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LOS CAMINOS

DE
ZORBA

Juan Martínez Ortega

ALMIRÓN
IMPRESOR
PATRICIO

CAZORLA

CAZORLA MMIV
A Maruxa y Manolo que, para mí,
son expresión de lo que la juventud puede
a veces tener de mágica alegría y de
luminoso esplendor.

La lectura y los viajes son lo que


más puede contribuir a la formación de
nuestra cultura personal.
Descartes

Cazorla, 25 de Octubre 2003 - 15 de Febrero de 2004


1

TRES CAMINOS
L a palabra Cultura se usa muchas veces en forma que induce a confusión.
Decimos que un pueblo tiene una Cultura, cuando posee su peculiar manera de
buscar unos principios o valores en que apoyar y cimentar su vida y su conducta.
Y sirviéndose de esos valores se llega a la plena realización del pueblo en cuestión, y con
ello a la calidad de vida, a la equidad y a la convivencia entre sus gentes. De este modo la
Cultura es una manera de obrar, o de pensar, que tiene un grupo más o menos amplio de
seres humanos. Y así hablamos de Cultura Occidental, o de Cultura Oriental, o de
Cultura Islámica.
Cuando un pueblo tiene o hace una Cultura, sus hombres producen día a día y a
través del tiempo, una serie de obras, de costumbres y de ideas, que van desde la aparición
de una novela famosa, o de un cuadro de renombre universal, a la aparición de un sistema
filosófico que marca directrices, o de un estilo de Arquitectura que identifica una época.
Todo ello es efecto y resultado de la Cultura en cuestión.
Eso da lugar a que aquél que conoce esa producción llega a ser una persona de la
que se dice que tiene una cultura. En realidad debería decirse del mismo que es un
hombre que tiene un conocimiento mayor o menor de los valores y realidades culturales
de un pueblo, pero no un hombre que tiene una Cultura porque Cultura, como ya digo,
no es sino una manera de obrar y de actuar de acuerdo con unos valores aceptados.
Se usa pues una misma palabra para dos cosas distintas. Pero aunque exista esa
doble utilización, no vamos, aquí y ahora, a tratar de que eso se corrija. A lo que vamos es
a tratar de ver como se puede llegar a ser buen conocedor de las obras que son fruto de
las ideas y de los sistemas de valores de nuestro pueblo, y de los demás pueblos que
forman con nosotros un modo idéntico de ser y de pensar, pues se apoyaron a través del
tiempo en los mismos sistemas de ideas en que nos apoyamos nosotros, y son como
nosotros, los pueblos que forman Europa dentro de la Historia de Occidente.
El hombre para hacerse de los conocimientos que son el resultado de una labor
cultural, tiene como es lógico muchos caminos. Pero estos no son lo mismo si lo que se
busca son los aspectos científicos de la Cultura de un pueblo, que si lo que se busca son
los aspectos humanísticos de la misma. De sobra es sabido que no es lo mismo la materia
que el espíritu, ni tienen, pese a su tremenda relación, los mismos métodos de
conocimiento. Aquí nos vamos a ocupar solamente de los métodos para el conocimiento
de la cultura humanística, y de los caminos que nos han servido siempre para esta
apasionante búsqueda.
Y utilizando la no mucha experiencia que yo pueda tener en esto, creo sea bueno
decir que para mí esos caminos fueron siempre la lectura, los viajes y el diálogo entre
amigos. En esos tres factores he apoyado siempre, a lo largo de mis más de ochenta años,
la busca de los pocos o muchos conocimientos humanísticos que yo pueda tener.
Existen también otras vías que no hay que silenciar aunque yo no me haya servido de las
mismas, como son los centros educativos o la Universidad, los actos culturales o la
televisión o internet. Pero para mí personalmente, siendo todos ellos realmente buenos
(como fue la Universidad de mis días de juventud que funcionaba muy bien y me sirviera
de mucho), no han tenido tanto peso o influjo como los viajes, los libros y el diálogo
entre amigos.
La Universidad donde yo estuve cinco años, no es la causa de los mayores o
menores conocimientos humanísticos que yo tenga, pero faltaría a la verdad si no dijera
que fue en la Universidad de Granada donde me enseñaron a buscar lo que tenía que leer,
y aprendí lo importante que puede ser en la vida tener inquietud por el conocimiento, así
como la necesidad de llevar un orden en la busca del mismo. En la Universidad yo
aprendí mucho Derecho Civil y mucho Derecho Romano, pero mi apasionamiento por
Grecia, por el Renacimiento Italiano, o por el Racionalismo Ilustrado vendrían después.
Las Universidades de hoy especializan en el conocimiento, pero no pueden
generalizarlo.
Como digo serían los libros, los viajes y el diálogo entre amigos, los que me
llevarían a conocer lo mucho o poco que yo he llegado a saber en el campo del
pensamiento humanístico.
2

LAS IMPRECISAS RECETAS


T oda mi vida he intentado encontrar los métodos que me llevasen a ser lo que yo
llamo un hombre completo, si es que a ello se puede llegar.

Un hombre completo sería aquel que sabe tener una respuesta a la vida; tanto
cuando ésta se presenta como una guerra sorda contra nosotros mismos, (situación harto
frecuente), como cuando la vida nos va bien y se nos ofrece como una fiesta. Y es que la
vida es siempre, y en todos los hombres, mezcla y revoltijo de una y otra cosa.
He buscado siempre encontrar esos métodos en el diálogo con los demás y en las
lecturas de todo género. Y después de muchos años de andar por esos caminos, pienso
ahora que para ser lo que yo llamo un hombre completo, basta sólo con ocho o diez reglas
de conducta y de pensamiento. (Si es que en la vida puede haber reglas, pues estas casi
siempre nos fracasan. Y si es que no nos pasa como a aquel Mandarín chino, que antes de
casarse hablaba de que tenía siete reglas extraordinarias para educar a sus hijos, y contaba
después de casado, que tenía siete hijos pero que no tenía ninguna regla para ellos, pues
todas las reglas le fracasaron).
La verdad es que pese a todo esto, yo creo con cierta seguridad que hay una regla
que es ciertamente positiva para nuestra conducta y que es aquella que consiste en obrar
siempre con buena voluntad y con buena fe (pese a quien pese y pase lo que pase), pues en
nuestra continua y constante buena fe está sin duda la base de todo acierto. A ello habría
que añadir nuestra intención de comprender a los demás situándonos en las mismas
circunstancias y condicionamientos que ellos, y analizando los motivos y razones que
tuvieron para ser como son. Esta es la base de toda convivencia. Y a esto habría que
añadir también nuestra convicción de que hemos de saber dar de lo nuestro a los que lo
necesitan, si ellos realmente lo necesitan y nosotros pudiéramos dárselo.
Creo, y parto de la base, de que las recetas no sirven de mucho. En la vida no hay
recetas. El camino se hace al andar. Pero creo también que con la buena voluntad, la
comprensión y la generosidad es como únicamente podemos pasar por la vida como
auténticos seres humanos. Por eso no se pueden dar recetas para un Mundo mejor. Eso es
absurdo. Pero sí se puede hablar y pretender simplificar esquemas de comportamiento,
de manera personal e individual, para que los que nos conozcan, y nos traten, tengan más
fácil el hecho de ser mejores. Y esto vuelvo a repetirlo, lo he aprendido en los libros y en el
diálogo con los demás.
A todo esto que acabo de exponer, le añadiría todavía otras cuatro o cinco ideas
más que servirán también, posiblemente, para llegar a ser lo que hemos definido como un
hombre completo. Al decir esto quiero referirme al hecho de que no podemos buscar la
perfección porque la perfección no existe. Su existencia está en buscarla. Somos mezcla
perpetua de cualidades y defectos, y aunque debemos tender a potenciar nuestras
cualidades y suavizar nuestros defectos, siempre tendremos dentro de nosotros mismos
una y otra cosa. Ser hombre es ser siempre suma de defectos y de cualidades, que se
reducen o se amplían pero que nunca se eliminan. Y ello me lleva una vez más a pensar
que la perfección está en el uso ininterrumpido de la buena fe con todos y en todo
cuanto hagamos. No creo sinceramente que la perfección pueda ser otra cosa.
Bueno es también que pensemos que el amor al prójimo consiste en definitiva en
no ser nunca insensibles, ni pasivos, ante los sufrimientos de nuestros semejantes, y que
los pobres, a los que hay que ayudar, no son sólo los que no tienen dinero, sino todos
aquellos donde habita el sufrimiento, sea este de la clase y forma que sea. Y que la
sexualidad en sí misma no es buena ni es mala, pues será buena o mala sólo en función
del daño que haga o no haga a nuestros semejantes o a la sociedad.
Por último no olvido, al hablar de todo esto, que sin libertad no se puede vivir y
sin dinero tampoco. Pero es bueno no olvidar que ambas cosas (de las que puede
pensarse que son esenciales en la vida) son claramente negativas si en su utilización
causamos daño o sufrimiento innecesario y gratuito a otras personas.
Es posible que si nos mentalizamos en todas estas ideas de modo sincero,
puedan las mismas servirnos para ser hombres verdaderamente civilizados, y ello es
igual a vivir en lo que yo llamo la cultura del hombre completo. Yo creo eso. Y creo
también que a ello se puede llegar a través de la lectura , sabiendo escoger lo que se lea, y
a través del diálogo con los demás, si dicho diálogo lo centramos en nuestros problemas
existenciales. Muchas de las cosas que acabo de referir las he tomado del Evangelio de
San Juan, que es un libro del que he pensado muchas veces que sería el que me llevaría
conmigo si me condenasen a vivir en una isla desierta y no me permitieran llevarme
nada más que un libro.
Y digo que con el mismo me bastaría, porque en él se dice que “Cristo es la
Resurrección y la Vida, y que quien cree en Él aunque hubiera muerto vivirá”. Y eso es
lo más alentador y realizante que yo he aprendido en un libro.
3

INTERNET
S e ha llegado a decir que, con Internet, los libros llegarán más tarde o más temprano
a no ser necesarios y terminarán por desaparecer. Puede que ello sea así, yo no lo sé.
Pero al pensar en esto, recuerdo que sobre 1850 se celebró en París una Exposición
de Fotografías que entonces eran invento de reciente aparición. Algunas de las
fotografías expuestas eran muy buenas para su tiempo. Las había de Nadar, cuyos
retratos de personajes de su época se consideran, aun hoy día, como trabajos fotográficos
de gran calidad y técnica. Hubo un periodista que al informar en su Diario de aquel
acontecimiento, afirmaba sin vacilar que había asistido a la muerte de la Pintura, y que la
Pintura al aparecer la fotografía acabaría por desaparecer y nunca más levantaría cabeza.
La noticia la daba en grandes titulares y fueron muchos los que estimaron ser de la misma
opinión.
Casi doscientos años después de aquello, las obras de Goya, Matisse o Vermeer de
Delft siguen causando admiración en donde se muestran, y por los cuadros de Van Gogh
o de Picasso se pagan millones de dólares.
Con los libros e Internet creo que ocurrirá lo mismo. Cada cosa tiene su función y
su cometido. Las cosas no valen solamente por el beneficio que nos reportan, sino por la
mayor aparición en ellas del genio y de la sabiduría del hombre. Creo que por mucho
tiempo tendremos que seguir apoyándonos en los libros, sin perjuicio de lo mucho que en
beneficio de todos nos pueda dar Internet. Y por eso voy a hacer referencia, en este libro,
de algunas de las obras de la Literatura Universal que más me impactaron o influyeron, a
la vez que seguiré opinando como Tomás Carlyle (pensador inglés del siglo XIX del que
aprendí muchas cosas) que “la mejor Universidad es una buena biblioteca”.
4

LA LECTURA EN LOS NIÑOS


C uando yo era niño, en mi casa siempre había libros. Mi padre tenía muchos
libros, y yo sabía que pasaba gran parte de la noche leyendo en la cama antes de
dormirse, pues por la mañana cuando entraba a verlo antes de ir al colegio, veía
por el suelo o en la mesita de noche el libro que leyera la noche anterior. Y de mi abuelo
me contaban que había leído cuatro veces Ana Karenina de Tolstói. Sé también que a dos
hermanas de mi abuelo les puso mi bisabuelo nombres de los personajes de una novela
de Balzac, porque eran nombres que mucho le gustaban. Mi bisabuelo hizo como
Menéndez Pidal, que en su admiración por el Cid puso a todos sus hijos nombres de
personajes del gran poema castellano.
La cuestión es que los hombres de mi familia que me precedieron eran todos muy
apasionados por la lectura. Y entre los muchos libros que había en mi casa, había –como
era lógico en aquellos días- novelas de aventuras de Julio Verne y de Emilio Salgari. Eran
novelas que entonces, y durante mucho tiempo, estuvieron de moda y no faltaban así en
ninguna estantería.
Yo tenía once años cuando leí por primera vez un libro completo. Fue “El
Continente Misterioso” de Salgari. Su argumento era muy sencillo. Unos colonos
italianos habían llegado en un viejo barco a Australia. El barco los dejó allí y ellos
comenzaron en pocos días a hacer un fuerte donde resistir. Querían buscar oro y otros
metales con que hacer fortuna para regresar después a su tierra de origen. El fuerte lo
construyeron rudimentariamente con troncos y ramas de árboles que cortaron.
Trabajaban con el asedio constante de los nativos que eran hombres que estaban todavía
en la prehistoria, que los atacaban repentinamente con sus lanzas y sus flechas y que les
incendiaron el fuerte en dos ocasiones. Los colonos italianos estaban muy lejos de toda
civilización. Sus provisiones no eran muchas. Y los indígenas no se daban descanso en el
asedio y el ataque. Los colonos resistían y no pensaban nunca en darse por vencidos.
Mantenían la moral a base de inventarse diversos trucos defensivos, y pensaban día y
noche en el momento en que regresaran de nuevo al pequeño pueblo donde nacieran, en
Toscana, a miles de kilómetros de allí. Yo admiraba el tesón de aquellos hombres por
continuar en su misión, su valor al resistir los ataques de los indígenas, su continua
añoranza de la dulce tierra donde nacieron, así como su adaptación a la vida en aquel
continuo estado de suspense que en cualquier momento podía llevarles a la muerte.
Yo que nunca he sido amigo de la aventura, admiraba muchas facetas y aspectos
de la vida de aquel grupo de hombres metidos de lleno en la aventura. Y quise con mis
once años ser como ellos. Aquel deseo me parecía posible. No así lo poco que viese en las
obras de Julio Verne que por entonces leyese muy por encima pero que nunca llegué a
leer por entero. Yo no admiraba mucho ni a Fileas Foc ni al Capitán Nemo. No me
gustaba la fantasía, ni lo irreal que siempre había en ellos. Me gustaba lo real. Y no es que
la fantasía no la viese como algo lleno de un misterio creador, como por regla general la
ven los niños. No era eso. Era que yo siempre he hecho del sentido práctico, incluso de
chiquillo, una constante, y por eso la fantasía, pese a lo que sin duda tiene de belleza, no
iba conmigo. Los niños como yo (y muchísimos niños más) queríamos respuestas en
nuestras lecturas, porque los niños siempre tienen su corazón lleno de preguntas. Y
quieren respuestas sobre la Verdad y sobre la Mentira, sobre lo que les conmueve y
sobre lo que rechazan, y sobre sus sueños o sus temores. Las respuestas las tienen en sus
padres o las tienen en sus maestros. Pero hay muchas veces que ellos prefieren ( a mí por
lo menos me pasaba así) encontrar las respuestas por sí mismos, o encontrarlas en sus
amigos o en los libros que leen. Y las novelas de aventuras eran para mí una formidable
respuesta a la vida y a muchas de nuestras preguntas. Pero no por la aventura (que yo
pasaba de eso), sino por lo que podríamos llamar el contorno de la aventura o lo que es
igual, los comportamientos que veíamos en los personajes de la novela.
El Continente Misterioso no lo perdí. Todavía lo tengo y cuando lo veo y lo
vuelvo a poner en mis manos me acuerdo de mis días infantiles. Y el recuerdo me duele
como una herida que aún no hubiese cerrado. Porque entonces vivíamos en un Mundo
Feliz lleno de seguridad. Nuestros padres eran nuestra seguridad. Ellos lo arreglaban
todo. Ellos tenían soluciones para todos los problemas. Ellos, día a día, nos daban más
fuerza. Eran muy parecidos a aquellos personajes de nuestras lecturas, porque a todo
daban solución. Aquella novela de mis últimos años infantiles me aclaraba muchas cosas
y me hacía soñar en que podíamos ser como los personajes que había en la misma. Y
nuestro sueño era realmente una fantasía. Pero entonces no lo veíamos como una
fantasía sino como algo posible. Los niños hacen posible en su imaginación aquello que
desean. Y ahí está la magia de ser niño. Por eso, vivir era como estar en el Paraíso, porque
soñábamos y a la vez pensábamos que nuestros sueños podían ser realidad. Y es después
cuando hemos comprendido, como dijera André Maurois, que nuestro auténtico
Paraíso Perdido fueron nuestros años infantiles. Viendo otra vez en mis manos el
“Continente Misterioso” he sentido agradecimiento por Salgari, a quien su editor
engañó, de modo que sus últimos años fueron muy duros por causa de la penuria
económica a que llegó. Mientras, sus novelas se vendían por millares y su editor se
enriquecía enormemente. Ello le llevó a quitarse la vida en 1908. Y lo hizo como los
personajes de sus novelas cortándose el cuello con un alfanje.
5

LOS ESPAÑOLES DE GALDÓS


L as novelas de Salgari me impactaron, llenaron de héroes mi imaginación.Pero mis
héroes de aquellos días eran de los que yo llamaba héroes de segunda, porque no
eran grandiosos aunque fueran tremendamente prácticos. No eran hombres que
surcaran mares, conquistaran nuevas tierras, mantuvieran a raya ellos solos a un ejercito
numeroso, o dieran la vuelta al mundo en ochenta días. Mis héroes de entonces no eran
nada de eso. Éran los que encontraban comida cuando no la había, hacían trampas
ingeniosas para cazar o tendían difícilmente una cuerda sobre un río para poderlo
vadear. Mis héroes eran eso. Hombres prácticos que eran los que me impactaban.
Deja huella aquello que nos impresiona o que nos conmueve y de alguna manera
altera el orden rutinario de vivir. Nos puede impresionar un libro por lo que cuenta o un
suceso determinado por lo que haya en el mismo de sorprendente y no común. El
impacto puede ser una de las motivaciones de la vida. No nos llega cuando queremos
sino cuando la vida nos lo da. Y una vida donde el mismo no exista, es una vida un tanto
vacía. Porque el impacto es un estremecimiento o como una interrupción en la
monotonía y en la rutina de las cosas, que nos saca de nuestro estado habitual aunque
solo sea por poco tiempo.
Tras el impacto de las novelas de aventuras de mis años infantiles, pasaron varios
años para que otros libros dejaran de nuevo huella en mí. Esto llegó cuando con quince
años, en plena Guerra Civil, empecé a leer algunos de los Episodios Nacionales de
Galdós. Aquello fue para mí un acontecimiento. Estábamos en Noviembre de 1937 y
llevábamos ya un año de Guerra Civil. La Guerra fue para todos los españoles algo
terriblemente dramático. Aquello fue una masificación de la barbarie que se aposentó e
instaló en la mente de todos o casi de todos nosotros.
En aquellos días de Noviembre del 37 estábamos muy mal. No sólo porque nos
dejaron pobres como ratas (nos veíamos y nos deseábamos para poder comer) sino
porque no sabíamos siquiera si mi padre estaba vivo o muerto. En mi casa alojaron por
entonces a varias familias de evacuados de los pueblos de la línea del frente de Córdoba.
Vivíamos en ella un total de veintidós personas. Nosotros sólo disponíamos de tres
habitaciones. La cocina y los servicios eran comunes para todos. Por las noches cuando
todos dormían y el silencio era total, yo me quedaba en el cuarto de estar hasta altas
horas de la madrugada leyendo a Galdós. Aquello era igual a que yo me hubiese liberado
de mi vida de pobreza, estrecheces e incertidumbres y me hubiera trasladado a vivir en
otra época, en otro mundo distinto que era el mundo de Galdós, que estaba vivo en sus
páginas y en el silencio ensoñador de aquellas noches de guerra y juventud.
Lo que leía me impresionaba en gran manera, Galdós me impactó. Yo no estaba
para sueños como en mis días infantiles, pero Galdós me hacía soñar con aquellos
hombres y mujeres de sus novelas que sin comerlo ni beberlo se sentían súbitamente
transportados al Mundo mágico del heroísmo o de la resistencia a vida o muerte ante un
enemigo magistralmente equipado y preparado. Y es que Galdós era un maestro
describiendo lugares y situaciones. En “Zaragoza” cuenta como el pueblo entero, de
manera espontánea, se congregó en la Basílica del Pilar para dar gracias a la Virgen
porque habían logrado evitar que los franceses entrasen en la Ciudad. Nadie hablaba y
casi todos lloraban. Era emocionante.
Igual ocurre cuando describe las andanzas de Gabriel de Araceli en Madrid la
tarde del 2 de Mayo de 1808. El General Murat había dado orden de que sacaran del
Palacio de Oriente al único miembro que quedaba en España de la Familia Real, todos
los demás estaban ya en Francia. Se trataba del Infante don Francisco de Paula que era
todavía un niño ( y que las malas lenguas decían que era hijo de la reina María Luisa y de
su amante el Ministro y privado Manuel Godoy). Una anciana en la puerta de Palacio,
entre el gentío que presenciaba la detención del joven Infante, gritó: “¡Que se los llevan!
¡Que se los llevan¡” Aquello fue como una descarga eléctrica, y enloqueció a todos los
hombres y mujeres de Madrid que, con navajas, palos, tijeras y garrotes, mataron a todos
los franceses que vieron en una orgía de gritos y sangre. También me emocionaron las
lágrimas de Mariquilla Condiola en brazos del seminarista Agustín Montoria en el sitio
de Zaragoza. O el hambre de Andrés Marijuan buscando ratas para poder comer, con
Siseta, Badoret y Gasparó, tres menores que perdieron a sus padres en el asedio de
Gerona, y que no pararon hasta que dieron caza a la que tenían por la más grande de
todas las ratas del barrio, a la que llamaban Napoleón.
No menos emocionaba el relato del cura Jerónimo Merino cuando, lleno de ira,
colgó las ropas talares en el altar mayor de la iglesia de su pueblo y tomó su trabuco
animando a sus feligreses a que lo siguieran para no dejar a ningún francés vivo. Todo eso
era indudablemente una ininterrumpida sucesión de hechos espectaculares que me
volvían a impresionar como antes me ocurriera con mis novelas de aventuras. Y todo
esto era real. Todas estas cosas habían ocurrido y no eran inventadas.
Pero de lo que yo no me daba cuenta entonces, por la falta de información en que
todos vivíamos, era que todo aquello estaba ocurriendo, de forma igual o parecida y por
aquellos días, en todos los pueblos y tierras de nuestra geografía por culpa de nuestra
dura y dolorosa Guerra Civil.
Galdós me emocionó. Pero no sólo fue eso, Galdós me enseñó y me hizo ver que
los españoles somos todos y de siempre enemigos de que nos domine nadie y de
someternos a nadie. Eso es algo que nunca hemos consentido. No admitimos invasores.
Hay otros pueblos que son como nosotros, pero que son los menos. Y por ello hicimos la
guerrilla contra Napoleón. Descalzos, en andrajos, y armados sólo de piedras, navajas y
trabucos viejos, hicimos frente al invasor.
Esa forma nuestra de ser puede que sea la causa de nuestro afán de unirnos
cuando se trata de abatir a un enemigo común. Pero puede que sea a su vez la causa de
nuestra dificultad para unirnos, cuando se trata de colaborar con los demás en una labor
que no sea de carácter defensivo. Es posible que nos unamos más en la rabia que en la
organización. En nuestro Regionalismo Autonómico es donde esto se pone de
manifiesto, y el mismo será todo lo que queramos que sea menos una base de
colaboración, y siempre nos creará problemas en la construcción de nuestra unidad.
Galdós en su obra me hizo pensar también en otra condición de los españoles que
aparece siempre en ellos, y en su acontecer histórico, que es su secular pobreza, su
convicción de que hemos sido un pueblo de miles y millones de pobres donde los ricos
eran muy pocos mientras los pobres eran incontables y como decía Zola “proliferaban
como los hongos en el estercolero”. La pobreza de nuestro pueblo ha sido siempre una
auténtica calamidad para el país. Y ha sido a su vez la causa fundamental de todo o casi
todo lo que los españoles somos y de todo o casi todo lo que nos ha pasado.
Muchísimas cosas de nuestra Historia y de nuestro modo de ser vienen de nuestra
pobreza. El éxodo de miles y miles de castellanos, extremeños, andaluces, gallegos y
vascos a las Indias en tiempo de los Austrias, en busca de dinero y fortuna para volver
después que lo lograsen (y casi nunca volvían),era un fenómeno de masas que tenía
exclusivamente en la pobreza su explicación y su causa. Los miles y miles de casos de
vocaciones religiosas que en el siglo XVII abarrotaron nuestros conventos de monjas y
de frailes, (que incluso fueron causa de un descenso muy sensible de nuestra población),
tuvieron en la pobreza su explicación y su causa, puesto que entraban en los conventos
como modo de poder comer todos los días al arrimo de los muchos bienes que la Iglesia
tenía entonces.
En un ensayo sobre nuestra Edad de Oro que leí no hace mucho, se contaba que
en tiempos de Felipe IV no era raro que hubiese días en que no tenían pan en la mesa del
Duque de Alba, en el Palacio de Liria, porque en todo Madrid no había donde comprarlo.
En la Novela Picaresca se ve y se aprecia bien este fenómeno del hambre en
España, pero es la verdad que en la misma no se recoge este problema, como es lógico, en
toda su dimensión. De todos modos es significativo lo que se cuenta en el “Lazarillo de
Tormes” cuando nos relata el llanto y la pena del Clérigo cuando comprueba que le
habían robado varios mendrugos de pan duro que tenía escondidos en una arcón como si
de oro se tratase (El Lazarillo se los robó, pero el Clérigo no lo supo). Y sus lágrimas
bien pudieran ser las lágrimas de todos los españoles de su tiempo.
La pobreza de España fue algo que nos retuvo en la Edad Media hasta bien
entrado el siglo XX, y que nos dio hasta entonces muchas analogías y semejanzas con
Países del Tercer Mundo.
Hoy parece ser que todo eso ha terminado.
6

