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Revista Todo es Historia, N° 76, septiembre de 1973

Los Lomuto - El tango al poder

Por Daniel Della Costa

Una mañana de marzo de 1945 un hecho atrajo circunstancialmente la atención de


los fugaces transeúntes de la zona bancaria de Buenos Aires. Uno a uno, varios coches
oficiales fueron arrimándose a la vereda de la iglesia de La Merced, en Reconquista y
Cangallo. Y de ellos salieron señores con aspecto de funcionarios, damas muy bien vestidas,
militares de uniforme blanco o cargados con los entorchados de los edecanes. Algunos
paseantes se detuvieron a observarlos. Porque entre los que salían de la penumbra del interior
de los autos a la fuerte claridad de aquel día de verano, se distinguían figuras notorias. Como
la del vicepresidente, ese joven coronel Perón, que conmovía los cimientos políticos y sociales
del país. Y la de la actriz Eva Duarte, que no obstante la discreción de su vestido y el rápido
paso con que se encaminó hacia el atrio fue también reconocida. Otros advirtieron, aunque
vistiera de civil, al almirante Alberto Teissaire y no se les escapó tampoco el paso de los
Lomuto. Pancho, el más conocido, así como Héctor, que triunfaba con su jazz, Enrique,
también músico y Oscar, subsecretario de Informaciones, que ingresaron codeándose con
otras figuras del gobierno y con los primeros planos de la jerarquía militar. Alguien,
convencido de que se debía tratar del funeral de alguna persona muy importante, se acercó a
uno de los choferes de la comitiva oficial. “Sí –le confirmaron–: le hacen una misa a Rosalía
Narducci de Lomuto, que murió hace un mes”.
La razón por la cual Perón, Eva, ministros, militares y demás se movilizaron esa
mañana hasta allí no ha merecido ser incorporada a los anales de la historia. Sin embargo está
claro que en esa época la vinculación entre el régimen provisional y los Lomuto era tan obvia,
que a ninguno de los curiosos que se preocupó por averiguar la causa de tan empinado
homenaje, le habrá parecido desproporcionado con la importancia que ese apellido había
asumido en la vida pública.
Oscar Lomuto era el subsecretario de Informaciones; Enrique secundaba a su hermano
y Francisco, notorio director de orquesta típica, era el presidente de la Sociedad de Autores y
Compositores, SADAIC.
A casi 30 años de aquel hecho, borrada la importancia circunstancial que tuvo,
muertos algunos de los personajes principales (como Oscar y Pancho), diluida la gravitación
de la familia Lomuto en el campo político y en el musical, ese acontecimiento aparece bajo
nuevas luces. Algo así como un símbolo del momento en que el tango alcanza –a través de uno
de sus apellidos más notorios– lo que parecía su institucionalización definitiva y eran hombres
vinculados a su ambiente los que lograban lugares de significación a la derecha del poder.
Hoy que podemos apreciar lo efímero de ese período alcanzamos a captar también que
no fue mucho más duradera la gravitación del tango y de sus hombres en las preferencias
populares: de ser la música ciudadana con exclusión de cualquier otra, pasó a ser un ritmo de
minorías adultas y nostálgicas; las nuevas generaciones no lo incorporaron a sus preferencias
bailables ni musicales y sus intérpretes, especialmente los jóvenes, son desconocidos para el
gran público; para otros queda la posibilidad de impactar con un éxito o ser alguna vez
figuras de primo cartello: lo aprendido apenas sirve para pucherear; no se volverá a edificar la
fortuna de un Canaro sobre el compás del dos por cuatro y al frente de SADAIC, antes un
virtual coto cerrado de tangueros, hoy se halla un representante de la música folklórica.
Y curiosamente aquí también los Lomuto nos ayudan a comprender lo que pasó, ya
que desde el fundador de la dinastía en la familia, Víctor, que fue violinista de aquellos
tercetos bravos del período de los precursores, hasta su nieto, Daniel, hijo de Enrique,
bandoneonista y arreglador, cubren todo el ciclo de nacimiento, afirmación, apogeo y
decadencia del tango.

