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NIEVE
Para Lea
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I
Nieve.
Viento invernal
un sacerdote sinto
vaga por el bosque
Issa
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quiero ser poeta.
El sacerdote frunció el ceño de modo casi imperceptible, pero ese
gesto traslucía una profunda decepción. El sol se reflejaba en las tor-
nasoladas aguas. Un pez luna pasó entre los abedules y desapareció bajo
el puente de piedra.
-La poesía no es un oficio. Es un pasatiempo. Un poema es agua
que corre. Como este río.
Yuko clavó la mirada en el agua silenciosa y huidiza. Luego se
volvió hacia su padre y dijo:
-Es lo que quiero hacer. Quiero aprender a mirar cómo pasa el
tiempo.
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La primera cigarra
dijo, y
orinó
Issa
En la landa nevada
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si muero, seré
un buda de nieve
Chósui
Jugando al volante
ellas inocentes
separan las piernas.
Taigi
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Poco después, en su habitación, Yuko se tocó la frente: estaba
caliente como un vaso de sake ardiendo.
El frío es penetrante
beso una flor de ciruelo
en sueños
Sóseki
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-¿Todo eso es para ti la nieve? -preguntó el sacerdote.
-Representa muchísimo más aún.
Aquella noche el padre de Yuko Akita comprendió que el haiku no
bastaría para colmar los ojos de su hijo con la belleza de la nieve.
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quitaba el aliento.
-Aquí están todos los haikus de mi hijo, maestro. Juzgue usted
mismo.
El poeta se acercó con majestuosa lentitud y leyó cada uno de los
setenta y seis poemas de nieve que había compuesto Yuko Akita aquel
invierno.
Cuando concluyó, el sacerdote vio que tenía los párpados perlados
de lágrimas.
-Son magníficos. Nunca he leído nada semejante. Creo que cuando
yo me vaya de este mundo el emperador podrá nombrar a su hijo poeta
oficial de la corte.
El padre de Yuko, loco de alegría, se arrojó a los pies del alto
dignatario.
-Sin embargo -agregó éste-, debo confesar que me preocupan dos
cosas.
El sacerdote alzó la cabeza y se estremeció.
-¿Qué sucede? ¿Acaso no son estos haikus los más hermosos
después de los del gran Bashó?
-La obra es incomparable, desde luego. Las palabras beben de las
fuentes de la belleza. Los textos poseen una musicalidad original, pero
carecen de colores. La escritura de su hijo es desesperadamente blanca.
Casi invisible. Si su hijo quiere presentar sus obras al emperador, deberá
aprender a colorear sus poemas.
-Es joven aún, no lo olvide. Sólo tiene diecisiete años. Aprenderá.
Pero ¿qué otra cosa le preocupa?
El poeta pidió otra taza de té, se sentó en la veranda, delante de la
casa, y contempló la montaña que se alzaba en medio del frescor
primaveral. Luego bebió un sorbo amargo y dijo:
-¿Por qué la nieve?
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-¡Pero diez mil sílabas son casi quinientos noventa haikus! A razón
de setenta y siete poemas por año, eso supone siete años de trabajo.
-Entonces iré a la corte dentro de siete años.
Padre e hijo no volvieron a hablar de la visita del poeta imperial.
Aquella primavera Yuko mantuvo su promesa y no escribió ningún
verso.
Se limitó a respirar el perfume de los pétalos de las flores del
cerezo en el jardín verde.
Durante el verano, respiró los aromas de miel que exhalaba el
bosque bajo la mirada de la luna en la cima de las montañas.
Los primeros días de tormenta, encontró un rebozuelo que crecía
en el musgo junto al río.
Fue un año inmóvil y perfumado.
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Nieve límpida
pasarela de silencio
y de belleza
Música de nieve
grillo de invierno
bajo mis pasos
Mujer agachada
que orina y hace fundir
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la nieve
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Los primeros días de primavera, regresó el sol. Y con él, el poeta
de la corte Meiji.
Esta vez no iba solo.
Viajaba con él una joven de deslumbrante belleza, apasionada por
la poesía. Tenía la piel clara y los cabellos negros como la noche. Era la
protegida del maestro.
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música a un tiempo.
El anciano se acercó a Yuko y le susurró, arrojándole el aliento
caliente a la cara:
-¿O sea que es todo eso?
-Es muchísimo más.
-Eres poeta. Pero ¿qué sabes de las demás artes? ¿Sabes bailar,
pintar, caligrafiar, componer música?
Yuko no supo qué contestar. Sintió que se ruborizaba.
-Soy poeta. Escribo versos. No necesito saber otra cosa para
practicar mi arte.
