan en estos años. Todos los días, prensa y televisión nos
informan de nuevos y numerosos casos de maltrato a cual más espeluznante. Se pega, se
apuñala, se atropella y hasta se quema con gasolina a las mujeres cuyos maridos no
perdonan el más mínimo comportamiento que indique que su dominio sobre ellas es
contestado. Todo esto ha llegado a convertirse en uno de los problemas que más
preocupan hoy día a la Sociedad.
Pero el varón no acepta su derrota ni cree en ella. Actúa solo y se defiende solo,
pues piensa que su supremacía sobre la mujer está en el orden natural, y no es creación ni
de la sociedad ni de los hombres. En esta convicción del carácter natural del machismo, y
no del carácter sociológico y tradicional del mismo, está la más fuerte dificultad para su
eliminación.
Cuenta el escritor Josep Pla en su “Cuaderno gris”, que en su pueblo del
Ampurdán había un herrero que estaba casado con una mujer algo más joven que él. El
matrimonio tenía tres hijos y vivían del trabajo del padre en la herrería y de algunos
trabajillos que hacía la madre en las casas de los ricos del pueblo. Los niños iban a la
escuela. Y todo parecía marchar muy bien.
Pero el herrero tenía desde hacía muchos años una rara costumbre que no parecía
querer abandonar. Todos los años el día del Santo Patrón y con motivo de las fiestas del
pueblo, cerraba le herrería y se iba con un grupo de sus amigos de copas por los bares del
lugar. Se pasaban el día entero bebiendo de bar en bar. Y a la noche cuando ya estaba
completamente borracho, se iba a su casa y sin mediar explicación alguna daba a su mujer
una monumental paliza que la dejaba destrozada y llena de moratones.
Tras la paliza se acostaba en la cama a dormir la borrachera. Y al día siguiente no se
decía palabra de lo ocurrido. No volvía a haber más palizas ni borracheras durante todo el
año. Pero al año siguiente al llegar el día de la festividad del Santo Patrón del pueblo,
volvía a coger su borrachera y a dar su monumental paliza a su mujer. Y así llevaban ya
trece años sin faltar ni una sola vez a su brutal costumbre ¿sería todo esto una válvula de
escape de su frustración y de la monotonía de su vida? O ¿Sería una afirmación de su
condición de macho que necesitaba obrar así, por lo menos una vez al año, para probarse
a si mismo su masculinidad? Josép Plá no aclara nada de esto ni hace sobre ello ningún
comentario, lo que si hace es contar lo que había pasado con el herrero el año anterior, en
que al llegar el día del Patrón, se emborrachó como todos los años y cuando ya entrada la
noche volvió a su casa para dar a su mujer la paliza anual, se encontró con que su mujer no
estaba. Se había marchado del pueblo con un albañíl mucho más joven que ella. Y ni de
uno ni de otra nunca más se supo.
Sólo de este modo acabaron las palizas del día del Santo Patrono. Es muy probable
que Josep Plá que era un gran conocedor de la vida y que escribió todo esto en 1919, viese
ya entonces el remedio a los abusos del machismo, en el sencillo procedimiento de poner
tierra por medio.
11
ANTÍGONA
A ntes de la aparición de la imprenta no había libros, había manuscritos. Los
manuscritos eran copias hechas a mano de una primera obra original, también
hecha a mano.
Algunos manuscritos tenían mucho que desear pero otros estaban muy bien
hechos. Los mejores procedían de las abadías y conventos, donde los monjes, a más de su
dedicación a la oración y a las labores de sus huertos, se dedicaban a la copia de libros
famosos en cuya confección eran verdaderos artesanos. Los benedictinos eran maestros
en este noble oficio y las abadías de Cluny y Molesmes en Francia, y de Motecasino en
Italia o del Poblet en España, tenían fama de ser centros donde los manuscrito que hacían
sus monjes eran de extremada calidad. Cuando en el siglo XV apareció la imprenta, los
manuscritos poco a poco dejaron de hacerse. Pero apoyándose en ellos se hacían los
libros. Los libros pasaron en muy poco tiempo a convertirse en algo muy valorado.
En Florencia en el siglo XV encargaron a Poggio que buscara una obra de
Quintiliano que creían que estaría en el Monasterio de San Gall en Suiza. Poggio tuvo la
suerte de encontrarla y aquello fue un auténtico acontecimiento. También en Florencia
encargaron a un noble, de nombre Gemisto, que buscara todo lo que pudiera encontrar
de autores del Mundo Antiguo en la mágica ciudad de Bizancio. Bizancio era un
fantástico arsenal donde se podían encontrar restos y recuerdos de la cultura griega o de
la cultura de Roma. Allí había reliquias de la vida de Cristo, como se decía de la Corona de
Espinas de Jesús, que San Luis de Francia compró para ponerla en una capilla que hizo
construir en París para su enterramiento. Había estatuas de Lisipo, de Praxiteles y de
Leócares que llegaron de Atenas y que se habían logrado salvar del saqueo a que los
Cruzados sometieron a la ciudad en 1204. Y había infinidad de manuscritos de obras de
Homero, Sócrates o Eurípides, manuscritos que eran precisos no ya para hacer más
copias de ellos, sino para imprimirlos en las nuevas imprentas que empezaron entonces a
aparecer por todas las ciudades de Europa. El barco en que Gemisto traía su precioso
cargamento se hundió en el mar. Todo se perdió y aquello se tuvo por una auténtica
desgracia. Y en realidad fue algo muy negativo para la cultura del Renacimiento.
Eran tiempos en que el interés por los libros era apasionante. Un rico italiano de
nombre Nicolás Nicola poseía una biblioteca con nada menos que más de ochocientos
manuscritos casi todos ellos únicos en el Mundo. El Duque de Urbino a quien retratara
Rafael leyendo un libro, tenía a su vez una biblioteca que aunque de menor volumen, no
era de menor fama. Y Tomás Panteuricelli que llegó al Pontificado con el nombre de
Nicolás V, inició con lo poco que la Iglesia entonces tenía, las bases de lo que ha sido
después la Biblioteca Vaticana. Durante su pontificado compró tantos libros que cuando
su sucesor el Papa Calixto III visitó las estancias donde los mismos estaban todavía sin
colocar, no se explicaba que todos los “dineros” de San Pedro se hubieran ido en
comprar libros.
Los primeros libros no se vendían en las librerías, sino en las ferias y mercadillos de
los pueblos en unión de otras baratijas. La gente del pueblo cuando veía que se ofrecían
por feriantes y tenderos dos ejemplares exactamente iguales, no los querían comprar
porque creían que aquella igualdad y similitud eran obra del Diablo.
Los libros, que antes era precioso saber en que abadía o convento estaban para ir
allí a estudiarlos o copiarlos, ahora no había más que ir a la imprenta de cualquier ciudad
para comprarlos o conocerlos. Y los libros que salían de la imprenta se miniaban también
como antes se hiciera con los manuscritos. Las miniaturas eran ricas en colores fuertes,
como el dorado o el rojo, y eran abundantes en pequeñas figuras finamente dibujadas,
componiendo escenas de la vida de Jesús o de la vida corriente de la gente de entonces, o
de hechos estelares de la Historia Antigua como las batallas de Alejandro o Julio César.
Algunas miniaturas como las del Libro de Horas (libro de oraciones) del Duque de Berry
son una joya de la cultura medieval. Lo miniaron los hermanos Limbourg, de origen
flamenco, en el siglo XV, y está en Francia en Chantilly.
Pues bien, a través de esa maraña de copias, manuscritos y papeles nos ha llegado
todo lo que los Clásicos de la Antigüedad y de la Edad Media nos legaron y crearon para
goce y ornato de la Cultura de Occidente. Así, por todo ese tinglado de copias, y
manuscritos, llegó a nuestras imprentas, a imprentas como la de Plantín en Amberes o la
de Aldo Manucio en Vencia, la magia de obras como “Antígona” de Sófocles, que es una
obra realmente mágica y es como una expresión clara y luminosa de la perfección, si es
que en verdad la perfección existe en la obras y en los hechos de los hombres. En
Antígona, si la leemos atentamente y hacemos reflexión y análisis de lo que en ella se dice,
llegamos al convencimiento de que estamos ante una obra de esas que surgen una vez en
la Historia y pasan después cientos y cientos de años para que surja otra cosa con idéntica
categoría, si es que llega a surgir.
Antígona era hija de Edipo y hermana a su vez de Eteocles y Polinice, dos jóvenes
príncipes griegos que se rebelan en guerra a muerte contra Cleantes rey de Tebas (la
mítica ciudad fundada por Cadmo, hermano de Europa, cuando buscaba a esta tras su
rapto por Zeus). Los dos hermanos rebeldes pierden la batalla y mueren en ella. Y
Cleantes con arreglo a las leyes y normas de su Estado, prohíbe que los cadáveres de
Eteocles y Polinice sean enterrados hasta que las aves del aire los picoteen y los destrocen
acabando con ellos. Eran las leyes del Estado, que no coincidían con las leyes religiosas
que Antígona quiere poner en práctica y según las cuales si sus hermanos no son
enterrados, sus almas no irán al Paraíso y entraran en el Hades, reino de las sombras y del
silencio. Antígona entierra a sus hermanos exponiéndose a que Cleantes le quite la vida,
pero prefiere esta decisión a no seguir sus leyes religiosas.
Hemon hijo de Cleantes y enamorado de Antígona, cuando ve que tras todo esto
no va a ser ya posible su unión con ella, busca en el suicidio la solución a su laberinto de
contradicciones.
