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Conocimiento científico y sentido común

Comencemos por cuestionar la noción de que haya una y sólo una visión filosófica, o
científica, o de conocimiento común, sobre la ciencia o sobre cualquier otra cosa.
Tomemos, por ejemplo el sentido común. Podría pensarse en una visión de la ciencia del
hombre común; presumiblemente, tal visión nos describiría a la ciencia como la verdad
al alcance del hombre en un momento determinado, definitiva por una parte, en lo ya
logrado, limitada por otro, en cuanto no ha logrado descifrar todavía todos los secretos
del universo. Pero ésta no sería más que mi visión de lo que pudiera ser la visión del
hombre común sobre la ciencia, de ninguna manera la visión del hombre común sobre la
ciencia, si es que ésta existe, o si es que del todo existe el "hombre común".

En realidad, no creo que el hombre común exista; lo que existe, más bien, es una
comunidad de hombres. Y los hombres, como los científicos, como los filósofos, tienen
cada uno sus propias ideas y su propia visión sobre las cosas, que pueden no coincidir.
Puede haber diversidad de opiniones entre los hombres, resultado tanto de su
inteligencia y de la medida en que la hayan podido ejercitar, como de multitud de
influencias a que han estado sometidos durante su vida. Lo mismo vale para las
distintas comunidades humanas. Dejemos, pues, abierta la cuestión de si hay una sola
visión del mundo que sea propia del filósofo, del hombre de ciencia o del hombre
común, o si por el contrario, tal conformidad de opinión no es realizable, o tal vez ni
siquiera concebible.

Vamos a suponer, sin embargo, para comenzar a trabajar, que ese ser mitológico que
llamamos "hombre común" tiene una visión del mundo, que podríamos llamar la visión
ingenua de las cosas. Por ejemplo, según esa visión, existen objetos, que tienen peso,
color y sabor; que además tienen precio, más o menos alejado del "precio justo" según
la moralidad del comerciante y el grado de ineficiencia del gobierno. Que existen
personas, que son mejores o peores según se ajusten en su comportamiento a los Diez
Mandamientos o a ciertos mínimos de moralidad de común aceptación. Que las
personas o las cosas, para moverse de un lugar a otro, necesitan gastar un cierto
volumen de combustible, etcétera. Es obvio que, si esta visión ingenua de la realidad
existe, no es de ninguna manera la visión de la ciencia. Sabemos que la economía, la
antropología y la física tienen algo que decirnos sobre los hechos mencionados que es
muy diferente al conjunto de esas opiniones.

En lo que sigue, defenderé la tesis de que el contraste más profundo e interesante entre
la visión ingenua y la visión científica del mundo no consiste primordialmente en una
diferencia de opiniones, sino en algo bastante distinto y más fundamental: una
diferencia de conceptos básicos, es decir, de lenguaje. El científico y el hombre común
no hablan ni lejanamente el mismo lenguaje, y ambos no pueden comunicar sino por
medio de un complicado proceso que llamamos educación y que implica la adquisición y
dominio de nuevos lenguajes, y la habilidad de moverse entre ellos. Pero hay más, voy a
sostener que la diferencia de lenguajes hace a estos dos tipos de hombre, el hombre
común y el científico, habitar mundos completamente diferentes, poblados por seres
también totalmente diferentes.

Al final, tendré que aceptar que los mundos diferentes son más que simplemente "el
mundo de la ciencia" y "el mundo del sentido común". Concluiré que a cada disciplina
científica o no científica corresponde un mundo distinto. Me veré también obligado a
abolir la hipótesis de que exista un "hombre común", y llegaré a la conclusión de que
desde el principio, incluso antes de tener ciencia, los hombres han vivido separados en
mundos diferentes, de acuerdo con sus lenguajes, y de que la única posibilidad de
comunicación entre los hombres, antes y ahora, estriba en su capacidad de dominar
esos lenguajes diversos. A la posibilidad o capacidad de dominar varios lenguajes la voy
a llamar con una palabra del lenguaje filosófico: polisemia, que –para traducirlo al
lenguaje del hombre común– sólo significa pluralidad de lenguajes.
Un ejemplo en un juego

Como una primera aproximación, comparemos al hombre común con el principiante del
juego de ajedrez, y al científico con el jugador experimentado. El principiante cree que
las piezas del juego son el Rey, la Reina, etcétera... y que cada pieza es un muñequito
que se mueve sobre un tablero, de esta manera sí pero de esta otra no. Esta es la visión
del "hombre común" sobre el juego de ajedrez.

El jugador avezado tiene otro concepto muy diferente (poner atención que se trata de
una diferencia conceptual y no simplemente de una diferencia de opinión). El Caballo,
por ejemplo, es el conjunto de todas las movidas que son posibles para esa pieza en
cada contexto de juego. Mover el caballo, entonces, no es pasar un muñeco de una
casilla a otra, sino alterar en una forma integral las movidas posibles de esa misma pieza
y de todas las otras que están sobre el tablero. Cada pieza es un conjunto articulado de
posibilidad de juego.

