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MAXENCE FERMINE

NIEVE
Para Lea

Sólo el blanco para soñar.


ARTHUR RIMBAUD

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I

Yuko Akita tenía dos pasiones.


El haiku.
Y la nieve.

El haiku es un género literario japonés. Es un breve poema


compuesto por tres versos y diecisiete sílabas. Ni una más.

La nieve es un poema. Un poema que cae de las nubes en copos


blancos y livianos.
Ese poema viene de la boca del cielo, de la mano de Dios.

Tiene un nombre. Un nombre de resplandeciente blancura.

Nieve.

Viento invernal
un sacerdote sinto
vaga por el bosque
Issa

El padre de Yuko era sacerdote sintoísta. Vivía en la isla de


Hokkaido, al norte de Japón, allí donde el inviernots más largo y riguroso.
Le enseñó a su hijo la fuerza del cosmos, la importancia de la fe y
el amor a la naturaleza. Le enseñó también el arte de componer haikus.
Un día de abril de 1884, Yuko cumplió diecisiete años. Al sur, en
Kyushu, comenzaban a florecer los primeros cerezos. En el norte de Ja-
pón, el mar estaba todavía helado.
La instrucción ética y religiosa del joven había ya concluido. Había
llegado el momento de elegir un oficio. Desde hacía generaciones, los
miembros de la familia Akita se dividían entre la religión y el ejército.
Pero Yuko no quería ser ni sacerdote ni guerrero.
-Padre -dijo la mañana de su cumpleaños, junto al río plateado-,

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quiero ser poeta.
El sacerdote frunció el ceño de modo casi imperceptible, pero ese
gesto traslucía una profunda decepción. El sol se reflejaba en las tor-
nasoladas aguas. Un pez luna pasó entre los abedules y desapareció bajo
el puente de piedra.
-La poesía no es un oficio. Es un pasatiempo. Un poema es agua
que corre. Como este río.
Yuko clavó la mirada en el agua silenciosa y huidiza. Luego se
volvió hacia su padre y dijo:
-Es lo que quiero hacer. Quiero aprender a mirar cómo pasa el
tiempo.

Estalla el jarro de agua


(ha helado esta noche)
Me despierta
Bashô

-¿Qué es la poesía? -preguntó el sacerdote.


-Es el misterio inefable -contestó Yuko.
Una mañana, el ruido de la jarra de agua al estallar hace germinar
en la mente una gota de poesía, despierta el alma y le transmite su belle-
za. Es el momento de decir lo indecible. Es el momento de viajar sin
moverse. Es el momento de ser poeta.
No adornar nada. No hablar. Mirar y escribir. En pocas palabras.
Diecisiete sílabas. Un haiku.
Una mañana, nos despertamos. Es el momento de retirarse del
mundo para que nos sorprenda mejor.
Una mañana, nos tomamos tiempo para vernos vivir.

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La primera cigarra
dijo, y
orinó
Issa

Pasaron los meses. Durante el verano de 1884, Yuko escribió


setenta y siete haikus, a cual más hermoso.
Una mañana de sol velado, se le posó una mariposa en el hombro y
le dejó una huella estrellada que la lluvia de junio borró.
A veces, a la hora de la siesta, acudía a escuchar el canto de las
mujeres que recolectaban el té.
Otro día, encontró un lagarto muerto delante de su puerta.
El resto del tiempo, no ocurrió nada.
Cuando volvieron los primeros días de invierno, en la casa tornó a
plantearse el futuro de Yuko.
Una mañana de diciembre, su padre lo llevó andando al pie de los
Alpes japoneses, en el centro de Honshu, le señaló una cima, allí donde
moran las nieves perpetuas, le entregó unas alforjas llenas de víveres y
un pergamino de seda, y le dijo:
-No vuelvas hasta que lo sepas. Sacerdote o guerrero. Elige tú.
El adolescente escaló la montaña, a despecho del peligro y la
fatiga. En la cima, halló un refugio bajo la roca y se sentó allí frente al es-
plendor del mundo.
Siete días permaneció alimentándose de la belleza en las puertas
del cielo. En el pergamino de seda, no escribió más que una sola palabra,
una palabra de esplendorosa blancura.
Cuando regresó junto a su padre, éste le preguntó:
-Yuko, ¿has encontrado tu camino?
El joven se hincó de rodillas y dijo:
-Mejor aún, padre. He encontrado la nieve.

En la landa nevada

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si muero, seré
un buda de nieve
Chósui

La nieve es un poema. Un poema de resplandeciente blancura.


En enero cubre la mitad norte de Japón.
Allí donde vivía Yuko, la nieve era la poesía del invierno.

Contrariando los deseos de su padre, Yuko abrazó la carrera de


poeta los primeros días de enero de T885. Decidió no escribir sino para
ensalzar la belleza de la nieve. Había hallado su camino. Sabía que nunca
se cansaría de aquella vida deslumbrante.

Los días de nieve tomó la costumbre de salir muy temprano de


casa y caminar hacia la montaña. Siempre iba al mismo lugar a escribir
sus poemas. Se sentaba bajo un árbol con las piernas cruzadas y
permanecía allí largas horas eligiendo en su retiro las diecisiete sílabas
más hermosas del mundo. Luego, cuando sentía que por fin dominaba el
poema, lo escribía en un papel de seda.
Cada día un nuevo poema, una nueva inspiración, un nuevo
pergamino. Cada día un paisaje distinto, una luz diferente. Pero siempre
el haiku y la nieve. Hasta el anochecer.
Regresaba siempre para la ceremonia del té.

Jugando al volante
ellas inocentes
separan las piernas.
Taigi

Una noche, sin embargo, Yuko no regresó.


Era una noche de luna llena. Se veía como en pleno día. Llegó un
ejército de nubes algodonosas como copos y vino a ocultar el cielo. Miles
de guerreros blancos se apoderaron del cielo. Era el ejército de la nieve.
Yuko contempló su irrupción en silencio, sentado bajo la luna.
Regresó con las primeras luces del alba.

Durante el camino, en el pálido frescor del sol, se cruzó con una


muchacha que sacaba agua de la fuente.
Al inclinarse, la túnica de la joven se entreabrió a la altura de la
axila, descubriendo un seno blanco como la nieve.

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Poco después, en su habitación, Yuko se tocó la frente: estaba
caliente como un vaso de sake ardiendo.

Se durmió, con la mano en el sexo erecto, éste como una guindilla


roja.
Fuera helaba.

El frío es penetrante
beso una flor de ciruelo
en sueños
Sóseki

La nieve posee cinco características principales.


Es blanca.
Hiela la naturaleza y la protege.
Se transforma continuamente.
Es una superficie resbaladiza.
Se convierte en agua.

Cuando se lo comentó a su padre, éste no vio en ello más que


aspectos negativos, como si la extraña pasión de su hijo por la nieve
hiciese a sus ojos más aterradora aún la estación invernal.
-Es blanca. Por lo tanto es invisible y no merece existir.
Hiela la naturaleza y la protege. ¿Quién es esa orgullosa para
pretender convertir el mundo en estatua?
Se transforma continuamente. Luego no es de fiar.
Es una superficie resbaladiza. Así que ¿quién puede disfrutar
resbalando en la nieve?
Se convierte en agua. Lo hace para inundarnos más en la época de
deshielo.

