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LOS CUENTOS DE DANTE CASTRO


CORREO

mailto:casarrda@ec-red.com

Autor peruano poco recomendable para cardiacos, no


sugerible para sentimentales e inelegible para señoras
respetables...
• Premio Casa de las Américas
• Premio Nacional de Educación
• Premio COPE; y otros, otros premios...

A NUESTRO PADRE CREADOR TUPAC AMARU: "De tu inmensa herida, de tu dolor que nadie habría
podido cerrar, se levanta para nosotros la rabia que hervía en tus venas. Hemos de alzarnos ya, padre,
hermano nuestro, mi Dios Serpiente. Ya no le tenemos miedo al rayo de pólvora de los señores, a las balas
y la metralla, ya no les tememos tanto. ¡Somos todavía! Voceando tu nombre, como los ríos crecientes y el
fuego que devora la paja madura, como las multitudes infinitas de las hormigas selváticas, hemos de
lanzarnos, hasta que nuestra tierra sea de veras nuestra tierra y nuestros pueblos nuestros pueblos" (José
María Arguedas)

...¿Y QUIÉN ES DANTE CASTRO?...


ALGUNOS DATOS DEL AUTOR

Dante Castro Arrasco (Callao, 1959) egresó del programa de Derecho de la Pontificia Universidad
Católica y continuó estudios de Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, así como
cursos de postgrado (Literatura) en la Universidad de La Habana.

Ha recibido distinciones en concursos literarios nacionales, entre los que destacan: Premio COPE
(Petroperú, 1987); Premio Inca Garcilaso de la Vega (1988), auspiciado por la Casa de España y la
embajada española en el Perú; Premio César Vallejo, del diario El Comercio (1994); Premio "Cuento de
las mil palabras", revista Caretas, en 1995 y 1997 respectivamente; Premio Nacional de Educación
"Horacio 97", etc.

En 1992 conquistó el Premio Internacional Casa de las Américas. Ese mismo año fue invitado como
ponente al "Encuentro con César Vallejo" celebrado en la ciudad de La Habana, ciudad en la que residió
hasta 1994.

Ha publicado "Otorongo y otros cuentos" (1986); "Parte de Combate" (cuentos, 1991); "Ausente medusa
de cenizas" (poesía, 1991); "Tierra de Pishtacos" (La Habana, 1993, cuentos); "Cuando hablan los
muertos" (cuentos, 1998) y una segunda edición limeña de "Tierra de Pishtacos" en 1999.
Actualmente sus narraciones son publicadas en revistas y antologías especializadas.

ALGUNOS COMENTARIOS

“Es rarísimo encontrar un escritor que reuna, en un solo libro, tantas cosas: estilo, oficio, conocimiento
de la vida, de su pueblo, del mundo. Sensibilidad, protesta, amor. Nada falta y todo está bien dicho desde
lo hondo, desde la esencia de la verdad humana” Aída Marcuse (Uruguay)

“La redondez de estos cuentos, su lenguaje en el cual retumban los ecos de otras lenguas que lo
enriquecen, lo cambian, lo ensanchan, fue mi primer descubrimiento. Cuentos de la selva, del monte o de
la ciudad donde el autor interrelaciona tiempos y espacios, tradiciones inmemoriales y nuevos mitos
aterradores, sabidurías ancestrales y la más ingobernable sin razón. Una forma de narrar que logra, a
través de un estilo que busca y consigue la sencillez, la dramatización máxima dejándola surgir de un
montaje acumulativo que hace subir en picada el clímax del cuento” Alessandra Riccio (Italia)

"Todos los cuentos de Dante Castro son de un realismo trabajado en los que se entremezcla la realidad
con la fantasía que vive en cada uno de nosotros, como los fantasmas que llevamos dentro y que aparecen
personificados en el otro. Sus personajes son seres de carne y hueso que, cuando él quiere y con esa
maestría que tempranamente ha adquirido, también son fantasmas que nos arrebatan el corazón". Marco
Martos (Perú)

"Entre los narradores jóvenes, Castro Arrasco sobresale por el conocimiento integral que posee de las tres
grandes regiones del Perú: selva, sierra y costa. En Otorongo, los relatos pares están ambientados en la
selva, y los impares en la costa chalaca (el primero y el tercero) o en la sierra convulsionada por
enfrentamientos guerrilleros del pasado -entre caceristas, iglesistas y pierolistas- (el quinto) o por la
subversión de los últimos años (el séptimo). Las creencias real-maravillosas y la tradición oral, con una
hábil recreación del humor de los narradores del pueblo, campean en las páginas amazónicas. En cambio,
los conflictos familiares y sentimentales, cargados de alienación psicológica y aliento sublevante contra los
lazos opresivos a nivel personal, alimentan los textos chalacos; mientras que la dimensión política e
ideológica, vista a una escala extensiva a la sociedad peruana, constituye el meollo de las historias andinas.
La alternancia en Parte de combate y Tierra de pishtacos es entre los relatos que abordan la guerra sucia de
la vorágine subversiva y anti-subversiva desatada en 1980, y relatos que prosiguen la ambientación
amazónica con los rasgos presentados en Otorongo, pero aquí con mayor eficacia artística y maduración
expresiva. (...) Como denominador común señalaríamos la violencia (contra fieras amazónicas, contra
familiares perversos con sus propios descendientes, y contra el orden socio-político injusto) y el culto al
coraje, en una especie de ética "heroica" que nos recuerda a Hemingway y Ciro Alegría (familiarizado éste
con la selva, la costa y, no se diga, la sierra). Buena muestra de ello es Ñakay Pacha (El tiempo del dolor),
una de las primeras narraciones de calidad sobre la guerra sucia que tanto ha enlutado al Perú. Ricardo
Gonzáles Vigil (Perú)

DANTE CASTRO Y LOS MUERTOS (Por: Winston Orrillo)

¡Qué buen narrador es Dante Castro! ¡Qué bien maneja la prosa, el suspenso, la configuración de sus
personajes, la tensión dramática de sus historias!

En todos sus libros hay una maduración, un ascenso, un dominio progresivo de los mecanismos del
oficio. Desde Otorongo y otros cuentos (Lima, Lluvia Editores, 1986); Parte de Combate (Lima, Editorial
Manguaré, 1991); Ausente Medusa de Cenizas (misma editorial, mismo año); Tierra de Pishtacos (La
Habana, Editorial de la Casa de las Américas, obra ganadora del Premio Internacional de Cuento); hasta
llegar al presente, Cuando hablan los muertos, Premio Nacional de Educación “Horacio 1997”, Ediciones
de la Derrama Magisterial , 1998.

No obstante ser un autor galardonado en concursos literarios nacionales, y en el internacional de la Patria


de Martí, Dante no es un autor que pueda considerarse como integrante del “boom” de la joven narrativa
peruana: y la causa es que, la suya, es una obra que se adentra en la dilacerada urdimbre de nuestro tiempo
y, de allí, saca personajes y situaciones que no tienen nada que hacer con eso que parece el planteamiento
predominante en los autores de la llamada postmodernidad, casi todos ahítos de una condición light que
hallamos no sólo feble sino absolutamente descartable (el adalid, por cierto, sería el Jaimito que todos
conocen).

La literatura de Dante Castro hunde su escalpelo en los cangilones de nuestro tiempo oscuro y fúlgido, y
de allí nos entrega protagonistas que, a veces, como en el caso de “Rencor hiere menos que el olvido”,
cobran una dimensión de pequeña tragedia griega que, por cierto, no es ajena a la belleza estremecida y
estremecedora de una prosa que -reconocemos- tiene la poesía como un punto de partida y arribo. Cuentos
como “Última guagua en La Habana”, verbi gratia, nos entregan el ingenio y la picardía de un autor joven
y plenamente dueño de sus facultades expresivas.

Uno de los aspectos que más nos llamó la atención en el presente volumen fue, precisamente, la
versatilidad de su autor para tratar temas geográficamente disímiles (situaciones en el Perú y en Cuba, para
comenzar), y el correcto dominio del lenguaje empleado en cada uno de los casos (lenguaje andino,
costeño, selvático, habanero...).

Pero no creo equivocarme si afirmo que nuestro autor se siente “como pez en el agua”, cuando aborda la
temática popular: la suya es la voz de los de abajo, pero tratada con una dignidad por todo lo alto.

Pues el problema es cuando algunos creen que tratar temas de abajo implica el descuido del oficio, la
precariedad de éste, y que sólo basta una buena anécdota para pergeñar un atinado relato: ¡craso error!

Dante parte de abajo para llegar muy alto con una literatura que dignifica al hombre, o mejor dicho, que
rescata la dignidad de éste, su inmensa, desconocida poesía, y nos sitúa frente a seres humanos que son, de
algún modo, paradigmas de aquella criatura que permanecía oculta tras los velos del olvido, entre la
parafernalia de lo populachero y deformante, ad usum.

Todo esto es lo que lo ha hecho acreedor a distinciones en certámenes como Premio Cope
(PETROPERÚ 1987); Premio Inca Garcilaso de la Vega, auspiciado por la Casa de España y la embajada
española en el Perú; Premio César Vallejo, del diario EL COMERCIO, 1994; y premio “El cuento de las
mil palabras”, de la revista CARETAS 1995; aparte del ya mencionado Premio Nacional de Educación, de
la Derrama Magisterial, que es la que ha publicado el presente volumen. Winston Orrillo (Perú)

CUENTOS
LA GUERRA DEL ARCÁNGEL SAN GABRIEL

Nadie me puede responder qué mal es el peor. Y cada vez que pido
respuestas me dicen que en esta comunidad yo estoy para responder y el resto
para preguntar. Total, para eso soy el profesor. Así dicen. Sin embargo, a la
hora de decidir por el bien de la comunidad, con las justas si me hacen caso y
hasta se ríen de lo que puedo sugerir. Yo pregunto si la presencia de los
«cumpas» es buena o mala y me dicen: «¿Cómo preguntando usted, pues?... Pa'
eso es instruido, ¿no?» Y se ríen todos desmuelados, como haciéndome cojudo.
Peor si los notables están borrachos: «jorobado, curcuncho», se burlan de mi
triste aspecto sin considerar que yo les enseño a sus hijos. Y es que Dios me
puso esta maldita montaña para que la cargara sobre mis espaldas por algún
pecado del cual no me acuerdo. Duele bajo el poncho en las noches de heladas y
me avergüenza en el verano cuando hay que descubrirse. Y no me responderían
tampoco si les preguntara sobre esto, como tampoco me responden cuando les
pregunto qué mal es el peor.
Todo Yuraccancha se comporta como si el futuro se lo hubieran comprado.
Si los Sinchis vienen les damos su pachamanca, chichita de jora, aguardiente y
hasta pisco de tuna. Cantamos el himno nacional, sacamos la bandera del
colegio y la lucimos en la placita de armas. Si vienen los «Cumpas», sacamos la
bandera con la hoz y el martillo, cantamos «salvo el poder todo es ilusión» o
«por montañas y praderas», y seguimos viviendo al margen de la guerra sin
habernos alejado de ella.

Yuraccancha sabe vivir, tiene un mensaje diferente para cada persona que se
acerca por estos pagos y eso lo aprendimos de tanto comerciar con la caña.
Nuestro cañazo es el mejor y por eso el resto de comunidades de la provincia
hasta nos regalan hembras. Don César Huamaní, alcalde, Alejandro Lucero,
teniente-gobernador, Lauro Choque, teniente-alcalde, y otros notables se hacen
buenos billetes con el alcohol. Ahora también con los alimentos que envía
Defensa Civil. ¡Semejantes sinvergüenzas! Y cuando vienen de Lima los
periodistas, ellos lloriquean y moquean en quechua suplicando más ayuda.

Pero Yuraccancha no podía seguir siendo de dos bandos sin optar por nin-
guno. Se acordarían de mis preguntas tan despreciadas por estos indios
cazurros, cuando los «cumpas» empezaron a presionar. Primero exigieron que
parte de las cosechas se destinaran para alimentar a los que estaban combatiendo
en las alturas. No era mucho lo que pedían, entonces todos aceptaron felices,
bebieron y bailaron con ellos al igual que hacían con los Sinchis en las contadas
ocasiones que venían. Después exigieron una cuota de ganado para hacer
charqui y llevarlo también a los que peleaban en los cerros. Y la gente aceptó.
Pero lo que les amargaba peor que hiel en la boca a los más viejos, era que
arrearan a los maq'tas a la «Escuela Popular» para adoctrinarlos y,
posteriormente, se los llevaran a combatir. Muchos ya no regresaban.

Yuraccanchinos los hay ricos y pobres, si es que se puede llamar ricos a estos
comerciantes que acumulan algún dinerito, y pobres a otros que sólo viven del
campo. Cuando los campesinos se quejaban de las levas que hacían los
«cumpas», el alcalde César Huamaní les respondía que ésa era la cuota que
debíamos pagar por seguir viviendo en paz. Igualito hablaba el muy ladino
cuando las mamachas venían a quejarse de las violaciones que hacían los
Sinchis a sus hijas. Nacieron de los Sinchis hijos sin padre. Pero nadie imaginó
las atrocidades que vería nuestra comunidad después del segundo año de
violencia. Nadie calculó las lágrimas que arrancarían a las madres de los
nevados que rodean la corta llanura de Yuraccancha.

Vinieron las fiestas patronales de fines de octubre. Saludamos el aniversario


de nuestra patrona la Virgen del Rosario y de nuestro patrón San Gabriel, con
celebración de una semana por lo menos. Por esas fechas ya han espigado los
trigales y necesitamos brazos de otros lados para cosechar. Todo es felicidad y
la gente bebe harto licor, come y baila. La cordillera parece reír con sus dientes
blancos de nieve y bajo el sol el pueblo se divierte olvidándose por último de las
imágenes sagradas. Ha venido gente del anexo Pukacruz y del caserío
Wayoq'pampa a celebrar a sus patronos. Y, como siempre, los partidos de fútbol
entre los caseríos y anexos acaban en trompeadera. Hasta a pedradas se agarran
los muy bárbaros. El padrecito Rodrigo por eso se lleva la imagen de la Virgen
muy lejos, para que no vea la madre de Cristo toda esa barbarie. El pobre San
Gabriel, como todos los años se queda allí bajo el sol, con esa mirada de niño,
como si no comprendiera nada mientras la luz del día va desgastando los colores
de sus andas y los borrachos brindan a su salud.

Algo los vi tramar a os Lucero, a los Huamaní y al resto de aguardentosos.


Nada bueno sería cuando regalaban licor contra sus costumbres usureras. Al
final de la semana, cuando la gente estaba cansada de tanto bailar y tanto beber,
don César Huamaní y Alejandro Lucero convocaron a asamblea en la casa
comunal. Hacía mucho tiempo que no convocaban y eso me extrañó. ¿Qué se
traían entre manos? Poco a poco iría desembuchando el miserable de Alejandro
Lucero que los «Cumpas» exigían un impuesto al comercio de alcohol y todo
aquel que tuviera alambique tenía que dejar parte de sus ganancias como
impuesto de guerra.

-¿Qué te pasa don Alejandro? -le increpó una anciana-. Cuando me quejaba
de la suerte de mi nieta abusada por los Sinchis, nada dijiste. Te metiste la
lengua al ocoti ¿no? Mafioso, peor que el zorro eres. Y cuando los
«compañeros» se llevaron a los maq'titos para la guerra, tampoco dijiste nada.
Ahora que tocan tus negocios, llamas a asamblea para palabrearnos bonito.
Pero el Alejandro Lucero tenía argumentos. En las fiestas había regalado
aguardiente a los hombres del común, sin ser mayordomo. No en vano, había
sido dirigente de la Asociación hijos de Yuraccancha, en Lima, ni por gusto
padrino de múltiples equipos de fútbol, representante, inaugurador solemne y
chupa medias del diputado por la provincia, entre otras lindezas. Igualmente su
compadre, el alcalde César Huamaní. Ya estaban hablando de que «ésta ha sido
la gota que derramó el vaso», que «ya no soportamos un flagelo más».

-No podemos seguir perdiendo, pues. Los Sinchis, a pesar de haber


deshonrado a muchas de las hijas de Yuraccancha, a pesar de hacerlas parir hijos
del pecado y la vergüenza, no nos traen la muerte como los «compañeros».
Unos aumentan de guaguas a la comunidad y otros se llevan a los jóvenes a
combatir. Los hijos sin padre son acogidos por esta comunidad de sentimientos
nobles, pero a los maq'tas que van a morir a los cerros, ¿quién les devuelve la
vida? ¿Alguien me puede decir qué mal es el peor? -decía el alcalde César
Huamaní.

-Eso mismo dije al comienzo, mi estimado... -traté de intervenir. Pero en


medio de la penumbra ya me respondía de mala manera el hijo de Lauro
Choque, arrogante como siempre fue en el colegio.

-¿Cómo te vamos a tomar en serio, pues, profesor? ¿Acaso tú has nacido en


nuestra tierra? Por cortesía estás en la asamblea comunal, porque como todos
saben eres hijo de Mollecancha, no de Yuraccancha. Esta asamblea es de
Yuraccanchinos, no de forasteros.
-¿Quién no sabe que los de Mollecancha miran mal a nuestra progresista
comunidad? -agregó Nemesio Yaranga, el dueño del mejor alambique de la
región.

... Los de Payranga, Q'ollara y Yanayacu también. Mal haríamos en aceptar


sus consejos.

-¡Que se vaya el curcuncho comelibro! -gritó alguien desde la oscuridad.


Otros le secundaron.

-¡Que se vaya el forastero!

-¡Más respeto!... Es el profesor... -protestaron algunos del común.

No quise seguir escuchando más. Los escolares al día siguiente me contarían


que habían acordado botar a los «cumpas» para siempre. Otra cosa también me
contarían: todas las intervenciones de los aguardentosos fueron en castellano, y
por eso mucha gente votó sin saber exactamente por qué votaba. La mayoría
quería acabar rápido la asamblea para irse a dormir después de tantos días de
fiestas.

Nadie sabe si fue por casualidad o alguien les avisó, pero durante algún
tiempo los «cumpas» se desaparecieron del lugar, y sólo veíamos a los cóndores
trasponer la cordillera blanca que flanquea la herida de Yuraccancha.
Llegando al mes, en plena noche de granizo, recibimos la visita de tres
guerrilleros hambrientos. Los perros no los ladraron como otras veces y sólo se
limitaron a aullar con un quejido triste y prolongado. Los visitantes tenían los
rostros amoratados de frío y los labios rajados por la sequedad del viento de
cordillera. Pregunté al más joven su edad y él me respondió todo chaposo,
sonriente.

-Quince años, señor.

