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EL PADRE NARCISO

-”Esposa mía”, dijo el padre Narciso, al terminar de comer y santigüándose, “esposa mía, me
está entrando poco a poco el sueño. Si me lo permites me iría a dormir”.
“Ve a dormir y que duermas bien, padre. Te hace falta tranquilidad después de un día tan
fatigoso. Que nadie venga a inquietarte, con este calor del sol”.

Y la mujer del religioso empezó a transportar de la mesa al fregadero los pocos platos y los
dos cubiertos para fregarlos antes de colocarlos ordenados sobre la tabla en la pared, entre el
fregadero y el fogón. Porque el dormitorio allí era también la cocina, el hogar y el salón. La
mesa sobre la cual comían su frugal almuerzo, cuatro sillas de madera y un sofá de paja, eran
sus únicos muebles. El sofá estaba frente al hogar. Sobre aquél, colgado en la pared, en marco
de madera negra (sin cristal, sin embargo) una litografía, amarilleada por el tiempo,
representaba la llegada del rey Otón a Nauplios. Frente a la entrada, hacia la esquina derecha
de la pared, estaba la puerta del dormitorio, y hacia la izquierda la puerta del jardín. Entre las
dos puertas un cajón voluminoso de color verde, y sobre él había una pequeña manta doblada
en cuatro partes. En la pared, sobre el cajón (aparecía) otra litografía, ésta sin marco, sujeta al
muro por cuatro pequeños clavos, que representaba, no muy artísticamente, el anochecer en el
templo de los Evangelistas de Tino, recordándonos la devoción del dueño de la casa por la
peregrinación.

Justo frente al cajón estaba la puerta de la casa, bajo dos ventanas cuyas hojas estaban
cerradas. La puerta sin dintel (?) tenía dos hojas, las cuales estaban cerradas en su parte
inferior y abiertas por arriba hacia el cercano sendero, y venía de allí hasta dentro del
dormitorio la abundante luz del sol de mediodía.

El padre Narciso entonces se levantó y fue hacia el dormitorio, llevando su almohada, la


colocó sobre el sofá, cerró también la hoja superior de la puerta para hacer el dormitorio más
oscuro y fresco, y se tendió sobre el sofá. Pero en pocos instantes volvió a levantarse, cogió la
manta de encima del cajón, la desdobló, la desplegó con cuidado sobre el sofá y la extendió
después de grandes y previas acciones de gracias, mientras su esposa continuaba en silencio
su tarea en el fregadero.

Cosa natural que el padre Narciso quisiera descansar ese mediodía de domingo. Llevaba en
pie desde por la mañana. En ausencia de otro religioso, como diácono y también como lector,
realizaba las lecturas de las escrituras y llevaba a cabo la liturgia en la única iglesia de su
pequeño pueblo. Después de terminar los servicios eclesiásticos había ido a pie a uno de los
lugares más alejados de la isla, con el juez de paz y los testigos, para la comprobación de las
lindes de uno de sus campos, en el cual un vecino había hecho una vereda. Y volvió
satisfecho porque se había reconocido su derecho legal, aunque el camino era largo y el calor
exagerado.

Había pasado su hora acostumbrada de comer cuando llegó a su casa, donde su esposa
esperaba preocupada porque no fuera a estropeársele la comida. Pero al hambriento padre le
pareció excelente y buenísima, dando muchísimas gracias a su mujer. Dio las gracias
levantando muchísimo sus párpados.

La canícula del mediodía, agradablemente paliada con la oscuridad del dormitorio, el silencio
extremo, roto solamente por la monótona música exterior de las cigarras(?), y dentro de la
casa, por los ligeros movimientos de su mujercita colocando los platos en su sitio, el
cansancio del saciado padre , echado suavemente sobre la manta en el sofá, todo invitaba al
sueño.

Con los párpados medio cerrados, el religioso seguía el trabajo de su mujer, y su barba rubia
apenas escondía una sonrisa de total gozo. Pensó que en pocos meses habría en su dormitorio
una cuna de bebé. Ayer mismo había sabido la jubilosa sorpresa. Su mujer se lo había
revelado por la noche, en la oscuridad, compungida de decirlo a la luz del día.

Y mientras lanzaba cariñosas miradas somnolientas sobre su cercana esposa le venían


progresivamente escenas fantásticas diversas de su pasada existencia, que tomaban la forma
del sueño gradualmente y que se aliaban y confundían azarosamente con los inconscientes
sentimientos de su felicidad presente.

