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Vivían en las costas de Tierra del Fuego y también se desplazaban hacia el

interior de la isla.
Eran hábiles cazadores de guanacos y otros animales terrestres. Utilizaban
arcos y flechas.
Fabricaban mantas y zapatos con las pieles, material que también fue
utilizado en la construcción de viviendas.
Se organizaban en clanes.

Organización social :
Este grupo estaba constituido por pequeñas comunidades, de una veintena de
individuos, que comprendían dos o más familias. No se conocían jefes o caciques. En
las ceremonias religiosas los ancianos de la tribu desempeñaban un papel principal, y la
parte del ritual estaba en manos de los médicos-hechiceros . Eran generalmente
monógamos, aunque había empezado a difundirse la poligamia. Era práctica común el
casamiento con dos o mas hermanas, o con una viuda y su hija. También se aplicaba el
levirato, es decir, la costumbre de heredar la viuda del hermano.

Religión:
Creían en Hashe, el espíritu maléfico encarnado en el árbol seco y otros espíritus
malignos. También existían espíritus benignos que curaban las heridas. Los muertos
eran envueltos en su propio manto de pieles y enterrados en un hoyo superficial,
quemándose su casa y trasladándose.

Onas Los onas ocupaban toda la Isla Grande de Tierra del Fuego, excepto las costas del
sur. La cultura histórica de este pueblo se basa en la caza del guanaco; realizada con
arco y flecha.

También pescaban con un arpón de madera con punta de piedra y en las regiones
costeras, con redes de tendones de guanaco. Recogían hongos y frutos silvestres. Las
mujeres fabricaban un tipo de toras con semillas molidas y especie de crucífera llamada
tay, mezcladas con lobo marino. Los zorros se cazaban para aprovechar sus pieles.

El fuego se encendía con pedernales; se usaban paletas de guanaco y lobo marino. Se


conservaba en pequeña cantidad carne seca, hongos y semillas, como provisiones. La
vivienda era la propia de pueblos nómades: la mampara de cuero, consistente en un
paravientos sostenido por unos palos, y la cónica de troncos, usada también como
habitación de invierno.

La vestimenta consistía en un manto de pieles de guanaco cosidas, con el pelo para


hacia afuera, lo cual explicaban diciendo que los animales llevaban su piel así; era
vestimenta de hombres y mujeres; mujeres y niños llevaban una cubierta pública. Los
hombres llevaban un pequeño adorno triangular de cuero en la frente, y las mujeres
largos collares de caracoles o huesos de aves. Amos sexos se pintaban con los colores
rojo, negro, blanco y amarillo, en dibujos sencillos.

El arma fundamental era el arco y la flecha, siendo el arco de un metro y medio. La


cuerda era de tendones de guanaco; la flecha tenía punta de piedra triangular,
generalmente con un pedúnculo y bien tallada.

Construían cestos en espiral tipo yámara, el trabajo de la piedra era fino en la talla de las
puntas de flecha. Formones de piedra, raspadores, leznas, agujas sin ojo y alisadores de
piedra completaban su instrumental.

En su organización social encontramos pequeñas bandas u hordas, formadas por pocas


familias emparentadas. No existían jefes permanentes, pero los ancianos y los
hechiceros, llamados j
on, tenían bastante influencia. Existía exogamia respecto de la horda, de modo que los
jóvenes buscaban esposa en las hordas vecinas, pintándose al efecto con motivos
especiales para ser reconocidos como buscadores de esposas y no ser tratados como
enemigos. Dominaba la monogamia, pero la poligamia era común, lo mismo que el
levirato y el sororato.

En la religión de los onas se dice que existía un ser supremos al que llamaban
Temaukel; Kenos, su mensajero, creó todas las cosas del mundo y fue el héroe
civilizador de este pueblo; luego hay otros muchos dioses y espíritus, unos relacionados
con el kloketen y otros con los onas muertos.

Selk’nam se llamaban a sí mismos. Onas era el nombre con que los designaban sus vecinos yamanas (o
yaganes). Estos dos grupos y el de los alakalufes habitaron -durante más de diez mil años- el archipiélago
fueguino: los selk’nam casi toda la Isla Grande; al oeste el pueblo alakaluf y desde las costas del canal de
Beagle hasta el cabo de Hornos los yamanas. Hubo también un cuarto pueblo -los haush-, aparentemente
ligado a los selk’nam, en el extremo sudeste de la Isla Grande.

Los yamanas y los alakalufes prácticamente vivían en sus canoas (podían pasar en ellas semanas enteras),
dedicados a cazar lobos marinos, nutrias y aves; a pescar y a recolectar mariscos.

Esa vida, sin embargo, no era más dura que la de los selk’nam: en aquellas latitudes, la caza terrestre era
relativamente menor y de menos valor calórico que la fauna de mar. Quizá por eso los onas eran más
beligerantes que sus pacíficos vecinos.

Su alimento principal era el guanaco; si no, zorros, roedores (particularmente el coruro) o lo que consiguieran,
además de los mariscos que las mujeres pudieran recolectar en las costas.

Los selk’nam se agrupaban en clanes o parentelas de no más de cincuenta personas, y aun dentro del clan se
mantenían aislados. No reconocían jefes, pero respetaban mucho a los kemal, ancianos que por su sabiduría
hacían las veces de consejeros, y a los kon, sus médicos.

Vivían con la casa a cuestas, tras los pasos de las manadas de guanacos. El único límite era el del territorio de
caza del clan: trasponerlo sin permiso era guerra segura.