Don César Huamaní los invitó a pasar a la bodega de Nemesio Yaranga, el


mejor elaborador de aguardiente de la región. Inmediatamente mandó a una de
sus hijas a que matara una gallina para agasajar a los presentes. Llegaron
Alejandro Lucero y Lauro Choque, cada uno con sus familiares. Todos hacían
preguntas de las atrocidades de la guerra, indagaban por gentes conocidas de
otras comunidades, se enteraban de los últimos muertos que habían antes
conocido en vida. Historia va, historia viene, los fusiles automáticos iban
quedando olvidados por sus dueños en un rincón. Los «cumpas» se sacaron los
ponchos húmedos para que las mujeres los tendieran junto al fogón. Cenaron y
bebieron el aguardiente más mentado de la provincia, chaccharon coca hasta
altas horas riéndose de las bromas de los anfitriones y hasta cantaron ese huayno
«Flor de Retama», que a ellos tanto les gusta.
El primero en caer dormido fue el maq'tito, endulzado con el calor de la
cocina, vencido por el cansancio más que por los alcoholes. Los otros dos
también se irían quedando dormidos. Algo presentí cuando vi a los hijos de
Alejandro Lucero intercambiar miradas, metiéndose las manos debajo de los
ponchos. Fue entonces que llamé al padre para increparle su conducta, y él, ya
enchispado por los tragos, me respondió mal y hasta casi me golpea.

-¿Qué te pasa, carajo?... So baboso, comelibros... ¡Anda a cuidar tu escuela


que pa' eso cobras sueldo! ¿Acaso vas a enseñarme a conducir una
comunidad?... ¡Espérate nomás, ka’nra, porquería, carajo, pa' que veas cómo te
denuncio con los Sinchis!

En medio de la oscuridad, mientras el granizo azotaba los techos de las casas


y los perros aullaban como si la pena les brotara de adentro, los Lucero, los
Huamaní y los Choque apuñalaron los cuerpos dormidos de los guerrilleros. Su
sangre quedó desparramada en las paredes y el piso de tierra del negocio de
Nemesio Yaranga.

La semana fue de mucha pelea entre la gente que apoyaba la atrocidad y los
que criticaran la conducta de sus principales. Don César Huamaní había corrido
a matacaballo a la base de Huancapi para solicitar la presencia de los Sinchis.
Orgulloso regresó luego de tres días en compañía de los uniformados y algunos
periodistas. Lo entrevistaron y el muy zorro sólo respondía en quechua
poniendo esa cara de indio desamparado frente al traductor y las cámaras.
¡Incluso lloraba el muy desgraciado!

El insolente hijo mayor de Lauro Choque se le dio por seguirme a todas


partes y cada vez que le dirigía la mirada, me sonreía todo cachoso. De vez en
cuando soltaba amenazas en voz alta, como quien no quiere, para que yo lo
escuchase.

-¡Ya vamos a caerle también a los amigos de los «cumpas»! ... ¡Varios deben
haber por aquí! -y volteaba en mi dirección sonriendo.

Se tomaron fotos con los cadáveres, siempre cuidando de no descubrir el ros-


tro del más joven para que no se dieran cuenta que había sido casi una guagua.

Ahora sé por qué seguía llorando el ladino Huamaní cuando se fueron los
Sinchis y los periodistas. A pesar que lo nombraron «ciudadano ejemplar»,
«heroico defensor de la patria», «ejemplo de civismo» y otras galas, todos se
iban por donde vinieron sin dejarle ninguna protección para su inmunda persona.
Tanto sus familiares como los Choque y los Lucero, quisieron hacer una nueva
asamblea para formar eso que los Sinchis llaman «rondas» o «defensa civil»,
pero los del común no quisieron asistir. Convocaron a los escolares, pero los
muy matreros preferían ir a cazar torcazas o a torturar sapos antes que desfilar
con palos y rejones por la plazuela.
En los siguientes días los hijos de los alcoholeros empezaron a faltar al
colegio y a veces los veía vagando por las chacras, conversando con otros
mocosos. Valientes seguro se sentían.

-¿Por qué no van al colegio, vagos? -les increpé una tarde.

-El que tiene plata no necesita colegio -me respondió uno de los gemelos
Yaranga-. Basta con saber sumar, restar, es lo que entra y lo que sale. ¿Pa' qué
más?

-Mostrencos, carajo. ¡Vayan pa' su clase! -tomé un palo.

-Cúidese mejor, profesoracha... Ningún curcuncho nos va a decir qué hacer.


Y si nos sigue hostigando, allí están los Sinchis que buscan «terrucos». Usted
de repente será «terruco», pues. -dijo el hijo mayor de los Lucero.

Cogí miedo y me fui dándole las espaldas, sintiendo sus mofas e insultos,
soportando los terrones secos que lanzaban sobre esta joroba maldita que no
merecí tener.

-¡Jorobao!... -gritaban ya de lejos, riéndose luego. En la noche recién pude


llorar de impotencia sobre el hombro de mi mujer.
El siguiente domingo la gente despertó espantada por un sonido grave y
monótono, como si los cerros amenazaran con derrumbarse. Fueron saliendo los
comuneros tratando de ver, entre legañas, qué pasaba. Pasmados se quedaban
aquellos que levantaban la vista hacia las alturas: los cerros verde-amarillos del
ichu seco, amanecieron cubiertos de hombres con ponchos ocres y pasamontañas
de colores. Algunos hacían sonar tambores de cuero templado siguiendo un
ritmo lúgubre, constante, arrancándole el eco a las montañas. Nadie explicaba
de dónde salieron tantos. ¿Acaso no eran tan sólo unos pocos?

¡Bramm! Sonó el primer dinamitazo y las madres hincaron rodillas en la


tierra, abrazando a sus guaguas, para implorar al cielo misericordia. Las paredes
de roca y los riscos de las quebradas siguieron temblando al ritmo de los cueros,
y los hombres de Yuraccancha entendimos que toda resistencia era inútil y que
había llegado el castigo por nuestras culpas.

-¡Saquemos la bandera roja! -gritó como loco el teniente-gobernador, tratan-


do de ordenar a la gente presa del pánico- No nos harán nada... ¡Somos
campesinos!... ¡Les explicaremos!

Pero nadie tenía oídos para sus necias palabras. Cientos de rostros cubiertos
nos observaban imperturbables mientras los tambores aceleraban el ritmo y
sonaban los huakrapukus hechos de cuerno de toro. El segundo petardo de
dinamita remeció la tierra y las guaguas huían como vizcachas ante el trueno
buscando refugio. De pronto todo se hizo silencio. El eco de la explosión se
agotó en el aire y nos miraban a lo lejos, inexpresivos, como fundidos en bronce.
Uno de ellos gritó algo inentendible mostrando en alto el fusil, y el resto lo
siguió coreando la consigna, levantando sus armas. Volvieron a tronar los
tambores y los guerrilleros empezaron a descender por los caminos del ganado
hacia la carretera que conduce al caserío. Llegaron por fin a la plazuela
formados en pelotones y vociferando lemas, repitiendo las mismas cosas hasta el
cansancio.

-¡Compañeros! ... ¡Waiñuchum Yanahumas!

-¡WAIÑUCHUM YANAHUMAS!

(Muerte a los «cabezas negras»)

-¡Causachum guerra popular!

-¡CAUSACHUM GUERRA POPULAR!

(Viva la guerra popular)

Jóvenes armados ingresaron casa por casa en busca de los Lucero, de los
Yaranga, de los Choque, de los Huamaní. Sólo dejaron a las criaturas, al resto
los sacaron en vilo. En medio de la plaza mataron primero a los más viejos
utilizando cuchillos para degollar carneros. Vimos boquear y temblar con los
estertores de la muerte a Lauro Choque: No pudo evitar con sus dos manos que
siga manando sangre de su yugular; se sujetaba con ambas el cuello pero entre
los dedos se le escapa la vida. A las mujeres viejas las mataron aplastándoles el
cráneo con pesadas piedras. Los hijos de Alejandro Lucero y de César Huamaní
presentaron resistencia, pero fueron reducidos a culatazos y colgados con sogas
de cerda del travesaño de la escuela. Pataleaban amoratados por la asfixia hasta
que sucumbieron con los ojos saltones a la muerte. Quedaban maniatados y
desnudos César Huamaní y Alejandro Lucero esperando peores castigos.
Mientras tanto, los techos de sus casas ardían llenando las quebradas de humo
negro. Los tambores de piel y los cuernos de toro no dejaban de sonar lúgubres,
como melodía de una pesadilla.

Qué fácil morían como reses los humanos.

A las cuatro de la tarde, la calle principal del caserío se nutrió de los balidos
de todas las ovejas de Yuraccancha. Junto con ellas marchaban las pocas reses
que poseía la comunidad y también los caballos y las llamas. Los «cumpas» las
arreaban a latigazos y puedo asegurar que en toda una vida jamás las escuché
balar así: Parecían adivinar que nunca más volverían a ver la tierra donde
nacieron. Era un balido triste, un llanto de despedida igual a los harawis que
cantan las mamachas cuando alguien se va. Así los «cumpas» castigaban a
Yuraccancha llevándose como botín de guerra todos los animales, excepto los
perros. Y los habitantes del caserío vieron impotentes cómo esa columna
enorme de animales caminaba por el sendero de herradura que conduce hacia los
nevados, igualito como si se fueran al cielo, perdiéndose de vista allá donde se
juntan las crestas de la cordillera con las nubes.
-Chau, profesoracha... -me dijo cariñoso un maq'tito con el rostro cubierto por
un pasamontañas rojo. Miedo me dio no saber de quién se trataba. Mi alumno
seguramente habría sido y, antes de unirse al grupo que cubría la retirada de los
«cumpas», me obsequió una manzana. Llevaba el arma terciada a la espalda y
desapareció a lo lejos haciéndome adiós con su mano pequeña aún.

Al caer la noche supimos que se acabaron los Lucero, los Huamaní, los Cho-
que y los Yaranga. Nadie volvería a apellidarse así por estas serranías.
También, con la destrucción de sus alambiques, acabaría la célebre fama de
destiladores de aguardiente que conservaron orgullosos los yuraccanchinos
durante siglos.

II

Soñé esa noche con los alcoholeros que habíamos visto morir en la plaza,
todos tirados panza arriba, degollados, capados, mutilados, ahorcados. Al me-
dio de ellos lucía la imagen del arcángel San Gabriel, patrono de Yuraccancha,
triste y olvidado al centro de la plazuela como en su fiesta patronal, cuando
todos se divertían recordando apenas su celebración. San Gabriel, vestido de
lentejuelas y cubierto de milagros de plata, me conversó toda la noche. Me
contó de la vaina que era ser patrón de una comunidad de alcohólicos y
fornicadores. Dijo que ya estaba cansado y que ya no quería seguir siendo San
Gabriel. «¿No quieres ser tú San Gabriel?», preguntó poniéndome una mano
blanquísima en el hombro. Yo reí de buena gana, a pesar de estar entre tanto
muerto. ¿Cómo voy a ser, pues, San Gabriel?... ¿Acaso alguien ha visto un San
Gabriel cholo, feo, jorobado?... ¿Acaso un cobarde como yo puede ser arcángel
y derrotar a los demonios de toda especie? Hasta profesor puedo ser. Y eso,
con el favor de los comuneros de Yuraccancha. Pero los arcángeles son
hermosos, no como uno que mueve a lástima.

Y así nos fuimos charlando mientras esquivábamos los muertos


desparramados en la plaza, arrimándolos con el pie a un costado para que no
estorbaran el paso. Y pena me dio después de todo, porque no hay nada más
triste que ser patrono de una comunidad que apenas se acuerda de su onomástico
y lo aprovecha como ocasión para chupar y bailar durante días, mientras la
imagen pierde sus colores olvidada a la intemperie, soportando la insolencia de
los borrachos que meaban en su delante. Capaz el ajusticiamiento de los
alcoholeros era el castigo de Dios por sus pecados. Ahí quedaban para los
cóndores.

La comunidad se quedó pintada de lemas y advertencias. Había hoces y


martillos en las paredes, amenazas contra soplones y traidores, al igual que
contra los que se atrevieran a bajar las banderas rojas que dejaron por todo el
pueblo. Cuando llegaron los Sinchis en su acostumbrada ronda, tuvieron que
entrar al caserío cubriéndose las narices por el hedor que despedían los
cadáveres descompuestos bajo el sol.

-¿Por qué no los levantaron? -preguntó el oficial.

Le contaron los más habladores cómo había sido la masacre y que los
«cumpas» amenazaron con matar a todo aquel que se atreviera a mover los
pedazos de los difuntos.

-¿Y qué se han creído, cojudos?... ¿Acaso nosotros vamos a levantar esa por-
quería? -dijo el oficial antes de ordenar que hiciéramos tan asquerosa tarea.

Picados por las gallinas, mordisqueados por los perros y cubiertos de moscas,
así tuvimos que recogerlos ante los cañones amenazantes de las metralletas.
Igual nos hicieron arrear las banderas, pero como no encontraron pintura en
ninguna parte, los lemas y símbolos se quedaron adornando las paredes. Sobre
todo el que decía: «El partido tiene mil ojos y mil oídos».

Durante toda la semana estuvieron viniendo periodistas de Lima para tomar


fotos, grabar declaraciones y pasearse por los lugares más inusuales: Nos entera-
mos por ellos que el Arquitecto presidente había ordenado desde mucho tiempo
atrás la presencia del Ejército en el departamento de Ayacucho, pero a nosotros
sólo nos visitaban los Sinchis de la Guardia Civil, dizque «por nuestra escasa
importancia estratégica». Desde ahora y por razón de la masacre, vendrían los
«cabitos» del Ejército. Todos nos imaginamos que por fin se acabarían los
abusos que acostumbraban cometer los Sinchis, que se terminarían los saqueos
del ganado, las violaciones a las warmas y las torturas para inventar culpables.
Seguramente ya no habrían desaparecidos. Una vez más íbamos a comprobar
cuán ingenuos podemos ser los habitantes de estos páramos tan fríos.

En pocos días llegaron los «cabitos» al mando de un oficial joven, de gran


estatura, medio blancón. Tomaron el colegio como cuartel y procedieron a
cercarlo con un gran muro de adobón, para lo cual reclutaron campesinos del
anexo Pukacruz.

Ahora tenía que dictar clase en la casa comunal y, cosa de broma, el teniente
que mandaba a los «cabitos» era mi alumno. ¿No tenía vergüenza, tan grandote
y escuchando clase con los changos? Me enteré que se hacía llamar con el alias
de «Coster» y que ni los mismos soldados sabían su apellido. Una vez le
pregunté al teniente «Coster» qué significaba su alias y me dijo algo que no me
pude explicar:

-He venido a terminar con algo que dejó inconcluso Pizarro.

Eso dijo. Sin querer empecé a tomarle simpatía, sobre todo por la atención
que ponía en mis palabras cuando dictaba la hora de historia. ¿Tanto le
interesaba ese curso? Con humildad también le pregunté otro día por esa afición
y él me dio la respuesta a todas mis interrogantes.
-A ustedes los maestros hay que vigilarlos. Les lavan el cerebro a los
mocosos con ideas subversivas. Desde ahora quiero que enseñes cosas útiles.
¿Entendido? Déjate de andar enseñando cosas de la provincia. Háblales de
Europa, de países avanzados... Enseña en castellano, siempre en castellano, para
que se vayan olvidando del quechua.

-Pero, señor teniente... -me atreví a opinar- ...el programa del Ministerio de
Educación dice...

-¡Qué programa ni qué ministerios, carajo! ¡Aquí la autoridad soy yo!...


¿Entiendes eso cholo de mierda? Vociferó agarrándome de las solapas.

Cuando me soltó noté que le temblaban las manos y que tenía los ojos como
dos tizones ardientes. Se fue mascullando algo que con las justas alcancé a
entender y que sirvió de explicación a otra de mis interrogantes.

-La culpa de todo la tiene Pizarro... Otra cosa sería el Perú sin esta raza mal-
dita -. Y se esfumó.

Coster no me inquieta tanto. Es cierto que cuando me mira desde su alta esta-
tura me hace sentir menos que un batracio, como si a uno lo hubieran hecho mal,
igual que si fuera una equivocación de la naturaleza. Pero no le tenía tanto
miedo. Los que me inquietan y dan más pavor son esos bestias que salen todas
las mañanas al despuntar el alba, a correr por los alrededores. Van trotando con
el torso desnudo sin importarles el frío de la madrugada, todos con el puñal en la
mano. Salen de dos en fondo y repiten lo que va cantando el sargento.

-¡El soldado!

-¡EL SOLDADO!

-¡No se cansa!

-¡NO SE CANSA!

-¡De matar!

-¡DE MATAR!

-Guerrilleros

-¡GUERRILLEROS!

-¡Y tomarnos!

-¡Y TOMARNOS!

-¡Su sangre!
-¡SU SANGRE!

Cada parte la repiten gritando a todo pulmón, igual que los «cumpas» con sus
consignas. Y cuando un perro tiene la mala suerte de cruzarse en su camino, lo
matan a puñaladas y beben tibiecita su sangre. Se embarran el rostro con la
sangre del animal, con las tripas también, y continúan su recorrido. El perro
muerto se lo llevan a la guarnición. Dicen que para el rancho.

Mucha rabia me dio cuando mataron al mío.

-¡Me mataron mi perro, carajo! -le dije al teniente Coster, con lágrimas en los
ojos, pero él sólo me miraba impasible detrás de sus lentes oscuros, como si uno
fuera menos que un insecto.

Por eso, cuando mi mujer me dijo que los «cabitos» habían invitado a la
comunidad una pachamanca en el cuartel, yo le dije que no fuera. Ella insistía
en ir por esa vanidad que tienen las mujeres de lucir sus galas y que las miren.
No me dejé convencer por sus súplicas y el tiempo me daría la razón. El resto
de las warmas habría pensado igual, porque el día de la pachamanca lucían
como antes de la guerra, con polleras de colores y flores frescas en el pelo. Los
hombres con saco y sombrero oscuro acompañaban a sus damas de polleras
bordadas y mantos nuevos. Muchos soñaban con casar a sus hijas o a la
hermana solterona con militares, o simplemente querían aprovechar la
oportunidad de echarse un trago para olvidar tanta violencia y amargura. Vimos
así a mucha gente entrar por el portón de lo que antes fue escuela y convirtieron
en cuartel.

Efectivamente, comieron y bebieron bailando hasta la tarde. Habían llevado


el aguardiente que tenían almacenado desde los días en que Nemesio Yaranga
compartía el mundo con los vivos. Pero nadie se dio cuenta que lo que comían
eran los perros que los milicos acuchillaban en sus ejercicios matutinos.

Perro comieron.

Algunos quizás saborearon la carne aliñada del fiel guardián de su chacra.