Yuko, en cambio, veía en su compañera cinco cualidades distintas,


que eran un puro deleite para su talento artístico.
-Es blanca. Luego es una poesía. Una poesía de gran pureza.
«Hiela la naturaleza y la protege. Luego es una pintura. La pintura
más delicada del invierno.
»Se transforma continuamente. Luego es una caligrafía. Existen
diez mil modos de escribir la palabra nieve.
»Es una superficie resbaladiza. Luego es una danza. En la nieve,
todo hombre puede creerse funámbulo.
»Se convierte en agua. Luego es una música. En primavera, troca
los ríos y torrentes en sinfonías de notas blancas.

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-¿Todo eso es para ti la nieve? -preguntó el sacerdote.
-Representa muchísimo más aún.
Aquella noche el padre de Yuko Akita comprendió que el haiku no
bastaría para colmar los ojos de su hijo con la belleza de la nieve.

Yuko veneraba el arte deL haiku, la nieve y el número siete.


El número siete es un número mágico.
Participa a un tiempo del equilibrio del cuadrado y del vértigo del
triángulo.
Yuko tenía diecisiete años cuando abrazó la carrera de poeta.
Escribía poemas de diecisiete sílabas.
Tenía siete gatos.
Le había prometido a su padre que escribiría solamente setenta y
siete haikus cada invierno.

El resto del año, se quedaría en casa y olvidaría la nieve.

Un día de primavera, con el regreso del sol, un famoso poeta de la


corte Meiji tuvo noticia de los trabajos de Yuko. El poeta se presentó en
su pueblo, encontró la casa del padre de Yuko y pidió verle. El sacerdote,
que acudió del templo vecino, recibió con todos los honores al alto
dignatario del emperador, le ofreció una taza de té y dijo:
-Esta noche mi hijo regresará de la montaña por última vez en este
año. Hoy es el día de su septuagésimo séptimo haiku. Pero, si lo desea,
puedo llevarle a su estudio. Allí guarda sus poemas, todos ellos escritos
en pergaminos de seda.
El poeta aspiró el aroma del té, con el corazón henchido de gozo al
recordar los felices tiempos en que un maestro de la rima lo descubrió a
él y lo condujo ante el emperador para recitarle a éste un verso que había
merecido el honor de gustarle. Luego bebió un sorbo amargo y dijo:
-Muéstreme esas maravillas.
El sacerdote lo invitó a seguirle y penetraron en una habitación con
las paredes cubiertas de pergaminos. El conjunto era de una belleza que

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quitaba el aliento.
-Aquí están todos los haikus de mi hijo, maestro. Juzgue usted
mismo.
El poeta se acercó con majestuosa lentitud y leyó cada uno de los
setenta y seis poemas de nieve que había compuesto Yuko Akita aquel
invierno.
Cuando concluyó, el sacerdote vio que tenía los párpados perlados
de lágrimas.
-Son magníficos. Nunca he leído nada semejante. Creo que cuando
yo me vaya de este mundo el emperador podrá nombrar a su hijo poeta
oficial de la corte.
El padre de Yuko, loco de alegría, se arrojó a los pies del alto
dignatario.
-Sin embargo -agregó éste-, debo confesar que me preocupan dos
cosas.
El sacerdote alzó la cabeza y se estremeció.
-¿Qué sucede? ¿Acaso no son estos haikus los más hermosos
después de los del gran Bashó?
-La obra es incomparable, desde luego. Las palabras beben de las
fuentes de la belleza. Los textos poseen una musicalidad original, pero
carecen de colores. La escritura de su hijo es desesperadamente blanca.
Casi invisible. Si su hijo quiere presentar sus obras al emperador, deberá
aprender a colorear sus poemas.
-Es joven aún, no lo olvide. Sólo tiene diecisiete años. Aprenderá.
Pero ¿qué otra cosa le preocupa?
El poeta pidió otra taza de té, se sentó en la veranda, delante de la
casa, y contempló la montaña que se alzaba en medio del frescor
primaveral. Luego bebió un sorbo amargo y dijo:
-¿Por qué la nieve?

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Cuando Yuko regresó de la montaña y se enteró de que un extraño


había leído sus poemas y, peor aún, de que le habían gustado, se puso
terriblemente rabioso.
-Sólo son esbozos. Todavía domino poco mi arte.
-¡Pero si ya te reclaman en la corte! Es un honor, un gran honor -le
contestó su padre.
-No -replicó Yuko-, es una vergüenza.
Cuando el sacerdote le refirió las palabras exactas del poeta, Yuko
montó en cólera.
-¿Qué sabe él de la pintura y de sus colores? Hay diez mil maneras
de escribir, diez mil maneras de pintar un poema, pero para mí todas tie-
nen que ver con la nieve. Iré a ver al emperador cuando haya escrito diez
mil sílabas, diez mil sílabas de sorprendente blancura. Ni una menos.

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-¡Pero diez mil sílabas son casi quinientos noventa haikus! A razón
de setenta y siete poemas por año, eso supone siete años de trabajo.
-Entonces iré a la corte dentro de siete años.
Padre e hijo no volvieron a hablar de la visita del poeta imperial.
Aquella primavera Yuko mantuvo su promesa y no escribió ningún
verso.
Se limitó a respirar el perfume de los pétalos de las flores del
cerezo en el jardín verde.
Durante el verano, respiró los aromas de miel que exhalaba el
bosque bajo la mirada de la luna en la cima de las montañas.
Los primeros días de tormenta, encontró un rebozuelo que crecía
en el musgo junto al río.
Fue un año inmóvil y perfumado.

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La piel de las mujeres


la piel que ocultan
¡cuán cálida es!
Sutejo

El segundo invierno de poesía fue de una blancura resplandeciente.


Nevó más de lo habitual.

Una noche de diciembre, la joven de la fuente lo inició en el amor.


Su piel tenía el sabor del melocotón. Yuko besó su seno blanco, tomó en
su boca un pezón y lo chupó como si fuese un limón de luna. No lo soltó
hasta el alba.

Durante el invierno, Yuko escribió setenta y siete haikus, a cual


más blanco y hermoso.
Los tres últimos fueron:

Nieve límpida
pasarela de silencio
y de belleza

Música de nieve
grillo de invierno
bajo mis pasos

Mujer agachada
que orina y hace fundir

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la nieve

Así eran los haikus.


Algo límpido. Espontáneo. Familiar. Y de sutil o prosaica belleza.
No evocaban gran cosa para el común de los mortales. Pero para
un alma poética eran como una pasarela hacia la luz divina. Una pasarela
hacia la luz blanca de los ángeles.

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Los primeros días de primavera, regresó el sol. Y con él, el poeta
de la corte Meiji.
Esta vez no iba solo.
Viajaba con él una joven de deslumbrante belleza, apasionada por
la poesía. Tenía la piel clara y los cabellos negros como la noche. Era la
protegida del maestro.