La obra es una tragedia. Y la tragedia no es más que la rebelión del hombre frente a
un destino que le es adverso y contrario. Un destino al que no puede hacer frente y contra
el que no tiene otra salida que la sumisa aceptación del mismo, sin que quepa la
desesperación o el suicidio, pues una y otra cosa nada resuelven. La tragedia es así en
mayor o menor grado, una expresión de lo que es la vida en todos nosotros cuando
aconteceres que nos son contrarios nos llevan a que no encontremos el camino y no
veamos otra salida que la sumisión a aquello que nos destroza.
Antígona, nada menos que cuatro siglos antes de Cristo, nos planteó por primera
vez un problema que siempre ha obsesionado a los hombres. El problema del
enfrentamiento entre nuestra conciencia y los que nos quieren avasallar. O dicho de otra
manera el dilema de ser libres de pensar por nuestra cuenta o ceder ante los que quieren
que pensemos como ellos y nos obligan a obrar como ellos. Y este problema Antígona lo
resuelve desobedeciendo las ordenes de Cleantes y enterrando a sus hermanos. Para
Sófocles nuestra conciencia es el módulo ante la tragedia.
También se cuestiona en Antígona y por primera vez en la Historia lo que se ha
llamado después la Razón de Estado, en que se lleva al hombre a poner el interés del
Estado por encima de su propia conciencia, optando por lo que conviene al interés del
Estado y no por seguir lo que nos diga la moral que habita en nuestro corazón. Sófocles
plantea ya aquí el problema de elegir, no entre lo bueno y lo malo, sino entre dos cosas que
para el que elige son malas a la vez, porque las dos dañan. Y la solución para Sófocles está
en elegir aquello que dentro de lo malo, sea lo menos malo. Pero al cumplirse los deseos
de Cleantes, que sería lo que conviene al Estado, Sófocles nos hace ver que en el problema
de la Razón de Estado siempre se elige lo que suele convenir al más fuerte y no lo que
menos daño lleva en sí.
Sófocles también trata de dejar constancia de que el hombre es un ser grande y
admirable, de manera que puede conceptuarse al mismo como una maravillosa obra de
arte aunque sólo sea por su capacidad de pensar, y en cuanto que es un ser que piensa. Así
lo afirma el Coro de Antígona donde todos sus miembros hablan con una sola voz.
A la vez establece Sófocles una especie de hermandad del hombre con todas las
cosas que le rodean, estén vivas o no, cuando nos dice que “tras la muerte, donde no hay
más que silencio, nos lloraran los ríos, nos lloraran los montes, nos llorarán los bosques y
las rocas y las piedras y todas las cosas nos llorarán”. Y esto no es otra cosa, que un
impresionante canto a la vida de ámbito general, ante el absurdo de la muerte.
En Antígona hay mensajes que todavía nos sirven veinticinco siglos después. Y en
eso está su fuerza, su grandeza y su rara belleza.
13
SHAKESPEARE SIEMPRE
C on frecuencia llevo a Shakespeare en mi pensamiento. No exagero si digo esto.
En Shakespeare hay siempre como un compendio de lo que debe conocerse para
tener una idea precisa de lo que es la vida. Y de ese modo es fácil que esté en
nuestra mente muchas veces. Shakespeare es un conocedor total de lo que es el hombre.
Y a través de los personajes de sus tragedias nos puede enseñar lo que somos y lo que no
podemos dejar de ser.
Es difícil leer teatro. Pero el teatro de Shakespeare se lee. Es difícil ver teatro de
Shakespeare. Pero a veces en los pueblos su teatro se ve. Y no es ya tan difícil ver
versiones del teatro de Shakespeare en cine. Y por fortuna se ven con cierta frecuencia.
Todas sus tragedias se han llevado al cine, y algunas veces de forma brillante.
Es el caso de la película “Julio César” en que Marlon Brandon interpreta el papel
de Marco Antonio y nos conmueve con su discurso fúnebre ante el cadáver de César. En
“Romeo y Julieta” nos ofrece Zefirelli un cine de auténtica perfección, donde la ciudad
de Verona, en los remotos días del siglo XIV, se nos muestra como real y verdaderamente
fue, y la indumentaria y las vestiduras de sus personajes son lo mismo que vemos en los
cuadros de los albores del Renacimiento italiano. Y es el caso también de “Hamlet”
interpretado por Laurence Olivier, actor que con esta película llega al punto culminante
de su carrera y la Corona Británica supo honrarlo nombrándole Caballero del Imperio. A
Shakespeare lo hemos seguido en el cine mucho más, si cabe, que en la escena o en los
libros. La última versión en cine que he visto de Hamlet, es la de Mel Gibson y Meryl
Strepp, y sin que la misma llegue a ser tan buena como la de Laurence Oliver, es una
versión brillante y llena de belleza, porque la acción se saca con frecuencia del Castillo de
Elsinor y se realiza en el campo o fuera del Castillo y así cobra una luminosidad que no
tiene cuando todo discurre en interiores.
En cada obra de Shakespeare el personaje principal es a su vez símbolo de una
determinada condición humana. Esto se ha dicho ya muchas veces, pero creo sea bueno
repetirlo aquí. En Macbetb se refleja al hombre al que los remordimientos no dejan vivir.
En Otelo se habla del hombre al que los celos llevan a la ruina. En Romeo y Julieta se
expresa el amor como algo que incluso hasta la muerte conduce. En el Rey Lear se
muestra al anciano Rey que sus hijas Cordelia y Goderila abandonan en su vejez. En
Ricardo III al hombre que no sabe vivir sin el Poder político. Y en Hamlet a un joven, que
es Príncipe de Dinamarca, cuya angustia y vacilación llevan a la ruina.
La historia de Hamlet empieza cuando el espectro de su padre se le aparece y le
dice que su tío Claudio, que ahora es el Rey, le mató para casarse con su madre la Reina
Gertrudis. Hamlet, creyendo dar muerte a su tío, mata por error a Apolonio padre de su
buen amigo Laertes y de Ofelia de quién está enamorado. El Rey Claudio le envía a
Inglaterra con un mensaje para que le den muerte, pero Hamlet cambia el mensaje y
vuelve a Dinamarca, donde se encuentra que están enterrando a Ofelia que se ha
suicidado. Su angustia y su vacilación son constantes. Laertes, de acuerdo con el Rey
Claudio, reta a Hamlet a un duelo entre amigos, pero la hoja de su espada tiene veneno.
Laertes hiere a su rival, pero a su vez él cae moribundo e informa a Hamlet que la herida
que tiene en su brazo está envenenada y morirá también. En un último arresto Hamlet se
abalanza, mata al Rey Claudio, y él muere después, no sin antes encargar del Reino a su
buen amigo Horacio que fue testigo de las apariciones del Castillo de Elsinor.
Los rasgos más característicos de Hamlet son su soledad y sus inseguridad. Así su
historia puede que sea también la historia de todos nosotros que tenemos, como el
Príncipe de Dinamarca, en la soledad y en la inseguridad una constante existencial casi
inevitable. Todos nosotros tenemos algo de Hamlet. Pero somos como Hamlet en
miniatura, desafortunados y sin grandeza. Nuestro sufrimiento, nuestra provisionalidad
y nuestra rutina, como factores de nuestra existencia (que nunca de nosotros se apartan)
son como las bases o estamentos sobre las que se asientan nuestra soledad y nuestra
inseguridad. Hay sin duda realidades que iluminan nuestra vida, al igual que el amor de
Ofelia iluminaba la vida sombría de Hamlet. Pero ello posiblemente no sea bastante. Y
como el hombre, sin duda, es un ser mágico por la sencilla razón de que es un ser
pensante, Shakespeare, para que el mismo no pierda su indudable grandeza (pese a lo
hundido e inútil en que lo sumen su angustia y su vaciliación), nos muestra la desventura
de Hamlet, no en un ambiente anónimo y vulgar, sino engrandecido por la parafernalia
de su condición real, de su cetro y su corona, de su Castillo y de sus cortesanos, pero tan
pequeño y desafortunado como tan numerosas veces somos nosotros.
Hamlet en su lectura es toda una escuela de conocimiento de la vida. Por eso yo en
una ocasión de las cuatro o cinco veces que lo leyese, subrayé con lápiz (cosa que no hago
nunca) las frases suyas que estimo más valiosas y que ahora quiero analizar aquí como una
buena manera de expresar lo que de Shakespeare podemos pensar y opinar.
A comienzos del Acto III Hamlet declama su célebre monólogo y dice así:
“¡Ser o no Ser, he ahí la cuestión!, ya sea más noble para la mente sufrir los dardos
de la Fortuna o tomar armas contra un mar de dificultades y destruirlas. ¡Morir! ¡Dormir!
¡No más! Y con ese sueño demos término a todos los pesares del corazón. Deberíamos
desear ansiosamente ese fin. ¡Morir! ¡Dormir!”
