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TIEMPO, DESTRUCCIÓN Y OLVIDO EN LAS FLORES DEL MAL

El Tiempo es el Enemigo. Baudelaire, a través de los poemas “El enemigo” y “El


reloj”, insiste en esta idea, tomándola del imaginario clásico (tempus fugit), pero
enmarcándola en el mundo moderno y personificándola. Es un tiempo que pasa por
nosotros y nos destruye; el ser humano es consciente de esa destrucción, de que no
puede enfrentarse a ella, y se precipita en el spleen; la única solución que encuentra son
el amor (carnal) o los paraísos artificiales (véase la sección “El vino”), porque son los
únicos capaces de llevarnos al benéfico olvido.

El poema “El Enemigo” se inicia con una aseveración directa: ha transcurrido el


tiempo y hoy la juventud es sólo un recuerdo, pero un recuerdo que se ha hecho carne
en el sujeto lírico. Al efectuar un balance de la existencia, define su juventud mediante
una metáfora: "Mi juventud no fue sino una tenebrosa tormenta". Las situaciones
vividas le permiten concluir, en medio de la madurez presente, que no todo fue tan
tormentoso sino que a veces hubo soles centelleantes, pero éstos únicamente sirvieron
para resaltar aún más la crudeza de las situaciones adversas.
El movimiento poético se ofrece entre sutiles contrarios: los soles centelleantes
que aparecían "aquí y allá" interrumpían momentáneamente la oscuridad de la tormenta;
pero los mensajeros de esta misma tormenta, las lluvias y los rayos, causaron tanto daño
que hicieron olvidar el calor y la luz de los fugaces soles, y se llevaron consigo los
frutos del jardín. Las lluvias y los rayos son elementos simbólicos que se refieren a una
nueva faceta de la destrucción y que nos conducen a la contemplación de lo que ha
quedado: los pocos frutos bermejos del jardín. Este nuevo elemento, el jardín, también
aparece como símbolo de la juventud. La juventud se recrea como una jardín cultivado
con esmero, pero al observar los frutos bermejos alcanzados sólo puede comprobarse
que son pocos.
El sujeto lírico agrega que ha llegado a una determinada madurez intelectual y
juzga que éste es el momento de reconsiderar lo realizado hasta el presente. Las palas y
los rastrillos serán los instrumentos, y la tarea de reagrupación comenzará. Éste es el
verdadero sentido de la existencia romántica: nunca rendirse ante el fracaso, continuar
en la lucha y volver a empezar tantas veces como sea necesario. Las tierras inundadas,
donde las aguas cavan sus pozos como tumbas, constituyen el territorio donde actuará el
personaje romántico. El sujeto lírico conoce perfectamente la desolación y aridez de su
microcosmos pero no se arredra; aun así quiere iniciar la dura acción.
Encontramos una serie términos que aluden a la desolación romántica ante la
muerte: el otoño de la existencia, cuando el hombre sólo espera y teme; las tierras
inundadas como símbolo inhóspito y muy amargo; el agua que bien puede dar la vida
como quitarla; las tumbas, que son desolación nostálgica y abandono total. En fin, el
conjunto integrado por estos conceptos constituye el recuerdo de una existencia ya
transcurrida.
En el primer terceto del soneto aparece un término fundamental y definitorio en el
desarrollo conceptual y que ahora se reviste de un carácter dubitativo. El sujeto lírico ha
soñado con flores nuevas que adornen y alegren la desolación de su jardín, pero lo que
desconoce es si esas flores podrán triunfar en el inhóspito sitio al que todo ha quedado
reducido. Ha soñado con un mundo mejor, pero tiene miedo por el inmenso abismo que
existe entre la realidad y la actividad onírica. Sólo flores vigorosas podrán ocupar el
lugar vacío, pero ¿contarán con el alimento necesario para lograr ese vigor? Sólo el
tiempo podrá señalar el alcance de estos sucesos, y mientras esto ocurre lo único que
puede apoyar al poeta romántico es la esperanza que se sustenta tan sólo en un sueño.
Define al segundo terceto el carácter admirativo. Se inicia con dos vocativos
repetidos en sucesión temática: "¡Oh, dolor! ¡Oh, dolor!" Es ésta una profunda reflexión
sobre el dolor de los otros y fundamentalmente sobre el dolor propio. Surge como un
grito en medio del poema al que sigue la meditación: "El Tiempo devora la vida". Ese
"Tiempo" escrito con mayúscula inicial y personificado en su rasgo trascendente de
devorador de instantes, es el que aparece vigoroso y cruel. Las dimensiones temporales
pasado, presente y futuro parecen señalar que el presente no existe sino que se va
consumiendo minuto a minuto. El tiempo es una realidad escurridiza inventada por el
hombre para medir los momentos de su desazón.
En el penúltimo verso aparece por fin la imagen de "el oscuro Enemigo". El papel
que éste cumple se parece al que el sujeto lírico adjudicaba al Tiempo. El oscuro