Nótese que este concepto avanzado de lo que es el Caballo tiene una naturaleza
cambiante, porque hemos incluido en su definición la referencia al contexto, y ese
contexto va siendo cada vez más rico conforme el jugador se familiariza más y más con
el mundo del ajedrez. El jugador profesional, el avezado entre los avezados, llega a tener
el concepto más rico de todos: las piezas en realidad no existen en sí mismas, sino solo
como puntos de mayor densidad en un tablero dinámico que es una configuración total
de movidas posibles. El juego consiste ahora en pasar de una configuración total a otra
configuración total, no en mover una pieza de un lugar a otro. Diríamos que el
principiante tiene un concepto atomista del juego (el juego como un conjunto de piezas)
y que el campeón tiene un concepto contextualista del juego (el juego como una
estructura). La diferencia entre el principiante y el campeón no es de opiniones, sino de
concepción, es decir, de marco lingüístico, de lenguaje.

Un ejemplo de antropología

Veamos otro ejemplo, éste ya de lleno en la órbita de la ciencia. Para el hombre común,
cuando una persona se acerca a otra, los límites de ambas están trazados por los
confines de los respectivos cuerpos. Para el antropólogo, en cambio, cada persona viaja
con su propio territorio personal, una especie de burbuja que rodea su cuerpo, que le
pertenece tanto como sus manos o sus pies. Una intrusión en ese espacio implica un
acto agresivo, y la aceptación de otra persona en el propio espacio, un acto
especialmente amigable. El radio de la burbuja, según entiendo, varía con las
nacionalidades, y va desde unos pocos centímetros para el árabe hasta unos dos metros
para el alemán.

La concepción de este espacio, que es resultado de un análisis científico, nos hace ver
las relaciones sociales de manera distinta, en realidad nos hace percibir las personas de
manera totalmente diferente, en forma parecida a como difieren las visiones de las
piezas del ajedrez de un novicio y un experto en el juego. Para la visión antropológica,
un halo invisible es parte de la realidad personal, como existe un halo de jugadas
posibles en torno a cada pieza para el experto en el juego de ajedrez.

En general, la visión científica del mundo social que nos ofrece la antropología va mucho
más allá: cada persona es percibida como resultado de su aprestamiento cultural, de
modo que un árabe y un alemán aparecen como seres profundamente divergentes en
casi todos los comportamientos que es dable esperar. Y esto no tiene nada que ver con
la "raza", no es siquiera una cuestión biológica: tiene que ver con la diversidad de
cultura, que es el objeto propio de la antropología, la más apasionante (para mí) de las
ciencias sociales. Concepción esta que no es, desde luego, la visión del hombre común,
que supone que todas las personas reaccionarán como sus familiares o vecinos,
prejuicio que la antropología ha dado en llamar, muy adecuadamente, etnocentrismo.
Otros ejemplos de las ciencias sociales

En psicología hay un ejemplo bastante dramático. Para esta ciencia, especialmente en su


variante psicoanalítica, la persona no es sólo lo que ella conoce sobre sí misma, como
tiende a considerarlo la concepción ingenua (persona = conciencia), sino especialmente
aquello que la persona no tiene ni siquiera idea de que lleva adentro: el inconsciente.
Conocerse a sí mismo es para la ciencia psicológica adentrarse por medios sumamente
indirectos en lo que está más allá del alcance de la percepción ordinaria de nosotros
mismos.

Para el psicólogo, el mundo social está poblado de inconscientes, más que de


conciencias, y lo que el psicólogo ve como importante en la realidad social son actos
fallidos, olvidos, actitudes corporales, imágenes oníricas, todo lo cual traza un cuadro
ontológico inalcanzable para el hombre común. Aquí otra vez, el contraste es entre
concepciones básicas, entre lo que cada uno ve como existente, y no simplemente entre
opiniones divergentes. La realidad de la concepción ingenua y la realidad de la ciencia
psicológica son dos realidades completamente diferentes.

Las otras ciencias sociales no se quedan atrás. Para la economía, el precio de un


artículo no es lo que éste lleva escrito en la colilla. El concepto de precio es una noción
analítica, que depende del entrecruce de dos curvas, llamadas de oferta y de demanda.
El concepto mismo de curva, como virtualidad de actos posibles de una misma clase, es
en sí mismo una categoría analítica sumamente abstracta, de difícil comprensión para
quien no se someta a un especial y pesado adiestramiento intelectual.

Los negocios para el hombre común son mercados, tiendas, bancos y todo el ajetreo
que se vive en esos ambientes. Para el economista son muy otra cosa, una maraña de
curvas que se entrecruzan en complicados modelos matemáticos, relacionados unos
con los otros, como las distintas jugadas posibles en un ajedrez. Los lenguajes, otra vez,
y las respectivas realidades, son completamente diferentes.