Pero eso no fue lo peor. Los yuraccanchinos, por generaciones, son débiles
para rehusar el buen aguardiente y por eso se excedían los hombres en beber y
las mujeres se excedían bailando con los cachacos. El bailongo amenazaba
prolongarse más allá de la tarde y los hombres seguían bebiendo ante la mirada
de culebra de los soldados. A las seis de la tarde vimos como las puertas del
cuartel se abrían de par en par y al medio de la calle, fueron sacados a culatazos
y patadas todos los varones de Yuraccancha. Las mujeres se quedaron adentro.

Borrachos, llenos aún de pica-pica y con las serpentinas enrolladas al cuello,


tocaron enérgicos el portón. Luego gritaron con desesperación el nombre de sus
mujeres, de sus hermanas, de sus hijas. Suplicaron arañando las puertas.
Después que fueran alejados a balazos por los centinelas, los vimos llorar a cada
uno por separado y retirarse impotentes a sus pagos.

Pasado el tiempo, nadie recordaba la pachamanca en que comieron perro.


Tampoco que los «cabitos» se fornicaron en una noche a todas las hembras de
Yuraccancha, y es porque quizás el olvido sea un remedio más eficiente que el
odio para esas penas incurables. Los pocos que quisieron presentar quejas a las
autoridades de la provincia, no volvieron a aparecer. Se hicieron humo o los
hicieron humo, sin dejar el menor rastro. Las esposas no podían mirar de frente
a sus maridos, las madres no querían cargar a sus guaguas y las hijas lloraban de
amargura por las noches. Hombres en Yuraccancha se contaban pocos, porque
la mayoría andaban hechos un guiñapo que ni siquiera podían levantar la cara
hacia el cielo. Se volvió reservada la gente, ya no quieren conversar. Sólo una
señora hablaba, a la que nadie hace caso porque había enloquecido. Siempre
repetía las mismas palabras y luego se encerraba en el silencio, como si el
recuerdo la abatiera.

-¡A mí que soy una vieja! ... ¡No tienen madre estos supaypaguaguas!

Y así diciendo, volvía a enmudecer. De pronto levantaba el rostro y repetía


lo mismo. Eso era lo que hacía todo el día, durante toda la semana. Ya hasta
aburría la señora y por eso fue que las familias se negaban a darle limosna para
no estar escuchándola y recordando tanta vergüenza.
III

Vi cosas raras en la gente. Nadie hablaba más de lo necesario desde que


comprobaron la maldad de los «cabitos». Las mujeres, cuando estaban lavando
en el río, susurraban entre ellas en quechua y callaban todas al mismo tiempo si
se acercaba algún varón. Yo me aproximaba y la conversación se terminaba,
seguían chancando la ropa en las piedras de la orilla y la exprimían para volverla
a lavar, hasta que me aburría de verlas hacer lo de siempre y continuaba mi
camino. A lo lejos las sentía susurrar en quechua nuevamente.

Igual estaban los escolares. Hablaban mucho en secreto y por más que les
preguntaba, nada podía sacar en claro. Eso sí, me miraban con harto respeto, no
como al resto de varones de Yuraccancha que lloraban aún la violación de sus
mujeres y sus hijas sin haber podido hacer nada.

Chismes sí me contaron. Cómo no enterarme que ya la mujer no obedecía al


marido por estos lugares, que el hijo faltaba al padre y la hija con mayor razón.
Me contaban también los changos del colegio que no querían cultivar las chacras
para que al final los «cabitos» se beneficien y ni siquiera paguen por lo que da la
tierra.
Cómo no enterarme que la hija de mi vecino Toribio Najarro, la pasña de
mejores ojos en la comunidad, se entendía con el teniente Coster. Clotilde
Najarro, desde aquel abuso de la pachamanca, se las ingeniaba para entrar en el
cuartel, delante de toda la tropa, tantas veces ella quisiera. Y poco a poco, la
Clotilde fue siendo repudiada por los escasos jóvenes que quedaban y por las
viejas que se ocupaban de la vida ajena.

Llegando el día de Noche Buena, los soldados trataban de mitigar la soledad


con harto licor. En cambio, la comunidad sabía que esas navidades iban a ser las
peores sin el aguardiente destilado por los difuntos Yaranga o Choque, ni la
misa cantada en quechua por el padrecito Rodrigo. El curita ya no asomaba su
sotana por estos rincones de la cordillera donde la gente desaparece y los
cadáveres se descomponen al sol. Ni siquiera quedaba un corderito para
agasajar a las visitas.

Sólo las mujeres tuvieron humor para ponerse sus mejores polleras y lavar
sus trenzas con boliche y agua de romero. No obedecían ni a sus maridos ni a
sus padres, declarándose en franca rebeldía contra la autoridad de los hombres
de Yuracchancha.

Al que no lo veíamos mucho era a Coster. Casi siempre andaba medio


borracho y chismeaban que armaba cigarrillos con una hierba como el orégano,
que olía rico. Parte de su tropa se fue en patrullaje al anexo Pukacruz, porque
decían los llameros que allá los «cumpas» fusilaron al alcalde títere que puso
Coster.

Y cantando villancicos al Jesucito se iban las warmas esa noche por los
caminos de la comunidad, como si fuera una procesión, cada una con su cirio de
sebo entre las manos. Así como danzando al son de los villancicos que les
enseñó alguna vez el padrecito Rodrigo, llegaron al caserío y cruzaron por la
enrevesada calle principal hacia la plazuela donde estaba el cuartel. Los cacha-
cos dispararon al aire previniendo una asonada, pero a la luz del reflector
reconocieron a las mujeres que por la fuerza habían compartido sus caricias con
ellos. Entonces empezaron a lanzar silbidos y palabrotas. Incluso Coster salió
por encima del muro, todo borracho y despeinado.

- ¡Seguro quieren más verga!... -gritó- ¡Ábranles la puerta y que entren de una
en fondo para darles sus pascuas!

-¿Imanaqtintaq khaynaniraq machasqari purimunki, lluy karkallaña, choqñe


ñawintin? (¿Cómo es posible que andes tan borracho, todo sucio y legañoso?)
-le gritó a voz en cuello la Clotilde Najarro.

-¿Qué me estará diciendo esta perra en su chanfaina de lengua? -le preguntó


Coster a un subalterno.

-Es cochineo nomás, señor... -le respondió.


Y así las recibieron jubilosos los «cabitos» que seguramente habían
calculado pasar la navidad mitigando su soledad con alcohol. Las puertas se
cerraron una vez más detrás de las hembras de Yuraccancha y nadie durmió en
el caserío. Mucho menos los cachudos.

-Putas, carajo... ¿Por qué no he muerto antes de ver tanta desvergüenza? -se
lamentaba mi vecino Najarro escuchando el jubileo que los uniformados hacían
ante la presencia de las pasñas.

-No se aflija, amigo Toribio. Son tiempos de guerra los que vivimos -le dije
tratando de consolarlo.

-Ni trago tengo para sufrir menos en mi alma atormentada -siguió hablando,
repitiendo el estribillo de un huayno-. Así no quiero vivir... Quiero esta misma
noche buscar quién me dé la muerte.

-No sea tonto... -oí que le decía mi mujer.

Cuando ya nos cansábamos de oír tanto alboroto de botellas rotas, risas y


lisuras sonó esa explosión que se llevó algunos de los techos de las casas más
cercanas al cuartel y que me hizo creer en el fin del mundo. Las llamas se
elevaban dentro de la cuadra como queriendo lamer las estrellas y los pedazos de
fierro que volaban por los aires amenazaban descabezar a los curiosos. Sonaron
tiros de fusil, ráfagas de metralleta y escuchamos quejarse atroz a más de un
herido en la oscuridad. Dos explosiones más nos desgarraron los tímpanos y
vimos arder el cuartel por completo, como si fuera una caja de fósforos.

Sentimos el llanto de las mujeres y otros quejidos. Algunas de las pasñas que
habían ingresado para festejar con los «cabitos» iban apareciendo poco a poco,
casi desnudas y con el pelo chamuscado. Trataban de cubrirse sus partes con
ambas manos en medio del frío de cordillera. Los vecinos las tapaban con
mantas apenas veían aparecer una y le preguntaban por la suerte de la hija o de
la hermana y hasta por la esposa. Varias habían muerto.

Acuerdo fue de todas ellas entrar al cuartel para arroparse bajo las frazadas de
los «cabitos» y luego, en plena madrugada, atravesarles el corazón con esos
alfileres de platería tan largos que usan las chinas de estos pagos para sujetarse
el manto. Pocas consiguieron matar a su cachaco y otras fueron sorprendidas en
el intento. Esas murieron primero.

Clotilde Najarro, de tanto entrar y salir para ofrecerse al teniente, había


aprendido mucho. Sabía dónde estaban las cosas peligrosas del cuartel y
también lo que Coster guardaba debajo de su litera. En la habitación donde
antes estaban las escobas y los trastes de limpieza, Coster almacenaba las
granadas, minas y municiones para tenerlas bajo su control. «No jales esa
argolla», le había dicho a ella una vez que cogió por curiosidad ese artefacto
parecido a una lata de leche. «Nos quemamos todos», agregó antes de arrebatár-
selo de las manos.
-¿Jalando revienta, papay? -preguntó ella.

-Claro pues, babosa de mierda. No vuelvas a tocar esto. ¿Oíste?


Eres capaz de volarme toda la guarnición -respondió advirtiendo.

Y se hubiera metido de adivino Coster si viviera para contarlo. La Clotilde lo


mató borracho y satisfecho, hundiéndole ese gran alfiler de plata en el corazón.
Luego, lueguito, haría eso que le prohibiera: jalar la argolla de la lata juntito a
las cosas que guardaba Coster en la otra habitación. Ahora que está ciega y toda
quemada la pobre, se le ha dado por contar cómo fue.

Los soldaditos que salieron hacia el anexo Pukacruz para castigar a los que
mataron al alcalde, jamás regresarían. Los «cumpas» les armaron emboscada a
medio camino y dicen que nadie quedó vivo. Aquí los pocos heridos que
quedaron entre las ruinas de lo que fue cuartel y antes era colegio, no querían
que les ayuden. Amenazaron con disparar al primero que se acerque, a pesar de
que ni siquiera tenían fuerzas para sujetar el fusil. De eso ya se daban cuenta los
changos del colegio y les gastaban bromas del mal gusto, burlándose de su
debilidad. Pasaban los mocosos corriendo con sus huaracas de lana o con
hondas de jebe lanzándoles piedras y luego desaparecían.

Las heridas seguramente habían comenzado a infectarse, porque ya ni se les


escuchaba gritar las bravuconadas de costumbre. Lo último que veníamos
escuchando desde dos noches atrás eran lamentos de dolor y delirios de agonía.
Después ya nada oímos. Los maq'titos aprovecharon en recoger todo tipo de
armas de los alrededores y las iban juntando. Incluso tuvieron la osadía de
arrebatarles los fusiles a los moribundos valiéndose de astucias.

-Esto se va pa' peor, maestro... -me decía un comunero adulto-. Ahora van a
venir más cachacos y nos harán sufrir por lo que hicieron estas locas con el
cuartel. Debemos marchamos de aquí. Quemarlo todo. Pedir al resto de
comunidades y anexos que nos acojan. Hasta gratis podemos trabajar para ellos.

-Así es, mi estimado -le respondo-. Vendrán muchos cachacos a masacrar y


torturar. Ése es el precio que se paga por ser valientes. Y como los hombres de
esta comunidad no fueron valientes, las mujeres nos han enseñado. Hasta los
changuitos de la escuela han empezado a ser machos. ¿No le da vergüenza?

-Valientes o cobardes, no importa. La cosa es que hay que largarse o creerán


que nos hemos sumado a los «cumpas» de Pukacruz -añadió otro vecino.

Dicen las malas lenguas que las mujeres y los chicos remataron a pedradas a
los heridos que se estaban pudriendo al sol. Peores lenguas dicen que eso lo
aprendieron de los «cumpas» cuando ajusticiaron a los alcoholeros.

Todos huían con sus cosas. La cargaban al hombro y llegaban así a los
caminos, porque acémilas ya no existían. Los que decidieron refugiarse en las
comunidades vecinas fueron los de edad adulta, casi todos hombres, y las
mujeres en cambio preferían marcharse junto a los muchachitos del colegio,
hacia las montañas de Q'oripata. No querían andar con quienes no supieron
defender su honor ni vengar su humillación. En Yuraccancha quedaron los
viejos y la Clotilde Najarro junto a algunos pusilánimes que no sabían qué hacer.

Creyéndome seguro en las cuevas donde las aves de rapiña hacen sus nidos,
olvidé allá por unos días, junto a mi mujer, el miedo de vivir en Yuraccancha.
En la madrugada del noveno día me despertó un silbido que no era del viento ni
de culebra, sino de gente. Terror sentimos y nos acurrucarnos debajo de los
ponchos esperando la muerte.

-¡Papay, amaña pakaikuñachu, maskhamushaykun! (¡Padrecito, no te ocultes,


te estamos buscando!) -escuchamos una voz de chiquillo, como suplicando.
Eran mis alumnos que venían con algunos adultos y acompañados de las pasñas
de la comunidad. Lucían haraposos y hambrientos, con los labios rajados,
chaposos en las mejillas, igual que los guerrilleros que alguna vez visitaron el
caserío.

¿Qué vienen a buscar de este pobre profesor sin escuela? ¿Acaso yo puedo
darles a todos de comer? Si con las justas mascamos algo de charqui entre yo y
mi mujer y bebemos la nieve derretida que nos amorata los labios. ¿Qué les
puede dar este jorobado inservible que se cansa cada cincuenta metros por el
peso que lleva en la espalda?

Maximino Guzmán me dijo que podía conducirlos en ese viaje incierto para
ponernos a salvo de los cachacos. «Por algo eres, pues, profesor» dijo él, y yo
que había escuchado tantas veces la misma vaina, dudé. No fui político, no tenía
ese don de mandar a otros ni tenía ideología

Pero el Maximino igual me dijo que el Espíritu Santo me enrumbará y me


dará los dones que necesito. Así regresó él de la capital, cambiado, con el pelo y
la barba largos, llevando la Biblia bajo el brazo. Afirmaba ser «israelita» a pesar
que es cholo como todos los de por acá.

-Eres noble de corazón. Sabes leer mejor que cualquiera de nuestros


paisanos. Sólo te falta conocer la palabra de Dios y aplicar su voluntad -me
animó entregándome su Biblia toda vieja.

Así empezamos ese duro peregrinar, perdiéndonos de las patrullas de los Sin-
chis y otros uniformados, caminando de noche y ocultándonos de día, robando
los ganados de los yana-humas o asaltando camiones de alimentos en medio de
la puna. Los maq’tas aprendieron a disparar con las armas que se robaron del
cuartel y los pocos soldaditos que desertaban de otras guarniciones hartos de
tanto abuso, se nos sumaron. En un principio sólo las aves de rapiña que vuelan
muy alto y las vizcachas que agüeitan entre los roquedales, se enteraron de esa
masa de changos y mujeres que andaba por las montañas sin rumbo ni
disciplina, desplazándose como una horda y arrasando con todo lo que se oponía
a su paso.
Cuando los helicópteros se cansaron de peinar la zona, subieron los soldados
en camiones a Yuraccancha. Seguramente estaban alarmados al no recibir señal
de la radio del difunto Coster. Con el rostro tiznado de betún y las armas listas a
disparar entraron por la calle principal deteniendo a las pocas mujeres y
ancianos que encontraban en su camino.

-Mierda -resopló el que estaba al mando al ver el cuartel todo destruido,


tapándose las narices por el olor a cadáver descompuesto.

-¿Quién hizo esto? -preguntaron a un anciano que habían detenido en la


plazuela-. Fueron los «cumpas», ¿no?

-«Cumpas» no, señor patroncito -respondió.

-¿Me quieres agarrar de cojudo? -vociferó el oficial cerca del rostro del
prisionero. - ¿Sabes que te puedo desaparecer?... ¿Ah?

-Verdad te estoy diciendo, patrón. Ya no vienen por acá los «Cumpas».


-¿Y quién hizo esto? -le lanzó un puntapié a los testículos-. ¿Acaso fue el
Arcángel San Gabriel?

Lo siguieron pateando en la cabeza, en la cintura, en la columna y el vientre.


El más certero fue justamente en la boca del estómago y el anciano perdió
completamente el aire poniéndose morado. Murió así, con los ojos desorbitados
y los labios abiertos, tratando inútilmente de encontrar el aire que le faltaba,
sintiendo que el abdomen se le hundía como queriendo juntarse con su espalda.
A su alrededor los cachacos reían.

-Que se muera por colaborador. Traigan a la borradita esa. Por sus


quemaduras algo tiene que saber -la señaló el oficial.

-Por las puras preguntas si vas a matar -dijo Clotilde Najarro.

-¿Y quién hizo esto?... Yo pregunto y dicen que no fueron los luminosos. Me
quieren agarrar de cojudo, entonces. ¿Acaso fue el Arcángel San Gabriel?

-Puedes matarme de una vez. Yo lo hice todo -responde Clotilde buscando la


dirección de donde viene la voz del oficial-. Con San Gabriel no te metas...
Nada tienes que ver con él. Ya se llevo hasta a las guaguas pa' que no les hagas
daño. Nunca lo vas a encontrar.
-Esta india está loca... ¿Quién te va a creer que tú has volado la guarnición
entera? Seguro estabas encamándote con alguien en el cuartel cuando lo
atacaron. Ahora entiende: cuando digo si lo hizo el Arcángel San Gabriel, es un
decir. ¿Entiendes? No es que exista, imbécil.

-Tú de repente no lo conoces, taitallico. Pero él se los llevó a todos y después


va a buscarte para hacerte pagar todos tus abusos.

Clotilde Najarro sólo sintió empellones y quejas a su alrededor. Se dejó con-


ducir en medio de su propia oscuridad, sintiendo el sol en las espaldas. Escuchó
las súplicas de los ancianos y de las mamachas que no pudieron partir hacia las
alturas de Q'oripata. El sonido de las ráfagas de metralleta le hizo recordar la
última noche del oficial Coster. Y si hubiera tenido ojos habría visto entre los
estertores de agonía que le lanzaban esa misma lata llena de letras y que
producía el infierno.

-Maravillas del fósforo líquido... Ahora que busquen los periodistas-comentó


el oficial después de la faena, limpiándose el betún del rostro con un pañuelo.

