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Louis, un muchacho de 12 años, era ciego desde los 3.

Estudiaba en una escuela para invidentes en París,


donde por las mañanas aprendía gramática, geografía, historia, aritmética y música, y por las tardes comercio. Pero en
1820 el único sistema que tenían los ciegos para leer era usando sus dedos para reconocer las formas de las letras en
relieve de casi un centímetro de grosor. Era un proceso laborioso: las letras eran fáciles de confundir y tan grandes que
sólo cabían unas pocas en una página. Había muy pocos libros de este tipo porque resultaban muy caros de fabricar.
Pero Louis aprendió un sistema con puntos en relieve que era utilizado por los soldados para enviar mensajes en la
oscuridad. Muy a su pesar, se dio cuenta de que este sistema era lento y rudimentario y tan complicado que algunas
palabras requerían casi cien puntos. Sin embargo, Louis estaba decidido. Durante tres años pasó todo su tiempo libre
aprendiendo este sistema, utilizando un afilado punzón para percibir los puntos en relieve sobre el grueso y pesado
papel. Nada parecía funcionar. De pronto, un día tuvo una inspiración. Decidió pasar de un sistema basado en los
sonidos del lenguaje a otro basado en el alfabeto.

Empleando una célula de seis puntos numerados, diseñó un patrón lógico y sencillo para representar todas las
letras. A los 15 años, Louis había resuelto un problema que había desconcertado a la gente durante siglos (Davidson,
1971). Había inventado un método sencillo para que los ciegos pudieran aprender a escribir fácilmente y que hiciera
posible que se pudieran imprimir libros en ese sistema sin que resultaran caros. Las celdillas de seis puntos también
podían emplearse como números y notas musicales. Podían representar el idioma inglés, español o italiano con la
misma facilidad que el francés. El nuevo sistema, que se llamó Braille, tomando el nombre de su inventor, abrió el mundo
de la comunicación escrita para los ciegos. El ejemplo de Louis Braille demuestra de modo contundente que algunos
adolescentes poseen habilidades cognitivas altamente desarrolladas, así como la motivación necesaria para hacer
contribuciones importantes a la sociedad.

En este capítulo se traza el desarrollo del razonamiento y el pensamiento que distingue la adolescencia de la
niñez y vemos de qué modo estos cambios cognitivos afectan diversos campos de la vida. Empezaremos comparando
brevemente el pensamiento abstracto del adolescente con el pensamiento concreto del niño. Luego examinaremos el
punto de vista de Piaget sobre el pensamiento y el desarrollo del razonamiento formal en la adolescencia. La cognición
social, donde en parte encontramos cambios debido a las nuevas capacidades cognitivas y en parte cambios debidos a
las experiencias. Luego veremos la inteligencia práctica, investigaremos los cambios en el modo en que se resuelven los
problemas en la adolescencia, se hacen planes para el futuro y toman decisiones. A continuación investigaremos las
posibles bases de los cambios en el razonamiento y en la forma de resolver conflictos: desarrollo del cerebro, cambios
hormonales en la pubertad y experiencias sociales y educacionales. El capítulo termina con una discusión sobre la
escolarización, enfocándonos en el efecto de la transición al instituto, cambios en la motivación para conseguir objetivos
y el papel que juegan las expectativas y creencias de otras personas.

EL DESARROLLO DEL PENSAMIENTO ABSTRACTO

La adolescencia marca una transición en el pensamiento que se desarrolla tan discretamente que puede no
percibirse. Esta nueva forma de pensar incluye una serie de habilidades separadas que empiezan a desarrollarse unos
pocos años antes, pero que al principio sólo pueden utilizarse aisladamente (Neimark, 1982). Éstas no llegan a
coordinarse hasta la adolescencia, de modo que el joven pueda aplicarlas en conjunto. Cuando sucede esto, por primera
vez pueden tratar con lo posible, lo hipotético, el futuro, lo remoto. Esta nueva capacidad permite a los jóvenes ver el
mundo y a la gente que habita en él, incluyéndose a sí mismos de una forma distinta. Especulan sobre lo que podría ser
en vez de aceptar lo que es. Tales cambios afectan su razonamiento científico, su visión de la sociedad y su comprensión
de las otras personas (véase Tabla 14.1).

Pensar en las posibilidades


Aunque los niños y niñas mayores pueden percibir más allá de los pequeños cambios en la apariencia externa y
su pensamiento ya no se encuentra encerrado en un solo aspecto del problema, siguen estando básicamente limitados a
pensar sobre lo que es. En cambio, los adolescentes pueden pensar en posibles consecuencias antes de que sucedan o
en situaciones que no han ocurrido nunca. Puesto que no están limitados por las barreras de su propia experiencia,
pueden imaginar otras formas de organizar el mundo y su sociedad. Pueden preguntar “¿y qué pasaría si...?” : ¿Qué
pasaría si fuera tan fácil de tratar como Sandy? ¿Qué pasaría si la gente viviera siempre? ¿Qué pasaría si se acabara el
petróleo en el mundo? ¿Qué hubiera pasado si la Confederación hubiera ganado la guerra? Luego pueden pensar en las
implicaciones de tales posibilidades de un modo sistemático. Por supuesto, muchos niños y niñas tienen una vívida
imaginación, pero enfocan los problemas justo al revés. En lugar de ver la realidad como una porción de un mundo de
posibilidades mucho más amplio, como hacen los adolescentes, empiezan aferrándose con firmeza a la realidad. Sólo a
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partir de ahí pueden pasar a otras opciones, con cautela y de un modo inconsistente, de sus fundamentos seguros a la
posibilidad (Flavell, 1985).

El pensamiento abstracto
Los niños y niñas piensan en su situación actual y acontecimientos concretos que tienen lugar en la misma hasta
que cumplen 11 o 12 años. A medida que desarrollan la habilidad de generar posibilidades libre y sistemáticamente, los
adolescentes empiezan a reflexionar sobre el futuro y consideran los conceptos abstractos e ideas. Piensan en la
educación, la moralidad, la religión, la justicia y la verdad; incluso hasta en la propia naturaleza de la existencia (R.
Siegler, 1991). Las contradicciones y la aparente hipocresía que ahora detectan en el mundo y que a menudo les
conduce a discutir sobre ideales y a luchar por una causa, la clarificación de los valores y actitudes que siguen al
pensamiento abstracto, es parte del proceso de identidad que se vio en el Capítulo 13.

Pensar por medio de hipótesis


Al encontrarse frente a un problema, los niños pueden considerar alternativas al azar, omitiendo posibles
soluciones y aferrándose a otras que claramente no son provechosas. Han de «probar y ver» si una solución funciona.
Los adolescentes pueden emplear el razonamiento lógico para resolver problemas de un modo distinto; pueden formular
hipótesis y probarlas de modo sistemático. Puesto que no están atados a una situación específica, pueden traducir el
conflicto en imágenes, proposiciones y otras representaciones mentales (Bullinger y Chatillon, 1983). Con el empleo de la
deducción y la inducción, pueden razonar de las premisas a las conclusiones de una manera lógica.

La capacidad de separar el fondo del contenido libera a los adolescentes de forma drástica. En un experimento
clásico, los investigadores demostraron esta sorprendente diferencia entre el pensamiento en la niñez y en la
adolescencia (Osherson y Markman, 1975). Los investigadores cogieron una ficha de parchís, la sostenían de modo que
el joven pudiera verla y decían «la ficha que tengo en la mano es roja o no es roja». Cuando era roja, los de 10 años
respondían invariablemente «verdad»; sin embargo, cuando era azul, decían «falso». (Si no la tenían a la vista, los de 10
años decían «no lo sé».) Los adolescentes, que sabían que la pregunta nada tenía que ver con el color de las fichas sino
con la lógica de la afirmación, decían «verdad», sin importar el color de la ficha que el investigador tuviera en las manos.
De igual modo, si éste la escondía y decía «la ficha que tengo en la mano es roja y no es roja», el niño responde a una
exigencia de averiguar el color de la ficha escondida y dice «no lo sé». El adolescente responde «falso» al razonamiento
lógico.

Pensar sobre el pensamiento


Otro importante cambio cognitivo en los adolescentes es la capacidad de pensar acerca de sus propios
pensamientos, lo que refleja un sofisticado nivel de metacognición. La mayoría entiende la naturaleza recursiva del
pensamiento, como lo hicieron los adolescentes que señalaron « me encontré pensando sobre el futuro y entonces
empecé a pensar porqué estaba pensando en mi futuro». Casi la mitad de los niños y niñas de 12 años pueden entender
las recursiones en un solo sentido («El está pensando que ella piensa en él»), pero sólo unos cuantos pueden entender
las recursiones en dos sentidos («El piensa que ella piensa que él piensa en ella»). La capacidad para pensar de este
modo surge paulatinamente a lo largo de la adolescencia, por lo que las menciones de este tipo de pensamiento suelen
aparecer en las conversaciones de los jóvenes de 16 años («No me había dado cuenta de que tu pensabas que yo
realmente quería decir eso cuando lo dije») (Flavell, 1985).

Una vez que los adolescentes empiezan a pensar recursivamente, se dan cuenta de que las otras personas
pueden adivinar sus intenciones. Este tipo de conciencia recursiva les permite actuar deliberadamente para poder ocultar
sus intenciones (Shultz, 1980). Tales acciones demuestran la habilidad de pensar en los pensamientos de los demás,
aspecto importante de la cognición social y que está relacionado con la capacidad de entender el punto de vista de otra
persona.

