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casitas de adobe y mezquites casi secos. no había llovido desde hace un par de meses. rosita
acababa de llegar de holanda, no sé desde hace cuanto que se había ido, pero ya la
extrañaban en la casa, las mesas ya no estaban bien ordenadas como cuando ella se disponía
a acomodar los platos y los cubiertos que macario trajo alguna vez de la ciudad. rosita, la
recuerdo, tenía las manos pequeñas pero ágiles como dos cocuyos que atraviesan el arrollo y
su risa estruendosa que azoraba los rincones de la casa parecía casi eterna, no sé bien por que
se la llevaron de aquí. un buen día llegó una carta firmada por el presidente municipal, en un
sobre de esos que está maltratados de tanto ser tocados y lanzados al montón de peticiones,
miseria y polvo. de este laberinto inexorable donde el aire enrarecido penetra en los rincones
y carcome a las personas, muchos hubiesen querido esconderse en cualquier lugar, pero no
han podido, es que él te encuentra donde quiera que estés. aquí la tierra es blanca y el polvo
se levanta como un espíritu sin alma. en ese sentimiento se encontraba aquel sobre con un
rollo de papeles con letras metódicas y firmas artificiales que decían poco pero callaban aún
más, y en cada espacio vacío había un pedacito de silencio mordaz que no pretendía decir
nada.
sus estudios en holanda, en la mejor universidad de Ámsterdam”. así se fue, con una carta y
cinco pesos en la bolsa, con la maleta cargada de chácharas y un cajón donde acomodó todos
su madre hubiera querido que ella se quedara; total cuando encontrará trabajo una mujer que
es arquitecto. ni ella ni yo supimos por mucho tiempo que fue de rosita, pasó un año, luego
dos y luego perdimos la cuenta entre todas esas hojas caídas del calendario. al inicio macario
le mandaba cartitas perfumadas y escritas en papel del más delicado con letra cursiva, de esa
que le enseñó su abuelo cuando era niño, luego terminó por mandar represalias una a una,
con la exigencia de contestación que lunes a lunes nunca llegaba. hubo un día cuando
llegaron por ahí una bandada de personas trepadas en un camión de lámina oxidada y con un
emblema corroído por el tiempo, estaban parados ahí, en un plazoleta donde los pichones
llegaban a morirse por el agobio del calor; unos cargaban con aparatos extraños que
novela fantástica. hicieron unas cuantas preguntas y se fueron sin más. pero a quien
esperábamos en casa era a rosita, yo extrañaba esos movimientos de manos que acariciaban
el aire, sus muñecas doblarse hacia uno y otro lado y sus pechos erguirse por encima del
espacio estrecho que los separaba de mis manos, y mientras macario se sentaba en aquella
no supe cuanto, me dijo alfonsina, pero tengo miedo de quedarme aquí y lo soñé anoche. ella
pasa siempre a las seis frente a la catedral que construyó el padre felipe, siempre lleva su
bolsa de mano llena de cosas inútiles y baratijas compradas en algún puesto del pueblo
vecino, tanto que parece que un día van a estallar las costuras de ese pedazo de cuero y tela
restirado. hoy la veo pasar como siempre, se le ha colgado la piel de la cara y sus pasos ya
no son de potranca ligera, se nota cansada, los ojos demuestran su miedo y la grande
soledad; se nota que los días que ha vivido no han sido benévolos ni las vidas restantes le
han dejado mucho para soñar. me he de equivocar. pero si pasa algo distinto, que la lluvia no
vuelva a caer en este lugar. apenas veo la tienda de don anastasio, siempre ahí, es el símbolo
de nuestra vejez y nuestro presente y nuestro futuro y nuestro ayer, me lo he dicho sin temor
pero no puede ser posible que la realidad se avecine sobre estos campos que huelen a maíz
seco y escombros de cosechas perdidas. y yo desde esta ventana azorada por polillas y
gusanos me recuesto a ver pasar las cosas, en el cielo las parvadas de pájaros que migran y
en el suelo las mariposas que se mueren de penas y soledad. raquel tiene un estante lleno de
libros y revistas viejas, pedro como siempre a las seis de la mañana se levanta para ir a
