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CARTA XXIII

Al doctisimo y honorabilísimo señor

GUILLERMO DE BLYBNBERGH

B.D.S.

(Respuesta a la precedente)

Mi señor y amigo:

Esta semana he recibido dos cartas suyas; la segunda; escrita el 9 de marzo,


sólo tenía por objeto confirmarme la primera, escrita el 19 de febrero y que me
fue enviada de Schiedam. En esta primera veo que usted se queja porque he
dicho que sobre usted no puede ejercer efecto ninguna demostración, etc.,
como si yo hubiera dicho esto respecto a mis argumentos, porque no le
satisficieron en seguida; lo que está muy lejos de mi intención. Yo tenía en
cuenta sus propias palabras, que dicen así: y si después de una larga reflexión
sucediera que mi conocimiento natural pareciese pugnar con ese verbo o no
concordar bastante bien con él, etc. Ese verbo tiene tanta autoridad sobre mí
que los conceptos que creo comprender claramente, se me hacen más bien
sospechosos, etc. De modo que sólo he repetido brevemente sus palabras y no
creo por eso haberle dado ningún motivo de enojo; tanto más que las aducía
como argumento para demostrar nuestro gran desacuerdo.

Además, como al final de su segunda carta, usted ha escrito que sólo espera y
anhela perseverar en la fe y en la esperanza y que lo demás que podamos
persuadirnos mutuamente acerca del entendimiento natural es para usted
indiferente, he pensado, y ahora vuelvo a pensarlo, que mis cartas no le
servirían de nada y que, por ese motivó, sería más aconsejable para mí no
descuidar los estudios (que de otro modo estoy obligado a interrumpir tan largo
tiempo) por cosas que no pueden dar ningún provecho. Esto no está en
contradicción con mi primera carta, dado que en ella yo lo consideraba como
filósofo puro, que (como admiten no pocos que se dicen cristianos) no tiene
otra piedra de toque de la verdad que el entendimiento natural, pero no la

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teología. Mas al respecto me ha enseñado otra cosa y, al mismo tiempo, me ha
mostrado que el fundamento sobre el cual tenía la intención de edificar nuestra
amistad, no había sido echado como yo pensaba.

Por último, en lo que atañe a lo demás, tales cosas suelen ocurrir muy a
menudo en las discusiones, sin que, por eso, sean transgredidos los límites de
la cortesía; y, por este motivo, pasaré por alto, como no advertidas, las cosas
similares que se encuentran en su segunda carta y en la presente.

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Esto acerca de su indignación, para demostrar que no le he dado ningún


motivo para ello, y, mucho menos, que no pueda soportar que alguien me
contradiga. Me dedicaré ahora a responder nuevamente a sus objeciones.

Afirmo, pues, en primer lugar, que Dios es absoluta y realmente causa de todo
lo que tiene esencia, sea ello lo que sea. Ahora bien, si usted pudiera
demostrarme que el mal, el error, los crímenes, etc. son algo que expresa
esencia, yo le admitiría enteramente que Dios es la causa de los crímenes, del
mal, del error, etc. Me parece que he demostrado suficientemente que lo que
constituye la forma del mal, del error, del crimen, no consiste en algo que
expresa esencia; y que, por tanto, no se puede decir que Dios sea su causa. El
matricidio de Nerón, por ejemplo, en cuanto contenía algo positivo, no era un
crimen. En efecto, Orestes hizo la misma acción externa y tuvo la misma
intención de asesinar a su madre y, sin embargo, no es acusado, al menos
como Nerón. ¿Cuál fue, pues, el crimen de Nerón? No otro sino que con su
acción mostró que era ingrato, cruel y desobediente. Pero es cierto que nada
de todo esto expresa alguna esencia y, por tanto, tampoco ha sido Dios causa
de ello, aunque haya sido causa del acto y de la intención de Nerón.

Además quisiera advertir aquí, que cuando hablamos filosóficamente no


deberíamos usar expresiones de la teología. En efecto, puesto que la teología
presenta a Dios por todas partes, y no sin razón, como un hombre perfecto, es
adecuado que en teología se diga que Dios desea alguna cosa, que Dios se
molesta con los actos de los impíos y que se deleita con los de los píos. Pero
en filosofía, donde sabemos claramente que es tan difícil atribuir y asignar a

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Dios los atributos que hacen perfecto al hombre, como atribuir al hombre los
que hacen perfecto al elefante o al asno, estas palabras y otras semejantes no
tienen lugar alguno, ni es posible usarlas sin suma confusión en nuestros
conceptos. Por lo cual, filosóficamente hablando, no se puede decir que Dios
pide algo a alguien, ni que algo le es molesto o agradable, pues todos estos
son atributos humanos, que no tienen cabida en Dios.

