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Asimetría: Parte I

En mi vida he sentido muchos tipos de lujuria, pero aquella tarde sentí la


culminación de un nuevo tipo. Hay quien dice que nada empieza o muere en un
momento dado, sino que todo es un ciclo continuo, ya sea éste visible o no
para el que observa. Si esto es así, entonces este nuevo tipo de lujuria estuvo
durmiendo desde mi nacimiento y empezó a aflorar desde ese pozo oscuro una
tarde de Junio hasta que llegó un momento en el ya no lo pude contener. Mi
libido se convirtió en un riachuelo desbordado por las lluvias de otoño.
Mónica había estado viniendo desde hacía varios meses a mi librería. Es un
pequeño establecimiento ¿Sabe? No es como la FNAC, llena de libros, amplios
pasillos y gente. La mía es una librería solitaria para solitarios, oscura como
esa noche que vive en los que viven consigo mismos y aunque compartan pan
con un hermano o lecho con una hermosa y oronda mujer a la que siempre
adoraron, sienten el mundo como algo ajeno, un familiar al que hay que
soportar porque está de visita. En realidad esa librería es un monumento a mi
padre y a mí que hemos vivido de forma parecida.
Ella entró la primera vez por casualidad buscando un libro de Baudelaire. Ni
siquiera recuerdo cual era y yo siempre recuerdo los libros que busca la gente.
En realidad, si le soy sincero recuerdo a la gente por los libros que busca. Si,
si, ya se lo que estará pensando… Que los que no buscan ningún libro no
tienen cabida en mi mundo y ¿Sabe que? Que quizás tenga razón. Pero ese no
era el caso de Mónica. No recuerdo el libro que buscaba porque estaba
dominado por la visión de sus labios. Eran unos labios dulces y carnosos.
Daban ganas de morderlos y sabía que de ser así encontraría que por dentro
eran, sin embargo, duros y resistentes como una rodaja de piña blanda en su
zona externa y dura según nos acercamos al centro.
Al día siguiente volvió en busca de un libro de Edgar Allan Poe, “Tamerlane
and other Poems”. Yo adiviné el autor antes de que ella me lo dijera. Ella
sorprendida, me preguntó como era que lo conocía y comenzamos a hablar de
la dictadura y de cómo conseguíamos los libros mi padre y yo en aquel
entonces. Después le enseñé los sótanos que utilizamos de almacén y que mi
padre empleó para guardar incunables y libros prohibidos durante la dictadura.
A partir de aquel día ella volvía regularmente y siempre se quedaba un rato.
Algunas veces perdíamos la noción del tiempo y se hacía la hora de cerrar. En
muchas de esas ocasiones cerraba y continuábamos nuestra conversación.
Era muy agradable hablar con ella pero cuando estábamos juntos no podía
evitar sentir una quemazón por dentro, un fuego que no encontraba forma de
apagar. Ese fuego no había ido apareciendo poco a poco, solo se había
transformado. El día que la conocí había sido repentino y voraz, muy
combustible. Poco a poco este fuego se había hecho lento en su propagación.
Era un fuego que se deleitaba avanzando poco a poco y sin embargo imposible
de apagar. El cuerpo de Mónica era una piedra cayendo en un lago. Ese lago
era mi mente y aún cuando nos habíamos separado el eco de su cuerpo
reverberaba en mis pensamientos. Las tardes que no me visitaba rememoraba
el aspecto que tenía las últimas veces que nos habíamos visto y muchas
noches no podía evitar soñar que le quitaba la ropa y con ternura hacíamos el
amor.
Aquella tarde en que todo terminó estábamos en los sótanos de la librería
hablando sobre Descartes y tomando unos vasitos de vino. Yo tenía allí una
mesa de roble y unas sillas donde hacíamos reuniones en los setenta para leer
poesía. Ella había terminado el último curso de filología inglesa y quería
celebrarlo conmigo. Yo le dije que fuera con sus amigos pero ella me replicó
que yo era uno de ellos y además me dijo por teléfono, antes de acercarse, que
tenía dos regalos para mí. Yo, la verdad es que no recalé en que el vino era
solo uno de ellos ya que traía dos botellas. Cuando teníamos la primera botella
por la mitad puso su mano sobre la mía y se me quedó mirando fijamente. Yo
me quedé inmóvil y me ruboricé pues nunca la había mirado así de cerca.
Recuerdo que olía su perfume y quizás fueran imaginaciones mías pero sentí
que hasta podía percibir su olor corporal, ese olor físico que no es producto de
la suciedad ni del ejercicio sino del propio ser, ese olor que nos hace únicos.
Así, lentamente, con total naturalidad ella acercó sus labios a los míos.
Entonces todo lo que había imaginado era poco para describir el sabor de su
boca. Cuando nos despojamos de la ropa e hicimos el amor fue como si el
sexo como concepto fuera derruido y recontruido de nuevo como una
estructura perfecta. Pero solo perfecta en esa confluencia de factores: tiempo,
espacio y por supuesto nosotros dos como parte de esa idea.
Cuando todo terminó lo hizo por completo y nunca volví a verla.

Asimetría: Parte II

Los prejuicios son un lastre. Es difícil saber en que etapa de la vida tiene uno
más prejuicios, en la juventud o en la vejez. Imagino que si uno ha sacado
partido de la experiencia acepta con mayor determinación lo que puede traer lo
desconocido. Por otro lado si en un esfuerzo ímprobo uno es capaz de
rebelarse a la soberbia de la juventud indudablemente será capaz de
experimentar lo que solo otros vivencian tras años de desencuentros consigo
mismos.
Adolfo fue en mi vida un extraño ser cargado de sabiduría. Esa carga no le
hacía mayor y ser mayor no era tampoco una carga para él. Yo tuve el
privilegio de observar lo que se escondía tras esos ojos azules. Mi primer
peldaño fue aceptar su compañía. Mi segundo peldaño fue buscarla. Recuerdo
con nostalgia las tardes hablando de Nietsze y de Tolstoi. Poco a poco las
capas de Adolfo iban cayendo hasta mostrarse como era en realidad, alegre
como un niño y brillante como un genio. Sin embargo tras la sombra de sus
seis décadas también se ocultaba la soledad de un ser vagabundo.
Pasaron los meses y aquel tímido intercambio de ideas se convirtió en un
vínculo difícil de olvidar, de romper e imposible de sustituir. Siempre que podía
acudía a él y él se mostraba feliz de mi presencia.
Durante mi infancia me obsesionaba el tiempo. Me daba miedo no disponer del
suficiente para hacer todo aquello que planeara en el futuro e ideaba
mecanismos que me permitieran saber que era lo que deseaba. De ese modo
podía ponerme a buscarlo cuanto antes y no al final de mis días. Al tiempo
descubrí que lo terrible no era no tener tiempo sino no coincidir con aquel que
pudiera hacerte feliz en el mismo tiempo y época. Si hubiera nacido a la vez
que Adolfo o Adolfo a la vez que yo quizás y solo quizás hubiera evitado que se
convirtiera en el solitario incurable en que lo hizo. Quizás entonces hubiera
podido amarme como yo le amé a él.
El penúltimo paso fue darme cuenta. El último paso fue resignarme. Tras esto
le di a Adolfo mis dos regalos de despedida.

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