El padre de Yuko los recibió a ambos con cierta condescendencia,


bajo el cenador cubierto de flores. Les ofreció un té raro y delicioso.
Cuando el maestro y la joven hubieron tomado cada uno un sorbo
amargo, les dijo:
-Mi hijo se considera indigno del honor que le hacen ustedes.
Piensa que necesitará siete años para perfeccionar su arte antes de
presentarse ante el emperador. Como éste es sólo el segundo invierno
que dedica a la poesía, habrá que esperar aún cinco años.
El anciano contempló largo rato las orillas del río plateado antes de
tomar la palabra.
-Cinco años son muchos años. No sé si el emperador esperará
tanto. ¿Cuándo regresará Yuko?
-Al anochecer.
-Le esperaremos.

Cuando Yuko regresó de la montaña, encontró a los dos visitantes


en su estudio. Quedó de inmediato subyugado por la fascinante belleza de
la joven. El rostro del maestro tan sólo le inspiró indiferencia.
-Yuko -dijo el poeta de la corte-, tengo que hacerte dos preguntas.
-Le escucho, maestro.
-¿Por qué siete años?
-Porque es una cifra mágica.
Yuko sorprendió una leve sonrisa en los labios de la joven. Sus
labios le recordaban la frescura de un fruto. Tuvo que contenerse para no
morderlos.
-¿Y por que la nieve?
-Porque es un poema, una caligrafía, una pintura, una danza y una

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música a un tiempo.
El anciano se acercó a Yuko y le susurró, arrojándole el aliento
caliente a la cara:
-¿O sea que es todo eso?
-Es muchísimo más.
-Eres poeta. Pero ¿qué sabes de las demás artes? ¿Sabes bailar,
pintar, caligrafiar, componer música?
Yuko no supo qué contestar. Sintió que se ruborizaba.
-Soy poeta. Escribo versos. No necesito saber otra cosa para
practicar mi arte.
-Te equivocas. La poesía es, por encima de todo, la pintura, la
coreografía, la música y la caligrafía del alma. Un poema es a un tiempo
cuadro, danza, música y escritura de la belleza. Si quieres llegar a ser un
maestro, tienes que poseer los dones del artista absoluto. Tus obras son
maravillosamente hermosas, danzarinas, musicales, pero blancas como la
nieve. Les falta el color, la pintura. No eres pintor, Yuko. Ése es tu punto
flaco. Y por eso, si no me escuchas, tu poesía permanecerá invisible a los
ojos del mundo.
A Yuko le aburría aquel anciano, pero la muchacha que estaba a su
lado era hermosa y no quería decepcionarla.
-Le escucho, maestro.
-En el sur de Japón vive un hombre que posee el arte absoluto.
Escribe maravillosos poemas y piezas musicales, pero por encima de todo
es pintor. Ese hombre admirable y único se llama Soseki. Fue mi maestro.
Ve a verlo de mi parte. Hazme caso. Te enseñará lo poco que te falta.
La protegida del poeta de la corte Meiji no intervino en ningún
momento en la conversación. Se limitó a mirar intensamente a Yuko,
sonriendo y bebiendo largos sorbos de té humeante.
-Apresúrate -advirtió el anciano-, porque Soseki es muy viejo y
puede que no tarde en morir.
Yuko se inclinó y dijo:
-Maestro, mañana mismo iré a ver a Soseki.
Luego se volvió y saludó torpemente a la muchacha. Ella soltó una
risita burlona, una risita que ascendió en el aire como un trino.
Yuko concibió de inmediato hacia ella un temblé odio y un inmenso
amor.

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Aquella misma noche, Yuko hizo el amor con la muchacha de la


fuente. La tomó en la nieve, bajo la enramada cristalina de un cerezo. Lo
hicieron siete veces. Con violencia. Al final, su miembro parecía una
alcachofa pasada y el sexo de la muchacha una estría violeta.

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Yuko abandonó su pueblo al día siguiente, con las primeras luces


del alba. Tras despedirse de su padre y de su familia, tomó la carretera
del sur.
Fue un viaje hacía el sur de su corazón. La pureza del mundo y de
su luz se ofrecían a su mirada. Yuko caminaba lentamente por la
carretera y sentía que lo invadía una alegría pura y deslumbrante. Era
libre y feliz. No llevaba más bagaje que ci oro de su fe en el amor y en la
poesía.

Pero lo que debía suceder sucedió. Tan grande era su amor por la
nieve, que le había perdido el miedo. Y la nieve estuvo a punto de
devorarlo con su amor.
Mientras atravesaba los Alpes japoneses, Yuko se perdió, junto con
todo lo que llevaba consigo, en una terrible tormenta de nieve. Fue
víctima de la cólera de los elementos y se salvó gracias a un refugio
improvisado.
Yuko buscó cobijo bajo el saliente de una roca, al abrigo del viento,
y allí, helado de frío, extenuado, solo en el espesor de las tinieblas, solo
en la profundidad de la nieve, solo en el vértigo de su soledad, solo en su
silencio, pese a que hubiera debido morir cien veces de frío, de hambre,
de cansancio, de desengaño y de hastío, sobrevivió.
Sobrevivió porque lo que vio esa noche, aquella cosa, aquella
magnífica cosa surgida también de la otra cara de la realidad, aquella
cosa sublime y herniosa, era la más hermosa y sublime imagen que le fue
dado ver en toda su vida. Y jamás pudo olvidar esa imagen.

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Esa cosa tan hermosa era ella. Cuando se tumbó bajo el saliente
rocoso, ella estaba allí, ante sus ojos. Parecía frágil como un sueño. Era
una mujer joven, desnuda y rubia, de raza europea. Estaba muerta.
Dormía bajo un metro de hielo.

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No dormía, en realidad. Estaba muerta. Pero su ataúd era


transparente como el cristal. Yuko se enamoró de inmediato de aquella
bella desconocida.
En ningún momento fue consciente de que se hallaba ante un
cadáver. No era una muerta normal. Era una presencia maravillosa.
Para empezar, estaba desnuda. ¿Qué hacía desnuda bajo un metro
de hielo? Ésa fue ]a pregunta que le vino de inmediato a la mente. Pero
no supo contestarla.
¿De dónde venía? ¿Cuánto tiempo llevaba prisionera en aquella
trampa transparente y eterna? Y, a decir verdad, ¿era real?
La joven presa bajo el hielo parecía frágil y tierna como un sueño.
Sus cabellos dorados resplandecían como una antorcha. Sus párpados,
aunque cerrados, dejaban transparentar el gélido azul de sus ojos, como
si el desgaste del hielo hubiera vuelto diáfana la tenue piel que protegía
su mirada. Su rostro era blanco como la nieve.
Yuko la miró, sin decir nada, subyugado por su belleza.

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Yuko creyó que era un sueño.


Le dio la impresión de que la imagen de la joven se dejaba
deformar suavemente por la geometría de sus sueños. Pero, en realidad,
no era presa de una alucinación. Estaba allí, bajo el hielo, a un metro de
él, y él la amaba.
Yuko se pasó toda la noche llenándose los ojos con aquella imagen.
Y no se cansó ni un solo segundo. Estaba allí, inmóvil pese al frío,
contemplando lo que nunca había esperado soñar.
Aquella noche el tiempo se detuvo para él.
¿Quién era aquella joven? ¿Por qué estaba allí?
No lo sabía.
Pero sabía una cosa, una sola cosa, triste y hermosa: él
envejecería, por supuesto, y acabaría muriendo un día, pero el amor que
sentía por aquella mujer no moriría, y el rostro dormido bajo el hielo no
envejecería.