LOS HOMBRES
DEL
NOVENTA Y OCHO
C uando yo tenía veinte años ya había leído a casi todos los autores y escritores del
noventa y ocho, que es la generación que más ha enriquecido de auténticos
valores la Literatura Española. Para mí los hombres de la Generación del 98
valían más que los hombres del Siglo de Oro, excepción hecha como es lógico de
Cervantes, Quevedo, Santa Teresa y San Juan de la Cruz. Todos los demás eran en la
comparación muchos menos valiosos. Esto honradamente lo creía así y lo sigo creyendo
así. Pero no deja de ser una opinión.
Los hombres del 98 como los llamara Azorín, que fue el primero que los nombró
de ese modo, tenían todos ellos algo admirable y que es como el denominador común de
todo lo que escribieron, y fue su seria preocupación por la decadencia de España. A ello
añadían su inquietud por los problemas del pueblo, su realismo en el análisis de esos
problemas y su sentido trágico de la existencia, factores todos ellos que unidos a nuestra
penosa decadencia eran los condicionamientos de nuestra vida y de nuestra Historia.
Nuestra decadencia la entendían como algo que todos los españoles vivíamos con altivez
y desprecio hacia los pueblos que nos habían dejado atrás en el devenir del tiempo, a la
vez que se vivía con amargura y añoranza. Pero era una situación de la que no sabíamos
salir. Y en nuestra decadencia había a su vez una rara belleza que era efecto de que los
hombres que la vivían se dejaban embargar por la nostalgia del pasado y por el esplendor
que hubiera en dicho pasado. Eran así hombres que se sentían desplazados del que
estimaban como su momento histórico. Y cuando la decadencia de un pueblo tiene
hombres que la sienten y la cuentan y se quejan de ella, es todo eso como el Canto del
Cisne de un periodo histórico que se fue y que sentimos se fuese.
La producción de la Generación del 98 como expresión de una decadencia es muy
valiosa. Aparecen infinidad de obras que explican como éramos antaño y como éramos
ahora, y que analizaban a lo que habíamos llegado tras años de transitar por caminos
erróneos y equivocados. Aparece La Regenta de Clarín, La Busca de Pío Baroja,
Fortunata y Jacinta de Galdós, o La Flor de Mayo de Blasco. En todas las obras se ve a
donde nos llevó nuestra pobreza y nuestras inamovibles ideas tradicionales. No hay
decadencia más sabiamente contada que la nuestra. Y en igual manera, el pensamiento de
Unamuno, de Ortega y de Ganivet analizaban con acierto todo lo que pasara a nuestro
pueblo desde los Reyes Católicos a los días de la pérdida de Cuba y a los días que fueron
prólogo y preámbulo de nuestra penosa Guerra Civil.
Y todo ello lo cuenta también una pléyade de pintores de entonces, como Sorolla,
Zuloaga, Sert, Vázquez Díaz, Gutiérrez Solana, o Pablo Picasso, pues la Pintura sirve
también para contar lo que pasa.
Hay una avalancha de hombres geniales que no están de acuerdo con lo que viven
ni con lo que tienen, y son ciertamente críticos con lo que ven y buscan soluciones, en
nuestra tierra y fuera de nuestra tierra, pero no las encuentran.
Se dio además la circunstancia de que, antes de que esa Generación del 98 hubiera
desaparecido, surgió la joven generación del 27. Y ambos movimientos coincidentes en
su fondo pero no en sus formas, llegaron con su empuje y con su fuerza hasta los días
finales de nuestra Guerra Civil.
Después vino el silencio de nuestra Cultura. Un largo y penoso silencio que se
debió no sólo a represiones dictatoriales, que sin duda las hubo, sino mayormente a que
nacieron menos hombres de ingenio que antes. Se vivió a partir de 1950, a partir de
mediados del siglo XX, sin poder olvidar en mucho tiempo a los hombres del 98 y sin
tener otros modelos y otras referencias que las que marcaron ellos. Y aun cuando
después surgieron hombres como Gironella, Delibes o Goytisolo cuya valía es
indiscutible, y nos dieran el Nóbel de Literatura para Alexandre y para Cela, es la verdad
que llevamos muchos años, en los que si no se habla de crisis en el Mundo del
Pensamiento y de las Letras en nuestro País, es porque no queremos hablar de eso.
En los años que siguieron a la Guerra Civil del 36, pasó algo parecido a lo que
sucediera cuando acabó el Siglo de Oro español y transcurrió todo el siglo XVIII sin más
figuras literarias que el Padre Isla, Feijó y Fernández Moratín. Y no había mucho más que
contar hasta que a la entrada del periodo Romántico volvió a haber nombres de prestigio
en nuestra literatura. Es algo sumamente curioso, pero suele ocurrir, que a un periodo de
mucha creatividad sucede otro completamente vacío. Igual que a un periodo de grandes
lluvias suceden las sequías.
Mi juventud coincidió con los días en que la Generación del 98 estaba de moda y
se leían sus libros por los jóvenes estudiantes de entonces, que no eran muchos, porque
sólo estudiaban los ricos, y que, por cierto también, no tenían más remedio que darse a la
lectura porque no había como ahora ni televisión, ni internet ni automóviles propios, ni
otros ingenios que nos apartasen de los libros.
De ese modo yo aprendí mucho y leí no poco.
7

BUSCAR SIN ENCONTRAR


P or los años cincuenta fue cuando yo leí a fondo las no- velas de Blasco Ibáñez y de
Pío Baroja. Ambos escri-bieron muchos libros, y casi todos los leí en aquellos días
en que no se iban de nuestra imaginación los recuerdos de la Guerra Civil, que
hacía poco que había concluido, ni los problemas que la misma trajese consigo, que
estaban muy lejos de concluir.
Blasco en sus novelas era brillante, colorista y muy minucioso en el relato. En
"Somnica" describe, de una forma casi visual, los vinos y manjares traídos de todos los
lugares del Mundo Antiguo, para un banquete en la vieja y helenizada ciudad de Sagunto
sitiada por Aníbal. Si aquel banquete se hubiese filmado en color, en un video de hoy, no
llegaríamos a la sensación de abundancia, variedad y riqueza en que quedábamos
después de leer las páginas de este escritor valenciano. Era en la huerta, en la Albufera o
en el Mar donde siempre situaba la acción de su narrativa. Y el colorido y la luz nunca
faltaban. La tragedia siempre surgía al final del relato y solía impresionar por la dureza de
la misma y por la sorpresa con que nos llevaba a ella. Así sucede cuando en “Flor de
Mayo”, el protagonista se entera de que su hijo no es en verdad suyo, y toma la decisión
de subir a la barca cuando el mar sólo estaba para que naufragaran en él todos los que en
él se internaran.
Blasco describía muy bien todo lo que rodeaba a sus personajes y los hacía
siempre protagonistas de duros problemas en que la causa de los mismos solía ser la falta
de dinero o cuestiones de amor y sexo. Pero sus personajes eran de papel. No parecían
reales. Les rodeaba la luz y el color, como en los cuadros de su paisano Sorolla, pero a mi
juicio había más vida en los personajes de los cuadros de Sorolla que en los hombres y
mujeres de las novelas de Blasco. Su fama fue grandísima especialmente después de la
aparición de los "Cuatro Jinetes del Apocalipsis" que trataba de la Guerra del 14.
Alfonso XIII lo desterró de España y en el destierro murió en 1928. Sus ataques a los
curas y a los ricos le dieron no poco renombre. Pero hoy está bastante olvidado. Yo que
lo leí muchísimas veces, no he podido después releer ninguna de sus novelas, ni incluso
Somnica que a mi juicio es la mejor.
Eso no ha pasado con don Pío Baroja al que leí después. “La busca” me
impresionó. Es una novela en la que habla de los pobres de Madrid en los años finales del
siglo XIX y es realmente una obra de arte. No hace mucho tiempo la he vuelto a leer de
nuevo. Las andanzas de Manolo tratando de ganar unos míseros reales, para poder
comer, en una ciudad como Madrid que empezaba entonces a ser refugio abierto de
todos los hombres sin trabajo de España. Aquella estrecha buhardilla, el catre de palo, las
ropas raídas, y el hambre siempre planeando sobre sus vidas como una pesadilla, como
un augurio, como algo que en su desnudez y falta de calor tenía su propia grandeza. Todo
ello conmovía porque en eso estaba la vida del ser humano, en bregar con pasiones y
problemas nada espectaculares y propios del día a día de la existencia. Las tres prostitutas
que le conocen, la Goya, la Mellá y la Milagros, son las tres Gracias de los pobres, que
tienen en Manolo al héroe de una mitología de hambrientos.
Baroja odiaba a los curas. Cuando estaba de médico en Cestona se quejaba de que
lo peor que tenía la ciudad era que había en ella muchos curas. Después se vino a Madrid
y dejó la Medicina para dedicarse a la panadería que era lo que hiciera su familia de toda la
vida. De eso entendía tanto como de libros. En 1956 cuando ya se moría, Hemingway le
visitó en su casa y le llevó una tarta. Y don Pío que entendía de eso le dijo: “la tarta es muy
buena. Debe de haberle costado a Ud. no menos de cinco pesetas”. Hemingway se
sonrió y asintió. Le había costado trescientas pesetas. Don Pío que tantas cosas sabía de
la vida no sabía ya con sus 84 años como estaba la vida. Escribió novelas sobre vascos,
sobre marineros, sobre aventureros y sobre pobres. Y en todas, así se tratase de la vida de
la burguesía de su tiempo, como de la vida de los pobres de entonces, exponía siempre su
sentido sombrío de la existencia. Y por eso todavía se lee.
Galdós también hablaba de ricos y pobres y atacaba al clero. Ello le costó que
hubiese un movimiento en su contra, en toda España, para que no le diesen el Nóbel de
Literatura. Y no se lo dieron. Unamuno habló también de ricos y pobres más o menos
directamente. Y también lo hizo Valle Inclán cuando por ejemplo nos habla de los
esperpentos de su Galicia natal. Es curiosa la figura de los “Esperpentos” que no eran
más que hacendados que vivían todavía, en pleno siglo XIX y en pleno siglo XX, con los
mismos métodos, costumbres, normas y tradiciones con que se viviese cuando la Edad
Media estuviera en todo su esplendor. Eso era el esperpento, un perdurar todavía en
nuestro tiempo del feudalismo medieval. El señor en su hacienda tenía numerosos
derechos totalmente abusivos sobre sus sirvientes, derechos que se apoyaban,
solamente, en que su ejercicio venía de tiempo inmemorial. Y los tiempos pasaban y
nunca había nadie que los aboliese o protestase de ello.
Valle, que se llamaba Ramón Peña Valle (lo de Inclán él se lo puso y el apellido
Peña lo anuló) era carlista rabioso y así mismo se definía como “feo, católico y
sentimental”. Era un prosista genial que nos dejó su Trilogía sobre las Guerras Carlistas,
donde nos habla del cura Miguel Santa Cruz un sacerdote que mandaba un batallón
carlista y trataba con suma dureza a los prisioneros isabelinos. Tal era su fama de
crueldad, que los mandos del Ejército Carlista llegaron a un acuerdo con los mandos del
Ejército Isabelino, para entre ambos conseguir capturarle y lograr que dejase de torturar
y fusilar prisioneros. Pero no lograron acabar con él. Tras las Guerras Carlistas, en 1876,
Santa Cruz se exilió al Perú a una Misión de los Jesuitas. Allí recibió años más tarde, como
señal de conciliación, una trompeta de plata que le regaló Alfonso XIII. Murió poco
después en 1926.
Don Ramón María del Vallé Inclán era también embustero. Siempre contó que la
mano que le faltaba la había perdido en Mejico luchando con los Indios en las montañas, y
la verdad es que la mano la perdió en un lamentable accidente casero. Pero Valle era
genial.
El debate de la pobreza y la riqueza llevaba ya años en España cuando a finales del
siglo XIX apareciera en nuestra tierra Bakunin y sus teorías sobre la anulación de la
propiedad, anulación de toda Autoridad y supresión de fronteras entre naciones. Esas
teorías encontraron en los obreros españoles una fuerte acogida. Años antes, en 1861, un
boticario de Loja, que se llamaba Rafael Pérez del Álamo, implantó el comunismo
libertario en Loja repartiendo varios cortijos entre los pobres. Estos permanecieron en
régimen comunal, en aquella Comarca, hasta que meses más tarde las tropas del Ejército
enviadas desde Madrid acabaron con todo aquello. Era un precedente a lo que vendría
después.
Con la llegada de Bakunin se intensificó el problema. Los secuestros de
empresarios de Jerez por los anarquistas de la “Mano Negra”, la bomba del teatro del
Liceo de Barcelona obra del anarquista Santiago Salvador en 1893, o la Semana
Sangrienta de Barcelona de 1909, eran expresión de que los pobres de la Tierra, de que
hablaba la Internacional, iban en serio.
El fenómeno de los pobres y los ricos era un debate que estaba en todos los
aspectos de la vida europea y en todos los foros y eventos de Europa. Y los hombres del
noventa y ocho entraron en el debate y lo vivieron a fondo, aunque ninguno de ellos
lograra encontrar una respuesta. Ellos eran conscientes de que había que cambiar
muchísimas cosas y de que había que poner fin a la decadencia que nos asfixiaba, que tenía
sus causas y sus raíces en la pobreza del País y en la aversión a toda idea nueva y
regeneradora. Pero no acertaban a dar solución a nada de eso. Ni encontraron la
respuesta.
8

EL DEBATE DEL SIGLO


E l debate sobre ricos y pobres, el debate sobre el amargo dualismo de la Pobreza y
la Riqueza como algo contra-dictorio a que había que dar solución, empezó
cuando a finales del siglo XVIII surgió la Revolución Francesa. Este
acontecimiento es uno de los más apasionantes, más turbulentos y más transcendentes
de la Historia de Occidente, que no carece además de esa rara belleza que hay en todos los
sucesos de la vida en que la misma aparece con matices muy fuertes de alegría y
sufrimiento. Nosotros somos hijos de la Revolución Francesa. Ella nos trajo la
racionalidad, la confianza en la Ciencia, la democracia, la libertad religiosa, la caída de las
supersticiones y sobre todo los derechos de los hombres sobre las autoridades que les
gobiernan y rigen su vida. Fue el final de un proceso que se inició en el Renacimiento, que
quitó lastre a muchas ideas de la Edad Media y que todavía está en evolución.
Había en ese tiempo tres grupos o clases en la sociedad europea, que eran el Clero,
los Nobles y el Estado Llano. Los dos primeros grupos gozaban de privilegios: no
pagaban impuestos y todos los cargos de gobierno del país tenían forzosamente que ser
desempeñados por ellos. El Estado Llano no tenía ningún privilegio. Estaba integrado,
de una parte, por Burgueses que tenían cierto nivel de vida como libreros, plateros,
impresores o comerciantes. Y de otra parte, por los pobres que nada tenían y que
efectuaban los trabajos que nadie quería realizar. La Revolución la hicieron estos últimos.
Los pobres fueron los que tomaron la Bastilla.
Los Estados Generales llevaban ya más de cien años sin haberse reunido y el Rey
hacía y deshacía a su gusto, sin responder ante nadie. En mayo de 1789 se reunieron por
fin los Estados Generales. Y como el Clero y la Nobleza se aliaron para no atender en
nada las peticiones y deseos del Estado Llano, o lo que es igual de la burguesía y de los
pobres, estos abandonaron las reuniones convocadas y se reunieron aparte, ellos solos,
comprometiéndose, en el llamado Juramento del Juego de la Pelota, a mantenerse unidos
para defenderse de la Nobleza y del Clero.
Pocos días después, como el pueblo pasaba hambre, tuvo lugar una seria revuelta
en que las turbas guiadas por un joven revolucionario llamado Camilo Demoulin
tomaron la Bastilla, y en que lo importante no fue que liberaran a los no muchos presos
que en ella había, sino que se derribó uno de los símbolos más serios del Poder de los
Reyes, porque el que entraba en la Bastilla no salía jamás. Al Rey Luis XVI lo obligaron a
residir en París, y no en Versalles, y le hicieron jurar en el Campo de Marte los principios
de la Revolución en Junio del 90. Un año después se fugó de las Tullerías pero fue
detenido en Varennes.
Proclamaron la República Francesa en Agosto de 1792 y le cortaron la cabeza al
rey en Enero de 1793, en la Plaza de la Concordia, que entonces se llamaba Plaza de Luis
XIV.
Los que gobernaron en Francia durante todos esos sucesos eran hombres que
antes habían pertenecido al Estado Llano. Marat que después fue asesinado. Danton que
fue guillotinado en 1794. Y Maximiliano Robespierre que llevaba al país en volandas a
que los Pobres se hicieran con el Poder. Pero la Burguesía no estaba por esa labor.
Fouché, miembro de la Burguesía y hombre de gran inteligencia que fuera después el
mejor ministro que tuvo Napoleón, empezó a conspirar contra Robespierre. Contaba
para ello con Tallien, otro revolucionario que fue esposo de Teresa Cabarrús, nuestra
compatriota, y con Barrás, que era amante de Josefina Tascher, a la que después cedería a
Napoleón que la hizo su esposa. El golpe del 9 Termidor (Julio del 94) acabó con el poder
de Rosbespierrre, que en la revuelta recibió un tiro en la boca, lo cual no fue obstáculo
para que días después le juzgase un Tribunal del Pueblo, aún cuando no podía hablar, y le
condenaran a la Guillotina. La Revolución de 1789 quedaba ya capitalizada por la
Burguesía francesa. Los gobiernos que vinieron después del 9 Termidor, así como el
posterior Imperio de Napoleón, eran Gobiernos de la Burguesía. La Nobleza se
convertía en reliquia del pasado. Las Monarquías quedaban heridas de muerte. Los
pobres empezaban así su eterna revolución pendiente. Y la Burguesía comenzaba uno de
los periodos de su mayor esplendor.
Con el Poder político en manos de la Burguesía, fue muy lento el resurgir obrero,
pero no tuvo pausa ni descanso. Con hombres como Proudhon o Saint Just, se planteó de
nuevo la rebelión, y se dio un buen susto a la ya floreciente Burguesía con la Revolución
de 1848, que planteaba ya reivindicaciones obreras en las que antes ni se pensara. Pero de
nuevo la Burguesía ganó la batalla.
Años después, en 1871, la Revolución dirigida por Blanqui en París fue mucho más
seria. Los obreros pedían mucho más, hubo más muertos y duró más tiempo. Pero de
nuevo la Burguesía, no sin mucho trabajo, logró dominarla, esto asustó seriamente a los
burgueses europeos que desde que se hicieron con el poder, en los lejanos días de Fouché
y de Napoleón, lograron de modo intensivo, fuerza, influencia, prestigio y riqueza.
El poder económico de los Burgueses llegó a ser muy elevado. Con el dinero de los
Rothschild se financió la construcción de todas las redes de los ferrocarriles europeos; los
gobiernos de Alemania, Francia, Rusia e Inglaterra acudieron a ellos para que les
concedieran los préstamos necesarios para llevar a cabo una obra de tal envergadura.
Los burgueses hacían cursar estudios a sus hijos en las mejores universidades y en
los colegios de mayor prestigio. Apoyaban el Arte y la Cultura haciéndose retratar por los
pintores mejores de su tiempo, y comprando cuadros de firma para sus colecciones.
Extendían su comercio por todos los lugares y rincones de Europa. Y gozaban de la vida
en lujosos banquetes, en suntuosos y elegantes bailes y en cacerías y viajes por todos los
lugares del Mundo.
Carlos Marx decía de la Burguesía, en aquellos años, que habían realizado en muy
poco tiempo una obra mucho más impresionante y espectacular que la que realizaron los
Faraones de Egipto en la Edad Antigua, o la que realizaron los Cruzados o los
Templarios en la Edad Media.
Por aquel entonces Marx publica su manifiesto Comunista en que explicaba sus
teorías sobre el materialismo histórico y el materialismo dialéctico, así como su famosa
tesis de la Plus Valía que explica la forma en que la burguesía explotaba y robaba a los
obreros y su teoría de la Iglesia, la Banca y el Ejército como apoyos del capital para su
dominio de la sociedad y explotación del Proletariado.
Carlos Marx que era de Tréveris, donde naciera en 1818, vivió casi toda su vida en
Londres. Estaba tan mal de dinero, que empeñó el único traje que tenía y pasó varios días
recluido en su casa porque no tenía ropa que ponerse, hasta que, en pago de algún
artículo en la prensa, logró dinero para desempeñar su ropa. Se suicidó una de sus hijas y
los únicos descendientes que le quedan proceden de un hijo que tuvo fuera de
matrimonio con una sirvienta de su casa. Murió el 14 de marzo de 1883.
Las teorías de Marx no tuvieron mucha acogida en Francia, posiblemente por el
miedo que dejase en este país la revuelta de Blanqui que fue sangrienta. Pero en
Alemania, y en otros países de Europa sí tuvieron mucho efecto. Y en Rusia el talento y la
constancia de Lenín, llevaron el Marxismo al Poder en 1917.
En las primeras décadas del siglo XX el movimiento comunista se extendió como
una Mística, como una Religión, sin dioses, donde residía la salvación de la Humanidad.
Los intelectuales, los obreros y la juventud se hacían comunistas al igual que los romanos
y los griegos se hicieron cristianos a finales del Siglo Primero. El Comunismo era para
muchos la única solución para la eliminación de la pobreza.
La Burguesía se inquietó seriamente ante la creciente acogida popular a las ideas
marxistas, y apoyó las Dictaduras militares como único modo de acabar con aquello. En
Alemania, Italia y España la Dictadura fue la respuesta de la Burguesía al movimiento de
los obreros a favor del marxismo.Pero la Dictadura de Hitler fue tan lejos en su política
racista y en su política de expansión de territorios, que, pese a hacer de los obreros
alemanes de antes de la II Guerra Mundial un referente a imitar, la defensa de la
Burguesía por los dictadores militares fracasó de modo total cuando las dictaduras
europeas perdieron la Guerra y los Nazis cayeron definitivamente en 1945.
A todo esto, en Rusia, Stalin convirtió el marxismo de Lenin en un Capitalismo de
Estado, al retirar a los obreros todas las tierras y medios de producción que Lenin les
entregara, y pasar todo ello a ser propiedad del Estado sin otro dueño que el propio
Stalin. Así las cosas, al mediar del pasado siglo, los burgueses sin tener ya la protección de
las dictaduras, trataron de defenderse del Marxismo a base de otorgar más mejoras
sociales y más derechos laborales al proletariado, a la vez que implantaban en las
Economías nacionales serias reformas como las auspiciadas por Keynes, en que la
propiedad de las grandes empresas se repartía entre los empresarios y el Estado.
También al mediar el pasado siglo, los obreros de los países de Occidente iban
adquiriendo día a día mejor nivel de vida, a la vez que se creaba una red de clases medias
que el paso de los años hacía más numerosa y mas fuerte.
Por otra parte el modo en que el Régimen de Moscú aplastó la rebelión contra el
Marxismo, en Hungría en 1956 y en Chequia en 1968, decepcionó a muchos intelectuales
y comunistas. Y en los Países del Este la gente no iba a mejor. Sus economías, en aras de
crear una igualdad imposible, estaban arruinadas. Al ocurrir el colapso de la Economía
de los Soviet, no fue de extrañar la caída del Régimen de Moscú en Agosto de 1991.
El gran debate del siglo que tantas amarguras ocasionó y que tantos años duró,
parecía que iba al fin a quedar resuelto. Los hombres iban a encontrar una respuesta que
fuese aceptada por todos y la respuesta era ésta:
“Había que hacer la riqueza existente en cada país mucho mayor. No había que
repartirla. Al hacerse más amplia la Economía de un pueblo, podían ser más ricos todos
los componentes de dicho pueblo por ser el reparto de sus beneficios mucho mayor para
todos”.
Esta tesis se fue aceptando por todos poco a poco. Todo esto no era otra cosa que
las teorías de Karl Popper puestas en práctica y en funcionamiento.
Y estas teorías parece ser que son las que se han aplicado en España en los años
finales del pasado siglo. Con ello creo que hemos acabado con nuestra secular decadencia
y hemos convertido a los españoles en un pueblo estable y con buen nivel económico
como los grandes pueblos que siempre caminaron delante de nosotros en nuestra vieja y
querida Europa. Hoy se puede pensar que ya somos iguales a ellos sin duda alguna.
Todo esto no es más que mi opinión.
¿Una opinión donde posiblemente se encuentre la Verdad?
Pudiera ser. Pero por de pronto en los pueblos que forman el Tercer Mundo, estas
teorías de Popper están todavía muy lejos de poderse llevar a la practica. Y las tesis de
Marx sobre el Materialismo Histórico parece que se acomodan mejor en ellos.
9