Considerar la visión de los demás


Este nuevo orden de pensamiento en los adolescentes les permite explicar el punto de vista del otro. Como
vimos en el Capítulo 11, los niños desde que tenían 5 años han entendido que los intereses, conocimientos y
motivaciones de los demás son distintos de los suyos. En ese sentido no son egocéntricos. Aunque todavía no pueden
entender de qué modo la perspectiva de una persona puede afectar a la de otra. El avance importante en el pensamiento
del adolescente es que puede explicar y asumir los puntos de vista psicológicos de otras personas. Esto les permite
comprender cómo les ven los demás y también que cuando los otros reflexionan sobre sus acciones e intenciones, la
visión que tienen de ellos puede cambiar (Selman, 1976, 1980).
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No obstante, esta ampliación de la capacidad cognitiva puede involucrar a los adolescentes en un tipo de
egocentrismo diferente. Según David Elkind (1985), los adolescentes que pueden deducir lo que piensan otras personas,
tienden a centrarse más en sus deducciones que en lo que los otros piensan de ellos. Este nuevo tipo de egocentrismo es
una característica de la primera etapa de la adolescencia. Cuando los jóvenes tienen unos 15 o 16 años ya empieza a
desvanecerse. Mientras dura, los adolescentes suelen pensar en términos de lo que Elking denominó la «audiencia
imaginaria» y creer en la « fábula personal».

El término audiencia imaginaria se refiere a la creencia del adolescente de que las otras personas comparten
sus propias preocupaciones sobre ellos mismos y creen que están pendientes de su aspecto, conducta y acciones. Se
vuelve muy consciente de sí mismo y constantemente actúa para una audiencia imaginaria. El público es el que él o ella
crea en su mente -logro que está fuera de su alcance en la niñez-. Al peinarse delante de un espejo, por ejemplo, el joven
de 14 años se preocupa más por si sus compañeros le admirarán que por su propia satisfacción (Elkind, 1985).

El término fábula personal se refiere al sentimiento del adolescente de que es indestructible y único. Este
sentimiento de indestructibilidad se ve reflejado en la queja de una madre exasperada con su hijo de 15 años:

Según él, puede beberse dos cajas de seis cervezas sin emborracharse, conducir sin carnet o sin haber aprendido a hacerlo,
volar sin alas. Probablemente también cree que puede fumar, esnifar, inhalar, tragar o inyectarse cualquier substancia sin
tomar una sobredosis o hacerse adicto sin perder el control... Su respuesta a todo es: ¡Ya lo sé, ya lo sé!» (Krash, 1987, pág
23).

La fábula personal puede influir en los embarazos en la adolescencia, ya que, como veremos en el Capítulo 15,
las adolescentes están convencidas de que ellas nunca se quedarán embarazadas.

El sentido de creerse únicos les conduce a la convicción de que sus opiniones y sentimientos son totalmente
distintos de los otros. Nadie ha experimentado el mundo de la forma que él o ella lo experimenta ahora (Harten 1983).
Nadie ha amado tan profundamente, ha sido tan mal herido o ha visto las motivaciones de los demás con tanta claridad
como el joven adolescente. La mayor parte de los padres están familiarizados con sus lamentaciones «¡pero no sabéis
cómo se siente uno!».

Elkind cree que el egocentrismo del adolescente es el resultado de empezar a captar el pensamiento abstracto o
científico, pero otros investigadores se han cuestionado esta explicación. Algunos estudios han demostrado que los
jóvenes que entienden el pensamiento abstracto están menos preocupados con la audiencia imaginaria (Gray y Hudson,
1984; Riley, Adams y Nielsen, 1984), mientras que otros han visto que no existe una correlación consistente entre el
egocentrismo en la adolescencia y el pensamiento abstracto científico entre los alumnos de sexto a duodécimo curso
(Lapsley et al., 1986). Puesto que este tipo de pensamiento egocéntrico tiende a desaparecer hacia la mitad de la
adolescencia, puede que refleje la etapa de adoptar roles mutuos, en la que entran muchos niños antes de entender el
pensamiento abstracto (Lapsley y Murphy, 1985). Según esto, a medida que los muchachos pasan a la etapa más
avanzada de adoptar papeles, que trataremos en nuestra exposición sobre la cognición social, la audiencia imaginaria
pierde su poder y la fábula personal se desmorona.

El egocentrismo en la adolescencia también refleja la búsqueda del joven de su identidad. En un estudio no se


encontró ninguna conexión entre el pensamiento abstracto y el egocentrismo; sin embargo, la audiencia imaginaria y el
creer en la fábula personal era lo más normal entre jóvenes que: 1) habían conseguido una identidad personal y estaban
buscando una meta profesional e ideológica, 0 2) se encontraban en un estado de moratoria y se preocupaban por los
temas de la identidad (O'Connor y Nikolic, 1990). Si la identidad es el factor crucial, entonces la preocupación acerca de
las impresiones de los demás y el sentirse invencible son aspectos del desarrollo social y de la personalidad.

LA TEORÍA DE PIAGET Y EL PERÍODO DE OPERACIONES FORMALES

Piaget (1952) describió la habilidad de tratar con las posibilidades lógicas y abstractas en la etapa de las
operaciones formales y lo consideró como la culminación del desarrollo cognitivo. La mayoría de las exploraciones de
Piaget sobre el pensamiento formal-operacional se centraron en el razonamiento científico, con el que los niños
resolvían problemas que requerían una explicación de conceptos como el de fuerza, inercia y aceleración. Cuando a un
joven se le pide que hable de algún efecto físico, si ha adquirido pensamiento formal, puede aislar los elementos del
problema y explorar sistemáticamente todas las soluciones posibles. Sin embargo, un niño en la fase operacional
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concreta es fácil que olvide probar algunas soluciones o seguir comprobando otras que han fracasado. Las diferencias
entre estas formas de resolver problemas se ven claramente en el experimento del péndulo que llevaron a cabo Barbel
Inhelder y Piaget (1958).

Los dos investigadores dieron a los jóvenes cordeles de diferentes


longitudes y objetos de distintos pesos que debían atar a una vara de modo que
se balancearan como péndulos (véase Gráfico 14.1). Cada péndulo oscilaba en
su arco a distinta velocidad. La tarea del niño consistía -en determinar el factor o
factores que influían en la velocidad del péndulo. Las cuatro causas posibles
son: 1) el peso del objeto; 2) la longitud del cordel; 3) la altura desde la que se
hace oscilar al objeto, y 4) la fuerza de empuje inicial. Sólo la longitud del cordel
afecta en la velocidad del péndulo. El niño puede descubrirlo a partir de hacer
pruebas metódicamente de todas las posibles combinaciones de factores
(variando un solo factor en cada prueba) o imaginando las pruebas de todas las
combinaciones. Según Piaget, cualquiera de ambos métodos requería
operaciones formales.
Gráfico 14.1. El problema del péndulo de Piaget. El niño recibe
una serie de pesas (abajo) y un cordel que puede alargarse o
Entre los niños a quienes Piaget e Inhelder hicieron pruebas, sólo los de
acortarse (izquierda). La tarea consistía en determinar qué factor
14 y 15 años pudieron resolver los problemas por sí mismos. Los más jóvenes,
o factores contaban en la velocidad con la que el péndulo
atravesaba su arco (De Inhelder y Piaget, 1958)
que aparentemente se encontraban en la etapa preoperacional, no abordaban el
problema de modo sistemático. No podían variar los factores por separado y ninguna de las pruebas podía convencerlos
de que su propio empuje inicial no tenía relación alguna con la velocidad del péndulo. Los que se encontraban entre los 8
y 13 años, aparentemente en la etapa operacional concreta, variaron algunos factores pero les resultó difícil excluir
alguno. Descubrieron que la longitud del cordel tenía algo que ver con la respuesta pero no comprendieron que ése era
el único factor. Los de 14 y 15 años, que se encontraban en el período operacional formal, previeron todas las posibles
combinaciones, las probaron experimentalmente y dedujeron que era la longitud del cordel lo que influía en la velocidad
del péndulo y que todos los otros factores eran irrelevantes.

El pensamiento abstracto, científico, de operaciones formales se desarrolla lentamente en la adolescencia; en un


estudio, sólo el 32 por 100 de los jóvenes de 15 años y el 34 por 100 de los de 18 empleaban operaciones formales para
resolver un problema (Blasi y Hoeffel, 1974). La mayoría de los de 13 años, que están en el umbral del pensamiento
formal, pueden razonar sobre situaciones hipotéticas, pero sólo si éstas le permiten utilizar el conocimiento del mundo
real para generar posibilidades (Markovits y Vachon, 1990). Puede que empleen el pensamiento formal en algunas
situaciones, pero no en todas. Los adolescentes se van familiarizando cada vez más con las abstracciones, pero aun
cuando aparece el razonamiento formal, su desarrollo no se completa hasta finales de la adolescencia.

Existen amplias diferencias individuales en la velocidad con la que se desenvuelven las operaciones formales y
su desarrollo generalmente puede estar amparado o entorpecido por el entorno social (Piaget, 1972). Gran parte de los
estudios indican que el surgir de las operaciones formales depende de la experiencia en la educación. Sin embargo,
algunas personas de sociedades sin escolarización también desarrollan el pensamiento abstracto. Pueden razonar
abstracta y sistemáticamente sobre situaciones familiares y acontecimientos que tienen algún significado en su cultura
(Cole y Scribner, 1974). El pensamiento formal tampoco es un asunto de todo o nada. Las personas suelen alcanzar esta
forma de pensamiento en algunos campos, pero no en todos.

Una vez alcanzado el pensamiento formal, los adolescentes (y adultos) no lo usan de forma consistente. El tipo
de razonamiento lógico que se necesita en la vida cotidiana raramente hace uso del pensamiento formal. Los
adolescentes, aun cuando dejan de emplearlo, retienen gran parte de su capacidad para usarlo. De no ser así no podrían
desenvolverse correctamente. Hacia los 16 años, casi todos los adolescentes pueden pensar en abstracciones, han
desarrollado un sentido de comunidad, alguna idea sobre lo correcto, alguna habilidad para darse cuenta de las
consecuencias futuras y un sentido de los múltiples determinantes de una acción. Aunque puede que no apliquen estas
habilidades uniformemente, especialmente en situaciones poco familiares o de estrés.

COGNICIÓN SOCIAL

Cuando los adolescentes aplican sus sofisticadas habilidades cognitivas en el mundo social, se ven a sí mismos
y a los demás en términos mucho menos simplistas que los niños. Los adolescentes se describen a sí mismos según sus

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ambiciones, expectativas, miedos, deseos, creencias, actitudes y valores y comparándose con los demás. Su
comprensión de los otros sigue el mismo curso general que para entenderse a sí mismos, y su conocimiento de la
motivación humana mejora notablemente a lo largo de la adolescencia, así como el entendimiento de los principios
políticos, su magnitud y limitaciones.