Si de ahí nos movemos hacia la sociología, también encontraremos conceptos


abstractos que no tienen correspondencia directa con nada perceptible por el hombre
común. La noción de ideología, por ejemplo, es un concepto sumamente rico en
implicaciones de análisis, y choca directamente con la percepción ingenua de lo que son
los credos religiosos o políticos para el hombre común.

En general, este marco científico interpreta de una manera muy diferente el sentido de
los argumentos que usamos para defender lo que creemos que son nuestras
convicciones. El hombre pobre que acepta su condición porque es "la voluntad de Dios"
percibe el mundo de una manera muy distinta que el científico social que ve en esa
argumentación la sombra de una ideología plasmada en un contexto de relaciones
sociales de opresión. La sociología descubre así que muy a menudo defendemos con
nuestros argumentos estructuras o instituciones que no tenemos intención, ni siquiera
noción, de defender. De nuevo, el sociólogo y el hombre común se mueven en mundos
diferentes.

Finalmente, un ejemplo sencillo de física

Y para no quedarnos en el ámbito de las ciencias sociales, citemos el proverbial


contraste entre la concepción de las ciencias físicas y las nociones del hombre común.
Para este último los cuerpos caen con distinta velocidad según sean más pesados o más
livianos. Para el primero, en cambio, todos los cuerpos caen con la misma velocidad. No
se trata de un conflicto de opiniones, sino de uno de concepción, porque "caer" para el
físico tiene un sentido muy preciso, que consiste en ser atraído, en ausencia de otras
fuerzas, por la gravedad de la tierra. Las velocidades de que se trata, entonces, son
velocidades en el vacío, donde el movimiento no es afectado por la resistencia del aire, y
cada molécula es acelerada por la gravitación, independientemente y de acuerdo con
una misma constante. Son dos lenguajes distintos y otra vez dos mundos diferentes de
lo que se trata.

Y volvamos a la antropología

De las ciencias citadas hay una que nos debe merecer especial atención: la antropología.
Porque precisamente debemos a la antropología, y a una parte de ella, la lingüística, el
concepto de que los lenguajes que maneja el hombre son diferentes. Podemos aquí
invocar el mejor de los ejemplos en favor de nuestra tesis, a saber, el contraste entre el
concepto del hombre que nos ofrece la visión ingenua, como ser capaz de entenderse
con los otros hombres en un mismo lenguaje, o traduciendo el lenguaje de los otros al
suyo propio "palabra por palabra"; y el concepto del hombre de la visión antropológica –
llamémoslo posbabélico por referencia al mito de la Torre de Babel–, que entiende la
comunicación humana como basada en marcos lingüísticos diversos, no directa ni
fácilmente traducibles entre sí.

Es importante advertir que el concepto de lenguaje aplicable aquí es aquél que considera
como elementos del lenguaje todos los actos humanos, no sólo las palabras. Muchos de
los más importantes mensajes que el hombre envía a su alrededor no están cifrados en
palabras, bastantes de ellos ni siquiera son percibidos conscientemente por su emisor.
Todo producto humano es significativo; es imposible entender las palabras fuera del
contexto de los actos todos del hombre que las pronuncia. La vida humana toda es
lenguaje y el lenguaje es inseparable del resto de la vida humana.

Extrapolación filosófica

Vemos cómo un descubrimiento de la antropología sobre la polisemia del hombre, sobre


su pluralidad de lenguajes, se puede generalizar filosóficamente: el antropólogo mismo
usa un lenguaje, que es distinto del de los hombres que estudia, pues es un lenguaje
científico con categorías mucho más abstractas que las que usa el hombre común. La
filosofía compara los dos lenguajes, y se da cuenta de que la diferencia de lenguaje
implica mucho más que la necesidad de hacer traducciones "palabra por palabra" para
que los hombres se entiendan: implica la necesidad de hacer entrar en el cuadro a los
marcos lingüísticos dentro de los cuales las palabras cobran sentido; y darnos cuenta
que distintos hombres usan distintos marcos lingüísticos, y que incluso un mismo
hombre, en distintas ocasiones, puede usar marcos diferentes para enfocar asuntos
distintos o enfocarlos de maneras diferentes.