He aquí la eterna pregunta que surge en todos los seres humanos. Si hay algo tras la
muerte o no hay nada tras la muerte. Y si la muerte puede ser como un sueño, o no
sabemos que pueda ser. Es la duda de las dudas en un ser vacilante como el hombre, que
sabe que vivir es luchar contra un mar de dificultades o resignarse a sufrir esas
dificultades. Ser o no Ser, no es en modo alguno nada que esté claro. La reflexión
continua cuando sigue diciendo:
“¿Quién soportaría los latigazos del tiempo, el daño del opresor, el baldón del
vanidoso, la tristeza del amor desdeñado, la dilación con que la Justicia actúa, el abuso del
Poder, los desprecios que el mérito sobrelleva pacientemente de los hombres
ensoberbecidos, siendo tan fácil procurarse la quietud con un simple puñal? ¿Quién
soportaría ese peso, solo, por sudar una vida rendida de cansancio, si no fuere por el
temor de algo después de la Muerte, ese país sin descubrir de cuyos confines no regresa
nadie? De modo que se confunde nuestra voluntad y nos hace preferir el sufrimiento de
todos los males que padecemos, antes de abordar otros de los que no tenemos noticia.
Por eso la reflexión nos hace a todos cobardes y de ese modo es como flaquea el impulso
natural de la resolución definitiva”.
He aquí una reflexión de la que se deduce que Hamlet piensa de la vida como algo
lleno de continua amargura que difícilmente se soporta cuando es tan fácil acabar con
tanta contrariedad con solo empujar nuestro puñal contra nuestro propio pecho. Pero
viene el temor a lo que habrá tras la muerte y esto nos hace cobardes de tomar una
resolución. Y acabamos aceptando los sufrimientos conocidos antes de embarcarnos en
la aventura de someternos a los sufrimientos que pueda haber tras la muerte que no
conocemos.
Los sombríos pensamientos de Hamlet, no por sombríos dejan de tener realidad
o ser ciertos. Hay miedo a lo que viene tras la muerte, tanto si reflexionamos o no
reflexionamos sobre la misma. El miedo es otra constante histórica del ser humano. La
muerte es un desastre total. Un acabamiento sin fronteras. Es la culminación del miedo.
Si no fuera por la muerte y por el sufrimiento seríamos dioses. No somos dioses porque
morimos y sufrimos.
No tenemos pruebas de que tras la muerte no haya nada. Ni tenemos pruebas de
que tras la muerte puede haber algo. Hay quien piensa que cuando dos realidades son
posibles pero que de ninguna podemos tener certeza, lo más lógico es que nos
inclinemos por la realidad que nos agrade más. Otros piensan que cuando el hombre está
perdido en sus dudas, como pudiera estarlo Hamlet, lo mejor es tirar por el camino de la
esperanza, de la esperanza como respuesta al absurdo y a lo inexplicable.
Tal vez la esperanza no sea un camino y nada haya que esperar. Pero cuando
Hamlet se acobarda es porque espera un premio a su cobardía. Este era el sistema de las
viejas Religiones en la Edad Media y para muchos sigue siendo un sistema válido, pero
para mí, nuestra esperanza no ha de tener su base en el miedo, sino en una Bondad
superior, necesaria y existente que puede que sea lo único que realmente tengamos.
Más adelante Shakespeare hace decir a Hamlet:
“Hermoso es el firmamento que cuelga sobre nosotros. Esa majestuosa bóveda
recamada de ascuas de oro. Pero ello no es para mí otra cosa que una pestilente
acumulación de vapores impuros. ¡Qué obra maestra es el hombre! ¡Cuan elevado es su
raciocinio! ¡Qué infinito en facultades! ¡Qué lleno de expresión y admirable en sus
formas y en sus movimientos! En sus actitudes es igual a los Ángeles. Y en su
comprensión es lo mismo que un dios. Pero para mí no es más que la quinta-esencia del
polvo”.
Shakespeare nos pone una vez más ante la dura paradoja de la Naturaleza y el
hombre como realidades que son a la vez horribles y grandiosas. Y ello no es más que la
paradoja de todo lo existente, que es eterna mezcla del bien y del mal en todo lo que
podemos conocer. Excepto en Dios, que por eso es Dios. Porque es sólo el Bien.
En igual modo cuando nos dice que “Nada es bueno o es malo, si no lo es así en el
corazón del hombre", está afirmando que la moral es una creación del ser humano,
como dijera Protágoras muchos siglos antes cuando afirmaba que “el hombre es la
medida de todas las cosas”, o como ya en nuestros días afirmaba Sartre (simplificando
los conceptos en demasía) al decir que el hombre no puede hacer el mal porque
necesariamente siempre elige el bien, lo que él cree que es el bien.
Y hay más. Hay muchas más reflexiones que se sacan de la lectura de Hamlet, que
no es más que un hombre que piensa con los aciertos y desaciertos con que todos los
hombres pensamos. Porque al pensar no creo que hagamos otra cosa que buscar algo
que nunca se encuentra, que es la Verdad.
Y es que a lo mejor la Verdad sólo la tiene Dios. Y por eso nosotros no la
encontramos nunca.
SEGUNDA PARTE
LA CIUDAD DE LEÓN
Y LA EDAD MEDIA
Y o he estado en León dos veces, y si me fuera posible iría de nuevo otra vez.
Porque León es un auténtica obra de Arte. No es que haya allí muchísimas cosas
que ver, pero lo que hay es de auténtica belleza, de extraordinaria calidad y de
difícil olvido.
Lo primero que encontramos, antes incluso de llegar, es el Santuario de la Virgen
del Camino. Está a las afueras de la Ciudad junto a la carretera que desde Astorga nos
lleva a León. Es un Santuario que responde enteramente a la Arquitectura de ahora, a la
Arquitectura que hicieron propia de nuestro tiempo hombres geniales como Le
Corbusier, Niemeyer o Van der Rohe. Seguramente en ideas de estos geniales
arquitectos se apoyó el constructor de este Santuario que fue el Padre Coello de
Portugal, un fraile que cursó estudios de Arquitectura antes de hacerse religioso.
La entrada tiene, a todo lo largo de la misma, una ancha franja en que se sostienen
adosadas las figuras de los doce Apóstoles y de la Virgen María, figuras de gran tamaño
que componen todas ellas la escena de la Venida del Espíritu Santo sobre los discípulos
de Jesús el día de Pentecostés. El autor de este original conjunto de figuras alargadas, que
son como una versión en bronce de la obra del Greco, es el catalán José María Subirat
que ha logrado con estas esculturas una obra de gran belleza y de valiente modernidad.
Ya dentro del Santuario se tiene la impresión de que estamos en un cine con el
pavimento un tanto inclinado y en pendiente, como si se quisiera procurar que nadie
quite la visión a los que tenga detrás. El recinto está completamente a oscuras. Sólo al
fondo se distingue el camarín fuertemente iluminado donde está la imagen de la Virgen
del Camino que es la Patrona de la Ciudad. La Virgen tiene en sus brazos el cuerpo de
Jesús cuando ha sido descolgado de la Cruz. La verdad es que en esta iglesia la oración es
algo que se desea hacer.
Ya en León llama la atención un edificio de finales del siglo XIX que es la Casa de
los Botines que hizo Gaudí. Gaudí era muy amigo del Obispo de Astorga desde los días
en que iban a la misma escuela en Reus, su pueblo, y este lo trajo a trabajar aquí, donde
Gaudí estuvo hasta que se instaló definitivamente en Barcelona. Y aquí hizo el Palacio
Episcopal de Astorga, de rara belleza pero de incómoda habitabilidad, razón por la cual
seguramente lo abandonase el Obispo como residencia y lo convirtiese en Museo
Diocesano.
La Casa de los Botines es un edificio precioso que no tiene en su sencilla simetría
ni un sólo adorno. Sólo sobre su puerta hay una imagen de San Jorge, un santo que todos
los escultores catalanes esculpen antes o después. Y algunos como José Llimona,
lograron hacer de él imágenes tan bellas como las que hicieron en su tiempo Verrocchio
y Donatello en Florencia. Casi nunca lo representaban a caballo, sino a pié, como en esta
Casa de los Botines en que San Jorge está de pié sobre el dragón en el que apoya su lanza.
De la Catedral me es difícil hablar. Porque yo no se describir un milagro. Yo no sé
como eso sea. Y la Catedral de León es un milagro. Un milagro de Dios, o de los
hombres, o del Arte. Pero es eso. Porque es muy difícil estar aquí en la Tierra como sobre
una ascua de luz, dentro de la cual uno se sitúa y adentra, y parece mientras
permanecemos en la misma, como si estuviésemos dentro de una llama de fuego sin
quemarnos. Todo es vidriera, no hay paredes. Y las vidrieras van de arriba abajo como en
un desbordamiento que quisiera extenderse por todo el espacio, y los miles de colores del
vidrio hacen que la luz se quiebre en reflejos que son mágicos. Estar dentro de la Catedral
de León es como vivir un encantamiento. He visto muchas catedrales, son mayores y si
cabe más impresionantes, pero sólo en la Capilla de la Espina de París y aquí en León he
visto y sentido cosa semejante.
Al salir, sobre la puerta principal en el hueco que queda bajo la redondeada
archivolta, hay un relieve gótico en piedra en que están representados el Infierno y el
Paraíso. Este relieve es para mí una de las mejores muestras del Arte Gótico en Castilla.
Es una representación ingenua y conmovedora como si estuviera hecha por las manos de
un niño. En el Infierno los cuerpos de los pecadores están metidos en unas pequeñas
tinajas, colocadas sobre las llamas que atizan con sus tridentes unos diablillos, y en el
Paraíso los cuerpos de los bienaventurados, con sus túnicas hasta los pies, están alineados
junto a un coro de ángeles con arpas y liras en sus manos.