LA REGENTA
L a Reg enta fue la obra de la Generación del 98 que más
tarde llegué a leer, y es sin duda la mejor novela hecha
en España en mucho tiempo. Es la historia de Ana Ozores, una mujer joven con
su pasión de amar reprimida fuertemente por sus ideas y por la sociedad de su tiempo, y
de Fermín Pas, un cura joven que utilizaba su ministerio para medrar en su pasión por la
protagonista, que nada sabe de eso. El cura espía a la Regenta y como no puede tenerla,
por su condición de sacerdote, trata de impedir que sea de nadie más. Se hace su
confesor. Y reprime los deseos sexuales de la Regenta cada vez que ella le pide consejo,
razón por la cual ella le tiene por un excelente confesor. Una serie de acontecimientos
envuelven a los personajes cuando Ana Ozores se entrega en brazos de un joven amigo
de su marido llamado D. Álvaro de Mesía. Todo se torna desencanto, frustración y
desconcierto en los personajes de la narración cuando esto acontece. Y Fermín Pas para
humillar a la Regenta, por lo que considera como una traición, no a su marido sino a él, la
hace ir en una procesión con una larga túnica, descalza y con una soga al cuello. Tras
pasar Ana Ozores por tan fuerte escarnio, con un confesor que la humilla, con un marido
viejo, y torpe, que no la desea y con un amante que ante el escándalo se retira, ella también
se marcha de Oviedo.
Todo ello con ser de indudable interés para los que lean esta obra, es
probablemente lo de menos, porque lo que hace de La Regenta una obra maestra es el
hecho de que es la historia de muchos de nosotros, la historia de la sociedad burguesa y de
la sociedad proletaria de España, no ya de finales del siglo XIX (en que la misma se
cuenta) sino del tiempo que va de los lejanos días de la Contrarreforma hasta mediados
del pasado siglo XX, tiempo en que la vida en España fue siempre tan igual y con tan
poquísimos cambios. En La Regenta vemos una ciudad de provincias como Oviedo,
abundante de pobres y de clérigos, que se arriman como pueden a una burguesía llena de
valores solo aparentes, sin ningún fondo de contenido constructivo. Una burguesía que
critica agriamente todo lo que no estuviese en concordancia con esos referidos valores,
que por otra parte no eran más que una colección de rutinas practicadas sólo en
apariencia, tanto por los de arriba como por los de abajo, que en verdad sólo iban a la
busca del dinero o del sexo como objetivos de su vida.
Hay en la novela otro tipo de gentes que no son así, pero tienen aquí escaso
protagonismo. No es una crítica de la vida en una ciudad española, sino una narración de
lo que en ella se tapaba y se escondía de tiempo inmemorial y como costumbre saludable.
Desde la torre de la Catedral, a donde el canónigo Fermín Pas sube con frecuencia
con su catalejo y sus monaguillos, Oviedo se nos muestra en toda su amplitud, con sus
callejas, sus huertos, sus plazuelas y los prados y arboledas que rodean todo el conjunto
urbano. Pero Oviedo se nos muestra a la vez por dentro, cuando conocemos los
problemas, los deseos, las inquietudes y los diálogos de las gentes, que casi siempre giran
en torno a cuestiones económicas o sexuales.
La Regenta me hizo pensar mucho en estos problemas. Sobre la sexualidad llevaba
yo tiempo interesado e intrigado por su estudio. Y llegaba a conclusiones sobre la misma
en que solía afirmarme, aunque nunca sabía si con acierto.
Para mí, la sexualidad fue siempre un impulso que cuando no encontraba límites
que lo amortiguaran, degeneraba muchísimas veces en abuso contra los demás. Ello traía
como consecuencia que se intentase buscar por la Sociedad, o por los gestores de la
misma, poner límites a la sexualidad para refrenar sus abusos.
Eso fue exactamente lo que pasó en los días del Imperio de Roma, en que el
desenfreno sexual fue tan grande y la libertad sexual tanta, que al aparecer el Cristianismo
con su mensaje de exaltación de la castidad, ese mensaje arraigó con fuerza en gran
número de ciudadanos que estaban hartos de tanto uso y abuso sexual. Posiblemente
esta reacción constituyese un factor más, de los muchos que hubo, para que el
Cristianismo fuese aceptado masivamente.
Cuando se consiguió, poco a poco, vivir una sexualidad más controlada por los
Poderes religiosos, se derivó año tras año a través del tiempo hacía un cansancio de ese
control. Y como reacción al mismo se fueron quitando prohibiciones y se llegó así a un
desenfreno que cada día fue mayor. Esto empieza tímidamente sobre el siglo XIII, y
llega hasta bien entrado el siglo XVI, abarcando toda la sociedad europea del
Renacimiento. En libros como los Cuentos de Camterbury de Chaucer o el Decamerón
de Bocaccio se refleja todo esto muy bien. Así se ve en aquel cuento del Decamerón en
que todas las monjas de un convento se pelean por acostarse con el joven sacristán que
cuidaba de la iglesia y de la huerta. Y no se soluciona la disputa hasta que no establecen
un calendario por el que regirse. O aquel otro en que nos cuenta que llegó una monja a la
tienda de un ermitaño en el desierto y éste, para poder acostarse con ella, la convenció de
la necesidad que había de que él metiese el demonio en el infierno. Y la monja, al final,
quiere a todas horas meter el demonio en el infierno, de forma que el ermitaño no podía
con ella. El Decámeron, escrito en el siglo XIV, tiene cuentos que se leerán siempre.
Al mediar el siglo XVI, de nuevo se produce la reacción contraria y se llega por un
periodo de tiempo no muy largo, a valorar muy fuertemente la castidad. Los hombres de
la Contrarreforma, así como los anglicanos y calvinistas, reprimen por entonces la
sexualidad con extremada dureza. De este tiempo son los más importantes procesos por
brujería de la Historia, y es cuando la persecución de la brujería es más general. Y lo que
no se ha dicho mucho es que los aquelarres de brujas eran siempre, o casi siempre,
mantenidos por gentes que se iniciaban en ello como modo de tener relaciones sexuales
totalmente libres, que fuera de ese mundo era muy difícil mantener. Al comienzo de toda
ceremonia de endemoniados, los embrujados y los brujos copulaban revueltos antes de
rendir culto a Satán en cuevas y tugurios escondidos. En el siglo XVII este era uno de los
pocos medios que había de evadir la represión sexual, represión que se iría atenuando
poco a poco hasta los días de la Ilustración, sin que ello quiera decir que la misma
desapareciera por completo. De todos modos en los días de la Revolución Francesa, y en
los años del Romanticismo europeo que le siguieron, se vuelve a vivir la sexualidad con
más libertad. Pero a mediados del siglo XIX vuelve a reprimirse de nuevo. Es la represión
que yo llamo de la época victoriana, porque coincide con el largo reinado de la Reina
Victoria, y porque parece ser que todas las virtudes de la época las simbolizaba esta
Reina, que fue amada por sus súbditos como nadie. La decencia en la mujer tenía que ser
clara como la luz. El hombre en cambio podía hacer lo que le diera la gana, siempre que
no se supiera ni se viera.
Todo esto duró poco más o menos hasta mediados del pasado siglo XX en que la
libertad sexual fue adquiriendo unas cotas de permisividad y de tolerancia como jamás
las tuviera en su historia. Y en eso estamos cuando comienza el siglo XXI.
Lo que cuento no es más que la exposición de una realidad que ocurre con
frecuencia. La reacción a una conducta ha llevado siempre a realizar la conducta
contraria. Admito que esta interpretación de la Historia, como una continua sucesión de
la acción y su reacción contraria, pueda ofrecer ocasiones en que los hechos no hayan
ocurrido así. Pero lo más corriente, en el devenir histórico, es la continua repetición de
ese proceso, en que a una acción sucede la reacción contraria, para volver otra vez a
empezar de nuevo.
De todos modos no creo que con lo expuesto quede explicado lo que haya sido la
sexualidad en la vida de todos nosotros. Hay que aclarar más las cosas y hay que añadir
otras informaciones y juicios sobre esta cuestión. Y así hemos de indicar que la
sexualidad ha sido en todo tiempo y en todo lugar, un impulso realizador y procreador de
gran fuerza interior en todos los seres humanos. Igualmente hay que afirmar y no omitir
–y es cosa pese a su importancia que no se ha dicho mucho- que ese impulso lleno de
fuerza interior en que la sexualidad consiste, es algo que ha discurrido siempre por la vida
apoyado en dos fenómenos sociales de fuerte carácter coactivo que son el machismo y
las represiones religiosas. El machismo impulsaba y las represiones religiosas
refrenaban, a veces sin acierto, lo que siempre necesitó de un equilibrio, que es el deseo
sexual. A su vez esas dos fuerzas sociales eran concordes en esconder la sexualidad del
ser humano, en taparla y ocultarla haciendo caer sobre la misma una cortina o velo que la
reducía siempre, o casi siempre, al ámbito de lo privado y de lo íntimo. Esto no era otra
cosa que el pudor que en todo tiempo se consideró como un fenómeno natural, pero que
yo suelo considerar como un fenómeno derivado de la costumbre de reducir a lo íntimo
toda sexualidad. Eso es lo que pienso cuando veo que en muchos poblados primitivos de
África y de Australia, los hombres y mujeres van siempre desnudos de tiempo
inmemorial, y no sienten ningún tipo de pudor que sin duda sentirían si el pudor fuera un
fenómeno natural y no un fenómeno consuetudinario. Y eso también es lo que puede
pensarse cuando se leen las cartas de Colón desde Cuba a los Reyes Católicos en las que
les explica que los indios eran cobardes y siempre iban desnudos sin que sintieran jamás
vergüenza de ello.
Hoy vivimos un fenómeno que no hemos vivido nunca que es la desaparición del
pudor. Siempre pudo haber excesos pero siempre se taparon y escondieron. Nunca faltó
el pudor. Y hoy el pudor se olvida, con demasiada frecuencia a veces, e incluso se
considera por muchos como una hipocresía.
Creo que todo empezó en Francia con la Revolución estudiantil de Mayo de 1968.
Fue una revolución que fracasó y a la que incluso después se ha restado importancia.
Pero su semilla ha germinado. Y desde entonces creo que no somos como antes. Fue una
revolución donde no hubo muertos, donde no hubo jefes, donde sólo hubo gente joven
que paralizó la vida de la nación durante un mes entero. Y no pasó nada. No pasó
absolutamente nada. Fue algo impresionante. Pero se sentó claramente un principio que
ha calado muy hondo en la mente de los que vinieron después, quedaba “prohibido
prohibir”. Una consigna que parecía pasar a ser, en lo sucesivo, norma de obligado
cumplimiento. Y el pudor era una prohibición. Recuerdo que en Granada por aquellos
días varios jóvenes de la Facultad de Derecho, en una plaza de la Ciudad, se quedaron
completamente desnudos en medio de una multitud de compañeros y amigos que reían y
aplaudían. Y se subieron a todo lo alto de una fuente que había en el centro de aquella
plaza y desde allí gritaban la palabra libertad con grandes muestras de jolgorio y alegría.
Días después fueron multados por el Ayuntamiento. Pero aquél día se cargaron el pudor.
10

EL TENORIO Y EL MACHISMO
E l Tenorio es otra de las obras de nuestra Literatura que siempre me gustó. Tal vez
eso se haya debido a que desde muy joven el Tenorio fue siempre una figura o
personaje del que tuviera con frecuencia información y contacto. Del Tenorio y
del Quijote era muy habitual que me hablasen en las clases del Instituto de mis años
juveniles. Incluso los curas nos hablaron alguna vez del Tenorio como de un gran
pecador. Estaba vivo y presente en la mentalidad del pueblo.
El Tenorio se representaba en Cazorla todos los años en el mes de Noviembre.
Las representaciones se hacían en el Teatro de La Merced por actores más o menos
buenos. Hoy día esto ya no se hace y por las razones que sean se ha perdido. Pero a mí
todo eso me gustaba. Siendo yo chiquillo unos primos míos lo representaron con un
grupo de amigos de su edad en el patio de su casa. Acudió allí una bulliciosa chiquillería.
Y la representación la hicieron muy bien. Yo no sé de donde sacaron el vestuario y las
espadas de bonita empuñadura y hasta los gorros con su pluma de color incrustada.
Mientras Don Juan y Doña Inés recitaban su diálogo poético y apasionado, no se oía una
mosca. Se diría que todos los zagales que asistíamos a la función éramos conscientes de
que aquello era algo bueno y que la fluidez y belleza de los versos de Zorrilla nos
impresionaba. Yo entonces veía el Tenorio como el no va más en perfección y elegancia.
Estos teatros protagonizados por aficionados del pueblo eran cosa realmente buena
pero con el tiempo se dejaron de hacer.
De todos modos han sido muchas las representaciones que he visto del Tenorio,
aun cuando no viese la que quizás más interés tuviese en ver, que fue la versión que se
hiciera del mismo con decorados de Salvador Dalí en 1949 en Madrid. Siempre me llamó
la atención la gran imaginación de Dalí y la belleza de todas sus creaciones en todo cuanto
llevase su firma. Tengo de él la idea de que no fue un gran pintor (he visto bastantes
cuadros suyos), pero sí fue un hombre con una gran imaginación, una imaginación que
apoyada en un original subrrealísmo hacía muy difícil encontrar quien le igualase o se le
pareciese.
En el Tenorio de Dalí las mariposas fatídicas de alas grandes y multicolores
revolotean sobre la mesa donde van a cenar D. Juan y D. Luis Mejías, rememorando así el
vuelo de las arpías mitológicas sobre las cabezas de Jasón y Esculapio en el viaje de los
Argonautas en busca del Vellocino de oro. Las doradas cornucopias que adornan las
paredes van pasando de un acto escénico al acto que le sigue, como una fúnebre
mutación, a convertirse en lápidas de anónimos nichos. Y los racimos de uvas que hay
sobre la mesa van pasando también de un acto a otro de la obra, para convertirse como
una fúnebre premonición, en racimos de pequeñas calaveras doradas. Dalí no tiene
interés por saber cómo y quién es el Tenorio. Parece que solo le interesa del mismo lo que
le rodea y le es exterior, para embellecerlo y poetizarlo y hacerlo pura premonición.
Esto no es lo que le ocurre a Marañón cuando hace su estudio del Tenorio y lo
analiza como un hombre con su sexualidad aún no concluida, que no acaba por centrar su
amor en una sola persona y, de ese modo, abandona a todas las mujeres que comienza a
amar. O lo que ocurre en aquellos que lo consideran como un homosexual, por su
abandono y hastío de toda pasión, y de ese modo lo pintan con rasgos y ademanes
femeninos como hace el pintor Elías Salaverría. Otros dan de él la idea del hombre que se
acoge a su amor por Doña Inés para lograr por medio de ella la salvación de su alma,
como nos cuenta el poeta Emilio Carrere. Las interpretaciones del Tenorio son muy
numerosas.
Pero creo yo que la más importante de todas ellas es la interpretación que de su
figura hace el pueblo llano y los hombres del pueblo. Ellos ven en el Tenorio el prototipo
del macho que encarna el machismo triunfante y victorioso, que domina siempre a la
mujer y la deja siempre rendida a sus pies. El Tenorio para el pueblo es más que nada la
mitificación del machismo y el prototipo del machismo, y como su emblema y símbolo
más valioso.
El machismo como factor inductivo de la sexualidad es un fenómeno que tiene su
inicio en la oscuridad del tiempo. De siempre he pensado que el origen del machismo
estaba en la mayor fuerza física del hombre sobre la mujer. Ello lleva a que el hombre
fuese siempre el que defendía a los suyos de los abusos de los demás y el que cazaba y
cultivaba la tierra para alimentarlos. Esto le daba autoridad sobre ellos y era a su vez algo
que había que valorar y exaltar, pues cuanto más prestigio y renombre tuviera el que los
cuidaba y defendía, mejor era para todos.
De este modo se llegó a pensar que el jefe familiar era, o tenía que ser, el más fuerte,
el más alto, el más hábil y el más sabio. El macho podía vencer a todos sus iguales y tenía
solución para todos los problemas. Nada había por encima del mismo. Se hizo el mito del
jefe. Y esto funcionó en todas las culturas. Y funcionó bien. Y este mito se convirtió a
fuerza de tiempo en un valor social incuestionable. De este modo dentro de la unión de
hombre y mujer, el hombre era quien decidía y ordenaba el desarrollo y vivencia de la
sexualidad, que estaba así hecha para exclusivo goce y disfrute del macho.
Pero en la Historia todo acaba por cambiar aunque sea tras el paso de miles de
años. Con las ideas de libertad de la Ilustración y las ideas de liberación de la mujer que le
siguieron, se inició un largo forcejeo contra el viejo mito de la supremacía del macho que
ha llevado poco a poco y ya en nuestros días, a una lenta decadencia del machismo y del
imperio del mismo.
Y en esta batalla contra su decadencia parece ser que el macho no quiere asociarse
con nadie para defender su status. Actúa solo. Por eso vemos con frecuencia, en estos
tiempos de principios del siglo XXI, muchos casos de maltrato a las mujeres. Se dan en
todos los países de Occidente y no son otra cosa que casos aislados y en solitario de la
violenta afirmación por el macho de su derecho de dominio sobre la mujer, que
solamente es suya y no de nadie más, ni tan siquiera de ella misma. Y se llega incluso, en
este contexto, a asesinar a la mujer cuando esta no se somete a los deseos del varón, que
nunca quiere perder la vara y la usa a lo bestia en infinidad de casos. Son alarmantes las
cifras de maltrato que se alcanzan en estos años. Todos los días, prensa y televisión nos
informan de nuevos y numerosos casos de maltrato a cual más espeluznante. Se pega, se
apuñala, se atropella y hasta se quema con gasolina a las mujeres cuyos maridos no
perdonan el más mínimo comportamiento que indique que su dominio sobre ellas es
contestado. Todo esto ha llegado a convertirse en uno de los problemas que más
preocupan hoy día a la Sociedad.
Pero el varón no acepta su derrota ni cree en ella. Actúa solo y se defiende solo,
pues piensa que su supremacía sobre la mujer está en el orden natural, y no es creación ni
de la sociedad ni de los hombres. En esta convicción del carácter natural del machismo, y
no del carácter sociológico y tradicional del mismo, está la más fuerte dificultad para su
eliminación.
Cuenta el escritor Josep Pla en su “Cuaderno gris”, que en su pueblo del
Ampurdán había un herrero que estaba casado con una mujer algo más joven que él. El
matrimonio tenía tres hijos y vivían del trabajo del padre en la herrería y de algunos
trabajillos que hacía la madre en las casas de los ricos del pueblo. Los niños iban a la
escuela. Y todo parecía marchar muy bien.
Pero el herrero tenía desde hacía muchos años una rara costumbre que no parecía
querer abandonar. Todos los años el día del Santo Patrón y con motivo de las fiestas del
pueblo, cerraba le herrería y se iba con un grupo de sus amigos de copas por los bares del
lugar. Se pasaban el día entero bebiendo de bar en bar. Y a la noche cuando ya estaba
completamente borracho, se iba a su casa y sin mediar explicación alguna daba a su mujer
una monumental paliza que la dejaba destrozada y llena de moratones.
Tras la paliza se acostaba en la cama a dormir la borrachera. Y al día siguiente no se
decía palabra de lo ocurrido. No volvía a haber más palizas ni borracheras durante todo el
año. Pero al año siguiente al llegar el día de la festividad del Santo Patrón del pueblo,
volvía a coger su borrachera y a dar su monumental paliza a su mujer. Y así llevaban ya
trece años sin faltar ni una sola vez a su brutal costumbre ¿sería todo esto una válvula de
escape de su frustración y de la monotonía de su vida? O ¿Sería una afirmación de su
condición de macho que necesitaba obrar así, por lo menos una vez al año, para probarse
a si mismo su masculinidad? Josép Plá no aclara nada de esto ni hace sobre ello ningún
comentario, lo que si hace es contar lo que había pasado con el herrero el año anterior, en
que al llegar el día del Patrón, se emborrachó como todos los años y cuando ya entrada la
noche volvió a su casa para dar a su mujer la paliza anual, se encontró con que su mujer no
estaba. Se había marchado del pueblo con un albañíl mucho más joven que ella. Y ni de
uno ni de otra nunca más se supo.
Sólo de este modo acabaron las palizas del día del Santo Patrono. Es muy probable
que Josep Plá que era un gran conocedor de la vida y que escribió todo esto en 1919, viese
ya entonces el remedio a los abusos del machismo, en el sencillo procedimiento de poner
tierra por medio.
11