Según el marco lingüístico que usemos habrá cosas que podamos decir y cosas sobre
las que debamos quedarnos callar por falta de conceptos para expresarlas; cosas que
tengan sentido y otras que no lo tengan del todo. Habrá seres que existan o que dejen de
existir, según nos movamos de un marco a otro, así como problemas que surjan o
desaparezcan conforme hagamos nuestras transiciones lingüísticas. Es el mundo mismo
el que cambia cuando pasamos de un lenguaje a otro. Cada contexto crea su orden de
realidad: las reglas del juego crean no sólo las movidas posibles sino también las fichas
que habrá en el juego y el espacio en que éstas deban moverse. Adquirir un nuevo
lenguaje, en el sentido profundo en que empleo aquí el término, es transformarse a sí
mismo, hacerse capaz de ver las cosas desde una perspectiva y con una profundidad
que justifica decir que ascendemos a una dimensión real nueva o que cambiamos
radicalmente nuestra concepción del mundo (DILTHEY 45).

Nuestros conceptos definen qué es real para nosotros

He insistido en que el contraste entre la visión del científico y la visión del hombre
común no es fundamentalmente un contraste de opiniones, sino una diferencia de
conceptualización, es decir, una diferencia en el juego de categorías que ambos usan
para captar la realidad. Lo primero y radical es el juego de conceptos que usamos para
interpretar la realidad; las opiniones, y su variedad, vienen por añadidura. De otra
manera: adoptado un juego de conceptos, aprendido un lenguaje, ciertas consecuencias
de descripción del mundo se siguen necesariamente, otras son posibles, y otras no
pueden ni siquiera formularse. Una vez que se ha aprendido un cierto lenguaje, una vez
que se ha aceptado un cierto juego de categorías, puede ya ser muy tarde para negarse a
aceptar un determinado conjunto de asertos sobre cómo es el mundo (QUINE 69).

Una vez que nos metemos en el molde de la teoría de la relatividad, por ejemplo, no tiene
ya sentido decidir si la velocidad de un cuerpo es mayor que la de la luz. Una vez que
aceptamos la conceptualización propia de las ciencias biológicas, ya es imposible
plantearse en serio la posibilidad de que un organismo no haya evolucionado. Para
quien haya aprendido el lenguaje de la física contemporánea no tendrá sentido indagar
por la posibilidad de construir una máquina de movimiento perpetuo. Para quien haya
aceptado el esquema conceptual del materialismo histórico será ociosa la pregunta por
la existencia de explotación en el mundo. Un grado muy amplio de compromiso con una
descripción de la realidad queda ya desde el inicio imbuido en el sistema de conceptos
que asumimos, y no tenemos opción, excepto quizá el abandono del lenguaje, para
rechazarla.

Algunas consecuencias

De lo anterior se siguen muchas consecuencias. Una de ellas es la importancia del


aprendizaje del lenguaje en la adquisición de perspectiva científica o en la adquisición
de cualquier otra perspectiva, la importancia del lenguaje para la educación. Cuando el
niño crece va adoptando un cierto conjunto de conceptos estructuralmente
sistematizados: el juego de categorías y valores de sus padres, y en general de la cultura
en que vive. Las opiniones, e incluso convicciones, que llegue a poseer no tiene que
adoptarlas directamente: le vienen dadas ya en el lenguaje que usa. Esto explica el
carácter trascendente que atribuimos a muchas convicciones, que no nos parece que
podrían ser de otra manera, y consideramos dotadas de una fuerza superior que doblega
el asentimiento. En efecto, pertenecen a algo superior, dominante y fundamental: el
marco de referencia que fundamenta nuestro lenguaje.

Otra consecuencia importante es que la educación científica se recibe, como toda


educación, en gran parte por ejemplo y contagio, por así decirlo, más que por
adoctrinamiento explícito. Lo que el maestro hace, su forma de expresarse sobre el
mundo que deja sentados de pasada muchos sobreentendidos, es mucho más eficaz en
la transmisión de los conocimientos al alumno que sus propios enunciados sobre la
naturaleza (POLANYI 64).

Consecuencias inquietantes

Algunas de las consecuencias de esta tesis son acongojantes, y merecen tratamiento


separado: ¿qué relación hay entre la ciencia y la experiencia, si todo lo fundamental
viene dado por el lenguaje? ¿Qué posibilidad tiene el hombre de escapar de sus marcos
de referencia? ¿Podemos distinguir con propiedad entre teoría y observación? ¿Es
posible avanzar en el desarrollo de las ciencias? ¿Es posible dialogar entre personas,
especialmente entre científicos, formados dentro de marcos de referencia diferentes?

Ninguna de esas preguntas tiene respuesta fácil, y constituyen un elenco casi completo
de los problemas que preocupan hoy a los filósofos de la ciencia. No es mi aspiración
contestarlas aquí, pero trataré de indicar algunas orientaciones que podrían seguirse
para contribuir a solucionarlas.