Cuando nos íbamos, el guía nos hizo referencia a la impresión que las vidrieras
causan en muchas personas. Y contó que a poco de terminar la Guerra Civil del 36, vino a
León como Gobernador Civil de la Provincia, un señor que quiso conocer la Catedral
acompañado del Obispo, y cuando entró en la nave principal quedó como deslumbrado
y dijo así: “¡Madre mía! ¡Qué pedrada tiene esto! ¡Un buen gabanazo a tanto cristal sería alucinante!”
Se hizo tras esto un penoso y confuso silencio en que nadie supo ni quiso decir
nada. La verdad es que la barbarie también produce milagros y lo grande del caso es que a
veces estos milagros de la barbarie nos hacen reír.
Desde luego León y otras ciudades de la Edad Media en España, no se entienden
si no se analizan dos fenómenos sociales que entonces acontecieron, y cuya indudable
importancia no se ha resaltado aún ni se ha analizado todavía mucho más a fondo. Son
dos fenómenos de gran influencia en la posterior aparición del Renacimiento en España
y que empezaron a potenciar su presencia en nuestro país sobre principios del siglo XIII.
Me refiero a las peregrinaciones a Santiago y a la mudanza de Monasterios y Abadías
desde el campo (donde corrientemente se construyeran antes) a las ciudades y a los
pueblos, donde empezaron a ubicarse y a construirse a partir del referido siglo XIII. La
importancia de estos fenómenos es fácil de comprender porque fueron en gran parte la
causa de que la comunicación de ideas entre los hombres fuese mayor. Las
peregrinaciones eran un movimiento masivo e internacional de personas que, al pasar de
unos a otros países, transmitían y daban a conocer costumbres, opiniones o ideas que sin
el movimiento de las peregrinaciones no se darían. Y los conventos, al principio
olvidados y lejos de ciudades y pueblos para que nadie estorbase la quietud de los
monjes, eran como es sabido centros de estudio y de conocimientos muy valiosos pero
sin contacto con nadie más. Al pasar a construirse dentro de las ciudades, esos
conocimientos de los monjes se difundían mucho mejor y se lograba que llegasen a los
hombres del pueblo y de la ciudad, sin quedar para la exclusiva utilización de los
moradores del convento.
Sólo había tres peregrinaciones de carácter multitudinario y universal (aunque
pudiera haber otras de ámbito menor) que eran las que se hacían a Roma, las que se
dirigían a Jerusalén y las que iban a Santiago.
Las peregrinaciones a Santiago parece que tienen su origen en una leyenda celta
del siglo VIII. Según esta leyenda, una estrella iluminó con fuerte luz el lugar donde el
Apóstol estaba enterrado (de ahí que ese lugar se empezase a denominar Campo de la
estrella, para acabar llamándose por abreviación Compostela) Los restos del cuerpo del
Apóstol estaban en una pesada caja, que nadie pudo mover sino las oraciones del Obispo
del lugar que tuvo la premonición de que se trataba del cuerpo de Santiago. Según se dice
en el libro de los Hechos del Nuevo Testamento, Santiago fue muerto a espada por orden
de Herodes, en Jerusalén, poco tiempo después de la muerte de Jesús. Y no era muy
verosímil que de Jerusalén sus restos hubieran llegado a Galicia varios siglos después.
Pero las leyendas en la Edad Media no se verificaban casi nunca, se daban siempre por
ciertas y se extendían por el tiempo y por el espacio, con una pasmosa facilidad. (Todavía
se conserva en Alcira una pluma del Arcángel San Gabriel, que se le cayó de las alas, en
Nazaret, cuando anunció a la Virgen que sería la Madre de Dios). De esta manera la gente
creía firmemente que los restos del Apóstol estaban en Compostela y a Compostela
venían miles y miles de personas siguiendo la dirección en el Cielo de la Vía Láctea, como
si esa nebulosa fuese un mapa del camino a seguir, que así vino también a llamarse
Camino de Santiago.
Este peregrinar durante cientos de años, movió a millones de personas. Y por
donde pasaban (que eran siempre puntos habituales y fijos) los pueblos del trayecto se
hacían mucho más ricos y vivían mucho mejor. Todos los pueblos del Norte de España,
desde los Pirineos hasta Galicia, que era por donde pasaban la mayoría de los peregrinos,
tenían, respecto a los pueblos del Centro y del Sur, un nivel de vida más bueno y de mejor
calidad (dentro de la general pobreza de toda la Edad Media). Esto explica que conforme
avanzaba la Reconquista, los hombre de los pueblos que vivían por encima de la línea del
Río Duero no querían ocupar las tierras que se iban incorporando al Reino de Castilla por
debajo de la línea de ese Río, porque en esas tierras se vivía peor. De manera que los Reyes
de Castilla y León para no perder esos territorios (al no ser ocupados los mismos por
castellanos y leoneses que los defendieran y retuviesen) tuvieron que acudir a la creación
de Ordenes Militares como la de Calatrava, Alcántara o Santiago, cuya misión era estar de
forma permanente de guarnición en una línea de fortalezas y castillos que se
construyeron a lo largo de toda la ribera del río Tajo para que sirviera de frontera.
Este problema se agudizó cuando el rey Fernando III de Castilla, en el siglo XIII,
conquistó todo el Sur de España. Tras esta conquista de los pueblos de Andalucía, para
anexionarlos al Reino de Castilla, los nobles y los hidalgos que acompañaban al Rey no
querían quedarse en el Sur y volvían tan pronto como les era posible a las ciudades del
Norte donde se vivía mejor. El rey Fernando para frenar este abandono repartió las
tierras confiscadas a los moros, en extensiones y lotes muy grandes, entre los nobles y los
hidalgos, para que se quedasen en Andalucía. Esto motivó y fue el origen del cultivo
masivo y en grandes extensiones del Olivar en Andalucía. Los castellanos para poder
regresar sin problemas a sus ciudades del Norte sembraban de olivos las tierras
conquistadas. El Olivo era un cultivo que no requería grandes atenciones, ni mucha
dedicación, pues bastaba sólo con venir a recoger la cosecha unos día en el invierno.
(Antes de esto los árabes también cultivaron el olivo, pero en extensiones muy pequeñas
donde tuvieran agua y el cultivo pudiese ser de regadío, en lo que ellos eran maestros).
De todos modos fueron muchos los que se marcharon y abandonaron las tierras
que el Rey les dio, tierras que en la mayoría de los casos vendían por poquísimo dinero a
los que se quedaban, que no eran muchos, y que agrandaron así sus posesiones en forma
realmente excesiva.
He aquí el origen de dos fenómenos sociales de gran importancia en el Sur
español. El olivar como cultivo masivo y la formación de los grandes latifundios
andaluces. Y a lo largo de los siglos que siguieron a estos hechos, el cultivo del olivar y el
latifundio, fueron a más. La Edad Media fue así un reajuste de factores y un caminar
hacia unas estructuras que hasta mucho después no se han hecho definitivas.
Al estar en León no podemos dejar de hablar de la Iglesia de San Isidoro. La
mandó construir el rey Fernando I en el siglo XI. El rey Fernando sentía gran
admiración por San Isidoro y por San Pelayo. San Isidoro fue Arzobispo de Sevilla igual
que lo fuera su hermano San Leandro. Ellos eran de Cartagena al igual que sus otros dos
hermanos Fulgencio y Engracia, también santos. San Pelayo fue posterior. Era un joven
que vivía en Córdoba dentro de una sociedad mayoritariamente islámica pero tolerante
con su cristianismo. El Califa de Córdoba le hizo requerimientos homosexuales que San
Pelayo no aceptó (como le ocurrió a San Sebastián en tiempos anteriores) y ello terminó
por costarle la vida. Y por eso San Pelayo, en aquellos días, era para el pueblo un héroe y
un símbolo.
El rey Fernando derrotó a los árabes en varias ocasiones. Y la condición que puso
como vencedor al Califa de Córdoba, fue que le entregase los cuerpos de San Isidoro y
San Pelayo para que los dos fuesen sepultados en León en la iglesia que para ellos se hizo
construir. Se organizó entonces una larga caravana que los llevó con todos los honores
desde Sevilla hasta León donde los enterraron.
Este tipo de procesiones de cientos de kilómetros de marcha, no eran
infrecuentes en la Edad Media. A mi me impresionó conocer que cuando Almanzor
saqueó Santiago de Compostela en el siglo X, mandó llevar a hombros de prisioneros
cristianos, y a pie, las campanas de la Iglesia desde Compostela a Córdoba, para que
sirvieran de lámparas en la Mezquita. Años después cuando San Fernando de Castilla
tomó Córdoba, mandó llevar las campanas que en la Mezquita servían de lampadarios, a
hombros de cautivos moros hasta Santiago de Compostela. ¡Pobres cautivos de una y
otra parte!
En la Iglesia de San Isidoro yacen sepultados los dos Santos traídos del Sur. Esta
iglesia se dispuso que fuera Panteón Real y allí fueron enterrados Fernando I, su hijo
Sancho II y su hija doña Urraca de Zamora, y sus descendientes en el trono de León,
Fernando II y Sancho III. La iglesia de San Isidoro es una de las mejores muestras del
Arte Románico en España. En su interior, la nave donde están los enterramientos reales
es una sala de columnas en cuyos capiteles hay relieves románicos, como el de la
resurrección de Lázaro que según José Pijoan es lo más hermoso de todo el románico de
Castilla. Y en el techo hay una buena muestra de la pintura de entonces en que destaca
una representación de la última Cena de Jesús. Hay también en el Panteón Real una
pintura de las que se llama Tetramorfos o Pantocrator, en la que se representa a Jesús en
actitud de bendecir y en las cuatro esquinas están los Evangelistas representados. (Un
león simboliza a San Marcos, un toro a San Lucas, un águila es símbolo de San Juan y un
ángel de San Mateo). Todos los pantocrator son de gran belleza.
