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Esta fue la pregunta que un día se hizo David (1 Cr. 17:16). Revelaba mucho
más de lo que a primera vista podía parecer. No era un simple reconocimiento
de pequeñez o indignidad ante la grandeza de la gracia de Dios -que lo era-.
En el fondo entraña un enfrentamiento con la propia identidad de cada ser
humano.
¿Quién y qué soy yo? - Un hijo de Dios rescatado del pecado y la condenación
para servirle en la expansión de su Reino. No puede haber mayor privilegio. Ni
mayor bendición.
José M. Martínez
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incoherentes.
Muy pronto te das cuenta que hay una disociación entre lo que crees ser y lo
que otros piensan que eres. Así, surge la necesidad de ajustar ambas
imágenes, cediendo del ser al parecer ser, o bien, buscando imponer a los
demás claramente lo que crees ser.
También te darás cuenta de que esa imagen que proyectas está grandemente
determinada por tu cuerpo, a veces muy a tu pesar. Como que te dan ganas de
que haber tenido otro cuerpo, más afín a como tú crees que eres. Y tratas de
introducir en tu cuerpo las modificaciones (aunque sea disfrazándolo)
necesarias para alcanzar tu objeto.
LO QUE DIOS SABE QUE ERES Y QUE PODRÁS SER POR MEDIO DE CRISTO
Ante Dios y para Dios eres realmente lo que eres. No caben aquí falsificaciones
ni hipocresías, no hay imágenes impostadas. Nada aquí es aparente; todo es
real.
¿Y qué eres para Dios? Como ya has sido alcanzado por la luz de Dios, sabes
perfectamente quién eres, porque Dios te lo ha mostrado por su Palabra. Tú
eres un pecador, ni mejor ni peor que todos los hombres. Eres hijo de Adán, y
como tal, estás destinado a la condenación. No hay mérito en ti; eres un
pecador perdido. ¿Quién podrá salvarte? Tú sabes que en ti no mora el bien,
que todo tu ser está inclinado al pecado. ¡Oh, qué oscuro panorama, qué
desoladora realidad!
Pero eso no es todo. Dios sabe que tú has recibido a Jesucristo en el corazón.
Que, reconociendo tu irreparable pecaminosidad, te has acogido a la gracia de
Dios en Cristo Jesús. Entonces, ahora, la justicia de Jesucristo viene a ser tuya
por la fe. Y Dios ya no te ve en ti mismo, bajo condenación eterna, sino en la
bendita posición de hijo de Dios, salvo para siempre.
Así que, en ti hay una doble realidad. Hay algo que todavía conservas de tu
antigua estirpe: tu alma con inclinaciones al mal, y tu cuerpo de humillación,
que muestra las flaquezas de la destitución anterior. Pero también llevas
mucho de la nueva creación: Un nuevo corazón, un espíritu nuevo dentro de ti,
y el mismo Espíritu de Dios, que habita en él. De manera que eres, por un lado,
un vaso de barro, frágil; pero, por otro, eres un magnífico tesoro dentro de ese
vaso.
Esto es lo que eres hoy para Dios. Sin embargo, hay algo más. Hay algo que tú
puedes llegar a ser por medio de Cristo. ¿Qué es? Dios desea que tú llegues a
ser en todo semejante al Señor Jesús. ¡Qué tremendo objetivo! Para lograrlo,
Dios te trata como un Padre trata a sus hijos, es decir, amándote y
sometiéndote a su disciplina, para que participes de su santidad.
En tanto, el Espíritu Santo hace un doble trabajo en ti. Por un lado, está
restando cosas de ti y, por otro, está agregando la vida y el carácter de Cristo.
¿Cómo lo hace? Él dispone todas las circunstancias de tu vida para que, por
medio de ellas -especialmente por medio de tus sufrimientos- este bendito
carácter de Cristo se vaya plasmando en ti. De modo que, en algún tiempo
más, seas más y más Cristo y menos Adán.