Entenderse a sí mismo y a los demás


Cuando los adolescentes examinan su concepto de yo, observan un despliegue de distintos atributos que
dependen de si están con la familia, los amigos, los compañeros de clase, sus parejas sentimentales, o de si están
actuando como estudiantes, empleados o atletas. En un estudio que trazaba el desarrollo del propio concepto entre los
13 y los 18 años (Harter y Monsour, 1992), los investigadores observaron que los jóvenes se describían a sí mismos en
términos de «comprensivos» con la familia y «desconsiderados» con los amigos, pero no podían comparar los atributos y
estaban muy preocupados por la disonancia. En la mitad de la adolescencia, los jóvenes son conscientes de ello y eso
los afecta. Pueden estar confundidos sobre cuál de esos comportamientos es el «verdadero» yo. Hacia finales de la
adolescencia ya han desarrollado las habilidades cognitivas requeridas para integrar las aparentes contradicciones
dentro de su concepto de yo. Se dan cuenta de que es comprensible e incluso aconsejable actuar de modo distinto
según las diferentes situaciones sociales.

La capacidad de los adolescentes para analizar e interpretar la conducta de los demás va a la par con la
capacidad para hacer lo mismo respecto a su propio comportamiento. Hacia la mitad de la adolescencia, la mayor parte
de los jóvenes, como hemos dicho antes, han llegado a la etapa de adoptar roles mutuamente. Saben que tanto ellos
mismos como un amigo pueden considerar sus propias opiniones, así como las del otro, a un mismo tiempo. También
comprenden de qué modo una tercera persona puede interpretar su interacción con otro (Selman, 1980).

A los 16 o 17 años, algunos han progresado aún más en la comprensión de las demás personas. Han entrado en
la última etapa de adopción de roles y pueden considerar el punto de vista de la sociedad, así como el punto de vista de
los individuos. En este punto comprenden el hecho de que los pensamientos y acciones de una persona pueden estar
bajo la influencia de factores de los que ésta no es consciente y por tanto que los otros (así como ellos mismos) puede
que no siempre entiendan sus propias motivaciones. Las acciones que se realizan en una situación específica pueden
tener la influencia tanto de experiencias pasadas como de la propia situación y su contexto. Los adolescentes más
mayores también pueden entender que la gente pueda llegar a entender los puntos de vista del otro y no estar de
acuerdo. En un estudio, el 57 por 100 de los jóvenes de 16 años habían alcanzado esta etapa avanzada (Byrne, 1973).
Casi todos los adolescentes, a medida que van llegando a la etapa adulta, alcanzan este nivel final de comprensión
(Selman, 1980).

Los factores culturales y socioeconómicos también pueden influir en la velocidad con las que los adolescentes
atraviesan estas etapas. Un estudio longitudinal indicaba que el status socioeconómico y el género determinaban la
rapidez con la que progresaban los jóvenes islandeses (Keller y Wood, 1989). A los 15 años, las chicas y chicos de
familias de nivel alto eran los que solían alcanzar la etapa de adoptar roles mutuos y podían ver cómo una tercera
persona podía interpretar sus interacciones con un amigo. Las chicas de clase baja progresaban más despacio y los
chicos de la misma clase eran los que más lento lo hacían. Muchos de estos quinceañeros todavía estaban en la etapa
de asumir papeles autorreflexivos y no podían considerar los papeles propios y los del amigo a un mismo tiempo. Según
los investigadores, los padres de clase baja de Islandia no enfatizan los procesos emocionales y comunicativos durante
la socialización, lo que posiblemente restrinja las oportunidades de los niños de adoptar papeles.

A pesar de estos cambios en la capacidad de asumir roles, los adolescentes no aplican su comprensión al
razonamiento de los conflictos familiares (Smetana, 1989). Entienden que sus progenitores interpretan los conflictos
familiares de acuerdo con su implicación en las metas educativas de poner orden en la casa, mantener la autoridad y
defender unas reglas convenientes. Sin embargo, los jóvenes dejan a un lado su comprensión y reinterpretan los
conflictos familiares en términos de su implicación por su propia autonomía o como un asunto de elección personal.

Entender las instituciones sociales


La comprensión de los niños acerca del gobierno y la ley también pasa de lo concreto a lo abstracto a medida
que van atravesando la adolescencia. Cuando Joseph Adelson (1983; Adelson y Hall, 1987) y sus colaboradores
entrevistaron en Estados Unidos, Inglaterra y Alemania a más de 300 jóvenes de edades entre los 10 y 18 años,
descubrieron una gran consistencia en el desarrollo del pensamiento. El preadolescente no puede responder con
coherencia a preguntas sobre el propósito del gobierno o la ley, no puede conceptualizar «sociedad» o «comunidad» y

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sólo puede pensar en las instituciones en términos personales. Cuando se les preguntó «¿Cuál es el propósito del
gobierno?», la respuesta típica de los de 11 años fue «que las cosas no vayan mal en el país. Quieren tener un gobierno
porque le respetan y creen que es un buen hombre» (Adelson, 1983, pág. 158). Al igual que este joven, los
preadolescentes se enfocan en lo concreto, hablan de personas específicas, acontecimientos y objetos. Para ellos la
educación significa profesor; ley quiere decir juez o policía. No parecen comprender la relación entre el individuo y la
sociedad. Por ello evalúan todas las acciones sin respetar las necesidades comunes. A medida que el pensamiento se va
volviendo más abstracto, los adolescentes empiezan a entender la red invisible de normas y obligaciones que relacionan
a los ciudadanos. Todos los jóvenes de 18 años tienen alguna idea de lo abstracto y casi tres cuartas partes piensan con
un alto nivel de abstracción.

Este cambio tan extraordinario en el modo en que los adolescentes reorganizan su percepción de la sociedad
también puede observarse en su forma de pensar acerca de la política, la ley y los principios. Hasta que los niños no
tienen 15 años, ven la ley y otras instituciones sociales básicamente como medios para reprimir la conducta díscola. Los
niños que están a punto de llegar a la adolescencia tienden a contemplar al gobierno y la ley como puramente
restrictivos. Poco a poco su actitud autoritaria y punitiva va dando paso a la noción de que el propósito de la ley y el
estado es proteger y beneficiar a los ciudadanos. Cuando tienen 18 años consideran las leyes como beneficiosas («para
proteger a la gente y ayudarles») y como una ayuda para la comunidad («para que el país se convierta en un lugar mejor
para vivir»).

Ese mismo giro de lo concreto a lo abstracto es lo que les permite emplear los principios morales y políticos
sobre los temas sociales. Cuando a escolares de 11 años se les pide que juzguen algún tema social, puede que con
mucha «labia» pronuncien alguna frase como «libertad de religión» o « el poder para el pueblo», pero los sondeos
muestran que no entienden los principios. Un joven de 12 años que aboga por la «libertad de expresión», por ejemplo,
puede que exija el encarcelamiento de algún personaje impopular, o alguno que diga «el poder para el pueblo» puede
continuar con un comentario como «que el más inteligente es el que ha de tomar las decisiones». Al cabo de unos tres
años, la mayoría de estos muchachos serán capaces de comprender los principios sociales básicos y entender su
aplicación.

El entendimiento de tales principios es, por supuesto, necesario antes de que un individuo pueda empezar a
razonar sobre temas morales a nivel de principios. Algunas evidencias indican que sólo después de que ha surgido el
pensamiento formal puede desarrollarse un alto nivel de razonamiento moral. En un estudio, una mayoría (60 por 100) de
personas mayores de 16 años dieron muestras de pensamiento formal avanzado, pero. sólo una pequeña proporción (10
por 100) razonaba también a nivel de principios (Kohlberg y Gilligan, 1971). De hecho, pocas personas alcanzan este
estado del desarrollo moral antes de la primera etapa adulta. En el Capítulo 11 vimos que el razonamiento premoral de la
escala de Kohlberg decrece tras cumplir los 10 años y que los adolescentes tienden a razonar a nivel convencional
(Colby et al., 1983). A lo largo de la adolescencia, los muchachos de este estudio original tendieron paulatinamente a
definir las acciones morales en términos de evitar rupturas en el sistema social y eran menos proclives a justificar actos
que les hicieran aparentar ser buenas personas ante sus propios ojos o los de los demás.

Algunos investigadores, como vimos en el Capítulo 2, creen que las principales teorías del razonamiento moral
favorecen a las mujeres (Gilligan, 1982). Las que definen el desarrollo moral en términos de aceptación de la justicia
como principio absoluto y los problemas morales como derechos en conflicto pueden favorecer la socialización tradicional
masculina. Por otra parte, las chicas son socializadas tradicionalmente para enfocarse a ayudar a los demás y ver los
problemas morales en términos de responsabilidades en conflicto. Sin embargo, los estudios han encontrado pocas
diferencias entre sexos en las interpretaciones que hacen los adolescentes de los problemas morales. Entre los de
primero de BUP, por ejemplo, ambos sexos tenían en cuenta las relaciones interpersonales, así como la justicia, al decidir
sobre situaciones que suponían mentir, robar y romper las reglas (Smetana, Killen y Turiel, 1991). Sus justificaciones
dependían de la situación y no había diferencia de géneros a la hora de reconocer los conflictos entre la justicia y las
relaciones interpersonales. Del mismo modo, en otro estudio, las jóvenes de secundaria consideraban sin hacer
distinciones tanto la moralidad de la justicia como la del afecto cuando hablaban de sus propios conflictos morales
(Lyons, 1990).

Comprensión del mundo del trabajo y el empleo


Los adolescentes necesitan desarrollar otro aspecto de la cognición social para poder seguir carreras con éxito
como adultos: la comprensión del mundo laboral. En el Capítulo 13 vimos que la mayor parte de los adolescentes
americanos poseen algún tipo de experiencia laboral formal, pero ésta suele ser en trabajos no cualificados y mal

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pagados, que a menudo nada tienen que ver con sus futuras obligaciones. ¿Les proporciona esta experiencia el
conocimiento y comprensión del mundo laboral que necesitan, o ese entendimiento depende del razonamiento formal?