Por último, quisiera advertir que, aunque las acciones de los píos (es decir, de
los que tienen de Dios una idea clara, por la cual son determinadas todas sus
acciones y pensamientos) y las de los impíos (es decir de los que. no poseen
idea de Dios, sino sólo de las cosas terrenales, por las cuales son
determinados sus acciones y pensamientos) y, en fin, las de todos los que
existen, fluyen necesariamente de las leyes y decretos eternos de Dios y
dependen continuamente de Dios; sin embargo, difieren entre sí, no sólo en
grado, sino también en esencia. En efecto, si bien el ratón tanto como el ángel,
y la tristeza tanto como la alegría; dependen de Dios, sin embargo, el ratón no
puede ser una especie de ángel, ni la tristeza una especie de alegría. Con esto
creo haber respondido a sus objeciones (si las he comprendido rectamente,
porque, a veces, tengo la duda de si acaso las conclusiones que usted deduce,
no difieren de la

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proposición que trata de demostrar).

Pero eso resultará más claro cuando haya respondido, con esos fundamentos,
las cuestiones propuestas. La primera es: ¿si el asesinar es tan agradable a
Dios como el dar limosnas? La segunda: ¿si el robar es, respecto a Dios, tan
bueno como el ser ,justo? La tercera, finalmente: ¿si existiera un ánimo con
cuya naturaleza particular no chocara sino que se conciliara entregarse a los
placeres y cometer delitos; acaso, pregunto, existiría en él un motivo para que
la virtud lo persuadiera a hacer el bien y a evitar el mal?

A la primera doy esta respuesta: que (hablando filosóficamente) no sé qué


quiere usted decir con estas palabras: ser agradable a Dios. Si usted me
pregunta, ¿acaso Dios no odia a éste, pero ama a aquél?; ¿acaso el uno

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ofende a Dios y el otro le muestra su favor? Respondo que no. Pero si la
cuestión es: ¿acaso los hombres que asesinan y los que dan limosnas son
igualmente píos y perfectos? Respondo, nuevamente, que no.

A la segunda replico: si bueno respecto a Dios significa que el justo muestra a


Dios algo bueno y el ladrón algo malo; respondo: ni el justo ni el ladrón pueden
causarle a Dios placer o enojo. Pero si me pregunta si ambas acciones, en
cuanto son algo real y causado por Dios, son igualmente perfectas, digo que si
consideramos solamente las acciones y su determinado modo, es posible que
ambas sean igualmente perfectas. Pero si me pregunta, ¿acaso el ladrón y el
justo son igualmente perfectos y felices?; respondo que no. Pues entiendo por
justo a aquél que desea constantemente que cada uno posea lo que es suyo;
cuyo deseo, como demuestro en mi "Ética" (no editada todavía), en los píos, se
origina necesariamente del claro conocimiento que tienen de sí mismos y de
Dios. Y como el ladrón no tiene un deseo de esa especie, está desprovisto
necesariamente del conocimiento de Dios y de sí mismo, es decir, de lo que
primordialmente nos hace hombres felices. Si, no obstante, me pregunta ade-
más ¿qué es lo que puede moverlo a hacer esa acción que yo llamo virtud más
bien que otra?; respondo que no puedo saber qué medio, entre los infinitos,
usa Dios para determinarlo a esa acción. Podría ser que Dios hubiese impreso
en usted su idea tan claramente que, por amor a Él olvidara el mundo y amase
a los otros hombres como a sí mismo. Y es evidente que tal constitución
espiritual pugnaría con todas las otras, que se llaman malas y, por tal motivo,
no podrían existir en un mismo sujeto. Por lo demás, no corresponde aquí
explicar los fundamentos, de la Ética y demostrar, además, todo lo que digo,
porque sólo me ocupo de dar respuesta a sus cuestiones y apartarlas y
alejarlas de mí.

En cuanto atañe, finalmente, a la tercera cuestión, ella supone una


contradicción y me hace el mismo efecto que si alguien preguntara: si con la
naturaleza de alguien concordase mejor que se ahorcara, ¿podrían existir
razones para que no

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se ahorcara? Pero, admitamos que es posible que exista tal naturaleza. En tal
caso, afirmo (admita yo, o no, el libre albedrío), que si alguien ve que puede
vivir más cómodamente en la horca que sentado a su mesa, obraría muy
neciamente si no se ahorcase. Y aquel que viese claramente que podría gozar
realmente de una vida o de una esencia mejor y más perfecta perpetrando
crímenes que siguiendo la virtud, también sería necio si no lo hiciese. Pues,
respecto a una naturaleza humana tan pervertida, los crímenes serían virtudes.

La otra cuestión que usted agregó al final de la carta, no la contestaré, porque


en una hora podríamos preguntar cien de la misma índole, sin llegar nunca a
resolver una sola, y porque usted mismo no tiene tanta urgencia por la
respuesta. Por ahora, sólo le diré que espero su visita para la fecha indicada
por usted y que será bienvenido. Preferiría, sin embargo, que viniese, pues
tengo intenciones de dirigirme a Amsterdam dentro de una o dos semanas.
Reciba los cordiales saludos de su devotísimo,

B. DE SPINOZA.
Voorburg, I3 de Marzo de I665.

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