Las tres dimensiones del signo


Tradicionalmente se distinguen en un lenguaje tres dimensiones, así como en la
determinación de un espacio hablamos de longitud, anchura y profundidad. Llamamos a
esas dimensiones lo sintáctico, lo semántico y lo pragmático. Ha habido grandes
polémicas entre los filósofos sobre la posibilidad de aislar esas tres dimensiones, y
sobre las relaciones que se dan entre ellas. Lo sintáctico es lo que en el lenguaje
depende del marco de referencia mismo, es la relación estructural entre unos signos y
otros signos. Lo semántico es lo que presumiblemente va más allá del lenguaje, a las
cosas representadas por los signos, la relación entre el signo y la cosa. Lo pragmático
es el fin o propósito que perseguimos al emplear los signos.

Usando este esquema conceptual, podemos decir que el problema principal de la


filosofía de la ciencia es el de la relación entre lo sintáctico y lo semántico, la de decidir
cuánto de lo que afirma la ciencia se debe al marco de referencia o juego de conceptos
que ha elegido (aspecto formal de la ciencia), y cuánto se debe a la adecuación de ese
marco con la realidad (aspecto de contenido de la ciencia).

El contextualismo, la postura filosófica que suscribo, tiene sobre esta cuestión una
visión determinada, producto del mismo juego de conceptos epistemológicos que la
define y condiciona: no hay ni puede haber una separación completa ni tajante entre lo
sintáctico y lo semántico, el lenguaje es una totalidad en el que sus distintas partes y
aspectos están íntimamente ligadas y relacionadas unos con otros. Además, lo
sintáctico, la forma del lenguaje, su juego de conceptos, y lo semántico, las opiniones
que se dan en ese lenguaje sobre el estado del mundo, están totalmente determinados
por el aspecto pragmático, o sea, por el propósito del científico o de la comunidad que
crea el lenguaje y establece su juego de conceptos y las opiniones que con él pueden
expresarse. Es la praxis, la acción, la que determina el contenido y la forma de nuestro
lenguaje, y por ende del lenguaje de la ciencia.

De todos los propósitos y acciones, uno es supremo y dominante: el propósito de


supervivencia. El hombre quiere, consciente o inconscientemente, sobrevivir; y los
lenguajes que en definitiva elija, consciente o inconscientemente, serán aquéllos mejor
adaptados a las condiciones de su mundo y a las posibilidades de supervivencia. Esto
es tan real que, qué sea sintáctico y qué semántico en un lenguaje es algo que se define
por razones pragmáticas. Pongámoslo de otra manera: qué expone una determinada
comunidad a los riesgos del experimento científico, qué no está dispuesta a corregir;
qué opinión está dispuesta a abandonar y qué opinión por el contrario mantendrá a
ultranza incluso frente a la más dura refutación experimental, es algo que se decide por
el valor de supervivencia que atribuimos al lenguaje afectado.

El fundamento pragmático de los enunciados científicos

Hubo una época en que los químicos, muchos de ellos, decidieron abandonar la práctica
de su disciplina antes que adoptar el lenguaje de la química orgánica naciente; pero
hubo otra época anterior, en que químicos notables prefirieron ignorar el descubrimiento
del oxígeno, mediante ingeniosas modificaciones de la teoría del flogisto que explicaban
notablemente bien los resultados de los experimentos. La moraleja aquí es la siguiente:
nuestras creencias forman un sistema cuyas partes se refuerzan recíprocamente. Todo
pensamiento es sistemático, y el pensamiento científico lo es mucho más aún. Nunca
llevamos al laboratorio una opinión aislada, nunca probamos una hipótesis por sí sola.
Lo que se somete a prueba es la hipótesis en conjunto con todo el sistema teórico a que
pertenece, y siempre en el ambiente de la totalidad de nuestros propósitos.

El resultado adverso a una teoría puede explicarse suponiendo que la hipótesis es falsa,
pero también que la hipótesis es verdadera y que hay que hacer algún cambio en alguna
otra parte de la teoría. No es el texto necesariamente sino el contexto lo que tiene que
cambiar. El lenguaje tiene una inmensa plasticidad que permite acomodar muchos
cambios, si no todos, hasta el límite de la tolerancia, otra vez pragmática, que manifieste
el científico (QUINE 60).
Los astrónomos de la Edad Media e incluso del Renacimiento pudieron defender la teoría
ptolemaica de la inmovilidad de la tierra, a base de agregar epiciclos a su planetario,
hasta que finalmente se aburrieron del juego y decidieron jugar otro pragmáticamente
más satisfactorio. Cuando tomaron esa decisión, el sistema rival de Copérnico no era ni
lejanamente lo riguroso y confiable que había demostrado ser por muchos siglos el
sistema de Ptolomeo. Pero el juego epiciclal ya no retaba suficientemente la imaginación
de los científicos, y prefirieron menos seguridad y rigor pero más desafío y promesa de
futuros descubrimientos. El probado paradigma ptolemaico fue sustituido por el joven
paradigma de Copérnico (KUHN 62).

