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A NUESTRO PADRE CREADOR TUPAC AMARU: "De tu inmensa herida, de tu dolor que nadie habría
podido cerrar, se levanta para nosotros la rabia que hervía en tus venas. Hemos de alzarnos ya, padre,
hermano nuestro, mi Dios Serpiente. Ya no le tenemos miedo al rayo de pólvora de los señores, a las balas
y la metralla, ya no les tememos tanto. ¡Somos todavía! Voceando tu nombre, como los ríos crecientes y el
fuego que devora la paja madura, como las multitudes infinitas de las hormigas selváticas, hemos de
lanzarnos, hasta que nuestra tierra sea de veras nuestra tierra y nuestros pueblos nuestros pueblos" (José
María Arguedas)
Dante Castro Arrasco (Callao, 1959) egresó del programa de Derecho de la Pontificia Universidad
Católica y continuó estudios de Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, así como
cursos de postgrado (Literatura) en la Universidad de La Habana.
Ha recibido distinciones en concursos literarios nacionales, entre los que destacan: Premio COPE
(Petroperú, 1987); Premio Inca Garcilaso de la Vega (1988), auspiciado por la Casa de España y la
embajada española en el Perú; Premio César Vallejo, del diario El Comercio (1994); Premio "Cuento de
las mil palabras", revista Caretas, en 1995 y 1997 respectivamente; Premio Nacional de Educación
"Horacio 97", etc.
En 1992 conquistó el Premio Internacional Casa de las Américas. Ese mismo año fue invitado como
ponente al "Encuentro con César Vallejo" celebrado en la ciudad de La Habana, ciudad en la que residió
hasta 1994.
Ha publicado "Otorongo y otros cuentos" (1986); "Parte de Combate" (cuentos, 1991); "Ausente medusa
de cenizas" (poesía, 1991); "Tierra de Pishtacos" (La Habana, 1993, cuentos); "Cuando hablan los
muertos" (cuentos, 1998) y una segunda edición limeña de "Tierra de Pishtacos" en 1999.
Actualmente sus narraciones son publicadas en revistas y antologías especializadas.
ALGUNOS COMENTARIOS
“Es rarísimo encontrar un escritor que reuna, en un solo libro, tantas cosas: estilo, oficio, conocimiento
de la vida, de su pueblo, del mundo. Sensibilidad, protesta, amor. Nada falta y todo está bien dicho desde
lo hondo, desde la esencia de la verdad humana” Aída Marcuse (Uruguay)
“La redondez de estos cuentos, su lenguaje en el cual retumban los ecos de otras lenguas que lo
enriquecen, lo cambian, lo ensanchan, fue mi primer descubrimiento. Cuentos de la selva, del monte o de
la ciudad donde el autor interrelaciona tiempos y espacios, tradiciones inmemoriales y nuevos mitos
aterradores, sabidurías ancestrales y la más ingobernable sin razón. Una forma de narrar que logra, a
través de un estilo que busca y consigue la sencillez, la dramatización máxima dejándola surgir de un
montaje acumulativo que hace subir en picada el clímax del cuento” Alessandra Riccio (Italia)
"Todos los cuentos de Dante Castro son de un realismo trabajado en los que se entremezcla la realidad
con la fantasía que vive en cada uno de nosotros, como los fantasmas que llevamos dentro y que aparecen
personificados en el otro. Sus personajes son seres de carne y hueso que, cuando él quiere y con esa
maestría que tempranamente ha adquirido, también son fantasmas que nos arrebatan el corazón". Marco
Martos (Perú)
"Entre los narradores jóvenes, Castro Arrasco sobresale por el conocimiento integral que posee de las tres
grandes regiones del Perú: selva, sierra y costa. En Otorongo, los relatos pares están ambientados en la
selva, y los impares en la costa chalaca (el primero y el tercero) o en la sierra convulsionada por
enfrentamientos guerrilleros del pasado -entre caceristas, iglesistas y pierolistas- (el quinto) o por la
subversión de los últimos años (el séptimo). Las creencias real-maravillosas y la tradición oral, con una
hábil recreación del humor de los narradores del pueblo, campean en las páginas amazónicas. En cambio,
los conflictos familiares y sentimentales, cargados de alienación psicológica y aliento sublevante contra los
lazos opresivos a nivel personal, alimentan los textos chalacos; mientras que la dimensión política e
ideológica, vista a una escala extensiva a la sociedad peruana, constituye el meollo de las historias andinas.
La alternancia en Parte de combate y Tierra de pishtacos es entre los relatos que abordan la guerra sucia de
la vorágine subversiva y anti-subversiva desatada en 1980, y relatos que prosiguen la ambientación
amazónica con los rasgos presentados en Otorongo, pero aquí con mayor eficacia artística y maduración
expresiva. (...) Como denominador común señalaríamos la violencia (contra fieras amazónicas, contra
familiares perversos con sus propios descendientes, y contra el orden socio-político injusto) y el culto al
coraje, en una especie de ética "heroica" que nos recuerda a Hemingway y Ciro Alegría (familiarizado éste
con la selva, la costa y, no se diga, la sierra). Buena muestra de ello es Ñakay Pacha (El tiempo del dolor),
una de las primeras narraciones de calidad sobre la guerra sucia que tanto ha enlutado al Perú. Ricardo
Gonzáles Vigil (Perú)
¡Qué buen narrador es Dante Castro! ¡Qué bien maneja la prosa, el suspenso, la configuración de sus
personajes, la tensión dramática de sus historias!
En todos sus libros hay una maduración, un ascenso, un dominio progresivo de los mecanismos del
oficio. Desde Otorongo y otros cuentos (Lima, Lluvia Editores, 1986); Parte de Combate (Lima, Editorial
Manguaré, 1991); Ausente Medusa de Cenizas (misma editorial, mismo año); Tierra de Pishtacos (La
Habana, Editorial de la Casa de las Américas, obra ganadora del Premio Internacional de Cuento); hasta
llegar al presente, Cuando hablan los muertos, Premio Nacional de Educación “Horacio 1997”, Ediciones
de la Derrama Magisterial , 1998.
La literatura de Dante Castro hunde su escalpelo en los cangilones de nuestro tiempo oscuro y fúlgido, y
de allí nos entrega protagonistas que, a veces, como en el caso de “Rencor hiere menos que el olvido”,
cobran una dimensión de pequeña tragedia griega que, por cierto, no es ajena a la belleza estremecida y
estremecedora de una prosa que -reconocemos- tiene la poesía como un punto de partida y arribo. Cuentos
como “Última guagua en La Habana”, verbi gratia, nos entregan el ingenio y la picardía de un autor joven
y plenamente dueño de sus facultades expresivas.
Uno de los aspectos que más nos llamó la atención en el presente volumen fue, precisamente, la
versatilidad de su autor para tratar temas geográficamente disímiles (situaciones en el Perú y en Cuba, para
comenzar), y el correcto dominio del lenguaje empleado en cada uno de los casos (lenguaje andino,
costeño, selvático, habanero...).
Pero no creo equivocarme si afirmo que nuestro autor se siente “como pez en el agua”, cuando aborda la
temática popular: la suya es la voz de los de abajo, pero tratada con una dignidad por todo lo alto.
Pues el problema es cuando algunos creen que tratar temas de abajo implica el descuido del oficio, la
precariedad de éste, y que sólo basta una buena anécdota para pergeñar un atinado relato: ¡craso error!
Dante parte de abajo para llegar muy alto con una literatura que dignifica al hombre, o mejor dicho, que
rescata la dignidad de éste, su inmensa, desconocida poesía, y nos sitúa frente a seres humanos que son, de
algún modo, paradigmas de aquella criatura que permanecía oculta tras los velos del olvido, entre la
parafernalia de lo populachero y deformante, ad usum.
Todo esto es lo que lo ha hecho acreedor a distinciones en certámenes como Premio Cope
(PETROPERÚ 1987); Premio Inca Garcilaso de la Vega, auspiciado por la Casa de España y la embajada
española en el Perú; Premio César Vallejo, del diario EL COMERCIO, 1994; y premio “El cuento de las
mil palabras”, de la revista CARETAS 1995; aparte del ya mencionado Premio Nacional de Educación, de
la Derrama Magisterial, que es la que ha publicado el presente volumen. Winston Orrillo (Perú)
CUENTOS
LA GUERRA DEL ARCÁNGEL SAN GABRIEL
Nadie me puede responder qué mal es el peor. Y cada vez que pido
respuestas me dicen que en esta comunidad yo estoy para responder y el resto
para preguntar. Total, para eso soy el profesor. Así dicen. Sin embargo, a la
hora de decidir por el bien de la comunidad, con las justas si me hacen caso y
hasta se ríen de lo que puedo sugerir. Yo pregunto si la presencia de los
«cumpas» es buena o mala y me dicen: «¿Cómo preguntando usted, pues?... Pa'
eso es instruido, ¿no?» Y se ríen todos desmuelados, como haciéndome cojudo.
Peor si los notables están borrachos: «jorobado, curcuncho», se burlan de mi
triste aspecto sin considerar que yo les enseño a sus hijos. Y es que Dios me
puso esta maldita montaña para que la cargara sobre mis espaldas por algún
pecado del cual no me acuerdo. Duele bajo el poncho en las noches de heladas y
me avergüenza en el verano cuando hay que descubrirse. Y no me responderían
tampoco si les preguntara sobre esto, como tampoco me responden cuando les
pregunto qué mal es el peor.
Todo Yuraccancha se comporta como si el futuro se lo hubieran comprado.
Si los Sinchis vienen les damos su pachamanca, chichita de jora, aguardiente y
hasta pisco de tuna. Cantamos el himno nacional, sacamos la bandera del
colegio y la lucimos en la placita de armas. Si vienen los «Cumpas», sacamos la
bandera con la hoz y el martillo, cantamos «salvo el poder todo es ilusión» o
«por montañas y praderas», y seguimos viviendo al margen de la guerra sin
habernos alejado de ella.
Yuraccancha sabe vivir, tiene un mensaje diferente para cada persona que se
acerca por estos pagos y eso lo aprendimos de tanto comerciar con la caña.
Nuestro cañazo es el mejor y por eso el resto de comunidades de la provincia
hasta nos regalan hembras. Don César Huamaní, alcalde, Alejandro Lucero,
teniente-gobernador, Lauro Choque, teniente-alcalde, y otros notables se hacen
buenos billetes con el alcohol. Ahora también con los alimentos que envía
Defensa Civil. ¡Semejantes sinvergüenzas! Y cuando vienen de Lima los
periodistas, ellos lloriquean y moquean en quechua suplicando más ayuda.