Sólo hace tres meses le llegó al padre Narciso la doble responsabilidad de ser sacerdote y
marido. El raso lo vistió ya de niño, perteneciendo a la Iglesia aún antes de haber nacido.
Desde tiempos inmemoriales los primogénitos de su familia materna se hacían sacerdotes, lo
que suponía el servicio de la propiedad de la pequeña iglesia de Ypapandis, que era la joya, el
orgullo y el lugar de peregrinación de la isla. Pero el predecesor de Narciso, tío suyo, no tuvo
hijos. Por ello, cuando se comprometió la única y más joven hermana que tenía, estableció
como orden de acuerdo de dote que el primer hijo de ella sería sacerdote y heredero suyo.

La alegría de la familia, cuando nació un varón, fue como de costumbre manifiesta en aquella
ocasión, por un injustificable desprecio al valor de las mujeres. El pequeño Narciso fue
tratado, de ahí en adelante, con respeto, como futuro sacerdote, y sus juguetes fueron el
comboloi y los crucifijos; cuando comenzó a hablar sus primeras palabras, y después de las
universales “papá” y “mamá”, que le fueron enseñadas a tartamudear fueron el “kirie
eleison”.

Apenas fue capaz de tenerse en pie adquirió el privilegio de sostener el cirio en presencia de
su tio oficiando. Éste le enseñó a su pequeño sobrino el alfabeto a través de las rojas letras del
Libro de las Horas, y el anochecer fue ya para el niño desde entonces la Octava Hora.Pero sin
embargo el pequeño religioso pudo también ir a jugar, para alcanzar una consagración de otro
tipo, y salir vestido con su sotana a intentar subir a las ramas de los árboles o a mirar
aterrorizado las peleas entre los chicos de su edad.

Cuando alcanzó los doce años de edad, el pequeño fue sacado del pueblo para que no
estropease la mucha relación de respeto del rebaño a su futuro pastor. El religioso tio de su
madre consideró que en Andron, al servicio del obispo de Salmázondos, conservaría las
reglas religiosas a la vez que aprendería y se acostumbraría a su futura vida. Allí envió a
Narciso. El Señor lo aceptó encantado, concediéndole el puesto y título de lector. Una vez
que obtuvo el grado primero de confesionalidad, Narciso continuó sus estudios no solamente
en la escuela de Andron, sino hasta el primer grado de la antigua escuela de Salmazondos,
que era más importante en lo eclesiástico.

Dentro de aquella constante atmósfera se preparaba el joven para su estado. Después se


presentó la ocasión para que el lector improvisara como diácono, cuando llegó a Andron la
noticia de que su tio había muerto y que sus conciudadanos le invitaban a hacerse cargo de la
sucesión religiosa. Era joven para pasar a ser sacerdote, pero no podía dejar en manos
extrañas el privilegio familiar. El viejo Salmázondos se vio privado de su lector y futuro
diácono, a quien envió con su bendición hacia su patria para que buscara novia antes de
consagrarse.

Esto no desagradó ni incomodó a Narciso, pues la elección estaba determinada a priori. Casi
desde la más tierna infancia se había decidido que Aretula fuera su futura esposa. Los padres
de ambos niños los criaron en la misma barriada y los niños jugaban y estudiaban juntos, pero
el pequeño Narciso aceptó desde el principio su difícil y único camino; cuando le enviaron a
Andron dejó tras de sí a su pequeña compañera de juegos prometiéndole recompensas de fe.

Tras ocho años de ausencia Aretula se había transformado en una joven y bella muchacha,
pero no menos bella resultaba la rubia cabeza de Narciso bajo el birrete negro de lector. El
Señor que escoltó a la pareja celebró el matrimonio, consagró al nuevo diácono y presbítero y
regresó de nuevo a Andron.

Desde hacía ya tres meses Narciso era sacerdote, su deseo más profundo y constante. Los
habitantes del pueblo se comportaban con su sacerdote con un respeto mayor del debido a su
edad; su esposa le preparaba descendencia, sus campos le daban frutos y los fieles de su
iglesia le idolatraban(?). ¿Qué más podía desear?. Y sin embargo su felicidad no era
completa. Le perseguía una preocupación grande y constante. El sacerdote confiesa a los
agonizantes y entierra a los muertos. !Los muertos! . Éste era el pensamiento que lo torturaba,
la nube cuya sombra ennegrecía el, sin esto, alegre horizonte de su vida.

