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Judas Iscariote (A la sombra del sicomoro)

La luz de un nuevo y a la vez siniestro día se colaba por uno de los ventanucos
que iluminaban la lúgubre taberna, proyectándose sobre su rostro desaliñado y haciendo
más visible la suciedad de su piel y su larga y descuidada barba. Dormía plácidamente,
con la cara apoyada sobre una de las mesas y la boca entreabierta. De sus labios resecos
colgaba un hilo de saliva que se iba acumulando en una pequeña oquedad de la madera.
Al lado de su cabeza había una jarra de barro vacía que su mano derecha aún no había
soltado y cuyo contenido se había vertido sobre la mesa que le servía de lecho.

Una voz dulce y serena le sacó de su profundo sueño. Se incorporó, abrió los
ojos y logró, una vez acostumbrado a la luz, reconocer la figura de Rebeca.

¿Dónde diablos estoy?

Le costó varios segundos recordar dónde estaba, aunque para su miseria sí


recordaba perfectamente todo lo que había sucedido la noche anterior. Fue su primer
pensamiento: la cena, el huerto, el beso, las monedas… Había acudido a la taberna
intentando borrarlo todo y durante unas horas había conseguido no ser consciente de su
existencia, pero ni el abundante vino ni los servicios de la joven Rebeca habían
ahuyentado los fantasmas que ahora, habiendo regresado a la lucidez, volvían a
asediarle. Mirando a su alrededor comprobó que formaba parte de un cuadro que le
resultaba desolador. Vagabundos, mendigos, músicos, viajeros y prostitutas seguían
durmiendo la borrachera repartidos por diferentes rincones de la taberna.

He vuelto a ser lo que fui, aunque me temo que esta vez he caído más bajo que
nunca.

Conforme sus sentidos se fueron desperezando empezó a llegar a sus oídos un


bullicio procedente del exterior.

‘¿Qué pasa ahí afuera?’, preguntó.

‘Jesús de Nazareth, aquel al que muchos consideran un loco y un blasfemo, fue


apresado anoche’, respondió Rebeca.

‘¿Jesús?’, dijo, fingiendo no saber nada al respecto.

‘Sí, ese que decía ser el Hijo de Dios’

‘Si ha sido prendido, como quería el pueblo y como lo exigían los sacerdotes, ¿a
qué se debe tanto ruido? Lo tendrán bien encerrado para que no siga causando más
confusión… En unos días todo volverá a su normalidad, lo soltarán y se marchará a otra
ciudad’

‘No, no lo van a soltar. He oído que el Sanedrín ha pedido que sea condenado a
morir en la cruz… Y así lo van a hacer…’

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Se puso en pie de un salto, arrojando la mesa violentamente contra el suelo. La
jarra de barro vacía se hizo pedazos pero el ruido no consiguió despertar a ninguno de
los que dormían. Corrió hasta la puerta de la taberna y se asomó a la calle, justo cuando
una recua de soldados romanos pasaba por delante. Reconoció a uno de ellos, que se
encontraba entre los que había guiado pocas horas antes hasta el huerto en el que Jesús
estaba con el resto de discípulos. Al verlo prefirió esconderse y cerrar la puerta. Cuando
Rebeca reparó en su rostro desencajado y sus ojos, saliéndosele de las órbitas, le
preguntó:

‘¿Qué te pasa? ¿Le conocías?’

‘¿Quién te ha dicho que van a crucificarlo? ¿Quién?’, gritó Judas, sujetando los
brazos de Rebeca y zarandeando su cuerpo.

‘Un grupo de mujeres que pasaba por aquí… Algunas iban llorando…’

‘¡No puede ser! ¡Ese hombre es inocente! ¿De qué se le acusa?’, gritó.

‘Tú le conocías, ¿verdad?’, insistió ella.

Tardó en responder. Los remordimientos de la noche anterior se hicieron


diminutos en comparación con los que empezaban ahora a brotar en su corazón.

En escasos segundos sus pensamientos se concentraron en la figura de Jesús, que


durante algún tiempo había alimentado su esperanza de una nueva vida. Había
escuchado sus palabras y visto sus obras muy de cerca. Su corazón se había sentido
dichoso a su lado. Mientras estuvo en compañía de Él y el resto de discípulos fue capaz
de olvidarse de lo que había sido y de lo que era realmente, y huir de un pasado que
había terminado dándole alcance la noche anterior, cuando el diablo le engañó aliándose
con sus enemigos. El destino le jugó una mala pasada, su corazón fue débil y la balanza
se inclinó hacia el lado oscuro de su alma.