OLVIDADO KNUT HAMSUN


U no de los libros de los que mejor recuerdo tengo entre los muchos que he leído
es de Knut Hamsun. Knut Hamsun era un escritor noruego al que dieron el
Nóbel de Literatura en 1920. Tuvo entonces cierto renombre pero después se
olvidó y hoy apenas se habla y se hace referencia al mismo. Y más cuando tuvo problemas
por sus relaciones con los Nazis en la Segunda Guerra Mundial durante la ocupación de
Dinamarca donde residía. Hamsun viejo y olvidado murió en Copenhague en febrero de
1952.
El libro que tanto me gustara se llama “Pan”. El nombre es como un homenaje al
dios menor en que los Griegos hacían recaer el gobierno y ordenamiento de toda la
Naturaleza. Yo me he preguntado muchas veces como pude leer este libro en tantas
ocasiones (hasta cinco o seis veces que yo recuerde). Y es que el libro aunque fuese una
novela no es realmente una novela, sino un largo y precioso poema en prosa. Lo de
menos es su argumento que es muy sencillo. Un teniente del Ejército llamado Tomás
Glang llega a un pequeño pueblo de la Costa septentrional de Noruega llamado Sirilum.
Llega para comprar provisiones y alimentos y retirarse después a una pequeña cabaña que
había en las montañas cercanas al pueblo, para pasar allí en solitario una temporada
dedicado a la caza. La cabaña desde su altura dominaba el mar y ofrecía una visión
completa del pequeño pueblo de Sirilum. Estaba situada en un claro del bosque, de un
bosque que era inmenso.
Tomás Glang se había enamorado de una joven del pueblo que no le hace mucho
caso. Su enamoramiento es fuerte y muy intenso. Por el bosque y sus alrededores Glang
vive y piensa en su fracaso amoroso y en su soledad. Y el penoso desaire que le embarga,
tiene su compensación, y como su fuerza contraria, en la magia y el encanto de la
Naturaleza que le rodea y por la que siente un amor no menos apasionado que el que
siente por la muchacha de Sirilum.
En su soledad nos habla del griterío de las bandadas de pájaros marinos que a
veces sobrevuelan su cabaña, nos habla del susurro del aire que mueve las ramas de los
árboles y del rumor del agua de un torrente cercano. Nos habla de las minúsculas
florecillas que hay entre la hierba que recubre el suelo y del mar que cambia su color en
las diversas horas del día, así como de los islotes lejanos que se ven desde el bosque y del
verdor de su hierba de tallos ágiles y tiernos. Y cuando a sí mismo se pregunta el por qué
de su infortunio piensa que la respuesta puede estar en los navíos que cruzan el mar, en las
estrellas de las constelaciones del Zodiaco, en los doce meses del año, o en el Dios
insondable que gobierna los corazones.
El libro es enteramente un poema.
La acción se desarrolla en 1855. El Teniente Glang dialoga muchas veces con
Esopo su perro. A veces le visita para llevarle comida, una joven muy agraciada llamada
Eva, que está fuertemente enamorada de él. Y él lo sabe pero nada se dicen porque él solo
piensa en la muchacha de Sirilum. Todo se cuenta con una suave amargura. Al final del
relato alguien que conocía al teniente Glang nos cuenta que se marchó de Noruega y que
acabó su vida con su suicidio cuando aún era muy joven.
Me llamó mucho la atención años después de leer a Hamsum que un comentarista
de su obra dijera que su novela era como los cuadros de los Impresionistas franceses. Y
me llamó la atención porque los cuadros de los Impresionistas, hechos a base de
combinar las sombras y la luz, tienen mucho de lo que tiene la novela de Hamsum. Son
cuadros que a más de ser un auténtico canto a la vida, dan a la Naturaleza un
protagonismo muy fuerte, y la realidad circundante está tratada con el mismo amor con
que el autor escandinavo habla de sus arroyos y sus bosques. No hace mucho ví en el
Museo Thyssen, de Madrid, un cuadro de Camile Corot que se llama “El Parque de Port
Marly” y recordé al verlo mis lecturas de “Pan” en mis años de juventud porque en ese
cuadro la hermosura y encanto de la Naturaleza lo llenan todo.
Yo siempre fui un apasionado de la Naturaleza. Siempre la llevo dentro de mi
imaginación y de mi espíritu, como algo esencial. Creo que no puedo vivir sin tenerla
cerca. Y en esa novela de mis días juveniles, vi que había quien pensaba igual que yo. Y
quien sentía las cosas igual que yo. No puedo vivir sin ver con frecuencia los árboles, el
Sol, o el agua del río o de la fuente. Necesito esas cosas como algo vital. No puedo vivir en
la ciudad perpetuamente sin salir nunca de ella. Siempre rodeado de miles de ventanas y
de bloques de edificios que con su enorme masa nos agobian, y con parques que son
como trozos de Naturaleza que se aprisionan y delimitan entre muros y asfalto. Con
ruidos de máquinas, de automóviles, y de personas, que nunca se acaban.
A mi la ciudad no me sirve. Aunque admito que hay ciudades que por la maravilla
de sus creaciones (en su Arquitectura o en su Historia) son sencillamente admirables,
como es el caso de París, Florencia o Praga. Pero en las ciudades yo no puedo estar por mi
gusto más de quince o veinte días. Siempre vengo a Cazorla, a mi pueblo, donde al abrir
las ventanas por las mañanas tras el sueño, lo primero que veo son los árboles del jardín, o
las montañas que nos rodean o los olivos que se extiende por el Oeste con su monótona
lejanía.
Me explico que miles de hombres y mujeres, en los fines de semana o en las
vacaciones, salgan de las grandes ciudades en avalanchas de automóviles para pasar tres o
cuatro días fuera de las mismas. El campo es lo mío. La Naturaleza es lo mío. Y la
Naturaleza no es ni más ni menos que una obra de Arte. Es la obra de Arte de Dios. Las
estatuas de San Jorge y San Teodoro en la Puerta de Santa Ana en la Catedral de Chartres
(de las que Rodin decía que eran el Partenón de la Edad Media y que son de las obras que
yo más admiro en el Mundo del Arte) resultan poca cosa al lado de un amanecer visto
desde las cumbres de mi pueblo, cuando el día va surgiendo y la luz va iluminando poco a
poco los montes más elevados y los caseríos blancos entre olivos.
Eso es algo que nunca me he cansado de ver.
La convicción de que la Naturaleza es una obra de Arte, cobra dimensión cuando
se piensa que la misma en unión de todos los seres que en ella se sostienen, forman un
conjunto armónico del que todos somos parte, un conjunto del que nadie puede ser
excluido, pues somos todos los seres que en ella estamos como una fantastica e
indivisible unidad. Esta unidad tiene su fundamento en la fraternidad que nos viene a su
vez de ser todos, y todo cuanto existe, una creación y hechura de Dios. Todo esto es lo
que yo en otra ocasión he llamado y considerado como una concepción cósmica de
nuestra existencia.
Por eso resulta tan doloroso ver, como ahora vemos con mayor frecuencia que
antes, los innumerables atentados que hoy se cometen contra la Naturaleza. Cuando arde
un bosque o cuando se contamina un río, eso nos duele “casi tanto” como cuando en una
Guerra mueren muchas personas. Digo “casi tanto” porque es bastante parecido,
aunque en modo alguno y de ninguna de las maneras sea igual. Pero si es lo mismo de
salvaje.
Los atentados a la Naturaleza son lo mismo de dolorosos que los atentados a las
obras de Arte y lo mismo de salvajes. Como ocurrió en 1973 cuando un loco la
emprendió a golpes con la Piedad de Miguel Ángel en el Vaticano y poco faltó para que la
destruyese.
El Arte y la Naturaleza son cosas iguales y semejantes, aunque de distinto autor. Y
donde creo yo que se comprende mejor esta analogía del Arte y la Naturaleza, es en la
Música. En muchas ocasiones hemos pensado que es cierta la afirmación de Leonard
Bernstein de que “la Música es lo que más puede revelar a Dios en el corazón del
hombre, porque la Música es el lenguaje de Dios”. La Música y la Naturaleza son dos
realidades sin las que yo no podría vivir.
Y con las que siempre he vivido.
12

ANTÍGONA
A ntes de la aparición de la imprenta no había libros, había manuscritos. Los
manuscritos eran copias hechas a mano de una primera obra original, también
hecha a mano.
Algunos manuscritos tenían mucho que desear pero otros estaban muy bien
hechos. Los mejores procedían de las abadías y conventos, donde los monjes, a más de su
dedicación a la oración y a las labores de sus huertos, se dedicaban a la copia de libros
famosos en cuya confección eran verdaderos artesanos. Los benedictinos eran maestros
en este noble oficio y las abadías de Cluny y Molesmes en Francia, y de Motecasino en
Italia o del Poblet en España, tenían fama de ser centros donde los manuscrito que hacían
sus monjes eran de extremada calidad. Cuando en el siglo XV apareció la imprenta, los
manuscritos poco a poco dejaron de hacerse. Pero apoyándose en ellos se hacían los
libros. Los libros pasaron en muy poco tiempo a convertirse en algo muy valorado.
En Florencia en el siglo XV encargaron a Poggio que buscara una obra de
Quintiliano que creían que estaría en el Monasterio de San Gall en Suiza. Poggio tuvo la
suerte de encontrarla y aquello fue un auténtico acontecimiento. También en Florencia
encargaron a un noble, de nombre Gemisto, que buscara todo lo que pudiera encontrar
de autores del Mundo Antiguo en la mágica ciudad de Bizancio. Bizancio era un
fantástico arsenal donde se podían encontrar restos y recuerdos de la cultura griega o de
la cultura de Roma. Allí había reliquias de la vida de Cristo, como se decía de la Corona de
Espinas de Jesús, que San Luis de Francia compró para ponerla en una capilla que hizo
construir en París para su enterramiento. Había estatuas de Lisipo, de Praxiteles y de
Leócares que llegaron de Atenas y que se habían logrado salvar del saqueo a que los
Cruzados sometieron a la ciudad en 1204. Y había infinidad de manuscritos de obras de
Homero, Sócrates o Eurípides, manuscritos que eran precisos no ya para hacer más
copias de ellos, sino para imprimirlos en las nuevas imprentas que empezaron entonces a
aparecer por todas las ciudades de Europa. El barco en que Gemisto traía su precioso
cargamento se hundió en el mar. Todo se perdió y aquello se tuvo por una auténtica
desgracia. Y en realidad fue algo muy negativo para la cultura del Renacimiento.
Eran tiempos en que el interés por los libros era apasionante. Un rico italiano de
nombre Nicolás Nicola poseía una biblioteca con nada menos que más de ochocientos
manuscritos casi todos ellos únicos en el Mundo. El Duque de Urbino a quien retratara
Rafael leyendo un libro, tenía a su vez una biblioteca que aunque de menor volumen, no
era de menor fama. Y Tomás Panteuricelli que llegó al Pontificado con el nombre de
Nicolás V, inició con lo poco que la Iglesia entonces tenía, las bases de lo que ha sido
después la Biblioteca Vaticana. Durante su pontificado compró tantos libros que cuando
su sucesor el Papa Calixto III visitó las estancias donde los mismos estaban todavía sin
colocar, no se explicaba que todos los “dineros” de San Pedro se hubieran ido en
comprar libros.
Los primeros libros no se vendían en las librerías, sino en las ferias y mercadillos de
los pueblos en unión de otras baratijas. La gente del pueblo cuando veía que se ofrecían
por feriantes y tenderos dos ejemplares exactamente iguales, no los querían comprar
porque creían que aquella igualdad y similitud eran obra del Diablo.
Los libros, que antes era precioso saber en que abadía o convento estaban para ir
allí a estudiarlos o copiarlos, ahora no había más que ir a la imprenta de cualquier ciudad
para comprarlos o conocerlos. Y los libros que salían de la imprenta se miniaban también
como antes se hiciera con los manuscritos. Las miniaturas eran ricas en colores fuertes,
como el dorado o el rojo, y eran abundantes en pequeñas figuras finamente dibujadas,
componiendo escenas de la vida de Jesús o de la vida corriente de la gente de entonces, o
de hechos estelares de la Historia Antigua como las batallas de Alejandro o Julio César.
Algunas miniaturas como las del Libro de Horas (libro de oraciones) del Duque de Berry
son una joya de la cultura medieval. Lo miniaron los hermanos Limbourg, de origen
flamenco, en el siglo XV, y está en Francia en Chantilly.
Pues bien, a través de esa maraña de copias, manuscritos y papeles nos ha llegado
todo lo que los Clásicos de la Antigüedad y de la Edad Media nos legaron y crearon para
goce y ornato de la Cultura de Occidente. Así, por todo ese tinglado de copias, y
manuscritos, llegó a nuestras imprentas, a imprentas como la de Plantín en Amberes o la
de Aldo Manucio en Vencia, la magia de obras como “Antígona” de Sófocles, que es una
obra realmente mágica y es como una expresión clara y luminosa de la perfección, si es
que en verdad la perfección existe en la obras y en los hechos de los hombres. En
Antígona, si la leemos atentamente y hacemos reflexión y análisis de lo que en ella se dice,
llegamos al convencimiento de que estamos ante una obra de esas que surgen una vez en
la Historia y pasan después cientos y cientos de años para que surja otra cosa con idéntica
categoría, si es que llega a surgir.
Antígona era hija de Edipo y hermana a su vez de Eteocles y Polinice, dos jóvenes
príncipes griegos que se rebelan en guerra a muerte contra Cleantes rey de Tebas (la
mítica ciudad fundada por Cadmo, hermano de Europa, cuando buscaba a esta tras su
rapto por Zeus). Los dos hermanos rebeldes pierden la batalla y mueren en ella. Y
Cleantes con arreglo a las leyes y normas de su Estado, prohíbe que los cadáveres de
Eteocles y Polinice sean enterrados hasta que las aves del aire los picoteen y los destrocen
acabando con ellos. Eran las leyes del Estado, que no coincidían con las leyes religiosas
que Antígona quiere poner en práctica y según las cuales si sus hermanos no son
enterrados, sus almas no irán al Paraíso y entraran en el Hades, reino de las sombras y del
silencio. Antígona entierra a sus hermanos exponiéndose a que Cleantes le quite la vida,
pero prefiere esta decisión a no seguir sus leyes religiosas.
Hemon hijo de Cleantes y enamorado de Antígona, cuando ve que tras todo esto
no va a ser ya posible su unión con ella, busca en el suicidio la solución a su laberinto de
contradicciones.
La obra es una tragedia. Y la tragedia no es más que la rebelión del hombre frente a
un destino que le es adverso y contrario. Un destino al que no puede hacer frente y contra
el que no tiene otra salida que la sumisa aceptación del mismo, sin que quepa la
desesperación o el suicidio, pues una y otra cosa nada resuelven. La tragedia es así en
mayor o menor grado, una expresión de lo que es la vida en todos nosotros cuando
aconteceres que nos son contrarios nos llevan a que no encontremos el camino y no
veamos otra salida que la sumisión a aquello que nos destroza.
Antígona, nada menos que cuatro siglos antes de Cristo, nos planteó por primera
vez un problema que siempre ha obsesionado a los hombres. El problema del
enfrentamiento entre nuestra conciencia y los que nos quieren avasallar. O dicho de otra
manera el dilema de ser libres de pensar por nuestra cuenta o ceder ante los que quieren
que pensemos como ellos y nos obligan a obrar como ellos. Y este problema Antígona lo
resuelve desobedeciendo las ordenes de Cleantes y enterrando a sus hermanos. Para
Sófocles nuestra conciencia es el módulo ante la tragedia.
También se cuestiona en Antígona y por primera vez en la Historia lo que se ha
llamado después la Razón de Estado, en que se lleva al hombre a poner el interés del
Estado por encima de su propia conciencia, optando por lo que conviene al interés del
Estado y no por seguir lo que nos diga la moral que habita en nuestro corazón. Sófocles
plantea ya aquí el problema de elegir, no entre lo bueno y lo malo, sino entre dos cosas que
para el que elige son malas a la vez, porque las dos dañan. Y la solución para Sófocles está
en elegir aquello que dentro de lo malo, sea lo menos malo. Pero al cumplirse los deseos
de Cleantes, que sería lo que conviene al Estado, Sófocles nos hace ver que en el problema
de la Razón de Estado siempre se elige lo que suele convenir al más fuerte y no lo que
menos daño lleva en sí.
Sófocles también trata de dejar constancia de que el hombre es un ser grande y
admirable, de manera que puede conceptuarse al mismo como una maravillosa obra de
arte aunque sólo sea por su capacidad de pensar, y en cuanto que es un ser que piensa. Así
lo afirma el Coro de Antígona donde todos sus miembros hablan con una sola voz.
A la vez establece Sófocles una especie de hermandad del hombre con todas las
cosas que le rodean, estén vivas o no, cuando nos dice que “tras la muerte, donde no hay
más que silencio, nos lloraran los ríos, nos lloraran los montes, nos llorarán los bosques y
las rocas y las piedras y todas las cosas nos llorarán”. Y esto no es otra cosa, que un
impresionante canto a la vida de ámbito general, ante el absurdo de la muerte.
En Antígona hay mensajes que todavía nos sirven veinticinco siglos después. Y en
eso está su fuerza, su grandeza y su rara belleza.
13

SHAKESPEARE SIEMPRE
C on frecuencia llevo a Shakespeare en mi pensamiento. No exagero si digo esto.
En Shakespeare hay siempre como un compendio de lo que debe conocerse para
tener una idea precisa de lo que es la vida. Y de ese modo es fácil que esté en
nuestra mente muchas veces. Shakespeare es un conocedor total de lo que es el hombre.
Y a través de los personajes de sus tragedias nos puede enseñar lo que somos y lo que no
podemos dejar de ser.
Es difícil leer teatro. Pero el teatro de Shakespeare se lee. Es difícil ver teatro de
Shakespeare. Pero a veces en los pueblos su teatro se ve. Y no es ya tan difícil ver
versiones del teatro de Shakespeare en cine. Y por fortuna se ven con cierta frecuencia.
Todas sus tragedias se han llevado al cine, y algunas veces de forma brillante.
Es el caso de la película “Julio César” en que Marlon Brandon interpreta el papel
de Marco Antonio y nos conmueve con su discurso fúnebre ante el cadáver de César. En
“Romeo y Julieta” nos ofrece Zefirelli un cine de auténtica perfección, donde la ciudad
de Verona, en los remotos días del siglo XIV, se nos muestra como real y verdaderamente
fue, y la indumentaria y las vestiduras de sus personajes son lo mismo que vemos en los
cuadros de los albores del Renacimiento italiano. Y es el caso también de “Hamlet”
interpretado por Laurence Olivier, actor que con esta película llega al punto culminante
de su carrera y la Corona Británica supo honrarlo nombrándole Caballero del Imperio. A
Shakespeare lo hemos seguido en el cine mucho más, si cabe, que en la escena o en los
libros. La última versión en cine que he visto de Hamlet, es la de Mel Gibson y Meryl
Strepp, y sin que la misma llegue a ser tan buena como la de Laurence Oliver, es una
versión brillante y llena de belleza, porque la acción se saca con frecuencia del Castillo de
Elsinor y se realiza en el campo o fuera del Castillo y así cobra una luminosidad que no
tiene cuando todo discurre en interiores.
En cada obra de Shakespeare el personaje principal es a su vez símbolo de una
determinada condición humana. Esto se ha dicho ya muchas veces, pero creo sea bueno
repetirlo aquí. En Macbetb se refleja al hombre al que los remordimientos no dejan vivir.
En Otelo se habla del hombre al que los celos llevan a la ruina. En Romeo y Julieta se
expresa el amor como algo que incluso hasta la muerte conduce. En el Rey Lear se
muestra al anciano Rey que sus hijas Cordelia y Goderila abandonan en su vejez. En
Ricardo III al hombre que no sabe vivir sin el Poder político. Y en Hamlet a un joven, que
es Príncipe de Dinamarca, cuya angustia y vacilación llevan a la ruina.
La historia de Hamlet empieza cuando el espectro de su padre se le aparece y le
dice que su tío Claudio, que ahora es el Rey, le mató para casarse con su madre la Reina
Gertrudis. Hamlet, creyendo dar muerte a su tío, mata por error a Apolonio padre de su
buen amigo Laertes y de Ofelia de quién está enamorado. El Rey Claudio le envía a
Inglaterra con un mensaje para que le den muerte, pero Hamlet cambia el mensaje y
vuelve a Dinamarca, donde se encuentra que están enterrando a Ofelia que se ha
suicidado. Su angustia y su vacilación son constantes. Laertes, de acuerdo con el Rey
Claudio, reta a Hamlet a un duelo entre amigos, pero la hoja de su espada tiene veneno.
Laertes hiere a su rival, pero a su vez él cae moribundo e informa a Hamlet que la herida
que tiene en su brazo está envenenada y morirá también. En un último arresto Hamlet se
abalanza, mata al Rey Claudio, y él muere después, no sin antes encargar del Reino a su
buen amigo Horacio que fue testigo de las apariciones del Castillo de Elsinor.
Los rasgos más característicos de Hamlet son su soledad y sus inseguridad. Así su
historia puede que sea también la historia de todos nosotros que tenemos, como el
Príncipe de Dinamarca, en la soledad y en la inseguridad una constante existencial casi
inevitable. Todos nosotros tenemos algo de Hamlet. Pero somos como Hamlet en
miniatura, desafortunados y sin grandeza. Nuestro sufrimiento, nuestra provisionalidad
y nuestra rutina, como factores de nuestra existencia (que nunca de nosotros se apartan)
son como las bases o estamentos sobre las que se asientan nuestra soledad y nuestra
inseguridad. Hay sin duda realidades que iluminan nuestra vida, al igual que el amor de
Ofelia iluminaba la vida sombría de Hamlet. Pero ello posiblemente no sea bastante. Y
como el hombre, sin duda, es un ser mágico por la sencilla razón de que es un ser
pensante, Shakespeare, para que el mismo no pierda su indudable grandeza (pese a lo
hundido e inútil en que lo sumen su angustia y su vaciliación), nos muestra la desventura
de Hamlet, no en un ambiente anónimo y vulgar, sino engrandecido por la parafernalia
de su condición real, de su cetro y su corona, de su Castillo y de sus cortesanos, pero tan
pequeño y desafortunado como tan numerosas veces somos nosotros.
Hamlet en su lectura es toda una escuela de conocimiento de la vida. Por eso yo en
una ocasión de las cuatro o cinco veces que lo leyese, subrayé con lápiz (cosa que no hago
nunca) las frases suyas que estimo más valiosas y que ahora quiero analizar aquí como una
buena manera de expresar lo que de Shakespeare podemos pensar y opinar.
A comienzos del Acto III Hamlet declama su célebre monólogo y dice así:
“¡Ser o no Ser, he ahí la cuestión!, ya sea más noble para la mente sufrir los dardos
de la Fortuna o tomar armas contra un mar de dificultades y destruirlas. ¡Morir! ¡Dormir!
¡No más! Y con ese sueño demos término a todos los pesares del corazón. Deberíamos
desear ansiosamente ese fin. ¡Morir! ¡Dormir!”
He aquí la eterna pregunta que surge en todos los seres humanos. Si hay algo tras la
muerte o no hay nada tras la muerte. Y si la muerte puede ser como un sueño, o no
sabemos que pueda ser. Es la duda de las dudas en un ser vacilante como el hombre, que
sabe que vivir es luchar contra un mar de dificultades o resignarse a sufrir esas
dificultades. Ser o no Ser, no es en modo alguno nada que esté claro. La reflexión
continua cuando sigue diciendo:
“¿Quién soportaría los latigazos del tiempo, el daño del opresor, el baldón del
vanidoso, la tristeza del amor desdeñado, la dilación con que la Justicia actúa, el abuso del
Poder, los desprecios que el mérito sobrelleva pacientemente de los hombres
ensoberbecidos, siendo tan fácil procurarse la quietud con un simple puñal? ¿Quién
soportaría ese peso, solo, por sudar una vida rendida de cansancio, si no fuere por el
temor de algo después de la Muerte, ese país sin descubrir de cuyos confines no regresa
nadie? De modo que se confunde nuestra voluntad y nos hace preferir el sufrimiento de
todos los males que padecemos, antes de abordar otros de los que no tenemos noticia.
Por eso la reflexión nos hace a todos cobardes y de ese modo es como flaquea el impulso
natural de la resolución definitiva”.
He aquí una reflexión de la que se deduce que Hamlet piensa de la vida como algo
lleno de continua amargura que difícilmente se soporta cuando es tan fácil acabar con
tanta contrariedad con solo empujar nuestro puñal contra nuestro propio pecho. Pero
viene el temor a lo que habrá tras la muerte y esto nos hace cobardes de tomar una
resolución. Y acabamos aceptando los sufrimientos conocidos antes de embarcarnos en
la aventura de someternos a los sufrimientos que pueda haber tras la muerte que no
conocemos.
Los sombríos pensamientos de Hamlet, no por sombríos dejan de tener realidad
o ser ciertos. Hay miedo a lo que viene tras la muerte, tanto si reflexionamos o no
reflexionamos sobre la misma. El miedo es otra constante histórica del ser humano. La
muerte es un desastre total. Un acabamiento sin fronteras. Es la culminación del miedo.
Si no fuera por la muerte y por el sufrimiento seríamos dioses. No somos dioses porque
morimos y sufrimos.
No tenemos pruebas de que tras la muerte no haya nada. Ni tenemos pruebas de
que tras la muerte puede haber algo. Hay quien piensa que cuando dos realidades son
posibles pero que de ninguna podemos tener certeza, lo más lógico es que nos
inclinemos por la realidad que nos agrade más. Otros piensan que cuando el hombre está
perdido en sus dudas, como pudiera estarlo Hamlet, lo mejor es tirar por el camino de la
esperanza, de la esperanza como respuesta al absurdo y a lo inexplicable.
Tal vez la esperanza no sea un camino y nada haya que esperar. Pero cuando
Hamlet se acobarda es porque espera un premio a su cobardía. Este era el sistema de las
viejas Religiones en la Edad Media y para muchos sigue siendo un sistema válido, pero
para mí, nuestra esperanza no ha de tener su base en el miedo, sino en una Bondad
superior, necesaria y existente que puede que sea lo único que realmente tengamos.
Más adelante Shakespeare hace decir a Hamlet:
“Hermoso es el firmamento que cuelga sobre nosotros. Esa majestuosa bóveda
recamada de ascuas de oro. Pero ello no es para mí otra cosa que una pestilente
acumulación de vapores impuros. ¡Qué obra maestra es el hombre! ¡Cuan elevado es su
raciocinio! ¡Qué infinito en facultades! ¡Qué lleno de expresión y admirable en sus
formas y en sus movimientos! En sus actitudes es igual a los Ángeles. Y en su
comprensión es lo mismo que un dios. Pero para mí no es más que la quinta-esencia del
polvo”.
Shakespeare nos pone una vez más ante la dura paradoja de la Naturaleza y el
hombre como realidades que son a la vez horribles y grandiosas. Y ello no es más que la
paradoja de todo lo existente, que es eterna mezcla del bien y del mal en todo lo que
podemos conocer. Excepto en Dios, que por eso es Dios. Porque es sólo el Bien.
En igual modo cuando nos dice que “Nada es bueno o es malo, si no lo es así en el
corazón del hombre", está afirmando que la moral es una creación del ser humano,
como dijera Protágoras muchos siglos antes cuando afirmaba que “el hombre es la
medida de todas las cosas”, o como ya en nuestros días afirmaba Sartre (simplificando
los conceptos en demasía) al decir que el hombre no puede hacer el mal porque
necesariamente siempre elige el bien, lo que él cree que es el bien.
Y hay más. Hay muchas más reflexiones que se sacan de la lectura de Hamlet, que
no es más que un hombre que piensa con los aciertos y desaciertos con que todos los
hombres pensamos. Porque al pensar no creo que hagamos otra cosa que buscar algo
que nunca se encuentra, que es la Verdad.
Y es que a lo mejor la Verdad sólo la tiene Dios. Y por eso nosotros no la
encontramos nunca.
SEGUNDA PARTE

VIAJAR CON LUIS BUÑUEL

F ue Descartes quien dijo que la Cultura sólo la conse-


guía el hombre por medio de los libros y por medio de
los viajes. Yo soy de esta opinión. Y cuando voy a hablar muy por encima de
algunos de mis no muy numerosos viajes, (porque yo no he viajado lo que debiera,
aunque algo he viajado) me viene a la memoria una película de Luis Buñuel que ví hace
algunos años. La película se llamaba “La Vía Láctea”. Trata de dos peregrinos que salen
de París hacia Santiago de Compostela. Y ocurre que todas las ciudades por donde pasan
en su peregrinar, al llegar ellos se transforman mágicamente y por unas horas, en lo que
fueron en la Edad Media o en el Barroco, cuando en ellas ocurriera algún acontecimiento
de importancia universal. Aquí voy a intentar hacer algo parecido, y cuando hable de
ciudades que he conocido trataré de situarme también en algún punto de su pasado, para
que el haberlas visitado tenga indudablemente más significado, y se justifique más la
visita. Pero aunque yo intente hacer lo que hiciera Luis Buñuel es completamente seguro
que no llegaré tan lejos como el llegara.
14