Y así me llaman ahora, porque a mi paso los huaicos se detienen, la


cordillera me esconde y los cernícalos me avisan. Hasta mi aspecto ha
cambiado. Caminamos con los pies desnudos sobre la nieve, asaltamos
transportes en la carretera y volvemos a subir por las jalcas a los páramos más
fríos. Nos buscan con helicópteros y no nos hallan: pasan de largo sobre
nuestras cabezas. No se nos acercan los «cumpas» porque saben que somos
diferentes y agüeitan de lejos nomás nuestros movimientos. Los cachacos no
nos ven y el día que quieran encontrarnos les enseñaremos que las armas que
nos llevamos del cuartel todavía disparan y que varios desertores de sus filas se
han unido a este ejército hambriento y errante. Y recibirán toda la ira de Dios
como ya la recibieron aquellos pueblos que se oponían a nuestro mandato. Así
lo digo yo, San Gabriel de Yuraccancha, hijo de los Apus y de Jehová de los
Ejércitos.

Enero, 1989.

Cuento finalista en el Premio COPE 2002

PEPEBOTAS
(Dante Castro Arrasco)

Quién le iba a decir a usted que ese hombre se buscaría su propio mal. Le
llamábamos Pepebotas, aunque su nombre verdadero era José Peña. Ganadero
que creció desde abajo y a punta de esfuerzo, habría sido feliz si no se hubiera
atosigado de tanto orgullo. La vanidad pierde al hombre, eso es tan cierto como
que me llamo Juan Cortez.

Una noche libábamos cerveza en la bodega de Ostolaza. Ese negocio sólo


abría cuando le daba la gana al dueño de averiguar la vida de los prójimos. Y
clientes éramos campesinos y ganaderos de cuesta abajo, porque cuesta arriba
sólo verá el monte tupido, la maleza que nadie transita sino los monos. Hombres
aburridos de la tranquilidad montubia, se reunían para recontarse las mismas
anécdotas, intercambiar consejos del agro o terminar yéndose a los puños. No
sirve sentarse ahí a tomar cuando el aguardiente ha venido fiero.

Pepebotas llegaba de vender ganado luciendo su último par de chuzos, tan


nuevecitos que deslumbraban a la luz de la vela. Debajo de las mangas del
pantalón se alzaban las cañas de botas vaqueras, iguales a las películas de
pistoleros. Debía tener algo así como una docena de pares de botas tejanas,
hechas a mano en las talabarterías de Lima o de Huancayo. Alguien dice por ahí
que don Pepe fue un niño descalzo, que aprendió a odiar la pobreza y por eso se
hizo rico y bien calzado.

Como el dinero vuelve soberbio al hombre, odiaba a quienes no podían


hacerlo. Esa noche, mientras tomábamos escuchando sus consejos para el éxito,
entró otro cliente. Será un gusto presentárselo: don Marcos Obregón, único
campesino de cuesta arriba, quien alguna vez fue líder sindicalista de mineros en
Cerro de Pasco, y aquí trató de hacer lo mismo sin éxito.

Pepebotas odiaba a Obregón. Creía que los comunistas eran ociosos y


envidiosos, así lo decía. Primero lo invitó a tomar, aunque se rehusara. Tanto
insistió que el pasqueño creyó en sus buenas intenciones. ¿Por qué no
confraternizar?, se habrá dicho a sí mismo, pensando ingenuamente en que los
seres humanos podemos cambiar. Al poco rato, las bromas de Pepebotas fueron
subiendo de tono.

-¿Sabes qué Obregón?... Ahora nada vales. ¿Dónde está tu izquierda de


mentirosos y ladrones? Se fueron todos al tacho, nadie les cree. Y tú has
terminado pobre, sin poderles dar a tus hijos lo que yo les doy a los míos.

-No hablemos de política, don Pepe. El alcohol es mal consejero para eso.

-Claro pues, qué vas a querer politiquear ahora. Te has pasado años
prometiéndole a la gente lo mismo, diciendo que todos seríamos iguales. Ahora
que a los comunistas se les cagó el pastel, no quieres hablar de política.

-La gente que mezcla trago y política, se apasiona fuerte. Es como el


chofercito carretero que se emborracha...

-Lo que pasa es que los comunistas como tú son unos cobardes.

-No todos, don Pepe -acoté-. Hay de los que guerrean con armas.

-¿Los terrucos, dices?... Ya no hay tampoco. Por aquí no vienen. Si Obregón


fuera valiente, se haría terruco. Pero aquí está con la peor chacra, el más pobre
de la región. Cobarde o fracasado, que es lo mismo.

-Me despido mejor -se levantó el aludido-. Ya empezamos a faltarnos el


respeto.

Al principio creímos que se alzaba llevándose su sombra a otra parte. Pero


Pepebotas se le fue encima a trompadas; luego lo pateó viéndolo caído en el
fangal de afuera. Intervinimos para que no lo matara a golpes. Obregón tenía los
pulmones podridos del aire viciado de los socavones, las piernas debilitadas por
los años y la mala suerte. Era un abuso pegarle a ese hombre.

-Sírveme otra ronda, futuro subprefecto... Me gusta tomar con la gente


trabajadora, no con ociosos -estaba orgulloso de su hombría.

-Usted se sobrepasa, don Pepe... Ese varón a nadie le ha hecho daño.

-¿Y quién lo va a defender, carajo?... Con estas puntas de acero lo he pateado.


¿Alguien las quiere probar?

Señaló sus botas que habían perdido brillo con el barro y la sangre ajena. Una
pena, le digo. Luego se dedicó a limpiarlas con un pañuelo tan bonito que no
merecía ese oficio.

-A los terrucos los han abatido como a cuyes. Tengo amistades militares,
políticos también, que los tranquilizo con una ternera. Ese es el verdadero orden,
carajo. La ley de la vida está escrita con plata.

Contoneaba el cuerpo como quien da un discurso de tribuna. Tremendo


hombre capaz de entropar a las reses más ariscas. Joven y bien cebado, no había
entre nosotros quién le hiciera frente.
Al poco rato pasaron dos paisanos noticiándonos que los soldados andaban
cerca. Ostolaza se puso de pie para cerrar el negocio.

-¿De qué te preocupas tú, futuro subprefecto?

-Con los milicos no me juego, don Pepe.

-Hágale caso -dije-. A veces los cachacos cometen abusos.

-¿Abusos dices?... Ya les dije que tengo amistades en la capital de la


provincia. Abusos cometen con los nadies o con los que tienen culpas qué
purgar.

-Con los que tienen culpas, es justicia.... Con los inocentes, es abuso.

-¿Por qué eres tan indio, tan huevón?... ¿Acaso no has servido en el ejército?

-Por lo mismo.

-Abusar de un don nadies, pasa. Si llegan, yo les hablaré. ¿Sí o no, mi futura
autoridad? Te voy a hacer subprefecto moviendo influencias del gobierno.

Y llegaron en poco menos de rondas, ya cuando el alcohol estaba


entorpeciéndonos los sentidos y Peña seguía invitando cigarros. Erizados
costales de huesos salieron a ladrarles. Sentimos pasos de botas en el ripio del
camino, rozar de uniformes gruesos y rastrillar de fusiles automáticos en la
penumbra de la noche. Se me heló el espinazo.

-¡Adelante, servidores de la patria! -gritó Peña enardecido.

Un sargento asomó saludando respetuosamente. Era bajo de estatura, serrano


joven, con cara de haber servido poco tiempo. El fango de sus borceguíes
contrastaba con el recuperado brillo de las botas vaqueras de Peña.

-¡Viva el ejército peruano!.... ¡Viva el Perú!

-Gracias, caballero... Sólo queremos interrumpirlos para pedirles un poquito de


agua pa’ las cantimploras.

-¿Agua?.... Agua toman mis reses, muchacho. Sírveles cerveza a estos héroes
que patrullan los montes. ¡Yo pago!

Ostolaza intercambiaba miradas con los demás parroquianos. No había


oportunidad de irse por la insistencia de Peña y por la cerrada presencia de los
cachacos.

-¿Cuántos son, mi sargento? -pregunté ofreciéndole el vaso y la botella.


Gentilmente rechazó.

-¡Para invitarles, no se pregunta cuántos son, sino que vayan entrando! ¿Una
caja es suficiente?

-Estamos en servicio, caballero. En otra oportunidad será.

Peña exigió que Ostolaza le entregara la caja y salió a encontrarlos. Afuera,


una decena de sombras le dieron las buenas noches. Los perros que habían
dejado de ladrarles, se acercaban desconfiados para oler sus pantalones.

-Dice su jefe que en servicio no pueden tomar... ¿Es cierto?

-Bueno amigo, por esta vez ...consentiré el relajo.

-Así habla un oficial... Dime el nombre de tu superior para que te asciendan...


Yo soy José Peña.

Destaparon botellas usando la doble uña de una bayoneta, como si estuvieran


acostumbrados a eso. Los que habíamos servido, reconocimos esa maña de
cuarteles.

-Mira Ostolaza, estos jóvenes dan su vida para que tú sigas haciendo plata.
Ellos combaten al terrorismo. ¿No es un orgullo brindarles cerveza?

-¿Hay todavía terroristas por aquí, mi estimado? -preguntó el que llevaba


insignias de cabo.
-Nunca he visto uno. Pero te puedo decir que hoy acabo de descojonar a un
comunista. Detesto a esa especie de lacra, carajo. ¡Son unas mierdas!

Al escuchar la palabra “comunista”, los soldados intercambiaron miradas de


sorpresa. Ostolaza y yo nos acercamos al eufórico Peña para advertirle.

-Señor Peña, no es justo lo que está haciendo. Va a perjudicarlo.

-¡Qué perjudicarlo!... ¿Te gustaría que te quiten tu propiedad para repartirla


entre unos huevones?... Es lo que ha venido predicando ese cabrón desde que yo
era mancebo.

-¿Y dónde se le puede encontrar a ese comunista, amigo?

-No estoy de acuerdo con lo que está haciendo, Peña. Por más que usted
invite...

-Déjelo parir, oiga. No lo ataje -me advirtió el cabo.

Las botellas seguían circulando entre la tropa. Pepe Peña volvió a enfangar sus
botas nuevas saliendo al medio del camino para indicarles con detalle por qué
sendero estaban los pagos del pasqueño Obregón. Todavía había luz en su
cabaña. Tres soldados fueron comisionados para traerlo.

-Debe estarse curando la pateadura... -murmuré- ...Y ahora le van a colocar


otra, hasta quitarle la vida .

-¿Viste? Así es como se hace, Ostolaza. Si todos colaborasen con el ejército,


nunca prosperaría el terrorismo. Y hay que vigilar para que estos gramputas no
vuelvan a surgir. ¡Salud, carajo!

Ya no hablábamos. Nos quedamos de testigos, para ver si con nuestra


presencia podíamos impedir lo que iba a suceder. Al poco rato, traían
mancornado al sufrido Obregón que parecía resignado a su final.

-Ahora pues, comunista de mierda, habla tus cojudeces. ¡Rebuzna carajo!


-Déjelo a nosotros, señor. No se haga mala sangre.

Los demás soldados se pusieron de pie. Eran de la misma estatura que


Obregón.

-Amiguito.... ¿Cierto que eres terrorista?

Los soldados rieron de la ocurrente pregunta del sargento.

-Señor soldado.... nadies puede decirme terruco.... Yo, antes, sindicalista en


Cerro de Pasco... sí señor... Jamás terrorista. Ahora sólo envejezco en el olvido.
Me matarás injustamente...

-¿Y por qué este caballero te ha dado de trompadas?... ¿Ah?... ¿Por gusto?

-Por abuso nomás ha sido, señor... Nada le he hecho para que me ponga la cara
así. ¿Qué culpa tengo yo?

-Y si me lo sueltan un ratito, vuelvo a sacarle la puta madre. ¡Basura humana!

-Tranquilo, amigo... Está aquí la fuerza armada para eso. Más bien invítenos
otra rueda, si no es mucha confianza.

-Plata tengo... Y pago por ver. Ostolaza, bájate una docena más.

Temíamos resultados harto conocidos. El personal de tropa se iba achispando


mientras circulaba el único vaso de mano en mano. Cuando el tendero asomó
con nuevas cervezas, las preguntas se dirigían a Pepe Peña.

-Y usted, ¿por qué le ha pegado a este hombre?

-Carajo, eso ni se pregunta. Él mismo lo ha confesado.

-Le pegó por sus ideas subversivas, ¿no? ¿O es que acaso también agita a la
gente?

-¿Este huevón? -rió a mandíbula batiente-. Este ya no agita ni la cama de su


mujer.
El sargento ordenó a sus subalternos que le llevaran aparte al prisionero. Un
gran árbol de matapalo se erguía solemne al frente de la tienda, pasando la
carretera. Hasta allí lo empujaron dejándolo a solas con el superior. Creímos que
lo torturarían al pobre pasqueño. Mientras tanto, las botellas circulaban con
rapidez, vaciaban el vaso prontamente y estallaban rabiosas espumas contra las
piedras.

-¿Qué estarán hablando? -la curiosidad carcomía a Pepebotas.

-Lo que a hecho usted, don Pepe, no tiene nombre. ¡Tanto rencor!

-¿Por qué no lo dejó dormir su pateadura a Obregón? Es un buen vecino.

-¡Mierda! Si parece que estuvieran confabulados con él. ¿No será que ustedes
son también agitadores?

Callamos. De pronto nos pesaba hablar demás. El sargento regresó en medio


de la oscuridad trajinando al prisionero del brazo.

-He interrogado al detenido. Tomaremos medidas...

-Al menos ya le habrá dado un buen susto -dije- Déjelo ir...

-Tómenle las medidas que quieran. Salud por la fuerza armada. ¡Viva el Perú!

-Antes de retirarnos, quiero brindar con usted, amigo Peña. Pero como
acostumbramos a brindar nosotros. ¿Me permite?

-Por supuesto mis valientes. Brindemos al modo de los militares.

Los soldados se pusieron de pie empuñando sus fusiles mientras el sargento


recibía la botella y el vaso recién vaciado por su anfitrión. Algunos avivaron el
fuego de la fogata que antes prendieron al pie del camino.

-Quiero brindar con todos por nuestro padre fundador, José Gabriel
Condorcanqui, por el Ejército Popular Tupacamarista, por el socialismo. ¡Viva
el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru!
-¡Viva!

-¡Con Mariátegui!... ¡Y Guevara!

-¡El pueblo! ...¡Se prepara!

-¡Patria o muerte!

-¡Venceremos!

El rostro de Pepebotas empalideció. Quiso sonreír para celebrar la broma, pero


no era tal. Mientras sus captores lo inmovilizaban de brazos y piernas, maldijo a
la madre que tuvo la cortesía de parirlo.

-Cuelguen a este soplón en lo alto de ese árbol.

-¡Hijos de ...! ¿Acaso no son soldados?

-¿Lo dices por los uniformes?... Se los quitamos a unos cadáveres que estarán
mosqueándose allá lejos.

Y parecían acostumbrados a disponer de la vida ajena, porque en pocos


segundos Peña pataleaba de asfixia con la garganta quebrada por una soga
parecida a la que él usaba para domar reses. Cuando estuvo con la lengua
amoratada y los ojos en blanco, uno de ellos pidió papel de despacho al tendero
Ostolaza. Con corcho quemado, escribió el epitafio de Pepebotas: “Muerte a los
soplones y abusivos”/ MRTA/ Túpac Amaru, vive vuelve, vencerá.

Le habían quitado diez mil soles, de los cuales nos obligaron a aceptar mil
para cada uno. Al pobre Obregón, le dieron el doble que a nosotros en
compensación de sus heridas. Y yo le puedo decir que nunca antes había visto,
fuera del cine, balancearse un ahorcado con botas vaqueras: le faltaban las
espuelas tintineando.

La noche se los tragó entre el aullido fúnebre de los perros. Solo se quedó
Obregón contemplando al muerto a la luz de la luna amanecida. Un brillo
cósmico le resplandecía en los ojos, como las chispas de la fogata que se negaba
a apagarse en la orilla de la carretera.
27/02/2001
6.30 am

EL CUENTO DE GUERRA EN EL PERU


Muchos hubieran querido que esta narrativa no floreciera. Muchos desearon que no se publicara. Pero
surgió como una corriente indetenible, como los grandes ríos de los andes, dentro de la nueva generación
de escritores peruanos. La guerra interna laceraba las entrañas del país; por eso los escritores no podían
permanecer indiferentes. En la generación de los 80' Dante Castro (Callao, 1959) destaca con "El tiempo
del dolor", cuento que ganó el Premio COPE 87. Esta narración ha sido recogida por diversas antologías del
cuento peruano y traducida a varios idiomas en revistas especializadas.