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Al amanecer, Yuko marcó con una cruz el lugar donde había hecho
el macabro descubrimiento. Luego siguió su camino.
Ya no pudo olvidar lo que acababa de vivir. La imagen de la ¡oven
le obsesionó durante todo el trayecto.
Aquella misma noche, llegó a un pueblo de montaña.
Caminó hacia la plaza y se derrumbó extenuado junto a la fuente
helada. Un campesino anciano se apresuró a ofrecerle un vaso de sake.
El joven se volvió hacia él, bebió el liquido incoloro, recobró el
aliento y preguntó:
-¿Quién es esa mujer?
Y se desplomó en los brazos del anciano.

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Necesitó siete días de descanso para reponer fuerzas y proseguir el


viaje.
Durante esos siete días, Yuko durmió y soñó con la mujer de la
nieve. Hasta que, una mañana, se levantó, dio las gracias al campesino y
se puso en marcha. De la joven que descubrió bajo el hielo no volvió a
decir una palabra.

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Cruzó todo Japón y una mañana llegó ante la puerta de Soseki. Le


recibió un criado llamado Horoshi. El criadatra un hombre mayor, de
mejillas hundidas y cabello entrecano. Yuko le dijo:

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-Vengo de parte del poeta de la corte Meiji para que el maestro
Soseki me enseñe el arte de los colores. ¿Puedo pasar?
El criado se hizo a un lado y Yuko penetró en una estancia muy
confortable. Se sentó con las piernas cruzadas en una estera, frente a un
jardín repleto de multitud de plantas. Le sirvieron una taza de té
humeante. Fuera, un pájaro cantaba una insistente melodía junto a un río
plateado.
-Vengo de muy lejos -prosiguió Yuko-. Soy poeta. Más
exactamente, soy el poeta de la nieve. Vengo a seguir las enseñanzas del
maestro Soseki.
Horoshi inclinó la cabeza en señal de asentimiento.
-¿Cuánto tiempo se quedará con el maestro?
-El tiempo necesario. Quiero ser un poeta completo.
-Comprendo, pero mi amo es muy anciano y está muy cansado.
Vivirá ya poco tiempo. Por eso instruye tan sólo a un grupo reducido de
alumnos de talento. Dos veces al día. Por la mañana al amanecer y por la
tarde con el crepúsculo. Debido a la luz, claro está.
-No lo fatigaré. Además, si no soy digno de sus enseñanzas, me
marcharé de inmediato.
-El maestro Soseki juzgará sus aptitudes. Aquí llega, precisamente.
Es la hora de su paseo entre las flores. De ahí extrae la intensidad de sus
colores.
Horoshi señaló una figura que avanzaba por el jardín. Yuko se
volvió hacia el maestro y vio a un anciano de larga barba blanca que se
acercaba lentamente, como si caminase sobre una cuerda, sonriendo de
felicidad. Tenía los ojos cerrados.
-¿Es ése el maestro del color? -preguntó Yuko.
-Sí, Soseki, el gran pintor Soseki.
-Pero si es... Sus ojos...
-Sí -dijo Horoshi-. Mi amo es ciego.

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¿Cómo podía enseñarle un pintor ciego el arte del color? ¿Le había
tomado el pelo el poeta de la corte Meiji aconsejándole que aprendiera de
un hombre que no podía juzgar siquiera la calidad de su propio trabajo?
Por un instante, Yuko estuvo a punto de abandonarlo todo, de marcharse
de inmediato, de regresar a su pueblo y a sus amadas montañas. Pero le
retuvo el brazo de Horoshi.
-No te marches antes de saber lo que debes saber. Tal vez Soseki
no vea los matices, pero su mente sabe lo que tus ojos no pueden ver.
Ven, te lo presentaré.
-¿Qué puede enseñarme un ciego sobre la vastedad de los colores?
-Tanto como puede enseñarte sobre las mujeres. Y eso que hace
tiempo que no comparte su lecho con ninguna. No te fíes de las aparien-
cias. Sólo sirven para perderse.

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Más que acompañarlo, Horoshi empujó a Yuko para que saludara al
maestro.
-¿Quién eres? ¿Y qué quieres de mí? -preguntó Soseki.
-Soy Yuko. El poeta de la nieve. Mis poemas son hermosos, pero de
una blancura desesperante. Maestro, enséñeme a pintar. Enséñeme el
color.
Soseki sonrió y contestó:
-Primero enséñame tú la nieve.

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El método de enseñanza del maestro no se parecía a ningún otro.


La primera mañana de clase, junto al río aún bañado por el alba,
pidió a Yuko que cerrase los ojos y se imaginase el color.

-El color no está fuera. Está en tu interior. Sólo la luz está fuera
-dijo-. ¿Qué ves?
-Nada. Con los ojos cerrados, lo veo todo negro. ¿Usted no?
-No -contestó Soseki-. Veo también el azul de las ranas y el
amarillo del cielo. Así pues, ¿quién de los dos está más ciego?

Yuko hubiera querido decir que el cielo no era amarillo ni las ranas
azules, pero se abstuvo de hacer el menor comentario. Tal vez el anciano
se hubiera vuelto loco. O aquello fuera pura senilidad. No quiso
decepcionarlo.
-Maestro -dijo-, empiezo a ver.
-¿Qué ves?
-Veo el rojo de los árboles.
-Tonto -contestó Soseki-. Eso no puede ser. Aquí no hay árboles.

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La segunda mañana, el maestro pidió a Yuko que cerrara los ojos y


dijo:
-La luz es interior, está dentro de nosotros. Únicamente el color
está fuera. Cierra los ojos y dime qué ves.
-Maestro -dijo Yuko-, veo la luz blanca de la nieve.
Al decir esto, a Yuko le entraron ganas de reír. Era una hermosa
mañana de primavera. El sol calentaba como un yunque.

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-Es cierto -dijo Soseki-, este invierno ha habido nieve aquí.
Empiezas a ver.

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Así, Yuko fue aceptado para recibir las enseñanzas del maestro
durante todo el año.
Horoshi, el criado, y él se hicieron amigos. Dormían juntos en la
misma habitación.
Una noche, Yuko le preguntó a Horoshi:
-¿Quién es realmente el maestro? ¿De veras conoce todas las
artes?
-Soseki es el más grande artista de Japón. Conoce la pintura, la
música, la poesía, la caligrafía y la danza. Pero su arte jamás habría visto
la luz de no haber sido por el amor de una mujer.
-¿Una mujer? -inquirió Yuko.
-Sí, una mujer. Porque el amor es con mucho la más difícil de las
artes. Y escribir, bailar, componer música y pintar son lo mismo que
amar. Funambulismo. Lo más difícil es avanzar sin caer. Soseki acabó
cayendo por el amor de una mujer. Sólo el arte le salvó de la desespera-
ción y la muerte. Pero es una larga historia y creo que te aburrirá.
-¡Te lo ruego! -suplicó Yuko-, ¡Cuéntamela!
-Esta historia se remonta a los tiempos en que el maestro era
samurai.
-¿Soseki samurai? ¡Cuenta, cuenta, te lo suplico!
Horoshi se tomó un vaso de sake y, ante la insistencia del joven, se
sumió en sus recuerdos.
-Todo comenzó por magia...