Pero Yuraccancha no podía seguir siendo de dos bandos sin optar por nin-
guno. Se acordarían de mis preguntas tan despreciadas por estos indios
cazurros, cuando los «cumpas» empezaron a presionar. Primero exigieron que
parte de las cosechas se destinaran para alimentar a los que estaban combatiendo
en las alturas. No era mucho lo que pedían, entonces todos aceptaron felices,
bebieron y bailaron con ellos al igual que hacían con los Sinchis en las contadas
ocasiones que venían. Después exigieron una cuota de ganado para hacer
charqui y llevarlo también a los que peleaban en los cerros. Y la gente aceptó.
Pero lo que les amargaba peor que hiel en la boca a los más viejos, era que
arrearan a los maq'tas a la «Escuela Popular» para adoctrinarlos y,
posteriormente, se los llevaran a combatir. Muchos ya no regresaban.
Yuraccanchinos los hay ricos y pobres, si es que se puede llamar ricos a estos
comerciantes que acumulan algún dinerito, y pobres a otros que sólo viven del
campo. Cuando los campesinos se quejaban de las levas que hacían los
«cumpas», el alcalde César Huamaní les respondía que ésa era la cuota que
debíamos pagar por seguir viviendo en paz. Igualito hablaba el muy ladino
cuando las mamachas venían a quejarse de las violaciones que hacían los
Sinchis a sus hijas. Nacieron de los Sinchis hijos sin padre. Pero nadie imaginó
las atrocidades que vería nuestra comunidad después del segundo año de
violencia. Nadie calculó las lágrimas que arrancarían a las madres de los
nevados que rodean la corta llanura de Yuraccancha.
-¿Qué te pasa don Alejandro? -le increpó una anciana-. Cuando me quejaba
de la suerte de mi nieta abusada por los Sinchis, nada dijiste. Te metiste la
lengua al ocoti ¿no? Mafioso, peor que el zorro eres. Y cuando los
«compañeros» se llevaron a los maq'titos para la guerra, tampoco dijiste nada.
Ahora que tocan tus negocios, llamas a asamblea para palabrearnos bonito.
Pero el Alejandro Lucero tenía argumentos. En las fiestas había regalado
aguardiente a los hombres del común, sin ser mayordomo. No en vano, había
sido dirigente de la Asociación hijos de Yuraccancha, en Lima, ni por gusto
padrino de múltiples equipos de fútbol, representante, inaugurador solemne y
chupa medias del diputado por la provincia, entre otras lindezas. Igualmente su
compadre, el alcalde César Huamaní. Ya estaban hablando de que «ésta ha sido
la gota que derramó el vaso», que «ya no soportamos un flagelo más».
Nadie sabe si fue por casualidad o alguien les avisó, pero durante algún
tiempo los «cumpas» se desaparecieron del lugar, y sólo veíamos a los cóndores
trasponer la cordillera blanca que flanquea la herida de Yuraccancha.
Llegando al mes, en plena noche de granizo, recibimos la visita de tres
guerrilleros hambrientos. Los perros no los ladraron como otras veces y sólo se
limitaron a aullar con un quejido triste y prolongado. Los visitantes tenían los
rostros amoratados de frío y los labios rajados por la sequedad del viento de
cordillera. Pregunté al más joven su edad y él me respondió todo chaposo,
sonriente.
La semana fue de mucha pelea entre la gente que apoyaba la atrocidad y los
que criticaran la conducta de sus principales. Don César Huamaní había corrido
a matacaballo a la base de Huancapi para solicitar la presencia de los Sinchis.
Orgulloso regresó luego de tres días en compañía de los uniformados y algunos
periodistas. Lo entrevistaron y el muy zorro sólo respondía en quechua
poniendo esa cara de indio desamparado frente al traductor y las cámaras.
¡Incluso lloraba el muy desgraciado!
-¡Ya vamos a caerle también a los amigos de los «cumpas»! ... ¡Varios deben
haber por aquí! -y volteaba en mi dirección sonriendo.
Ahora sé por qué seguía llorando el ladino Huamaní cuando se fueron los
Sinchis y los periodistas. A pesar que lo nombraron «ciudadano ejemplar»,
«heroico defensor de la patria», «ejemplo de civismo» y otras galas, todos se
iban por donde vinieron sin dejarle ninguna protección para su inmunda persona.
Tanto sus familiares como los Choque y los Lucero, quisieron hacer una nueva
asamblea para formar eso que los Sinchis llaman «rondas» o «defensa civil»,
pero los del común no quisieron asistir. Convocaron a los escolares, pero los
muy matreros preferían ir a cazar torcazas o a torturar sapos antes que desfilar
con palos y rejones por la plazuela.
En los siguientes días los hijos de los alcoholeros empezaron a faltar al
colegio y a veces los veía vagando por las chacras, conversando con otros
mocosos. Valientes seguro se sentían.
-El que tiene plata no necesita colegio -me respondió uno de los gemelos
Yaranga-. Basta con saber sumar, restar, es lo que entra y lo que sale. ¿Pa' qué
más?
Cogí miedo y me fui dándole las espaldas, sintiendo sus mofas e insultos,
soportando los terrones secos que lanzaban sobre esta joroba maldita que no
merecí tener.
Pero nadie tenía oídos para sus necias palabras. Cientos de rostros cubiertos
nos observaban imperturbables mientras los tambores aceleraban el ritmo y
sonaban los huakrapukus hechos de cuerno de toro. El segundo petardo de
dinamita remeció la tierra y las guaguas huían como vizcachas ante el trueno
buscando refugio. De pronto todo se hizo silencio. El eco de la explosión se
agotó en el aire y nos miraban a lo lejos, inexpresivos, como fundidos en bronce.
Uno de ellos gritó algo inentendible mostrando en alto el fusil, y el resto lo
siguió coreando la consigna, levantando sus armas. Volvieron a tronar los
tambores y los guerrilleros empezaron a descender por los caminos del ganado
hacia la carretera que conduce al caserío. Llegaron por fin a la plazuela
formados en pelotones y vociferando lemas, repitiendo las mismas cosas hasta el
cansancio.
-¡WAIÑUCHUM YANAHUMAS!
Jóvenes armados ingresaron casa por casa en busca de los Lucero, de los
Yaranga, de los Choque, de los Huamaní. Sólo dejaron a las criaturas, al resto
los sacaron en vilo. En medio de la plaza mataron primero a los más viejos
utilizando cuchillos para degollar carneros. Vimos boquear y temblar con los
estertores de la muerte a Lauro Choque: No pudo evitar con sus dos manos que
siga manando sangre de su yugular; se sujetaba con ambas el cuello pero entre
los dedos se le escapa la vida. A las mujeres viejas las mataron aplastándoles el
cráneo con pesadas piedras. Los hijos de Alejandro Lucero y de César Huamaní
presentaron resistencia, pero fueron reducidos a culatazos y colgados con sogas
de cerda del travesaño de la escuela. Pataleaban amoratados por la asfixia hasta
que sucumbieron con los ojos saltones a la muerte. Quedaban maniatados y
desnudos César Huamaní y Alejandro Lucero esperando peores castigos.
Mientras tanto, los techos de sus casas ardían llenando las quebradas de humo
negro. Los tambores de piel y los cuernos de toro no dejaban de sonar lúgubres,
como melodía de una pesadilla.
A las cuatro de la tarde, la calle principal del caserío se nutrió de los balidos
de todas las ovejas de Yuraccancha. Junto con ellas marchaban las pocas reses
que poseía la comunidad y también los caballos y las llamas. Los «cumpas» las
arreaban a latigazos y puedo asegurar que en toda una vida jamás las escuché
balar así: Parecían adivinar que nunca más volverían a ver la tierra donde
nacieron. Era un balido triste, un llanto de despedida igual a los harawis que
cantan las mamachas cuando alguien se va. Así los «cumpas» castigaban a
Yuraccancha llevándose como botín de guerra todos los animales, excepto los
perros. Y los habitantes del caserío vieron impotentes cómo esa columna
enorme de animales caminaba por el sendero de herradura que conduce hacia los
nevados, igualito como si se fueran al cielo, perdiéndose de vista allá donde se
juntan las crestas de la cordillera con las nubes.
-Chau, profesoracha... -me dijo cariñoso un maq'tito con el rostro cubierto por
un pasamontañas rojo. Miedo me dio no saber de quién se trataba. Mi alumno
seguramente habría sido y, antes de unirse al grupo que cubría la retirada de los
«cumpas», me obsequió una manzana. Llevaba el arma terciada a la espalda y
desapareció a lo lejos haciéndome adiós con su mano pequeña aún.
Al caer la noche supimos que se acabaron los Lucero, los Huamaní, los Cho-
que y los Yaranga. Nadie volvería a apellidarse así por estas serranías.
También, con la destrucción de sus alambiques, acabaría la célebre fama de
destiladores de aguardiente que conservaron orgullosos los yuraccanchinos
durante siglos.
II
Soñé esa noche con los alcoholeros que habíamos visto morir en la plaza,
todos tirados panza arriba, degollados, capados, mutilados, ahorcados. Al me-
dio de ellos lucía la imagen del arcángel San Gabriel, patrono de Yuraccancha,
triste y olvidado al centro de la plazuela como en su fiesta patronal, cuando
todos se divertían recordando apenas su celebración. San Gabriel, vestido de
lentejuelas y cubierto de milagros de plata, me conversó toda la noche. Me
contó de la vaina que era ser patrón de una comunidad de alcohólicos y
fornicadores. Dijo que ya estaba cansado y que ya no quería seguir siendo San
Gabriel. «¿No quieres ser tú San Gabriel?», preguntó poniéndome una mano
blanquísima en el hombro. Yo reí de buena gana, a pesar de estar entre tanto
muerto. ¿Cómo voy a ser, pues, San Gabriel?... ¿Acaso alguien ha visto un San
Gabriel cholo, feo, jorobado?... ¿Acaso un cobarde como yo puede ser arcángel
y derrotar a los demonios de toda especie? Hasta profesor puedo ser. Y eso,
con el favor de los comuneros de Yuraccancha. Pero los arcángeles son
hermosos, no como uno que mueve a lástima.
Le contaron los más habladores cómo había sido la masacre y que los
«cumpas» amenazaron con matar a todo aquel que se atreviera a mover los
pedazos de los difuntos.
-¿Y qué se han creído, cojudos?... ¿Acaso nosotros vamos a levantar esa por-
quería? -dijo el oficial antes de ordenar que hiciéramos tan asquerosa tarea.