trabajar con sus perros detrás en una horda fugaz que se pierde en la lejanía de estos cerros
pelones, donde los sabinos y las espinas encumbran su reino vigilante de este pueblo
cuantos días haya tardado en olvidarla, porque en sus noches lloraba y le escribía canciones
y cuando estaba solo sentía cantarlas y soñaba con que la acariciaba. empezó tomando
aguardiente por coraje y pena, luego lo hizo por odio y despecho, ahora no toma porque se le
ha cansado la boca y le duelen las tripas. me contó alguna vez sobre sus ilusiones de
marcharse lejos, de dejar todo botado y llegar donde nadie de este pueblo ha llegado. hubiese
querido romperle ese cristal que le empañaba la vista, pero no pude. dejó a la tierra
abandonada, el acahual le llenó todos los rincones donde antes crecía el fríjol, los agaves,
mejores, ya no había maizales verdes, solo acahual y silencio. durante algún tiempo
alfonsina le llevó de comer algo caliente, después él se olvidó del sabor de las personas y
terminaron distantes, separados por un muro de rencores silenciosos y vacíos, tímidos pero
cobardes decidieron adentrarse en un mundo donde nada valía la pena. fue en esos días que
conocí a paloma, ella vivía a unos minutos en tres naciones, donde el arenal era un infinito
de partículas voladoras, ella es bajita, morena de ojos bonitos; no sé si es la mujer más bonita
que he visto, pero con su risa conquistó a la mitad de lo que se le había acercado. llegaba
cada lunes a la tienda de anastasio, compraba algo de jabón, sosa, harina, sal y azúcar y se
marchaba despacio por la vereda. macario la miraba y de cada rato repetía “ no sé que es,
pero me gusta”. y un mal día, lunes por la mañana, no regresó. nunca más se le volvió a ver
por el pueblo; hay quienes dicen que sus padres la mandaron a vivir a la capital, otros que
murió de soledad y los más descabellados decían que se le vio llorar frente a la tienda de
anastasio el domingo anterior. lo cierto es que años después se supo que anastasio le había
vendido un boleto de viaje a ciudad laguna, cerca de la capital porque ella se quiso marchar
en busca de otros cuentos. de cualquier manera poco intransigente fue su estancia aquí. solo
a macario le marcó pauta, él que había encontrado de nuevo en que pensar no tuvo más
remedio que recurrir a la soledad del rincón donde acomodaba a diario la camisa que tanto
tiempo mantuvo planchada con la esperanza de llevarla frente al altar. lo encontré comiendo
jiotes una tarde, con sus manos manchadas y la camisa sucia, derramaba sus lágrimas y
maldecía las cosas que le arrebató su cobardía; le quedaban dos tazas de café y una botella
de tequila barato. me tomé su desgracia y él bebió de la mía, como dos hermanos que se
quieren matar pero temerosos de no acabar con su parte; yo con miedo, él con sueño.
“ no lo sé ”. y luego todo fue silencio, súbito y profundo, pero al fin silencio. una ráfaga de
aire golpeo la ventana y de repente era de noche; ya nos había azotado el polvo de la tarde.
desde el cerro hasta las lomas más pequeñas solo quedaban algunas piedras desnudas y
pedazos de cuarzo como agujas clavadas en las paredes de roca agrietada. Él se sentó a
orillas de su casa, sacó un portarretrato con una vieja foto amarilla, era rosita, ella habrá
tenido unos quince años, vestía con lino y encaje, sus ojos tenían sueño y la risa era fingida,
apenas la recordaba como era. mira, ella me quería como yo a ella, y así nomás se largó de
aquí, no dejó más que el recuerdo. aquí no hay mar, pero el silencio de su inmensidad es
como la duda que nos demolía. un miércoles, de esos que no tienen ni inicio ni final, decidí
miedo de mis propias cosas, pero al fin decidí irme. tomé un par de mudas de ropa, diez
pesos arrumbados en la alacena y un par de viejos zapatos. me marché por la vereda que
lleva a la trinidad, esa que pasa por tres naciones y primero de mayo, esa que termina en la
reforma que no es sino una parte de la ciénaga más grande que yo haya visto jamás, esa
vereda que cruza la sierra y baja por los montes que solo recorren los arrieros que van en
busca de sus sueños y regresan cargados con costales de maíz y talegos de café.