El terror a la muerte le apresó completamente, siendo pequeño, al besar los cerrados y fríos
párpados de su padre muerto. Había presenciado desde entonces, es verdad, muchos entierros.
Viviendo siempre como un religioso, educado siempre dentro de la iglesia, era imposible que
no hubiera seguido o se hubiera hecho cargo de las celebraciones fúnebres; pero sin embargo
siempre encontró la forma de evitar la visión de la muerte. Dirigiendo la mirada hacia el cirio
o hacia el salterio que sostenía, oculto en lo posible a sus concelebrantes más altos, jamás
acercó la mirada hacia la inanimada carga de la mortaja, jamás se acercó con angustia hasta
los familiares que se inclinaban para dar el último beso al féretro, a menos que quisiera
también él quedar sin alma.

¿Pero cómo iba a ser posible, siendo ya sacerdote, evitar de ahora en adelante el contacto con
la desaparición?. Sentía que no era posible que se familiarizara con la horrible visión.
Confesó al Señor sus terrores, revelando sus dudas, descubriendo su incapacidad, pero el
anciano le había amonestado, reprendido, animado y asegurado que también él solía temer a
la muerte como muchos otros, y le había elevado el ánimo indicándole la gran misión del
sacerdote para con el lecho de los moribundos y la fosa de los difuntos. Narciso se convenció.
Se convenció, pero el terror no desapareció. Ya desde hacía tres meses, cuando salía a hacer
sus visitas, temblaba no fueran a mandarle recado de una muerte. Hasta entonces huía la
terrorífica prueba, pero pensaba que no sería posible dilatar por mucho tiempo la aparición de
la muerte en su isla. Y ahora, mientras dulcemente caía el sueño sobre sus párpados, entre las
imágenes agradables planeando como sombras unidas a sus sueños, revoloteaban también
dolorosas escenas de confesión a agonizantes.
Pero gradualmente las imágenes aquellas se enturbiaron y fueron borrándose, los párpados
entreabiertos se cerraron del todo, la mano cayó pesadamente sobre la manta, el rostro se
hundió en la almohada, y dentro del sombrío y tranquilo dormitorio empezó a contrastar
poderosa y regular la sana respiración del adormecido sacerdote.

Su esposa entretanto terminó su tarea y de puntillas, para no molestar a su marido, entró en el


dormitorio y al poco volvió a salir llevando un pequeño paquete. Se sentó en un taburete
frente al hogar apagado, desanudó el paquete y extendió, uno por uno, su contenido sobre sus
rodillas. Era ropa de bebé, regalada como señal de afecto por las bordadoras, a las que de allí
en adelante tenía intención de unirse. La miraba la mujer del sacerdote con anhelo, y
lentamente la volvía a guardar ocultando sus sensaciones y tratándola cuidadosamente. E
interrumpiendo el examen de la ropita, giró su mirada y miró con ensueño a su durmiente y
tranquilo marido.

D.

El ruido de unos pesados pasos acercándose hacia la casa interrumpió súbitamente la


tranquilidad exterior. Los pasos se detuvieron ante la puerta, y la hoja superior de ésta,
empujada desde fuera por una mano, se movió con ligereza abriéndose hasta la mitad. La luz
entró abundante dentro del dormitorio, la respiración del sacerdote cambió de ritmo, pero sin
embargo no pareció despertarse, y la esposa del religioso volvió la cabeza hacia la hoja de la
puerta abierta, colocando su dedo sobre los labios para imponer silencio a quien la había
abierto.

Dentro del luminoso cuadrado formado al abrirse la parte superior de la puerta se pudo ver el
pecho y la cabeza de un anciano pueblerino. Su viejo fez estaba rodeado por un pañuelo de
algodón cuyos blancos extremos colgaban hacia atrás para proteger su arrugada nuca. Bajo el
fez brillaban los ojos vivarachos ensombrecidos por unas pobladas cejas. El sudor le goteaba
sobre la sien. La mano derecha agarraba una vara que apoyaba sobre el hombro, de cuyo
extremo a la espalda colgaba su cesta llena de hojas de verduras.

La mujer del sacerdote salió acercándose desdeñosamente a la puerta.