Picados por las gallinas, mordisqueados por los perros y cubiertos de moscas,
así tuvimos que recogerlos ante los cañones amenazantes de las metralletas.
Igual nos hicieron arrear las banderas, pero como no encontraron pintura en
ninguna parte, los lemas y símbolos se quedaron adornando las paredes. Sobre
todo el que decía: «El partido tiene mil ojos y mil oídos».
Ahora tenía que dictar clase en la casa comunal y, cosa de broma, el teniente
que mandaba a los «cabitos» era mi alumno. ¿No tenía vergüenza, tan grandote
y escuchando clase con los changos? Me enteré que se hacía llamar con el alias
de «Coster» y que ni los mismos soldados sabían su apellido. Una vez le
pregunté al teniente «Coster» qué significaba su alias y me dijo algo que no me
pude explicar:
Eso dijo. Sin querer empecé a tomarle simpatía, sobre todo por la atención
que ponía en mis palabras cuando dictaba la hora de historia. ¿Tanto le
interesaba ese curso? Con humildad también le pregunté otro día por esa afición
y él me dio la respuesta a todas mis interrogantes.
-A ustedes los maestros hay que vigilarlos. Les lavan el cerebro a los
mocosos con ideas subversivas. Desde ahora quiero que enseñes cosas útiles.
¿Entendido? Déjate de andar enseñando cosas de la provincia. Háblales de
Europa, de países avanzados... Enseña en castellano, siempre en castellano, para
que se vayan olvidando del quechua.
-Pero, señor teniente... -me atreví a opinar- ...el programa del Ministerio de
Educación dice...
Cuando me soltó noté que le temblaban las manos y que tenía los ojos como
dos tizones ardientes. Se fue mascullando algo que con las justas alcancé a
entender y que sirvió de explicación a otra de mis interrogantes.
-La culpa de todo la tiene Pizarro... Otra cosa sería el Perú sin esta raza mal-
dita -. Y se esfumó.
Coster no me inquieta tanto. Es cierto que cuando me mira desde su alta esta-
tura me hace sentir menos que un batracio, como si a uno lo hubieran hecho mal,
igual que si fuera una equivocación de la naturaleza. Pero no le tenía tanto
miedo. Los que me inquietan y dan más pavor son esos bestias que salen todas
las mañanas al despuntar el alba, a correr por los alrededores. Van trotando con
el torso desnudo sin importarles el frío de la madrugada, todos con el puñal en la
mano. Salen de dos en fondo y repiten lo que va cantando el sargento.
-¡El soldado!
-¡EL SOLDADO!
-¡No se cansa!
-¡NO SE CANSA!
-¡De matar!
-¡DE MATAR!
-Guerrilleros
-¡GUERRILLEROS!
-¡Y tomarnos!
-¡Y TOMARNOS!
-¡Su sangre!
-¡SU SANGRE!
Cada parte la repiten gritando a todo pulmón, igual que los «cumpas» con sus
consignas. Y cuando un perro tiene la mala suerte de cruzarse en su camino, lo
matan a puñaladas y beben tibiecita su sangre. Se embarran el rostro con la
sangre del animal, con las tripas también, y continúan su recorrido. El perro
muerto se lo llevan a la guarnición. Dicen que para el rancho.
-¡Me mataron mi perro, carajo! -le dije al teniente Coster, con lágrimas en los
ojos, pero él sólo me miraba impasible detrás de sus lentes oscuros, como si uno
fuera menos que un insecto.
Por eso, cuando mi mujer me dijo que los «cabitos» habían invitado a la
comunidad una pachamanca en el cuartel, yo le dije que no fuera. Ella insistía
en ir por esa vanidad que tienen las mujeres de lucir sus galas y que las miren.
No me dejé convencer por sus súplicas y el tiempo me daría la razón. El resto
de las warmas habría pensado igual, porque el día de la pachamanca lucían
como antes de la guerra, con polleras de colores y flores frescas en el pelo. Los
hombres con saco y sombrero oscuro acompañaban a sus damas de polleras
bordadas y mantos nuevos. Muchos soñaban con casar a sus hijas o a la
hermana solterona con militares, o simplemente querían aprovechar la
oportunidad de echarse un trago para olvidar tanta violencia y amargura. Vimos
así a mucha gente entrar por el portón de lo que antes fue escuela y convirtieron
en cuartel.
Perro comieron.
Pero eso no fue lo peor. Los yuraccanchinos, por generaciones, son débiles
para rehusar el buen aguardiente y por eso se excedían los hombres en beber y
las mujeres se excedían bailando con los cachacos. El bailongo amenazaba
prolongarse más allá de la tarde y los hombres seguían bebiendo ante la mirada
de culebra de los soldados. A las seis de la tarde vimos como las puertas del
cuartel se abrían de par en par y al medio de la calle, fueron sacados a culatazos
y patadas todos los varones de Yuraccancha. Las mujeres se quedaron adentro.
-¡A mí que soy una vieja! ... ¡No tienen madre estos supaypaguaguas!
Igual estaban los escolares. Hablaban mucho en secreto y por más que les
preguntaba, nada podía sacar en claro. Eso sí, me miraban con harto respeto, no
como al resto de varones de Yuraccancha que lloraban aún la violación de sus
mujeres y sus hijas sin haber podido hacer nada.
Sólo las mujeres tuvieron humor para ponerse sus mejores polleras y lavar
sus trenzas con boliche y agua de romero. No obedecían ni a sus maridos ni a
sus padres, declarándose en franca rebeldía contra la autoridad de los hombres
de Yuracchancha.
Y cantando villancicos al Jesucito se iban las warmas esa noche por los
caminos de la comunidad, como si fuera una procesión, cada una con su cirio de
sebo entre las manos. Así como danzando al son de los villancicos que les
enseñó alguna vez el padrecito Rodrigo, llegaron al caserío y cruzaron por la
enrevesada calle principal hacia la plazuela donde estaba el cuartel. Los cacha-
cos dispararon al aire previniendo una asonada, pero a la luz del reflector
reconocieron a las mujeres que por la fuerza habían compartido sus caricias con
ellos. Entonces empezaron a lanzar silbidos y palabrotas. Incluso Coster salió
por encima del muro, todo borracho y despeinado.
- ¡Seguro quieren más verga!... -gritó- ¡Ábranles la puerta y que entren de una
en fondo para darles sus pascuas!
-Putas, carajo... ¿Por qué no he muerto antes de ver tanta desvergüenza? -se
lamentaba mi vecino Najarro escuchando el jubileo que los uniformados hacían
ante la presencia de las pasñas.
-No se aflija, amigo Toribio. Son tiempos de guerra los que vivimos -le dije
tratando de consolarlo.
-Ni trago tengo para sufrir menos en mi alma atormentada -siguió hablando,
repitiendo el estribillo de un huayno-. Así no quiero vivir... Quiero esta misma
noche buscar quién me dé la muerte.
Sentimos el llanto de las mujeres y otros quejidos. Algunas de las pasñas que
habían ingresado para festejar con los «cabitos» iban apareciendo poco a poco,
casi desnudas y con el pelo chamuscado. Trataban de cubrirse sus partes con
ambas manos en medio del frío de cordillera. Los vecinos las tapaban con
mantas apenas veían aparecer una y le preguntaban por la suerte de la hija o de
la hermana y hasta por la esposa. Varias habían muerto.
Acuerdo fue de todas ellas entrar al cuartel para arroparse bajo las frazadas de
los «cabitos» y luego, en plena madrugada, atravesarles el corazón con esos
alfileres de platería tan largos que usan las chinas de estos pagos para sujetarse
el manto. Pocas consiguieron matar a su cachaco y otras fueron sorprendidas en
el intento. Esas murieron primero.
Los soldaditos que salieron hacia el anexo Pukacruz para castigar a los que
mataron al alcalde, jamás regresarían. Los «cumpas» les armaron emboscada a
medio camino y dicen que nadie quedó vivo. Aquí los pocos heridos que
quedaron entre las ruinas de lo que fue cuartel y antes era colegio, no querían
que les ayuden. Amenazaron con disparar al primero que se acerque, a pesar de
que ni siquiera tenían fuerzas para sujetar el fusil. De eso ya se daban cuenta los
changos del colegio y les gastaban bromas del mal gusto, burlándose de su
debilidad. Pasaban los mocosos corriendo con sus huaracas de lana o con
hondas de jebe lanzándoles piedras y luego desaparecían.
-Esto se va pa' peor, maestro... -me decía un comunero adulto-. Ahora van a
venir más cachacos y nos harán sufrir por lo que hicieron estas locas con el
cuartel. Debemos marchamos de aquí. Quemarlo todo. Pedir al resto de
comunidades y anexos que nos acojan. Hasta gratis podemos trabajar para ellos.
Dicen las malas lenguas que las mujeres y los chicos remataron a pedradas a
los heridos que se estaban pudriendo al sol. Peores lenguas dicen que eso lo
aprendieron de los «cumpas» cuando ajusticiaron a los alcoholeros.
Todos huían con sus cosas. La cargaban al hombro y llegaban así a los
caminos, porque acémilas ya no existían. Los que decidieron refugiarse en las
comunidades vecinas fueron los de edad adulta, casi todos hombres, y las
mujeres en cambio preferían marcharse junto a los muchachitos del colegio,
hacia las montañas de Q'oripata. No querían andar con quienes no supieron
defender su honor ni vengar su humillación. En Yuraccancha quedaron los
viejos y la Clotilde Najarro junto a algunos pusilánimes que no sabían qué hacer.
Creyéndome seguro en las cuevas donde las aves de rapiña hacen sus nidos,
olvidé allá por unos días, junto a mi mujer, el miedo de vivir en Yuraccancha.
En la madrugada del noveno día me despertó un silbido que no era del viento ni
de culebra, sino de gente. Terror sentimos y nos acurrucarnos debajo de los
ponchos esperando la muerte.
¿Qué vienen a buscar de este pobre profesor sin escuela? ¿Acaso yo puedo
darles a todos de comer? Si con las justas mascamos algo de charqui entre yo y
mi mujer y bebemos la nieve derretida que nos amorata los labios. ¿Qué les
puede dar este jorobado inservible que se cansa cada cincuenta metros por el
peso que lleva en la espalda?