pasaron cinco años que perdí divagando de un lugar a otro, las mariposas amarillas de la
selva, las mariposas nocturnas de los matorrales y las noches llenas de estrellas acomodado
en cualquier bar. reconocí a un tal pedro, a una tal erendira y a un fulano que no terminaba
de contar los granos de arena en la playa. me cuentan que cuando amanece las horas son las
mismas, que cuando la luna sale y golpea contra las paredes de las casas no hay sueño por
estas aceras, que ellos han escuchado ladrar un perro de madrugada y han sentido el calor
quemante de sus tripas ansiosas de estallar. yo aún pienso en el cuarto que no quedó limpio y
en macario, en alfonsina y en el mar que nunca llegué a ver. por estas calles he decidido
contar las hojas que caen de los árboles. quizá algún día vea llover florecitas blancas y el
me cansé de contarme un sordo cuento, me retiré con menos de lo que traje; sin ropa ni
yo no he visto pasar un solo año en este pueblito, de nuevo crucé la sierra y llegué
atravesando tres naciones, por paso de valencia y recortando vuelta por la ascot, hacienda de
un viejo español, para volver. el polvo infinito seguía ahí, esperando, quieto sobre el suelo,
“ buenas tardes ”. y bajé la bolsa con las cáscaras de naranja y la botella vacía.
de nuevo, instalé mi cuarto en lo que quedaba de la casa. macario seguía allí, donde se
quedó. Él estaba sentado en una esquina de la casa, contando las codornices que cruzan los
caminos corriendo, estaba, pareciera que cansado, con un montón de cartas remitidas, una a
una con la fecha exacta y las marcas del desamor. <<vienes mejor que yo>> dijo.
y de nuevo comienza a contar las codornices. templando un hilo atado a sus paredes, allá de
donde vienes no hay penas que te llenen de mentiras ni te roben el sueño de las tardes. yo,
veo las ruinas de esta condena, una nube negra atraviesa el cielo y de repente escucho este
grito desesperado de los cerros, en mitad de este callar se perciben los chivos quebrando el
rosita, se había marchado por muchos años; ahora está de vuelta. viene cargada de ropa de
seda y con una caja que trae cristalería de bohemia, vinos de oporto y penas de francia. y tú,
sigues igual. rosita trae su carta en la mano y su sombrilla bajo el brazo. macario, ya hace
tiempo se ve cansado de esperar lo que la esperanza le negó sin replicar un solo relamo
rosita, su voz, su piel; la que mataba el corazón y reclamaba el sentimiento más absurdo.
los viejos momentos, las calenturas en el rincón, con el polvo en las cortinas y la mesa
rosita, macario y los que viven en estas aletargadas memorias eternizantes del paraíso
prometido en las iglesias donde el padre felipe reclamaba las fechas para la misa. este
absurdo de florecitas blancas y tiernas al lado del camino, los recuerdos encerrados entre el
adobe, aquella carta encerrada en el sueño hacia holanda. adiós rosita, el viejo espasmo de
este último viento ciclónico y casi bíblico que ya nos ha arrebatado el penúltimo rincón de
la puerta entreabierta.
el alma entera de este pueblo, el adiós adormilado por los agaves; en el horizonte, lejano, las
últimas notas del sol se meten entre las columnas de piedra y las casitas de barro. y a la
distancia los funerales, las codornices cruzan por los campos de maíz, un grito desesperado
se evapora recorriendo la inmensidad del llano hasta topar con los cerros. ha empezado a
llover…