LA MASIFICACIÓN DEL TURISMO


E l hombre siempre ha viajado. Por necesidad o por curiosidad, por distracción o
por investigar y explorar, siempre tuvo motivos para el viaje. Hubo viajeros
impresionantes como Humboldt que visitó en Madrid a Carlos IV para que le
diese facilidades que le ayudasen en sus investigaciones sobre las plantas en los Andes y
las tierras del Perú. Y viajeros como Alí Bey que era español pero se hizo musulmán y
recorrió minuciosamente todo el Islam a lo largo de más de veinte años volviendo
después a España a principios del siglo XIX.
Muchos viajes fueron auténticas aventuras, como los viajes de los exploradores
ingleses de la época victoriana en busca de las fuentes del Nilo o los viajes de los
españoles en América, en el siglo XVI, en busca de “El Dorado” o de la Fuente de la
Juventud. Hubo quien viajaba y escribía después un libro sobre su andadura, como Alvar
Núñez en sus “Naufragios” que cuenta todo lo que le ocurriera en su largo periplo desde
Cuba a la costa sur de EE.UU, y desde allí por Texas y Arizona, a pie y por el desierto,
hasta la parte Norte de Méjico para recorrer todo Méjico hacia el Sur y volver por mar
otra vez a Cuba. Pero de todos los libros de viajes el que se lleva la palma es el “Milione”
de Marco Polo.
En 1271 con 17 años Marco Polo salió de Venecia con otros cuantos viajeros y
mercaderes de aquella ciudad. Se dirigían hacia Oriente a la Corte del Gran Kan señor
del Imperio Mogol. En el viaje se tardaban varios años y era un viaje en que se pasaba
hambre y frío y en donde con frecuencia se desorientaban y eran asaltados por cuadrillas
de bandoleros que les robaban cuanto tenían y que incluso los podían matar. Marco Polo
cuenta en su libro cosas muy curiosas. En una ocasión hicieron noche en una Abadía de
Monjas situada en un paraje apartado y solitario. Había al lado de la Abadía un lago que
nunca tenía peces, pero que al llegar la Cuaresma se llenaba de ellos para que las monjas
no tuvieran problemas en el cumplimiento de las normas de abstinencia de carne de los
días cuaresmales. Y al acabar esos días, el lago misteriosamente quedaba de nuevo sin
peces.
Cuenta también que en otro poblado al que llegaron, les acogió una familia
amablemente y el padre, siguiendo tradiciones de su pueblo con los caminantes, les
ofreció su mujer y sus hijas para que se acostasen con ellas aquella noche. Y como los
venecianos no quisieron tomarlas, aquel hombre se indignó en forma muy airada y
tuvieron después con él serios problemas.
En Kambalú Marco Polo tuvo la suerte de que Kublai Kan, señor de todos los
mogoles, aceptase sus servicios. Y le sirvió muy bien, de manera que cuando después de
varios años Marco Polo dijo de regresar a Venecia, Kublai Kan le rogó que volviese a
Kambalú otra vez y que trajese, a la vuelta, aceite de la lámpara que ardía noche y día en
el Templo del Santo Sepulcro de Jerusalén y que trajese veinte o treinta sacerdotes
cristianos para instruir en el Cristianismo a todo su pueblo. Volvió otra vez Marco Polo y
traía consigo doce franciscanos que, ante lo penoso del viaje, no quisieron seguir y
regresaron a Europa (yo pienso que si esos hombres no hubieran regresado, quien sabe
si hoy en Asia habría mas cristianos que gente del Islam).
Marco Polo, ya viejo, regresó por segunda vez a Venecia que por entonces estaba
en Guerra con la República de Génova, y al intervenir en esa guerra lo hicieron
prisionero, y en la cárcel es donde escribió su libro al que llamó el “Milione” porque era
un millón de cosas lo que tenía que contar de sus viajes por Oriente.
Todas estas andanzas de los hombres desde finales de la Edad Media hasta
mediados del pasado siglo XX, son lo que ha dado lugar a que hoy se conozca nuestro
Mundo casi de manera exhaustiva. De siempre se ha viajado. Pero nunca como hoy.
Antes viajaban los aventureros o los millonarios, pero hoy viaja todo el mundo. Se
diría que no sabemos vivir sin viajar. La mayor abundancia de medios de comunicación,
la rapidez y comodidad de trenes y aviones y la producción de automóviles por millones
y millones de unidades, han hecho de los viajes y del Turismo un fenómeno de
importancia capital en nuestro tiempo.
Todo empezó cuando Tomás Cook creó el primer turismo de grupo con todos
los gastos pagados a cambio de la compra de una tarjeta. Cook no tuvo entonces ni la
más remota idea de que se estaba iniciando uno de los negocios que con el tiempo sería el
de mayor volumen de ventas de la Historia. Era en 1841 en Leicester (Inglaterra) y había
que ir a un pueblo vecino para asistir a un mitin político de un importante líder del
Parlamento inglés. Los que querían ir no se podían de acuerdo en la forma, ni
encontraban cómodas las diversas maneras de viajar que se ofrecían a su elección. No se
decidían ni se animaban al viaje.
Y Tomás Cook pensó entonces en alquilar tres vagones del tren que pasaba por el
pueblo, para que en los mismos viajasen todos aquellos que se apuntasen y lo eligieran a
él para que les organizase el viaje; organización de la que él se ocupaba en exclusiva a
cambio del pago de una Tarjeta. Los tres vagones se llenaron y aquello fue un éxito.
Cuando llegaron al pueblo los recibieron con la banda de música y con una calurosa
salva de aplausos. Aquel día nacía el Turismo de grupo. Había nacido el Turismo
moderno.
Antes de este suceso hubo por supuesto quien hizo turismo y no fueron pocos los
que lo hicieron. Pero era un turismo individual y en solitario. En todo el siglo XIX estuvo
de moda que los europeos vinieran a España y viajasen por nuestra tierra. Nuestro país
sufría un sensible retraso respecto a los países de más allá de los Pirineos y se conocía en
Europa como un país de raras costumbres y aspectos curiosos de conocer, cual si
todavía se viviese aquí en plena Edad Media. A los hombres del Romanticismo europeo
les gustaba España.
Pero venían solos. Aquí vino Lord Byron que se hizo amigo del guerrillero
Eugenio Aviraneta y que encontró muy de su agrado una corrida de toros que vió en
Sevilla. Y Teófilo de Gautier al que gustaba la gracia que tenían las mujeres andaluzas
para abanicarse constantemente. Cristian Andersen vino aquí exclusivamente para ver
pinturas de Murillo. Y vino Jorge Borrow que tuvo amistad con los gitanos sobre los que
publicara un libro en Londres y de quien Azaña, cien años después, hizo un estudio muy
detallado. Aquí vino mucha gente pero viajaban solos y por su cuenta.
Todos los que nos visitaban lo hacían movidos por la curiosidad de conocer
pueblos y gentes nuevas, por el deseo de acabar con la rutina de todos los días, y también
por el deseo de no ser menos que los potentados que podían costearse los viajes que
quisieran. El Turismo de grupo que inventara Tomás Cook, respondía a esos tres deseos
y resultaba además más económico. También libraba a los viajeros de riesgos lamentables
como asaltos de bandoleros y ladrones, cosa que era muy corriente que ocurriera si
viajaban en solitario. Por eso con los años este tipo de turismo creció y tomó de forma
abrumadora una amplia difusión a lo largo del pasado siglo, a la vez que encontraba el
apoyo también abrumador de los medios de comunicación.
Así en 1939 antes de la II Guerra Mundial, el Turismo de Occidente alcanzó la
cifra de millón y medio de viajeros. Y en 1989 cincuenta años después, se disparó la cifra a
cuatrocientos veinte millones de turistas, en un sólo año, convirtiéndose de ese modo el
negocio del turismo, en el negocio del Siglo. Por eso se han construido hoteles, de forma
masiva, en donde hubiese algo que ver y disfrutar. Se han fletado infinidad de vuelos de
avión y se han abierto restaurantes y cafeterías por montañas y playas. Han surgido
comercios, supermercados y tiendas de ropa por doquier. No se ha dado paz ni reposo a
la búsqueda del modo de atraer turistas que enriquecieran a los que a vivir del turismo se
dedicaron. Ha sido como la fiebre del oro en California en 1848, cuando apareció oro en
las tierra de Juan Augusto Sutter, y todo se orientó en la sociedad americana de entonces a
la busca del oro que hiciera ricos a los que eran pobres.
Como siempre ocurre, nada que sea bueno deja de tener su parte negativa. El
Turismo como fenómeno social tiene su fuerza y su riqueza en su propio carácter masivo,
pero como una paradoja más de la Historia tiene precisamente en su masificación su peor
inconveniente.
Esos grupos de gente cada vez mayores invadiendo pueblos, carreteras, ciudades
y playas, dejan por donde pasan suciedad, latas vacías y plásticos indestructibles.
Producen hacinamiento y angostura en calles, hoteles y carreteras, donde hay veces en
que ya no se cabe. Producen ruidos y voces donde antes hubiera quietud y silencio.
Deterioran la Naturaleza pisoteando la hierba, ensuciando los ríos y quemando los
bosques en descuidos lamentables, y deterioran el Arte, en más de una ocasión, causando
a veces al mismo daños irreparables.
Las Cuevas de Altamira se cerraron porque el número diario de visitantes dañaba
las pinturas. Se ha prohibido que la gente entre en la Torre de Pisa porque se ha
comprobado que ello acelera su inclinación. Y en la Catedral de Notre Dame de París se
ha registrado una media de 110 visitantes por minuto, lo cual es, con el tiempo, como
someterla a un duro saqueo.
Ya no se pueden ver en solitario muchas cosas que con el gentío pierden parte de
su encanto. Recuerdo que hace algunos años, trajeron de Londres la Venus del Espejo de
Velázquez al Museo del Prado (por un par de meses) y fuimos a verla. Había en el Prado
tanta gente que si nos poníamos en “cola” para entrar, no era posible llegar a la estancia
donde el cuadro estaba, antes de cuatro o cinco horas. Con mucha dificultad pudimos
verla por una puerta entreabierta con la que dimos por pura suerte (aunque no pudimos
pasar por el gentío que había en la sala y porque por aquella puerta era imposible pasar).
Toda la Prensa comentó aquella exposición como un éxito sin precedentes. Yo entonces
no lo entendí así. Y sigo sin entender las cosas cuando veo esas reatas de personas detrás
de un guía, en medio de un galimatías de idiomas, que en un día tienen que visitar dos
museos, tres iglesias, dos plazas famosas y una catedral. Y a la carrera. Eso es lo mismo
que no ver nada.
A escala universal así es el Turismo en muchísimos casos, una paradoja de
esplendor y miseria.
Tras referir todo esto no quiero dejar de reseñar que al Turismo le ocurre como a
otro fenómeno también masivo y también de máxima importancia, hoy día, que es el
Fútbol . Yo creo que uno y otro responden a una misma necesidad, a la necesidad del
hombre de ahora de alienarse de la realidad, de olvidarse de pensar, de olvidarse de que
hay que llenar nuestra vida de algún contenido (aunque el contenido no sea otro que
vivir sin buscarle contenidos)
Así las cosas, el Fútbol y el Turismo, pese a los incordios de todo lo que es masivo,
son, fuera de toda duda, dos fenómenos positivos de nuestro tiempo.
15

LA CIUDAD DE LEÓN
Y LA EDAD MEDIA
Y o he estado en León dos veces, y si me fuera posible iría de nuevo otra vez.
Porque León es un auténtica obra de Arte. No es que haya allí muchísimas cosas
que ver, pero lo que hay es de auténtica belleza, de extraordinaria calidad y de
difícil olvido.
Lo primero que encontramos, antes incluso de llegar, es el Santuario de la Virgen
del Camino. Está a las afueras de la Ciudad junto a la carretera que desde Astorga nos
lleva a León. Es un Santuario que responde enteramente a la Arquitectura de ahora, a la
Arquitectura que hicieron propia de nuestro tiempo hombres geniales como Le
Corbusier, Niemeyer o Van der Rohe. Seguramente en ideas de estos geniales
arquitectos se apoyó el constructor de este Santuario que fue el Padre Coello de
Portugal, un fraile que cursó estudios de Arquitectura antes de hacerse religioso.
La entrada tiene, a todo lo largo de la misma, una ancha franja en que se sostienen
adosadas las figuras de los doce Apóstoles y de la Virgen María, figuras de gran tamaño
que componen todas ellas la escena de la Venida del Espíritu Santo sobre los discípulos
de Jesús el día de Pentecostés. El autor de este original conjunto de figuras alargadas, que
son como una versión en bronce de la obra del Greco, es el catalán José María Subirat
que ha logrado con estas esculturas una obra de gran belleza y de valiente modernidad.
Ya dentro del Santuario se tiene la impresión de que estamos en un cine con el
pavimento un tanto inclinado y en pendiente, como si se quisiera procurar que nadie
quite la visión a los que tenga detrás. El recinto está completamente a oscuras. Sólo al
fondo se distingue el camarín fuertemente iluminado donde está la imagen de la Virgen
del Camino que es la Patrona de la Ciudad. La Virgen tiene en sus brazos el cuerpo de
Jesús cuando ha sido descolgado de la Cruz. La verdad es que en esta iglesia la oración es
algo que se desea hacer.
Ya en León llama la atención un edificio de finales del siglo XIX que es la Casa de
los Botines que hizo Gaudí. Gaudí era muy amigo del Obispo de Astorga desde los días
en que iban a la misma escuela en Reus, su pueblo, y este lo trajo a trabajar aquí, donde
Gaudí estuvo hasta que se instaló definitivamente en Barcelona. Y aquí hizo el Palacio
Episcopal de Astorga, de rara belleza pero de incómoda habitabilidad, razón por la cual
seguramente lo abandonase el Obispo como residencia y lo convirtiese en Museo
Diocesano.
La Casa de los Botines es un edificio precioso que no tiene en su sencilla simetría
ni un sólo adorno. Sólo sobre su puerta hay una imagen de San Jorge, un santo que todos
los escultores catalanes esculpen antes o después. Y algunos como José Llimona,
lograron hacer de él imágenes tan bellas como las que hicieron en su tiempo Verrocchio
y Donatello en Florencia. Casi nunca lo representaban a caballo, sino a pié, como en esta
Casa de los Botines en que San Jorge está de pié sobre el dragón en el que apoya su lanza.
De la Catedral me es difícil hablar. Porque yo no se describir un milagro. Yo no sé
como eso sea. Y la Catedral de León es un milagro. Un milagro de Dios, o de los
hombres, o del Arte. Pero es eso. Porque es muy difícil estar aquí en la Tierra como sobre
una ascua de luz, dentro de la cual uno se sitúa y adentra, y parece mientras
permanecemos en la misma, como si estuviésemos dentro de una llama de fuego sin
quemarnos. Todo es vidriera, no hay paredes. Y las vidrieras van de arriba abajo como en
un desbordamiento que quisiera extenderse por todo el espacio, y los miles de colores del
vidrio hacen que la luz se quiebre en reflejos que son mágicos. Estar dentro de la Catedral
de León es como vivir un encantamiento. He visto muchas catedrales, son mayores y si
cabe más impresionantes, pero sólo en la Capilla de la Espina de París y aquí en León he
visto y sentido cosa semejante.
Al salir, sobre la puerta principal en el hueco que queda bajo la redondeada
archivolta, hay un relieve gótico en piedra en que están representados el Infierno y el
Paraíso. Este relieve es para mí una de las mejores muestras del Arte Gótico en Castilla.
Es una representación ingenua y conmovedora como si estuviera hecha por las manos de
un niño. En el Infierno los cuerpos de los pecadores están metidos en unas pequeñas
tinajas, colocadas sobre las llamas que atizan con sus tridentes unos diablillos, y en el
Paraíso los cuerpos de los bienaventurados, con sus túnicas hasta los pies, están alineados
junto a un coro de ángeles con arpas y liras en sus manos.
Cuando nos íbamos, el guía nos hizo referencia a la impresión que las vidrieras
causan en muchas personas. Y contó que a poco de terminar la Guerra Civil del 36, vino a
León como Gobernador Civil de la Provincia, un señor que quiso conocer la Catedral
acompañado del Obispo, y cuando entró en la nave principal quedó como deslumbrado
y dijo así: “¡Madre mía! ¡Qué pedrada tiene esto! ¡Un buen gabanazo a tanto cristal sería alucinante!”
Se hizo tras esto un penoso y confuso silencio en que nadie supo ni quiso decir
nada. La verdad es que la barbarie también produce milagros y lo grande del caso es que a
veces estos milagros de la barbarie nos hacen reír.
Desde luego León y otras ciudades de la Edad Media en España, no se entienden
si no se analizan dos fenómenos sociales que entonces acontecieron, y cuya indudable
importancia no se ha resaltado aún ni se ha analizado todavía mucho más a fondo. Son
dos fenómenos de gran influencia en la posterior aparición del Renacimiento en España
y que empezaron a potenciar su presencia en nuestro país sobre principios del siglo XIII.
Me refiero a las peregrinaciones a Santiago y a la mudanza de Monasterios y Abadías
desde el campo (donde corrientemente se construyeran antes) a las ciudades y a los
pueblos, donde empezaron a ubicarse y a construirse a partir del referido siglo XIII. La
importancia de estos fenómenos es fácil de comprender porque fueron en gran parte la
causa de que la comunicación de ideas entre los hombres fuese mayor. Las
peregrinaciones eran un movimiento masivo e internacional de personas que, al pasar de
unos a otros países, transmitían y daban a conocer costumbres, opiniones o ideas que sin
el movimiento de las peregrinaciones no se darían. Y los conventos, al principio
olvidados y lejos de ciudades y pueblos para que nadie estorbase la quietud de los
monjes, eran como es sabido centros de estudio y de conocimientos muy valiosos pero
sin contacto con nadie más. Al pasar a construirse dentro de las ciudades, esos
conocimientos de los monjes se difundían mucho mejor y se lograba que llegasen a los
hombres del pueblo y de la ciudad, sin quedar para la exclusiva utilización de los
moradores del convento.
Sólo había tres peregrinaciones de carácter multitudinario y universal (aunque
pudiera haber otras de ámbito menor) que eran las que se hacían a Roma, las que se
dirigían a Jerusalén y las que iban a Santiago.
Las peregrinaciones a Santiago parece que tienen su origen en una leyenda celta
del siglo VIII. Según esta leyenda, una estrella iluminó con fuerte luz el lugar donde el
Apóstol estaba enterrado (de ahí que ese lugar se empezase a denominar Campo de la
estrella, para acabar llamándose por abreviación Compostela) Los restos del cuerpo del
Apóstol estaban en una pesada caja, que nadie pudo mover sino las oraciones del Obispo
del lugar que tuvo la premonición de que se trataba del cuerpo de Santiago. Según se dice
en el libro de los Hechos del Nuevo Testamento, Santiago fue muerto a espada por orden
de Herodes, en Jerusalén, poco tiempo después de la muerte de Jesús. Y no era muy
verosímil que de Jerusalén sus restos hubieran llegado a Galicia varios siglos después.
Pero las leyendas en la Edad Media no se verificaban casi nunca, se daban siempre por
ciertas y se extendían por el tiempo y por el espacio, con una pasmosa facilidad. (Todavía
se conserva en Alcira una pluma del Arcángel San Gabriel, que se le cayó de las alas, en
Nazaret, cuando anunció a la Virgen que sería la Madre de Dios). De esta manera la gente
creía firmemente que los restos del Apóstol estaban en Compostela y a Compostela
venían miles y miles de personas siguiendo la dirección en el Cielo de la Vía Láctea, como
si esa nebulosa fuese un mapa del camino a seguir, que así vino también a llamarse
Camino de Santiago.
Este peregrinar durante cientos de años, movió a millones de personas. Y por
donde pasaban (que eran siempre puntos habituales y fijos) los pueblos del trayecto se
hacían mucho más ricos y vivían mucho mejor. Todos los pueblos del Norte de España,
desde los Pirineos hasta Galicia, que era por donde pasaban la mayoría de los peregrinos,
tenían, respecto a los pueblos del Centro y del Sur, un nivel de vida más bueno y de mejor
calidad (dentro de la general pobreza de toda la Edad Media). Esto explica que conforme
avanzaba la Reconquista, los hombre de los pueblos que vivían por encima de la línea del
Río Duero no querían ocupar las tierras que se iban incorporando al Reino de Castilla por
debajo de la línea de ese Río, porque en esas tierras se vivía peor. De manera que los Reyes
de Castilla y León para no perder esos territorios (al no ser ocupados los mismos por
castellanos y leoneses que los defendieran y retuviesen) tuvieron que acudir a la creación
de Ordenes Militares como la de Calatrava, Alcántara o Santiago, cuya misión era estar de
forma permanente de guarnición en una línea de fortalezas y castillos que se
construyeron a lo largo de toda la ribera del río Tajo para que sirviera de frontera.
Este problema se agudizó cuando el rey Fernando III de Castilla, en el siglo XIII,
conquistó todo el Sur de España. Tras esta conquista de los pueblos de Andalucía, para
anexionarlos al Reino de Castilla, los nobles y los hidalgos que acompañaban al Rey no
querían quedarse en el Sur y volvían tan pronto como les era posible a las ciudades del
Norte donde se vivía mejor. El rey Fernando para frenar este abandono repartió las
tierras confiscadas a los moros, en extensiones y lotes muy grandes, entre los nobles y los
hidalgos, para que se quedasen en Andalucía. Esto motivó y fue el origen del cultivo
masivo y en grandes extensiones del Olivar en Andalucía. Los castellanos para poder
regresar sin problemas a sus ciudades del Norte sembraban de olivos las tierras
conquistadas. El Olivo era un cultivo que no requería grandes atenciones, ni mucha
dedicación, pues bastaba sólo con venir a recoger la cosecha unos día en el invierno.
(Antes de esto los árabes también cultivaron el olivo, pero en extensiones muy pequeñas
donde tuvieran agua y el cultivo pudiese ser de regadío, en lo que ellos eran maestros).
De todos modos fueron muchos los que se marcharon y abandonaron las tierras
que el Rey les dio, tierras que en la mayoría de los casos vendían por poquísimo dinero a
los que se quedaban, que no eran muchos, y que agrandaron así sus posesiones en forma
realmente excesiva.
He aquí el origen de dos fenómenos sociales de gran importancia en el Sur
español. El olivar como cultivo masivo y la formación de los grandes latifundios
andaluces. Y a lo largo de los siglos que siguieron a estos hechos, el cultivo del olivar y el
latifundio, fueron a más. La Edad Media fue así un reajuste de factores y un caminar
hacia unas estructuras que hasta mucho después no se han hecho definitivas.
Al estar en León no podemos dejar de hablar de la Iglesia de San Isidoro. La
mandó construir el rey Fernando I en el siglo XI. El rey Fernando sentía gran
admiración por San Isidoro y por San Pelayo. San Isidoro fue Arzobispo de Sevilla igual
que lo fuera su hermano San Leandro. Ellos eran de Cartagena al igual que sus otros dos
hermanos Fulgencio y Engracia, también santos. San Pelayo fue posterior. Era un joven
que vivía en Córdoba dentro de una sociedad mayoritariamente islámica pero tolerante
con su cristianismo. El Califa de Córdoba le hizo requerimientos homosexuales que San
Pelayo no aceptó (como le ocurrió a San Sebastián en tiempos anteriores) y ello terminó
por costarle la vida. Y por eso San Pelayo, en aquellos días, era para el pueblo un héroe y
un símbolo.
El rey Fernando derrotó a los árabes en varias ocasiones. Y la condición que puso
como vencedor al Califa de Córdoba, fue que le entregase los cuerpos de San Isidoro y
San Pelayo para que los dos fuesen sepultados en León en la iglesia que para ellos se hizo
construir. Se organizó entonces una larga caravana que los llevó con todos los honores
desde Sevilla hasta León donde los enterraron.
Este tipo de procesiones de cientos de kilómetros de marcha, no eran
infrecuentes en la Edad Media. A mi me impresionó conocer que cuando Almanzor
saqueó Santiago de Compostela en el siglo X, mandó llevar a hombros de prisioneros
cristianos, y a pie, las campanas de la Iglesia desde Compostela a Córdoba, para que
sirvieran de lámparas en la Mezquita. Años después cuando San Fernando de Castilla
tomó Córdoba, mandó llevar las campanas que en la Mezquita servían de lampadarios, a
hombros de cautivos moros hasta Santiago de Compostela. ¡Pobres cautivos de una y
otra parte!
En la Iglesia de San Isidoro yacen sepultados los dos Santos traídos del Sur. Esta
iglesia se dispuso que fuera Panteón Real y allí fueron enterrados Fernando I, su hijo
Sancho II y su hija doña Urraca de Zamora, y sus descendientes en el trono de León,
Fernando II y Sancho III. La iglesia de San Isidoro es una de las mejores muestras del
Arte Románico en España. En su interior, la nave donde están los enterramientos reales
es una sala de columnas en cuyos capiteles hay relieves románicos, como el de la
resurrección de Lázaro que según José Pijoan es lo más hermoso de todo el románico de
Castilla. Y en el techo hay una buena muestra de la pintura de entonces en que destaca
una representación de la última Cena de Jesús. Hay también en el Panteón Real una
pintura de las que se llama Tetramorfos o Pantocrator, en la que se representa a Jesús en
actitud de bendecir y en las cuatro esquinas están los Evangelistas representados. (Un
león simboliza a San Marcos, un toro a San Lucas, un águila es símbolo de San Juan y un
ángel de San Mateo). Todos los pantocrator son de gran belleza.
Pues bien, a este Panteón Real de San Isidoro llegaron los soldados de Napoleón
en 1808. Lo saquearon y revolvieron los restos de los Reyes allí enterrados en busca de
joyas, que por cierto no encontraron. Saquear tumbas en busca de joyas era cosa
corriente en los hombres de la Revolución Francesa. En 1791 en la iglesia de San
Dionisio en París, las turbas revolucionarias saquearon las tumbas de los Reyes
enterrados allí, como Enrique IV, Luis XIII o Luis XIV, y arrojaron los cadáveres de estos
Reyes a la calle, donde los arrastraron y pisotearon y nada quedó de ellos. En León no
llegaron a tanto pero revolvieron y trastocaron todo.
Don Miguel de Unamuno, comentando todo esto cuando visitara San Isidoro,
decía que las tropas de Napoleón al saquear los enterramientos reales, lo habían
convertido en un lugar más impresionante si cabe, pues lo habían transformado en algo
más patético al tener la muerte una mayor presencia en aquel recinto, y ser la ruina de lo
que quedase como un reflejo de nuestra destrucción y mortalidad. Para don Miguel los
enterramientos de León con la tumbas saqueadas y las cenizas de los Reyes revueltas son,
por su patetismo, un auténtico cementerio, donde el Románico es lo único que está vivo
todavía.
16

