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Asimetría: Parte II
Los prejuicios son un lastre. Es difícil saber en que etapa de la vida tiene uno
más prejuicios, en la juventud o en la vejez. Imagino que si uno ha sacado
partido de la experiencia acepta con mayor determinación lo que puede traer lo
desconocido. Por otro lado si en un esfuerzo ímprobo uno es capaz de
rebelarse a la soberbia de la juventud indudablemente será capaz de
experimentar lo que solo otros vivencian tras años de desencuentros consigo
mismos.
Adolfo fue en mi vida un extraño ser cargado de sabiduría. Esa carga no le
hacía mayor y ser mayor no era tampoco una carga para él. Yo tuve el
privilegio de observar lo que se escondía tras esos ojos azules. Mi primer
peldaño fue aceptar su compañía. Mi segundo peldaño fue buscarla. Recuerdo
con nostalgia las tardes hablando de Nietsze y de Tolstoi. Poco a poco las
capas de Adolfo iban cayendo hasta mostrarse como era en realidad, alegre
como un niño y brillante como un genio. Sin embargo tras la sombra de sus
seis décadas también se ocultaba la soledad de un ser vagabundo.
Pasaron los meses y aquel tímido intercambio de ideas se convirtió en un
vínculo difícil de olvidar, de romper e imposible de sustituir. Siempre que podía
acudía a él y él se mostraba feliz de mi presencia.
Durante mi infancia me obsesionaba el tiempo. Me daba miedo no disponer del
suficiente para hacer todo aquello que planeara en el futuro e ideaba
mecanismos que me permitieran saber que era lo que deseaba. De ese modo
podía ponerme a buscarlo cuanto antes y no al final de mis días. Al tiempo
descubrí que lo terrible no era no tener tiempo sino no coincidir con aquel que
pudiera hacerte feliz en el mismo tiempo y época. Si hubiera nacido a la vez
que Adolfo o Adolfo a la vez que yo quizás y solo quizás hubiera evitado que se
convirtiera en el solitario incurable en que lo hizo. Quizás entonces hubiera
podido amarme como yo le amé a él.
El penúltimo paso fue darme cuenta. El último paso fue resignarme. Tras esto
le di a Adolfo mis dos regalos de despedida.