Maximino Guzmán me dijo que podía conducirlos en ese viaje incierto para
ponernos a salvo de los cachacos. «Por algo eres, pues, profesor» dijo él, y yo
que había escuchado tantas veces la misma vaina, dudé. No fui político, no tenía
ese don de mandar a otros ni tenía ideología
Así empezamos ese duro peregrinar, perdiéndonos de las patrullas de los Sin-
chis y otros uniformados, caminando de noche y ocultándonos de día, robando
los ganados de los yana-humas o asaltando camiones de alimentos en medio de
la puna. Los maq’tas aprendieron a disparar con las armas que se robaron del
cuartel y los pocos soldaditos que desertaban de otras guarniciones hartos de
tanto abuso, se nos sumaron. En un principio sólo las aves de rapiña que vuelan
muy alto y las vizcachas que agüeitan entre los roquedales, se enteraron de esa
masa de changos y mujeres que andaba por las montañas sin rumbo ni
disciplina, desplazándose como una horda y arrasando con todo lo que se oponía
a su paso.
Cuando los helicópteros se cansaron de peinar la zona, subieron los soldados
en camiones a Yuraccancha. Seguramente estaban alarmados al no recibir señal
de la radio del difunto Coster. Con el rostro tiznado de betún y las armas listas a
disparar entraron por la calle principal deteniendo a las pocas mujeres y
ancianos que encontraban en su camino.
-¿Me quieres agarrar de cojudo? -vociferó el oficial cerca del rostro del
prisionero. - ¿Sabes que te puedo desaparecer?... ¿Ah?
-¿Y quién hizo esto?... Yo pregunto y dicen que no fueron los luminosos. Me
quieren agarrar de cojudo, entonces. ¿Acaso fue el Arcángel San Gabriel?
Enero, 1989.
PEPEBOTAS
(Dante Castro Arrasco)
Quién le iba a decir a usted que ese hombre se buscaría su propio mal. Le
llamábamos Pepebotas, aunque su nombre verdadero era José Peña. Ganadero
que creció desde abajo y a punta de esfuerzo, habría sido feliz si no se hubiera
atosigado de tanto orgullo. La vanidad pierde al hombre, eso es tan cierto como
que me llamo Juan Cortez.
-No hablemos de política, don Pepe. El alcohol es mal consejero para eso.
-Claro pues, qué vas a querer politiquear ahora. Te has pasado años
prometiéndole a la gente lo mismo, diciendo que todos seríamos iguales. Ahora
que a los comunistas se les cagó el pastel, no quieres hablar de política.
-Lo que pasa es que los comunistas como tú son unos cobardes.
-No todos, don Pepe -acoté-. Hay de los que guerrean con armas.
Señaló sus botas que habían perdido brillo con el barro y la sangre ajena. Una
pena, le digo. Luego se dedicó a limpiarlas con un pañuelo tan bonito que no
merecía ese oficio.
-A los terrucos los han abatido como a cuyes. Tengo amistades militares,
políticos también, que los tranquilizo con una ternera. Ese es el verdadero orden,
carajo. La ley de la vida está escrita con plata.
-Con los que tienen culpas, es justicia.... Con los inocentes, es abuso.
-¿Por qué eres tan indio, tan huevón?... ¿Acaso no has servido en el ejército?
-Por lo mismo.
-Abusar de un don nadies, pasa. Si llegan, yo les hablaré. ¿Sí o no, mi futura
autoridad? Te voy a hacer subprefecto moviendo influencias del gobierno.
-¿Agua?.... Agua toman mis reses, muchacho. Sírveles cerveza a estos héroes
que patrullan los montes. ¡Yo pago!
-¡Para invitarles, no se pregunta cuántos son, sino que vayan entrando! ¿Una
caja es suficiente?
-Mira Ostolaza, estos jóvenes dan su vida para que tú sigas haciendo plata.
Ellos combaten al terrorismo. ¿No es un orgullo brindarles cerveza?
-No estoy de acuerdo con lo que está haciendo, Peña. Por más que usted
invite...
Las botellas seguían circulando entre la tropa. Pepe Peña volvió a enfangar sus
botas nuevas saliendo al medio del camino para indicarles con detalle por qué
sendero estaban los pagos del pasqueño Obregón. Todavía había luz en su
cabaña. Tres soldados fueron comisionados para traerlo.
-¿Y por qué este caballero te ha dado de trompadas?... ¿Ah?... ¿Por gusto?
-Por abuso nomás ha sido, señor... Nada le he hecho para que me ponga la cara
así. ¿Qué culpa tengo yo?
-Tranquilo, amigo... Está aquí la fuerza armada para eso. Más bien invítenos
otra rueda, si no es mucha confianza.
-Plata tengo... Y pago por ver. Ostolaza, bájate una docena más.
-Le pegó por sus ideas subversivas, ¿no? ¿O es que acaso también agita a la
gente?
-Lo que a hecho usted, don Pepe, no tiene nombre. ¡Tanto rencor!
-¡Mierda! Si parece que estuvieran confabulados con él. ¿No será que ustedes
son también agitadores?
-Tómenle las medidas que quieran. Salud por la fuerza armada. ¡Viva el Perú!
-Antes de retirarnos, quiero brindar con usted, amigo Peña. Pero como
acostumbramos a brindar nosotros. ¿Me permite?
-Quiero brindar con todos por nuestro padre fundador, José Gabriel
Condorcanqui, por el Ejército Popular Tupacamarista, por el socialismo. ¡Viva
el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru!
-¡Viva!
-¡Patria o muerte!
-¡Venceremos!
-¿Lo dices por los uniformes?... Se los quitamos a unos cadáveres que estarán
mosqueándose allá lejos.
Le habían quitado diez mil soles, de los cuales nos obligaron a aceptar mil
para cada uno. Al pobre Obregón, le dieron el doble que a nosotros en
compensación de sus heridas. Y yo le puedo decir que nunca antes había visto,
fuera del cine, balancearse un ahorcado con botas vaqueras: le faltaban las
espuelas tintineando.
La noche se los tragó entre el aullido fúnebre de los perros. Solo se quedó
Obregón contemplando al muerto a la luz de la luna amanecida. Un brillo
cósmico le resplandecía en los ojos, como las chispas de la fogata que se negaba
a apagarse en la orilla de la carretera.
27/02/2001
6.30 am
ÑAKAY PACHA
(EL TIEMPO DEL DOLOR)
De tanto que le insistí a Eriberto Quispe para que me contara por qué tenía
tanto rencor el camarada Marcial esa noche, terminó hablando de esa historia tan
triste que me duele recordar. Junto con Ciriaco Reynoso somos los más
instruidos de esta comunidad de analfabetos y juntos los tres masticamos coca
esa mañana calentándonos con la pequeña fogata que prendí y lamentando la
desgracia del compañero de armas.
"¿Qué harías tú, compañero Demetrio, si teniéndolo todo en la vida y vienes a
ayudar a estos miserables, terminan dándote una patada en el culo?" Me
preguntó Eriberto antes de comenzar, mientras los palos ardían reventando
algunas veces, haciendo fulgurar el rostro de nuestro vecino.
"El buen Marcial, buen camarada, buen guerrillero, honesto como lo
conocemos los del partido, vino hace muchos años por acá para instruir a estos
indios de Santiago. Vino antes de la guerra, cuando todo estaba tranquilo, y
llegó con su compañera caminando por ese sendero de herradura que sube por
atrás."
-¿Por Piquichaki? -preguntó Ciriaco Reynoso.
"Ese mesmo. Y bueno, ustedes tampoco conocieron a su compañera que le
decíamos Rosa. Bonita era la china, blanconcita y con cara inteligente. Ellos
tuvieron la mala suerte de llegar en plena celebración de la fiesta de San Isidro
Labrador. Ustedes sí conocen cómo es la fiesta por estos pagos: se come, se
baila, se toma mucho aguardiente casi hasta morir."
-Jor, jor, jor -enseña los dientes Ciriaco recordando las fiestas. Los tiene
incompletos y los que aún se sostienen en pie están negros de caries.
"Y los chutos de Santiago que son tan buenos bebedores salieron tumbando a
Marcial, dejándolo inconsciente. A Rosa también le habían hecho beber pero
sólo estaba mareadita la pobre. Marcial, borracho hasta su mano, no pudo darse
cuenta de lo que hacían con su china."
-¿Y qué hicieron, vecino? -pregunté temiendo lo peor.
Eriberto Quispe me miró dudando si contarme o no las cosas que pasaron en la
fiesta. Bajó la mirada hacia las brasas de la fogata y volvió a clavarme los ojos
con más valor.
"Cosas feas pasaron, compañero. Cosas que dan pena y vergüenza contarlas,
porque somos de la misma provincia de estos jarjachas que hemos matado. A
Rosa se la montaron cerca de veinte indios borrachos y luego, cuando se dieron
cuenta de lo que habían hecho, los botaron de la comunidad."
-Atatau, caracho... -susurró Ciriaco Reynoso espantado.
"Así es, paisano. No le dieron cuartel a la pobre. Cuando despertó Marcial, su
mujer había sido forzada tantas veces que ya no tenía razón en su cabeza.
Luego, luego, los botaron a pedradas amenazándoles de que no volvieran por
ahí. Los de Airabamba teníamos que castigar a los yanahumas por todo lo que
les robaron a nuestras familias, por el ganadito que se llevaron para entregárselo
a los cachacos y por los abusos que les han hecho a otras comunidades vecinas.
Pero lo de Marcial es cosa justa."
-¿Y qué pasó con la Rosa, compañero? -me atreví a preguntar.
-Murió en un encuentro con los sinchis en Huanta. Ahora nuestro comandante
trata de olvidarla con el amor de Adelaida, que es una buena mujer. Ojalá tenga
mejor suerte que la anterior... -dijo Eriberto Quispe cerrando la historia. Los
últimos palos secos de la fogata se iban apagando.
*****
*****
Los de Parcorán nos regalaron víveres no porque estuvieran con nosotros, sino
porque les causábamos lástima de tan sólo vernos. Nos rogaban que nos
fuéramos. Un día má allá de Parcorán encontramos el camino hacia las crestas
de Airabamba, donde estaban muchos de los nuestros. Allí nos unimos con la
gente armada de Marcial, vi su rostro de arcángel que pisa la
cabeza del dragón en las iglesias y escuché su palabra. Su quechua estaba mejor
que antes.
La primera noche en Airabamba soñé con los muertos que nos hicieron en la
bajada de Huamanmarca. Braulio Vílchez vino hacia mí saltando en el aire con
sus tijeras que cortaban el viento, ocultando el rostro destrozado por las balas.
Evaristo Porras sonreía con su balazo en la frente y me enseñaba las orejas
cortadas al pichicatero de San Francisco. Los muertos más jóvenes de quienes
ni siquiera conocí sus nombres sonreían tendidos en el piso, riéndose de las
patadas que les daban los cachacos. Pendejos, pues... Si ya no podían sentir
nada.