Los límites de la imaginación paradigmática

Líbreme Dios de inducirlos a pensar que en la historia de la ciencia todas las posiciones
son igualmente permisibles, o que da lo mismo que el científico adopte un juego de
conceptos u otro, un paradigma científico o marco de referencia u otro distinto. La
verdad es que cada lenguaje tiene inscritas en sí mismo sus propias limitaciones.

Estas limitaciones son de dos tipos. Por una parte, hay inevitablemente contradicciones
en todo intento de dar cuenta de las apariencias, en todo intento de articulación de la
realidad. Esos "hilos sueltos" que quedan en un planteamiento global sobre el mundo
son pequeñas o grandes manchas en una tela fabricada con preciosismo que viste
nuestras desnudeces. Como no tenemos otra, preferimos seguir con ella, a pesar de sus
nudos o manchas, mientras no aparezca una alternativa más favorable. Por otra parte, la
tela puede también tener vacíos, puntos ciegos, lugares donde no llega, y en la medida
en que la sigamos usando esas lagunas dejarán desnuda nuestra curiosidad intelectual.
Los nudos son los puntos en que nuestro sistema de conceptos, nuestro lenguaje,
produce una doble respuesta, contradictoria, a una misma pregunta. Las lagunas o
blancos son los puntos en que nuestro sistema calla ante una pregunta importante, es
incapaz de decirnos si un enunciado es verdadero o si por el contrario es falso.

Mantengo que todo sistema lingüístico deberá adolecer de esas fallas, que se deben a
razones epistemológicas muy fundamentales y que enseguida voy a considerar. Pero
que el científico, o en general, el usuario del lenguaje, tiene mucha libertad para cambiar
de lenguaje, y que en lenguajes distintos las fallas no coinciden, pues cada sistema de
conceptos produce sus nudos y sus blancos en lugares diferentes, y deja sin contestar o
contesta inadecuadamente preguntas distintas.

Un poquito de teoría del conocimiento

Ofrecí decirles por qué creo que esas fallas son inerradicables de todo sistema
lingüístico. Para ello tengo que hacer un poco de epistemología, es decir, teoría del
conocimiento. La haré lo más breve y concisamente que me sea posible.

Parto del principio de que la realidad es inagotable y nuestro conocimiento de ella


siempre limitado. Imaginen el universo como un gran contexto, significativo en sí mismo,
pero que no se deja estudiar sino a base de recortes, que llamaré textos. Para conocer el
mundo seccionamos una parte de él, un texto, aislándolo del contexto, el resto de la red
significativa. Ustedes saben muy bien lo que pasa cuando se aísla un texto del contexto,
como por ejemplo cuando un periodista cita algo que dijimos, pero "fuera de contexto":
pueden surgir contradicciones no intentadas por el autor del escrito original, o quedar
asuntos colgando que no se pueden resolver con el material a mano.

Algo parecido sucede en el trabajo de la ciencia. Para estudiar el mundo, no tiene más
remedio que usar un determinado instrumental, determinado juego de conceptos, y
trabajar de ahí en adelante como si el sector de mundo que esos conceptos pueden
abarcar fuera el universo completo. A ese trabajo lo llamo análisis. Es un trabajo que
sólo puede ser provisional y transitorio, porque todo análisis provocará en algún
momento una síntesis, la necesidad de reincorporar de algún modo el contexto omitido.
Para hacer las cosas todavía más complicadas, normalmente esa síntesis invitará más
tarde a un nuevo análisis, repitiéndose el proceso. A ese "ir y venir" entre el análisis y la
síntesis se le suele denominar dialéctica (SARTRE 60).

Así pues, dentro de todo texto, producto de un análisis, es decir, de una acotación,
quedan huellas imborrables del contexto omitido, que claman por una reincorporación
de ese contexto. El contexto se resiste a ser eliminado, aunque desde luego el
conocimiento es imposible sin análisis, es decir, sin separación del mundo en secciones.
Esta tensión, que es una tensión dinámica y creativa, produce el movimiento incansable
de la ciencia. Pero además es la fuente de sus más importantes limitaciones, que
debemos mantener presentes en todo momento si no queremos distorsionar el sentido y
los resultados de la ciencia. No habrá ningún sistema científico, ningún lenguaje
riguroso, en que no se presenten contradicciones y lagunas, nudos y vacíos
(GUTIÉRREZ 82). Su presencia será un recordatorio permanente de que no hemos
terminado nuestro trabajo, y de que la naturaleza permanece ahí fuera, más allá de
nuestro juego actual de conceptos, esperando nuevas redes para entregarnos otra
pesca.