Los estudios indican que la conciencia y comprensión de los jóvenes sobre los detalles del mundo laboral de los
adultos aumentan gradualmente entre los 12 y 18 años, pero es la expansión de la experiencia social más que el
razonamiento lógico la que parece ser responsable de tal desarrollo (Santili y Furth, 1987). La percepción de las
cualidades requeridas para tener empleos con éxito cambiaron de la forma esperada, los de 12 años se centraban en las
habilidades profesionales (experiencia laboral, formación) y los de 18 en los rasgos personales (cooperador, digno de
confianza y amistoso). Los adolescentes más jóvenes tendían a dar explicaciones únicas, globales y a veces inocentes,
que indicaban que tenían un conocimiento general de una habilidad o rasgo específico, pero no comprendían la relación
entre esa habilidad o rasgo y el rendimiento laboral. Por ejemplo, preguntamos a un muchacho de 15 años por qué creía
que la responsabilidad era importante y respondió que los trabajadores debían ser responsables en su trabajo. Los
adolescentes más mayores tendían a ser más específicos y a dar múltiples explicaciones, como el joven de 17 años que
dijo que tener confianza en uno mismo era importante, «porque si una persona no cree en sí misma o en sus habilidades,
no puede trabajar bien, no se preocupa por su trabajo» (Santili y Furth, 1987, pág. 38). Este aumento de respuestas
avanzadas relacionadas con la edad tenía lugar tanto si los adolescentes mostraban habilidad en razonamiento lógico
como si no.

Cuando se les preguntó sobre las causas generales del desempleo, la mayoría (66 por 100) se centró en los
problemas económicos globales, como la inflación, la competencia extranjera o el aumento de la tecnología, en vez de en
causas individuales, como la pereza o la falta de estudios o formación (que sólo mencionó el 19 por 100). Un 15 por 100
dio respuestas combinadas que ponían el mismo énfasis en la sociedad y en el individuo. No había diferencia de edades
en las descripciones del desempleo, pero una vez más las explicaciones de los más jóvenes mostraban una cierta
concienciación, sin llegar a la comprensión de los más adultos. Una respuesta típica de un joven de 15 años era que el
desempleo tiene lugar «porque no hay trabajos», mientras que uno de 17 dijo «los avances tecnológicos (ya no)
proporcionan trabajo. (La gente) no está bastante preparada para los trabajos» (Santili y Furth, 1987, pág. 42). Las
explicaciones sobre los efectos del desempleo tenían una misma tendencia, de un conocimiento global sobre los efectos
que produce, a una comprensión sobre cómo esa situación cambia las condiciones materiales y las conductas de las
personas. Sin embargo, esta vez el razonamiento lógico estaba relacionado con la comprensión. Los que carecían de
este tipo de razonamiento tenían poco entendimiento, independientemente de su edad. Pero el razonamiento lógico sin la
experiencia no servía de mucho; los de 12 años que razonaban con lógica eran incapaces de explicar sus respuestas.
Aparentemente, el razonamiento lógico es necesario, pero no basta para el desarrollo de la comprensión.

LA INTELIGENCIA PRÁCTICA

Otro modo de observar el cambio cognitivo en la adolescencia es a través de un examen de inteligencia


práctica, que es la actividad mental que se encarga de resolver los problemas de la vida diaria. La inteligencia práctica
se relaciona con el aspecto contextual de la inteligencia triárquica (INVESTIGAR) o los aspectos sociales y prácticos de
la misma. Ésta aparece en las interacciones diarias de la persona y supone adaptarse al entorno, a fin de que encaje con
las necesidades personales o bien buscar otro que cumpla mejor esa función (Sternberg, 1985). La inteligencia práctica
es bastante diferente de la académica que se mide en los tests de CI, que se centra en la capacidad para manipular los
hechos que han sido separados de su contexto.

La inteligencia práctica proviene de la experiencia en actividades socialmente estructuradas, en las que los niños
desarrollan estrategias para cumplir con las exigencias de la sociedad y asumir estos procesos y prácticas. Por tanto, el
desarrollo de este tipo de inteligencia está guiado por las oportunidades que ofrece una cultura para aprender y practicar
diversas habilidades (Rogoff, Gauvain y Ellis, 1984). La actividad socialmente estructurada fomenta la adquisición de
nuevas habilidades y conocimientos, que son posteriormente transformadas por una actividad práctica (Rizzo y Corsaro,
1988; Vygotsky, 1978). Nuestra discusión anterior sobre cognición social examinaba algunas facetas de la inteligencia
práctica. En esta sección exploramos algunos aspectos más: la capacidad del adolescente para resolver problemas
comunes, hacer planes para el futuro y tomar decisiones.

Resolver problemas comunes


Los adolescentes encuentran en sus vidas diarias una gran variedad de problemas. Estos problemas incluyen
negociar los cambios en las normas de casa, cuidar a los animales domésticos, tener compañía inesperada, hacer
nuevos amigos, resolver conflictos con los amigos, adaptarse a una escuela nueva y tener los deberes hechos a tiempo.
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Los que tienen una gran inteligencia práctica tienden a desarrollar una serie de estrategias efectivas que aplican a esos
problemas. Son buenos generando soluciones, considerando las consecuencias inmediatas y a largo plazo de las
distintas soluciones, prediciendo los obstáculos con los que se van a encontrar y planificando una serie de acciones que
les capacitará para llevar a cabo la acción (Spivack y Shure, 1982). Si no tienen suficiente información, buscarán más
antes de decidir lo que van a hacer. ¿Qué fomenta el desarrollo de estas habilidades para resolver problemas?

El conocimiento de las estrategias para resolver problemas aumenta a lo largo de la niñez y la adolescencia,
pero los estudios indican que las experiencias con situaciones problemáticas no pueden considerarse para explicar ese
aumento. No existe relación entre la frecuencia con la que los jóvenes se encuentran con distintos problemas y su
conocimiento de las estrategias apropiadas para tratar con ellos (Berg, 1989). Es posible que los adolescentes que son
buenos resolviendo problemas aprendan rápidamente de sus experiencias a evitar meterse en líos. Este tipo de
conocimiento nada tiene que ver con las notas académicas, lo que indica que la inteligencia práctica consiste en
habilidades distintas de las requeridas para los tests de rendimiento.

Las estrategias que usan los adolescentes para afrontar los problemas de la vida empiezan a desarrollarse en la
etapa preescolar. Entre los de clase media, su habilidad para retrasar la gratificación cuando tenían 4 años estaba
relacionada con la de afrontar la frustración y el estrés a los 14 (Shoda, Mischel y Peake, 1990). Los preescolares que
resistían con éxito la tentación de los deliciosos dulces que se les estaba mostrando (cogiendo un solo dulce cuando se
les decía, para poder conseguir dos posteriormente) se convirtieron en adolescentes con gran capacidad de control y un
buen afrontamiento de las situaciones frustrantes. Diez años más tarde de haber sabido resistir la tentación, estos
jóvenes eran calificados por sus padres como atentos, inteligentes, capaces de concentrarse, de resistir la tentación y
esperar por las cosas que desean, con pocas probabilidades de que se desmoronen en situaciones de presión o pierdan
el control cuando se sienten frustrados y con facilidad para ser previsores. Los preescolares que no habían podido
aguantar la tentación de los dulces se convirtieron en adolescentes cuyos padres les daban una calificación mucho más
baja en todas estas facetas.

Aunque la capacidad para hacer frente a la frustración y el estrés no forma parte de la inteligencia académica, el
autocontrol que requiere el retrasar la gratificación puede aumentar la habilidad de los adolescentes de aplicarse en
clase. Entre estos mismos jóvenes, la capacidad de retrasar la gratificación cuando eran preescolares estaba
correlacionada en 0,42 con sus puntuaciones orales en el Test de Aptitud Escolar (SAT) y 0,57 en las puntuaciones
cuantitativas (Shoda, Mischel y Peake, 1990).

Puede que el autocontrol ante la tentación facilite a los niños el convertirse en buenos estudiantes, con una gran
motivación, con capacidad para aprender y para adaptarse a las situaciones (véase Capítulo 12).,, Su autocontrol puede
fomentar el desarrollo de una gama de estrategias que ayuden a controlar su atención, reducir la angustia y emoción y
procesar la información correctamente (París y Newman, 1990). Han desarrollado tácticas específicas y generales para
hacer deducciones y dirigir su propia comprensión. Puede que hayan aprendido a apartarse del ruido excesivo, a
tomarse algunos minutos de descanso cuando estudian, a controlar sus emociones a través de un diálogo interno
positivo (por ejemplo, diciéndose a sí mismos «ahora no puedo preocuparme de esto») y a controlar su entorno, quizá
marchándose a otra habitación cuando en el lugar que se encuentran haya demasido ruido o personas que alborotan e
impidan el estudio.

Planificar el futuro
Planificar un futuro que a veces resulta incierto es una de las mayores preocupaciones de los adolescentes y es
imperioso a medida que se aproxima el momento de terminar los estudios del instituto. Nuket Curran, de 17 años, espera
seguir la carrera de artista, pero sus planes aún han de tomar una forma definida:

El futuro todavía está algo dudoso. Aún me queda un año de instituto. Voy a tomármelo con calma. No tengo ninguna prisa.
Es decir, claro que me encantaría terminar, ir a la universidad y ser independiente. Pero el hecho es que tengo un miedo de
muerte. ¿Qué pasará si no me va bien en la universidad?... También me gustaría tener éxito, conseguir un buen trabajo, hacer
mi discurso de graduación. La meta es tratar de hacerlo todo (Kotre y Hall, 1990, pág. 182).