ÑAKAY PACHA
(EL TIEMPO DEL DOLOR)

"El cielo se iba mudo hacia la sierra


los árboles contaban los cadáveres
los árboles se fatigaron de contar."
Antonio Hernández Pérez (poeta cubano)

Hoy por fin lo conocí cuando le dimos su barrida al caserío de Santiago en la


madrugada. A la luz de las antorchas lo vi a Marcial y era tal como me contaba
el Ciriaco Reynoso: alto, no muy blanco, de pelo largo como el arcángel que
pisa la cabeza del dragón en los cuadros de las iglesias. Algo más vería de él,
cosas que trato de olvidar pero que tenía razón en hacerlas,
cosas por las que no tengo el derecho de juzgarlo y ya las quiero borrar de mis
recuerdos. Al fin y al cabo, todos matamos esa noche y desde entonces supimos
que ya nada sería igual que antes, porque el tiempo del dolor había empezado.
Por boca de un compañero que vivía en Santiago, nos enteramos de la clave
de los cabezas negras: tres toques de silbato se responden con dos y ya se puede
pasar por el abra de la cordillera sin ser atacados por los ronderos de Defensa
Civil. Otro pelotón de compañeros se vistió de árboles, con ramas por todos
lados, para poder deslizarse en la oscuridad y un tercer
pelotón se disfrazó con pieles de llama para confundirse entre los rebaños de los
santiaguinos. "A estos jarjachas les damos con todo ahora", dijo Marcial, y era
que Santiago se había pasado al lado del enemigo robando los animales del resto
de comunidades y quemando las cosechas de los caseríos que no constituyen
Defensa Civil. Por eso íbamos bien emponchados, ocultando las armas para
agarrarlos por sorpresa. Dimos tres pitadas fuertes y nos respondieron con dos.
Esperamos un rato no muy largo y dimos dos pitadas que nos devolvieron con
tres. Entonces un rondero apareció en el camino con su lanza y agitando el
sombrero en alto. "Atracó el muy cojudo", dijo el Ciriaco Reynoso, abriendo
ladino los brazos para recibirlo. Mas apenas lo tuvo cerca, le metió el cuchillo
hasta el otro lado de las entrañas y feo sonó el suspiro del sorprendido.
Inmediatamente Eriberto Quispe se puso el poncho del difunto y caminamos
con el resto de compañeros hacia Santiago. Los nuestros gritaban como fieras
lanzándose al ataque y los santiaguinos sorprendidos en pleno sueño tardaron un
rato todavía en responder a las sombras que los amenazaban. Salieron a chocar
fierros con nuestra gente como los ciegos cuando se pierden, pero a pesar de la
desventaja sus hombres se ubicaron en los riscos de las laderas y desde allí
lanzaban piedras con huaracas hacia los atacantes de Airabamba. Marcial, con
el grupo de armados, se había rezagado observando de lejos el choque entre las
dos comunidades. Cada vez caían más piedras desde las sombras altas de los
cerros y los airabambinos comenzamos a retroceder. Tratábamos de abrirnos
paso a lanzazos y cuchilladas entre los recios de Santiago, pero las piedras
seguían cayendo como el granizo rompiéndoles la cabeza a nuestros mejores
hombres y los contrarios resistían a pie firme, devolviendo los golpes y
cubriéndose bien de las estocadas.
-¡Disparen carajo!...-gritó Ciriaco Reynoso al grupo de Marcial, que se había
quedado rezagado mirando la bronca. Pero ellos, a regular distancia, seguían
observando cómo los nuestros perdían terreno y algunos ya comenzaban a correr
con la frente chorreando sangre.
-¡Disparen cojudos! -volvió a gritar el Ciriaco, esta vez con la sangre
tibiecita corriéndose por el cuello hasta la espalda.
Los airabambinos se replegaban perseguidos a punta de lanza por los
yanahumas de Santiago, cuando en la oscuridad refulgieron los disparos del
grupo de Marcial. No disparaban hacia los santiaguinos que defendían su plaza,
sino que las metralletas apuntaban hacia los cerros donde estaban apostados los
que nos corrían a pedradas. Y era que no todos tenemos la misma sesera, pues.
El camarada había estado contando cuántas hondas y huaracas tenían los cabezas
negras y cuando las tuvo a todas ubicadas, mandó al tercer pelotón que abriera
fuego en distintas direcciones que él daba. Como la cancha tostada sonaban las
metralletas botando fuego por el cañón y los hondazos empezaban a disminuir
poco a poco, hasta que ya no nos caía ninguna piedra desde lo alto.
-¡Jajaillas! -gritó jubiloso Eriberto Quispe, levantando su machete y todos lo
seguimos aprovechando que la lluvia de piedras había amainado hasta
desaparecer, lanzándonos sobre los malditos de Santiago para exterminarlos.
Para toda mi vida me acordaré cómo el Alejo Velasco me rogaba para que no
le quitara su malvada existencia. "Perdóname, Demetrio, y les devolveremos
todo con tal que nos dejen vivir”. Pero ya estaba amargo, cansado por haberlo
correteado al Alejo hasta la acequia pegada al cerro y allí nomás le arrié con la
guadaña en el pescuezo. Me acordé entonces de todos sus abusos, de mis
últimas cabezas de carnero y hasta de las gallinas que le quitara a mi mujer el
muy desgraciado.
Cuando nos juntábamos ya para cantar, vi lo que me arrepiento de haber visto,
eso que cargo como recuerdo ingrato del escarmiento que les dimos a esos
jarjachas, hijos del pedo. El mismo Marcial con ojos de fuego, ángel convertido
en demonio, mataba uno por uno a los rendidos de Santiago, así no fueran
cabezas negras. Su gente miraba con respeto lo que hacía el
camarada y cuando se le acabaron las balas, alguien le extendió otra metraca ara
que continuara barriendo a los que faltaban.
Pena me daba un borrachito que había conocido antes. Marcial lo iba a matar
y él lloraba por su vida miserable.
-Ama wañuchiwaychischu, taitallico... (no me mates, papacito) -decía
suplicando, pero le metió un balazo en el estómago y el borrachito cayó con las
manos juntas sobre su panza, abriendo la boca de dolor.
-Imaynatan munanki ch'ayllanatataq munasunki (tal como trates igual te
tratarán) -le respondió Marcial al moribundo antes de darle el tiro de gracia.
-Atatau bendito... -dije en voz alta sin fijarme y me salió al paso Adelaida
amenazando con su arma.
-¿Qué pasa, compañero?... Vaya con su pelotón, compañerito.
Caminé entonces hacia donde se encontraban los airabambinos curándose las
heridas y cargando los cadáveres de los vecinos que habían muerto en el
encuentro. Sólo perdimos seis compañeros en el enfrentamiento, dos con tiro de
escopeta y cuatro con huaraca o con lanza. Todos los techos de paja ardieron
como si fueran bosta de vaca. Cuando nos retirábamos arreando el ganado de
los derrotados, veíamos de lejos arder lo que había sido Santiago; sus mujeres
lloraban harto a los muertos llamándolos por sus nombres y las guaguas también
lloraban en medio de la confusión. Hasta ahora sueño las caras de los difuntos
devolviéndonos todo lo que nos robaban para entregárselo a los uniformados.
*****

De tanto que le insistí a Eriberto Quispe para que me contara por qué tenía
tanto rencor el camarada Marcial esa noche, terminó hablando de esa historia tan
triste que me duele recordar. Junto con Ciriaco Reynoso somos los más
instruidos de esta comunidad de analfabetos y juntos los tres masticamos coca
esa mañana calentándonos con la pequeña fogata que prendí y lamentando la
desgracia del compañero de armas.
"¿Qué harías tú, compañero Demetrio, si teniéndolo todo en la vida y vienes a
ayudar a estos miserables, terminan dándote una patada en el culo?" Me
preguntó Eriberto antes de comenzar, mientras los palos ardían reventando
algunas veces, haciendo fulgurar el rostro de nuestro vecino.
"El buen Marcial, buen camarada, buen guerrillero, honesto como lo
conocemos los del partido, vino hace muchos años por acá para instruir a estos
indios de Santiago. Vino antes de la guerra, cuando todo estaba tranquilo, y
llegó con su compañera caminando por ese sendero de herradura que sube por
atrás."
-¿Por Piquichaki? -preguntó Ciriaco Reynoso.
"Ese mesmo. Y bueno, ustedes tampoco conocieron a su compañera que le
decíamos Rosa. Bonita era la china, blanconcita y con cara inteligente. Ellos
tuvieron la mala suerte de llegar en plena celebración de la fiesta de San Isidro
Labrador. Ustedes sí conocen cómo es la fiesta por estos pagos: se come, se
baila, se toma mucho aguardiente casi hasta morir."
-Jor, jor, jor -enseña los dientes Ciriaco recordando las fiestas. Los tiene
incompletos y los que aún se sostienen en pie están negros de caries.
"Y los chutos de Santiago que son tan buenos bebedores salieron tumbando a
Marcial, dejándolo inconsciente. A Rosa también le habían hecho beber pero
sólo estaba mareadita la pobre. Marcial, borracho hasta su mano, no pudo darse
cuenta de lo que hacían con su china."
-¿Y qué hicieron, vecino? -pregunté temiendo lo peor.
Eriberto Quispe me miró dudando si contarme o no las cosas que pasaron en la
fiesta. Bajó la mirada hacia las brasas de la fogata y volvió a clavarme los ojos
con más valor.
"Cosas feas pasaron, compañero. Cosas que dan pena y vergüenza contarlas,
porque somos de la misma provincia de estos jarjachas que hemos matado. A
Rosa se la montaron cerca de veinte indios borrachos y luego, cuando se dieron
cuenta de lo que habían hecho, los botaron de la comunidad."
-Atatau, caracho... -susurró Ciriaco Reynoso espantado.
"Así es, paisano. No le dieron cuartel a la pobre. Cuando despertó Marcial, su
mujer había sido forzada tantas veces que ya no tenía razón en su cabeza.
Luego, luego, los botaron a pedradas amenazándoles de que no volvieran por
ahí. Los de Airabamba teníamos que castigar a los yanahumas por todo lo que
les robaron a nuestras familias, por el ganadito que se llevaron para entregárselo
a los cachacos y por los abusos que les han hecho a otras comunidades vecinas.
Pero lo de Marcial es cosa justa."
-¿Y qué pasó con la Rosa, compañero? -me atreví a preguntar.
-Murió en un encuentro con los sinchis en Huanta. Ahora nuestro comandante
trata de olvidarla con el amor de Adelaida, que es una buena mujer. Ojalá tenga
mejor suerte que la anterior... -dijo Eriberto Quispe cerrando la historia. Los
últimos palos secos de la fogata se iban apagando.

*****

Ya habíamos caminado seis días perdiéndonos de las patrullas que nos


buscaban por lo que hicimos contra Santiago. Pasábamos por otros caseríos de
amigos y los encontrábamos con tanto miedo que se negaban a darnos comida
para que no los mataran luego los cachacos. Nos cerraban la puerta en las
narices y hasta nos insultaban aquellos que antes aplaudían nuestra presencia.
Evaristo Porras mató a un comerciante que venía de las montañas de San
Francisco cortando camino por la cordillera. Primero lo tomaron prisionero y
cuando revisaron su alforja le encontraron un kilo de droga. Entonces Evaristo le
rebanó las orejas al infeliz y luego de verlo sufrir, le hundió el cuchillo varias
veces en el pecho. "Esa gente para qué sirve", dijo.
Al noveno día de camino, con hambre y sin cartuchos, nos vimos de frente con
los de la Marina. Era muy lejos para que nos alcanzaran y disparaban por gusto
sabiendo que a esa distancia no nos hacían ningún muerto. No sabíamos que
terminando la bajada de Huamanmarca, al décimo día de babear de hambre, nos
batirían a su regalado gusto causándonos tantas bajas. Braulio Vílchez,
danzante de tijeras muy querido en Airabamba, quedó destrozado a balazos
sobre los cactos de la quebrada. Ni reconocerlo se podía de lo feo que le dieron.
Evaristo Porras ni siquiera se dio cuenta de que lo habían matado: se quedó
quietecito con un balazo en la frente y los ojos en blanco. La tierra recibió su
sangre que caía por goterones. A Custodio Contreras lo tomaron prisionero
cuando trataba de huir arrastrando la pierna herida. Le encontraron los petardos
que cargaba en la alforja; le amarraron su dinamita al estómago y así arrodillado
en medio de la pampa, lo volaron como escarmiento para que lo viéramos los
que estábamos escondidos en los roquedales.
Gritaban feo los marinos y supimos entonces que los sinchis no eran ni la
mitad de sanguinarios de lo que eran éstos. No me moví de entre las piedras
donde estaba escondido y los vi pasar a ellos patrullando el camino. Eran altos,
con el rostro pintado de negro, más fuertes que otros cachacos que habíamos
conocido y bien armados. Gritaban lisuras insultándonos para que saliéramos.
Pateaban a nuestros muertos con odio y hasta podría jurar por la Virgen de
Sillapata que escuché a alguien hablar como argentino. (Lo sé porque he
conocido turistas argentinos en Ayacucho. Por eso reconoci ese dejo raro.).
Después de dos días de verlos dar vueltas por la cordillera azul de
Huamanmarca, decidí moverme. Había sido piedra durante todo ese tiempo,
olvidando el hambre por el miedo que todavía insistía en paralizarme.
Arrastrándome, cogí una lagartija atontada por el sol y le arranqué su cabeza
viva aún para masticarla. Eriberto Quispe me reconoció a lo lejos y nos
juntamos con otros asustados más que iban saliendo de entre las piedras y hasta
debajo de la tierra. "Creo que estamos muertos", me dijo todo pálido y ojeroso.
Caminamos solamente, sin hablar nada ni miramos, buscando siquiera un sitio
en la tierra para sentarnos. Pronto comprobaríamos que ese sitio no existía, que
no habían caminos ni lugar a donde ir.

*****

Los de Parcorán nos regalaron víveres no porque estuvieran con nosotros, sino
porque les causábamos lástima de tan sólo vernos. Nos rogaban que nos
fuéramos. Un día má allá de Parcorán encontramos el camino hacia las crestas
de Airabamba, donde estaban muchos de los nuestros. Allí nos unimos con la
gente armada de Marcial, vi su rostro de arcángel que pisa la
cabeza del dragón en las iglesias y escuché su palabra. Su quechua estaba mejor
que antes.
La primera noche en Airabamba soñé con los muertos que nos hicieron en la
bajada de Huamanmarca. Braulio Vílchez vino hacia mí saltando en el aire con
sus tijeras que cortaban el viento, ocultando el rostro destrozado por las balas.
Evaristo Porras sonreía con su balazo en la frente y me enseñaba las orejas
cortadas al pichicatero de San Francisco. Los muertos más jóvenes de quienes
ni siquiera conocí sus nombres sonreían tendidos en el piso, riéndose de las
patadas que les daban los cachacos. Pendejos, pues... Si ya no podían sentir
nada.
Cinco días duró el descanso en Airabamba y luego caminaríamos de noche
siempre, bajo las órdenes de Marcial. Dejé por fin de ser “base” y me
incorporaron al partido. Me bautizaron con otro nombre y ahora me llaman
"Celso", aunque los vecinos viejos de la comunidad siempre se les antoja
llamarme Demetrio. Ya no cargo con el rejón, sino que me dieron una escopeta
vieja para cazar perdices. Ahora íbamos a Vizcachero, según nos dijeron, para
atacar el puesto de la Guardia Civil. Nunca me imaginé que fuera tan fácil: les
avisamos a los guardias que íbamos a atacarlos y que si se iban antes que
llegáramos, podían salvar el pellejo. Y los muy sabidos escaparon dejándonos
las armas para que no los siguiéramos. Eriberto Quispe me dijo que Marcial
había conversado el asunto con los tombos antes. Y así, con cuatro metralletas
más bajamos para la Esmeralda a ajustarles las cuentas a algunos soplones y
abigeos que colaboraban con el Ejército.

******

No les gustó a los uniformados lo que hicimos en Vizcachero y mucho menos


los muertos que les dejamos en la Esmeralda. Entre los ajusticiados hubo uno
que era del servicio de inteligencia -¿así le dicen?- y lo que más me sorprendió
que era chuto como todos, cholo como yo, feo como yo, igualito a los demás.
Solo Marcial pudo reconocerlo al verle las manos sin huella de trabajo y por esa
chispa de inteligencia que llevan en los ojos los instruidos. Le hicimos juicio
popular delante del pueblo y la gente no le perdonó al maldito supaypaguagua
ese. Yo mismo lo ejecuté con el machete y eso fue lo que menos les gustó a los
cachacos. Y sería bien importante a pesar de ser cholo como uno, porque
después de cinco días los marinos nos cerraron el paso con helicópteros en
Razuhuillca y por el callejón de Huayllay nos buscaban también muchas
patrullas de sinchis. Marcial y los que decidían con él prefirieron enfrentar a los
sinchis que a los marinos.
-Los sinchis son borrachos, pichicateros, no aguantan mucho la altura... -nos
dijeron.
Entonces emprendimos confiados el camino a Quebrada Huachanga para
bajar por ahí hacia otras bases que podían ocultarnos en los alrededores de
Luricocha. Mi coca se acabó en poco tiempo y empecé a comer yuyos que
arrancaba con las manos de cualquier saliente. Y el encuentro con el enemigo
otra vez nos agarró hambrientos y cansados. Lo peor: no había
mucha bala para meterle a las armas, en cambio ellos hasta disparaban por
gusto. Por eso en Quisoruco nos despedazaron con ráfagas y granadas.
Una vez que rompieron con la formación del pelotón, se dedicaron a
chumbearnos a cada uno por separado. Vi morir a varios de los nuevos
reclutados de la Esmeralda, maq'titos que aún no habían cumplido quince años,
que no podían cubrirse porque las balas venían desde lo alto.
Marcial nos condujo a los de Airabamba por una quebradita muy angosta
que bajaba hacia el otro lado de la cordillera. Eramos unos cuantos que
resbalábamos asustados sobre las piedras, sin saber hacia donde. Nos ocultamos
al extremo de la quebrada, en un lugar seco donde podíamos esperar a que
pasara el tiempo y los sinchis se olvidaran de nuestras cabezas.
Sentados en el suelo caliente por el sol, tomábamos aire sin hablar, mirando
entre los árboles secos una parvada de palomas serranas que iba y venía de
banda a banda, sin advertir la presencia de ninguno. Descansaban un rato en
cualquiera de las laderas y luego seguían volando de una banda a la otra, como
si se tratara de un juego entre ellas. El corazón me saltaba en el pecho y el
estómago quería aflojárseme de miedo, pero tan sólo de ver su juego inocente
me tranquilicé un poco. Así, cubiertos por esos árboles tan secos que el viento
los hacía silbar, fuimos recuperando fuerzas sin terciar palabra, esperando que
las balas dejaran de sonar al otro lado. Ciriaco Reynoso empezó a susurrar una
canción mirando a las palomas serranas cruzar el cielo por momentos.
“...Sonkuy ujupin uywakurqani urpichata lulupayaspa, qhawapayaspa, tukuy
sonqoywan... Mana uywanaqa, raphran hunt'asqa phaqarikapun...
purullantaña saqerparispa, sonqoy ujupi...”
(En las entrañas de mí corazón cuidé una tortolita ¡Con qué ternura! ¡Con qué
cuidado! ¡Con todo amor! Y la ingrata, crecidas sus alas, se fue volando
dejándome sus plumas dentro de mi corazón)

Más tarde los cachacos se dejaron sentir con sus pasos torpes, botas gruesas
que desprendían piedras al bajar por la pendiente. "No nos han visto, hay que
dejar que se vayan", dijo Marcial, y todo hubiera salido bien si no fuera por esas
cosas de la casualidad. Me convertí en piedra nuevamente y los otros trataron de
volverse árboles secos, cactos, sombras de la montaña. Engañamos a los sinchis
que pasaron casi a nuestro lado amoratados por la altura, cargando sus armas
como si pesaran un millón de arrobas. Pero no logramos engañar a las palomas
que trataron de refugiarse en el risco cubierto de malezas y espinares, donde
estábamos escondidos. Vinieron espantadas por la columna de uniformados que
bajaba tan torpemente, pero se encontraron con que otro grupo de hombres
estaba invadiendo su lugar y terciaron el vuelo así, de repente, sorprendidas por
nuestra presencia.
Ese cambio de rumbo que hicieron las torcazas, lo vieron los sinchis y
comenzaron a disparar con fuego graneado en aquella dirección. Las balas
hacían saltar pedazos de roca y levantaban mucho polvo que cegaba los ojos.
Los arbolitos espinosos y sedientos se quebraban como si fueran de carrizo .
Entonces Marcial contestó y Adelaida le siguió, como siempre, cuidando las
balas para no desperdiciarlas. Disparaba también Eriberto Quispe con la
metralleta que consiguió en Vizcachero, al igual que nuestro vecino Ciriaco. Yo
también disparaba ese vejestorio de escopeta para matar perdices y que parecía
no alcanzar al enemigo. Mi sobrino Matías Uripe les lanzó un petardo prendido
con la huaraca y los hizo retroceder. Pobre Matías, las chinas de Airabamba
llorarán su muerte en plena flor de juventud: no bien lanzó el petardo recibió
más de veinte plomos en el cuerpo. Cogí su huaraca de lana y prendí un petardo
para frenar su avance, así como lo hizo mi sobrino, y, ¡Jajaillas!, claro que lo
conseguí haciéndolos recular hasta la otra banda. Pero ya no sentía nada y mi
cuerpo se fue adormeciendo como si el sueño me agarrara de pronto, y ya no
pude alcanzar la escopeta perdiguera que se quedó allí calentándose al sol. Las
fuerzas se me escurrieron por los brazos y las piernas como muñeco de
carnavalito que quiere pararse y no puede. Todo era oscuro y más negro se
volvió el cielo hasta que ya no vi nada.
*****