Sus viviendas se adaptaban también a la geografía: los grupos septentrionales, que fatigaban las praderas,
armaban tiendas con pieles sostenidas por varas de madera; los del sur, que tenían a su disposición los
bosques cordilleranos, las construían con troncos, barro y pieles.
LOS TRABAJOS Y LOS DÍAS

La búsqueda de alimento signaba la vida cotidiana. Conseguir comida era tarea de los varones, cuya excelencia
en el uso del arco y la flecha se hizo proverbial (nada más difícil que cazar un guanaco).

Como ellos debían andar siempre al acecho, las mujeres cuidaban la casa, consumían mariscos si el hambre
obligaba a hacerlo y, durante los traslados, cargaban las tiendas en bolsas de cuero y cestos de junco, junto
con los utensilios y los hijos que aún no caminaban.

La familia era poligámica, y muchas veces ocurría que la primera esposa buscaba una segunda para su marido:
así podían compartir la carga durante las continuas mudanzas.

Cuando hacía frío vestían y calzaban pieles de guanaco, cuyos tendones y tripas les servían para coser y
fabricar armas. Usaban adornos con conchillas y huesos y se pintaban de pies a cabeza con polvos mezclados
con grasa (además de protegerlos del frío, esas pinturas "contaban" cosas del portador: si estaba por casarse,
por ejemplo, o si había perdido algún pariente).

Los chicos se criaban con sus madres y los varones, al llegar a la adolescencia, comenzaban un largo período
de iniciación durante el cual aprendían a obtener comida y a desenvolverse como adultos.

La ceremonia iniciática, el hain, era además un motivo de reunión entre mucha gente que rara vez se veía
entre sí (aparentemente, el último se realizó en 1936, en el lado chileno de la isla). Una vez superada la última
prueba en el hain, los jóvenes podían casarse y largarse por su cuenta. Tenían varias maneras de hallar
esposa: por mutuo conocimiento, por negociación con los padres o por la más expeditiva vía de guerrear con
los hombres de otro territorio y alzarse con sus mujeres.

En contraste con la vida rigurosa que debían llevar, los selk’nam desplegraron un mundo muy rico en
ceremonias, mitos y leyendas: para todo tenían alguna historia.

EL REGALO ENVENENADO

Cuando a partir del siglo dieciocho comenzaron a naufragar barcos europeos en las islas fueguinas, los selk’nam
rápidamente aprovecharon sus restos; en particular el vidrio de las botellas, que reemplazó al pedernal con que
hacían sus flechas. Incluso no tardaron en descubrir que si lo calentaban con su aliento disminuía su fragilidad
y podían recuperarlo intacto después de cazar alguna pieza (lo que era sumamente práctico pues no podían
darse el lujo de desperdiciar las flechas).

Pero ese regalo del mar estaba envenenado: tras aquellos barcos comenzaron a llegar otros. Primero los de los
loberos, que acabaron pronto con el principal alimento de yamanas y alakalufes (además de "dejarles" varicela,
tuberculosis, alcoholismo y otros males que los llevaron a una rápida extinción). Después -a partir de mediados
del siglo pasado- los de los buscadores de oro y criadores de ovejas, quienes exterminaron a los selk’nam. ("Se
les ha quitado la tierra de sus padres -escribió en 1898 Roberto Payró-, y lo que es peor… los nuevos
pobladores les han ahuyentado las focas y diezmado los guanacos, dejándolos en la indigencia, y luego los
matan si se atreven a robar una oveja para comer.")

La infamia no tuvo límites: algunos hombres organizaban redadas y llevaban a Europa a sus prisioneros como
espectáculos de circo. Entre ellos, un tal Maurice Matre se llenó los bolsillos con un grupo de niños y
adolescentes selk’nam presentados como "caníbales", enjaulados y alimentados con carne cruda que les
arrojaban para diversión y espanto de quienes visitaban la Exposición de París de 1889.

Por esos años también comenzaron a llegar a Tierra del Fuego misioneros católicos y protestantes. Algunos
salesianos supieron acercarse a ellos con respeto; el pastor Lucas Bridges les dio trabajo y protección en sus
estancias. Pero la actitud de otros fue más intransigente y varios terminaron muertos por los selk’nam.

El padre Martín Gusinde (1886-1969) hizo varias expediciones: entre 1918 y 1919 convivió con los selk’nam,
entre 1919 y 1922 con los yamanas y entre 1923 y 1924 con los alakalufes. Gusinde era sacerdote, pero
además etnólogo y -sabedor de que en poco tiempo no quedaría ninguno vivo- se preocupó por documentar la
vida cotidiana de esos pueblos: su trabajo como fotógrafo le valió el apodo selk’nam de Mankancen, "cazador
de sombras".

"En la soledad del confín de la tierra -escribió después-, han vivido felices y contentos por siglos hombres con la
forma de vida más simple; las generaciones se iban sucediendo en su modo de vida inalterable, vital y potente.
Muchos eslabones podían haber prolongado esta cadena. Hasta hace poco el indio nunca había servido de
estorbo para nadie en el mundo. Un puñado de ávidos europeos quiso acumular riquezas temporales. Apenas
les alcanzaron cinco décadas para borrar, sin dejar rastros, al milenario pueblo indígena. ¡Ése es el destino del
mal comprendido pueblo selk’nam!"
Los textos de Gusinde fueron editados en alemán y sólo hace unos pocos años en español. Pero sus fotos están
ahí, algunas expuestas durante este mes en la galería de la empresa Agfa Argentina, como último registro poco
antes de la masacre definitiva.

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