II

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25
Todo comenzó por magia. Un día de invierno de 18.., cuando
regresaba de la guerra, Soseki se enamoró de una mujer distinta de
cuantas había conocido.

Por aquel entonces, mi amo era samurai del emperador.


Soseki había participado en una violenta batalla en la que su
ejército acababa de conseguir una brillante, hermosa e imprevisible
victoria. Regresaba, pues, como vencedor. Triunfante pero herido. Un
soldado le había atravesado el hombro con el sable después de que una
bala de cañón se le llevara la cabeza al soldado. Todavía no se le había
borrado aquella imagen: el sabor del barro y de la sangre en la boca, los
soldados del ejército adversario abalanzándose sobre él, aquel rostro
animado por un rictus de odio. El hombre se había arrojado sobre él, dis-
puesto a ensartarlo. Después Soseki sintió el frío contacto de un sable en
la frente, una explosión, un estampido, y luego vio un cuerpo sin cabeza,
un cuerpo que se movía y seguía caminando antes de desplomarse sobre
él y hundirle el filo del sable en el hombro, con todo su peso de muerto,
como para transmitirle así el horror de un campo de batalla que ni el uno
ni el otro hubieran debido conocer. Eran los tiempos del honor. Eran las
alegrías de la guerra. Había que morir o regresar herido.
El samurai no pudo olvidar la imagen de aquel hombre sin cabeza.
Jamás vio nada tan horrible en su vida.
A continuación se desvaneció. Lo dieron por muerto en el campo de
batalla. Permaneció toda la noche bajo aquel cuerpo acéfalo. Al amane-
cer, por fin oyeron sus gemidos. Apartaron al muerto y descubrieron el
rostro horrorizado de Soseki. Le curaron la herida, pero se pasó varios
días delirando. Una semana más tarde, todavía se leía el terror en sus
ojos.
El emperador acudió a felicitarlo y Soseki sintió cierto orgullo, si
bien teñido de la angustia del episodio que acababa de vivir.
Cuando por fin recobró fuerzas, emprendió el regreso. No quería
volver a luchar, no tanto por la herida -le habían herido en seis ocasiones
desde el comienzo de la campaña- cuanto por el asco que le inspiraba la
guerra. Tras haber dedicado toda su vida al ejército, acababa de darse
cuenta de que ya no le gustaba matar.
De modo que abandonó el ejército y regresó andando a su casa. Y
fue allí, en el camino de regreso, cuando se produjo el milagro.
Muerto de frío, extenuado, impreso aún en los ojos el horror de la
guerra, solo en el espesor de las tinieblas y de la tragedia que acababa de
vivir, solo en el vértigo de su soledad, solo en su silencio, pese a que
hubiera debido morir cien veces de frío, de hambre, de cansancio, de
desengaño y de hastío, sobrevivió.
Sobrevivió porque lo que ese día vio, aquella cosa, aquella
magnífica cosa surgida también de la otra cara de la realidad, sin duda
para compensar el horror del hombre sin cabeza, aquella cosa sublime y
hermosa, era la más hermosa y sublime imagen que le fue dado ver en
toda su vida. Y el samurai jamás pudo olvidar aquella imagen.

19
26

Aquella imagen era la de una joven en equilibrio sobre un hilo, una


joven liviana como un pájaro, una funámbula que evolucionaba, grácil
como una ardilla, sobre el río plateado.
Se hallaba a más de sesenta pies del suelo. Más que caminar sobre
una cuerda, se sostenía en el aire como por magia. Vista así, desde lejos,
de pie en su hilo invisible, con un balancín entre las manos y deslizándose
delicadamente en el azul del cielo, parecía un ángel.

Soseki se acercó lentamente al río y la belleza de la joven le


cautivó. Era la primera vez que veía a una europea. Y parecía volar en el
aire.
Siguió acercándose, intrigado. Ahora la joven estaba sobre él.
En la orilla se había congregado una numerosa multitud para ver la
extraña aparición.
Soseki se acercó a un anciano y, sin dejar de mirar hacia lo alto, le
preguntó:
-¿Quién es?
El anciano, sin mirar siquiera a Soseki, contestó con voz
temblorosa:
-Es una funámbula. A no ser que sea un pájaro azul que se ha
perdido en el aire.

27

La joven era funámbula y su vida seguía una sola línea. Recta.

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28

Venía de París, en Francia. Se llamaba Nieve. Le habían dado ese


nombre porque tenía la piel blanquísima, los ojos de hielo y los cabellos
de oro. Y también porque, cuando evolucionaba en el aire, parecía liviana
como un copo de nieve.
Todo había empezado así: un día, cuando todavía era una niña, se
cruzó en su camino un circo ambulante y la maravilló el poder soñar con
los ojos abiertos.
Sin arredrarse ante el peligro, se dijo que ésa sería su profesión.
Tras unos momentos de duda, decidió hacerse equilibrista. Luego, poco a
poco fue elevando la cuerda y progresando en el dominio de su arte. Y así
se convirtió en una de las primeras mujeres funámbulas.
Se subió a una cuerda y ya no bajó de ella.

29

Nieve se había hecho funámbula por afán de equilibrio. La joven,


cuya vida se desplegaba como un hilo tortuoso, jalonado de nudos que
anudaban y desanudaban la sinuosidad del azar y la insipidez de la
existencia, descollaba en el sutil y peligroso arte de evolucionar por una
cuerda floja.
Nunca se sentía tan a gusto como cuando caminaba a mil pies por
encima del suelo. Siempre hacia adelante. Sin desviarse un milímetro de
su camino.
Era su destino.
Avanzar paso a paso.
De uno a otro extremo de la vida.

21
30

Había conquistado con sus proezas todas las plazas de Europa. A


los diecinueve años, Nieve había recorrido más de cien kilómetros en su
cuerda tiesa, con frecuencia arriesgando su vida.
Había tendido su cuerda entre las dos torres de Notre-Dame de
París y había permanecido varias horas en equilibrio sobre la catedral,
cual Esmeralda de viento, nieve y silencio.
Luego repitió su hazaña en cada capital de Europa, desafiando cada
vez las leyes del equilibrio.
No era una simple funámbula. Avanzaba en el aire como por
magia.
Vista desde lejos, el cuerpo erguido en el cielo como una llama
blanca, los cabellos dorados acariciados por el viento, semejaba la diosa
de la nieve.
Porque, en realidad, para ella lo más difícil no era mantenerse en
equilibrio, ni siquiera dominar el miedo, y mucho menos caminar por
aquel hilo continuo, aquel hilo de música entrecortado por cegadores
vértigos, no, lo más difícil, cuando avanzaba en medio de la luz del
mundo, era no convertirse en un copo de nieve.

31

Llegó un momento en que la reclamaban ya en el mundo entero.