En todas las culturas que he estudiado, las metas e intereses de los adolescentes se centran en el futuro: sus
estudios, profesiones, la familia y los aspectos materiales de su vida (Nurmi, 1991). La mayoría de los adolescentes
consideran conscientemente estas metas y esperan alcanzarlas hacia finales de su adolescencia o a principio de los 20
años. El enfoque de un joven es el mismo, tanto si tiene 13 o 17 años, los más jóvenes piensan más en el futuro que los
más mayores. En Finlandia, por ejemplo, los jóvenes esperan completar su formación a los 18 años, a los 22 conseguir
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sus metas profesionales y a los 25 tener familia y propiedades (Nurmi, 1989). Casi ninguno piensa en fines remotos que
no pueden alcanzarse hasta después de los 30 años.

El interés en el futuro aumenta con la edad, así como el conocimiento de las posibilidades, por lo que los planes
de los adolescentes más adultos son más realistas. Éstos también se preocupan acerca de las oportunidades
profesionales y saben más sobre las distintas carreras. Aunque los que son más inteligentes planifiquen mejor que los
demás (Osipow, 1983), parece haber muy poca relación entre el nivel de las habilidades cognitivas del adolescente y sus
planes para el futuro (Nurmi, 1991). En vez de ello, el interés en el mañana parece estar relacionado con las
oportunidades de planificar que presentan los acontecimientos de la vida, como ir al instituto, graduarse, enamorarse y
trabajar.

El nivel socioeconómico afecta los planes para el futuro, los jóvenes de clase obrera se centran en metas
ocupacionales y los de clase media en los estudios, la carrera y actividades de ocio. Los planes de los jóvenes de clase
media también suelen ser más detallados y consideran más el futuro (Nurmi, 1991). Esta diferencia no es sorprendente,
puesto que los planes de los adolescentes de clase media generalmente incluyen la universidad y una entrada más
tardía en el mundo laboral.

A medida que los jóvenes atraviesan la adolescencia, los planes de los muchachos para el futuro son más
optimistas, pero a las chicas les sucede lo contrario. Esta diferencia puede ser debida al conflicto que experimentan a
causa de las presiones familiares para que tengan un alto rendimiento académico y profesional (Nurmi, 1991). El género
y la cultura interactúan de modo que afectan la visión de futuro del adolescente de varias formas. Cuanto más urbanizada
está una sociedad, menor es la diferencia entre géneros respecto a la importancia de un puesto de trabajo y los miedos y
esperanzas que conlleva. Por tanto, las diferencias de género son relativamente grandes entre los adolescentes de la
India y Suazilandia, pero las diferencias entre los americanos, austríacos, ingleses, finlandeses, franceses, alemanes y
escoceses son ínfimas o inexistentes (Bentley, 1983; Cartron-Guerin y Levy, 1982; Gillies, Elmwood y Hawtin, 1985;
Soltanaus, 1987; Sundberg, Poole y Tyler, 1983; Trommsdorff et al., 1978).

Aunque no hay diferencias de género en el reconocimiento de los adolescentes sobre la importancia de una
profesión en la vida, las chicas en las culturas occidentales tienden a centrarse en la importancia de la familia y en
contribuir a la sociedad, mientras que los chicos se centran en la riqueza, el status y en «fanfarronear». Por lo que no es
de extrañar que las chicas tengan una visión más estructurada de la futura familia, mientras que ellos lo tienen de los
aspectos materiales de la vida. La cultura afecta a ambos sexos en el grado en que éstos toman decisiones sobre el
futuro por cuenta propia.

En las sociedades occidentales son los propios adolescentes los que planifican sus vidas, pero en las tradicionales toda
la familia participa en esos planes (Nurmi, 1991).

Tomar decisiones
Los adolescentes, a fin de poner en práctica sus planes para el futuro, han de tomar decisiones que les permitan
conseguir metas. Las consecuencias de muchas de las decisiones tomadas antes de la primera etapa adulta duran el
resto de la vida: tanto si es dejar la escuela, ir a la universidad, tener relaciones sexuales, tomar drogas, irse de casa,
etc. Tomar decisiones requiere las mismas habilidades que se necesitan para resolver problemas: han de generar
opciones, considerar las consecuencias, prever los obstáculos y planificar cómo ejecutar su decisión.

No obstante, la capacidad para tomar decisiones competentes sobre el futuro requiere algo más que saber
resolver los problemas con creatividad (Mann, Harmoni y Power, 1989). Primero, los adolescentes han de querer tomar la
decisión; a menos que crean que tienen algún grado de control sobre sus vidas, tienden a aparcar los temas. Si creen
que no tienen poder para tomar decisiones o que éstas han de tomarlas los adultos, sus vidas serán controladas por los
demás. Segundo, han de estar preparados para adquirir compromisos. Sus ideales puede que no siempre sean
alcanzables y necesitan tener la habilidad para comprender otro punto de vista y negociar un tipo de acción que sea
aceptable para ambas partes. Tercero, han de procesar la información respecto a la decisión de una manera lógica y
competente, de modo que ésta sea lo más correcta posible. Cuarto, necesitan saber valorar la credibilidad de sus
diversas fuentes de información, a fin de detectar los intereses de quienes ofrecen consejo. Quinto, han de establecer
algún tipo de patrón consistente en sus decisiones, de modo que las más importantes no estén sujetas a cambios de
estado de ánimo, entusiasmo o presiones sociales. Por último, han de seguir hasta el final. La decisión de convertirse en

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biólogo/a molecular significa poco si el adolescente no sigue los pasos matriculándose en el instituto apropiado para
ciencias y matemáticas.

Las habilidades para tomar decisiones aumentan rápidamente en la primera adolescencia, y muchas de ellas
muestran un patrón de desarrollo similar al del razonamiento lógico en la cognición académica y social (D. Keating, en
imprenta). Aunque los niños de 12 y 13 años toman decisiones mejor que los otros más pequeños, todavía no son muy
hábiles. Suelen ser conformistas y a confiar en la intuición más que en las estrategias racionales. Usan las estrategias de
forma inflexible y toman decisiones sin considerar los riesgos y beneficios de sus elecciones. Parecen incapaces de
reconocer los posibles intereses creados y a menudo fracasan en llevar a término sus decisiones. A los 15 años la
mayoría de los adolescentes han mejorado notablemente y en algunos aspectos de la toma de decisiones son casi tan
capaces como los adultos. Por ejemplo, utilizan las estrategias racionales con flexibilidad. No obstante, a esa edad aún
les queda un largo camino por recorrer. Tienden a ser conformistas, y aunque empiezan a considerar los riesgos y
consecuencias, son menos competentes que otros adolescentes más mayores. Es fácil que no reconozcan los intereses
creados, y al igual que otros más jóvenes, a menudo fracasan en acabar lo que han empezado (Mann, Harmoni y Power,
1989).

Algunos derechos legales, como la elección en las disputas de custodia y permisos para intervenciones
quirúrgicas, se han extendido a los menores a lo largo de esta última década. También ha aumentado el reconocimiento
de la naturaleza crítica de algunas decisiones tomadas por los adolescentes, como el tomar drogas, dejar los estudios o
tener relaciones sexuales. Los estudios suelen indicar que los adolescentes jóvenes son más capaces de lo que indica
su actuación y que si recibieran la formación adecuada podrían tomar decisiones con mayor competencia (Mann et al.,
1988). Como resultado, los investigadores han diseñado cursos para enseñar a los jóvenes la teoría y principios de tomar
decisiones importantes (véase el recuadro «Enseñar a los adolescentes a tomar decisiones correctas»).

Pocos institutos ofrecen cursos para saber tomar decisiones y algunos tribunales asumen que los adolescentes
no son capaces de emitir juicios profundos respecto a las decisiones, incluyendo la necesidad de tratamiento médico o
cuidados hospitalarios (Parham v. J. R., 1979). A pesar de esta opinión, varios estados han dictado leyes que permiten a
los adolescentes decidir en asuntos como la anticoncepción, el aborto, tratamiento psicológico y hospitalización por
enfermedad mental. Parece probable que si los adolescentes han alcanzado el pensamiento lógico, han de ser capaces
de tomar decisiones correctas en asuntos en los que no se requiere una larga experiencia.

Cuando Lois Weithorn y Susan Campbell (1982) trazaron el desarrollo de la toma de decisiones desde los 9 años
hasta la etapa adulta, descubrieron que a los 14 los adolescentes tomaban decisiones casi idénticas a los adultos
respecto a cuidados médicos o tratamientos psiquiátricos. Los dilemas de muestra describían tratamientos alternativos
para dos problemas médicos (la epilepsia y la diabetes) y dos de orden psicológico (la depresión y el orinarse en la
cama). Todos los niños eran de clase media y con altos coeficientes. Los investigadores describieron en cada caso el
problema, los tratamientos alternativos, los beneficios que se esperaban y los riesgos de cada uno, y las consecuencias
posibles si no se daba el tratamiento. Tras describir los casos, hicieron preguntas a los jóvenes para asegurarse de que
los habían entendido, preguntándoles cosas como (para la diabetes) « ¿qué pasa si una persona que toma insulina deja
de darse una inyección?», y (para la epilepsia) «¿cuáles son las desventajas (para los de 9 años «cosas malas») del
fenobarbital?» Otras preguntas servían para que demostraran que podían apreciar las consecuencias. Con la epilepsia,
por ejemplo, la pregunta era «¿qué pasaría si a Fred/Fran le da un ataque cuando está en clase?» (pág. 1593). Incluso
hasta los de 9 años parecían comprender los problemas y expresar preferencias claras y sensatas respecto a
tratamientos particulares. Sin embargo, los de 9 años no supieron considerar todos los factores importantes,
especialmente las desventajas de los distintos tratamientos, y dieron pocas razones para apoyar sus decisiones. La
competencia de los de 14 era similar a la de los adultos en cuatro criterios que forman parte de los tests legales de
competencia: expresión de preferencia; selección de una opción razonable; razones racionales o lógicas de su elección;
y una comprensión de los riesgos, beneficios y tratamientos alternativos.