-Buenos dias, Ierozanasi, susurró. El padre está durmiendo.

-Ya lo veo, mujer, respondió el viejo, intentando sin éxito bajar hasta el susurro el sonido de
su ronca voz. Ya lo veo, pero tiene que despertarse.

-¿Qué pasa?¿Para qué le necesitas?

-No le necesito yo, !Dios me valga!. Es el leproso quien tiene necesidad de él.

-!Dios Santo!!El leproso! repitió la mujer del padre.

Y recordó los terrores de su marido -el horror que comenzaría con el leproso y que se vería
acrecentado por la pena de sus convecinos- y la distancia hasta la otra punta de la isla, donde
el desgraciado aquel llevaba su vida eremítica, y el mucho calor de aquel dia de verano.
-Terminaron, me parece a mí, sus días, dijo el pueblerino.

-!Dios Santo! repitió la esposa del sacerdote, no hallando otras palabras para expresar su
ansiedad, y lanzando miradas de preocupación hacia el sofá.

El padre lo había oído todo, pero lo había oído en sueños. La apertura de la puerta
interrumpió su sueño, pero sus sentidos permanecieron como narcotizados y las ideas se
amontonaban confusas y sin orden dentro de su cabeza. Vio a través de sus párpados cerrados
la irrupción de la luz dentro del dormitorio, escuchó a su mujer dirigirse a Ierozanasi, oyó que
el leproso le necesitaba...Pero la última frase del viejo y la segunda de su mujer, el “Dios
Santo” le despertaron del todo.

Levantó la cabeza, bajó los pies, y sentado sobre el sofá, con las dos manos agarradas sobre la
manta, la mirada atenta a la puerta y los labios entreabiertos, permaneció inmóvil y en
silencio.¿ Pensó, entonces..?. No, no pensó, sino imaginó que veía junto a él la pobre choza
sobre las rocas, por encima del mar, donde hace muchos años, empujado por la curiosidad
infantil, se acercó para ver qué era un leproso. Se imaginó que veía al desdichado habitante de
la cabaña, lo veía sentado en el suelo, a la sombra de un cedro, lavando hierbas salvajes en su
escudilla y volviendo con incertidumbre su cabeza hacia el pequeño vestido de raso. Evocó
cómo, cuando vio lo horrible de aquella figura, le sobrevino un escalofrío de terror y salió
corriendo hacia sus compañeros,que acobardados le esperaban lejos de la cabaña...

-Perdóneme, padre, dijo Ierozanasi. Le he despertado. Pero el leproso está agonizando y le


necesita, y hay un largo camino hasta allí. A lo mejor no llega a tiempo.

El padre Narciso se acercó.

-Esposa, dijo, y le tembló un poco la voz. Mi birrete y mi sotana.

Ella asintió en silencio y trajo del dormitorio lo que le había pedido.

-No harás a pie tanto trecho, padre, dijo cariñosamente.

-No,no, dijo Ierozanasi. Voy a por lo mío y vengo inmediatamente a recogerlo.

-¿Vienes conmigo? preguntó el sacerdote.

-!Pues claro!

El viejo salió apresuradamente a buscar lo suyo, como llamaban eufemísticamente a los


animales de montura los isleños.

-Ves, dijo el sacerdote a su mujer, mientras hundía sus manos y su rostro en el fregadero.Ves,
Ierozanasi vio al leproso y fue en su ayuda, ha salido a pie desde allí y ahora, diligente, va a
hacer conmigo el camino de vuelta. ¿Por qué? Gracias al amor al prójimo. ¿Y yo pienso en el
terror suyo al presenciar la agonía de ese cristiano? ¿Vacilaré yo cuando se trata de
acompañar al prójimo en la hora de la muerte?.
Su mujer oía cómo él intentaba a través de aquellas palabras recuperar su valor, pero no se
atrevió a añadir nada a aquéllas para fortificarle. Ofreció en silencio la toalla a su marido, éste
se enjugó, se vistió la sotana, colocó sobre su cabeza su birrete, besó a su mujer en la frente y
salió llevando en su mano las llaves de la iglesia.