Así, llegó a atravesar las cataratas del Niágara y el río Colorado.
Hasta que, sin saber muy bien cómo, acabó recalando en Japón y
provocando el arrobo de Soseki.
Era la primera vez que una artista extranjera actuaba en el país de
los samurais.
Y un samurai la contemplaba y ya la amaba.
A los ojos de Soseki, parecía un poema, una pintura, una caligrafía,
una danza y una música a la vez. Era Nieve y encarnaba toda la belleza
del arte.

22
Cuando la hermosa extranjera concluyó su número y descendió por
fin al suelo, Soseki no pudo por menos de abordarla. Se acercó a ella,
observó la finura de sus facciones, el contorno de su boca, la línea de sus
cejas y supo al punto que jamás podría olvidar aquel rostro. La miró a los
ojos y ella también le miró. No necesitaron hablar. La muchacha sonrió, y
aquella sonrisa arrebató el corazón de Soseki.
El samurai hincó la rodilla en tierra, arrojó el sable a sus pies y le
dijo:
-Eres la que buscaba.

32

Nieve no buscaba a nadie. Pero el gesto de Soseki le pareció tan


hermoso que a ella le bastó. Y se casó con él.

Los primeros años fueron felices. El nacimiento de una niña


consolidó los vínculos de la pareja. Poseía la diáfana belleza de la madre y
el cabello negro del padre. La llamaron Copo de Primavera.
Su vida transcurría en un ambiente de paz y silencio. Poco a poco
Nieve fue adaptándose a Japón. A veces añoraba su país, pero nunca se
quejaba. Lo que más echaba de menos era otra cosa: su profesión de
funámbula.
Una noche soñó que volaba. Al día siguiente, al despertarse, pensó
intensamente en el sueño. Luego ya no volvió a pensar en él.
Llegó el invierno. Luego la primavera. La niña empezó a crecer en
el éxtasis de la luz. Nieve era feliz. En una mano tenía el amor de Soseki,
en la otra su propio corazón, que ofrecía a la niña. Y ese frágil balancín
bastaba para mantenerla en equilibrio en el hilo de la felicidad.

33

Un día, sin embargo, el equilibrio de ese balancín se hizo tan frágil


que se rompió.
Un día, el afecto que le prodigaban aquellos dos seres queridos no
fue ya suficiente para hacerla feliz. Añoraba terriblemente la vida en el
aire. Volvía a sentirse sedienta de vértigo, de escalofríos, de conquista.
Deseaba por encima de todo volver a ser funámbula.
Le pidió permiso a Soseki para organizar una última exhibición.

23
Quería tender un hilo entre dos montañas, en el corazón de los Alpes
japoneses.
Probablemente a su marido ese deseo le pareció una locura y juzgó
insensato que pusiera su vida en peligro, pero, como auténtico samurai,
se inclinó y consintió.
Hizo traer de Europa dos cables de acero: uno muy corto y
delgado, el otro bastante más grueso y de quinientos metros de longitud.
Luego mandó a dos servidores que instalaran el cable más largo entre las
dos cimas más altas, en el corazón de Honshu.
Nieve, por su parte, sacó el balancín de su funda, se calzó sus
zapatos de bailarina y se entrenó durante horas y horas en el jardín,
cruzando una y otra vez, sobre el cable pequeño de acero, minúsculas
montañas de flores y un océano en miniatura en el que flotaban
nenúfares.
Soseki no se cansaba de mirarla. Su esposa era una funámbula
extraordinaria. En aquel hilo, Nieve era tan feliz, tan hermosa, tan etérea,
que cada día daba las gracias al cielo por habérsela dado. f
Sus cabellos eran rubios. Su mirada era límpida.
Y caminaba por el aire.

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La exhibición se fijó para los primeros días del verano. Llegó gente
de todo el país para presenciar las proezas de la joven francesa. Cuentan
que el propio emperador asistió al espectáculo, al lado del samurai.
Cuando Nieve posó el pie en el cable, se alzó un murmullo entre la
multitud. Allá arriba, tan arriba que sólo mirarla daba vértigo, parecía un
punto blanco en el espacio, un copo de nieve en la inmensidad del cielo.
Nieve, provista de su balancín, evolucionó en el aire durante más
de hora y media, acercándose poco a poco a la otra vertiente de la
montaña. Abajo, la multitud contenía el aliento. Un paso en falso le
acarrearía la muerte.
Pero la joven, dominando perfectamente su arte, avanzaba segura.
Paso a paso. Respiro tras respiro. Silencio tras silencio. Vértigo tras vér-
tigo.
Ni una sola vez tropezó.

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Pero se rompió el hilo. Mal fijado sin duda, el cable se desprendió


de la roca, arrastrando con él a la joven y el balancín en una caída de
cerca de mil pies. Quienes la vieron desaparecer a lo lejos, en el corazón
de los Alpes japoneses, la tomaron por un pájaro que caía del cielo.
Jamás apareció su cuerpo, probablemente sepultado en una grieta.
Nieve se había convertido en nieve y dormía en su lecho de blancura.

36

Soseki no se repuso nunca de la pérdida de su mujer. Los dos


senadores culpables fueron despedidos sin ningún tipo de represalia.
Unos días más tarde se supo que se habían dado muerte arrojándose por
un precipicio. El samurai ni se alegró ni se apenó. Sólo veía una cosa: su
propio dolor. Sólo sabía una cosa: que no recobraría nunca a la mujer que
tanto había amado. Nunca volvería a ver a Nieve. Nunca volvería a ver la
belleza.

Al regresar a su casa, ahora privada de toda alegría, se despojó de


su uniforme de guerrero. No volvería a ser samurai. No volvería a ser ofi-
cial del emperador.
Se consagraría a la educación de su hija y al arte. Al arte absoluto.
El rostro de su hija, reflejo de su amor perdido, sería la fuente de su
inspiración, y encontraría en el arte el equilibrio que la desaparición de la
funámbula había alterado.
Y así, por amor a una mujer, se hizo poeta, músico, calígrafo,
bailarín. Y pintor.
Porque la pintura era, claro está, el vínculo más fiel entre el rostro
perdido y el arte absoluto, el medio más seguro de recobrar a Nieve. Y en
ese arte fue donde más descolló el maestro.
Soseki compró numerosos accesorios en una tienda de pintura -un
caballete de madera, varios pinceles de seda, una paleta y una inmensa
cantidad de colores-, mandó construir una pequeña cabaña en su jardín y
se encerró en ella con doble llave. Allí pasó largos años pintando a aquella
extraña muerta a quien ya sólo vería en sueños.
Sin embargo, a Soseki no acababa de satisfacerle su trabajo. Sus
cuadros, con ser soberbios, le parecían demasiado abigarrados, poco
fieles. Para pintar a Nieve con exactitud, habría hecho falta un cuadro

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totalmente blanco, virgen, depurado.
¿Cómo podía pintar la blancura? Cada cuadro de la joven era
hermoso pero no se asemejaba en nada a la nieve.
De modo que Soseki continuó perfeccionando su arte, día tras día,
noche tras noche, sin cansarse nunca.
Luego empezó a envejecer. Envió a su hija, ya mujer y ya
hermosa, a Tokio para perfeccionar su educación. El anciano se quedó
solo frente al lienzo. Se arruinó la vista contemplando la imagen de su
esposa desaparecida. Y un día, a consecuencia de aquel trabajo
incesante, se quedó ciego.
Precisamente ese día, Soseki, sumido en su ceguera, pintó el más
blanco y el más hermoso de todos sus retratos.