Pues bien, a este Panteón Real de San Isidoro llegaron los soldados de Napoleón
en 1808. Lo saquearon y revolvieron los restos de los Reyes allí enterrados en busca de
joyas, que por cierto no encontraron. Saquear tumbas en busca de joyas era cosa
corriente en los hombres de la Revolución Francesa. En 1791 en la iglesia de San
Dionisio en París, las turbas revolucionarias saquearon las tumbas de los Reyes
enterrados allí, como Enrique IV, Luis XIII o Luis XIV, y arrojaron los cadáveres de estos
Reyes a la calle, donde los arrastraron y pisotearon y nada quedó de ellos. En León no
llegaron a tanto pero revolvieron y trastocaron todo.
Don Miguel de Unamuno, comentando todo esto cuando visitara San Isidoro,
decía que las tropas de Napoleón al saquear los enterramientos reales, lo habían
convertido en un lugar más impresionante si cabe, pues lo habían transformado en algo
más patético al tener la muerte una mayor presencia en aquel recinto, y ser la ruina de lo
que quedase como un reflejo de nuestra destrucción y mortalidad. Para don Miguel los
enterramientos de León con la tumbas saqueadas y las cenizas de los Reyes revueltas son,
por su patetismo, un auténtico cementerio, donde el Románico es lo único que está vivo
todavía.
16
DE ISABEL DE CASTILLA A LA
UNIÓN EUROPEA
L a primera vez que yo estuve en la Capilla Real de Granada, tenía 17 años. Me
llevaron a verla los curas del Colegio del Sacromonte donde yo estudiaba.
Después he estado muchas veces en esa Capilla haciendo de guía en visitas con
mis hijos y en visitas con mis nietos.
Siempre tuve ante los enterramientos reales un inevitable sentimiento de respeto
y de admiración por la Reina Isabel. Los mausoleos son obra de Domenico Fancelli y de
Bartolomé Ordóñez. Bajo sus mármoles están los ataúdes de don Fernando y de doña
Isabel, y los de doña Juana y su esposo don Felipe de Austria. También en el mismo lugar
está enterrado con ellos el Infante don Miguel, nieto portugués de los Reyes Católicos
que murió con muy poca edad. (El infante era hijo de doña Isabel, primogénita de los
Reyes, y de su esposo don Manuel de Braganza, rey de Portugal. Con este matrimonio
los Reyes Católicos buscaban la unión de las dos Coronas de España y Portugal. Y así
hubiera sido de no haber muerto el Infante don Miguel el año 1500, con sólo unos meses
de edad, y de no haber fallecido doña Isabel, su madre, muy poco después sin tener más
descendencia). Los mausoleos de la Capilla Real son de una impresionante belleza que
deleita ver. Y son una auténtica obra de Arte.
El retablo de la Capilla es obra de Felipe de Bigarny. Entonces estaba de moda
decorar con retablos de madera el fondo de las Iglesias españolas. (En Italia lo recubrían
con pinturas y en Francia con vidrieras) El retablo está dedicado a San Juan Evangelista
patrono de los Reyes, en cuyo honor ya levantaron en Toledo una gran iglesia donde
pensaban al principio ser enterrados, aunque luego cambiaron de idea al conquistar
Granada. Ese retablo es la verdad que no me gusta mucho, aun cuando su autor sea el
mismo que hizo el retablo de la Catedral de Toledo, que en realidad y sin género de dudas
sí es algo asombroso. En una sala colateral de la Capilla hay una colección de pinturas
que no se pueden dejar de ver. Son obras de los mejores Maestros del Arte Flamenco, a
los que la Reina siempre admiró.
Para mí la Capilla Real es lo mejor que tiene Granada. Y lo digo firmemente
convencido de ello. Siempre que la he visitado siento gran admiración y respeto por la
Reina Isabel. Del mismo modo lamento que últimamente su figura se considera por
muchos como expresión de un autoritarismo excesivo, a la vez que se la tiene como
usurpadora por tomar para sí la Corona de Castilla que según ellos pertenecía a su
sobrina Juana la Beltraneja. Oficialmente Juana la Beltraneja era hija del rey Enrique IV y
de su esposa doña Juana de Portugal. Pero existían fundados indicios que llevaban a
creer que el padre de la Beltraneja no era otro que don Beltrán de la Cueva, amante de la
Reina. El rey Enrique IV, al que por cierto llamaban el Impotente, confirmó en Cortes de
Castilla que doña Juana no era hija suya, aún cuando es cierto que después se desdijo de
lo confirmado en Cortes. Por otro lado parece ser cierta la homosexualidad del Rey, a
cuyo amante don Miguel López de Iranzo mandó como Condestable a Jaén ( para acallar
rumores) en donde lo mataron, mientras oía Misa, los que no estaban de acuerdo con su
política de protección a los Judíos.
Todo ello llevó a doña Isabel, hermana del Rey, a reclamar para sí la Corona de
Castilla y León y para esa reclamación se necesitaba mucho valor pues la cosa no era
fácil. Pero el Reino era “un corral de cabras” y había que hacerlo.
Visto en este contexto no aparece ya la Reina tan usurpadora como muchos la
estiman.
También creo que se olvida, al tratar esta cuestión, que a todos los hombres y
mujeres de la Historia hay que juzgarlos en función del tiempo en que vivieron y que fue
el suyo. No podemos olvidar que un hombre que no es de su tiempo, es un auténtico
anacronismo. Ser de su tiempo es lo propio de los seres civilizados. Y al hablar de la
Reina Isabel no podemos olvidar que fue, sin duda, una mujer de su tiempo.
En el siglo XV en los albores del Renacimiento, había en toda Europa un
sentimiento de repulsa muy grande por el sistema feudal que entonces empezaba su
acabamiento a favor de las Monarquías absolutas. Los hombres de entonces estaban
cansados de que el Poder estuviera repartido entre una serie de señores de la Nobleza
que no tenían sobre ellos nadie que los controlara, pues los mismos en sus territorios
hacían siempre lo que les venía en gana.
En Europa y también aquí en Castilla, se sentía la necesidad de que hubiera una
autoridad superior que acabara con aquella dispersión del Poder que asfixiaba la vida de
los pueblos. Se sentía la necesidad de forjar Estados fuertes y poderosos, cuanto más
fuertes mejor, que acabaran con los Nobles y con su protagonismo social. Y el camino
para ello no era otro que concentrar todo el Poder, absolutamente todo el Poder, en las
manos del Rey. Por otra parte se tenía la idea de que era Dios quien delegaba en el Rey
toda potestad civil y penal.
También se creía preciso que hubiera en todo el Reino una sola Religión y un solo
idioma y que se fomentara al máximo la ganadería que fuera principal riqueza del país.
Todos los Reyes europeos del Renacimiento se prestaron sin vacilaciones, y con el mayor
esfuerzo, a llevar a cabo esta lucha y esta labor. Aquello fue entonces como un pulso
entre los Reyes y los Nobles en que, quién ganase, sería el dueño del Poder. El pulso era
fuerte. Y ganaron los Reyes. Y eso fue lo que dio lugar al surgimiento de los Estados
Modernos en el Renacimiento.
Los Reyes Católicos entraron en ese juego e hicieron igual que el resto de los
Reyes europeos. Hay muchas pruebas de esto, y una de ellas pudiera ser la que le
ocurriera a don Fernando en su primer viaje a Galicia: Con aquella ocasión le invitó en su
castillo el conde Gayoso, célebre por su gordura y cuyo poder en la zona era casi
absoluto. El Conde durante la cena comentó con algunos de sus leales que tan pronto
como don Fernando saliera de Galicia, tomaría el gobierno del país sin pedir opinión a
nadie. Don Fernando, durante la misma cena, se enteró de las manifestaciones de su
anfitrión y dijo a su ayudante: “Mañana antes de que yo salga de aquí, quiero ver al Conde colgado de
una soga en la Torre mayor de este castillo”. A la mañana siguiente cuando don Fernando
reanudó su viaje, el conde Gayoso colgaba de una soga balanceando su gordura a la vista
de todos los que acudieron a despedir al Rey y al séquito real.
Todos los Reyes de entonces usaban su autoridad casi a lo bestia y sin
contemplaciones. Y eso entonces se veía como lógico. No hay más que leer a Maquiavelo
para verlo.
Por otra parte los Judíos y los Moros, pese a convivir mejor o peor con los
castellanos y aragoneses, que de todo hubo en ello, no eran lo más conveniente para la
unidad religiosa del País. Y por eso, unos y otros fueron expulsados, pese a los problemas
que ello ocasionara y pese a los atropellos que esa medida forzosamente tenía que
producir. El castellano como lengua única se fomentó lo mejor que se pudo y se supo. Y
la ganadería, como principal riqueza del País, gozó de apoyos que otras actividades
productivas no tuvieron. Es posible que todo esto tuviese serios inconvenientes. Es muy
posible. Pruebas hay de ello. Pero entonces todo esto se consideraba lo mejor por
aquellos que asistían con su consejo a los Reyes, y por los mismos Reyes. Y por ello se
hizo así.
Estas cosas no sólo se hicieron aquí sino en todas las Monarquías europeas, que
obraron con mano dura para que el Estado fuese fuerte. El Estado como idea y como
concepto fue entonces cuando apareció. Y fue Maquiavelo quien le dio este nombre.