La casa del sacerdote, última y aislada, al final de una escarpada cima, cuyas laderas
ocupaban las restantes construcciones del pueblo, dominaba a las demás. En medio de éstas
estaba la pequeña iglesia de Ypapandis, edificio de antiguo estilo bizantino, con su alta cúpula
en forma de torre sobre la humilde casa en derredor. De la casa del sacerdote hasta la iglesia
la estrecha calle empedrada bajaba en espiral, y el sol, lanzando aquí y allá sus rayos, hacía en
la hora aquella la subida tan fatigosa como de costumbre.

Las ventanas de las casas de abajo estaban cerradas, aunque en algunas casas las hojas
superiores de las puertas estaban abiertas, y el señor de la casa y su esposa, apoyando los
brazos sobre la hoja inferior cerrada, parecían esperar el paso del sacerdote. Ierozanasi al
pasar había dado la noticia de que el leproso se estaba muriendo. Y el sacerdote saludaba a los
pueblerinos. “Buenos días, señor Iani””Buen día, Señora Zánena”-”Vaya con Dios, padre”.

Evidente que todos estaban dispuestos a entablar conversación, pero el padre tenía
prisa.LLegó sudoroso a la iglesia, abrió la puerta, se introdujo dentro del fresco templo, cogió
con reverencia, del pacífico altar, el sagrado instrumento para la comunión y su hisopo, los
envolvió dentro de su estuche, metió el estuche dentro de una envoltura de lino negro y salió.

Acababa de cerrar la puerta de la iglesia cuando oyó la voz de Ierozanasi jaleando al animal.
Éste no parecía dispuesto a la excursión con aquel calor. El sacerdote salió a su encuentro,
acarició al animal, subió a sus lomos mientras depositaba en lugar seguro el paquete dentro de
la alforja y se pusieron en marcha. El viejo pueblerino los seguía a pie.

La mayoría de las puertas estaban ya abiertas, y los respetuosos pueblerinos, sabiendo lo que
portaba dentro de la alforja el sacerdote, se hacían la señal de la cruz mientras entraban en
casa. En la puerta de su hogar esperaba la mujer del sacerdote, haciéndose sombra en los ojos
con la mano. Una sonrisa de confianza resplandeció en el rostro del sacerdote. Llevó al
animal hasta la puerta y quiso dirigir la palabra a su esposa, pero las palabras no afloraron a
sus labios. Ella tampoco pronunció palabra, mientras, tensa, hacía un gran esfuerzo por
sonreír. El padre Narciso movió la cabeza para despedirse, golpeó el cuello del animal con la
brida (?), el cual dócilmente respondía a las órdenes, y avanzó tras el anciano. La forzada
sonrisa de la mujer del padre se borró conforme veía alejarse a la escolta, y con el dorso de la
mano recogió una lágrima de sus pestañas.

E.

El camino proseguía bajando por en medio de las estribaciones de los campos y viñedos del
pueblo, después bajaba nuevamente, atravesando olivares espesos, hasta la cima de la colina
de enfrente, donde tres molinos de viento esperaban el soplo de aire para mover sus ya lentas
aspas y ruedas. Más abajo una ancha y fértil llanura, de la que surgían las escarpadas rocas
hacia la parte del mediodía de la isla. La vía era tosca y descuidada, pero tanto Ierozanasi
como su animal parecían acostumbrados a las piedras, que producían (?) lo escarpado de la
superficie. Muros bajos, de piedras pulidas, de cantos (?) de barro o de cal, dividían las viñas
de abajo. Conforme se alejaba el camino sucedían a los viñedos campos ya segados. Pasaron
la extensión cultivada, giraron a la izquierda de la llanura elevada donde se formaba una
colina poblada de arbustos, después a la derecha, gradualmente, iba cerrándose el camino
hasta la playa, y el azul del mar Egeo inmenso y riquísimo, aparecía surgiendo entre las
distantes montañas de las otras islas.

Era verdaderamente bello el panorama, pero el sacerdote no lo veía. Su mente estaba


dirigida a otro lugar. Sus miedos, los cuales la consciencia del prójimo y el ejemplo de
Ierozanasi habían en principio alejado, volvieron nuevamente al interior de su alma. Los
preparativos para la partida, la presencia de los pueblerinos en la puerta de sus hogares, la
mirada de su esposa, habían de algún modo restaurado su perturbado corazón. Pero ahora, en
la soledad del campo, en medio del silencio, el cual parecía intensificarse con el doble sonido
de los cascos del animal y los pasos del viejo pueblerino, mientras el sol quemaba sus
hombros, las imágenes desagradables se desplegaron y volvieron a unirse a su atribulada
mirada. Intentó con el pensamiento vencer a sus fantasías, pero el pensamiento no tuvo
fuerzas.¡Tenía miedo, tenía miedo, el desgraciado!.