III

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-Y así concluye la historia -dijo Horoshi-. Mi amo nunca ha podido


olvidar a su esposa, como nunca ha dejado de venerarla y de pintarla. In-
cluso cuando se quedó ciego. Sobre todo cuando se quedó ciego. En esa
oscuridad total, Soseki pintó la blancura, descubrió la pureza. Más ade-
lante, descubrió que la auténtica luz y los auténticos colores permanecen
siempre íntimamente ligados a la belleza del alma. Partiendo del rostro de
una mujer desaparecida, ha cultivado el arte absoluto. Y, partiendo de la
ausencia total de luz, ha»dominado la luz y sus matices. Ha extraído de la
nada la quintaesencia del arte. Por eso Soseki es un gran artista.
El criado calló un instante y a Yuko le invadió una sensación de
vértigo. Miró al anciano y dijo:
-Sé dónde se halla esa mujer. Está muerta, pero es como si
siguiera viva. Descansa en un ataúd de cristal. Es tan hermosa que me
pasé contemplándola una noche entera.
Mientras hablaba, Yuko tenía la mirada perdida en el vacío, los ojos

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aún empañados por el hálito de un sueño. La historia había sido larga y
palpitante. Era difícil regresar al mundo real.
Horoshi se limitó a sonreír al joven y a asentir con un gesto. Pero,
por supuesto, no se creyó nada.

38

Al día siguiente, junto al río plateado, Soseki le pidió a Yuko que


cerrara los ojos e imaginara la blancura.
-La blancura no es un color. Es una ausencia de color. Cierra los
ojos y dime qué ves.
-Maestro, veo un ataúd de vidrio en el hielo. En ese ataúd veo el
rostro de una mujer. Está ahí, ante mis ojos. Es frágil como un sueño. Es
una joven, desnuda, rubia, europea. Está muerta. Reposa bajo un metro
de nieve. Está en el corazón de la provincia de Honshu, en los Alpes
japoneses. Fue funámbula. Se llama Nieve. Y sé dónde está.
Soseki se quedó helado al oír estas palabras. Sin dejar de fijar la
mirada en el horizonte para él invisible, contestó:
-¿Quién eres tú para saber eso? ¿Un emisario de las tinieblas?
Nadie sabe dónde está. Se la tragó la montaña. Hace mucho tiempo de
eso.
-Es falso. La montaña la engulló y devolvió su cuerpo. Lentamente,
año tras año, el ejército de la nieve ha ido arrancando su cuerpo de las
profundidades de la grieta donde pereció. Está allí, a un metro bajo la
nieve. Está allí, en su ataúd de cristal, intacta, tan hermosa como usted la
conoció. Juro que sé dónde se halla. La encontré casualmente, mientras
atravesaba la montaña. Me impresionó tanto su belleza que me pasé una
noche entera contemplándola. Marqué con una cruz su tumba de hielo. Si
lo desea, puedo acompañarle hasta donde está.
El maestro comprendió que Yuko decía la verdad y no pudo
contener una lágrima.
-Sabía que un día me mandaría un mensajero. Pero no sabía que
ese mensajero llegaría ya tan tarde en mi vida.
Luego se volvió hacia Yuko y posó una mano en el hombro del
joven.
-Pensar que cada día desde que murió he intentado encontrar en la
pintura, en la música, en la poesía, la belleza nívea de su rostro. Pensar
que su rostro está ahora al alcance de mi mirada. Y pensar que no lo
veré.

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39

Al día siguiente, después de la clase, Yuko preguntó a Soseki:


-¿Ha pensado en mi propuesta? ¿Cuándo quiere que le lleve ante la
tumba de su difunta mujer?
Soseki suspiró, y contestó con voz triste:
-Hijo mío. Creo que este viaje es inútil. Estoy convencido de que
dices la verdad, pero ¿qué interés tiene para un anciano ciego encontrar
la tumba de una difunta? Mi esposa está en paz donde se encuentra. Que
su aislamiento sea respetado para la eternidad.
Luego se separó de Yuko y desapareció en su jardín de flores.

40

Transcurrió un mes. Yuko no se atrevía ya a hablar de la joven de


los hielos en presencia del maestro. Además, Soseki parecía haber olvida-
do el secreto que los unía.
Cada día, el maestro se limitaba a saludarle y daba comienzo a la
clase. El resto del día permanecía invisible, y durante la cena no abría la
boca.
Pero una mañana, de pie junto al río plateado, el anciano ciego le
dijo:
-Yuko, no serás un poeta completo hasta que integres en tu
escritura las nociones de pintura, de caligrafía, de música y de danza. Y,
sobre todo, hasta que domines el arte del funambulismo.
Yuko sonrió. El maestro no lo había olvidado.
-¿Para qué puede servirme el arte del funambulismo?
Soseki posó una mano en el hombro del joven, como hiciera un
mes atrás.
-¿Para qué? En realidad, el poeta, el auténtico poeta, posee el arte
del funambulismo. Escribir significa avanzar palabra tras palabra por un
hilo de belleza, el hilo de un poema, de una obra, de una historia
estampada en un papel de seda. Escribir significa avanzar paso a paso,
página tras página, por el camino del libro. Lo más difícil no es elevarse
del suelo y mantenerse en equilibrio, ayudado por el balancín de la
pluma, sobre el hilo del lenguaje. Tampoco significa caminar hacia
adelante por una línea continua interrumpida por vértigos tan furtivos
como la caída de una coma o el obstáculo de un punto. No, lo más difícil,
para el poeta, es permanecer constantemente en ese hilo que es la
escritura, vivir cada momento de su vida a la altura del sueño, no bajar
nunca, siquiera un instante, de la cuerda de su imaginación. En realidad,
lo más difícil es convertirse en un funámbulo de la palabra.
Yuko dio las gracias al maestro por enseñarle el dominio del arte de

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modo tan sutil, tan hermoso.
Soseki se limitó a sonreír. Luego dijo: -Mañana saldremos a buscar
a Nieve.

41

Partieron con el alba. Yuko caminaba delante y Soseki le seguía


guiándose por el ruido de sus pasos.
Cada vez que el joven le ofrecía la mano, en algún punto peligroso
del camino, el maestro la rechazaba.
Por las noches dormían en casas, tumbados en esteras en el suelo.
Cuando, al entrar en un pueblo, Soseki pronunciaba su nombre y su
profesión, las puertas se abrían ante él como por arte de magia. Todo
Japón parecía conocer la fama de aquel hombre. Yuko se quedó
maravillado. Entonces comprendió la suerte que había tenido al poder
seguir las enseñanzas de semejante maestro.
No a todo el mundo le es dado conocer a divinidades estando aún
vivo.

42

El viaje fue largo, de una blancura incesante.


Blanco como los cerezos en flor.
Blanco como el silencio que acompañaba a ambos caminantes.
Por fin, una mañana, se vislumbraron las primeras cimas de las
montañas. El camino empezó a ascender lentamente hacia el cielo y su
pureza.
Fueron los momentos más difíciles.
Soseki comenzó a dar muestras de desfallecimiento. Pero Yuko
fingió ignorarlo. Además, ya no estaban muy lejos de la tumba de hielo.
El viaje tocaba a su fin.