-Te equivocas. La poesía es, por encima de todo, la pintura, la
coreografía, la música y la caligrafía del alma. Un poema es a un tiempo
cuadro, danza, música y escritura de la belleza. Si quieres llegar a ser un
maestro, tienes que poseer los dones del artista absoluto. Tus obras son
maravillosamente hermosas, danzarinas, musicales, pero blancas como la
nieve. Les falta el color, la pintura. No eres pintor, Yuko. Ése es tu punto
flaco. Y por eso, si no me escuchas, tu poesía permanecerá invisible a los
ojos del mundo.
A Yuko le aburría aquel anciano, pero la muchacha que estaba a su
lado era hermosa y no quería decepcionarla.
-Le escucho, maestro.
-En el sur de Japón vive un hombre que posee el arte absoluto.
Escribe maravillosos poemas y piezas musicales, pero por encima de todo
es pintor. Ese hombre admirable y único se llama Soseki. Fue mi maestro.
Ve a verlo de mi parte. Hazme caso. Te enseñará lo poco que te falta.
La protegida del poeta de la corte Meiji no intervino en ningún
momento en la conversación. Se limitó a mirar intensamente a Yuko,
sonriendo y bebiendo largos sorbos de té humeante.
-Apresúrate -advirtió el anciano-, porque Soseki es muy viejo y
puede que no tarde en morir.
Yuko se inclinó y dijo:
-Maestro, mañana mismo iré a ver a Soseki.
Luego se volvió y saludó torpemente a la muchacha. Ella soltó una
risita burlona, una risita que ascendió en el aire como un trino.
Yuko concibió de inmediato hacia ella un temblé odio y un inmenso
amor.
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Pero lo que debía suceder sucedió. Tan grande era su amor por la
nieve, que le había perdido el miedo. Y la nieve estuvo a punto de
devorarlo con su amor.
Mientras atravesaba los Alpes japoneses, Yuko se perdió, junto con
todo lo que llevaba consigo, en una terrible tormenta de nieve. Fue
víctima de la cólera de los elementos y se salvó gracias a un refugio
improvisado.
Yuko buscó cobijo bajo el saliente de una roca, al abrigo del viento,
y allí, helado de frío, extenuado, solo en el espesor de las tinieblas, solo
en la profundidad de la nieve, solo en el vértigo de su soledad, solo en su
silencio, pese a que hubiera debido morir cien veces de frío, de hambre,
de cansancio, de desengaño y de hastío, sobrevivió.
Sobrevivió porque lo que vio esa noche, aquella cosa, aquella
magnífica cosa surgida también de la otra cara de la realidad, aquella
cosa sublime y herniosa, era la más hermosa y sublime imagen que le fue
dado ver en toda su vida. Y jamás pudo olvidar esa imagen.
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Esa cosa tan hermosa era ella. Cuando se tumbó bajo el saliente
rocoso, ella estaba allí, ante sus ojos. Parecía frágil como un sueño. Era
una mujer joven, desnuda y rubia, de raza europea. Estaba muerta.
Dormía bajo un metro de hielo.
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Al amanecer, Yuko marcó con una cruz el lugar donde había hecho
el macabro descubrimiento. Luego siguió su camino.
Ya no pudo olvidar lo que acababa de vivir. La imagen de la ¡oven
le obsesionó durante todo el trayecto.
Aquella misma noche, llegó a un pueblo de montaña.
Caminó hacia la plaza y se derrumbó extenuado junto a la fuente
helada. Un campesino anciano se apresuró a ofrecerle un vaso de sake.
El joven se volvió hacia él, bebió el liquido incoloro, recobró el
aliento y preguntó:
-¿Quién es esa mujer?
Y se desplomó en los brazos del anciano.
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-Vengo de parte del poeta de la corte Meiji para que el maestro
Soseki me enseñe el arte de los colores. ¿Puedo pasar?
El criado se hizo a un lado y Yuko penetró en una estancia muy
confortable. Se sentó con las piernas cruzadas en una estera, frente a un
jardín repleto de multitud de plantas. Le sirvieron una taza de té
humeante. Fuera, un pájaro cantaba una insistente melodía junto a un río
plateado.
-Vengo de muy lejos -prosiguió Yuko-. Soy poeta. Más
exactamente, soy el poeta de la nieve. Vengo a seguir las enseñanzas del
maestro Soseki.
Horoshi inclinó la cabeza en señal de asentimiento.
-¿Cuánto tiempo se quedará con el maestro?
-El tiempo necesario. Quiero ser un poeta completo.
-Comprendo, pero mi amo es muy anciano y está muy cansado.