En defensa del contextualismo

Vemos cómo nuestro juego de conceptos epistemológicos ("epistemología" quiere decir


filosofía de la ciencia) nos va llevando de la mano a mantener ciertas tesis u opiniones
sobre problemas importantes de este campo del conocimiento. Podemos ahora decir
que los interrogantes planteados hace un rato sobre la posibilidad de llegar a la verdad
en la ciencia son eficazmente iluminados por el contextualismo. Es especialmente
iluminador el concepto contextualista de la polisemia, es decir de la pluralidad de
lenguajes. Existen diversos lenguajes, para distintos usos, en distintas disciplinas, o
incluso en una misma disciplina para distintos propósitos. Podemos cambiar de uno a
otro de ellos, pero no podemos hacerlo sin pagar un precio, y un precio importante.

De ahí que podamos tener varios lenguajes y sin embargo no caer en la frivolidad del
sofista. El precio que naturalmente pagamos al cambiar de lenguaje es un cierto número
de imperfecciones que aparecen en nuestro marco: contradicciones o nudos, lagunas o
vacíos. Dónde se den éstas, aquí o allá, en nuestro sistema, puede ser un factor más
importante y de más repercusión práctica que el hecho de que existan o no existan. De
ahí la importancia de tener a nuestra disposición lenguajes alternativos, y de dominarlos
bien para saber cuál de ellos es más conveniente emplear en tales o cuales
circunstancias. Proveer a la persona de esos lenguajes alternativos es la función
principal de la educación, sea esta general o profesional.

Como ven, este concepto contextualista, pragmatista, o instrumentalista (como


queramos llamarlo) del lenguaje y de la ciencia, es muy fecundo. El lenguaje y la ciencia
son instrumentos en las manos del hombre, no son sistemas sagrados que sean
intocables por naturaleza. Como obra humana, están al servicio del hombre y sólo su
conveniencia genérica es criterio adecuado para juzgar su valor intrínseco o su valor
relativo en relación con otros lenguajes y otras ciencias. Y en último análisis es el valor
adaptativo de esos instrumentos, su valor de supervivencia para la especie humana, lo
que los vindica dentro del amplio campo de la historia y de la cultura.

La posible objeción a estas tesis, de que nos hace naufragar en el escepticismo, no se


sostiene. Alguien podría decir, por ejemplo, que considerar las teorías como
instrumentos, en vez de como verdades absolutas, nos convierte en verdaderos
"prisioneros de nuestras teorías", que nos impiden salir al "mundo real". La mejor
contestación que conozco es la que expresa el filósofo contemporáneo, Karl Popper:

Admito que en cada momento somos prisioneros del marco de nuestras teorías,
nuestras expectativas, nuestras experiencias pasadas, nuestro lenguaje. Pero somos
prisioneros en un sentido muy particular: si lo procuramos, podemos librarnos de
nuestro encierro en cualquier momento.
Agrego yo: si tenemos suficiente imaginación, o educación, y si estamos dispuestos a
pagar el precio de abandonar la seguridad de nuestra previa prisión.

Por supuesto, nos hallaremos de nuevo en un encierro, pero (presumiblemente) será


uno mejor y más cómodo; y en cualquier momento, de nuevo, podremos forzar nuestra
huida también de él.

Alternativas contrarias

La visión de la ciencia que he presentado, no es desde luego la única posible; existen


como alternativa, principalmente la concepción dialéctica de la ciencia, representada por
el materialismo dialéctico, y la concepción positivista –en sentido lato, que incluye
también a filósofos no induccionistas, como Karl Popper (POPPER 62)–. No es este el
lugar para referirme detalladamente a ellas. Me limito a afirmar que la visión
contextualista recoge lo mejor de ambas posiciones y lo integra en un todo coherente y
eficaz.

De la concepción dialéctica, el contextualismo recoge la idea de que la ciencia es un


sistema global y estructurado, que se mueve con la historia y avanza por medio de la
superación de contradicciones. También coincide con esa orientación en la importancia
que se le da a los factores pragmáticos y a todos los elementos no intelectuales en la
integración del complejo lingüístico.

Del positivismo heredamos una sensibilidad especial por las técnicas lógicas.
Igualmente y sobre todo, el planteamiento de los principales problemas, especialmente
el de la relación entre el lenguaje teórico y el lenguaje de observación. De hecho, el
surgimiento del contextualismo como la filosofía de la ciencia preponderante hoy por
hoy en el mundo intelectual de Occidente es en parte el resultado de la autocrítica de los
filósofos positivistas, que insensiblemente han ido modificando sus posiciones en una
dirección que apunta hacia soluciones contextualistas. No obstante, el giro radical hacia
la nueva posición se presenta con la aparición de trabajos, como los de Kuhn o
Foyerabend, inspirados en el estudio de la historia de la ciencia, cuyos resultados no
parecían corresponder a las enseñanzas de los filósofos positivistas.