-Los que mueren así de repente vienen para acá, Demetrio -sentí que me decía
sonriendo Eriberto Quispe.
-Yo no estoy muerto, vecino... -le respondí y él se burló.
-No seas cojudo, Demetrio. Mira que en este lado de la quebrada también está
Matías Uripe, tu sobrino.
-Así es Demetrio... -me dice Matías, y yo retiro mi hombro para que no me
ponga su mano manchada de sangre fresca.
Ciriaco Reynoso también está sentado con nosotros mirando cómo se agota la
batalla en lo profundo de la hondonada. Los sinchis le meten bala a los últimos
espinares que se secan donde se unen las dos laderas. Alguien les responde
desde allí, calculando sus tiros para no agotar la munición.
-Ese es Marcial... -me dice con desgano Ciriaco. Otra metralleta se siente
tabletear desde la parte alta, como si lo apoyaran.
-Esa es Adelaida -señaló con el índice ensangrentado Matías Uripe.
Los sinchis no dejan de disparar en esas dos direcciones y parece que tuvieran
muchas balas porque no se les acaban nunca. Han avanzado bastante cerca de
ellos. Ahora sí disparan con rabia contra la herida de rocas y espinos, y dos
uniformados se lanzan hacia adentro del monte. Salen con Marcial y Adelaida,
los dos con las manos sobre la nuca, empujándolos, pateándolos y sacándoles la
madre.
-Ya se jodieron -murmura Eriberto Quispe.
-Mala suerte de Marcial para con las warmichas... ¿Por qué no la mató a la
hembra, carajo? -dice Ciriaco acongojado.
Ahora que estoy muerto no sufro tanto con las penas de otro, pero aún así me
dolió ver lo que hacían estos malvados. La desnudan a Adelaida y se colocan de
uno en fondo, por orden de rango y luego por antigüedad, mientras que otros
sujetan a Marcial para que vea cómo se aprovechan de su mujer. El último la
mata, como es su costumbre. Vendría después el martirio de nuestro
comandante y si yo hubiera tenido cuerpo habría llorado de ver cómo lo
retaceaban a cuchillo.
-¡Taitallay! ¡Taitallayco!... ¿Manacho pacha quicharicuspa sonccompe
milpunca llapa sua nácacc maldicionta? (¡Padre mío! ¡Padre nuestro!... ¿No se
abrirá la tierra para tragarlos en sus entrañas a todos estos ladrones y carniceros
malditos?) -dijo mi sobrino Matías Uripe, queriendo llorar como si estuviera
vivo. La tierra madre recibió la sangre de ambos y se fundió con ella, como lo
hace con aquellos a los que la muerte les ha costado mucho dolor.
-Quisiera abrazarlo al comandante... -me oigo decir. Ciriaco y Eriberto,
vecinos míos hasta en la muerte, me miran con tristeza.
-Mira mejor las torcazas serranas que inocentemente nos entregaron a la
muerte, míralas como bandean la quebrada, Demetrio. Así, muertos como
estamos, seremos como ellas... No sufriremos más.
Entonces vino aquel remolino que hasta hoy nos lleva en su seno por los
farallones pedregosos de esta hondonada tan seca, nos estrella contra las paredes
de roca y nos filtra entre las ramas de los árboles sedientos que se mecen
despacio y son nuestras voces tristes las que escuchan los caminantes ululando
en el viento de invierno.

UN CUENTO DE LA AMAZONIA
La víbora más ponzoñosa de la amazonía peruana, la Shushupe (Lachesis Muta), se convierte en objeto de este cuento.
Los colonos andinos, en la zona amazónica, tratan de aprender diferentes recursos de supervivencia de quienes han
poblado los bosques por centurias. Los colonos aprenden de los nativos a conjurar el miedo y otros peligros. Que el
lector saque sus propias conclusiones, considerando que desde la comodidad de su hogar, es muy difícil que se imagine
una Shushupe dispuesto a morderlo. Este cuento forma parte del libro "Tierra de Pishtacos", con el cual Dante Castro
ganó el Premio Internacional Casa de las Américas 1992.

SHUSHUPE

Resbaló sobre la superficie húmeda del tronco que hacía de puente entre la
trocha y el rocotal. Quiso sujetarse pero las manos también resbalaron.
Crisóstomo cayó pesadamente en medio de la vegetación que cubría la acequia
de aguas estancadas y uno de sus pies desnudos tocó aquel cuerpo blando, de
escamas gruesas, cuyo contacto le hizo lanzar un alarido de pánico a la vez que
se desesperaba por salir hacia el camino. El machete había desaparecido entre la
hojarasca que formaba un colchón natural sobre la zanja y, en medio de la
maraña de totorillas, ya se alzaba el cuerpo oscuro de dibujos perfectos en
posición de ataque.
Crisóstomo logró cogerse del puente y salió por fin hacia la pampa recién
quemada, esquivando las raíces ennegrecidas que obstaculizaban su fuga. Se
dejó llevar por la bajada que lo traía acelerado, como su corazón, hacia el tambo
donde acostumbraban descansar los jornaleros esperando el refrigerio de las
seis.

-Míralo al Crisóstomo, óe... -comentó Manuel, arrugando el rostro enjuto en


gesto burlón.

-Corriendo como endiablado viene ¿no?... ¿Qué habrá hecho con la


herramienta? -habló Sebastián, chascando la lengua contra su bola de coca.
Algunos del grupo creían adivinar de qué se trataba. "Lo mismo de siempre",
murmuró alguien bajo la penumbra. Meneaban la cabeza, sonreían. El hombre
que se veía pequeño a lo lejos se acercaba sudoroso calmando el trote, tratando
de aparentar serenidad frente al grupo.
-¿Otra vez, cho...?

-Otra vez, pues. Me ha vuelto a sorprender -se rindió al fin avergonzado por
las risas de los compañeros de faena.

-¿On' tá tu machete? Seguro que lo has abandonado sobre el sitio de nuevo.


-dijo Manuel mientras afilaba el suyo con una lima oxidada.

La lluvia había empezado a mojar las quebradas cubiertas de selva y los


cafetales de los colonos. Los jornaleros, con plásticas sobre los hombros, se
dirigieron hacía la cabaña de Manuel para tomar el café de las seis y fuego
retornar cada uno a sus pagos.

-¿Cómo así, pues, te dejas sorprender? -le preguntó Pancha, la mujer de


Manuel, mientras preparaba el refrigerio entre el olor de la leña y la ceniza.
Los goterones implacables arrancaban a las calaminas un sonido estremecedor
y parejo, comparable con la creciente súbita del río. Pancha sacó yucas
humeantes de la olla y las ofreció en un plato que fue corriendo de mano en
mano; se rió de los dos perros y del gato que se acurrucaban juntos bajo la
cocina de leña. Sirvió café en anchas tazas de plástico y volvió a reír.

-Maricones son los hombres -dijo sonriéndole a Crisóstomo- Pensar que el


otro domingo maté una faninga con la escoba nomás.

-El michi la habrá matado -le respondió la voz de Sebastián con los carrillos
llenos de yuca cocida. Todos rieron menos Crisóstomo. Manuel tampoco quiso
reír.

-La faninga no es culebra peligrosa, pues. A ver, quisiera verte con la que lo
asusta a Crisóstomo -dijo a su mujer-. Esas cosas no son pa' andarse burlando.
Nadies tiene miedo porque quiere.

En la oscuridad el cielo escampaba y los hombres iban retirándose con las


plásticas recogidas y las herramientas al hombro. Crisóstomo se quedaba a
dormir como siempre, junto a la cocina de la cabaña, mientras Manuel y Pancha
subían al altillo para pasar la noche. El río bramaba furioso arrastrando rocas en
medio de la crecida.

-Mañana vas a tomarte el día libre, Crisos... -dijo Manuel antes de subir al
altillo con su mujer- ...Sólo quiero que recuperes la herramienta y recojas del
rocotal un saco de maduros. De ahí te vas pa' la otra banda a visitarlo a Vega.
Llévale ese regalo al viejo. Seguro que él te puede ayudar.

Lo miró con lástima antes de subir. Crisóstomo, herido en su amor propio,


quedaba allí junto a los perros y el gato para compartir el calor de la cocina y el
perfume de las cenizas. Se revolvería toda la noche tratando de dormir,
escuchando sapos y chicharras, sobresaltándose con los ladridos de los perros
que avisan el paso de alguna fiera o de la carachupa ladrona, rememorando en
sueños de pesadilla la imagen de la shushupe dispuesta a morderlo.
El día despertó con amago de diluvio. Las cumbres selváticas se hallaban
cubiertas por la densa neblina mañanera y el río había dejado de crecer,
manteniéndose parejo el caudal de aguas ocres. Crisóstomo cargaba un saco de
rocotos suspendido mediante la vincha que rodeaba su frente. Había pasado por
el puente de metal a la otra banda de río y cogió la subida que conducía a la
cabaña de Alfredo Vega. El viento se llevaba los nubarrones negros hacia los
cafetales de Tambo Real, donde seguramente iba a llover.

-Me traes rocoto como pa' un ejército -le dijo Vega viéndolo llegar, mientras
desgranaba el maíz en posición de cuclillas.

Vivía solo, sin más compañía que sus perros chuscos, en esa choza que nunca
conoció mujer. Crisóstomo descargó el saco junto a uno de los poyos de
argamasa y piedra que sostenían la vivienda.

-Buenas, don Alfredo... Este rocotito se lo mandan los Olorte.

-Ven pa' que me ayudes a desgranar. Así la muerte no te agarra ocioso.


Crisóstomo tomó el tronco donde picaban la leña para usarlo como asiento.
Con manos expertas empezó a desgranar las mazorcas sobre los sacos vacíos
que don Alfredo Vega había tendido en el piso.

-Dicen que las penas se confiesan mejor desgranando maíz. Mejor que el cura
en su confesionario... Debería desgranar maíz y así termina confesándonos a
toditos los de por acá.

-¿Qué cosas dice usted, don Alfredo? -contestó Crisóstomo con la mirada en
las manos que iban dejando desnudas las corontas.
-¿Mejor por qué no me cuentas tu pena, Crisos? Así en un ratito acabamos
con todo este fruto de Dios y me entero de tus tristezas. Vamos a ver quién
gana... Sigue desgranando ese poco con las manos, mientras que con la boca me
vas contando de ese demonio que azota tu alma.
-De repente ya le contaron... Es la shushupe, don Alfredo.

Confesó Crisóstomo sonrojado ante la mirada inquisidora del dueño de casa.


El rostro del viejo se arrugó en una sonrisa compasiva y sus ojos rasgados lo
observaron con lástima. Cuatro manos competían desgranando.
-¿No te digo que el maíz es mejor para confesarse? Seguro que el animalito
ese te persigue adonde vas. No te deja trabajar porque te espantas al verlo. La
sangre se te enfría y el corazón quiere salirse de tu pecho... No sabes qué hacer,
a pesar que tienes el machete en la mano. Nada te libra de sus ojos. ¿No es así,
Crisos?

-Parece usted adivino. Capaz ya le han contado.

-Soy algo más que adivino, mi amigo. No necesito del chisme para enterarme
de cómo son estas cosas. Pero dejémonos de hablar de uno. Terminas estito
nomás pa' que luego me acompañes al monte, aprovechando que todavía es
temprano.

El hombre joven abría camino entre las ramas y lianas que cicatrizaban una
trocha olvidada en medio del bosque. El hombre maduro pisaba sobre sus pasos
con la escopeta calzada entre sus manos venosas y ambos subían la quebrada
surcada por manantiales cubiertos de vegetación. Se agachaban, resbalaban,
volvían a resbalar, pero nuevamente se incorporaban para recuperar el camino.
Crisóstomo golpeaba con fuerza sobre los bejucos rebeldes y a pesar de que
salieron con los cuatro perros del viejo, a ninguno se le veía. Sólo en contadas
ocasiones sentían ladridos en medio del follaje y el dueño identificaba al animal.

-Ese es mi Coronel. Por su ladrido sé lo que ha visto... Está acosando al


rucupe en su guarida. Pensará que hemos salido a cazar el pobre. Ojalá no se
deje hacer daño, como l'otra vez.
-¿Y qué le hicieron al Coronel? -preguntó Crisóstomo con la respiración
agitada.

-El rucupe pendejo le clavó los dientes en el hocico y casi me lo mata al perro.
Le iba a suceder lo mismo que a mi Chino. El pobrecito Chino murió cuando el
sajino le clavó los colmillos en la panza. El perro quería cortarle la huida al
sajino, pero, por mi vejez, llegué tarde. Blanquito era el pobre, mi pichicito
lindo.

-No se acuerde de cosas tristes, don... -dijo Crisóstomo sin dejar de machetear.
-Qué me haría sin mis perros. Ellos conocen los senderos del animal. Por ahí
mismito se meten a seguirlo, agachaditos nomás pa' dentro. Si es venado o
sajino, arman su laberinto en grupo, rodeándolo, mordiendo aquí y allá, jalando
y tirando hasta que yo me ocupo de darle su bala.

-¿Pa' ónde estamos subiendo, don Alfredo? -preguntó por fin deteniéndose y
tratando de recobrar la respiración.

-Por curioso y flojo no debería contestarte... Más arriba, donde la selva se


junta con las nubes, hay una meseta de piedras solamente. Una pampa de
piedras con otra vegetación, donde se refugia el oso y el tigrillo. A veces he
encontrado boa por ahí durmiendo. Seguro serás el segundo hombre que llega a
ese lugar, después de mí. El sol tampoco asoma en esos sitios, porque hay
árboles gigantescos cubiertos de lianas y de orquídeas como nunca habrás visto
en tu vida. Pero sigamos subiendo para aprovechar el día.

Tras una hora de machetear, vieron de nuevo el sol en el claro de una cascada
que descendía de altos roquedales. El ruido del agua amortiguaba sus pasos
sobre las piedras cubiertas de musgo. Los hombres sudorosos se miraron con
satisfacción.

-En esas peñas asoma el tigrillo por una vez. Luego ya no lo verás jamás,
porque sabe que el hombre mata de lejos.
Vega silbó fuerte en varias direcciones. Del follaje intrincado y sacudiendo
las ramas más bajas de la vegetación, aparecieron sus desnutridos perros con los
lomos cubiertos de humedad. Con las lenguas afuera y respirando agitadamente,
contemplaban a su amo. Dio una palmada y silbó algo inentendible para que los
canes obedientes corrieran por la trocha recién abierta.

-Ahora sí mi amigo... Desde aquí andaremos solos -sonrió mirando la cara de


incertidumbre de Crisóstomo. Vega se puso la escopeta a la bandolera y
frotándose las manos miró hacia la parte superior de la cordillera selvática: la
parte más empinada y áspera del camino que aún les faltaba recorrer.

Para subir las manos se prendían como garfios de toda rama o liana gruesa, así
como los pies buscaban acomodarse en cualquier saliente de los roquedales. Los
hombres resbalaban y volvían a sujetarse de cualquier elemento que facilitara la
ascensión. Bufaban y resoplaban como toros furiosos tratando de vencer los
obstáculos naturales y el machete de Crisóstomo relució en escasas
oportunidades.

Luego de ganar la cumbre, Crisóstomo supo que lo que había detrás de aquella
cadena de montañas donde los colonos sacaban algunas cuadras al monte, no era
ninguna pendiente inclinada como podía suponerse desde abajo. Ante sus ojos
se extendía una meseta de selva tupida rodeada por otras crestas de cordillera,
igualmente cubiertas de espesura. Don Alfredo Vega miró regocijado la
sorpresa que causaba el descubrimiento al colono.

-¿Cuánto tiempo habremos hecho hasta acá? -preguntó el viejo.


-Más de tres horas.

-Entonces vamos apurándonos... No vaya a ser que la lluvia nos coja por
confiados.

Descendieron agarrándose de lianas secas los pocos metros que había de


diferencia para alcanzar la llanura selvática. El terreno era seco, pedregoso. Las
piedras se deshacían con sólo tocarlas y la vegetación, compuesta por árboles
diferentes a los que anteriormente conociera, no permitía ver el sol sino por
tenues haces de luz. El follaje no era tan intrincado como en las tierras más
húmedas y por eso el machete fue de escasa utilidad para avanzar entre los
claros. El novato caminaba por sendas naturales entre troncos fabulosos
rodeados de lianas y de neblina, absorto contemplando las orquídeas que se
cultivaban solas en los troncos podridos por la lluvia. Con los brazos
acribillados de picaduras separaba las lianas colgantes y seguía avanzando sin
percatarse que su acompañante se había rezagado. Vega, desde un rincón del
bosque, trataba de escuchar los pasos de Crisóstomo mientras encendía un
cigarro de tabaco fuerte.

Entonces empezó a silbar tenuemente, casi sin arrancarle sonidos a su


dentadura incompleta, en diferentes tonos acompasados. Absorbía el humo del
tabaco y lo botaba inmediatamente con energía. Siguió silbando, cambiando
paulatinamente de ritmo, acelerando el compás para luego disminuirlo y
convertirlo en un susurro monótono. De pronto oyó el grito desgarrador del
compañero. Sonrió.

Separando raíces aéreas y bejucos, llegó hasta el lugar desde donde había
partido el grito. La selva se tornó silenciosa y ni los pájaros más pequeños se
movieron de sus ramas. Allí vio la figura de Crisóstomo paralizada y con la
mandíbula trabada en un gesto grotesco de pánico. El machete yacía a un
costado. A su alrededor zigzagueaban cerca de una docena de shushupes, con su
piel oscura de hermosos dibujos de ochos. La más grande se erguía en posición
de ataque, con las fauces abiertas y enseñando el juego de colmillos venenosos
desde los cuales caía una baba gruesa hasta el piso de piedra volcánica. El viejo
sonrió a prudente distancia, al ver a su amigo paralizado frente a las víboras.

-No se mueva pa' nada, mi amigo... Sereno, quietecito nomás... Ni pestañees.