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43

Cuando divisó la cruz, Yuko tembló de emoción.


-¡Maestro! -gritó-, ¡la he encontrado!
El joven se precipitó bajo la roca, donde descubriera la tumba de
Nieve una noche de tormenta, y gritó de sorpresa.
-¿Qué ocurre? -preguntó Soseki con inquietud-, ¿Ha desaparecido
Nieve para siempre en el corazón de la montaña? ¿Ha habido una ava-
lancha?
-No -contestó Yuko-. Todo lo contrario. Es como si el ejército de la
nieve hubiera oído nuestra llamada y previsto que íbamos a venir. Nieve
sigue aquí. Pero su cuerpo está aún más cerca de nosotros que la última
vez. Está a apenas dos o tres centímetros bajo el hielo. Casi puedo
tocarlo.
Estaba allí. Aquella criatura tan bella, tan desnuda, tan rubia, frágil
como un sueño. Estaba muerta. Y sin embargo parecía viva. Dormía bajo
el hielo. Y no tardaría en salir de su tumba.
En realidad no estaba desnuda, como pensara Yuko la primera vez,
pero su traje de funámbula había permanecido tanto tiempo bajo el hielo
que la trama de la tela se había vuelto casi transparente. Y su cuerpo tan
delicado y su piel tan diáfana parecían aún más frágiles.
Yuko se arrojó al suelo y rascó el hielo con las uñas. Por fin
apareció Nieve. Luego tomó la mano de Soseki y la posó sobre el rostro
de la joven.
-¿Nota usted su rostro? ¿Nota su piel?
La mano del anciano acarició la mejilla de su amor perdido.
Soseki era ciego. Pero no necesitaba los ojos para reconocer la
curva de un rostro.
El de la joven estaba tan bien conservado que le bastó palpar con
la mano los párpados azules.
-Es ella. Es Nieve. No me has mentido.
Entonces cayó de rodillas y lloró a lágrima viva la juventud
recobrada de su vida.

44

Soseki no bajó nunca de la montaña. Se echó en el hielo, junto a


su amor, y cerró los ojos.
Yuko trató de disuadirle de semejante locura, pero el maestro le
contestó con voz serena:

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-Déjame en paz. He hallado mi sitio. Para la eternidad.
Luego se durmió junto al cuerpo intacto de la joven.
Murió dejándose invadir por la blancura del mundo.
Era feliz.
En su corazón.

45

Yuko regresó solo de la montaña.


Se dirigió hacia el norte.
Hacia la nieve.

No miró hacia atrás.


Recorrió el camino de vuelta como si fuera un hilo tendido entre el
sur y el norte de Japón.
Como un funámbulo.

46

Cuando llegó por fin a su casa, su padre le preguntó por el viaje y


por las enseñanzas que le había impartido á maestro. Pero Yuko no
contestó. Se encerró en su estudio y permaneció allí varios días.

Una mañana en que ya no pudo más, el sacerdote le exigió que le


explicara las causas de aquella reclusión voluntaria.
-Padre -contestó Yuko—, Soseki ha muerto. Ahora déjeme que
lleve luto por él.
Se encerró con dos vueltas de llave y lloró.
Pero en realidad, pese a la amistad y la admiración que sentía por
él, Yuko no lloraba la muerte del maestro. Lloraba su amor perdido en la
nieve.

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Soñó muchas noches con la mujer de los hielos. Con Nieve.

Una noche, la muchacha de la fuente se le acercó y quiso


ofrecérsele, pero el joven la rechazó con un suspiro de hastío. Ella se
escabulló sollozando, y no volvió a verla.

Las estaciones se desgranaron en la clepsidra del tiempo. Al llegar


el invierno, cayeron las primeras nieves, Y con ellas la tinta del primer
poema en el pergamino de seda.
A Yuko se le aligeró el corazón mientras escribía las primeras
palabras en el papel. Pero era una sensación engañosa. Sólo la poesía
aliviaba el peso de su dolor. Cuando dejó la pluma a un lado, sintió que
volvía a helársele el corazón.

Fue un invierno largo, de rutilante blancura.

48

Sin embargo, los primeros días de primavera, la escritura de Yuko


cambió. Poco a poco, sus poemas fueron cobrando otra tonalidad.
Él mismo se sorprendió descubriendo colores distintos de los de la
nieve.

Las enseñanzas del maestro Soseki habían acabado dando sus


frutos. Sus ñutos de oro, de plata y de sueños.
Yuko se había convertido en un poeta completo. Sus haikus no
eran ya tan desesperadamente blancos. Cada uno de ellos albergaba toda
la gama de los colores del arco iris. Su escritura era límpida, refinada. Y
colorida.

Pero su corazón seguía extrañamente impregnado de blancura.

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49

Una mañana de abril, un año después de la muerte de Soseki, se


presentó una joven en casa del padre de Yuko. El sacerdote la reconoció.
Era la joven protegida del poeta oficial de la corte del emperador. La
muchacha que inspirara a su hijo un terrible odio y un inmenso amor.
Aquella vez, iba sola.
El sacerdote la recibió con todos los honores y le ofreció una taza
de té humeante que ella bebió lentamente, contemplando el río plateado.
Luego la condujo al estudio de su hijo.
Al verla, Yuko la encontró tan hermosa que tembló. El haiku que
estaba caligrafiando con esmero en un pergamino de seda acusó ese vér-
tigo. La pluma de Yuko resbaló en el papel y trazó un signo extraño. Una
línea recta dividida por una coma. Como el dibujo de un funámbulo sobre
un hilo de belleza.

Yuko se volvió hacia la joven y le sonrió. Ella, sin pronunciar una


palabra, se acercó y le posó una mano en el hombro. Luego se inclinó
sobre la obra del joven maestro y dijo:
-Sin duda es el mejor retrato que se ha hecho nunca de mi madre.
Se llamaba Copo de Primavera.

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El joven contempló el dibujo que tenía delante, miró a la joven y


comprendió que se trataba del mismo sueño plasmado en el asomo de
realidad que permanecía en suspenso a su alrededor.
-Hace tiempo que la espero -dijo.
Ella reclinó la cabeza en su hombro y cerró los ojos.
-Sabía que esperarías.

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51

Aquella noche hicieron el amor por primera vez. Él, el joven poeta,
y ella, la hija del maestro y de la mujer de los hielos.
Cuando la tomó, la muchacha gritó tan fuerte que Yuko tembló de
emoción.
Besó sus ojos, sus pechos, su vientre.
Al amanecer, se dejaron vencer por el sueño.
Fuera, nevaba.

52

Hay dos clases de personas.

Los que viven, juegan y mueren.

Y los que se mantienen en equilibrio en la arista de la vida.

Los actores.
Y los funámbulos.

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Yuko no fue nunca a la corte del emperador. Copo de Primavera no
se hizo nunca funámbula.
En ningún caso debe repetirse la historia.

Se casaron los primeros días del verano, a orillas del río plateado.

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54

Y se amaron los dos


suspendidos sobre un hilo
de nieve.

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