Básicamente, lo que estos historiadores-filósofos descubrieron fue que los científicos


tienden a defender sus teorías contra los experimentos, mediante distintos mecanismos
modificadores superficiales, en vez de, como postulaban los positivistas, entregar la
fortaleza a la primera embestida de un ejemplo en contrario. Las teorías se abandonan
no frente al experimento de resultado insatisfactorio, que siempre puede ser digerido por
medio de adecuadas modificaciones en puntos no medulares de su tela intelectual, sino
cuando su estructura se complica tanto que debe ser reputada inferior frente a mejores
alternativas. Las teorías se sustituyen unas a otras no por razones semánticas sino por
razones pragmáticas.

Dos clases de ciencia

Uno de los hallazgos más interesantes en el trabajo de estos historiadores-filósofos ha


sido la clasificación del quehacer científico en dos estilos perfectamente diferentes que
Kuhn denomina ciencia normal y ciencia revolucionaria y que corresponden a períodos
distintos y recurrentes de la historia de la ciencia. Los científicos del primer período
tratan de salvar el paradigma científico, y su función es buscar las mejores revisiones y
ampliaciones de la teoría en vigencia para absorber los resultados de los experimentos
en curso. Los científicos del segundo tipo buscan en cambio una forma totalmente
nueva de hacer ciencia, impulsados por la acumulación de anomalías en el paradigma
vigente, no tanto por el deseo de novedad ni por confianza en la efectividad, todavía no
demostrada, de un nuevo paradigma.
Esta distinción, entre dos tipos de actitud está basada en la estructura social del
momento, y no en que existan de suyo "hombres articuladores" y "hombres
cuestionadores". Además, tiene un carácter fundamental. Personalmente creo que es
una distinción que va más allá de los confines de la ciencia y se aplica a todos los
órdenes de la vida social. En política, en negocios, en educación, o en cualquier otro
ramo de la actividad humana hay personas especialmente aptas para sacar el mejor
partido de las condiciones imperantes, que se manifestarán especialmente en los
períodos de estabilidad cultural. Y también hay otras que, en períodos de inestabilidad,
manifestarán su insatisfacción con esas condiciones poniendo en tela de juicio las
premisas sobre las que actúan la mayor parte de sus contemporáneos. Tales personas
estarán dispuestas a arriesgarlo todo por causas impopulares y eventualmente pueden
hacer posible un cambio cualitativo para el avance de su sociedad y de la humanidad.

Conclusión

Decíamos al comienzo que el científico trabaja con un juego de categorías o lenguaje,


que posibilita una determinada visión del mundo, distinta de la del hombre corriente.
Ahora podemos agregar que también el hombre común trabaja con un determinado
juego de categorías, menos abstractas que las que usa el científico, pero igualmente
idiosincrásicas. Cada grupo humano posee un lenguaje propio, que determina su visión
del mundo y constituye su cultura, en el sentido antropológico de esta palabra. No es
menos difícil por ejemplo el problema de comunicación entre un biólogo y un científico
social que el problema de comunicación entre un habitante de la ciudad y uno del
campo, dentro de una misma nacionalidad. En los dos casos hay juegos de categorías
en conflicto, y necesidad de considerarlos integralmente, como complejos lingüísticos,
para intentar establecer algún contacto. Las dificultades de comunicación son evidentes,
pero no desesperantes. Para citar de nuevo a Karl Popper:

La dificultad de la discusión entre personas educadas en marcos de referencia


diferentes es obvia. Pero nada es más fructífero que tal discusión, que el choque cultural
que ha estimulado algunas de las mayores revoluciones intelectuales.

No es entonces la diferencia esencial la que se establece entre el hombre corriente y el


científico. En realidad, el hombre corriente no existe, pues si no es científico será otra
cosa: profesional, campesino, hombre de iglesia, ama de casa, estudiante, etcétera. Y
cada uno de estos tipos humanos tendrá su cultura, su esquema de conceptos, su
marco lingüístico. La diferencia fundamental, y hablo aquí ya más bien como educador
que como filósofo, consiste en el grado de flexibilidad intelectual que la persona haya
alcanzado, por obra principalmente de la educación recibida. La diferencia importante
estriba en si el sujeto se encuentra atado de manera absoluta a un solo esquema
lingüístico, el recibido en el hogar o en el adquirido en una iglesia, partido político o
secta científica o pseudo-científica, o si por el contrario ha podido ascender de la
monosemia a la polisemia, si ha podido adquirir la capacidad intelectual de moverse en
distintos contextos y de dominar diversos lenguajes.

Dicho de otra manera, lo importante será saber hasta qué punto se habrá independizado
de la cárcel de las palabras, residencia oficial de todo dogmatismo. La acción intelectual
responsable, en cualquier profesión o campo de la vida en que nos movamos, será
siempre la que venga iluminada por la luz de muchos contextos: el histórico, el
filosófico, el artístico, y desde luego el científico, cada uno de los cuales la enriquecerá a
su manera. Será la acción del hombre educado, capaz de ensamblar situaciones con
ayuda de muchos lenguajes, y capaz también de cuestionar cada uno de ellos en
determinadas circunstancias

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