DE ISABEL DE CASTILLA A LA
UNIÓN EUROPEA
L a primera vez que yo estuve en la Capilla Real de Granada, tenía 17 años. Me
llevaron a verla los curas del Colegio del Sacromonte donde yo estudiaba.
Después he estado muchas veces en esa Capilla haciendo de guía en visitas con
mis hijos y en visitas con mis nietos.
Siempre tuve ante los enterramientos reales un inevitable sentimiento de respeto
y de admiración por la Reina Isabel. Los mausoleos son obra de Domenico Fancelli y de
Bartolomé Ordóñez. Bajo sus mármoles están los ataúdes de don Fernando y de doña
Isabel, y los de doña Juana y su esposo don Felipe de Austria. También en el mismo lugar
está enterrado con ellos el Infante don Miguel, nieto portugués de los Reyes Católicos
que murió con muy poca edad. (El infante era hijo de doña Isabel, primogénita de los
Reyes, y de su esposo don Manuel de Braganza, rey de Portugal. Con este matrimonio
los Reyes Católicos buscaban la unión de las dos Coronas de España y Portugal. Y así
hubiera sido de no haber muerto el Infante don Miguel el año 1500, con sólo unos meses
de edad, y de no haber fallecido doña Isabel, su madre, muy poco después sin tener más
descendencia). Los mausoleos de la Capilla Real son de una impresionante belleza que
deleita ver. Y son una auténtica obra de Arte.
El retablo de la Capilla es obra de Felipe de Bigarny. Entonces estaba de moda
decorar con retablos de madera el fondo de las Iglesias españolas. (En Italia lo recubrían
con pinturas y en Francia con vidrieras) El retablo está dedicado a San Juan Evangelista
patrono de los Reyes, en cuyo honor ya levantaron en Toledo una gran iglesia donde
pensaban al principio ser enterrados, aunque luego cambiaron de idea al conquistar
Granada. Ese retablo es la verdad que no me gusta mucho, aun cuando su autor sea el
mismo que hizo el retablo de la Catedral de Toledo, que en realidad y sin género de dudas
sí es algo asombroso. En una sala colateral de la Capilla hay una colección de pinturas
que no se pueden dejar de ver. Son obras de los mejores Maestros del Arte Flamenco, a
los que la Reina siempre admiró.
Para mí la Capilla Real es lo mejor que tiene Granada. Y lo digo firmemente
convencido de ello. Siempre que la he visitado siento gran admiración y respeto por la
Reina Isabel. Del mismo modo lamento que últimamente su figura se considera por
muchos como expresión de un autoritarismo excesivo, a la vez que se la tiene como
usurpadora por tomar para sí la Corona de Castilla que según ellos pertenecía a su
sobrina Juana la Beltraneja. Oficialmente Juana la Beltraneja era hija del rey Enrique IV y
de su esposa doña Juana de Portugal. Pero existían fundados indicios que llevaban a
creer que el padre de la Beltraneja no era otro que don Beltrán de la Cueva, amante de la
Reina. El rey Enrique IV, al que por cierto llamaban el Impotente, confirmó en Cortes de
Castilla que doña Juana no era hija suya, aún cuando es cierto que después se desdijo de
lo confirmado en Cortes. Por otro lado parece ser cierta la homosexualidad del Rey, a
cuyo amante don Miguel López de Iranzo mandó como Condestable a Jaén ( para acallar
rumores) en donde lo mataron, mientras oía Misa, los que no estaban de acuerdo con su
política de protección a los Judíos.
Todo ello llevó a doña Isabel, hermana del Rey, a reclamar para sí la Corona de
Castilla y León y para esa reclamación se necesitaba mucho valor pues la cosa no era
fácil. Pero el Reino era “un corral de cabras” y había que hacerlo.
Visto en este contexto no aparece ya la Reina tan usurpadora como muchos la
estiman.
También creo que se olvida, al tratar esta cuestión, que a todos los hombres y
mujeres de la Historia hay que juzgarlos en función del tiempo en que vivieron y que fue
el suyo. No podemos olvidar que un hombre que no es de su tiempo, es un auténtico
anacronismo. Ser de su tiempo es lo propio de los seres civilizados. Y al hablar de la
Reina Isabel no podemos olvidar que fue, sin duda, una mujer de su tiempo.
En el siglo XV en los albores del Renacimiento, había en toda Europa un
sentimiento de repulsa muy grande por el sistema feudal que entonces empezaba su
acabamiento a favor de las Monarquías absolutas. Los hombres de entonces estaban
cansados de que el Poder estuviera repartido entre una serie de señores de la Nobleza
que no tenían sobre ellos nadie que los controlara, pues los mismos en sus territorios
hacían siempre lo que les venía en gana.
En Europa y también aquí en Castilla, se sentía la necesidad de que hubiera una
autoridad superior que acabara con aquella dispersión del Poder que asfixiaba la vida de
los pueblos. Se sentía la necesidad de forjar Estados fuertes y poderosos, cuanto más
fuertes mejor, que acabaran con los Nobles y con su protagonismo social. Y el camino
para ello no era otro que concentrar todo el Poder, absolutamente todo el Poder, en las
manos del Rey. Por otra parte se tenía la idea de que era Dios quien delegaba en el Rey
toda potestad civil y penal.
También se creía preciso que hubiera en todo el Reino una sola Religión y un solo
idioma y que se fomentara al máximo la ganadería que fuera principal riqueza del país.
Todos los Reyes europeos del Renacimiento se prestaron sin vacilaciones, y con el mayor
esfuerzo, a llevar a cabo esta lucha y esta labor. Aquello fue entonces como un pulso
entre los Reyes y los Nobles en que, quién ganase, sería el dueño del Poder. El pulso era
fuerte. Y ganaron los Reyes. Y eso fue lo que dio lugar al surgimiento de los Estados
Modernos en el Renacimiento.
Los Reyes Católicos entraron en ese juego e hicieron igual que el resto de los
Reyes europeos. Hay muchas pruebas de esto, y una de ellas pudiera ser la que le
ocurriera a don Fernando en su primer viaje a Galicia: Con aquella ocasión le invitó en su
castillo el conde Gayoso, célebre por su gordura y cuyo poder en la zona era casi
absoluto. El Conde durante la cena comentó con algunos de sus leales que tan pronto
como don Fernando saliera de Galicia, tomaría el gobierno del país sin pedir opinión a
nadie. Don Fernando, durante la misma cena, se enteró de las manifestaciones de su
anfitrión y dijo a su ayudante: “Mañana antes de que yo salga de aquí, quiero ver al Conde colgado de
una soga en la Torre mayor de este castillo”. A la mañana siguiente cuando don Fernando
reanudó su viaje, el conde Gayoso colgaba de una soga balanceando su gordura a la vista
de todos los que acudieron a despedir al Rey y al séquito real.
Todos los Reyes de entonces usaban su autoridad casi a lo bestia y sin
contemplaciones. Y eso entonces se veía como lógico. No hay más que leer a Maquiavelo
para verlo.
Por otra parte los Judíos y los Moros, pese a convivir mejor o peor con los
castellanos y aragoneses, que de todo hubo en ello, no eran lo más conveniente para la
unidad religiosa del País. Y por eso, unos y otros fueron expulsados, pese a los problemas
que ello ocasionara y pese a los atropellos que esa medida forzosamente tenía que
producir. El castellano como lengua única se fomentó lo mejor que se pudo y se supo. Y
la ganadería, como principal riqueza del País, gozó de apoyos que otras actividades
productivas no tuvieron. Es posible que todo esto tuviese serios inconvenientes. Es muy
posible. Pruebas hay de ello. Pero entonces todo esto se consideraba lo mejor por
aquellos que asistían con su consejo a los Reyes, y por los mismos Reyes. Y por ello se
hizo así.
Estas cosas no sólo se hicieron aquí sino en todas las Monarquías europeas, que
obraron con mano dura para que el Estado fuese fuerte. El Estado como idea y como
concepto fue entonces cuando apareció. Y fue Maquiavelo quien le dio este nombre.
Antes lo que había eran Reinos que se heredaban como el que hereda la propiedad de la
tierra. El autoritarismo era la idea clave y sin fisuras de aquel tiempo. Y la Reina Isabel fue
de su tiempo al aceptar esa concepción del Estado, incluso aprobando, en aras de la
unidad religiosa, el establecimiento en sus Reinos del Tribunal de la Inquisición que nos
traería después muchos más males de los que evitó.
Con la formación en Europa de los modernos Estados autoritarios, la idea de la
Patria se reforzó. Europa se llenó de Patrias y de patriotas. La Patria era como una
garantía del ciudadano, que encontraba en ella un refugio y una fuerza. Tener una Patria le
garantizaba sus derechos y la defensa de los mismos frente a hombres de otras patrias (era
como la “truna” en los juegos infantiles). Estaba formada por todos los que pensaban del
mismo modo y se excluía a todos los que no tuvieran los mismos gustos y las mismas
costumbres o ideas. La Patria, en fin, era una unidad en el Idioma y en la Religión. Y una
exclusividad. Y la idea de la Patria como ideal, por el que hasta incluso se daba la vida, fue
muy fuerte desde el Renacimiento hasta hace muy pocos años.
Pero después esa idea ha perdido mucha fuerza, porque se ha visto que si nuestro
país no se unía a otros países, no se podían alcanzar muchos objetivos a lograr en nuestro
acontecer histórico. Y porque esta noción de Patria, con ser tan positiva, era exponente
de insolidaridad con los hombres de otros pueblos que incluso tenían nuestra misma
cultura y nuestra misma mentalidad.
La necesidad de agrupar pueblos de una misma Cultura y de un modo de pensar
más o menos análogo, se iba haciendo poco a poco, cada día, mayor y como más
necesaria, a la vez que iba teniendo una mayor presencia entre las gentes.
Ese modo de pensar siempre existió aún cuando siempre que surgía acababa, por
unas razones o por otras, terminando en el olvido.
La idea de un Imperio Universal como el que hubo cuando Roma mantuvo unidos
a tantos pueblos durante cerca de un milenio, siempre fascinó a los que la conocieron y
estudiaron. Era la idea contraria a las Patrias y a la exclusividad de las mismas, pero casi se
perdió cuando a principios de la Edad Media el Imperio de Roma se fragmentó en
nacionalidades más o menos definidas.
En el siglo XII el olvidado concepto del Imperio reapareció con singular empuje
en la lucha entre Güelfos y Gibelinos. En toda Europa Güelfos y Gibelinos lucharon por
imponer su ideología. Los Güelfos eran partidarios de la existencia de numerosos países,
cada uno con su soberanía y su independencia. Los Gibelinos en cambio (El Dante era
uno de ellos) defendían la creación de un único Imperio universal. Los Papas y los Reyes
apoyaban a los Güelfos. Era el modo de no tener una autoridad superior por encima de
ellos. El pueblo llano también apoyaba a los Güelfos ya que se sentían más protegidos y
seguros con la cercana autoridad del Rey que con la lejana autoridad imperial. Los Nobles
casi todos apoyaban a los Gibelinos. En 1205 los Güelfos derrotaron a los Gibelinos en
la Batalla de Bouvines. Y desde entonces empezó a perderse por mucho tiempo la idea
del Imperio.
Pero la conciencia y sentimiento de agrupación de pueblos de una misma cultura
estaba en el subconsciente de muchos ciudadanos del Viejo Continente, y de vez en
cuando solía aparecer aunque siempre como algo de muy difícil realización práctica. Era
una idea que se apoyaba en motivaciones religiosas o dinásticas, y por ahí no iba el
camino. En sus motivaciones estaba su fracaso.
Ahora bien, después de la derrota de Alemania en 1945, tras seis años de una
Guerra terrible que tuvo más de 50 millones de muertos, y que exigió necesariamente la
agrupación de numerosos pueblos de idéntica cultura para poder derribar a los Nazis y a
su concepción racista del Estado, después de esa fecha repito, se empezó de nuevo a
pensar en una Unión de Estados que tuviesen una misma mentalidad democrática y
apoyada ahora, esa asociación, más que en otra cosa, en motivaciones económicas que
antes para nada se tuvieron en cuenta como factor de unidad.
Es así como surgió la Unión Europea a mediados del pasado siglo XX, que es la
más importante reacción en la Historia a los Estados modernos surgidos en el
Renacimiento.
Unir economías para ser todos más fuertes. Unirnos por lo que más nos puede
unir, que es el dinero común. Se dio entonces comienzo a un formidable experimento
que yo espero que tenga mucha vida por la cuenta que a todos nos trae. Es la Unión
Europea. Fruto de un razonamiento acertado y auténtica expresión de la unión por el
dinero. Una Unión que tiene su mayor peligro en la previsible insolidaridad de los países
más ricos, siempre que no quieran cargar con los fallos económicos de los países menos
ricos. Pero que yo espero que siempre continuará en su andadura por razón de que es
mucho lo que se ha apostado para que sea pensable volverse atrás.
En mi sincera opinión todo seguirá marchando bien si nuestra unión como
europeos la fundamentamos no solamente en motivaciones económicas (lo cual no
dejará de ser un acierto), sino a la vez en motivaciones históricas. Nuestra unión hay que
apoyarla en la idea de que los hombres y mujeres de Europa somos hombres y mujeres
de Occidente, esa maravillosa Cultura que se formó y se construyó a fuerza de potenciar
y no olvidar los factores que la hicieron posible.
Son cuatro grupos de ideas las que yo considero fueron el fundamento de la
Cultura de Occidente (y esto ya lo he dicho antes en otros escritos míos): las ideas de
Grecia sobre el valor de la inteligencia y de la acción creadora, por encima de la fuerza
material y del quietismo, en todas nuestras decisiones. Las ideas del Cristianismo sobre la
disciplina interior para nuestra concordia con lo natural. Las ideas del Renacimiento
sobre el valor del hombre como sujeto de la Historia y no como objeto de la misma. Y las
ideas de la Ilustración sobre la libertad del ser humano como condición indispensable
para vivir.
En este Occidente nuestro, antes de los Griegos, el hombre hacía de la fuerza el
eje de su vida. El fuerte triunfaba siempre, el débil siempre perdía. Para los Griegos sin
embargo la inteligencia estaba por encima de todo. Y si a la inteligencia la
acompañábamos de la acción creadora, el hombre podía llegar a lograr su plenitud. (En
las llanuras de Maratón, el Ejército Persa, todo fuerza y poder, con Darío al frente de
setenta mil soldados, fue vencido por tan sólo unos pocos miles de hombres de Atenas
mandados y guiados por la sabiduría y el acierto de Milciades)
Apareció después el Cristianismo que centró su mensaje en la disciplina interior
como modo de concordar al hombre con la Naturaleza y con Dios. Esto ocasionó que a
lo largo de toda la Edad Media el hombre quedase en la vida en un segundo plano y todo
el espacio lo ocupara la idea de Dios. Con el Renacimiento se piensa que el hombre ha de
tener un protagonismo en la Historia, y sin olvidar por supuesto a Dios, el hombre pasa a
ser sujeto de la Historia y no objeto de la misma como hasta entonces fuera. Pasa a ser
centro de todo el Universo. Y tras esto, los hombres de la Ilustración se cuestionaron el
hecho de que no servía para nada hacer del hombre el centro del Universo, y de la vida, si
no se le daba libertad, condición esencial de su existencia.
Somos más que otra cosa occidentales. Antes que europeos o españoles. Antes
que andaluces, catalanes o vascos somos Occidentales, que es lo verdaderamente
nuestro, y que es lo mejor que tenemos. Por eso todo lo que hagamos ha de apoyarse en la
Cultura de Occidente. El poeta alemán Hölderlin decía en los días del Romanticismo
europeo, que fue su tiempo, que no alcanzaríamos nunca nuestra verdadera realización,
mientras no fuésemos como fueron los Griegos del siglo V antes de Cristo. La verdad es
que este deseo no deja de ser una gran ensoñación. Pero quien sabe si al intentar cosas así,
pudiéramos estar en nuestro auténtico camino.
Las Patrias todavía son necesarias, no podemos anularlas ni prescindir de ellas.
Pero va siendo hora de que pensemos que, en muchas cosas, tendremos ya que ir
anteponiendo el interés de la Comunidad Cultural al interés de la patria.
Hoy ser de nuestro tiempo es apostar sinceramente por la agrupación de pueblos
de una misma Cultura, haciendo del dinero un medio de cohesión y no de desunión de
los mismos.
En el siglo XV, en tiempos de Isabel de Castilla, ser de su tiempo era apostar por la
singularización de los pueblos, a base de hacerlos más fuertes que los demás y excluyendo
a los demás.
17

EL AÑO 1325 DEL ISLÁM


E l Islam, que empezó en el siglo VII como un movimiento integrador de pueblos
y con un fuerte vigor intelectual y civilizador, se paró en su brillante andadura
cuando a partir del siglo XII se estimó por Algacel, y otros pensadores de su
escuela, que todo estaba en el Corán y que no había que hacer de nuestro razonamiento
(como desde entonces se hacía en Europa) un continuo análisis de la vida y de sus
motivaciones, que nos llevara de continuo a revisar situaciones y modos de vivir en afan
de mejorar los mismos. Como cuenta Antonio Escohotado, se llegó así en el Islam a "no
separar el monje del guerrero, a no convertir los fieles en ciudadanos, a no separar los
Dogmas de las Constituciones y a no hacer de los imanes y de los ayatolás, gestores de
necesarios servicios". De este modo el subdesarrollo y el fanatismo religioso, en unión
de una masiva falta de cultura (que no fuese cultura coránica) les llevaron a perder las
grandes cualidades de que dieran prueba en los años de la Edad Media que fueron sus
años de esplendor, y a un enfrentamiento con los paises Occidentales a los que culpan en
gran medida de su pobreza y de su decadencia.
El Islam se quedó así atrás, en su desarrollo y progreso, respecto a los pueblos de
Occidente de mentalidad cristiana y respecto al pueblo judío de mentalidad bíblica. Y
no salió de su pobreza y de su incultura como salieran de ella cristianos y judíos,
hermanos suyos en los albores de la Historia a los que culpan de todos sus males.
Se fue creando así un rencor hacia los pueblos de Occidente (en que cristianos y
judíos están integrados) cada día mayor y más fuerte. Un rencor que poco a poco ha ido
degenerando y reconvirtiendose en un penoso fanatismo que les lleva a sentirse
poseedores de la verdad, y de la justicia, y en que el eje del mismo es la destrucción de
Occidente y del Judaísmo como auténticos causantes de todas sus desgracias. Y ese
fanatismo acaba haciendo de la acción terrorista el principal y exclusivo medio de lucha
contra sus enemigos de siglos.
Hoy día nadie duda de que el terrorismo del Islam se ha convertido en el problema
principal de todos los pueblos de Occidente, del que todos tenemos que defendernos.
Camino, a mi juicio, equivocado contra el Terrorismo es la lucha armada. En
primer lugar porque nunca la lucha contra una ideología ha conseguido su objetivo
eliminando al enemigo con la fuerza de las armas. Las ideas no se combaten con las
armas. A las ideas no las eliminaron las armas. El fracaso de los americanos en la guerra
de Irak en Abril de 2003, puede ser una buena prueba de ello. En veinte días ocuparon
totalmente el territorio de Irak. Pero los atentados terroristas continúan. Y todo existe lo
mismo o peor que antes.
Hay otro camino en la lucha contra el terrorismo islámico que muchos ven como
el más adecuado aunque sus efectos se sitúan a muy largo plazo. Consiste en tender la
mano al Islam, en pedirle incluso perdón, en darles nuestra amistad sincera e incluso
nuestra ayuda. Pero mucho me temo que no se consiga nada por ese camino. El
fanatismo islámico, que por cierto no se da en todos aquellos que sean del Islam pero si
en millones y millones de ellos, siempre pedirá más y siempre deseará más, y no acabará
en su empeño hasta que no acabe con todo el Poder de los Judíos y de Occidente. Hay
muchos puntos en una y en otra mentalidad que, hoy por hoy, son totalmente
contradictorios e incompatibles. Y al final puede que no sirva de mucho el sentido
dialogante y conciliador.
Queda al fin otra alternativa, que posiblemente pudiera ser solución al problema,
consistente en que todos los servicios de inteligencia de todos los países de Occidente,
fuertemente integrados y unidos en una auténtica piña, desmantelaran sus centros
neurálgicos de decisión y acabaran con sus cerebros rectores. Pero eso también es
sumamente difícil. Los Nazis fueron, también, otro fanatismo y se sabía muy bien
quienes eran y donde estaban, pero sentarlos en el banquillo, ante el Tribunal de
Nurenmbert en 1946, constó una Guerra de seis años y cincuenta y dos millones de
muertos.
Acabar con el fanatismo Islámico, que lo peor que tiene es que es un fanatismo
religioso, creo yo que se llevará mucho tiempo, tal vez todos los años del siglo XXI. Pero
Occidente lo derrotará, porque tiene dos cosas que el Islam no tiene, que son el
Raciocinio y el Dinero, que son, en unión del tiempo, lo que acaba por vencer en todas las
Guerras.
Otro de los peligros que tenemos hay día son las Multinacionales. Muchas de ellas
son económicamente más fuertes que los Estados. Sus fábricas y redes de distribución se
extienden por todas partes. Se instalan donde la mano de obra es muy barata porque así
hacen competitivo aquello que producen, y cuando tienen problemas se van, de donde
están, a otro país, de modo que el temor de los Estados a que no inviertan en su territorio
y el temor de los empleados a que las fábricas se las lleven a otro sitio, y queden en paro,
las sitúan en óptimas condiciones para el abuso. Pero son además muchas las
Multinacionales que no tienen ni fábricas, ni complejos fabriles. Son entidades que se
dedican a comprar productos que ellas ponen de moda o marcas más o menos
acreditadas por todo el Mundo, y sitúan ambas cosas en los mercados que les ofrecen
mayor rentabilidad, sin atender a nada ni a nadie como no sea a su propio beneficio. Son
algo muy peligroso que a la larga nos puede hacer no poco daño.
Las Multinacionales tiene en la Globalización un factor a su favor que las
beneficia no poco. La Globalización no hay que imponerla. Está ya impuesta en no
pocas cosas. La Globalización es un fenómeno natural y no es más que la libre
circulación de personas y mercancías, sin trabas que se lo impidan por todos los países
del Planeta. Este fenómeno es bueno si se organiza bien. Pero puede ser desastroso si no
se organiza, ni evitamos los problemas que puede traer consigo, que pueden ser serios.
La Tecnología y los medios de comunicación han convertido este fenómeno en un hecho
real y determinante de nuestro tiempo. Globa-lización es que pasen a los paises ricos
miles y miles de árabes y sudamericanos y gentes de los antiguos Paises del Este.
Globalización es poderse comunicar desde cualquier parte, con gentes que están a miles
de kilómetros de nosotros. Y Globalización es que pasen a otros paises todos los
productos que un país quiera vender, sin que nadie impida ese traspaso.
Tanto el Islam como las Multinacinales, tienen en la Globalización un factor
claramente a su favor. Y esos tres fenómenos de nuestro tiempo, si no se controlan, nos
pueden hacer a todos mucho perjuicio. Su control es difícil por su amplia dimensión y
por su enorme complejidad.
Pero yo digo lo que he dicho siempre: El hombre, con su impresionante
capacidad de recuperación, seguirá adelante solucionando esos problemas, para
encontrarse de nuevo con problemas nuevos, consecuencia del arreglo que dió a los
problemas que arregló.
18