Antes lo que había eran Reinos que se heredaban como el que hereda la propiedad de la
tierra. El autoritarismo era la idea clave y sin fisuras de aquel tiempo. Y la Reina Isabel fue
de su tiempo al aceptar esa concepción del Estado, incluso aprobando, en aras de la
unidad religiosa, el establecimiento en sus Reinos del Tribunal de la Inquisición que nos
traería después muchos más males de los que evitó.
Con la formación en Europa de los modernos Estados autoritarios, la idea de la
Patria se reforzó. Europa se llenó de Patrias y de patriotas. La Patria era como una
garantía del ciudadano, que encontraba en ella un refugio y una fuerza. Tener una Patria le
garantizaba sus derechos y la defensa de los mismos frente a hombres de otras patrias (era
como la “truna” en los juegos infantiles). Estaba formada por todos los que pensaban del
mismo modo y se excluía a todos los que no tuvieran los mismos gustos y las mismas
costumbres o ideas. La Patria, en fin, era una unidad en el Idioma y en la Religión. Y una
exclusividad. Y la idea de la Patria como ideal, por el que hasta incluso se daba la vida, fue
muy fuerte desde el Renacimiento hasta hace muy pocos años.
Pero después esa idea ha perdido mucha fuerza, porque se ha visto que si nuestro
país no se unía a otros países, no se podían alcanzar muchos objetivos a lograr en nuestro
acontecer histórico. Y porque esta noción de Patria, con ser tan positiva, era exponente
de insolidaridad con los hombres de otros pueblos que incluso tenían nuestra misma
cultura y nuestra misma mentalidad.
La necesidad de agrupar pueblos de una misma Cultura y de un modo de pensar
más o menos análogo, se iba haciendo poco a poco, cada día, mayor y como más
necesaria, a la vez que iba teniendo una mayor presencia entre las gentes.
Ese modo de pensar siempre existió aún cuando siempre que surgía acababa, por
unas razones o por otras, terminando en el olvido.
La idea de un Imperio Universal como el que hubo cuando Roma mantuvo unidos
a tantos pueblos durante cerca de un milenio, siempre fascinó a los que la conocieron y
estudiaron. Era la idea contraria a las Patrias y a la exclusividad de las mismas, pero casi se
perdió cuando a principios de la Edad Media el Imperio de Roma se fragmentó en
nacionalidades más o menos definidas.
En el siglo XII el olvidado concepto del Imperio reapareció con singular empuje
en la lucha entre Güelfos y Gibelinos. En toda Europa Güelfos y Gibelinos lucharon por
imponer su ideología. Los Güelfos eran partidarios de la existencia de numerosos países,
cada uno con su soberanía y su independencia. Los Gibelinos en cambio (El Dante era
uno de ellos) defendían la creación de un único Imperio universal. Los Papas y los Reyes
apoyaban a los Güelfos. Era el modo de no tener una autoridad superior por encima de
ellos. El pueblo llano también apoyaba a los Güelfos ya que se sentían más protegidos y
seguros con la cercana autoridad del Rey que con la lejana autoridad imperial. Los Nobles
casi todos apoyaban a los Gibelinos. En 1205 los Güelfos derrotaron a los Gibelinos en
la Batalla de Bouvines. Y desde entonces empezó a perderse por mucho tiempo la idea
del Imperio.
Pero la conciencia y sentimiento de agrupación de pueblos de una misma cultura
estaba en el subconsciente de muchos ciudadanos del Viejo Continente, y de vez en
cuando solía aparecer aunque siempre como algo de muy difícil realización práctica. Era
una idea que se apoyaba en motivaciones religiosas o dinásticas, y por ahí no iba el
camino. En sus motivaciones estaba su fracaso.
Ahora bien, después de la derrota de Alemania en 1945, tras seis años de una
Guerra terrible que tuvo más de 50 millones de muertos, y que exigió necesariamente la
agrupación de numerosos pueblos de idéntica cultura para poder derribar a los Nazis y a
su concepción racista del Estado, después de esa fecha repito, se empezó de nuevo a
pensar en una Unión de Estados que tuviesen una misma mentalidad democrática y
apoyada ahora, esa asociación, más que en otra cosa, en motivaciones económicas que
antes para nada se tuvieron en cuenta como factor de unidad.
Es así como surgió la Unión Europea a mediados del pasado siglo XX, que es la
más importante reacción en la Historia a los Estados modernos surgidos en el
Renacimiento.
Unir economías para ser todos más fuertes. Unirnos por lo que más nos puede
unir, que es el dinero común. Se dio entonces comienzo a un formidable experimento
que yo espero que tenga mucha vida por la cuenta que a todos nos trae. Es la Unión
Europea. Fruto de un razonamiento acertado y auténtica expresión de la unión por el
dinero. Una Unión que tiene su mayor peligro en la previsible insolidaridad de los países
más ricos, siempre que no quieran cargar con los fallos económicos de los países menos
ricos. Pero que yo espero que siempre continuará en su andadura por razón de que es
mucho lo que se ha apostado para que sea pensable volverse atrás.
En mi sincera opinión todo seguirá marchando bien si nuestra unión como
europeos la fundamentamos no solamente en motivaciones económicas (lo cual no
dejará de ser un acierto), sino a la vez en motivaciones históricas. Nuestra unión hay que
apoyarla en la idea de que los hombres y mujeres de Europa somos hombres y mujeres
de Occidente, esa maravillosa Cultura que se formó y se construyó a fuerza de potenciar
y no olvidar los factores que la hicieron posible.
Son cuatro grupos de ideas las que yo considero fueron el fundamento de la
Cultura de Occidente (y esto ya lo he dicho antes en otros escritos míos): las ideas de
Grecia sobre el valor de la inteligencia y de la acción creadora, por encima de la fuerza
material y del quietismo, en todas nuestras decisiones. Las ideas del Cristianismo sobre la
disciplina interior para nuestra concordia con lo natural. Las ideas del Renacimiento
sobre el valor del hombre como sujeto de la Historia y no como objeto de la misma. Y las
ideas de la Ilustración sobre la libertad del ser humano como condición indispensable
para vivir.
En este Occidente nuestro, antes de los Griegos, el hombre hacía de la fuerza el
eje de su vida. El fuerte triunfaba siempre, el débil siempre perdía. Para los Griegos sin
embargo la inteligencia estaba por encima de todo. Y si a la inteligencia la
acompañábamos de la acción creadora, el hombre podía llegar a lograr su plenitud. (En
las llanuras de Maratón, el Ejército Persa, todo fuerza y poder, con Darío al frente de
setenta mil soldados, fue vencido por tan sólo unos pocos miles de hombres de Atenas
mandados y guiados por la sabiduría y el acierto de Milciades)
Apareció después el Cristianismo que centró su mensaje en la disciplina interior
como modo de concordar al hombre con la Naturaleza y con Dios. Esto ocasionó que a
lo largo de toda la Edad Media el hombre quedase en la vida en un segundo plano y todo
el espacio lo ocupara la idea de Dios. Con el Renacimiento se piensa que el hombre ha de
tener un protagonismo en la Historia, y sin olvidar por supuesto a Dios, el hombre pasa a
ser sujeto de la Historia y no objeto de la misma como hasta entonces fuera. Pasa a ser
centro de todo el Universo. Y tras esto, los hombres de la Ilustración se cuestionaron el
hecho de que no servía para nada hacer del hombre el centro del Universo, y de la vida, si
no se le daba libertad, condición esencial de su existencia.
Somos más que otra cosa occidentales. Antes que europeos o españoles. Antes
que andaluces, catalanes o vascos somos Occidentales, que es lo verdaderamente
nuestro, y que es lo mejor que tenemos. Por eso todo lo que hagamos ha de apoyarse en la
Cultura de Occidente. El poeta alemán Hölderlin decía en los días del Romanticismo
europeo, que fue su tiempo, que no alcanzaríamos nunca nuestra verdadera realización,
mientras no fuésemos como fueron los Griegos del siglo V antes de Cristo. La verdad es
que este deseo no deja de ser una gran ensoñación. Pero quien sabe si al intentar cosas así,
pudiéramos estar en nuestro auténtico camino.
Las Patrias todavía son necesarias, no podemos anularlas ni prescindir de ellas.
Pero va siendo hora de que pensemos que, en muchas cosas, tendremos ya que ir
anteponiendo el interés de la Comunidad Cultural al interés de la patria.
Hoy ser de nuestro tiempo es apostar sinceramente por la agrupación de pueblos
de una misma Cultura, haciendo del dinero un medio de cohesión y no de desunión de
los mismos.
En el siglo XV, en tiempos de Isabel de Castilla, ser de su tiempo era apostar por la
singularización de los pueblos, a base de hacerlos más fuertes que los demás y excluyendo
a los demás.
17
REFLEXIONES EN FLORENCIA
D ecía el escritor Giovanni Papini que quién había nacido en Florencia, como el
nació, no necesitaba ver nada más, pues en Florencia estaba todo lo mejor que
pudiese verse en el Mundo. Y así, él no había viajado nunca fuera de su Ciudad,
porque allí estaba todo lo que en esta vida mereciera la pena ver. Hay mucho de verdad en
este comentario de Papini y aunque su apreciación es acertada, no deja de ser subjetiva.
Pero sí es realmente cierto que todos los que han estado allí son seres afortunados.