Desde aquella distancia de diez metros, sobre el claro natural de la meseta,
Vega empezó de nuevo a susurrar algo en lengua yanesha. Crisóstomo trataba
de reprimir el temblor de sus rodillas juntas, en posición de firmes. Vega
silbaba y fumaba llenando la selva de humo amargo. Subió de pronto el tono de
los cánticos guerreros y ante los ojos aterrorizados de Crisóstomo, las serpientes
iban retirándose de una en una, menos la más grande que conservaba alerta su
postura de ataque.
-Quieto, jovencito. Quietecito sino me arruina toda la operación. No se me
vaya a escapar la más treja...

Desenfundó el cuchillo y cortó una rama verde y larga que crecía con otras
entre el manto de rocas pulverizadas. Botó el tabaco sin dejar de silbar y, paso a
paso, se fue acercando al hombre acechado por la serpiente. La vara flexible
cayó certera sobre la cabeza del reptil, como un látigo. El segundo golpe fue del
todo inútil.

El viejo Alfredo Vega, sin pérdida de tiempo, abrió de largo a la shushupe


muerta y llamó al muchacho. No quiso acercarse presa aún del miedo.

-¿No ves que ya está muerta, hom...? ¡Hasta muerta le tienes miedo a la
culebra! ¡Ven de una vez pa' curarte!

Con cautela y luego con rapidez caminó Crisóstomo hacia donde estaba el
viejo acuclillado. La serpiente, abierta de par en par, enseñaba sus entrañas.
Dentro de ella yacía una ardilla alargada y cubierta de babas espesas.

-La hemos agarrado antes que se echara a dormir una siesta larga. Todavía la
hubiéramos salvado a la ardilla, si llegábamos antes.

Vega le extendió algo sanguinolento, de forma alargada, al joven.

-Es su corazón todavía vivito... Trágatelo, hom... Este es el fin de tus temores.
Desde ahora la shushupe correrá de tu presencia y te dejará pasar sin
molestarte... -le extendió el corazón.

Algo asqueroso que todavía se movía, crudo y sanguinolento, con una mucosa
amarga a su alrededor, se deslizó lentamente por el paladar de Crisóstomo.
Difícil de tragar, quiso devolverlo o vomitar en arcadas, sacudido por el
escalofrío y las náuseas que se apoderaban de su cuerpo. Pero hubo decisión de
no seguir huyendo de la víbora, más pudo la mirada del viejo Alfredo Vega que
su propio asco. Haciendo un último esfuerzo para sobreponerse a la náusea y
con los ojos lagrimosos, deglutió el órgano del ponzoñoso animal.
-Eso es mi amigo. Eso es... Te acordarás de este viejo para siempre, cada vez
que la veas a la shushupe huir de tu presencia. Sácate la camisa y déjala por ahí
cerquita nomás, pa' que su pareja se revuelque un rato. Si no puede perseguirnos
buscando venganza.

El trueno les recordó que debían volver a casa. Los páucares chismosos
anunciaron desde sus nidos colgantes que dos hombres regresaban por donde
vinieron. Antes de ascender a la cresta, Crisóstomo volteó a mirar el sitio donde
quedaba abierto el cuerpo de la víbora. Pero ya no estaba allí el animal
despanzurrado por el cuchillo del cazador: en su lugar se hallaba tendido un
cuerpo humano, abierto por un tajo que bajaba desde la barbilla hasta el pubis,
exhibiendo sus entrañas bajo el haz de luz que se filtraba en el claro del bosque.
Las hormigas anayo comenzaban a dar buena cuenta de él. Era sólo un pobre
infeliz con su mismo rostro: el rostro de Crisóstomo.

CUENTO HABANERO
En esta página te presentamos un cuento que Dante Castro escribió en su prolongado exilio caribeño.
"Ultima guagua en La Habana" forma parte del libro Cuando hablan los muertos, ganador del Premio
Nacional de Educación 1997.

ULTIMA GUAGUA EN LA HABANA


"Le propuse que fundáramos juntos el marxismo mágico: mitad razón, mitad pasión, y una tercera mitad
de misterio" (Eduardo Galeano)

Esa noche fue pesada para los dos. Se me ocurrió decirle la verdad, que me iba
en una semana hacia Lima, que ya no nos volveríamos a ver. Teníamos
pendiente un viaje a las provincias de Oriente, pasando por Santa Clara, Ciego
de Ávila, Camagüey y de allí hasta Santiago de Cuba. Teníamos entonces un
sueño difícil de realizar. Tan difícil como encontrar una guagua en La Habana
después de las once de la noche. Y eran las once.
Habíamos visto pasar la última media hora atrás. Intentamos abordarla
inútilmente. Junto a nosotros corría, ágil como una gacela, un joven negro que
gritó barbaridades cuando el chofer no quiso esperarnos. "¡Sevápalapingaaa!",
dijo aminorando el trote, viéndola partir envuelta en una humareda negra. Era
como el viaje a Santiago que nunca realizaríamos. El joven negro parecía
acostumbrado a la cotidiana frustración del transporte: limpió un lugar cerca a la
parada, se tendió en la acera y tapándose con un viejo impermeable,
delgadísimo, buscó conciliar el sueño. Nosotros preferimos caminar.
-Es la última 174 -le dije-. Mejor buscamos la 79...
-¿Hasta Miramar? -protestó ella.
-Eso, si no quieres esperar la confronta.
Qué terrible era lo de la confronta: La última guagua de las últimas, a las tres
de la mañana, si es que venía. Si no llegaba, había que esperar la de las cinco.
Era pasar de ser noctámbulos a compartir la guagua con los más esforzados
madrugadores. Escogimos el malecón; era mejor que ir por la calle Línea o por
Calzada mirando casas y edificios, envidiando a los que ya descansaban
cómodamente. En el malecón nadie duerme ni se aburre; ni las parejas que
ensayan hacer el amor inadvertidos sobre el muro, ni las jineteras que esperan
turistas mostrando sus encantos, ni los negros vendedores de la bolsa negra. Y
era prudente no hablar, si no volveríamos a lo mismo. Que si regresas con tu
familia. Que sí, que regreso, que tú sabías que era
casado. Que sí, que lo sabía, pero una siempre... Entonces no pongas esa cara
que me haces sentir mal. Que qué descarado eres tú. Que yo dije siempre la
verdad. Pero con la verdad y todo, una se acostumbra. ¡Que me cago en la
mierda, cojones! Y para eso, mejor ir en silencio.
Si se daba el caso la invitaría a soñar con el viaje a las provincias de Oriente;
total, quedaba una semana por delante. Pasaríamos de largo por Santa Clara,
Ciego de Avila, Camaguey; ya no visitaría a los amigos ni nos detendríamos en
Holguín, en casa de un mulato que odiaba a los prietos.
-Debes estar feliz -me dijo. Tenía los brazos cruzados mientras
caminaba fingiendo mirar el mar.
-Y...no puedo negarlo. Discúlpame.
-No tengo que disculparte. Yo ya no cojo lucha con nada.
-Entonces comprende...No te engañé. Siempre supiste.
-Claro, y yo hice el papelazo; fui la comemierda, ¿no?
Estábamos ya en Quinta Avenida caminando sobre las flores muertas que el
viento había botado en la acera central. Esas flores sofocadas, pisoteadas,
desprendiendo aromas sensuales como los de aquellas jineteras que taconeaban
solitarias calle abajo. De pronto me hacían recordar las sesiones para examinar
la conducta de la compañera involucrada con un extranjero. Y ella, enamorada
de un imposible, defendiéndose contra todos por un forastero que se iría
finalmente.
Reprochada, señalada, enamorada. Que con las compañeras es diferente,
compañero; que no son jineteras. Y el amor es la ecuación más difícil en todos
los sistemas.
No íbamos a repetir lo mismo de siempre. Con ese silencio impuesto entre los
dos se hacía más largo el camino desde El Vedado a Miramar. Solo nos
atrevíamos a romperlo ocasionalmente para pedir a cualquier auto una botella a
gritos. Pero también era imposible el auto stop a esas horas: nadie nos quería
llevar. Llegamos a Miramar treinta minutos después y nos sentamos en el
sardinel de la parada. Allí esperaríamos la 79.
-Compañero... ¿Hace rato bajó la guagua? ¿Que no? ¿No hay ninguna
para allá abajo? ¡Ñó, caballero!
-¿Qué hora tienes ahí, Pishtaco? -por fin volvía a dirigirme la palabra.
-Las doce menos veinte... Hacía tiempo que no me llamabas así.
-También tengo que olvidarme de eso, ¿eh? Ahora que sé que te vas...
recién estoy haciendo conciencia. Dicen que cuando alguien se va a
morir, se acuerda de todo.
-Por lo menos no vas a tener que tomar la guagua a estas horas...
-Cabrón.
Otra vez venía a castigarnos el silencio. En las casas los televisores
anunciaban el cierre de la programación; luego se despedirían los locutores y
comenzarían con las primeras notas del himno nacional. Un himno que ya se
había hecho mío. En la oscura soledad de la calle 42 danzaban a sus anchas los
murciélagos y el viento marino traía los aromas lascivos de Quinta Avenida. Era
del todo inútil hablar del viaje a las provincias de Oriente que jamás íbamos a
realizar. En pocos días estaría volando hacia Lima, a mi hogar, y me sentía
culpable de ser feliz.
Seguía contemplando el vacío, sentada con los brazos cruzados encima de las
rodillas y el mentón descansando en ellos. Cada cierto tiempo se escuchaba
mugir un motor a lo lejos y ella se incorporaba de un salto, con la mirada
espectante, creyendo que era la guagua. Eso sucedía en La Habana en plena
crisis del transporte: la desesperación por viajar hacía que la gente creyera en
cualquier cosa; al primer ruido de motores en la noche, se incorporaban
ansiosos; luego regresaban a
sus lugares decepcionados.
Planeaba inventarle algo, bajarle una estrella para que riera, y pensé en ese
ruido lejano que nos hacía incorporar creyendo que era la 79. Ese ómnibus que
sentíamos bramar en medio de la noche, pero que no veíamos aparecer: tal vez
una ilusión auditiva, tal vez otro bus de destino incierto, quién sabe si
recogiéndose totalmente vacío hacia el depósito. Esperé a que nuevamente se
pusiera de pie y regresara desilusionada.
-Es la guagua fantasma -murmuré.
-¿Eh?
-¿No lo sabes? Hay una guagua fantasma y estamos justamente en la hora de
los muertos. Fíjate que van a dar las doce.
-Ahora sí que acabaste. Encima que no voy a llegar a mi casa, tú sales con la
cabrona metafísica.
"Cabrona metafísica", claro. Y el camarada Afanasiev, el último cabrón que
simplificó el materialismo, dijo que el idealismo contradice a la ciencia y que
está ligado con la religión. -¡Já!... Coñó, que si no le invento un cuento dejo de
ser yo- Y la cabrona metafísica viene sola, como cuando hay que sentarse a
escribir. El fresco de la madrugada la puso más cerca de mi hombro, los dos
sentados en la calzada con las rodillas a la altura del mentón sin atrevernos a un
abrazo.
-El Estado les oculta estas cosas a ustedes. Imagínate el pánico, en pleno
período especial, si es que la gente se entera. La guagua fantasma existe, aunque
se resistan a aceptarlo. A cada rato te pones de pie creyendo que es tu guagua,
¿no?... La escuchas, pero no la ves. ¿Te das cuenta? Y lo que realmente pasa, es
que no ha llegado tu hora todavía... La hora de que te recojan para siempre en
cuerpo y alma.
-No seas bobo. ¿Quién te va a creer eso?
-Cuando sea tu hora, la verás llegar. Serán las doce o algo más y creerás que
tienes suerte de no seguir esperando toda la madrugada. Por eso subirás rápido y
no te darás cuenta de nada al principio.
-Acaba ya, chico. Háblame del juego de pelota...
-Espera que ahora acabo. La guagua fantasma te lleva a una gran velocidad y
ya no se detiene en ninguna parada una vez que te ha recogido. Dirás que así es
mejor -corre, chófer, corre- que así haz de llegar más rápido a casa... Pero nunca
llegarás.
-Fíjate lo que una tiene que escuchar... Como si no tuviéramos ya bastante.
-Atiende: cuando tú quieras bajar, no podrás hacerlo. Le dirás al chofer que
pare el bus, pero él... como si no te oyera. La gente que va contigo tampoco te
escucha, sinó...ya tú sabes: te apoyarían, protestarían por ti. Vas hacia la puerta
de adelante, pretendes llamarle la atención al chofer: "Hey, compañero, ¿no oyó
que bajo?". Y ahí recién te das cuenta. El chofer se está descarnando, los
pasajeros también. Todos son muertos que se ríen de tu ingenuidad. Esa guagua
a mucha velocidad sigue su
camino. Nunca se detendrá... Será realmente la última... ¿Me estás copiando?
-Oyemé... Ahora sí creo que estás tostáo... Estás loco.
Y no volvimos a discutir. Terminaban de sonar los acordes del himno nacional
de Cuba en los televisores de las casas. Las doce en punto. El fresco de la brisa
marina, la calle oscura y solitaria, los murciélagos danzando en las ondas del
viento. Y no nos atrevíamos a abrazarnos.
Ella seguía en la misma posición: con el mentón apoyado en las rodillas,
sujetándose los tobillos con las manos. Pensé que podía tenerlas frías como las
mías y mis dedos buscaron los suyos allá abajo. Manos semejantes a peces
sorprendidos por las olas, registro del corazón en cada yema de los dedos, cuello
de gatito negro que puedes sujetar suavemente, inicio de algo que...
-¡Hay Dió! -gritó espantada, ya de pie en un solo impulso.
-¡Muchacha!... ¿Qué te hice? ¿Qué te pasa?
Temblaba. Había pánico en sus ojos. Entonces supe que mi cuento estaba
bueno y que Afanasiev no había servido de mucho en tantos años. Que una
mano fría cogiéndome, chico, que quién iba a pensar que era la tuya, que para
qué inventas esas cosas.
Y vino la 79 al fin, la última guagua de la noche. Era de las nuevas, donación
del gobierno español, toda plena de bombillos y con muchos asientos vacíos.
Ella no quiso subir.
-Fíjate que es la última. Ya no hay otra después.
-Que no, tato... Que no subo
-Pero no vas a llegar a tu casa.
-Que no, mi amor... Déjala ir.
-¿Y el trabajo mañana? Decídete que ya arranca.
-Con el trabajo me arreglo luego, papi. Que se vaya, que no subo.
Dice Afanasiev -en una página digna de olvido- que en el socialismo no hay
explotadores, por eso no existe gente interesada en el idealismo y este no
encuentra difusión. Cuentan los babalawos en Cuba que Ochún se untó de miel
para tentar a Ogún y así sacarlo del monte. Dice mi conciencia que inventé lo de
la guagua fantasma para que ambos camináramos hasta la posada de Playa a
revisar ciertos conceptos.
Y Eleguá abría los caminos, y Changó y Yemayá ayudaban descansando....
Porque Ochún quiso que la noche terminara allí.
In partibus infidelium
Los líderes de las grandes rebeliones indígenas contra la opresión española en el Perú,
generalmente acabaron en el cadalso, inmolados por su justa causa y bajo tormentos crueles
que ni el fascismo del siglo XX ha podido superar. El único lider indígena que combatió con
fiereza a la Colonia y burló a sus perseguidores utilizando el refugio natural de la selva
amazónica, fue Juan Santos Atahualpa. Siendo descendiente legítimo de la dinastía Incaica, se
hizo caudillo de los Campas (Asháninkas), el grupo étnico de mayor población en la amazonía.
Nunca fue capturado ni vencido. Según la tradición oral del pueblo asháninka, se espera un
tiempo de grandes cambios (Omóyeka) en que el mundo ha de voltearse al revés: los
opresores cambiarán de lugar con los oprimidos. Este proceso social irá acompañado de
cataclismos y movimientos telúricos, así como de grandes transformaciones cósmicas. En
medio de la tormenta apocalíptica, volverá a aparecer el Pinkatzari: Juan Santos Atahualpa,
para dirigir a su pueblo. Los Shirimpiari (shamanes) al consultar con el alucinógeno del
Ayahuasca, suelen convocarlo. El convento de Ocopa, situado en el departamento de Junín,
sirvió de base para realizar las "entradas" de los evangelizadores que trataron de catequizar al
pueblo asháninka; hasta el día de hoy guarda en su biblioteca interesantes crónicas
conventuales, documentos y cartas de los misioneros. He aquí un cuento sobre esa parte de
nuestra historia.