Judas Iscariote agachó la cabeza y cerró los ojos. De nuevo se vio a sí mismo
frente al Sumo Sacerdote, diciendo:

‘Yo puedo entregároslo sin causar demasiado alboroto. Sé dónde puedo


encontrarlo, esta misma noche’

‘¿Y por qué hemos de creerte?’

‘La cuestión no es creerme o no, sino qué recibiré yo a cambio’

‘Primero entréganoslo, después te pagaremos’

Treinta sucias monedas de plata. Ese fue el precio que recibió a cambio.

‘¡Toma tu dinero y desaparece…!’, le dijeron los sacerdotes al entregarle la


recompensa.

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Al coger las monedas sintió que, a pesar de su larga lista de delitos, nunca había
caído tan bajo. Sí, había sido un ladrón, pero nunca le hizo verdadero daño a nadie.
Aunque se pasaba la vida huyendo jamás padeció necesidad, no solía faltarle algo que
llevarse a la boca. Es más, se le daba bien robar, no tenía madera para otra cosa. Sin
embargo esta vez había sido muy distinto. Hasta entonces nunca había hecho uso de tan
malas artes.

Empezaba a adivinar que esta fechoría iba a superar la suma de todas las
demás…

¿Qué me hizo pensar que alguien como yo podría cambiar?

En un último momento se arrepintió y quiso arreglar lo que ya no tenía solución.


Volvió sobre sus pasos e intentó comprar la libertad de Jesús devolviendo los denarios a
los sacerdotes, pero ellos no los aceptaron y terminó arrojando las monedas al suelo. Ya
era demasiado tarde…

‘Vosotros sí sois los falsos profetas. ¡Malditos seáis…!’, fue lo último que pudo
decir antes de que los soldados le condujeran hasta la puerta del templo.

Salió de allí y sólo halló cobijo en una oscura taberna, en la que empapó de vino
su arrepentimiento, al abrigo de los brazos de Rebeca.

Su memoria retrocedió algunas horas más, a cuando Jesucristo adivinó quién le


iba a traicionar. Otra vez volvió a escuchar sus palabras, aquéllas que tan bien supo
obedecer.

‘Lo que vas a hacer, hazlo pronto…’

Sí, le obedeció, es cierto. Si se habían propuesto matarlo, lo conseguirían tarde o


temprano. Estaba escrito en su destino que había de ser entregado por uno de los suyos
y le había tocado a él desempeñar ese papel. Fue acusado de traidor antes de cometer la
traición, cuando aún no estaba plenamente decidido a llevarla a cabo. Tal vez fueron el
despecho y la vergüenza los que desequilibraron la balanza, dándole un último impulso.
Tal vez fue el diablo quien se apoderó de su alma. O tal vez no. Lo más probable es que
su larga lista de delitos fuera fruto de su mala condición. Ningún argumento servía de
alivio para su remordimiento. Fuera o no fuera lo que decía ser, Jesucristo era un
hombre bueno al que había conducido hacia una muerte horrible.

Su pesar y su arrepentimiento no hacían más que aumentar, y a medida que su


miseria crecía así parecía hacer también su fe en Jesús, que regresaba de nuevo para
hacerle empezar a comprender. ¿Le había sido necesario matar al Hijo de Dios para
creer en Él?

‘¿Eras tú uno de sus discípulos?’, insistió Rebeca.

En su mente las imágenes y las palabras se sucedían una tras otra. La última de
ellas fue la señal que había dado a los soldados para que pudieran reconocer a
Jesucristo, en el Huerto de los Olivos.

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No pudo resistirlo más…

‘Sí, yo era uno de los que le seguían’, admitió, ‘Corres un serio peligro si te
quedas conmigo’

Clavó sus rodillas en el suelo y abrazándose a las piernas de Rebeca, rompió a


llorar amargamente.

Dios mío, ¿qué he hecho…? Perdóname, Dios mío, perdóname…

‘Tú tuviste la dicha de caminar a su lado’, siguió Rebeca, hablando de forma


pausada, ‘Yo solamente pude verle una vez…’

Tenía razón. Judas se había considerado dichoso al ser elegido por Cristo como
uno de los doce. Desde ese momento había decidido abandonar para siempre su vida
furtiva e inició un nuevo camino. Todo fue muy fácil al principio, su firme voluntad de
llevar una vida honesta le llevó a convertirse en el tesorero de los discípulos, tarea que
desempeñó sin sentirse jamás inclinado a robar una sola moneda. ¿Qué pasó después?
¿Qué quedó del Judas apóstol?