Estar en Florencia es ser afortunado. Estar en la Plaza del Duomo viendo el Cupulone o
las Puertas del Batisterio es ser afortunado. Pasar por la Iglesia de Or San Michele y ver las
estatuas de Donatello que hay en plena calle, en las hornacinas de la fachada de esa iglesia,
es ser afortunado. Y andar por la Plaza de la Señoría viendo La Fuente de Neptuno de
Ammannati, el Hércules de Juan de Bolonia y El Perseo de Benvenutto Cellini en la
Lógia de las Lanzas, es ser afortunado también. Porque andar por Florencia incluso sin
entrar en sus palacios, en sus iglesias o en sus museos, es una fiesta para los sentidos en
que se pasa de una maravilla a otra y de una obra de Arte a otra, sin saber donde está lo
que más nos impresionó. Y así vamos por las calles como embriagados. Cuando en un
luminoso día de Mayo, yo estuve con mi hijo Mauricio en la Sacristía de la Iglesia de San
Lorenzo, es cierto que me sentía como un hombre de suerte al poder ver en unión de mi
hijo tanto prodigio.
Florencia se engrandeció al amparo de los Médicis, familia de la burguesía que
vivía en aquella Ciudad. Cosme de Médicis en el siglo XIII, logró hacer una considerable
fortuna con el dinero que cobraba de las Autoridades de la Señoría por cada denuncia
que hacía de los que fueran en la clandestinidad partidarios de los Gibelinos, en una
Ciudad que estaba dominada por los Güelfos. Con su fortuna se convirtió en banquero, y
con el dinero que lograra con su banco se hizo del Poder de la Ciudad, que continuó
después en manos de sus hijos Pedro y Juan de Médicis y de sus nietos Lorenzo y Juliano
hijos de Pedro.
Estos últimos dispusieron su enterramiento en la pequeña Sacristía de la Iglesia de
San Lorenzo. A un lado de la Sacristía está la tumba de Lorenzo de Médicis, aquel
hombre que amaba los libros y la pintura, que reunía en sus jardines a los hombres
preminentes de su tiempo y que buscaba mármoles romanos en las ruinas de los templos
paganos, y al que fray Jerónimo de Savonarola condenó por impío amargando sus
últimas horas y su muerte.
Aquel hombre, llamado el Magnífico, estaba allí inmortalizado en una estatua de
Miguel Ángel de tamaño mayor que el natural, sentado en una silla de mármol en una
actitud pensativa y con una elegancia y una serenidad perfectas. Era una suerte ver esta
estatua que los italianos llaman el Pensieroso, así como otras dos bellísimas estatuas que
tiene a sus pies que representan la Aurora y el Ocaso.
De Savonarola no quiero dejar de referir, que era un fraile dominico que se rebeló
contra la Iglesia por considerarla corrompida e impía. El Papa Alejandro VI le ofreció el
capelo cardenalicio pero él no aceptó. Derribó del Poder al hijo de Lorenzo el Magnífico
y estableció en la Ciudad un gobierno teocrático presidido por él. Lo primero que hizo
fue ordenar la quema de todas las pinturas de su tiempo que hubiera en las iglesias, por
considerar que estaban llenas de paganismo. Así ardieron en la plaza pública cuadros de
Botticelli, de Ghirlandaio y de Masaccio. Tras poco tiempo de gobierno el pueblo le
derribó en 1497 y lo condenaron a muerte. Pidió que le hicieran la prueba del fuego
consistente en pasar sobre una hoguera cuyas llamas no lo abrasarían porque él estaba
libre de pecado. Pero la prueba no se hizo porque empezó a llover y acabaron con él en la
Plaza de la Señoría. Savonarola, que tuvo muchos partidarios, es uno de los casos de
fanatismo más impresionante de la Historia.
Pues bien, al otro lado de la Sacristía está la tumba de Juliano de Médicis, aquel que
fue amante de la guapísima Simoneta Vespuchi (Boticelli los pintó juntos como Venus y
Marte), y al que los Pazzi dieron muerte mientras asistía a misa en el coro de Santa María
dei Fiore (el Duomo florentino). Los Pazzi eran una ilustre familia florentina que querían
arrebatar el poder a los Médicis, y un día de abril de 1478 entraron en la catedral y
asesinaron a Juliano que sólo tenía veintiocho años. Su hermano Lorenzo que estaba en el
presbiterio se salvó de milagro, y después de aquello no dejó ni a un solo miembro de la
familia Pazzi con vida. La estatua de Juliano en su tumba de la Sacristía de San Lorenzo,
representa la acción y su actitud no es pensativa como la de Lorenzo, sino decidida y
voluntariosa, y su rostro no está ensimismado sino plenamente despierto. A sus pies, las
estatuas que representan la Noche y el Día son otro prodigio de perfección y belleza.
Aunque sólo fuera por esto, sólo por estas seis estatuas de la Iglesia de San
Lorenzo, Miguel Ángel es un gigante de la Historia y un hombre universal. Un ser genial
que era a su vez Pintor y Arquitecto y que en su larga vida siempre estuvo entregado a las
creaciones que su genio la sugería. Además de todo ello Miguel Ángel era un desgraciado
homosexual. No tuvo nunca relación con las mujeres. Su amistad con Victoria Colomna
está claro como el agua que fue siempre una relación de amistad. Pero tampoco anduvo
nunca con hombres. Sabemos que le gustaban los hombres y que los deseaba, porque hay
algo escrito por él en que hace alusión a que no puede vivir sin un joven que le
deslumbraba. En su larga vida hay una gran admiración por su madre que está idealizada
en su estatua de la Piedad. Y una gran admiración por el desnudo masculino que está
idealizada en el gigantesco David de la Plaza de la Señoría, y en su negativa contundente a
cubrir los desnudos de hombres y mujeres en el Juicio Final de la Sixtina. Siempre se negó
a cubrir estas figuras. Se lo pidió el Papa Paulo IV, el pueblo de Roma y los Padres del
Concilio de Trento en nota que le enviaron. Y siempre se negó. Ya tras su muerte, el Papa
llamó a Daniel Volterra que era amigo del Pintor para que cubriese las figuras, y éste lo
hizo lo mejor que pudo tratando de no tapar mucho los desnudos y quedando con el
apodo del "Braguetone" desde entonces.
Contrasta esta homosexualidad callada y en silencio de Miguel Ángel, con la
homosexualidad despreocupada de su amigo y paisano Leonardo da Vinci, que iba
siempre acompañado de su amado amigo Tomaso y que todo el mundo sabía que era su
amante aunque nunca dieron con ello el menor escándalo ni nadie llamara nunca, por
ello, la atención al autor de la Gioconda que siempre gozó del mayor respeto por parte de
todos.
Son dos maneras que al principio del Renacimiento se ofrecen a nuestra idea
sobre el modo de afrontar la homosexualidad. Las dos calladas y silenciosas. Pero la una
reprimida por razones de conciencia y la otra activa por razones de desbordado
vitalismo.
No es fácil reflexionar y estudiar esta dolorosa realidad de la Humanidad sin
conocer un poco su historia.
Nosotros los hombres de Occidente somos en nuestros días y en nuestra
mentalidad, hombres que continuamos los modos de ser de los Griegos y de los Judíos.
Y en este tema de la homosexualidad, los Griegos y los Judíos, que en tantas cosas
vinieron a coincidir, discrepan seriamente desde el principio. Los Judíos, hombres del
desierto, la ven desde sus comienzos como algo contrario a la Naturaleza. La Biblia la
condena cuando hace llover fuego y azufre sobre Sodoma y Gomorra, ciudades
pobladas enteramente por hombres que deseaban a otros hombres. El pueblo Judío
vivió siempre obsesionado porque sus hijos tuvieran descendencia. Puede que eso fuera
debido a que eran un pueblo pequeño asediado por otros pueblos que le querían
avasallar y dominar. La evitación de ello estaba en tener muchos hombres que ampliaran
el número de combatientes de su ejército. Esto explica que la homosexualidad fuese
condenada por ellos. Como explica que no viesen mal el adulterio que, según la Biblia,
realiza Onan. Onan tenía que sustituir en el lecho marital a su hermano que se había
marchado para hacer un preciso viaje de larga duración. Debía cohabitar con su cuñada
para que la misma no dejase de tener hijos en ausencia de su marido. Pero Onan eyaculó
fuera (de ahí el nombre de onanismo que se da a la masturbación) y al instante murió por
castigo de Dios. Para los Judíos no tener hijos era el peor pecado que podía cometerse. Y
los homosexuales buscando su unión con hombres, nunca engendraban hijos y por eso
se condenaban.
Por el contrario los Griegos hombres del mar, y de las islas del mar, hacían de la
vida, de la corta vida de los hombres, una auténtica fiesta o por lo menos así era como la
entendían. Todo lo que sirviera para exaltar la vida era bueno para ellos. Las mismas
Bacantes en sus orgías vivían el éxtasis de la embriaguez del vino, y cuando le unían el
éxtasis de los goces sexuales, eso era para ellos como la síntesis de lo perfecto. Y los
hombres no eran mal vistos ni perdían la dignidad si tenían relaciones con otros
hombres. La homosexualidad era un fenómeno normal que tenía sus reglas. Los
hombres de Grecia podían gozar de amantes masculinos pero tenían que tener una
actitud activa y no pasiva. La actitud pasiva, en una relación homosexual, quedaba para
los esclavos que no eran considerados como Griegos. Así en las reuniones de políticos o
deportistas y en las Academias de Platón o Sócrates se podía acoger a jóvenes efebos de
16 ó 18 años con toda normalidad.