IN PARTIBUS INFIDELIUM

Pese a que el manuscrito del Padre Lira era preciso y elocuente, sólo vine a
confirmar su veracidad cuarenta años después, cuando encontré el primer mapa
que hicieron los franciscanos de la cuenca del río sagrado. Confieso que he
quemado los originales de ambos para que no caigan en manos de alguien más
incauto que yo. Si el fuego redime del pecado, también ha de redimir del error
que guía a los presuntuosos a investigar asuntos que no les competen.
Todo comenzó por una simple curiosidad de noviciado, allá por años en que
soportaba las tribulaciones del convento de Ocopa. Me encomendaron ordenar
cientos de legajos en latín, imperecedero legado de los primeros misioneros que
se aventuraron a la evangelización de estos salvajes. Recuerdo que los estantes
polvorientos estaban empotrados en la pared de adobe que cerraba el extremo de
la construcción. Abrumado por la cantidad de pergaminos oxidados por el
tiempo, decidí desmontarlos todos y liberar los estantes para apreciar mejor
aquel frontón recubierto de infinitas costras de pintura.
Como a mis superiores no les urgía el cumplimiento de la tarea, quise
descubrir los estratos del muro raspándolos con una herramienta. Pero no era
sólo curiosidad de historiador: los novicios, faltos de experiencia y más aún de
fe, especulábamos sobre los ruidos que sentíamos por las noches. Ese muro
debía guardar algo más de lo que estaba permitido a ojos y oídos profanos.
Almas en pena de monjes emparedados, restos de rameras infiltradas en los
claustros, osamentas de párvulos abortados en los sótanos del convento. Quien
no haya dormido en Ocopa, ignora la veracidad de estas cosas.
Fui descascarando capas de pintura antigua que nada podían demostrar. El
deterioro causado por el abandono y el clima vedaban toda esperanza. Con el
mango tanteaba cada adoquín de adobe hasta que por fin mis impactos se
hicieron distintos en cierta zona. Comprobé una y otra vez que así era.
Sabiéndome solo en ese ambiente, escarbé y rompí el único bloque que sonaba
hueco.
Después de matar arañas que se escabullían a la luz de la vela, descubrí lo que
nunca debí: un tubo encerado que guardaba los manuscritos del Padre Lira
acerca de la última entrada en el Gran Pajonal, en 1729, un relicario de plata y el
ombligo reseco de alguien que pudo ser su dueño. Me extrañó que no estuviera
escrito en latín, pero en castellano arcaico entendí perfectamente las
circunstancias infaustas que determinaron el fracaso y la perdición de los
expedicionarios. Digo perdición de cordura y no extravíos de otra naturaleza,
porque los soldados españoles que apoyaban la evangelización sucumbieron a
sus pecados antes que a la hostilidad de la selva.
Durante cuarenta años he sacrificado tiempo y esfuerzos a reconstruir el
itinerario de la expedición. He comparado los datos y las coordenadas
geográficas según cartas de otros misioneros que no se ajustaban a la versión
prima. Testimoniaba Lira que los soldados extraviados en el monte, hostilizados
constantemente por los flecheros del rebelde Juan Santos Atahualpa, terminaron
por volverse antropófagos cuando no entregándose entre ellos a los peores
pecados de la carne. Aquello que calificaba su autor como nefando y después
reiteraba como sodomía fue ejercitado no sólo contra los guías nativos, sino con
soldados débiles e incluso hombres de sotana. Para entonces ya los flecheros
campas cesaban sus ataques y se dedicaban a contemplarlos desde el natural
refugio de la vegetación. Las lluvias, alimañas y enfermedades hicieron lo
demás.
Lira escapó de la barbarie deslizándose por un peñascal de cascadas
exhuberantes hasta dejarse caer en el río que menciona como el Imapiriqueni y
que ningún otro cronista conventual reconoce con ese nombre. Paradógicamente
los salvajes le auxiliaron y condujeron hasta terreno seguro, no sin antes exigirle
que participara de la gran verdad de su líder espiritual, don Juan Santos
Atahualpa, hombre poseído del delirio que sólo a las ánimas oscuras reserva el
Anticristo.
Quienes luego juzgaron y anatematizaron al Padre Lira, dejaron documentos
convencionales que nada decían de sus descubrimientos. Escribe el dómine que
mediante el brebaje que los salvajes ingerían pudo llegar a vivir en un tiempo sin
tiempo, suspendido en un limbo en el cual el hombre goza en gracia con la
naturaleza y sin conflicto con sus semejantes. Le asombró que ese espacio al
cual había intentado arribar mediante la oración y el ayuno, estaba más al
alcance de infieles que de los dedicados al culto verdadero. Por fin le reveló el
gran cacique que los expedicionarios no supieron de cual agua beber y que tal
equivocación les valió la perdición, la locura y la muerte.
Quise confirmar entonces las rutas de Lira aprovechando mis labores de
evangelizador, pero el hermetismo de los salvajes hizo infructuosa la tarea. He
caminado por senderos increíbles del Gran Pajonal, he ingerido comidas
nauseabundas y bebidas que engañan el espíritu. Por lo menos una vez tomé el
cocimiento reservado para los Shirimpiari, aquel que abre los caminos
simétricos del gran laberinto cósmico. En el centro de rutas geométricamente
idénticas vive al margen de todo tiempo mensurable don Juan Santos Atahualpa,
vistiendo cushma de radiantes dibujos enigmáticos. Allí aguarda cambios
anunciados, gozoso de participar con elevados espíritus de los misterios que
vencen a la muerte. Ingenua mi admiración ante su elocuencia turbadora, quedé
cautivado por sus siniestros presagios hasta que los efectos del brebaje se
diluyeron en mis sudores y excreciones.
Cuando mi mente estuvo despejada, intenté diferenciarme de esa greguería
nómada de rostros demudados por la estupidez que sólo causan el atraso y la
superstición. No solamente sé lo que les ocurrió a los últimos fieles que trataron
de reducir por las armas al gran Pinkatzari emplumado, sino que mis dudas
escatológicas son las mismas del Padre Lira. Desde esta celda sórdida he querido
reconciliarme con mi fe, pero a través de meses de penitencia y mortificación no
he logrado volver a ver el mundo con vuestros ojos.

SIERPE
¿Quién te dijo lo de la serpiente? ¿Ah? ¿Quién se atrevería? Uno qué sabe
cuando te dicen que estás loco, que no hay razón en tu cabeza, porque ya ni
puedes pensar que la otra gente es normal. Solamente me trajeron para acá sin
decirme mucho, a palazos y echándome agua fría, esa vez que me sorprendieron
con el taradito en el baño. ¿Por qué se espantan con esas cosas?... Está bien,
pues, está bien... Soy lo que soy. Lo que importa en la vida es saber reconocerlo,
¿no?
Yo alguna vez le conté al doctor, ese de la barba, la historia de la serpiente. No
me creyó, como no te lo creerías tú mismo si te hubiera pasado. Tendrías que
haber estado en la selva, hermano. Quien no ha estado por allá, no entiende de
estas cosas. ¿Tu sabes acaso cómo son las culebras cuando se toman la leche de
las vacas? Cuando tienes una vaca que ha parido becerro, la cuidas y quemas el
monte bajo, la paja, la maleza, para que la maldita larguirucha no venga a
chuparle el pezón. ¿Sabes acaso qué pasa con el pezón de la vaca una vez que se
lo ha mamado la serpiente? Tampoco sabes. Sabes mucho de otras cosas, pero lo
más elemental de la vida, lo ignoras. Gente como tú me encierra, me echa agua
fría, me tienden a palazos sobre el piso, pero en realidad no saben nada.
Yo llegué a colonizar el bajo Perené antes de la guerra, antes que los
senderistas comenzaran a matar chunchos y antes que comenzaran a reclutar
colonos. Ellos, que mataron a tantos, están afuera. Y yo, que sólo tengo el
recuerdo de la serpiente, estoy adentro. Así es la vida.
Cuando llegué hice varios amigos, ninguna mujer, porque las que habían
estaban ya con dueño. Luego vinieron las putas de La Merced y uno se aburría
de ver las mismas caras, las mismas várices, porque eran de última categoría
esas mujeres. Yo, deslomándome para ganarle al monte, rozando y quemando,
picado por los bichos y pensando sembrar cítricos para ganar plata. ¿Qué me
quedaba por diversión? El trago y las putas que se aparecían una vez al mes.
Después dejé de ir donde las putas, menos mal. Todos se preocupaban que no
bajara a la tienda de Bisbal a descargar los porongos... Y es que no sabían lo de
la culebra, pues. Al final se los dije y carcajearon con las muelas pa' fuera. "Está
loquito, lo ha cogido el monte", decían.
Si alguna vez te aventuras a hacerte hombre, si te arriesgas a trabajar monte
adentro, cúidate como se cuidan a las vacas cuando han parido becerro. A la
vaca, por el olor de la leche, por las gotitas calientes que va dejando caer de su
teta, la culebra maldecida la persigue así como nosotros perseguimos a una
hembra. Luego se desliza por la noche y acurrucadita con el calor de la bestia, le
chupa su pezón. Al principio nadie se da cuenta, viene todas las noches por su
ración y se alimenta. La teta se le va atrofiando al animal y ya no hay cura para
eso. Te malogra a la vaca, se pone cada vez más flaca y sales perdiendo. Así es.
Y digo que te cuides igual que si fueras vaca recién parida, porque si te falta
hembra mucho tiempo, también vas dejando tu rastro. Goteas, ¿no? Así me pasó
a mí. Noche tras noche venía la culebra a mamarme en secreto, despacito
mientras yo dormía en la tarima. Por eso dejé de ir donde las putas. ¿Qué ganas
me iban a quedar ya? Poco a poco también me fui adelgazando, como
tuberculoso; amanecía cansado y sin ganas de trabajar. "Estás poniéndote mal,
Eusebio. La selva no es pa' tí", me dijeron los amigos. Y no era eso, pues. ¡La
selva me la trago con todo!
Puse alerta el oído, puse lamparines de querosene. Quería sorprenderla cuando
viniera a alimentarse de mi leche. Quería matarla, aunque me daba mi placer. Y
eso fue lo que ganó: ¿Cómo la iba a matar si me hacía el servicio? Yo la vi, por
fin. La descubrí trepándose entre mis piernas cuando ya clareaba el sol. Era
mirada de hembra satisfecha, hermano, como de esas putas que se pintan los
ojos, pero los tenía más bonitos. Y por su boquita que me sacaba la lengua...
goteaba mi leche espesa. ¡Qué rico la chupaba! Entonces comencé a consentirla
en la tarima, despreciaba a las putas que se llevaban toda la plata que ganaba con
la venta de madera, y la culebra se convirtió en mi mujer. "¿Ya llegaste,
mamacita linda? Súbete nomás, sube que te he esperado tanto", así le hablaba. Y
ella me mamaba, pues, como si fuera pezón de vaca. Pero nunca me atrofió el
miembro, así como malograba a las reses...
Y hasta acá me han traído por esa vaina. Es que no saben estos mierdas, como
tú que no sabes nada, comelibro. Me han echado agua fría y me han revolcado a
varazos en el piso porque me encuentran con el taradito en el baño. Yo le conté
al taradito lo de la serpiente y él me lo creyó. Lo que no creía es que la culebra
no me había atrofiado como a pezón de vaca. "Bájate el pantalón, hijito. Bájate
tu calzoncillo nomás, pa' que veas lo atrofiado que estoy", le dije.
Es que tú te vas ahora con tu mujer, hermano. Yo me quedo a vivir con los
locos, como si fuera uno de ellos, sin ver mujer. Pégame si quieres, pero en su
adentro del taradito yo buscaba el mismo placer que me daba la serpiente.
¿Y sabes qué?... No es lo mismo, mi hermano.
Dante Castro Arrasco

EBANO DE LA NOCHE NEGRA


Por ahí se dice que los negros no tenemos historias, señor. Y
así, sentaditos como usté está escuchándome, mueven la
cabeza como si uno les contara mentiras. Qué si yo le cuento
de una negra bendita que tejía historias cuando éramos niños.
Qué si le digo que a esa negra la conocieron nuestros padres,
nuestros abuelos y los abuelos de nuestros abuelos. ¿Ah?... ¿No
ve que ya está dudando?
Pues esa negra se llamaba Mamá Lázara, y los muchachitos
que ya nada teníamos que hacer en los sembríos la íbamos a
buscar pa' escucharla. Salíamos al camino, a eso de las seis,
pa' ir a su choza que lindaba con la playa. Sí señor. Allá donde
ahora terminan los plantíos de calabaza y comienza la arena a
enfrentarse con las olas.
-¡Quiáce tanto neguito ocioso pol ahí! -nos decía como
peliando.
Voz chascosa que espantaba a los chaucatos. Y los chaucatos
avisan de la culebra; y el guardacaballo se come el gusano del
lomo de las bestias; y el huanchaco pica la fruta pa' comerse su
gusano. Y Mamá Lázara contaba cuentos a las seis. Óigame,
tan lindos sus cuentos como si los hubiera hecho con la espuma
del mar, como el sol de la tarde que pinta los plantíos de luz
colorá. Así de lindos eran sus cuentos. Pero pa' gozarlos había
que ser negro por dentro también. No d'esos quiay ahora, que
ni agarran lampa, que ni saben trabajar.
Nos juntábamos como moscardones mirándola a la anciana y
ella empezaba:
-Qué se van a acordal de Papá Samuel, si no le conocieron.
Nego gande era mi Samuel, como una palma de coco de’sas
que se levantan en las plazas de los pueblos...
Los más creciditos sabíamos poco de ese negro Samuel, por
oído nomás. Decían los viejos que a él lo trajeron en barco, por
los tiempos en que don Alonso Gonzáles del Valle era dueño de
todo lo que había acá. Decían también los viejos que ese blanco
era remalo y que nunca le quitó el collar de bronce a Papá
Samuel. Eso sólo se lo vino a quitar la gente de don Ramón
Castilla, que Dios tenga en su gloria, ya cuando Samuel era
muy viejo, ya cuando todo le daba lo mismo.
A ella la mirábamos con cariño cuando se emocionaba con su
recuerdo. Con lástima también: toda hueso y pellejo, unas
cuantas crenchas blancas que ni le cubrían bien el cráneo, y los
nudillos tiesos como requiebros de raíz agarrando el bastón de
huarango. Un ojo muerto en lágrimas y con el ojo bueno
mirando más allá de la reventazón, más allá de las gaviotas.
-Poque nadies se acuelda de mi nego Samuel. De joven
doblaba la herradura del caballo con una mano... Y con l’otra,
podía tranquilizá una res de un sopapo... ¡ No había varón
como él!
Eso nos gustaba de las historias de Samuel. Más que un
buchito de miel de caña. ¡Con tanta exageración! Como esa de
que había heredao el gran grito de los mandingas, de los
abuelos de nuestros abuelos.
-En ese tiempo nos habíamos apalencao sin sabé que ya
entonce éramos libres poque el Mariscal Castilla lo había querío
así. Papá Samuel estaba reviejo y no podía peliar, cuando su
vecino, el mulato Matías Mogollón, le robó el agua de las
acequias y le faltó de palabra. Entonce Papá Samuel se subió al
cerro de las lechuzas y desde ahí se quedó mirando todo lo que
había sembrao el enemigo con su agua. Temblaba de pura
cólera mi marío. ¡Qué rabia que hasía, Jesú!... Recoldando las
mañas de los brujos de Changó y Obatalá, tomó aigre hasta el
tuétano de sus güesos. Largo rato aguantó ese aigre
poniéndose morao. Y con toda la rabia que le nasía de las
verijas, gritó... ¡Gritó!... Y mucho grito fue ese, óiganme. Tan
fuelte que mató los pajaritos, las vacas, los piajenos, los
puelcos; arrancó de cuajo los huarangos, quebró las cañas del
maíz que Matías Mogollón había plantao. Mató a su mujé y a
sus hijos rompiéndole los oídos, y al mismo enemigo que se
quedó ahí tirao botando espuma po' la boca. Con ese gran grito
del mandinga, se acabó el pleito po’el agua...
Y ya no quiero seguir recordando más historias, porque una
noche Mamá Lázara nos iba a contar la última sin saberlo. Era
que nadie sabía qué estaba esperando ella pa’ morirse, así tan
viejita y dando lástima. Por Cristo que esa noche no nos iba a
cansar con cuentos de negros cimarrones ni de fantasmas que
se roban la fruta. ¡No! Algo viejo le comía el tuétano esa noche
de Jueves Santo. Algo que era de Papá Samuel.
-Así, anciano como estaba, no podía lavalse solo mi Samuel.
Yo, de tan vieja, me cansaba de lavalo en su tremenda
humanidá. Y las vecinas de otras sementeras, venían a ayudá...
Po'que era un olgullo lavalo al nego Samuel tan gande. ¡Es que
todo gande tenía él! Como que era un gusto pa’ cualquié mujé
lavale sus cosas que Dios le dió. Desde la primera vez que lo
lavaban, ya siempre querían vení a ayudá. Derpué que habían
tocao sus cosas, ya no querían a sus maríos...
Estirábamos la jeta, pelábamos los dientes pa’ reír. Pero
hasta entonces, nunca nos había contado cómo murió Samuel.
Y en Jueves Santo se le ocurrió contarlo, como pa’ hacernos
rechinar los dientes de susto.
-Estaba ya muy viejo Papá Samuel. Ya ni podía encontrá su
ropa en un cordel y siempre se orvidaba ónde había dejao las
cosas. Así, una vez se orvidó el camino de la plantación a la
casa. En Semana Santa jué, me acueldo. Caminó lejos,
derpué de su café, pa' ir a soltá el agua de la cequia. Pue nunca
volvió. Las lechuzas me contaron cómo se peldió: desesperáo,
enloquecío, todos los caminos le paresían lo mismo. Entonce
escuchó un cantito meloso que venía buscando atajo po’ el
mar: "Nego Samuel déjate amar po’ las mujeres de la mar"...
¿Y qué creen que dijo Samuel?... “Me voy pa’l mar”, eso dijo.
Se aldentró con pisada fuelte po la arena de la playa, hasta
que’l agua le daba po la sintura. Luego, hasta el pecho. Derpué,
hasta las orejas. Y flotando ensima del agua, le seguían
llegando cancioncitas melosas: “Nego Samuel, déjate amal que
somo mitá mujé, mitá pescao”. ¿Y acaso conosen de eso,
neguitos mostrencos?
-Sirenas, abuela... Mitá mujé, mitá bacalao... -decíamos
ñatos de risa, puro ojo saltón, puro diente pelao.
-Eso que nunca vieron una... Así es que se jué aldentrando.
Me lo contó la lechuza, como que la mar no me lo iba a devolvé
nunca...
Fue lo último que quiso contar Mamá Lázara ya con las
estrellas sobre su cabeza. Como que en Jueves Santo, por
Cristo nuestro señor, se ven las estrellas más grandes; como
que en esos días aflora el pescado hasta la orilla y los entierros
de los antiguos asoman por la arena. Como que en esas
noches, los perros se vuelven locos ladrando a los muertos.
El tiempo quiso cambiar entonces. Ya la neblina venía
ganándole a la playa, al arenal, a los sembríos. Mamá Lázara
mascaba su recuerdo mirando con el ojo sano tanta curiosidad.
Toda decrepitud y harapos, y sus nudillos venosos ajustando el
bastón.
-Mucha niebla, abuela... -temblábamos de frío o de miedo;
de miedo y de frío, nadie sabe.
-Y eso que ahora no oyen los tambores que’toy oyendo. Son
los cueros de tanto mandinga sumergío allá abajo. Y a esos
tambores, les acompaña el cajón de Papá Samuel.... Está
sonando aldentro del mar...
Ahí sí que nadie quería reír, señor. Ojos grandes la miraban.
Pura boca abierta con la bemba caída, como que nosotros
también estábamos oyendo esos tambores, mi don. En la
neblina se sentían pasos fuertes, de gente grande. ¡Óigame!
Unos pasos que hacían temblar la playa. A Mamá Lázara no le
daban miedo; parecía conocer de esas cosas y con el ojo sano
quería ver adentro de la niebla.
-Con miedo ¿no?... ¡No he conocío nego cobalde!
Después de gritarnos así, ya no volvió a hablar. Tampoco
quiso mirarnos. Soltó el bastón de huarango, se puso de pie y
caminó despacito. Primero un paso, luego otro. Solita enfiló pa’
la playa, con sus piernas cansadas de tantos años. Se iba
neblina adentro con sus brazos flacos por delante. Sí señor.
Casi agarrándose de la niebla. Y esos pasos fuertes del otro
lado. Y ese olor a mar enfermo.
Vimos la sombra enorme de Papá Samuel abrazándola: negro
gigante cubierto de estrellas de mar, algas, yuyos, malaguas.
Un remolino de viento que arrastraba cangrejos y plumas de
gaviota, se los llevó a los dos.
¿Que no me cree, señor?... ¿Cómo va a ser?... Mire usté sinó
esos dos peñones adentro del mar. “Parece que estuvieran
mirándose desde siempre”, dicen los viajeros.
Y es que se quedaron allí... para toda la vida, señor.

Dante Castro Arrasco

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