‘Sucedió muy cerca del mercado de Jerusalén’, siguió Rebeca, ‘Él hablaba con
unos niños, yo quise acercarme pero no me atreví. Pensé que una pecadora como yo no
era digna de su trato así que me mantuve a distancia. Pasado un instante se percató de
que le estaba mirando y sus ojos se fijaron en mí. No pude soportar su mirada durante
mucho tiempo, aparté la vista y me alejé de allí, sintiendo que, sin haber dicho una sola
palabra, había colmado mi corazón…’

Todo esto escuchaba Judas mezclándolo con sus lágrimas y sus propios
pensamientos.

Él fue el único que apostó por mí cuando me eligió para acompañarle en su


camino y ahora yo le he traicionado. Ahora sé bien qué dirección he de tomar. Todo
está ya decidido, no hay vuelta atrás…

Ojalá pudiera volver a los días en que yo era un simple ladrón que robaba para
sobrevivir. Un ladrón nada más, no un cómplice de asesinato. Si pudiera siquiera
retroceder unas horas y volver a sentarme a la mesa con el resto de discípulos…

‘Te costará creerme, pero tus pecados no pueden igualarse con los míos y tu
corazón está mucho más limpio. Tú aún puedes salvarte, yo estoy completamente
perdido’, dijo Judas, una vez que consiguió serenar su llanto.

Se puso en pie, alzó la vista y miró a Rebeca fijamente. Palpó la bolsa de dinero
que aún llevaba colgada a la cintura y se la entregó.

‘Toma este dinero y las pocas cosas que te queden y huye de aquí, comienza una
nueva vida. Recuerda su mirada y Él guiará tu camino’, dijo Judas, erigiéndose de
nuevo en el apóstol que había dejado de considerarse.

Rebeca tomó en sus manos las de Judas.

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‘Huyamos juntos’, dijo.

‘Si supieras realmente quién soy no osarías siquiera acercarte a mí’, contestó él,
apartándose de ella.

‘No me importa lo que tú seas. ¿Qué soy yo…? Una ramera… Llévame
contigo…’

‘Yo no soy digno ni de una ramera… Si lo fuera, me quedaría contigo’

Acarició su mejilla y besó su frente, antes de dedicarle las últimas palabras.

‘Además, nadie puede acompañarme al lugar al que me dirijo… Adiós…’, dijo,


volviéndole la espalda y dirigiéndose hacia la salida.

‘¿Dónde está ese lugar?’

Salió a la calle sin contestar las últimas palabras de Rebeca.

Un lugar muy lejos de este mundo.

La luz del día le era dañina a los ojos, que parecían verlo todo de forma confusa,
como a través de una densa bruma. Todas las miradas de la gente con la que se cruzaba
las percibía como una acusación. Caminó buscando las callejas menos transitadas de
Jerusalén, sin saber exactamente dónde ir.

‘¡Han soltado a Barrabás!’, oyó decir a alguien a sus espaldas.

Barrabás, un malhechor como lo era él, a cambio de un inocente al que había


enviado a morir a en la cruz. Jamás sospechó que para quitárselo de en medio fueran a
utilizar un método tan expeditivo. Los sumos sacerdotes no le habían dicho qué sería de
su Maestro cuando estuviera en sus manos, ni se había molestado en preguntarlo. Él,
que había transgredido tantas leyes, desconocía el castigo que se recibía por blasfemia,
pero esto tampoco le hacía sentir menos culpable.

En otro lado de Jerusalén, el Hijo del Hombre comenzaba su camino al Calvario


bajo el peso de la cruz, con la espalda cosida a latigazos.

Entretanto, Rebeca, lejos de ir tras Judas, se preparaba para obedecer sus


palabras. Se cubrió la cabeza y escondió entre su liviano equipaje la bolsa de dinero que
acaba de heredar. Salió de la taberna poco después de él, miró a su izquierda y a su
derecha y empezó a caminar con la firme decisión de no regresar jamás. Pero no quería
marcharse sin volver a ver a Cristo, necesitaba sentir una vez más el candor de su
mirada antes de su inminente crucifixión, y no había tiempo que perder. Se apresuró por
las calles, consciente de que no era difícil averiguar dónde se encontraba, sólo había que
dejarse llevar por el gentío. A cada paso que daba sobre el empedrado las palabras del
Iscariote hacían eco en sus pensamientos, que no acertaban a comprender su
comportamiento. Su corazón ingenuo no sospechaba de la traición, mas bien se sentía
inclinada a pensar tenía que huir para no acabar en la cruz como su maestro.