No había hablado nada, pero tampoco su compañero de ruta había cortado el silencio.
Mientras andaban bajo el sol, sobre superficies difíciles, siguiendo por supuesto la marcha del
robusto animal, no consideraba adecuada ni competente la ocasión para la conversación, y si
lo fuera no tenía la edad de Ierozanasi. Al final el sacerdote detuvo su tétrico ensueño.
Escuchó al anciando jadeando y atrayendo hacia su pecho la brida, agarraba al animal. El
campesino detuvo su paso y se volvió a su acompañante.

-¿Qué le pasa, padre?¿Por qué se detiene?

-Voy a bajar para que tú montes, y cuando me canse, cambiamos.

-¡Ni hablar, estaría bueno!¡Yo sentado y usted a pie!

-Estás cansado, viejo.

-¡Yo, cansado! Todavía me sostienen mis huesos, ¡qué se piensa!¡Dónde se ha visto que el
sacerdote vaya a pie con los santos y el conductor vaya montado en el animal!¡Vamos!.

El asunto no era susceptible de más conversación. El animal, ya fuera ante las protestas
morales de los gritos del anciano, ya fuera por el golpe que subrayó la intención del que
gritaba ¡Vamos! retomó vivamente la marcha. Pero el sacerdote retuvo la brida de su ímpetu
al seguir más despaciosamente al viejo andando y al retomar la conversación con él.

-¿Llegaremos a tiempo de verlo vivo?

-¿Qué quiere que le diga? El hombre estaba en las últimas.

-¿Cómo le dejaste?¿Cómo estaba?

-¿Cómo iba a estar? Como hombre que agoniza.

¿Eso quería él saber? Cómo está un hombre cuando agoniza, pero la respuesta del pueblerino
no le ilustro sobre ello. Deseaba oir la descripción de la visión que le repelía ver más.
Esperaba que tras la descripción previa se familiarizaría con aquello que, cuando niño,
imaginaba con horror. Y renovó dentro de su alma la baja sensación del miedo ante el noble
sentimiento de su acompañante. La indiferencia con la cual el anciano hablaba de la agonía de
la muerte, la prontitud con la que volvía al lado del agonizante leproso, despertaron la
vergüenza interior del sacerdote ante su cobardía.

-¿Por qué vienes conmigo? preguntó después de aquel silencio.¿Para hacerme compañía?.

-Por eso también. Pero no tanto por eso, como para estar junto a él en su final. Usted, padre,
le dará la absolución y después se marcha. Yo me quedaré. Toda su vida la pasó aislado y
solo, ¡para que tenga a un cristiano a su lado mientras agoniza, el desgraciado!.

-Eres de verdad un buen cristiano, Ierozanasi.¡Que Dios te lo aprecie! Pero ese deber es mío,
y yo lo cumpliré.Yo le cerraré los párpados.

Y sintió que su laringe se estrechaba ante la emoción.

Siguieron en silencio su camino. La ruta no seguía una bajada completa bajo los muros, sino
que atravesaba campos de arbustos y (komaron) bajando hacia la playa escarpada de la isla. A
poco de esto al girar a la izquierda, hacia una colina desnuda, vio a lo lejos el sacerdote un
cedro allí solitario, bajo cuya sombra estaban los muros de la cabaña del leproso.

Hacía quince años, bajo las ramas del cedro, había visto Narciso a aquel desgraciado
ermitaño, que desde hacía mucho tiempo atrás hasta ahora había vivido allí. En aquel rincón
de la isla, solo, aislado, lejos de la sociedad de los hombres, vivía su vida soportando la grave
desdicha heredada, no responsable de ella, una vida sin esperanza, sin consuelo, sin objetivo.
Huérfano, sin herederos, sin recursos, comprendió siendo muy joven lo que era soportar la
desagradable enfermedad. Sus convecinos le obligaron a permanecer en aislamiento,
haciéndosde cargo de lo necesario para su sostenimiento. No era desde luego una carga
excesiva para la comunidad de la isla. Ierozanasi, cuyos pocos campos pasaban por la cabaña
del leproso, fue designado para llevarle el abastecimiento de pan semanal. Pero no se limitó a
esto la bondad(?) del filantrópico pueblerino. Ayudó al desgraciado ermitaño en el cultivo de
su pequeño huerto, arreglándole sus herramientas, abasteciéndole de semillas, dándole
cosechas. Se hizo amigo del enfermo, familiarizándose con la mucha costumbre con su
repugnante enfermedad. Y el leproso le esperaba, contando los días y las horas hasta la atenta
visita. Ierozanasi era el único lazo entre él y el resto del mundo. Ningún otro se le acercaba.
Cuando el pueblerino pasaba por allí, le saludaba normalmente desde lejos, depositaba sobre
las lejanas rocas su limosna, pero lo miraba sin cobardía y le hablaba con cercanía.