REFLEXIONES EN FLORENCIA
D ecía el escritor Giovanni Papini que quién había nacido en Florencia, como el
nació, no necesitaba ver nada más, pues en Florencia estaba todo lo mejor que
pudiese verse en el Mundo. Y así, él no había viajado nunca fuera de su Ciudad,
porque allí estaba todo lo que en esta vida mereciera la pena ver. Hay mucho de verdad en
este comentario de Papini y aunque su apreciación es acertada, no deja de ser subjetiva.
Pero sí es realmente cierto que todos los que han estado allí son seres afortunados.
Estar en Florencia es ser afortunado. Estar en la Plaza del Duomo viendo el Cupulone o
las Puertas del Batisterio es ser afortunado. Pasar por la Iglesia de Or San Michele y ver las
estatuas de Donatello que hay en plena calle, en las hornacinas de la fachada de esa iglesia,
es ser afortunado. Y andar por la Plaza de la Señoría viendo La Fuente de Neptuno de
Ammannati, el Hércules de Juan de Bolonia y El Perseo de Benvenutto Cellini en la
Lógia de las Lanzas, es ser afortunado también. Porque andar por Florencia incluso sin
entrar en sus palacios, en sus iglesias o en sus museos, es una fiesta para los sentidos en
que se pasa de una maravilla a otra y de una obra de Arte a otra, sin saber donde está lo
que más nos impresionó. Y así vamos por las calles como embriagados. Cuando en un
luminoso día de Mayo, yo estuve con mi hijo Mauricio en la Sacristía de la Iglesia de San
Lorenzo, es cierto que me sentía como un hombre de suerte al poder ver en unión de mi
hijo tanto prodigio.
Florencia se engrandeció al amparo de los Médicis, familia de la burguesía que
vivía en aquella Ciudad. Cosme de Médicis en el siglo XIII, logró hacer una considerable
fortuna con el dinero que cobraba de las Autoridades de la Señoría por cada denuncia
que hacía de los que fueran en la clandestinidad partidarios de los Gibelinos, en una
Ciudad que estaba dominada por los Güelfos. Con su fortuna se convirtió en banquero, y
con el dinero que lograra con su banco se hizo del Poder de la Ciudad, que continuó
después en manos de sus hijos Pedro y Juan de Médicis y de sus nietos Lorenzo y Juliano
hijos de Pedro.
Estos últimos dispusieron su enterramiento en la pequeña Sacristía de la Iglesia de
San Lorenzo. A un lado de la Sacristía está la tumba de Lorenzo de Médicis, aquel
hombre que amaba los libros y la pintura, que reunía en sus jardines a los hombres
preminentes de su tiempo y que buscaba mármoles romanos en las ruinas de los templos
paganos, y al que fray Jerónimo de Savonarola condenó por impío amargando sus
últimas horas y su muerte.
Aquel hombre, llamado el Magnífico, estaba allí inmortalizado en una estatua de
Miguel Ángel de tamaño mayor que el natural, sentado en una silla de mármol en una
actitud pensativa y con una elegancia y una serenidad perfectas. Era una suerte ver esta
estatua que los italianos llaman el Pensieroso, así como otras dos bellísimas estatuas que
tiene a sus pies que representan la Aurora y el Ocaso.
De Savonarola no quiero dejar de referir, que era un fraile dominico que se rebeló
contra la Iglesia por considerarla corrompida e impía. El Papa Alejandro VI le ofreció el
capelo cardenalicio pero él no aceptó. Derribó del Poder al hijo de Lorenzo el Magnífico
y estableció en la Ciudad un gobierno teocrático presidido por él. Lo primero que hizo
fue ordenar la quema de todas las pinturas de su tiempo que hubiera en las iglesias, por
considerar que estaban llenas de paganismo. Así ardieron en la plaza pública cuadros de
Botticelli, de Ghirlandaio y de Masaccio. Tras poco tiempo de gobierno el pueblo le
derribó en 1497 y lo condenaron a muerte. Pidió que le hicieran la prueba del fuego
consistente en pasar sobre una hoguera cuyas llamas no lo abrasarían porque él estaba
libre de pecado. Pero la prueba no se hizo porque empezó a llover y acabaron con él en la
Plaza de la Señoría. Savonarola, que tuvo muchos partidarios, es uno de los casos de
fanatismo más impresionante de la Historia.
Pues bien, al otro lado de la Sacristía está la tumba de Juliano de Médicis, aquel que
fue amante de la guapísima Simoneta Vespuchi (Boticelli los pintó juntos como Venus y
Marte), y al que los Pazzi dieron muerte mientras asistía a misa en el coro de Santa María
dei Fiore (el Duomo florentino). Los Pazzi eran una ilustre familia florentina que querían
arrebatar el poder a los Médicis, y un día de abril de 1478 entraron en la catedral y
asesinaron a Juliano que sólo tenía veintiocho años. Su hermano Lorenzo que estaba en el
presbiterio se salvó de milagro, y después de aquello no dejó ni a un solo miembro de la
familia Pazzi con vida. La estatua de Juliano en su tumba de la Sacristía de San Lorenzo,
representa la acción y su actitud no es pensativa como la de Lorenzo, sino decidida y
voluntariosa, y su rostro no está ensimismado sino plenamente despierto. A sus pies, las
estatuas que representan la Noche y el Día son otro prodigio de perfección y belleza.
Aunque sólo fuera por esto, sólo por estas seis estatuas de la Iglesia de San
Lorenzo, Miguel Ángel es un gigante de la Historia y un hombre universal. Un ser genial
que era a su vez Pintor y Arquitecto y que en su larga vida siempre estuvo entregado a las
creaciones que su genio la sugería. Además de todo ello Miguel Ángel era un desgraciado
homosexual. No tuvo nunca relación con las mujeres. Su amistad con Victoria Colomna
está claro como el agua que fue siempre una relación de amistad. Pero tampoco anduvo
nunca con hombres. Sabemos que le gustaban los hombres y que los deseaba, porque hay
algo escrito por él en que hace alusión a que no puede vivir sin un joven que le
deslumbraba. En su larga vida hay una gran admiración por su madre que está idealizada
en su estatua de la Piedad. Y una gran admiración por el desnudo masculino que está
idealizada en el gigantesco David de la Plaza de la Señoría, y en su negativa contundente a
cubrir los desnudos de hombres y mujeres en el Juicio Final de la Sixtina. Siempre se negó
a cubrir estas figuras. Se lo pidió el Papa Paulo IV, el pueblo de Roma y los Padres del
Concilio de Trento en nota que le enviaron. Y siempre se negó. Ya tras su muerte, el Papa
llamó a Daniel Volterra que era amigo del Pintor para que cubriese las figuras, y éste lo
hizo lo mejor que pudo tratando de no tapar mucho los desnudos y quedando con el
apodo del "Braguetone" desde entonces.
Contrasta esta homosexualidad callada y en silencio de Miguel Ángel, con la
homosexualidad despreocupada de su amigo y paisano Leonardo da Vinci, que iba
siempre acompañado de su amado amigo Tomaso y que todo el mundo sabía que era su
amante aunque nunca dieron con ello el menor escándalo ni nadie llamara nunca, por
ello, la atención al autor de la Gioconda que siempre gozó del mayor respeto por parte de
todos.
Son dos maneras que al principio del Renacimiento se ofrecen a nuestra idea
sobre el modo de afrontar la homosexualidad. Las dos calladas y silenciosas. Pero la una
reprimida por razones de conciencia y la otra activa por razones de desbordado
vitalismo.
No es fácil reflexionar y estudiar esta dolorosa realidad de la Humanidad sin
conocer un poco su historia.
Nosotros los hombres de Occidente somos en nuestros días y en nuestra
mentalidad, hombres que continuamos los modos de ser de los Griegos y de los Judíos.
Y en este tema de la homosexualidad, los Griegos y los Judíos, que en tantas cosas
vinieron a coincidir, discrepan seriamente desde el principio. Los Judíos, hombres del
desierto, la ven desde sus comienzos como algo contrario a la Naturaleza. La Biblia la
condena cuando hace llover fuego y azufre sobre Sodoma y Gomorra, ciudades
pobladas enteramente por hombres que deseaban a otros hombres. El pueblo Judío
vivió siempre obsesionado porque sus hijos tuvieran descendencia. Puede que eso fuera
debido a que eran un pueblo pequeño asediado por otros pueblos que le querían
avasallar y dominar. La evitación de ello estaba en tener muchos hombres que ampliaran
el número de combatientes de su ejército. Esto explica que la homosexualidad fuese
condenada por ellos. Como explica que no viesen mal el adulterio que, según la Biblia,
realiza Onan. Onan tenía que sustituir en el lecho marital a su hermano que se había
marchado para hacer un preciso viaje de larga duración. Debía cohabitar con su cuñada
para que la misma no dejase de tener hijos en ausencia de su marido. Pero Onan eyaculó
fuera (de ahí el nombre de onanismo que se da a la masturbación) y al instante murió por
castigo de Dios. Para los Judíos no tener hijos era el peor pecado que podía cometerse. Y
los homosexuales buscando su unión con hombres, nunca engendraban hijos y por eso
se condenaban.
Por el contrario los Griegos hombres del mar, y de las islas del mar, hacían de la
vida, de la corta vida de los hombres, una auténtica fiesta o por lo menos así era como la
entendían. Todo lo que sirviera para exaltar la vida era bueno para ellos. Las mismas
Bacantes en sus orgías vivían el éxtasis de la embriaguez del vino, y cuando le unían el
éxtasis de los goces sexuales, eso era para ellos como la síntesis de lo perfecto. Y los
hombres no eran mal vistos ni perdían la dignidad si tenían relaciones con otros
hombres. La homosexualidad era un fenómeno normal que tenía sus reglas. Los
hombres de Grecia podían gozar de amantes masculinos pero tenían que tener una
actitud activa y no pasiva. La actitud pasiva, en una relación homosexual, quedaba para
los esclavos que no eran considerados como Griegos. Así en las reuniones de políticos o
deportistas y en las Academias de Platón o Sócrates se podía acoger a jóvenes efebos de
16 ó 18 años con toda normalidad.
Es curioso que en una pared del que fuera vestuario del Estadio de Olímpia, hay
una inscripción grabada en la piedra que dice así: “Apocrifus es muy hermoso” y sigue a la
afirmación un nombre de varón. Y debajo de dicha inscripción hay otra que dice
después: “Apocrifus es hermoso, pero menos” y sigue un nombre de varón distinto del
anterior. Todo esto en Grecia era normal.
Se sabe que Alejandro Magno era homosexual y que lloró durante meses la
muerte de su amado Hefestión. Entre los emperadores romanos hubo también muchos
homosexuales. A Julio César le llamaban la “Puta de Bitinia” porque era sabido que en
aquella lejana región se había acostado con varios hombres. El Emperador Heliogabalo
que se hacía conducir por las calles de Roma en un carro tirado por mujeres desnudas,
tenía relación con su cocinero. Y Adriano estaba enamorado del joven Antinioo que se
suicidó en Egipto cuando creyó que el Emperador moriría si no había nadie que en todo
el Imperio diera la vida por él. (En su honor fundó Adriano la ciudad de Antinópolis).
Tras el triunfo del Cristianismo, en el Imperio de Roma y en todos los pueblos del
Mediterráneo las tesis artísticas y filosóficas de los griegos ganaron la batalla a las tesis
judías, que incluso no admitían las estatuas ni las imágenes (y que continúan así en
nuestra Cultura todavía). Pero las tesis morales de los Judíos ganaron la batalla al
pensamiento griego, que estaba cargado de erotismo, y de ese modo la sexualidad pasa a
ser objeto de fuerte represión. Con ello la homosexualidad vino a ser algo que se tuvo
que esconder y tapar, en tal manera, que se llegó a pensar que era escasa y minoritaria y
sin apenas presencia en la Sociedad.
Por esta razón atacarla no comportaba muchos problemas y los ataques acabaron
por ser espectaculares sobre todo en la Edad Media. Tal es el caso del Rey Eduardo II de
Inglaterra que cuando en 1309 fue asesinado por sus enemigos, los Mortimer, y se
descubrieron sus relaciones con Lord Despenser, éste fue condenado a que en la Plaza
Mayor de la ciudad de York se le arrancaran los testículos con unas tenazas de hierro. Y
fueron muchos en la Edad Media, y después, los que encontraron en la hoguera el fin de
su homosexualidad cuando los descubrieron. Esto no quitó que la homosexualidad
siguiera existiendo, por la sencilla razón de que no era cosa que la buscaran y la
promovieran los hombres, sino algo que la Naturaleza hace surgir en los seres humanos.
Así en la Historia ha seguido habiendo hombres que han llevado con mayor o menor
peso su homosexualidad. El rey Ricardo Corazón de León, el rey Enrique III de Francia
(llamado “Rey muñeca”, que se bañaba desnudo con los soldados de su guardia que no
medía ninguno menos de dos metros de altura), el rey Luis XIII de Francia. Y Marcel
Proust y Oscar Wilde y Jacinto Benavente y Tchaikovsky y Caravaggio y García Lorca y
Benvenuto Cellini y Gil de Biedma y Luis Cernuda. Que sean muchos o sean pocos
puede que nada quiera decir.
Es curioso de todos modos que en muchos pueblos que no son de Occidente la
homosexualidad se viese de otra manera. En “Los Naufragios” de Álvar Núñez Cabeza de
Vaca (libro que ya he citado antes aquí) cuenta el autor que cuando en el siglo XVI
andaban los españoles por tierras del Norte de Méjico, vieron lo que ellos llamaron una
“Diablura” que consistía en que en un poblado indio había uniones de hombres con
hombres y nadie se metía con ellos. Estaba su vivienda fuera del poblado y al mismo sólo
iban cuando tenían algo que comprar o vender para su subsistencia. No les trataban más
allá de esa relación comercial, pero nadie les molestaba. Ni los condenaba.
La homosexualidad por mucho tiempo se tuvo tapada y escondida de modo que
siempre se pensó que los homosexuales eran una pequeña minoría. Mucho después ya en
el siglo XX, el Informe Kinsey de 1950, que fue una encuesta de enorme amplitud, muy
minuciosa y trabajada, afirmaba que los homosexuales eran el siete por ciento de la
población de los Estado Unidos. Este número se estimó muy elevado y sorprendió
mucho en todas partes. Años más tarde, en 1969, la policía reprimió en la cafetería Stoten
Willian de Nueva York las reuniones de homosexuales que allí se hacían; y la reacción de
los mismos fue muy fuerte y violenta, y acabó en la designación del día mundial y anual de
los gays, que así se les empezó a llamar desde entonces. Y en los años ochenta, con la
aparición del Sida, se vio que ya no se podía esconder ni tapar su número con la misma
facilidad con que antes se hiciera.
Hoy, el fuerte debate sobre su derecho, o no, a uniones entre ellos, ha puesto de
manifiesto que ya se esconden y se tapan menos que en tiempos pasados no muy lejanos.
Hay por todo Occidente un fuerte viento de libertad que quita no pocas inhibiciones.
Pero soy de la opinión de que estos hombres y mujeres, pese a lo expuesto, son
conscientes de que indudablemente se les condena y se les persigue menos, pero siguen
sin gustar aunque no se diga. Y siguen sin acabar de aceptarse aunque se hable de que son
aceptados.
Mi opinión sobre esta cuestión es que la homosexualidad no es en modo alguno
un fenómeno antinatural como muchos afirman. No puede ser antinatural lo que la
misma Naturaleza produce y ocasiona. Puede ser un fenómeno que resulte perjudicial o
no perjudicial a la Sociedad o a las personas, pero antinatural no lo es, como no es
antinatural tener la piel negra o tener seis dedos en la mano como Ana Bolena esposa de
Enrique VIII de Inglaterra (decir que la homosexualidad es antinatural puede ser algo tan
fuera de lugar como cuando Anatole France afirmaba que la castidad era antinatural y
contra la Naturaleza). Tampoco es una enfermedad. La enfermedad es lo que arruina
nuestra salud o nos causa la muerte. Ningún homosexual, por el hecho de serlo, tiene la
salud en peligro o tiene la vida en peligro. Y no son tampoco un matrimonio cuando se
unen. Donde no se puedan tener hijos no hay matrimonio. Habrá una unión o lo que
queramos llamar. Pero matrimonio no puede haber. En la esencia del matrimonio va
implícita la consecuencia de los hijos.
A mi juicio la bondad o maldad de la homosexualidad está en el uso que se haga de
ella. Si en una relación homosexual se engaña sexualmente a alguien que no se deba
engañar, o se pervierte o se hace con menores, o se escandaliza seriamente o se hace
sufrir a quien no sea justo que se haga sufrir, la homosexualidad será entonces
condenable. Pero si con ella a nadie se hace daño, entonces nadie, si no es la propia
conciencia del homosexual, podrá condenarla. Y si el homosexual es católico y no cree
que su opción sea condenable, su pecado será desobedecer a la Iglesia a la que debe
obedecer, pero no habrá ninguna otra cosa más.
Por todo lo dicho pienso que lo que procede con los homosexuales es respetarlos
y no herirlos. Y nunca condenarlos. Y que el Estado legisle normas por las que se regule
su situación y en las que se busque que su sexualidad no haga perjuicio a nadie, normas
por las que se les concedan derechos y se les reclamen deberes ya que de una y otra cosa
han de estar provistos. Pues de lo contrario vienen a estar tratados igual que los locos, que
no tienen por ley ni derechos ni deberes sino su ingreso en un manicomio cuando consta
su locura.
Como siempre, considero que todo esto es una opinión, solo mi opinión. Sin que,
como siempre también, esté libre de dudas.
19