Cinco días duró el descanso en Airabamba y luego caminaríamos de noche
siempre, bajo las órdenes de Marcial. Dejé por fin de ser “base” y me
incorporaron al partido. Me bautizaron con otro nombre y ahora me llaman
"Celso", aunque los vecinos viejos de la comunidad siempre se les antoja
llamarme Demetrio. Ya no cargo con el rejón, sino que me dieron una escopeta
vieja para cazar perdices. Ahora íbamos a Vizcachero, según nos dijeron, para
atacar el puesto de la Guardia Civil. Nunca me imaginé que fuera tan fácil: les
avisamos a los guardias que íbamos a atacarlos y que si se iban antes que
llegáramos, podían salvar el pellejo. Y los muy sabidos escaparon dejándonos
las armas para que no los siguiéramos. Eriberto Quispe me dijo que Marcial
había conversado el asunto con los tombos antes. Y así, con cuatro metralletas
más bajamos para la Esmeralda a ajustarles las cuentas a algunos soplones y
abigeos que colaboraban con el Ejército.
******
Más tarde los cachacos se dejaron sentir con sus pasos torpes, botas gruesas
que desprendían piedras al bajar por la pendiente. "No nos han visto, hay que
dejar que se vayan", dijo Marcial, y todo hubiera salido bien si no fuera por esas
cosas de la casualidad. Me convertí en piedra nuevamente y los otros trataron de
volverse árboles secos, cactos, sombras de la montaña. Engañamos a los sinchis
que pasaron casi a nuestro lado amoratados por la altura, cargando sus armas
como si pesaran un millón de arrobas. Pero no logramos engañar a las palomas
que trataron de refugiarse en el risco cubierto de malezas y espinares, donde
estábamos escondidos. Vinieron espantadas por la columna de uniformados que
bajaba tan torpemente, pero se encontraron con que otro grupo de hombres
estaba invadiendo su lugar y terciaron el vuelo así, de repente, sorprendidas por
nuestra presencia.
Ese cambio de rumbo que hicieron las torcazas, lo vieron los sinchis y
comenzaron a disparar con fuego graneado en aquella dirección. Las balas
hacían saltar pedazos de roca y levantaban mucho polvo que cegaba los ojos.
Los arbolitos espinosos y sedientos se quebraban como si fueran de carrizo .
Entonces Marcial contestó y Adelaida le siguió, como siempre, cuidando las
balas para no desperdiciarlas. Disparaba también Eriberto Quispe con la
metralleta que consiguió en Vizcachero, al igual que nuestro vecino Ciriaco. Yo
también disparaba ese vejestorio de escopeta para matar perdices y que parecía
no alcanzar al enemigo. Mi sobrino Matías Uripe les lanzó un petardo prendido
con la huaraca y los hizo retroceder. Pobre Matías, las chinas de Airabamba
llorarán su muerte en plena flor de juventud: no bien lanzó el petardo recibió
más de veinte plomos en el cuerpo. Cogí su huaraca de lana y prendí un petardo
para frenar su avance, así como lo hizo mi sobrino, y, ¡Jajaillas!, claro que lo
conseguí haciéndolos recular hasta la otra banda. Pero ya no sentía nada y mi
cuerpo se fue adormeciendo como si el sueño me agarrara de pronto, y ya no
pude alcanzar la escopeta perdiguera que se quedó allí calentándose al sol. Las
fuerzas se me escurrieron por los brazos y las piernas como muñeco de
carnavalito que quiere pararse y no puede. Todo era oscuro y más negro se
volvió el cielo hasta que ya no vi nada.
*****
-Los que mueren así de repente vienen para acá, Demetrio -sentí que me decía
sonriendo Eriberto Quispe.
-Yo no estoy muerto, vecino... -le respondí y él se burló.
-No seas cojudo, Demetrio. Mira que en este lado de la quebrada también está
Matías Uripe, tu sobrino.
-Así es Demetrio... -me dice Matías, y yo retiro mi hombro para que no me
ponga su mano manchada de sangre fresca.
Ciriaco Reynoso también está sentado con nosotros mirando cómo se agota la
batalla en lo profundo de la hondonada. Los sinchis le meten bala a los últimos
espinares que se secan donde se unen las dos laderas. Alguien les responde
desde allí, calculando sus tiros para no agotar la munición.
-Ese es Marcial... -me dice con desgano Ciriaco. Otra metralleta se siente
tabletear desde la parte alta, como si lo apoyaran.
-Esa es Adelaida -señaló con el índice ensangrentado Matías Uripe.
Los sinchis no dejan de disparar en esas dos direcciones y parece que tuvieran
muchas balas porque no se les acaban nunca. Han avanzado bastante cerca de
ellos. Ahora sí disparan con rabia contra la herida de rocas y espinos, y dos
uniformados se lanzan hacia adentro del monte. Salen con Marcial y Adelaida,
los dos con las manos sobre la nuca, empujándolos, pateándolos y sacándoles la
madre.
-Ya se jodieron -murmura Eriberto Quispe.
-Mala suerte de Marcial para con las warmichas... ¿Por qué no la mató a la
hembra, carajo? -dice Ciriaco acongojado.
Ahora que estoy muerto no sufro tanto con las penas de otro, pero aún así me
dolió ver lo que hacían estos malvados. La desnudan a Adelaida y se colocan de
uno en fondo, por orden de rango y luego por antigüedad, mientras que otros
sujetan a Marcial para que vea cómo se aprovechan de su mujer. El último la
mata, como es su costumbre. Vendría después el martirio de nuestro
comandante y si yo hubiera tenido cuerpo habría llorado de ver cómo lo
retaceaban a cuchillo.
-¡Taitallay! ¡Taitallayco!... ¿Manacho pacha quicharicuspa sonccompe
milpunca llapa sua nácacc maldicionta? (¡Padre mío! ¡Padre nuestro!... ¿No se
abrirá la tierra para tragarlos en sus entrañas a todos estos ladrones y carniceros
malditos?) -dijo mi sobrino Matías Uripe, queriendo llorar como si estuviera
vivo. La tierra madre recibió la sangre de ambos y se fundió con ella, como lo
hace con aquellos a los que la muerte les ha costado mucho dolor.
-Quisiera abrazarlo al comandante... -me oigo decir. Ciriaco y Eriberto,
vecinos míos hasta en la muerte, me miran con tristeza.
-Mira mejor las torcazas serranas que inocentemente nos entregaron a la
muerte, míralas como bandean la quebrada, Demetrio. Así, muertos como
estamos, seremos como ellas... No sufriremos más.
Entonces vino aquel remolino que hasta hoy nos lleva en su seno por los
farallones pedregosos de esta hondonada tan seca, nos estrella contra las paredes
de roca y nos filtra entre las ramas de los árboles sedientos que se mecen
despacio y son nuestras voces tristes las que escuchan los caminantes ululando
en el viento de invierno.
UN CUENTO DE LA AMAZONIA
La víbora más ponzoñosa de la amazonía peruana, la Shushupe (Lachesis Muta), se convierte en objeto de este cuento.
Los colonos andinos, en la zona amazónica, tratan de aprender diferentes recursos de supervivencia de quienes han
poblado los bosques por centurias. Los colonos aprenden de los nativos a conjurar el miedo y otros peligros. Que el
lector saque sus propias conclusiones, considerando que desde la comodidad de su hogar, es muy difícil que se imagine
una Shushupe dispuesto a morderlo. Este cuento forma parte del libro "Tierra de Pishtacos", con el cual Dante Castro
ganó el Premio Internacional Casa de las Américas 1992.
SHUSHUPE
Resbaló sobre la superficie húmeda del tronco que hacía de puente entre la
trocha y el rocotal. Quiso sujetarse pero las manos también resbalaron.
Crisóstomo cayó pesadamente en medio de la vegetación que cubría la acequia
de aguas estancadas y uno de sus pies desnudos tocó aquel cuerpo blando, de
escamas gruesas, cuyo contacto le hizo lanzar un alarido de pánico a la vez que
se desesperaba por salir hacia el camino. El machete había desaparecido entre la
hojarasca que formaba un colchón natural sobre la zanja y, en medio de la
maraña de totorillas, ya se alzaba el cuerpo oscuro de dibujos perfectos en
posición de ataque.
Crisóstomo logró cogerse del puente y salió por fin hacia la pampa recién
quemada, esquivando las raíces ennegrecidas que obstaculizaban su fuga. Se
dejó llevar por la bajada que lo traía acelerado, como su corazón, hacia el tambo
donde acostumbraban descansar los jornaleros esperando el refrigerio de las
seis.
-Otra vez, pues. Me ha vuelto a sorprender -se rindió al fin avergonzado por
las risas de los compañeros de faena.
-El michi la habrá matado -le respondió la voz de Sebastián con los carrillos
llenos de yuca cocida. Todos rieron menos Crisóstomo. Manuel tampoco quiso
reír.
-La faninga no es culebra peligrosa, pues. A ver, quisiera verte con la que lo
asusta a Crisóstomo -dijo a su mujer-. Esas cosas no son pa' andarse burlando.
Nadies tiene miedo porque quiere.
-Mañana vas a tomarte el día libre, Crisos... -dijo Manuel antes de subir al
altillo con su mujer- ...Sólo quiero que recuperes la herramienta y recojas del
rocotal un saco de maduros. De ahí te vas pa' la otra banda a visitarlo a Vega.
Llévale ese regalo al viejo. Seguro que él te puede ayudar.
-Me traes rocoto como pa' un ejército -le dijo Vega viéndolo llegar, mientras
desgranaba el maíz en posición de cuclillas.
Vivía solo, sin más compañía que sus perros chuscos, en esa choza que nunca
conoció mujer. Crisóstomo descargó el saco junto a uno de los poyos de
argamasa y piedra que sostenían la vivienda.
-Dicen que las penas se confiesan mejor desgranando maíz. Mejor que el cura
en su confesionario... Debería desgranar maíz y así termina confesándonos a
toditos los de por acá.
-¿Qué cosas dice usted, don Alfredo? -contestó Crisóstomo con la mirada en
las manos que iban dejando desnudas las corontas.
-¿Mejor por qué no me cuentas tu pena, Crisos? Así en un ratito acabamos
con todo este fruto de Dios y me entero de tus tristezas. Vamos a ver quién
gana... Sigue desgranando ese poco con las manos, mientras que con la boca me
vas contando de ese demonio que azota tu alma.
-De repente ya le contaron... Es la shushupe, don Alfredo.