El huerto que rodeaba la cabaña del leproso contenía entre vallas sementeras de
(komaron) y laureles. Frente al mar la valla se interrumpía, entre dos voluminosas piedras,
representando de algún modo la entrada, pero no había puerta entre las dos piedras.

¡Cuántas veces, sentado sobre las piedras, frente a la inmensa extensión del mar,
miraba las olas golpear las rocas, salvajemente, o acariciando calmadamente la playa, bajo sus
pies! ¡Cuántas veces, viendo allí las blancas velas de los lejanos barcos (distinguía) a los
marineros, los cuales, fuertes y robustos,(epalaion kata ton stijion), vagando de lugar en lugar
y anhelando la playa de su patria, donde les esperaban sus seres queridos, mientras èl,
prisionero sobre su roca, aislado y desgraciado, esperaba la muerte!
Allí, delante de las dos piedras, se detuvo el padre Narciso.Ierozanasi anudó con las riendas
las dos patas delanteras del animal para limitar su libertad, y entró en el pequeño recinto
cultivado, avanzando hacia la cabaña. El sacerdote le siguió. A pocos pasos se volvió.

-Siéntese un poco aquí fuera en esta piedra, padre, yo veré primero qué ha sido de ese
desgraciado ahí dentro.

El sacerdote asintió en silencio. sacó el paquete de su alforja, lo inspeccionó un poco con las
manos temblorosas, depositó su vitola sobre la piedra, colocó allí encima también su birrete,
y con la cabeza inclinada, las manos cruzadas sobre el pecho, esperó la venida del
anciano.Estaba lívido.Un deseo involuntario, un deseo inconfesable penetró subitamente en
su alma.-!Oh! Si el viejo saliera diciendo:¡Acabó!. Rechazó tras un escalofrío el doloroso
pensamiento, solicitó ayuda a las alturas, se santigüó y, tomando de la plegada vitola el
evjologion empezó a rezar las bellas oraciones del sacramento fúnebre. Rezaba, pero sin
embargo su pensamiento estaba en la cabaña.¿Por qué tardaba Ierozanasi?. Quería acercarse
hasta la puerta de la cabaña, pero a la mitad del recinto se quedaba detenido. Quería preguntar
al anciano aquel, pero no se atrevía a levantar la voz.

Finalmente el viejo salió de la choza. El sacerdote le miró con ojos interrogantes.

-Estaba al fondo.Le he despertado a duras penas.Apenas se oye su voz.Levantó los ojos


apagados cuando oyó que estaba usted aquí.Vaya, padre,vaya a darle la extremaunción.

El sacerdote se volvió hacia la entrada, envolvió la vitola, cogió en sus manos, devotamente,
la imagen y marchó hacia la cabaña. Sólo la palidez atestigüaba su conmoción. Sus pasos eran
firmes, sus manos no temblaban como antes, no titubeaba en absoluto. Venció las últimas
vacilaciones de su miedo y sintió su sagrada misión.

Cuando llegó a la puerta, el anciano, que lo seguía detrás, tiró levemente de su sotana. El
sacerdote, con un pie bajo el umbral, se detuvo y volvió la cabeza. Su cabello rubio ondeaba
suelto sobre su nuca.

-Padre, no levante el pañuelo de su cara.Me pidió que lo cubriera para que no lo viese usted.

-Bien, dijo el sacerdote con seriedad.No entre si no te doy una voz.

Y entró dentro de la cabaña.