Sin embargo, la competencia y la acción a menudo están muy separados, tal como vimos en el Capítulo 11. Los
adolescentes que dan muestras de una competencia similar a la de los adultos para razonar sobre decisiones críticas
pueden sentir que les falta el poder para tomarlas. Debido a que el rol de los adolescentes en la familia y la sociedad está
restringido, muchos jóvenes sienten que las decisiones importantes no son responsabibdad suya (C. Lewis, 1987). Tal
como hemos visto, un aspecto de tomar decisiones correctas es la predisposición y el sentimiento de que se tiene poder
para hacerlo. Además, cuando los jóvenes se enfrentan a decisiones críticas, el estrés debido al factor tiempo o de las
relaciones emocionales puede levarles a confiar en el impulso y las respuestas automáticas, en vez de en los poderes
cognitivos recientemente desarrollados (D. Keating, en imprenta).
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¿QUÉ PROVOCA LOS CAMBIOS EN EL RAZONAMIENTO DEL ADOLESCENTE Y EN SU FORMA DE
SOLVENTAR SUS PROBLEMAS?

En la adolescencia se razona con más lógica y resuelven los problemas con mayor eficiencia que en la niñez. La
forma de pensar mejora de forma tan radical que algunos teóricos lo consideran diferencias tanto en clase como en
contenido. Los tremendos cambios psicológicos que conlleva la pubertad nos tientan a pensar que el auge del
razonamiento m la adolescencia y la capacidad para resolver problemas son resultado de algún cambio biológico. ¿Se
debe a los períodos de crecimiento y desarrollo del cerebro? ¿A los cambios hormonales? ¿A la acumulación de
experiencia a nivel social y educativo? Todos estos factores pueden jugar un papel importante en el cambio.

Crecimiento y desarrollo del cerebro


Hace casi veinte años un psicólogo del desarrollo propuso que los adelantos en el pensamiento del adolescente
eran causados por las rachas en el crecimiento del cerebro, una de ellas teniendo lugar entre los 10 y 11 años y la
segunda entre los 14 y 15 (Epstein, 1974). Defendía que el tamaño de la cabeza del niño aumentaba en estas épocas, al
igual que a los 3 años y luego a los 6 y los 7. Puesto que el tamaño de la cabeza y la masa cerebral estaban muy
correlacionadas, conjeturó que los avances en el pensamiento que caracterizaban las etapas de la teoría de Piaget del
desarrollo intelectual tenían una base psicológica. No obstante, un análisis subsiguiente indicó que los datos originales
sobre la circunferencia de la cabeza no encajaban en esta teoría (Marzo, 1985) y otros investigadores no han podido
establecer ningún otro vínculo semejante.

En vez de observar el crecimiento global del cerebro, otros investigadores se centraron en la actividad eléctrica
de los hemisferios cerebrales (Thatcher, Walker, Giudice, 1987). Tras corregir el tamaño de la cabeza y los CI,
encontraron continuos cambios en el poder y la coherencia de las ondas cerebrales, que progresaban a distinta velocidad
en cada uno de los hemisferios, lo que relacionaron con conexiones entre las neuronas. También hallaron aumentos
súbitos en el índice de crecimiento: desde el nacimiento hasta los 3 años, entre los 4 y los 6 años y entre los 8 y los 10.
En la primera etapa de la adolescencia (11 a 13 años) y en la mitad (16 años) descubrieron una evidente consistencia de
períodos de crecimiento débiles, aunque no siempre signifcativos. No obstante, como vimos en el Capítulo 5, cualquier
relación entre el crecimiento del cerebro y la cognición es probable que actúe en la dirección opuesta: la experiencia
estimula el desarrollo de nuevas conexiones entre las neuronas (Greenough, Black y Wallace, 1987). Puesto que los
adolescentes están continuamente aprendiendo cosas nuevas y teniendo nuevas experiencias, deberíamos esperar
aumentos en las conexiones neuronales. Tales aumentos no indican necesariamente una reestructuración en el cerebro.

Cambios hormonales en la pubertad


Otros psicólogos del desarrollo, en vez de centrarse sólo en los cambios del cerebro, sugirieron que la hormona
mediadora del crecimiento en la pubertad podía ser responsable de los adelantos cognitivos. Si esto fuera cierto, los que
maduran temprano tendrían una ventaja cognitiva durante los primeros años de la adolescencia (Tanner, 1962). Las
revisiones de las investigaciones indican que los que maduran pronto tienen efectivamente una pequeña ventaja
cognitiva, pero no existe un repentino aumento en la pubertad. La ventaja, en la forma de un rendimiento académico y
puntuaciones de CI algo mayores, se encuentra presente tanto en la niñez como en la adolescencia y continúa hasta
finales de la misma y principios de la etapa adulta (Newcombe y Baenninger, 1989). El “efecto de la pubertad” en los CI
puede tener una base social que refleje la respuesta de los padres, profesores y compañeros al aspecto físico de los
niños que han madurado pronto, puesto que es probable que sean más altos y pesen más que los demás antes de la
pubertad. Puesto que parecen más mayores, es posible que también les traten de ese modo, por lo que están expuestos
a una conversación más sofisticada, a juegos y juguetes más avanzados y a demandas para comportarse de una forma
más madura.

Deborah Waber (1977) realizó otro intento de conectar la cognición con la pubertad, propuso que el efecto de las
células sexuales en el cerebro en el momento de la pubertad explicaba la superioridad de los varones en general en
tareas espaciales. En el Capítulo 9 vimos que los chicos solían tener una habilidad superior en matemáticas y en tareas
espaciales y las chicas eran superiores en las habilidades orales. Waber creía que el aumento de las hormonas en la
pubertad detenía el proceso de la lateralización del cerebro (véase Capítulo 5), lo que daba una menor especialización
de las habilidades en los hemisferios cerebrales. Los muchachos solían alcanzar la madurez sexual más tarde que las
chicas, y Waber sugirió que estos dos años de retraso eran los responsables de esa superioridad espacial. Descubrió
que los que maduraban más tarde en ambos sexos eran mejores en las tareas espaciales que los que habían madurado
temprano. Sin embargo, estudios posteriores indicaban que las diferencias de género en este tipo de habilidades se
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encontraban ya antes de la pubertad, y que a pesar de que en algunos estudios los que maduraban tarde aventajaban a
los demás, los primeros no daban muestras de mayor lateralización (Linn y Petersen, 1985). Además, como se mencionó
en el Capítulo 5, la mayoría de las investigaciones indican que los hemisferios ya están especializados en el nacimiento
debido a distintos tipos de procesamiento (Witelson, 1987).

Las diferencias de género en las habilidades espaciales son relativamente pequeñas, pero aparecen
consistentemente, aunque algunas chicas lo hacen mejor que los chicos corrientes y algunos muchachos lo hacen peor
que las muchachas normales. Las diferencias son más pronunciadas en la habilidad para hacer girar mentalmente un
objeto en el espacio, con muchas menos en la percepción espacial (determinar las relaciones espaciales en relación con
el propio cuerpo) y con diferencias mínimas en la visualización (determinando el efecto en las formas de una serie de
manipulaciones) (Linn y Petersen, 1985). Los investigadores todavía no han podido determinar la razón de estas
diferencias; algunos piensan en la influencia de hormonas prenatales, otros sugieren un gen espacial recesivo en el
cromosoma X y otros apuntan hacia una propensión de las chicas a seleccionar y usar con menor eficacia las estrategias
para solucionar las tareas espaciales (Linn y Petersen, 1985; Newcombe y Baenninger, 1989). Una posibilidad es que los
chicos y los que maduran tarde empleen estrategias no verbales en las tareas espaciales, mientras que las chicas y los
que maduran pronto tienden a favorecer las habilidades orales (Newcombe y Baenninger, 1989). Esta opinión está
apoyada por las investigaciones que indican que la actuación de las chicas en tareas espaciales se relacionan con las
puntuaciones de sus CI orales, mientras que las de los chicos no muestran ninguna relación (Ozer, 1987). O quizá la
diferencia sea resultado de la experiencia; los chicos suelen obtener más Cl a la hora de manipular objetos que las
chicas. En el Capítulo 9 vimos que los juguetes estereotipados de un sexo tienden a fomentar las habilidades
matemáticas y espaciales en los niños. En un estudio con adolescentes, las chicas que maduraban tarde poseían
habilidades espaciales superiores, pero también tendían a las actividades típicas masculinas, como construir trenes,
aeromodelismo y los go-carts; hacían dibujo mecánico y carpintería; y utilizaban el compás (Newcombe y Bandura,
1983).

Aunque también existen las diferencias de género en las habilidades matemáticas (chicos normales y chicas
sobresalientes) y las orales (chicas normales y chicos sobresalientes), los investigadores no han encontrado ninguna
evidencia convincente de que las hormonas o la lateralización del cerebro sean la causa.

Experiencias sociales y educacionales


Puesto que ni el crecimiento del cerebro ni las hormonas puberales pueden explicar del todo los adelantos de los
adolescentes a la hora de razonar y resolver problemas, quizá las experiencias sociales y educativas sean la causa. Los
adolescentes aprenden más cada año sobre el mundo físico y social. A medida que su almacén de conocimiento sobre el
mundo va creciendo, les resulta más fácil relacionar la información nueva con la antigua y la experiencia les proporciona
la habilidad para procesarla. Pueden reconocer la información, extraerla de la memoria y compararla con otras con mayor
rapidez que los niños más jóvenes y menos experimentados. Los procesos que son laboriosos para los niños más
jóvenes se vuelven automáticos en los adolescentes.

Puesto que éstos no han de dedicar tanta energía a los procesamientos básicos, son capaces de retener en la
mente de una sola vez varias ideas complejas. Esta destreza promueve el pensamiento lógico, puesto que permite
comparar las hipótesis con la evidencia, especialmente en situaciones donde están familiarizados con el contenido de la
hipótesis o con la tarea que se está desarrollando (D. Keating, en imprenta). Puesto que el conocimiento y procesamiento
de habilidades se desarrolla lentamente, la destreza en el razonamiento lógico mejora gradualmente a lo largo de la
adolescencia.