Vivirá ya poco tiempo. Por eso instruye tan sólo a un grupo reducido de
alumnos de talento. Dos veces al día. Por la mañana al amanecer y por la
tarde con el crepúsculo. Debido a la luz, claro está.
-No lo fatigaré. Además, si no soy digno de sus enseñanzas, me
marcharé de inmediato.
-El maestro Soseki juzgará sus aptitudes. Aquí llega, precisamente.
Es la hora de su paseo entre las flores. De ahí extrae la intensidad de sus
colores.
Horoshi señaló una figura que avanzaba por el jardín. Yuko se
volvió hacia el maestro y vio a un anciano de larga barba blanca que se
acercaba lentamente, como si caminase sobre una cuerda, sonriendo de
felicidad. Tenía los ojos cerrados.
-¿Es ése el maestro del color? -preguntó Yuko.
-Sí, Soseki, el gran pintor Soseki.
-Pero si es... Sus ojos...
-Sí -dijo Horoshi-. Mi amo es ciego.
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¿Cómo podía enseñarle un pintor ciego el arte del color? ¿Le había
tomado el pelo el poeta de la corte Meiji aconsejándole que aprendiera de
un hombre que no podía juzgar siquiera la calidad de su propio trabajo?
Por un instante, Yuko estuvo a punto de abandonarlo todo, de marcharse
de inmediato, de regresar a su pueblo y a sus amadas montañas. Pero le
retuvo el brazo de Horoshi.
-No te marches antes de saber lo que debes saber. Tal vez Soseki
no vea los matices, pero su mente sabe lo que tus ojos no pueden ver.
Ven, te lo presentaré.
-¿Qué puede enseñarme un ciego sobre la vastedad de los colores?
-Tanto como puede enseñarte sobre las mujeres. Y eso que hace
tiempo que no comparte su lecho con ninguna. No te fíes de las aparien-
cias. Sólo sirven para perderse.
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Más que acompañarlo, Horoshi empujó a Yuko para que saludara al
maestro.
-¿Quién eres? ¿Y qué quieres de mí? -preguntó Soseki.
-Soy Yuko. El poeta de la nieve. Mis poemas son hermosos, pero de
una blancura desesperante. Maestro, enséñeme a pintar. Enséñeme el
color.
Soseki sonrió y contestó:
-Primero enséñame tú la nieve.
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-El color no está fuera. Está en tu interior. Sólo la luz está fuera
-dijo-. ¿Qué ves?
-Nada. Con los ojos cerrados, lo veo todo negro. ¿Usted no?
-No -contestó Soseki-. Veo también el azul de las ranas y el
amarillo del cielo. Así pues, ¿quién de los dos está más ciego?
Yuko hubiera querido decir que el cielo no era amarillo ni las ranas
azules, pero se abstuvo de hacer el menor comentario. Tal vez el anciano
se hubiera vuelto loco. O aquello fuera pura senilidad. No quiso
decepcionarlo.
-Maestro -dijo-, empiezo a ver.
-¿Qué ves?
-Veo el rojo de los árboles.
-Tonto -contestó Soseki-. Eso no puede ser. Aquí no hay árboles.
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-Es cierto -dijo Soseki-, este invierno ha habido nieve aquí.
Empiezas a ver.
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Así, Yuko fue aceptado para recibir las enseñanzas del maestro
durante todo el año.
Horoshi, el criado, y él se hicieron amigos. Dormían juntos en la
misma habitación.
Una noche, Yuko le preguntó a Horoshi:
-¿Quién es realmente el maestro? ¿De veras conoce todas las
artes?
-Soseki es el más grande artista de Japón. Conoce la pintura, la
música, la poesía, la caligrafía y la danza. Pero su arte jamás habría visto
la luz de no haber sido por el amor de una mujer.
-¿Una mujer? -inquirió Yuko.
-Sí, una mujer. Porque el amor es con mucho la más difícil de las
artes. Y escribir, bailar, componer música y pintar son lo mismo que
amar. Funambulismo. Lo más difícil es avanzar sin caer. Soseki acabó
cayendo por el amor de una mujer. Sólo el arte le salvó de la desespera-
ción y la muerte. Pero es una larga historia y creo que te aburrirá.
-¡Te lo ruego! -suplicó Yuko-, ¡Cuéntamela!
-Esta historia se remonta a los tiempos en que el maestro era
samurai.
-¿Soseki samurai? ¡Cuenta, cuenta, te lo suplico!
Horoshi se tomó un vaso de sake y, ante la insistencia del joven, se
sumió en sus recuerdos.
-Todo comenzó por magia...
II
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Todo comenzó por magia. Un día de invierno de 18.., cuando
regresaba de la guerra, Soseki se enamoró de una mujer distinta de
cuantas había conocido.