-Soy algo más que adivino, mi amigo. No necesito del chisme para enterarme
de cómo son estas cosas. Pero dejémonos de hablar de uno. Terminas estito
nomás pa' que luego me acompañes al monte, aprovechando que todavía es
temprano.
El hombre joven abría camino entre las ramas y lianas que cicatrizaban una
trocha olvidada en medio del bosque. El hombre maduro pisaba sobre sus pasos
con la escopeta calzada entre sus manos venosas y ambos subían la quebrada
surcada por manantiales cubiertos de vegetación. Se agachaban, resbalaban,
volvían a resbalar, pero nuevamente se incorporaban para recuperar el camino.
Crisóstomo golpeaba con fuerza sobre los bejucos rebeldes y a pesar de que
salieron con los cuatro perros del viejo, a ninguno se le veía. Sólo en contadas
ocasiones sentían ladridos en medio del follaje y el dueño identificaba al animal.
-El rucupe pendejo le clavó los dientes en el hocico y casi me lo mata al perro.
Le iba a suceder lo mismo que a mi Chino. El pobrecito Chino murió cuando el
sajino le clavó los colmillos en la panza. El perro quería cortarle la huida al
sajino, pero, por mi vejez, llegué tarde. Blanquito era el pobre, mi pichicito
lindo.
-No se acuerde de cosas tristes, don... -dijo Crisóstomo sin dejar de machetear.
-Qué me haría sin mis perros. Ellos conocen los senderos del animal. Por ahí
mismito se meten a seguirlo, agachaditos nomás pa' dentro. Si es venado o
sajino, arman su laberinto en grupo, rodeándolo, mordiendo aquí y allá, jalando
y tirando hasta que yo me ocupo de darle su bala.
-¿Pa' ónde estamos subiendo, don Alfredo? -preguntó por fin deteniéndose y
tratando de recobrar la respiración.
Tras una hora de machetear, vieron de nuevo el sol en el claro de una cascada
que descendía de altos roquedales. El ruido del agua amortiguaba sus pasos
sobre las piedras cubiertas de musgo. Los hombres sudorosos se miraron con
satisfacción.
-En esas peñas asoma el tigrillo por una vez. Luego ya no lo verás jamás,
porque sabe que el hombre mata de lejos.
Vega silbó fuerte en varias direcciones. Del follaje intrincado y sacudiendo
las ramas más bajas de la vegetación, aparecieron sus desnutridos perros con los
lomos cubiertos de humedad. Con las lenguas afuera y respirando agitadamente,
contemplaban a su amo. Dio una palmada y silbó algo inentendible para que los
canes obedientes corrieran por la trocha recién abierta.
Para subir las manos se prendían como garfios de toda rama o liana gruesa, así
como los pies buscaban acomodarse en cualquier saliente de los roquedales. Los
hombres resbalaban y volvían a sujetarse de cualquier elemento que facilitara la
ascensión. Bufaban y resoplaban como toros furiosos tratando de vencer los
obstáculos naturales y el machete de Crisóstomo relució en escasas
oportunidades.
Luego de ganar la cumbre, Crisóstomo supo que lo que había detrás de aquella
cadena de montañas donde los colonos sacaban algunas cuadras al monte, no era
ninguna pendiente inclinada como podía suponerse desde abajo. Ante sus ojos
se extendía una meseta de selva tupida rodeada por otras crestas de cordillera,
igualmente cubiertas de espesura. Don Alfredo Vega miró regocijado la
sorpresa que causaba el descubrimiento al colono.
-Entonces vamos apurándonos... No vaya a ser que la lluvia nos coja por
confiados.
Separando raíces aéreas y bejucos, llegó hasta el lugar desde donde había
partido el grito. La selva se tornó silenciosa y ni los pájaros más pequeños se
movieron de sus ramas. Allí vio la figura de Crisóstomo paralizada y con la
mandíbula trabada en un gesto grotesco de pánico. El machete yacía a un
costado. A su alrededor zigzagueaban cerca de una docena de shushupes, con su
piel oscura de hermosos dibujos de ochos. La más grande se erguía en posición
de ataque, con las fauces abiertas y enseñando el juego de colmillos venenosos
desde los cuales caía una baba gruesa hasta el piso de piedra volcánica. El viejo
sonrió a prudente distancia, al ver a su amigo paralizado frente a las víboras.
Desenfundó el cuchillo y cortó una rama verde y larga que crecía con otras
entre el manto de rocas pulverizadas. Botó el tabaco sin dejar de silbar y, paso a
paso, se fue acercando al hombre acechado por la serpiente. La vara flexible
cayó certera sobre la cabeza del reptil, como un látigo. El segundo golpe fue del
todo inútil.
-¿No ves que ya está muerta, hom...? ¡Hasta muerta le tienes miedo a la
culebra! ¡Ven de una vez pa' curarte!
Con cautela y luego con rapidez caminó Crisóstomo hacia donde estaba el
viejo acuclillado. La serpiente, abierta de par en par, enseñaba sus entrañas.
Dentro de ella yacía una ardilla alargada y cubierta de babas espesas.
-La hemos agarrado antes que se echara a dormir una siesta larga. Todavía la
hubiéramos salvado a la ardilla, si llegábamos antes.
-Es su corazón todavía vivito... Trágatelo, hom... Este es el fin de tus temores.
Desde ahora la shushupe correrá de tu presencia y te dejará pasar sin
molestarte... -le extendió el corazón.
Algo asqueroso que todavía se movía, crudo y sanguinolento, con una mucosa
amarga a su alrededor, se deslizó lentamente por el paladar de Crisóstomo.
Difícil de tragar, quiso devolverlo o vomitar en arcadas, sacudido por el
escalofrío y las náuseas que se apoderaban de su cuerpo. Pero hubo decisión de
no seguir huyendo de la víbora, más pudo la mirada del viejo Alfredo Vega que
su propio asco. Haciendo un último esfuerzo para sobreponerse a la náusea y
con los ojos lagrimosos, deglutió el órgano del ponzoñoso animal.
-Eso es mi amigo. Eso es... Te acordarás de este viejo para siempre, cada vez
que la veas a la shushupe huir de tu presencia. Sácate la camisa y déjala por ahí
cerquita nomás, pa' que su pareja se revuelque un rato. Si no puede perseguirnos
buscando venganza.
El trueno les recordó que debían volver a casa. Los páucares chismosos
anunciaron desde sus nidos colgantes que dos hombres regresaban por donde
vinieron. Antes de ascender a la cresta, Crisóstomo volteó a mirar el sitio donde
quedaba abierto el cuerpo de la víbora. Pero ya no estaba allí el animal
despanzurrado por el cuchillo del cazador: en su lugar se hallaba tendido un
cuerpo humano, abierto por un tajo que bajaba desde la barbilla hasta el pubis,
exhibiendo sus entrañas bajo el haz de luz que se filtraba en el claro del bosque.
Las hormigas anayo comenzaban a dar buena cuenta de él. Era sólo un pobre
infeliz con su mismo rostro: el rostro de Crisóstomo.
CUENTO HABANERO
En esta página te presentamos un cuento que Dante Castro escribió en su prolongado exilio caribeño.
"Ultima guagua en La Habana" forma parte del libro Cuando hablan los muertos, ganador del Premio
Nacional de Educación 1997.
Esa noche fue pesada para los dos. Se me ocurrió decirle la verdad, que me iba
en una semana hacia Lima, que ya no nos volveríamos a ver. Teníamos
pendiente un viaje a las provincias de Oriente, pasando por Santa Clara, Ciego
de Ávila, Camagüey y de allí hasta Santiago de Cuba. Teníamos entonces un
sueño difícil de realizar. Tan difícil como encontrar una guagua en La Habana
después de las once de la noche. Y eran las once.
Habíamos visto pasar la última media hora atrás. Intentamos abordarla
inútilmente. Junto a nosotros corría, ágil como una gacela, un joven negro que
gritó barbaridades cuando el chofer no quiso esperarnos. "¡Sevápalapingaaa!",
dijo aminorando el trote, viéndola partir envuelta en una humareda negra. Era
como el viaje a Santiago que nunca realizaríamos. El joven negro parecía
acostumbrado a la cotidiana frustración del transporte: limpió un lugar cerca a la
parada, se tendió en la acera y tapándose con un viejo impermeable,
delgadísimo, buscó conciliar el sueño. Nosotros preferimos caminar.
-Es la última 174 -le dije-. Mejor buscamos la 79...
-¿Hasta Miramar? -protestó ella.
-Eso, si no quieres esperar la confronta.
Qué terrible era lo de la confronta: La última guagua de las últimas, a las tres
de la mañana, si es que venía. Si no llegaba, había que esperar la de las cinco.
Era pasar de ser noctámbulos a compartir la guagua con los más esforzados
madrugadores. Escogimos el malecón; era mejor que ir por la calle Línea o por
Calzada mirando casas y edificios, envidiando a los que ya descansaban
cómodamente. En el malecón nadie duerme ni se aburre; ni las parejas que
ensayan hacer el amor inadvertidos sobre el muro, ni las jineteras que esperan
turistas mostrando sus encantos, ni los negros vendedores de la bolsa negra. Y
era prudente no hablar, si no volveríamos a lo mismo. Que si regresas con tu
familia. Que sí, que regreso, que tú sabías que era
casado. Que sí, que lo sabía, pero una siempre... Entonces no pongas esa cara
que me haces sentir mal. Que qué descarado eres tú. Que yo dije siempre la
verdad. Pero con la verdad y todo, una se acostumbra. ¡Que me cago en la
mierda, cojones! Y para eso, mejor ir en silencio.
Si se daba el caso la invitaría a soñar con el viaje a las provincias de Oriente;
total, quedaba una semana por delante. Pasaríamos de largo por Santa Clara,
Ciego de Avila, Camaguey; ya no visitaría a los amigos ni nos detendríamos en
Holguín, en casa de un mulato que odiaba a los prietos.
-Debes estar feliz -me dijo. Tenía los brazos cruzados mientras
caminaba fingiendo mirar el mar.
-Y...no puedo negarlo. Discúlpame.
-No tengo que disculparte. Yo ya no cojo lucha con nada.
-Entonces comprende...No te engañé. Siempre supiste.
-Claro, y yo hice el papelazo; fui la comemierda, ¿no?
Estábamos ya en Quinta Avenida caminando sobre las flores muertas que el
viento había botado en la acera central. Esas flores sofocadas, pisoteadas,
desprendiendo aromas sensuales como los de aquellas jineteras que taconeaban
solitarias calle abajo. De pronto me hacían recordar las sesiones para examinar
la conducta de la compañera involucrada con un extranjero. Y ella, enamorada
de un imposible, defendiéndose contra todos por un forastero que se iría
finalmente.