La educación juega un papel muy importante en este desarrollo. Tal como ya hemos visto, la educación formal
puede resultar necesaria para el desarrollo del pensamiento formal. La habilidad para razonar y resolver problemas
puede depender del desarrollo y la maestría en un campo en particular y sin práctica pueden perderse. Los adultos que
nunca han ido a la universidad razonan con mayor lógica que los alumnos de sexto, pero en algunas áreas no superan a
los de primero de BUP (Kuhn, Amsel y O'Loughlin, 1988). Aparentemente, una vez que los adultos han abandonado la
escuela, donde se exige el razonamiento lógico, esta capacidad disminuye.

ESCOLARIZACIÓN

Si la educación formal juega un papel tan importante en desarrollar y mantener el pensamiento lógico, podemos
comprender porqué los psicólogos del desarrollo se han interesado más en la escolaridad en el transcurso de estos
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últimos años. A lo largo de la historia, la cultura y la clase social han determinado si los adolescentes tendrán la
oportunidad de seguir en la escuela, si eligen cursos de ciencias y matemáticas, si van a escoger carreras que les
conduzcan al pensamiento crítico. Entre los adolescentes de hoy en día en las sociedades tecnológicas, la escuela
probablemente sea tan importante en sus vidas como la profesión lo es para los adultos.

Transición y adaptación a la escuela


La transición de la escuela de enseñanza básica a la secundaria es un acontecimiento capital de la primera
etapa de la adolescencia. Acostumbrados a pasar el día con un solo profesor en una sola clase, de pronto se encuentran
yendo de una aula a otra y tratando con un profesor distinto para cada asignatura. El alumno veterano, de los cursos más
avanzados de la escuela de básica, se convierte en un novato al que los otros compañeros miran por encima del hombro.
Candy Reed recuerda su primer día de instituto:

Algunos alumnos de cursos más avanzados nos ponían apodos. «¡Oh ; mira a los pequeños de séptimo, esos pequeños
imbéciles que atraviesan la entrada.» Era duro que te llamaran «los de séptimo» (Kotre y Hall, 1990, pág. 141).

Junto a este desconcertante cambio se encuentra la aparición de la presión competitiva de la adolescencia.


Ahora la popularidad social es importante. Aunque el cambio académico más fuerte es cuando se empieza a ir al
instituto, a finales de la enseñanza secundaria también puede sentirse. Los jóvenes se dividen entre sí (o en la escuela)
en grupos de los que van a ir a la universidad y los que no van a ir. Cada año que pasa, los alumnos de los distintos
grupos se van distanciando más. La respuesta típica a estos cambios es un bajón temporal en la autoestima en la
primera parte del séptimo curso, seguido de una recuperación en la segunda parte del año escolar (Wigfield et al., 1991).

A algunos adolescentes les sienta muy bien este nuevo entorno. Se convierten en estrellas del atletismo o en el
campo académico o son muy populares con sus compañeros. Otros pueden responder a estos cambios alejándose de la
competición. Se ven incapaces de adaptarse a los requerimientos cambiantes y a las nuevas exigencias académicas. Si
fracasan se desaniman, y ello les conduce a mayores fracasos. Algunos de los que con grandes problemas han
conseguido salir adelante en la secundaria, puede que hayan desarrollado la desesperanza aprendida. Un adolescente
que ha sido despedido del equipo de baloncesto a pesar de muchas horas de entrenamiento o que suspende en álgebra
aunque estudie duro, puede sentir que sus esfuerzos son inútiles y abandonar.

La naturaleza de la transición afecta la reacción de los adolescentes respecto a la escuela, siendo la transición a
la tradicional escuela de enseñanza secundaria, especialmente en un entorno urbano, la que tiene un impacto más fuerte
en la autoestima, las actitudes y notas, que el paso de octavo al instituto (en una escuela K-8)* (Eccles et al., 1993).
Cuantos más cambios se encuentra un alumno, menos probabilidades hay de que tenga un buen rendimiento en la
escuela. En un estudio longitudinal entre alumnos de sexto y octavo se vio que las notas de la mayoría solían descender
en la enseñanza secundaria, quizá debido a los cambios en el contenido académico o porque el nivel de puntuación era
más alto (Crockett et al., 1989; Schulenberg, Asp y Petersen, 1984). Sin embargo, el descenso era más agudo entre los
que pasaban a una escuela de enseñanza secundaria superior (de 12 a 14 años) y luego volvían de nuevo a la escuela
secundaria para hacer séptimo. La doble transición puede haber intensificado la dificultad de su adaptación.

Los investigadores de este estudio preguntaron a los alumnos de escuelas secundarias si preferían ser estrellas
del deporte, un alumno de matrícula o el más popular de la clase. La mayoría respondió «un alumno de matrícula»,
aunque en octavo las chicas empezaban a ver la popularidad como más importante que el rendimiento académico. Casi
tantas chicas como chicos dijeron que les gustaría ser estrellas del deporte, pero en ambos sexos el esplendor de la vida
atlética disminuía entre sexto y octavo curso. Sin embargo, la gran parte de los estudiantes prefirieron el atletismo a la
música o los estudios acerca del gobierno de la nación como actividad extracurricular-opcional.

Motivación para alcanzar metas


Cuando los adolescentes entran en la escuela secundaria, su motivación sufre un descenso, se debilita, y
tienden a no estar seguros de las razones de sus éxitos o fracasos. En los dos años siguientes, sus actitudes respecto a
las asignaturas que estudian y la escuela en sí van decreciendo paulatinamente (Eccles et al., 1993). Cada vez son más
los adolescentes que cuando se les pregunta que por qué van a la escuela responden «porque tengo que ir». Para
muchos de ellos los temas académicos pueden ser menos importantes, ya que están más preocupados por el asunto de
la independencia, intimidad o identidad (Elmen, 1991). No obstante, éste es un momento en el que las consecuencias del
rendimiento académico pueden afectar las decisiones críticas respecto al futuro del adolescente.

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Su motivación para alcanzar metas se ve afectada por el valor que dan a lo que aprenden en la escuela y a sus
propias expectativas de éxito en clase (Feather, 1988). Entre los alumnos de séptimo de una escuela secundaria de una
pequeña ciudad, las expectativas de éxito predecían mejor las notas de matemáticas y lengua que el valor que otorgaban
a la escolarización (Berndt y Miller, 1990). No obstante, las expectativas y los valores estaban relacionados, indicando
que los alumnos que confiaban en su éxito académico estaban más interesados en la escuela y la valoraban más. El
inconveniente es que los investigadores no están seguros de si los alumnos que no esperan tener mucho éxito en la
escuela, la desvalorizan, o si la influencia va en dirección contraria; quizás aquellos que creen que ésta no es importante
no se esfuerzan mucho y por tanto sus expectativas son bajas. Entre chicos y chicas no había diferencia en su visión de
su propia competencia académica o su tendencia a atribuir el éxito en clase a la habilidad, pero las mujeres estaban más
involucradas en la escuela y valoraban más lo que hacían que los varones.

Cuando los adolescentes hacen la transición a la escuela secundaria, la visión de su competencia académica en
general no varía, pero en temas específicos tiende a disminuir. Algunos investigadores creen que el abandono de los
estudios se debe a cambios regresivos del desarrollo en el entorno educativo (Eccles y Midgley, 1990). Muchos
estudiantes encuentran en sus nuevas escuelas: 1) una atmósfera competitiva que exhorta a la comparación social y la
evaluación de las habilidades en una etapa en la que los adolescentes todavía están centrados en sí mismos; 2) menor
autonomía del alumno y mayor control del profesor, en un momento en el que sienten que necesitan más autonomía, y 3)
una interrupción de sus redes sociales, cuando están especialmente preocupados con las relaciones con los
compañeros. Además, aunque los profesores sean más estrictos a la hora de puntuar, en el trabajo en clase
(especialmente en matemáticas) se utiliza un nivel de habilidad cognitiva más bajo que el exigido en las clases de sexto.
Los estudios indican que la mayoría de las clases en la secundaria, el recitar de memoria, reconocer las respuestas
correctas y copiar respuestas en las hojas de trabajo, dejan de lado procesos como la comprensión, el aplicar los
principios y buscar las consecuencias. Por tanto, el entorno no ayuda a las necesidades que se están desarrollando en la
primera etapa de la adolescencia. Los estudiantes suelen responder perdiendo el interés en aprender matemáticas y
tienen menos confianza en su propia capacidad para esa asignatura y la de lengua, aunque a medida que va pasando el
tiempo muchos estudiantes recobran la seguridad en su habilidad para la gramática. También disminuye la proporción de
jóvenes que prefieren los retos al trabajo fácil.

Entre jóvenes de doce escuelas secundarias de la región central de Estados Unidos, las diferencias en sus
concepciones acerca de su propia capacidad para las matemáticas tendían a acercarse: entre los de séptimo, la
confianza en su gran capacidad descendía, mientras que la creencia en su poca habilidad aumentaba (Wigheld et al.,
1991). Esto parecía ser resultado de pasar de un grupo de clase heterogéneo, en el que los alumnos de todo tipo
aprendían juntos, al sistema de división del alumnado según el nivel académico que se realiza en los institutos. La
comparación social de los grupos cambiaba, cuando los alumnos sobresalientes ya no se encontraban destacando sobre
el resto de la clase y los menos brillantes se veían compitiendo más o menos a la misma altura.

En los dos años siguientes, las expectativas de éxito continúan siendo el medio principal para predecir las notas
en matemáticas, siendo las que hacen prever mejor los resultados que las notas del año anterior (Meece, Wigfield y
Eccles, 1990). En primero de BUP, la visión del muchacho acerca del valor de estudiar matemáticas puede empezar a
predecir las intenciones de los estudiantes de tomar cursos opcionales de esa asignatura.