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Cuando la hermosa extranjera concluyó su número y descendió por
fin al suelo, Soseki no pudo por menos de abordarla. Se acercó a ella,
observó la finura de sus facciones, el contorno de su boca, la línea de sus
cejas y supo al punto que jamás podría olvidar aquel rostro. La miró a los
ojos y ella también le miró. No necesitaron hablar. La muchacha sonrió, y
aquella sonrisa arrebató el corazón de Soseki.
El samurai hincó la rodilla en tierra, arrojó el sable a sus pies y le
dijo:
-Eres la que buscaba.
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Quería tender un hilo entre dos montañas, en el corazón de los Alpes
japoneses.
Probablemente a su marido ese deseo le pareció una locura y juzgó
insensato que pusiera su vida en peligro, pero, como auténtico samurai,
se inclinó y consintió.
Hizo traer de Europa dos cables de acero: uno muy corto y
delgado, el otro bastante más grueso y de quinientos metros de longitud.
Luego mandó a dos servidores que instalaran el cable más largo entre las
dos cimas más altas, en el corazón de Honshu.
Nieve, por su parte, sacó el balancín de su funda, se calzó sus
zapatos de bailarina y se entrenó durante horas y horas en el jardín,
cruzando una y otra vez, sobre el cable pequeño de acero, minúsculas
montañas de flores y un océano en miniatura en el que flotaban
nenúfares.
Soseki no se cansaba de mirarla. Su esposa era una funámbula
extraordinaria. En aquel hilo, Nieve era tan feliz, tan hermosa, tan etérea,
que cada día daba las gracias al cielo por habérsela dado. f
Sus cabellos eran rubios. Su mirada era límpida.
Y caminaba por el aire.
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La exhibición se fijó para los primeros días del verano. Llegó gente
de todo el país para presenciar las proezas de la joven francesa. Cuentan
que el propio emperador asistió al espectáculo, al lado del samurai.
Cuando Nieve posó el pie en el cable, se alzó un murmullo entre la
multitud. Allá arriba, tan arriba que sólo mirarla daba vértigo, parecía un
punto blanco en el espacio, un copo de nieve en la inmensidad del cielo.
Nieve, provista de su balancín, evolucionó en el aire durante más
de hora y media, acercándose poco a poco a la otra vertiente de la
montaña. Abajo, la multitud contenía el aliento. Un paso en falso le
acarrearía la muerte.
Pero la joven, dominando perfectamente su arte, avanzaba segura.
Paso a paso. Respiro tras respiro. Silencio tras silencio. Vértigo tras vér-
tigo.
Ni una sola vez tropezó.
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totalmente blanco, virgen, depurado.
¿Cómo podía pintar la blancura? Cada cuadro de la joven era
hermoso pero no se asemejaba en nada a la nieve.
De modo que Soseki continuó perfeccionando su arte, día tras día,
noche tras noche, sin cansarse nunca.
Luego empezó a envejecer. Envió a su hija, ya mujer y ya
hermosa, a Tokio para perfeccionar su educación. El anciano se quedó
solo frente al lienzo. Se arruinó la vista contemplando la imagen de su
esposa desaparecida. Y un día, a consecuencia de aquel trabajo
incesante, se quedó ciego.
Precisamente ese día, Soseki, sumido en su ceguera, pintó el más
blanco y el más hermoso de todos sus retratos.
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aún empañados por el hálito de un sueño. La historia había sido larga y
palpitante. Era difícil regresar al mundo real.
Horoshi se limitó a sonreír al joven y a asentir con un gesto. Pero,
por supuesto, no se creyó nada.
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modo tan sutil, tan hermoso.
Soseki se limitó a sonreír. Luego dijo: -Mañana saldremos a buscar
a Nieve.
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-Déjame en paz. He hallado mi sitio. Para la eternidad.
Luego se durmió junto al cuerpo intacto de la joven.
Murió dejándose invadir por la blancura del mundo.
Era feliz.
En su corazón.
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Aquella noche hicieron el amor por primera vez. Él, el joven poeta,
y ella, la hija del maestro y de la mujer de los hielos.
Cuando la tomó, la muchacha gritó tan fuerte que Yuko tembló de
emoción.
Besó sus ojos, sus pechos, su vientre.
Al amanecer, se dejaron vencer por el sueño.
Fuera, nevaba.
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Los actores.
Y los funámbulos.
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Yuko no fue nunca a la corte del emperador. Copo de Primavera no
se hizo nunca funámbula.
En ningún caso debe repetirse la historia.
Se casaron los primeros días del verano, a orillas del río plateado.
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