VERSALLES Y LAS MONARQUIAS


T alleyrand que fue ministro y asesor de Napoleón, y que antes de abandonar la
Iglesia fue obispo de Autoun, decía que los hombres no tenían ni idea de lo que se
puede hacer para gozar de la vida si no habían conocido cómo se vivía en
Versalles en los días anteriores a la Revolución de 1789. Entender esto no es difícil si se
visita Versalles hoy día. Allí todo esta quieto, perfectamente cuidado y en siliencio (con
muchos turistas, con miles de turistas). Pero impresiona grandemente por su
inmensidad, por su lujo, por su buen gusto y por la gracia y belleza de todo cuanto hay en
el fastuoso Palacio y en los extensos jardines. Y damos la razón a Talleyrand, si al ver todo
esto imaginamos lo que se movía en este Palacio y en estos jardines, en sus fiestas, en sus
bailes, en sus representaciones de teatro, en sus fuegos artificiales o en sus banquetes. Y
pensamos a la vez en los cotilleos y en las intrigas de los nobles y cortesanos de esta
residencia real, que fueron gentes que gozaron y vivieron como nadie y que consumieron
ellos solos anualmente el 40% de las rentas de Francia. Gente elegante de casaca y peluca,
de costosas joyas y caros perfumes que giraban todos ellos en torno a un centro fijo que
era el Rey, al que llamaban el Rey Sol porque era, como el Sol, el centro del Universo (Hay
muchas inscripciones, por todas las paredes, de un sol dentro del cual está inscrito el
nombre de Luis). Y Luis era un hombre bajito, a cuya estatura añadieron unos cuarenta
centímetros a base de elevar la altura de los tacones de sus zapatos y la altura del tupé de la
peluca.
La historia de Versalles como residencia real empezó con Luis XIII. Todos los
reyes de siempre gustaban de la caza, y en los bosques de Versalles había mucha caza. Y
en ellos había también una pequeña residencia en la que el Rey gustaba de estar. Una de
las veces que acudió a Versalles a cazar, se hizo acompañar de su esposa la Reina Ana de
Austria. Llevaban ya muchos años casados y no tenían hijos. Y hubo la suerte de que en
esta ocasión la Reina se quedó embarazada. El Rey, en agradecimiento a Dios de que al fin
pudo tener hijos, regaló a la Catedral de París una gran estatua en mármol de la Virgen
María con Jesús muerto en sus brazos, que es la misma que hay todavía en el altar mayor
de Notre Dame. Y tomó a su vez mayor gusto y complacencia por su pequeña residencia
de caza de Versalles, que poco a poco pasó a ser residencia oficial de los Reyes que
dejaron de vivir en el Palacio del Louvre de París (donde hoy está el Museo). Esta nueva
residencia de la Corona, situada a veinte kilómetros de París, la iban engrandeciendo y
haciendo mayor cada día.
Luis XIV, hijo de Luis XIII y de Ana de Austria que naciera en Versalles en 1638,
se dedicó años después, a dotar a la nueva residencia real de lo mejor que pudiera ser
dotada. Llamó a Mansard, el mejor arquitecto de entonces, que le hizo los planos del
nuevo palacio, sobre la base de hacer dos pabellones extremos unidos por una larga
galería de columnas sin techo. Después se pusieron mansardas a esta galería (que no era
otra cosa que techarla) dejando sin cerrar los espacios entre las columnas. Luego vendría
recubrir todas las paredes de la larga galería con espejos traídos de Venecia, entonces
muy escasos y valiosos. El ministro Colbert se quejó al Rey de que los gastos de
construcción del Palacio de Versalles empobrecían seriamente al país. Y el Rey le
contestó que el dinero se estaba gastando en construir su propia Gloria y grandeza y que
él no podía escatimar nada que a su Gloria hiciera referencia. Mansard construyó
después la Capilla de Palacio que es un edificio adosado al mismo enteramente en estilo
Neoclásico (que era la forma de Arquitectura con la que se quería olvidar al Barroco y
que sería la Arquitectura dominante en París tras la Revolución y en los días de esplendor
victorioso de Napoleón). En la plazoleta de entrada al Palacio se erigió una estatua
ecuestre a Luis XIV, y fue obligatorio que la estatua del Rey tuviese, de día y de noche,
cuatro gruesos cirios encendidos en honor del Monarca.
Pero si fastuoso es todo lo que hay dentro del Palacio, es en los jardines donde
más nos sorprendemos. Los jardines fueron diseñados por Le Nôtre, el arquitecto
jardinero del Reino. Trabajaron en ellos más de veinticinco mil obreros. Ocurrieron en
su desarrollo más de 500 accidentes mortales de trabajo. Y lo más difícil de todo fue
llevar agua hasta allí, pues allí no la había. El punto más cercano de donde tomarla estaba
a cuarenta kilómetros de distancia. Fue una obra dura y laboriosa, porque en muchos
sitios el agua sólo podía llevarse en canales hechos de madera, y porque se recurrió a una
serie de complicados artilugios, para dar presión al agua, que se averiaban con demasiada
frecuencia. Pero el agua se llevó hasta allí.
Los jardines son únicos y grandiosos. Arrancan de la fachada posterior del
Palacio, fachada que tiene una largura de medio kilómetro, y está delante la fuente de la
diosa Latona con esculturas en piedra de Girardon y de Coysevox representando ríos
franceses. Desde la fuente desciende en suave pendiente, un largo y ancho paseo
bordeado de ánforas neoclásicas de mármol con bellos relieves. El paseo tiene a un lado
y a otro, pequeñas rotondas que son como recintos apartados y ocultos del paseo
central, rodeados de árboles en espesura, donde abundan las estatuas que representan
casi siempre escenas de la vida de Apolo, dios del Sol (no se olvida por ninguna parte que
Luis XIV es el Rey Sol). El paseo acaba con una enorme rotonda, en el centro de la cual
hay un amplio lago, y en el centro del lago un grupo en bronce, gigantesco, que
representa a Apolo dios del Sol, que tira y embrida a un carro de potentes caballos. Un
altísimo surtidor de agua se eleva en el aire dando a las fuentes vida y alegría.
Versalles fue residencia real desde medidos del siglo XVII hasta Octubre de 1789,
en que un amplísimo grupo de mujeres de París (sólo mujeres para que la Guardia no
disparase sobre ellas), hicieron a pie los veinte kilómetros que separan a París del Palacio,
y obligaron a los Reyes a salir de allí y fijar su residencia en el Palacio de las Tullerías, que
estaba entre el Museo del Louvre y la plaza de la Concordia. Allí estuvieron Luis XVI y
María Antonieta hasta 1793 en que fueron ejecutados en la guillotina (invento que el
mismo Rey ayudó a perfeccionar aconsejando a M. Guillotin en el sentido de que la
cuchilla debía bajar inclinada para facilitar el corte). En la Revolución de Blanqui contra
la Burguesía en 1871, pegaron fuego al Palacio de las Tullerías, que ardió por entero, y
hoy en su lugar están los jardines que llevan ese nombre.
Con la caída de Luis XVI quedaron fuertemente dañadas las Monarquías, aquellas
Monarquías autoritarias que surgieran como reacción al feudalismo en el Renacimiento.
A partir de la Revolución Francesa los Reyes de Europa intentaron con todas sus
fuerzas no perder el protagonismo que antes tuvieron. Pero los Parlamentos,
establecidos ya en todos los Estados europeos (efecto y consecuencia de la mentalidad
democrática surgida de la Revolución), no pasaban porque la autoridad real los anulara
como voz del pueblo y como expresión de la voluntad popular.
En el Congreso de Viena de 1815, los numerosos Reyes que al mismo
concurrieron tras la derrota de Napoleón, comprendían que ya las cosas no eran como
antes y que las Monarquías podían ya ser derribadas perfectamente, mientras que si se
apoyaban en el Parlamento, donde en los sucesivo residiría el Poder, era seguro que
podrían perdurar como Institución. Desde entonces se fue imponiendo el principio de
que “El Rey reina, pero no gobierna”. Y así, de esa manera, los Reyes continuaron siendo
Reyes, con todos sus privilegios y honores, y el Poder lo tenía el Parlamento. De este
modo el Congreso de Viena, en forma muy acertada para las Monarquías, evitó la caída
de las mismas y alargó su vida durante mucho tiempo.
Los Reyes de la Antigüedad tenían poderosas razones para ser Reyes. Eran los
mejores por su familia y por su historia. Eran los que iban a la Guerra en primera fila si su
país era invadido. Muchos de ellos perdieron la vida en defensa de su patria.
Administraban personalmente la Justicia y nadie había por encima de ellos para juzgar a
nadie. No podían casarse sino con personas de su misma categoría y abolengo, como
modo de seguir siendo los mejores. Y se consideraban puestos en el trono por el mismo
Dios. En el Renacimiento, como ya hemos explicado antes, su autoridad se reforzó y se
hicieron reyes absolutos. Las Cortes, que servían como institución consultiva del
Soberano y como tímido modo de que el pueblo tuviese algo de voz, dejaron de
celebrarse y se arrumbaron. Y los Reyes pasaron a disponer de sus Reinos como de una
propiedad cuya administración dejaron muchísimas veces en manos de privados y
favoritos.
Hubo realmente Reyes que fueron excelentes como Carlos III. Pero hubo otros
que fueron auténticos desastres, como Fernando VII, que lo único bueno que hizo fue
fundar el Museo del Prado en 1819. Renunció a la Corona en Bayona en favor del
hermano de Napoleón, mientras miles de españoles en Madrid y en el resto del País
daban la vida por él oponiéndose a los franceses en su invasión. Derogó después la
Constitución de 1812 y gobernó con un absolutismo penoso fusilando a todos los
generales y políticos que se le opusieron, como Porlier, Riego, Torrijos y tantos más de
menor renombre. Su padre Carlos IV dejó todo el Poder de la Nación en manos del
amante de su mujer, un joven y guapo Guardia de Corp de nombre Godoy, que no sólo
era amante de la Reina, sino que también se decía (aunque esto no ha podido probarse)
que tenía relaciones con el Rey. De Isabel II hay serias sospechas de que su hijo Alfonso
XII era hijo suyo y de un Teniente de su Guardia, el valenciano Enrique Puig Moltó. La
Isabelona, como le llamaba Valle-Inclán, era una buena mujer, pero no supo estar a la
altura de las circunstancias y perdió el trono en 1868. Era la segunda vez que los
Borbones perdían el trono desde que la dinastía se estableció aquí en el año 1701 con
Felipe V, un hombre que no estaba bien de la cabeza cuando intentaba montarse en los
caballos de los tapices del Palacio de la Granja. De Alfonso XIII, lo que cabe decir (no sé
si por su culpa o no) es que no estuvo tampoco a la altura de las circunstancias. España
desde los últimos años del siglo XIX, vivía un penoso enfrentamiento entre los pobres y
los ricos, entre la izquierda y la derecha, cada día más envenenado y rabioso, que
necesitaba con urgencia serias y profundas mejoras laborales y serias reformas
económicas (Como a excepción de Rusia se hiciera en casi todos los países de Europa de
entonces). Y esto no se hizo. El Rey podría haber sido el moderador de esta política. Y
no supo o no tuvo fuerzas y valor para hacerlo. La Monarquía en su larga andadura, no
supo salvarnos de la Guerra Civil.
Pero en la Edad Media y durante muchos años después, para gobernar un pueblo
no había otra cosa que los Reyes. Y la Corona como institución, estaba de modo general
en la mente de todos.
Mas, no es menos cierto que después de la Revolución Francesa y tras sentar el
principio de que “el Rey reina, pero no gobierna” las Monarquías pasaron a ser un
anacronismo por muchas funciones honoríficas y representativas que les queramos dar,
porque perdieron su auténtica razón de ser al no gobernar el Rey.
Cuando el rey Faruk de Egipto, que era un vividor, fue destituido en 1952 por el
Coronel Nasser que era un gran hombre, dijo algo que muchos tomaron como una
broma, pero que llevaba su idea cuando afirmó que de “todos los Reyes que había entonces, los
únicos que permanecerían sin desaparecer, eran los cuatro reyes de la baraja y la Reina de Inglaterra”.
Hoy cincuenta años después, ni la Reina de Inglaterra (tras los escándalos de sus hijos y la
valiente y anárquica rebelión de Diana de Gales) ni las demás Monarquías de Europa
pueden sentirse definitivas. Y ello es así porque las Monarquías, al no gobernar el Rey, se
ven cada vez más como un anacronísmo. Y más si se piensa que quien debe gobernar es
el de más mérito y no el de mejor familia. Esto ya lo vio Pascal nada menos que en el siglo
XVII, cuando decía que “el mando del barco había de darse al más capacitado y no al de mejor
familia, y que esto era aplicable al gobierno del Reino”.
En las monarquías actuales los reyes hacen todo lo que pueden para mantener su
Corona y por esa razón cuidan grandemente su imagen, para que la misma sea buena y
aceptable (aun cuando hay algunos que no lo hagan enteramente así). Por la misma
razón se guardan de la Prensa como de algo que puede hacerles mucho daño y en igual
modo se guardan de los Intelectuales, a los que respetan y miman porque saben que de
ellos les puede venir no poco perjuicio. Hoy, ningún Rey con poder para hacerlo,
desterraría del País a Unamuno o a Blasco como hiciera Alfonso XIII. La frase de
Hermann Goering cuando decía que “al oír la palabra cultura llevaba instintivamente la
mano a la pistola”, hay muchos que la comprenden y la entienden perfectamente, como
una expresión de la poderosa fuerza de los Intelectuales. Y los Reyes saben eso. Y en
igual modo se guardan de las fuerzas de Izquierdas mucho más que de las fuerzas de
Derechas porque saben que de la Derecha no tienen por ahora mucho que temer.
Todo lo hacen de forma difusa (que no se ve o se ve bien poco), porque nunca se
ponen (como dicen que es su deber) ni de parte de unos ni de parte de otros. Porque
están con todos y no están con nadie. Siempre guardan silencio. Nunca tienen que hablar
como no sea para elogiar lo que a nada compromete y lo que es obvio. Se callan
divinamente, cumpliendo así exquisitamente su deber constitucional, lo mismo cuando
el Gobierno nos lleva a apoyar una Guerra absurda, como la de Irak, que cuando el
Gobierno mantiene Organizaciones, como el GAL, claramente delictivas.
Muchos opinan que las Monarquías, aun así, tienen también sus ventajas, y que ahí
está el hecho de que la Monarquía contribuyó de forma decisiva en el paso de la
Dictadura a la Democracia en España, en 1976, y su oposición también decisiva al golpe
de Tejero en 1981. Pero a mi juicio, a más de pensar que con Reyes o sin Reyes la
Transición se hubiera hecho y que Tejero de triunfar, no hubiera durado mucho, pienso
también que nada de eso es razón para que el cargo pase de padres a hijos en el siglo XXI
al igual que pasaba en el siglo XII. Y esto es otra de las cosas que hace a las Monarquías
anacrónicas.
Si los españoles quieren Monarquía y la apoyan mayoritariamente, como parecen
apoyarla, es bueno que la tengan. Y no seré yo quien me oponga a ello. Todo irá igual, con
Reyes y sin Reyes. Pero no sería correcto que nos mentalizaran en la idea de que la
Monarquía es causa de todo lo bueno que tenemos y que sin ella el País sería un desastre,
porque eso a más de no ser cierto, no sería justo. Y con ceremonias, funerales, bodas
reales y otras muchas maneras, parece que es a eso a lo que nos quieren llevar.
Hace poco se hizo una encuesta en Inglaterra sobre los personajes más famosos
de la Historia. La encuesta fue amplia y tuvo una masiva respuesta. El resultado de la
misma fue que David Beckham, jugador del Real Madrid, salió con el número uno de los
personajes famosos. Jesucristo obtuvo el numero 128 en la clasificación.
Aquí en España hubo un sólo hombre que señalara este dato como algo
preocupante y como prueba de la deficiente formación cultural de los europeos en la
actualidad. Ese hombre es José Antonio Gómez Marín, que con su capacidad de análisis
y con su seria formación, ha señalado, ya en otras ocasiones, fenómenos y aconteceres de
los que debemos preocuparnos los que nos tenemos por ciudadanos europeos. El amor
por las Monarquías está también, para mí, dentro de esa alienación en que hoy viven
tantísimas personas.
20

LOS PAPAS MIRAN ATRÁS


S i estamos en Roma hay dos ideas que se acomodan en nuestra mente y ya no nos
dejan y así se convierten en ideas fijas. Todo lo que vemos y vamos conociendo
hace referencia especialmente a dos cosas: el Imperio Romano y los Papas del
Barroco.
Cuando vemos la estatua de Marco Aurelio, que se tiene por la mejor estatua
ecuestre de la Historia y que llena toda la plaza del Campidoglio, donde está el
Ayuntamiento, pensamos en el Imperio Romano y en la grandeza del Imperio Romano.
Cuando pasamos debajo del Arco de Tito, con sus relieves en mármol que representan a
los Judíos sometidos por las Legiones llevando sobre sus hombros, como un despojo, la
Menorá de siete brazos de oro que era el símbolo hebreo, pensamos en el Imperio y en la
grandeza del Imperio. Y cuando dentro del Coliseo, el circo gigantesco que iniciara
Vespasiano, recordamos a los gladiadores luchando a muerte para entretener a una
multitud delirante que coronaba de laurel al vencedor, pensamos de nuevo en el Imperio
y en la grandeza del Imperio.
Aquí pensar en el Imperio es como una constante. Y es para obsesionarse pensar
en aquella organización genial (con todas sus virtudes y con todos sus defectos), y hay
que dar las gracias a quienes la hicieron posible, pues fue la que difundió por todo el
Mundo Antiguo las ideas de Grecia y el pensamiento cristiano.
El pueblo de Roma tuvo lo que el historiador Theodor Mommsen llamó “Poder de
Incorporación” es decir, la gracia y el acierto de convencer primero y obligar después a que
los hombres actuaran y se movieran de acuerdo con aquello de lo que se habían
convencido. No llegaban como invasores. Convivían y convencían a aquellos pueblos
por donde se extendían, de que lo suyo era lo mejor. Sus costumbres, sus leyes, sus
calzadas, sus acueductos, sus puentes, sus leyendas y sus dioses. Y sólo cuando ya los
habían convencido, les obligaban entonces a obrar y comportarse de acuerdo con lo que
estos pueblos habían estimado mejor que lo propio. Esto era muy difícil. Pero ellos
tuvieron la gracia de saberlo hacer. Y creo yo, que ningún pueblo de la Historia, aparte
del pueblo romano, ha sabido hacer eso. De este modo no conquistaban, lo que hacían
era romanizar.
Y lo que vemos en Roma nos hace pensar no sólo en ellos, sino también en los que
fueron y son sus sucesores, en los Papas. Porque los Papas continuaron un Imperio sobre
millones y millones de personas que no fue un Imperio político y material, como el de los
Emperadores, sino espiritual y teológico, pero con el mismo peso e influencia. Y la huella
de los Papas está también en Roma a la que embellecieron y la hicieron ser lo que hoy es.
De ellos nos acordamos en Santa María la Mayor con su artesonado hecho con
oro de las Indias regalo de nuestros Reyes, o cuando vemos a San Pío V momificado
dentro de una urna de cristal sobre un altar de la Basílica. Nos acordamos de ellos cuando
vemos la Columnata de Bernini desde lo alto de la Cúpula de Miguel Ángel, tras subir a
pie sus trescientos sesenta y cinco escalones o cuando vemos las tumbas de Sixto IV y de
Urbano VIII, ya dentro de San Pedro, con sus estatuas funerarias que quieren exaltar su
vanidad y su grandeza.
Pero sobre todo los recordamos al ver las Fuentes de Roma. Casi todas se hicieron
por orden de los Papas en el siglo XVII, en pleno esplendor del Barroco, y son lo que ha
dejado más huella de ellos en la fisonomía de la Ciudad que es enteramente una ciudad
barroca. Las Fuentes de Roma son muchas, y todas ellas de gran hermosura. La Fuente
de Aqua Paula es muy grande y de mucha agua. La Fuente del Obelisco frente al Panteón
de Agripa es de rara belleza. Y las fuentes de la Plaza del Popolo, la de las Tortugas, y las
de la Plaza Navona, que son de Bernini, con las esculturas de los Cuatro Ríos (en una de
ellas representados) son una maravilla de la estatuaria de su tiempo.
Pero de todas ellas la que más impresiona, la que más impacta y la que queda
siempre en nuestra mente, es la Fuente de Trevi hecha por Nicola Salvi a principios del
siglo XVIII bajo el pontificado de Clemente XII. Yo nunca me pude imaginar que me iba
a gustar tanto y que al verla, en la realidad, me iba a conmover e impresionar de manera
que jamás se borrara de mi imaginación. La Fuente de Trevi es como si la campiña
italiana, siempre luminosa y llena de verdor, se hubiese incorporado a la Ciudad en su
Fuente más hermosa, y es a la vez, como un concierto de música, donde no sólo tienen su
lenguaje el agua con sus ruidos y rumores al caer en múltiple cascadas o en finos hilos,
sino que también tiene su lenguaje y su música el dios Neptuno y las Ninfas y los caballos
marinos que en su mudez de piedra tienen el lenguaje de su belleza y elegancia. Esta
fuente nos dice, una vez más, que el hombre es como un dios en pequeño cuando hace el
milagro de sus obras de Arte. La Fuente de Trevi no es de los italianos, es de la
Humanidad. A Roma sin duda, la honraron los Papas del Barroco, que eran hombres de
buen gusto, cultos, elegantes y muchas veces pertenecientes a familias ilustres. Camilo
Borghése que fue Pablo V y Fabio Chigi que fue Alejandro VII, eran hijos de banqueros.
Inocencio X de quien hizo Velázquez el mejor retrato de la historia de la Pintura,
pertenecía a la familia Doria, que eran gente de dinero y de prestigio. Y Maffeo Barberini
que fue Urbano VIII, mandó construir la Columnata y el Baldaquino de San Pedro y de
joven era un buen amigo de Galileo, cuyas teorías casi compartía, aunque al llegar al
Pontificado cambió de parecer y contribuyó no poco a que Galileo se retractara. Él, al
igual que Napoleón muchos años después, tenía por escudo tres abejas de bronce,
símbolo del trabajo.
El Barroco fue sin duda una reacción a las libertades que había traído el
Renacimiento italiano. Era una apuesta por el Arte, las costumbres, las ideas y los
criterios religiosos que hubiese en los prolegómenos del Renacimiento, que se pensaba
habían sido traspasados en exceso por las libertades que el mismo llevó consigo. Por eso
se renegaba un tanto de los Dioses a la vez que todavía se llevaban en el alma. Y por eso
los Papas quisieron regenerar la moral, y al tiempo que construían iglesias pobladas
abundantemente de Ángeles y Santos traspasados de éxtasis, construían a su vez
fuentes donde los Dioses y las Ninfas iban revueltos. El Barroco fue una apuesta que no
acabó de cuajar y que quedó como un modo de ser de gran personalidad y carácter al que
años después la Ilustración desmitificó y pasó al olvido.
Para muchos es un periodo histórico que se estudia y comenta negativamente.
Pero en prueba de su indudable personalidad y de su fuerza como momento histórico,
ahí está la larga relación de los hombres de ese tiempo que fueron de indudable valor en
la Historia de la Humanidad como Pascal, Descartes, Galileo, Newton, Quevedo,
Cervantes, Rembrant, Rubens, Handel o Juan Sebastián Bach. A todos les debemos
muchísimo. Todos con su obra abrieron muchas puertas al futuro, pero fueron barrocos,
porque en todos hay un punto de reacción al Renacimiento.
Los Papas de ese tiempo miraban atrás y querían moralizar las costumbres y
prueba de ello fue su actitud ante teorías como la del Probabilismo surgida por entonces
sobre mediados del siglo XVII.
Para conocer estas teorías es bueno remontarse un poco a los días primeros del
Cristianismo en que las confesiones sacramentales eran públicas en las Iglesias. Es
famosa la célebre confesión pública de San Agustín que hiciera tras su no menos famosa
conversión. San Agustín se convirtió después de oír a uno de los vecinos de su casa decir
a su hijo que leyese un libro que le ofrecía. Él cogió entonces un libro de su madre, Santa
Mónica, que tenía junto a sí. Eran las Cartas de San Pablo, lo abrió y lo primero que leyó
fue la frase del Apóstol en que dice “dejaos de orgías y revestiros de Jesucristo”. San Agustín
desde entonces fue cambiando de mentalidad y en muy poco tiempo se arrepintió de su
vida fuertemente desordenada y pecadora.
Confesiones públicas como la suya no se hacían muchas, por razones que no es
difícil de entender. Por eso en el Concilio de Letran de 1215, la Iglesia decretó que la
confesión sacramental fuese privada y obligatoria para todos los fieles por lo menos una
vez dentro del año, dando totalmente al olvido la confesión pública.
Desde entonces las confesiones en las iglesias fueron masivas y multitudinarias.
La confesión no sólo libraba del pecado, sino que era el modo de acudir al consejero que
orientara y ayudase. Los curas en el confesionario fueron durante mucho tiempo como
los psiquiatras de la sociedad de entonces.
Pero al adaptar la Moral a la vida corriente de los fieles, había muchos casos en
que no era claro saber lo que había que hacer, ni lo que la moral de la Iglesia pedía que se
hiciera. Comenzaron entonces a aparecer libros de moral, en que religiosos, confesores y
teólogos expresaban su opinión con arreglo a su saber y tratando de acomodarse a lo que
la Iglesia declaraba como preceptivo. Estos libros proliferaron entre los fieles y los
confesores, que se servían de ellos como recetarios de Moral. Los autores de estos libros
eran muchas veces hombres de prestigio, como San Francisco de Sales, Obispo de
Ginebra, cuya “Introducción a la Vida Devota” leí yo en mi juventud, o el Padre Francisco
Suárez o el Padre Azpilicueta que tuvo mucho renombre. En otras ocasiones eran
desconocidos que publicaban sus opiniones a veces llenas de buen juicio y amor de Dios,
pero que en otros casos eran ejercicios de fanatismo, de ignorancia o de penosos
escrúpulos.
Había libros que admitían que un hombre no pecaba si, al encontrar a su mujer en
la cama con otro hombre, la mataba. Tampoco era pecado provocar el aborto, si esto se
hacía antes de los tres meses de embarazo. La masturbación, o tomar leche o huevos en
días de ayuno, tampoco era pecado.
Pero en otros libros estas mismas cuestiones y estos mismos casos se prohibían y
se condenaban de manera total. Al amparo de esta confusión surgieron algunas sectas,
como la de los Iluminados de Llerena, en que ni los fieles ni los religiosos pecaban cuando
practicaban el sexo, porque cuando eso hacían estaban más cerca de Dios. El Padre
Chamizo cohabitó así con más de 20 monjas y tanto él como sus seguidores dieron con
sus huesos en las cárceles de la Inquisición que acabó con la secta en el reinado de Felipe
IV.
Fue por entonces cuando surgió el Probabilismo. Según sus teorías, si un hombre
al analizar su conducta se encontraba con dos opciones para elegir y no había posibilidad
de saber cual de las dos opciones era la mejor, ese hombre obraba bien si elegía la opción
que más le conviniese o gustase de las dos. Descartes apoyaba esta teoría y afirmaba que al
no poder tener la misma certeza ante las realidades morales que ante las realidades físicas,
lo aconsejable era elegir lo que más conviniera. Pero Pascal, que también tomó cartas en
este debate, afirmaba que cuando se tenían dudas sobre cual de dos opciones diferentes
era la más concorde con la voluntad de Dios, no podíamos ejercer nuestra libertad de
elegir hasta que no estuviésemos seguros de donde estaba la Verdad.
Pascal al condenar el Probabilismo dio una muestra del carácter reaccionario del
pensamiento barroco. Y los dominicos que siempre fueron guardianes de la Moral de la
Iglesia y siempre tuvieron mucho peso en las decisiones de la misma, lo condenaron
también en un Capitulo de la Orden que celebraron en Roma en 1656.
Poco después los Jesuitas que fueron defensores del Probabilismo, dejaron de
defenderlo. Y el Padre Tirso González que fue Superior de la Compañía, lo condenó y
abogó por un mayor rigorismo en cuestiones de moral. Al final el Papa Alejandro VII lo
condenó oficialmente a finales del siglo XVII.
El resultado de todo ello fue que las confesiones de los fieles en las iglesias, durante
todo el siglo XVIII, disminuyeron muy sensiblemente. En Roma se dieron cuenta de ello
y se adoptaron medidas que poco a poco suavizaran el rigor a que se llegase con la
condena del Probabilismo. (En esto hizo una buena labor San Alfonso María Ligorio).
Pero nunca más las confesiones de los fieles en los templos fueron como antaño,
numerosas y masivas de modo normal.
El Barroco lleno de belleza desapareció como todo lo que mira hacia atrás. Pero
han quedado sus Iglesias, sus pinturas y sus impresionantes estatuas.
Y los Papas siguieron durante años y años mirando hacia atrás, como una
querencia, como una nostalgia o como un temor a alejarse de un pasado grandioso, hasta
que, como una extraordinaria excepción en todo un largo periodo de tres siglos, surgió,
en 1958, Juan XXIII como el único Pontífice que ha mirado hacia delante sin abandonar
por ello nada del pasado que fuese esencial. El Papa Roncalli era un hombre bueno e
inteligente, con gran sentido del humor que es condición de la inteligencia. Sobre esto se
cuentan numerosas anécdotas. Se dice que en cierta ocasión decidió subir el sueldo a los
jardineros del Vaticano porque ganaban muy poco. Y como alguien le insinuara que ello
no gustaría a los Cardenales porque la situación económica no era buena, dijo que el
tenía una fácil solución para aquel problema, que consistía en bajar el sueldo a los
Cardenales. Y así lo hizo.
Insistió en que el Concilio Vaticano II admitiese la libertad religiosa como
derecho de los hombres a tener la Religión que su conciencia les exigiera, aunque no
fuese la Religión Católica, sin que por ello fueran condenados, ni marginados. Prohibió
la marginación y la condena de los Judíos. Jamás pensó, según él decía, hablar ex -cátedra
como modo de que su opinión nunca tuviera la condición de verdad indiscutible.
Siempre habló de que no condenaba, ni pensaba condenar a nadie, porque no le gustaba
condenar, ni creía bueno condenar. Y sobre todo siempre insistió en que “Había que
adaptar la Iglesia a los signos de los tiempos”. Siempre, en su corto pontificado de sólo cuatro
años, insistió en esa idea. Y cuando salía a la calle que era con frecuencia, hablaba con los
niños, con obreros, con turistas, con carabinieri y con jóvenes y viejos. Y no llevaba
fotógrafos. Fue un hombre impresionante. Miraba siempre hacia delante más que hacia
atrás.
Y hoy, pienso yo, que su mensaje todavía es necesario y que cuanto más nos
alejemos del mismo, peor andaremos todos dentro de la Iglesia de Roma.
21

UN POEMA DE CERNUDA
UN POEMA DE CERNUDA

H ablando alguna vez con los amigos, me dijeron que tras leer mis libros no
habían visto en ellos nada que a la Poesía hiciera referencia. Yo les dí la razón y
les dije que algo diría sobre el tema aunque fuese poco. Y tras pensarlo bien he
decidido referirme al comentario de Platón sobre los poetas, que es este: “Los poetas
cuando dicen lo que piensan, no son ellos los que nos hablan, sino los Dioses que hablan
por su boca”. Creo que eso es así, y con referir un poema que sea bueno, se puede llegar a
que esto se comprenda. El poema de Luis Cernuda sobre la Luz puede servirnos para
ello y para cerrar este libro. Ese poema dice así:
“Si algo puede atestiguar en esta tierra la existencia de un poder divino es la Luz; y un instinto
remoto lleva al hombre a reconocer por ello esa divinidad posible, aunque el fundamental sosiego que la
luz difunde traiga consigo angustia fundamental equivalente, ya que en definitiva la muerte aparece
entonces como la privación de la Luz.
Mas siendo Dios la Luz, el conocimiento imperfecto de ella que a través del cuerpo obtiene el
espíritu en esta vida ¿no ha de perfeccionarse en Dios a través de la muerte? Como los objetos puestos al
fuego se consumen transformándose en llama ellos mismos, así el cuerpo en la muerte para transformarse
en luz e incorporarse a la Luz que es Dios donde no habrá ya alteración de la luz y sombra, sino luz total
e infalible”.
Se acabó de imprimir
LOS CAMINOS DE ZORBA
de
JUAN MARTÍNEZ ORTEGA
el día 24 de Junio
del
Año de
Nuestro Señor Jesucristo de 2004
por el impresor
Patricio Almirón Jiménez
***
Laus Deo

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