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Para Judas sólo había un camino. Un camino sin retorno. Sólo había una forma
posible de acallar el clamor de su conciencia. Aún le faltaba un último objeto que robar
y en esta ocasión no se trataba de comida ni de joyas. Ladrón era y nunca había dejado
de serlo, volvían los viejos tiempos. Le costó muy poco tiempo trazar un plan, que
decidió llevar a cabo más allá de las murallas de Jerusalén. La muchedumbre se
agolpaba por las calles y tenía que abrirse camino a empujones, ya que estaba
caminando en contra de la corriente. Todo el mundo hablaba de lo mismo y su deshonra
y vergüenza crecían hasta límites insospechados, lo cual le hacía reafirmarse cada vez
más en su determinación.

No tengo miedo. Mi único temor es pasar el resto de mi vida acarreando esta


carga. He de pagar por mis pecados y no puedo esperar más. Nadie me echará en falta,
sólo se conocerá mi nombre como el de aquel que traicionó a Cristo.

La mayor parte de los habitantes de Jerusalén, Saduceos y samaritanos, zelotes y


samaritanos, judios y romanos, se agolpaban en las calles para seguir de cerca los
acontecimientos. La historia de aquella noche se sabía y se escuchaba por todos los
rincones de la ciudad, desde el Palacio de Herodes Antipas hasta el Templo.

‘Fue entregado por uno de los suyos’, oyó decir Rebeca a sus espaldas.

‘Dicen que la señal que dio a los soldados fue un beso’

‘¿Y dónde están ahora los demás?’

‘Huyendo, para no correr su misma suerte’

Rebeca empezó a comprender la reacción y las palabras de Judas. Ahora


cobraban sentido por sí solas. Por primera vez sospechó que aquel de quien hablaban
era precisamente él. Hasta entonces ni siquiera había imaginado su traición. ¿Y quién se
lo iba a figurar?

Simón de Cirene, obligado por los soldados encargados de llevar a cabo la


ejecución, ayudaba a Jesús a llevar la cruz.

Una vez en las afueras de la ciudad, al otro lado de las murallas, Judas se coló en
un establo y encontró una mula atada a un poste de madera. Comprobó la dureza de la
soga, que era cuanto necesitaba para llevar a cabo su plan. Estaba desatando al animal
cuando le sorprendió una voz procedente de la parte superior del establo.

‘¿Quién está ahí?’, dijo la voz de un joven.

Un ladrón, y un asesino, se dijo para sí Judas, pues eso era exactamente lo que
se consideraba.

El joven dio un salto y se interpuso en el camino hacia la puerta del establo,


blandiendo una horca de madera de las que se usaban para cosechar cereales. Judas ya
había desatado a la mula y enrollado la soga, la cual colgaba ahora sobre su hombro
derecho.

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‘Esa mula da de comer a mi familia. Si intentas robármela te atravieso el
pecho…’

No sintió el más mínimo temor, sino que habló con una voz pausada y tranquila.

‘No es la mula lo que quiero, sólo la soga. De todos modos, si quieres matarme,
adelante. No voy a defenderme’

Ambos se miraron fijamente durante un breve espacio de tiempo. Uno deseaba


librarse de un destino peor, el otro creía haber encontrado un atajo en el camino hacia lo
inexorable.

Judas quiso ponerle a prueba y empezó a caminar hacia la salida del establo. El
dueño de la mula hizo un ademán de atacarle con la horca, pero, valorando la situación,
supo contenerse y le dejó pasar a su lado sin hacer nada. Lo vio alejarse por el camino,
preguntándose qué utilidad iba a darle a la soga que acababa de robarle.

‘¿Ezequiel…?’, le llamó desde dentro su esposa, con un bebé en brazos. ‘¿A


quién le hablabas?’

‘A un tipo extraño sin miedo a morir… Ha entrado aquí sólo para robarnos la
soga’

‘Tal vez se trataba de ese loco del que tanto hablan, o de alguno de sus
discípulos…’, respondió, ajena a los últimos acontecimientos.

