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Mi mujer regresa del correo con el pelo estilo monja de clausura pero
como yo acabo de estar con la chica del video chateando como un perro
en celo, le digo que está muy bien, me gusta su pelo nuevo, sobre todo
por el tiempo libre que supuso para mí su peluquería. Ella deja sobres y
bolsas sobre la mesa y dice te vas a quedar ciego (como si lo supiera) de
tanto ordenador. ¿Alguna novedad? Qué pasa, qué pensás, ¿recibiste
algún correo?
Ella sugiere que para descansar mejor apagar el ordenador y cerrar las
ventanas, todas: las de Windows y las nuestras.
La otra vez se apareció en el baño cuando la ilustración que se toca con
una flor entre las piernas y yo, estábamos en plena película, ella
imaginada y yo tan real que pensé que nos conocíamos de verdad. En el
momento que mis espermatozoides se estrellaban contra la bañera,
derramándose porque sobraban, abre la puerta mi mujer con su habitual
sentido de la organización anunciando que la lista del supermercado está
sobre la mesada de la cocina. En pleno desvanecimiento del paraíso
invisible, cuando la ilustrada masturbadora desaparecía y a mí me
temblaban las piernas de placer, abrió la cortina (tendríamos que
cambiar la cortina del baño) y me preguntó con quién hablaba, había
oído voces o gemidos. Me parece que vos te estás volviendo viejo y
hablás solo. Qué decís Carmen, por favor, cerrá que se va el calor.
Carmen, amor, me estoy bañando le dije con tono de empresario serio,
hombre de misa, intachable padre de familia. Pero yo escuché como un
grito, algo, insistía ella con tono de fiscal. Algo más dijo y salió. Yo quedé
vacío de esperma, enjabonado y recordando a mi jefe que aparece
siempre después de mis viajes ilustrados, como el castigo del pecador.
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