Reprochada, señalada, enamorada. Que con las compañeras es diferente,
compañero; que no son jineteras. Y el amor es la ecuación más difícil en todos
los sistemas.
No íbamos a repetir lo mismo de siempre. Con ese silencio impuesto entre los
dos se hacía más largo el camino desde El Vedado a Miramar. Solo nos
atrevíamos a romperlo ocasionalmente para pedir a cualquier auto una botella a
gritos. Pero también era imposible el auto stop a esas horas: nadie nos quería
llevar. Llegamos a Miramar treinta minutos después y nos sentamos en el
sardinel de la parada. Allí esperaríamos la 79.
-Compañero... ¿Hace rato bajó la guagua? ¿Que no? ¿No hay ninguna
para allá abajo? ¡Ñó, caballero!
-¿Qué hora tienes ahí, Pishtaco? -por fin volvía a dirigirme la palabra.
-Las doce menos veinte... Hacía tiempo que no me llamabas así.
-También tengo que olvidarme de eso, ¿eh? Ahora que sé que te vas...
recién estoy haciendo conciencia. Dicen que cuando alguien se va a
morir, se acuerda de todo.
-Por lo menos no vas a tener que tomar la guagua a estas horas...
-Cabrón.
Otra vez venía a castigarnos el silencio. En las casas los televisores
anunciaban el cierre de la programación; luego se despedirían los locutores y
comenzarían con las primeras notas del himno nacional. Un himno que ya se
había hecho mío. En la oscura soledad de la calle 42 danzaban a sus anchas los
murciélagos y el viento marino traía los aromas lascivos de Quinta Avenida. Era
del todo inútil hablar del viaje a las provincias de Oriente que jamás íbamos a
realizar. En pocos días estaría volando hacia Lima, a mi hogar, y me sentía
culpable de ser feliz.
Seguía contemplando el vacío, sentada con los brazos cruzados encima de las
rodillas y el mentón descansando en ellos. Cada cierto tiempo se escuchaba
mugir un motor a lo lejos y ella se incorporaba de un salto, con la mirada
espectante, creyendo que era la guagua. Eso sucedía en La Habana en plena
crisis del transporte: la desesperación por viajar hacía que la gente creyera en
cualquier cosa; al primer ruido de motores en la noche, se incorporaban
ansiosos; luego regresaban a
sus lugares decepcionados.
Planeaba inventarle algo, bajarle una estrella para que riera, y pensé en ese
ruido lejano que nos hacía incorporar creyendo que era la 79. Ese ómnibus que
sentíamos bramar en medio de la noche, pero que no veíamos aparecer: tal vez
una ilusión auditiva, tal vez otro bus de destino incierto, quién sabe si
recogiéndose totalmente vacío hacia el depósito. Esperé a que nuevamente se
pusiera de pie y regresara desilusionada.
-Es la guagua fantasma -murmuré.
-¿Eh?
-¿No lo sabes? Hay una guagua fantasma y estamos justamente en la hora de
los muertos. Fíjate que van a dar las doce.
-Ahora sí que acabaste. Encima que no voy a llegar a mi casa, tú sales con la
cabrona metafísica.
"Cabrona metafísica", claro. Y el camarada Afanasiev, el último cabrón que
simplificó el materialismo, dijo que el idealismo contradice a la ciencia y que
está ligado con la religión. -¡Já!... Coñó, que si no le invento un cuento dejo de
ser yo- Y la cabrona metafísica viene sola, como cuando hay que sentarse a
escribir. El fresco de la madrugada la puso más cerca de mi hombro, los dos
sentados en la calzada con las rodillas a la altura del mentón sin atrevernos a un
abrazo.
-El Estado les oculta estas cosas a ustedes. Imagínate el pánico, en pleno
período especial, si es que la gente se entera. La guagua fantasma existe, aunque
se resistan a aceptarlo. A cada rato te pones de pie creyendo que es tu guagua,
¿no?... La escuchas, pero no la ves. ¿Te das cuenta? Y lo que realmente pasa, es
que no ha llegado tu hora todavía... La hora de que te recojan para siempre en
cuerpo y alma.
-No seas bobo. ¿Quién te va a creer eso?
-Cuando sea tu hora, la verás llegar. Serán las doce o algo más y creerás que
tienes suerte de no seguir esperando toda la madrugada. Por eso subirás rápido y
no te darás cuenta de nada al principio.
-Acaba ya, chico. Háblame del juego de pelota...
-Espera que ahora acabo. La guagua fantasma te lleva a una gran velocidad y
ya no se detiene en ninguna parada una vez que te ha recogido. Dirás que así es
mejor -corre, chófer, corre- que así haz de llegar más rápido a casa... Pero nunca
llegarás.
-Fíjate lo que una tiene que escuchar... Como si no tuviéramos ya bastante.
-Atiende: cuando tú quieras bajar, no podrás hacerlo. Le dirás al chofer que
pare el bus, pero él... como si no te oyera. La gente que va contigo tampoco te
escucha, sinó...ya tú sabes: te apoyarían, protestarían por ti. Vas hacia la puerta
de adelante, pretendes llamarle la atención al chofer: "Hey, compañero, ¿no oyó
que bajo?". Y ahí recién te das cuenta. El chofer se está descarnando, los
pasajeros también. Todos son muertos que se ríen de tu ingenuidad. Esa guagua
a mucha velocidad sigue su
camino. Nunca se detendrá... Será realmente la última... ¿Me estás copiando?
-Oyemé... Ahora sí creo que estás tostáo... Estás loco.
Y no volvimos a discutir. Terminaban de sonar los acordes del himno nacional
de Cuba en los televisores de las casas. Las doce en punto. El fresco de la brisa
marina, la calle oscura y solitaria, los murciélagos danzando en las ondas del
viento. Y no nos atrevíamos a abrazarnos.
Ella seguía en la misma posición: con el mentón apoyado en las rodillas,
sujetándose los tobillos con las manos. Pensé que podía tenerlas frías como las
mías y mis dedos buscaron los suyos allá abajo. Manos semejantes a peces
sorprendidos por las olas, registro del corazón en cada yema de los dedos, cuello
de gatito negro que puedes sujetar suavemente, inicio de algo que...
-¡Hay Dió! -gritó espantada, ya de pie en un solo impulso.
-¡Muchacha!... ¿Qué te hice? ¿Qué te pasa?
Temblaba. Había pánico en sus ojos. Entonces supe que mi cuento estaba
bueno y que Afanasiev no había servido de mucho en tantos años. Que una
mano fría cogiéndome, chico, que quién iba a pensar que era la tuya, que para
qué inventas esas cosas.
Y vino la 79 al fin, la última guagua de la noche. Era de las nuevas, donación
del gobierno español, toda plena de bombillos y con muchos asientos vacíos.
Ella no quiso subir.
-Fíjate que es la última. Ya no hay otra después.
-Que no, tato... Que no subo
-Pero no vas a llegar a tu casa.
-Que no, mi amor... Déjala ir.
-¿Y el trabajo mañana? Decídete que ya arranca.
-Con el trabajo me arreglo luego, papi. Que se vaya, que no subo.
Dice Afanasiev -en una página digna de olvido- que en el socialismo no hay
explotadores, por eso no existe gente interesada en el idealismo y este no
encuentra difusión. Cuentan los babalawos en Cuba que Ochún se untó de miel
para tentar a Ogún y así sacarlo del monte. Dice mi conciencia que inventé lo de
la guagua fantasma para que ambos camináramos hasta la posada de Playa a
revisar ciertos conceptos.
Y Eleguá abría los caminos, y Changó y Yemayá ayudaban descansando....
Porque Ochún quiso que la noche terminara allí.
In partibus infidelium
Los líderes de las grandes rebeliones indígenas contra la opresión española en el Perú,
generalmente acabaron en el cadalso, inmolados por su justa causa y bajo tormentos crueles
que ni el fascismo del siglo XX ha podido superar. El único lider indígena que combatió con
fiereza a la Colonia y burló a sus perseguidores utilizando el refugio natural de la selva
amazónica, fue Juan Santos Atahualpa. Siendo descendiente legítimo de la dinastía Incaica, se
hizo caudillo de los Campas (Asháninkas), el grupo étnico de mayor población en la amazonía.
Nunca fue capturado ni vencido. Según la tradición oral del pueblo asháninka, se espera un
tiempo de grandes cambios (Omóyeka) en que el mundo ha de voltearse al revés: los
opresores cambiarán de lugar con los oprimidos. Este proceso social irá acompañado de
cataclismos y movimientos telúricos, así como de grandes transformaciones cósmicas. En
medio de la tormenta apocalíptica, volverá a aparecer el Pinkatzari: Juan Santos Atahualpa,
para dirigir a su pueblo. Los Shirimpiari (shamanes) al consultar con el alucinógeno del
Ayahuasca, suelen convocarlo. El convento de Ocopa, situado en el departamento de Junín,
sirvió de base para realizar las "entradas" de los evangelizadores que trataron de catequizar al
pueblo asháninka; hasta el día de hoy guarda en su biblioteca interesantes crónicas
conventuales, documentos y cartas de los misioneros. He aquí un cuento sobre esa parte de
nuestra historia.
IN PARTIBUS INFIDELIUM
Pese a que el manuscrito del Padre Lira era preciso y elocuente, sólo vine a
confirmar su veracidad cuarenta años después, cuando encontré el primer mapa
que hicieron los franciscanos de la cuenca del río sagrado. Confieso que he
quemado los originales de ambos para que no caigan en manos de alguien más
incauto que yo. Si el fuego redime del pecado, también ha de redimir del error
que guía a los presuntuosos a investigar asuntos que no les competen.
Todo comenzó por una simple curiosidad de noviciado, allá por años en que
soportaba las tribulaciones del convento de Ocopa. Me encomendaron ordenar
cientos de legajos en latín, imperecedero legado de los primeros misioneros que
se aventuraron a la evangelización de estos salvajes. Recuerdo que los estantes
polvorientos estaban empotrados en la pared de adobe que cerraba el extremo de
la construcción. Abrumado por la cantidad de pergaminos oxidados por el
tiempo, decidí desmontarlos todos y liberar los estantes para apreciar mejor
aquel frontón recubierto de infinitas costras de pintura.
Como a mis superiores no les urgía el cumplimiento de la tarea, quise
descubrir los estratos del muro raspándolos con una herramienta. Pero no era
sólo curiosidad de historiador: los novicios, faltos de experiencia y más aún de
fe, especulábamos sobre los ruidos que sentíamos por las noches. Ese muro
debía guardar algo más de lo que estaba permitido a ojos y oídos profanos.