Otra forma de prever las notas es el tiempo que dedican a los deberes. Aunque no existe relación entre el tiempo
que pasan haciendo el trabajo de clase y las notas, los que sacan un promedio bajo son los que menos tiempo pasan
haciendo deberes y los que lo tienen alto los que más. Los estudios que se han realizado empleando los buscapersonas
(como los descritos en el Capítulo 13) indican que el tiempo que pasan haciendo deberes desciende a partir del quinto
curso hasta primero de BUP, excepto en los alumnos sobresalientes, que son más propensos a hacer parte de su trabajo
en compañía de uno de los padres u otro miembro de la familia (Leone y Richards, 1989). Los buenos alumnos no
parecen trabajar más duro porque disfruten haciéndolo; es fácil que sean tan desdichados, perezosos y desinteresados a
la hora de hacer los deberes como los demás. Las notas también están asociadas a una dedicación a las normas de la
clase.

Expectativas y creencias de los demás


Los sentimientos de los adolescentes sobre la escuela, sus metas y los cursos se desarrollan dentro de una red
de relaciones sociales. Independientemente de sus sentimientos sobre los cursos específicos, la visión de los
adolescentes sobre el valor de la educación suele coincidir con la de sus padres. En 1990, más del 86 por 100 de los
alumnos de COU dijeron que tanto ellos como sus padres mantenían puntos de vista similares, y sólo un 16 por 100 dijo

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que eran diferentes (Bachman, 1991). Las expectativas de los padres y los demás afectan a los adolescentes cuando
han de elegir los estudios y su nivel de rendimiento. Quizá las creencias populares, pero sin fundamento, sobre la menor
capacidad de las chicas para las matemáticas y las ciencias explican porqué las muchachas suelen evitar las carreras de
ciencias.

Al cambiar a las escuelas secundarias, los adolescentes son tratados de un modo más impersonal. También les
coloca ante profesores cuya visión del alumnado es muy distinta de la de los profesores de enseñanza básica. Los
profesores de matemáticas de las escuelas secundarias son especialistas en la materia que trabajan con muchos
alumnos durante mucho menos tiempo al día. Esta diferencia, junto con la aceptación del profesor de los estereotipos
culturales, puede ser la causa de alguno de los cambios en la motivación para alcanzar metas de las que hemos hablado
antes (Eccles y Midgley, 1990). Los profesores de secundaria ponen más énfasis en controlar la clase e imponer
disciplina. También confían menos en sus alumnos. Por ejemplo, suelen creer que éstos malgastarán el tiempo si no se
les da algo para hacer y que no se puede confiar en que trabajen juntos o corrijan sus propios exámenes. También creen
que no se debería permitir a los estudiantes que contradijeran a los profesores, ya que este tipo de alumno a menudo se
comporta de ese modo para hacer quedar mal al profesor y que algunos sencillamente son problemáticos. A pesar de su
especializado currículum, los profesores de matemáticas de instituto se sienten mucho menos seguros que los de sexto
respecto a su capacidad para tratar con alumnos difíciles, ayudar a los estudiantes a que tengan un nivel alto o propiciar
un cambio en sus vidas (Eccles et al., 1993).

La respuesta inmediata de los alumnos es ver a sus profesores más desvinculados, menos afectuosos y justos
que los de sexto. También le dan menos importancia a esa asignatura que un año atrás. Pero esta desvalorización de la
asignatura no es inevitable. En las clases donde hay profesores que se sienten seguros sobre su habilidad para tratar
con los alumnos y ayudarles a alcanzar un nivel alto, los adolescentes dan más importancia a las matemáticas que el año
anterior (Eccles y Midgley, 1990).

A la par que los estudiantes empiezan a desvalorizar las matemáticas, las chicas se decepcionan más de las
escuelas. Los consejeros y profesores instan a los chicos a seguir con las matemáticas y les recalcan su importancia
para el futuro, pero desaniman a las chicas a que tomen cursos avanzados de dicha asignatura (Kavrell y Petersen,
1984). Esto es reforzado por la actitud de los padres, que suelen creer que esa materia es para los chicos.

Las creencias de los progenitores sobre las habilidades generales de los hombres y las mujeres suelen influir en
su fe sobre la capacidad de sus hijos y su probable éxito en distintas áreas, incluyendo la lengua, los deportes y las
matemáticas (Eccles, Jacobs y Harold, en imprenta). Por tanto, los padres con una visión estereotípica sobre el género
suelen creer que sus hijas tendrán notas bajas en matemáticas -o al menos que su éxito se debe a que se esfuerzan
mucho- y que sus hijos lo harán bien gracias a su capacidad. Piensan que esto es cierto incluso cuando las chicas son
tan buenas como los chicos en matemáticas o en los tests estándar. Estas convicciones paternas, que florecen cuando
sus hijos llegan a sexto, tienen un efecto directo en la opinión que éstos tendrán sobre su propia capacidad, en su interés
para llegar a dominar la asignatura, en si tendrán sentimientos positivos o negativos en cuanto a participar en actividades
que impliquen las destrezas matemáticas, y por tanto en la cantidad de tiempo y esfuerzo que dedicarán a esta
asignatura.

Las creencias de los padres pueden ayudar a explicar el porqué la angustia por las matemáticas, que es el
pánico a la asignatura y el nerviosismo o miedo a la hora de los exámenes, es mayor en las chicas que en los chicos
(Mcece, Wigfield y Eccles, 1990). Un nivel moderado de angustia por las matemáticas puede llevar a los alumnos a
esforzarse más, pero demasiado tiende a bloquear las habilidades de prestar atención y resolver problemas. Esta
angustia sólo tiene efectos indirectos en la posterior actuación de los muchachos y en sus intenciones de seguir con las
ciencias, pero sí tiene repercusiones directas en la concepción de su propia habilidad, que a su vez afectará en su
rendimiento.

El desagrado de las chicas respecto a las matemáticas sucede gradualmente. Entre las alumnas de primero de
BUP de la región central, a las muchachas les gustaba tanto la materia como a los chicos y la veían como un terreno
neutral para los géneros. A pesar de su mismo agrado, el concepto de las chicas sobre su habilidad era más bajo que el
de los chicos (Wigfield et al., 1991). Tal como vimos en el Capítulo 12, a medida que las chicas progresan en el instituto,
su agrado por la materia disminuye y cada vez están más convencidas de que es más útil para los chicos (Eccles,
1985a). Aunque ambos sexos obtengan notas similares, las chicas esperan sacar menos nota y tener que esforzarse
más. Parece que las causas de que las chicas tiendan a evitar los cursos avanzados de matemáticas son la baja estima
respecto a su capacidad y su convicción de que esa asignatura no va a serles especialmente útil en sus carreras.
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Los padres que tienen opiniones tradicionales sobre los roles de género pueden influir en la orientación de metas
de otras formas. Cuando los niños llegan a la adolescencia, este tipo de padres suelen cambiar su forma de responder a
la conducta y objetivos de sus hijos. Restringen la libertad de las hijas y la animan a que sea dócil, práctica que
generalmente es incompatible con una alta motivación para alcanzar objetivos. Al mismo tiempo, se vuelven cada vez
más tolerantes con la independencia de sus hijos varones, les desalientan en sus juegos sentimentales, pero les
exhortan a hacer conquistas sexuales, lo que les ayuda a conseguir sus metas (Elmen, 1991).

¿Influyen los compañeros en el esfuerzo e interés de un adolescente en el colegio? Cuando se les pregunta
suelen responder que sus compañeros les presionan para sacar buenas notas (Brown, Clasen y Eicher, 1986), pero
algunos estudios indican que las actitudes de los amigos relacionadas con la escuela tienden a parecerse a lo largo del
año escolar (Kandel, 1978). Un estudio con alumnos de escuelas secundarias de la región central de Estados Unidos
indicaba que los amigos ejercen influencia en la motivación de los adolescentes y que ésta no ha de ser necesariamente
negativa (Berndt, Layhack y Park, 1990). Los de octavo escucharon una serie de dilemas relacionados con sus valores
académicos, como si irían a un concierto de rock la noche antes de un examen importante o si se quedarían más tiempo
en el gimnasio o se marcharían para poder estudiar más. Cada uno describió sus elecciones y luego discutía los dilemas
con un amigo. Una vez la pareja había tomado decisiones conjuntas, cada uno respondía a los dilemas individualmente.
Las discusiones breves reducían las diferencias entre ellos sobre las decisiones anteriores, pero sólo sí el amigo había
aportado información nueva sobre el tema. Las decisiones individuales finales no mostraron ningún patrón de cambio que
sugiriera una menor motivación académica, por lo que los temores a la influencia negativa de los compañeros puede que
sean un tanto exagerados.

Sin embargo, éstos pueden desempeñar algún papel en la decisión de abandonar la escuela. Cuando los
investigadores observaron a tres clases de séptimo a través de los años, descubrieron que los alumnos que habían
dejado la escuela antes de COU solían tener amigos que también lo habían hecho (Cairns, Cairns y Neckerman, 1989).
Otros factores, sin embargo, demostraron ser más importantes. Los alumnos de séptimo que eran muy agresivos y que
tenían notas bajas eran los más propensos a abandonar antes de acabar el instituto. La tendencia a abandonar la
escuela estaba relacionada con el nivel socioeconómico (los que pertenecían a familias pobres tenían más tendencia a
abandonar), la raza (las muchachas afroamericanas que suspendían un curso era menos probable que abandonaran la
escuela que las jóvenes blancas en la misma situación) y la naturaleza del grupo de amigos. Por lo que las bajas más
frecuentes se daban entre los blancos más agresivos de familias pobres que habían suspendido cursos y cuyo grupo
contenía a otros que también corrían el riesgo de abandonar. Los estudiantes de este estudio pertenecían a zonas
rurales y suburbanas del Sur, por tanto los resultados no pueden generalizarse a los jóvenes de los barrios bajos de la
ciudad. Aislar las causas principales que conducen a dejar la escuela es importante, porque casi el 27 por 100 de los
estudiantes en Estados Unidos abandonan antes de acabar los estudios secundarios (Noah, 1988).

La mayoría de los adolescentes no dejan los estudios y son capaces de enfrentarse a los tremendos cambios de
sus vidas. Sin embargo, en cada cultura siempre hay quienes no son capaces de hacer frente a las nuevas exigencias
que se les presentan. En el próximo capítulo investigaremos los problemas que surgen cuando los acontecimientos
sobrepasan los recursos de los adolescentes.

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