Ierozanasi se sentó sobre la piedra al lado de la entrada y esperó. Permaneció bastantes horas
sentado allí. Se extrañaba de que el sacerdote no apareciera ni se le oyera. tenía curiosidad
por acercarse a la cabaña, pero no se atrevió a desoír las órdenes. Esperó pues,mirando el mar
verdeazul rizado por la brisa, el cual crecido empezaba a humedecer la atmósfera.

Los matorrales de alrededor exhalaban estimulante aroma, los trigales(‘) impetuosamente se


arrojaban hacia la altura llenando el aire con su murmullo, la naturaleza parecía toda alegre y
contenta, mientras el leproso agonizaba dentro de su choza.
Súbitamente el anciano pueblerinó oyó unos pasos que se le acercaban con ligereza. Se volvió
sorprendido y vió que venía hacia la cabaña la mujer del sacerdote. Se levantó
inmediatamente y avanzó para ir a su encuentro.

-¿Qué le ha pasado para venir a pie tanto camino, mujer?

-Pensé que os encontraría a mitad de camino, y poco a poco he llegado hasta aquí.¿Dónde
está el padre?

-Dentro, con el leproso.

-¿Vive o ya murió?

-No le puedo decir a ciencia cierta.

-¿No entras a verlo?

-Me lo ha prohibido el padre.

La mujer del sacerdote calló un instante y después continuó tras un respingo de inquietud:

-Pasaréis la noche aquí.

-No importa.Hay luna.Pero usted, ¿qué la trajo hasta aquí?

-He traido la sotana.

Y mostró, colgada de su brazo, doblada cuidadosamente, la sotana buena del padre Narciso.

-¿Para qué la ha traído? No hace frío como para llevarla encima...

-A lo mejor hace falta, dijo la mujer del sacerdote.

Y diciendo esto llegaron a la entrada del recinto.

-Siéntese aquí, mujer, en la piedra.Estará cansada.

-No, no estoy cansada.¿Voy dentro, Ierozanasi?

-¡No se vaya a enfadar el padre!

La mujer del sacerdote se sentó sobre la piedra. A cada momento volvía la cabeza hacia la
cabaña. La preocupación se dibujaba en su rostro. El anciano la incomodaba, su tranquilidad
quizás, y la impaciencia de ella.

-No se inquiete, dijo. Voy a ver despacio lo que pasa.

Avanzó lentamente hacia la cabaña aguzando los oidos a cada paso.No oyó nada. Cuando
llegó a la puerta se detuvo. El sacerdote decía algo en voz baja. No era apenas capaz de
escuchar el anciano. Metió la cabeza dentro de la casucha. La cabeza del leproso no se veía.
La ocultaba la espalda del sacerdote, que arrodillado en el suelo, inclinaba la nuca hacia el
leproso, rezando. El paño blanco con el cual Ierozanasi había cubierto el rostro del enfermo,
estaba arrumbado a los pies.

El campesino salió en silencio y volvió a la entrada. La mujer del sacerdote, inmóvil sobre la
piedra, que seguía con la mirada sus movimientos, esperaba su retorno.

-¿Qué has visto? preguntó.

-Nada.

En aquel instante salió el sacerdote de la cabaña y con pasos lentos atravesó el huerto. No
llevaba su sotana. En las manos levantadas portaba el evjologion y la patena. Caminaba recto
y sin mover la cabeza, con la mirada ausente, mientras el aire movía sus cabellos sueltos.
¡Parecía un hombre distinto!

Se acercó al anciano y a su esposa sin mostrar sorpresa por la llegada de ella. Ninguno de
ellos se movió para ir a su encuentro. Esperaron a que llegara. No le hicieron ninguna
pregunta. Esperaron a que hablara.

-Terminó, dijo el sacerdote.

Ierozanasis y la mujer se santigüaron en silencio.

-Mañana por la mañana vendré para el entierro, prosiguió.

Su voz tenía algo de gravedad, de majestuoso. Jamás su esposa le había oído hablar así. Lo
escuchaba y las lágrimas bajaban lentamente de sus ojos. Sentía que la prueba aquella había
fortalecido para siempre su alma.

-¿Me quedo aquí esta noche? preguntó Ierozanasi.

-Quédate. Vendré muy temprano.

Y mirando a su esposa, que le tendía la sotana,

-Has hecho bien en traérmela, dijo. He cubierto con la otra al muerto.

Y caminando uno junto al otro regresaron a pie a su casa el sacerdote y su esposa.

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