Enemigo roe el corazón. Es necesario comparar la fuerza expresiva del verbo roer, que
en el contexto del soneto viene a sustituir a la expresión comer, atribuida al Tiempo.
Los verbos "devora", "roe" y los dos sujetos que cumplen estas funciones resultan
identificados por la respectiva personificación: el Tiempo y el Enemigo. Este último, a
manera de un horrible animal, crece y se fortifica con la sangre que nosotros perdemos.
(Tomado de Luis Quintana Tejera, “El soneto en Baudelaire”, en
http://www.ucm.es/info/especulo/numero16/baudel.html)
Ideas semejantes encontramos en “El reloj”, último poema, no sin razón, de
“Spleen e Ideal”; en él, el reloj es un “siniestro dios” que nos va hiriendo con cada
segundo que pasa, con un Tiempo que nos chupa la vida, pues siempre nos lleva a la
muerte; únicamente, el reloj nos va avisando y nos incita a aprovechar lo que podamos
de cada segundo, incitándonos a ser conscientes (“Remember! Esto memor!”), que nos
conduce a un fúnebre y nada epicúreo collige, virgo, rosas. Trabajando con la tradición,
Baudelaire la actualiza a través de una serie de metáforas diferentes: el tiempo como
insecto (animal devorador, como en “El enemigo”), la voz metálica (las campanadas) o
la personificación del tiempo como un jugador que siempre vence.
Otra forma del tiempo que aparece en Las flores del mal es la de la instantaneidad,
es decir, la captación del instante en la vida moderna de la gran ciudad; es el tema que
encontramos en “A una transeúnte”, de “Cuadros parisinos”. Hay que recordar que
Baudelaire vive en una época en la que causa sensación la fotografía como el arte de lo
instantáneo. De alguna manera, el poema es la reflexión sobre un momento de
instantaneidad, pero el poeta trasciende ese “momento” a través de la imaginación,
pasando del instante a la eternidad de las posibilidades. El poeta urbano ya no puede
aspirar a captar la eternidad de los sentimientos, sino sólo lo efímero (y el arte moderno
tenderá a ello). En el poema “A una transeúnte” encontramos como tema fundamental el
tiempo y su fugacidad. Baudelaire localiza su poema en una ciudad reflejo de la
sociedad moderna. En esta ciudad moderna el tiempo es un bien escaso y la gente vive
tan preocupada por él que llega a olvidar otros aspectos importantes de su vida. De este
modo la sociedad industrializada sustituye al modelo de individuo anterior por un
modelo maquinizado. En esta ciudad, supuesto punto de interacción humana se evita el
contacto y aunque no fuese así este se vería reducido a un instante.
En medio del caos de la ciudad encontramos a una mujer que capta por completo
la atención del poeta. Se da una descripción de ella como una mujer bella de la cual el
poeta queda enamorado al momento. En este aspecto encontramos la importancia de lo
instantáneo en medio del caos. El enamoramiento ocurre en un breve momento como
dice en el poema: “Un relámpago…”. Pero este amor se ve reducido al intercambio de
miradas con la transeúnte ya que una vez que esta pase no volverá a verla. Este amor
efímero del poeta produce su frustración ya que se ve incapaz de conseguir prolongar
este sentimiento. La preocupación por lo efímero de esta relación la podemos relacionar
con la aparición de la fotografía que es capaz de captar un momento y hacerlo duradero.
El hombre sometido al Tiempo está condenado a la destrucción, que lo rodea y
flota junto a él, adoptando la forma femenina, de una mujer carnal que lo condena al
paso del tiempo y lo arrastra al hastío, ese spleen omnipresente, que le hace perder toda
esperanza, deshaciéndolo, extenuándolo y causándole la pérdida del gusto por el placer,
que es lo único que le puede provocar el olvido. La destrucción llega con el tiempo
devorador, como un alud de nieve, que nos aplasta por acumulación (de los segundos,
minutos, horas...) y nos arrastra en su caída (metáfora por “condena”).
Lo único que puede hacer más llevadera una vida en que el tiempo nos lleva a la
destrucción es el olvido, sea a través de los paraísos artificiales (drogas y alcohol), sea a
través del amor, instrumento fundamental en los poemas “El Leteo” y “Franciscae
meae Laudes” (“Alabanzas a mi querida Françoise”). En ellos, sólo el amor (carnal en
el primero y espiritual el segundo) puede redimir al hombre, arrojando el olvido
benefactor sobre el mal y el pecado. La aproximación estética en estos poemas atestigua
la riqueza del olvido, capaz de suavizar los sufrimientos y traer, por el éxtasis amoroso
o poético, la paz al cuerpo o al alma. En “Spleen” encontraremos una figura de dandi,
que marca distancias con su actitud ascética que lo reduce a la soledad absoluta y la
apatía, otra forma de olvido (de uno mismo), pues por las avenas de este personaje corre
“en lugar de sangre, el agua verde del Leteo”.

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