Es curioso que en una pared del que fuera vestuario del Estadio de Olímpia, hay
una inscripción grabada en la piedra que dice así: “Apocrifus es muy hermoso” y sigue a la
afirmación un nombre de varón. Y debajo de dicha inscripción hay otra que dice
después: “Apocrifus es hermoso, pero menos” y sigue un nombre de varón distinto del
anterior. Todo esto en Grecia era normal.
Se sabe que Alejandro Magno era homosexual y que lloró durante meses la
muerte de su amado Hefestión. Entre los emperadores romanos hubo también muchos
homosexuales. A Julio César le llamaban la “Puta de Bitinia” porque era sabido que en
aquella lejana región se había acostado con varios hombres. El Emperador Heliogabalo
que se hacía conducir por las calles de Roma en un carro tirado por mujeres desnudas,
tenía relación con su cocinero. Y Adriano estaba enamorado del joven Antinioo que se
suicidó en Egipto cuando creyó que el Emperador moriría si no había nadie que en todo
el Imperio diera la vida por él. (En su honor fundó Adriano la ciudad de Antinópolis).
Tras el triunfo del Cristianismo, en el Imperio de Roma y en todos los pueblos del
Mediterráneo las tesis artísticas y filosóficas de los griegos ganaron la batalla a las tesis
judías, que incluso no admitían las estatuas ni las imágenes (y que continúan así en
nuestra Cultura todavía). Pero las tesis morales de los Judíos ganaron la batalla al
pensamiento griego, que estaba cargado de erotismo, y de ese modo la sexualidad pasa a
ser objeto de fuerte represión. Con ello la homosexualidad vino a ser algo que se tuvo
que esconder y tapar, en tal manera, que se llegó a pensar que era escasa y minoritaria y
sin apenas presencia en la Sociedad.
Por esta razón atacarla no comportaba muchos problemas y los ataques acabaron
por ser espectaculares sobre todo en la Edad Media. Tal es el caso del Rey Eduardo II de
Inglaterra que cuando en 1309 fue asesinado por sus enemigos, los Mortimer, y se
descubrieron sus relaciones con Lord Despenser, éste fue condenado a que en la Plaza
Mayor de la ciudad de York se le arrancaran los testículos con unas tenazas de hierro. Y
fueron muchos en la Edad Media, y después, los que encontraron en la hoguera el fin de
su homosexualidad cuando los descubrieron. Esto no quitó que la homosexualidad
siguiera existiendo, por la sencilla razón de que no era cosa que la buscaran y la
promovieran los hombres, sino algo que la Naturaleza hace surgir en los seres humanos.
Así en la Historia ha seguido habiendo hombres que han llevado con mayor o menor
peso su homosexualidad. El rey Ricardo Corazón de León, el rey Enrique III de Francia
(llamado “Rey muñeca”, que se bañaba desnudo con los soldados de su guardia que no
medía ninguno menos de dos metros de altura), el rey Luis XIII de Francia. Y Marcel
Proust y Oscar Wilde y Jacinto Benavente y Tchaikovsky y Caravaggio y García Lorca y
Benvenuto Cellini y Gil de Biedma y Luis Cernuda. Que sean muchos o sean pocos
puede que nada quiera decir.
Es curioso de todos modos que en muchos pueblos que no son de Occidente la
homosexualidad se viese de otra manera. En “Los Naufragios” de Álvar Núñez Cabeza de
Vaca (libro que ya he citado antes aquí) cuenta el autor que cuando en el siglo XVI
andaban los españoles por tierras del Norte de Méjico, vieron lo que ellos llamaron una
“Diablura” que consistía en que en un poblado indio había uniones de hombres con
hombres y nadie se metía con ellos. Estaba su vivienda fuera del poblado y al mismo sólo
iban cuando tenían algo que comprar o vender para su subsistencia. No les trataban más
allá de esa relación comercial, pero nadie les molestaba. Ni los condenaba.
La homosexualidad por mucho tiempo se tuvo tapada y escondida de modo que
siempre se pensó que los homosexuales eran una pequeña minoría. Mucho después ya en
el siglo XX, el Informe Kinsey de 1950, que fue una encuesta de enorme amplitud, muy
minuciosa y trabajada, afirmaba que los homosexuales eran el siete por ciento de la
población de los Estado Unidos. Este número se estimó muy elevado y sorprendió
mucho en todas partes. Años más tarde, en 1969, la policía reprimió en la cafetería Stoten
Willian de Nueva York las reuniones de homosexuales que allí se hacían; y la reacción de
los mismos fue muy fuerte y violenta, y acabó en la designación del día mundial y anual de
los gays, que así se les empezó a llamar desde entonces. Y en los años ochenta, con la
aparición del Sida, se vio que ya no se podía esconder ni tapar su número con la misma
facilidad con que antes se hiciera.
Hoy, el fuerte debate sobre su derecho, o no, a uniones entre ellos, ha puesto de
manifiesto que ya se esconden y se tapan menos que en tiempos pasados no muy lejanos.
Hay por todo Occidente un fuerte viento de libertad que quita no pocas inhibiciones.
Pero soy de la opinión de que estos hombres y mujeres, pese a lo expuesto, son
conscientes de que indudablemente se les condena y se les persigue menos, pero siguen
sin gustar aunque no se diga. Y siguen sin acabar de aceptarse aunque se hable de que son
aceptados.
Mi opinión sobre esta cuestión es que la homosexualidad no es en modo alguno
un fenómeno antinatural como muchos afirman. No puede ser antinatural lo que la
misma Naturaleza produce y ocasiona. Puede ser un fenómeno que resulte perjudicial o
no perjudicial a la Sociedad o a las personas, pero antinatural no lo es, como no es
antinatural tener la piel negra o tener seis dedos en la mano como Ana Bolena esposa de
Enrique VIII de Inglaterra (decir que la homosexualidad es antinatural puede ser algo tan
fuera de lugar como cuando Anatole France afirmaba que la castidad era antinatural y
contra la Naturaleza). Tampoco es una enfermedad. La enfermedad es lo que arruina
nuestra salud o nos causa la muerte. Ningún homosexual, por el hecho de serlo, tiene la
salud en peligro o tiene la vida en peligro. Y no son tampoco un matrimonio cuando se
unen. Donde no se puedan tener hijos no hay matrimonio. Habrá una unión o lo que
queramos llamar. Pero matrimonio no puede haber. En la esencia del matrimonio va
implícita la consecuencia de los hijos.
A mi juicio la bondad o maldad de la homosexualidad está en el uso que se haga de
ella. Si en una relación homosexual se engaña sexualmente a alguien que no se deba
engañar, o se pervierte o se hace con menores, o se escandaliza seriamente o se hace
sufrir a quien no sea justo que se haga sufrir, la homosexualidad será entonces
condenable. Pero si con ella a nadie se hace daño, entonces nadie, si no es la propia
conciencia del homosexual, podrá condenarla. Y si el homosexual es católico y no cree
que su opción sea condenable, su pecado será desobedecer a la Iglesia a la que debe
obedecer, pero no habrá ninguna otra cosa más.
Por todo lo dicho pienso que lo que procede con los homosexuales es respetarlos
y no herirlos. Y nunca condenarlos. Y que el Estado legisle normas por las que se regule
su situación y en las que se busque que su sexualidad no haga perjuicio a nadie, normas
por las que se les concedan derechos y se les reclamen deberes ya que de una y otra cosa
han de estar provistos. Pues de lo contrario vienen a estar tratados igual que los locos, que
no tienen por ley ni derechos ni deberes sino su ingreso en un manicomio cuando consta
su locura.
Como siempre, considero que todo esto es una opinión, solo mi opinión. Sin que,
como siempre también, esté libre de dudas.
19
UN POEMA DE CERNUDA
UN POEMA DE CERNUDA
H ablando alguna vez con los amigos, me dijeron que tras leer mis libros no
habían visto en ellos nada que a la Poesía hiciera referencia. Yo les dí la razón y
les dije que algo diría sobre el tema aunque fuese poco. Y tras pensarlo bien he
decidido referirme al comentario de Platón sobre los poetas, que es este: “Los poetas
cuando dicen lo que piensan, no son ellos los que nos hablan, sino los Dioses que hablan
por su boca”. Creo que eso es así, y con referir un poema que sea bueno, se puede llegar a
que esto se comprenda. El poema de Luis Cernuda sobre la Luz puede servirnos para
ello y para cerrar este libro. Ese poema dice así:
“Si algo puede atestiguar en esta tierra la existencia de un poder divino es la Luz; y un instinto
remoto lleva al hombre a reconocer por ello esa divinidad posible, aunque el fundamental sosiego que la
luz difunde traiga consigo angustia fundamental equivalente, ya que en definitiva la muerte aparece
entonces como la privación de la Luz.
Mas siendo Dios la Luz, el conocimiento imperfecto de ella que a través del cuerpo obtiene el
espíritu en esta vida ¿no ha de perfeccionarse en Dios a través de la muerte? Como los objetos puestos al
fuego se consumen transformándose en llama ellos mismos, así el cuerpo en la muerte para transformarse
en luz e incorporarse a la Luz que es Dios donde no habrá ya alteración de la luz y sombra, sino luz total
e infalible”.
Se acabó de imprimir
LOS CAMINOS DE ZORBA
de
JUAN MARTÍNEZ ORTEGA
el día 24 de Junio
del
Año de
Nuestro Señor Jesucristo de 2004
por el impresor
Patricio Almirón Jiménez
***
Laus Deo