Almas en pena de monjes emparedados, restos de rameras infiltradas en los
claustros, osamentas de párvulos abortados en los sótanos del convento. Quien
no haya dormido en Ocopa, ignora la veracidad de estas cosas.
Fui descascarando capas de pintura antigua que nada podían demostrar. El
deterioro causado por el abandono y el clima vedaban toda esperanza. Con el
mango tanteaba cada adoquín de adobe hasta que por fin mis impactos se
hicieron distintos en cierta zona. Comprobé una y otra vez que así era.
Sabiéndome solo en ese ambiente, escarbé y rompí el único bloque que sonaba
hueco.
Después de matar arañas que se escabullían a la luz de la vela, descubrí lo que
nunca debí: un tubo encerado que guardaba los manuscritos del Padre Lira
acerca de la última entrada en el Gran Pajonal, en 1729, un relicario de plata y el
ombligo reseco de alguien que pudo ser su dueño. Me extrañó que no estuviera
escrito en latín, pero en castellano arcaico entendí perfectamente las
circunstancias infaustas que determinaron el fracaso y la perdición de los
expedicionarios. Digo perdición de cordura y no extravíos de otra naturaleza,
porque los soldados españoles que apoyaban la evangelización sucumbieron a
sus pecados antes que a la hostilidad de la selva.
Durante cuarenta años he sacrificado tiempo y esfuerzos a reconstruir el
itinerario de la expedición. He comparado los datos y las coordenadas
geográficas según cartas de otros misioneros que no se ajustaban a la versión
prima. Testimoniaba Lira que los soldados extraviados en el monte, hostilizados
constantemente por los flecheros del rebelde Juan Santos Atahualpa, terminaron
por volverse antropófagos cuando no entregándose entre ellos a los peores
pecados de la carne. Aquello que calificaba su autor como nefando y después
reiteraba como sodomía fue ejercitado no sólo contra los guías nativos, sino con
soldados débiles e incluso hombres de sotana. Para entonces ya los flecheros
campas cesaban sus ataques y se dedicaban a contemplarlos desde el natural
refugio de la vegetación. Las lluvias, alimañas y enfermedades hicieron lo
demás.
Lira escapó de la barbarie deslizándose por un peñascal de cascadas
exhuberantes hasta dejarse caer en el río que menciona como el Imapiriqueni y
que ningún otro cronista conventual reconoce con ese nombre. Paradógicamente
los salvajes le auxiliaron y condujeron hasta terreno seguro, no sin antes exigirle
que participara de la gran verdad de su líder espiritual, don Juan Santos
Atahualpa, hombre poseído del delirio que sólo a las ánimas oscuras reserva el
Anticristo.
Quienes luego juzgaron y anatematizaron al Padre Lira, dejaron documentos
convencionales que nada decían de sus descubrimientos. Escribe el dómine que
mediante el brebaje que los salvajes ingerían pudo llegar a vivir en un tiempo sin
tiempo, suspendido en un limbo en el cual el hombre goza en gracia con la
naturaleza y sin conflicto con sus semejantes. Le asombró que ese espacio al
cual había intentado arribar mediante la oración y el ayuno, estaba más al
alcance de infieles que de los dedicados al culto verdadero. Por fin le reveló el
gran cacique que los expedicionarios no supieron de cual agua beber y que tal
equivocación les valió la perdición, la locura y la muerte.
Quise confirmar entonces las rutas de Lira aprovechando mis labores de
evangelizador, pero el hermetismo de los salvajes hizo infructuosa la tarea. He
caminado por senderos increíbles del Gran Pajonal, he ingerido comidas
nauseabundas y bebidas que engañan el espíritu. Por lo menos una vez tomé el
cocimiento reservado para los Shirimpiari, aquel que abre los caminos
simétricos del gran laberinto cósmico. En el centro de rutas geométricamente
idénticas vive al margen de todo tiempo mensurable don Juan Santos Atahualpa,
vistiendo cushma de radiantes dibujos enigmáticos. Allí aguarda cambios
anunciados, gozoso de participar con elevados espíritus de los misterios que
vencen a la muerte. Ingenua mi admiración ante su elocuencia turbadora, quedé
cautivado por sus siniestros presagios hasta que los efectos del brebaje se
diluyeron en mis sudores y excreciones.
Cuando mi mente estuvo despejada, intenté diferenciarme de esa greguería
nómada de rostros demudados por la estupidez que sólo causan el atraso y la
superstición. No solamente sé lo que les ocurrió a los últimos fieles que trataron
de reducir por las armas al gran Pinkatzari emplumado, sino que mis dudas
escatológicas son las mismas del Padre Lira. Desde esta celda sórdida he querido
reconciliarme con mi fe, pero a través de meses de penitencia y mortificación no
he logrado volver a ver el mundo con vuestros ojos.
SIERPE
¿Quién te dijo lo de la serpiente? ¿Ah? ¿Quién se atrevería? Uno qué sabe
cuando te dicen que estás loco, que no hay razón en tu cabeza, porque ya ni
puedes pensar que la otra gente es normal. Solamente me trajeron para acá sin
decirme mucho, a palazos y echándome agua fría, esa vez que me sorprendieron
con el taradito en el baño. ¿Por qué se espantan con esas cosas?... Está bien,
pues, está bien... Soy lo que soy. Lo que importa en la vida es saber reconocerlo,
¿no?
Yo alguna vez le conté al doctor, ese de la barba, la historia de la serpiente. No
me creyó, como no te lo creerías tú mismo si te hubiera pasado. Tendrías que
haber estado en la selva, hermano. Quien no ha estado por allá, no entiende de
estas cosas. ¿Tu sabes acaso cómo son las culebras cuando se toman la leche de
las vacas? Cuando tienes una vaca que ha parido becerro, la cuidas y quemas el
monte bajo, la paja, la maleza, para que la maldita larguirucha no venga a
chuparle el pezón. ¿Sabes acaso qué pasa con el pezón de la vaca una vez que se
lo ha mamado la serpiente? Tampoco sabes. Sabes mucho de otras cosas, pero lo
más elemental de la vida, lo ignoras. Gente como tú me encierra, me echa agua
fría, me tienden a palazos sobre el piso, pero en realidad no saben nada.
Yo llegué a colonizar el bajo Perené antes de la guerra, antes que los
senderistas comenzaran a matar chunchos y antes que comenzaran a reclutar
colonos. Ellos, que mataron a tantos, están afuera. Y yo, que sólo tengo el
recuerdo de la serpiente, estoy adentro. Así es la vida.
Cuando llegué hice varios amigos, ninguna mujer, porque las que habían
estaban ya con dueño. Luego vinieron las putas de La Merced y uno se aburría
de ver las mismas caras, las mismas várices, porque eran de última categoría
esas mujeres. Yo, deslomándome para ganarle al monte, rozando y quemando,
picado por los bichos y pensando sembrar cítricos para ganar plata. ¿Qué me
quedaba por diversión? El trago y las putas que se aparecían una vez al mes.
Después dejé de ir donde las putas, menos mal. Todos se preocupaban que no
bajara a la tienda de Bisbal a descargar los porongos... Y es que no sabían lo de
la culebra, pues. Al final se los dije y carcajearon con las muelas pa' fuera. "Está
loquito, lo ha cogido el monte", decían.
Si alguna vez te aventuras a hacerte hombre, si te arriesgas a trabajar monte
adentro, cúidate como se cuidan a las vacas cuando han parido becerro. A la
vaca, por el olor de la leche, por las gotitas calientes que va dejando caer de su
teta, la culebra maldecida la persigue así como nosotros perseguimos a una
hembra. Luego se desliza por la noche y acurrucadita con el calor de la bestia, le
chupa su pezón. Al principio nadie se da cuenta, viene todas las noches por su
ración y se alimenta. La teta se le va atrofiando al animal y ya no hay cura para
eso. Te malogra a la vaca, se pone cada vez más flaca y sales perdiendo. Así es.
Y digo que te cuides igual que si fueras vaca recién parida, porque si te falta
hembra mucho tiempo, también vas dejando tu rastro. Goteas, ¿no? Así me pasó
a mí. Noche tras noche venía la culebra a mamarme en secreto, despacito
mientras yo dormía en la tarima. Por eso dejé de ir donde las putas. ¿Qué ganas
me iban a quedar ya? Poco a poco también me fui adelgazando, como
tuberculoso; amanecía cansado y sin ganas de trabajar. "Estás poniéndote mal,
Eusebio. La selva no es pa' tí", me dijeron los amigos. Y no era eso, pues. ¡La
selva me la trago con todo!
Puse alerta el oído, puse lamparines de querosene. Quería sorprenderla cuando
viniera a alimentarse de mi leche. Quería matarla, aunque me daba mi placer. Y
eso fue lo que ganó: ¿Cómo la iba a matar si me hacía el servicio? Yo la vi, por
fin. La descubrí trepándose entre mis piernas cuando ya clareaba el sol. Era
mirada de hembra satisfecha, hermano, como de esas putas que se pintan los
ojos, pero los tenía más bonitos. Y por su boquita que me sacaba la lengua...
goteaba mi leche espesa. ¡Qué rico la chupaba! Entonces comencé a consentirla
en la tarima, despreciaba a las putas que se llevaban toda la plata que ganaba con
la venta de madera, y la culebra se convirtió en mi mujer. "¿Ya llegaste,
mamacita linda? Súbete nomás, sube que te he esperado tanto", así le hablaba. Y
ella me mamaba, pues, como si fuera pezón de vaca. Pero nunca me atrofió el
miembro, así como malograba a las reses...
Y hasta acá me han traído por esa vaina. Es que no saben estos mierdas, como
tú que no sabes nada, comelibro. Me han echado agua fría y me han revolcado a
varazos en el piso porque me encuentran con el taradito en el baño. Yo le conté
al taradito lo de la serpiente y él me lo creyó. Lo que no creía es que la culebra
no me había atrofiado como a pezón de vaca. "Bájate el pantalón, hijito. Bájate
tu calzoncillo nomás, pa' que veas lo atrofiado que estoy", le dije.
Es que tú te vas ahora con tu mujer, hermano. Yo me quedo a vivir con los
locos, como si fuera uno de ellos, sin ver mujer. Pégame si quieres, pero en su
adentro del taradito yo buscaba el mismo placer que me daba la serpiente.
¿Y sabes qué?... No es lo mismo, mi hermano.
Dante Castro Arrasco