Avanzando con paso rápido y decidido por el camino que llevaba a Jope, pronto
se encontró lo bastante lejos que deseaba de la ciudad de Jerusalén, aunque no lo
suficiente como para perderla de vista. Ahora se encontraba solo y empezó a sentir un
extraño temblor que le nacía en el pecho y se extendía hasta todas las extremidades. El
momento se acercaba pero no era tan fácil como se le antojaba en un principio, estaba
aturdido con tantos pensamientos que le rondaban por la cabeza y con la resaca de una
borrachera de la que había despertado tan bruscamente. Si Jesús en verdad era el hijo
de Dios, tal vez pueda perdonarme por el pecado que he cometido contra Él. Su firme
determinación mostró los primeros síntomas de debilidad. Se acercó al arroyo que corría
paralelo al camino y, clavando las rodillas en la orilla, agachó la cabeza y sumergió su
rostro en el agua para refrescarse y para beber. Le costaba asimilar que esa era la última
vez que bebía, que su existencia en el mundo estaba a punto de terminar. Contempló su
rostro deformado en la superficie del agua, cuya imagen se asemejaba a la de un
monstruo, y se odió a sí mismo una vez más. Se sintió el ser más ruin y miserable de la
raza humana.

No, yo no merezco ser perdonado. La sangre del cordero no se verterá por mí.
Lo único que tendremos Cristo y yo en común será la fecha de nuestra muerte. Se
acabó el vivir escondiéndome, siempre huyendo.

No muy lejos de allí Jesús caía por segunda vez bajo el peso de la cruz, y muy
cerca de Él, una mujer encapuchada le observaba mientras dejaba rodar lágrimas
abrasadoras por su rostro.

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Se irguió y fue a sentarse bajo un alto sicomoro sobre cuyo tronco apoyó su
espalda. Notó que algo le molestaba, y era la soga de esparto, que seguía colgada de su
hombro. Se la descolgó y la colocó a su lado. Miró hacia arriba y contempló las ramas
retorcidas del árbol, de las que pendían hojas alargadas con forma de corazón y alguna
flor de color rosa. Más allá, un cielo que se iba oscureciendo cada vez más. Suspiró
profundamente, cerró los ojos apretando los párpados con fuerza. Por unos momentos
su mente viajó en el tiempo hasta su niñez y dibujó el rostro de su madre abrigándole en
la cama y besándole la frente. La visión le hizo entrar en un estado de semilucidez en el
que sus sentidos no le transmitían ninguna sensación. Por un espacio de tiempo del que
perdió la noción no sintió frío ni calor, remordimiento ni dolor, tristeza ni alegría, sólo
una tremenda calma, como si se estuviera quedando dormido. No escuchaba nada, no
llegaba a su nariz fragancia alguna, ni sentía en su boca la sequedad que le había dejado
la borrachera de la noche anterior. Su respiración recuperó su ritmo normal y su cuerpo
dejó de temblar. Abrió los ojos, llenos de lágrimas, y tampoco veía las murallas de la
ciudad de Jerusalén, ni las colinas que la rodeaban, ni el monte que llamaban Gólgota,
en el que se ejecutaba a los malhechores. Todo cuanto pasó a continuación lo hizo de la
mejor forma que podía suceder, muy rápidamente. Se puso en pie de un salto y trepó
con gran habilidad por el tronco del árbol. Una vez elegida la rama, miró hacia el suelo,
que le pareció estar a una distancia adecuada. Sabía que para consumar el acto le era
preciso pensar en cualquier otra cosa distinta a lo que estaba haciendo, pues de lo
contrario no se atrevería a hacerlo. Así, mientras preparaba los lazos de la cuerda su
memoria visualizó la imagen de Rebeca, la última persona con la que había hablado, la
última que había tenido un gesto amable con él. Recordó el beso de despedida que le
había dado en la frente, tan diferente al que había dado horas antes a Cristo en el huerto
de los olivos, a cambio del cual había recibido treinta monedas de plata que acabaron
chocando contra el suelo del templo. Las vio de nuevo, rodando sobre las losas de
piedra. El eco del sonido tintineante resonó en sus oídos por última vez. En ese
momento sintió un golpe seco en la nuca, seguido de una fortísima presión alrededor del
cuello, y pocos segundos después su cuerpo sin vida estaba balanceándose bajo una de
las ramas más gruesas del sicomoro.

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