Buenos Aires musical

La historia de Víctor y Rosalía Lomuto podría haber sido la de tantos inmigrantes que
transitaron el anonimato junto con otros millones que la miseria del terruño y la esperanza

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que asomaba del otro lado del océano depositaron en Buenos Aires durante el período
inmigratorio que se inicia allá por 1860.
Pero tanto Víctor como Rosalía trajeron consigo desde el sur de Italia –él había nacido
en Potenza, Calabria, en 1866 y ella en Nápoles, en 1874– algo que el país y el mundo habría
de cotizar muy alto cuando sus hijos, nacidos a partir de 1890, comenzaron a peregrinar en
busca de trabajo.
Víctor, de oficio peluquero, tocaba el violín y se daba maña para acompañar sentado
al piano; Rosalía, con mayores conocimientos musicales que su marido, ejecutaba piano con
soltura y se constituyó en la primera maestra de los hijos que heredaron sus aficiones.
Quienes han frecuentado a la familia Lomuto afirman que todas las casas que
habitaron, desde la primera, Cochabamba entre Rioja y Deán Funes, hasta la última, adquirida
por Pancho para su madre con la colaboración de los otros hermanos en Directorio 620, eran
“casas musicales”; varios instrumentos (en la de Directorio había dos pianos, violines,
armonio y bandoneón), mucha gente para tocar y el entusiasmo de la muchachada del barrio
alrededor de ellos.
En estos tiempos de departamentos estrechos y música rigurosamente envasada y
acondicionada, para oírla mientras se hace otra cosa, resulta difícil hacerse a la idea de una
ciudad en la que las piezas de moda salían de cada balcón, interpretadas con mayor o menor
fortuna por la gente de la casa, y que las tertulias a que esas habilidades daban lugar
reemplazaban con largueza, en lo que a diversión se refiere, a las horas pasadas frente al
televisor o a los bailes de entrecasa amenizados con discos.
Ni siquiera es necesario remontarse, para reforzar esta aserción, a la famosa anécdota
de Sarmiento, según la cual a cada viajero argentino se lo recibía en Chile con la guitarra en
la mano, pues se sobreentendía que sabría pulsarla. A la hora de la muerte de ese héroe de la
porteñidad que fue Mitre, la ciudad le rindió homenaje de diversas formas. Una, tal vez la más
emotiva y sincera, fue el silencio en que se sumió cada hogar, expresiva contracara de su
imagen habitual, bullanguera de pianos y de guitarras.
Las estadísticas corroboran esta imagen. Las de comercio exterior, por ejemplo,
expresan que la importación de pianos solamente, entre 1860 y el fin del siglo, significaba
entre el 2 y el 3 por ciento de las compras externas totales del país. Alrededor de 1880 se
importaban más de 2.500 pianos por año y este rubro pesaba más sobre las importaciones que
la maquinaria agrícola. Para medir la significación de este dato baste saber que en la década
de 1940 la compra de pianos decae hasta constituirse en menos del uno por ciento del total y
en la del 50, oscilaba entre el 0,2 y el 0,4 por ciento; vale decir que el comercio total creció sin
que lo hiciera en la misma medida este renglón, que además pasó a tener una significación
menor al lado de los aparatos mecánicos de reproducción musical.
Junto con los pianos también era significativa la importación de música impresa, que
pasó rápidamente de 2 a 3 toneladas anuales a principios de la década del 80 y llegó a 28
toneladas en 1889.

Dos y un millón

Víctor y Rosalía deben haber llegado a Buenos Aires alrededor de 1886. No está claro
si ya se conocían en Italia o si el noviazgo se concertó aquí. Lo cierto es que ella vino
acompañada por su madre, que era viuda y ambas virtualmente consignadas a otros parientes,
los Riccitelli, que las habían precedido en la emigración. Su nivel cultural y de recursos debe
haber sido algo superior al de los Lomuto y se cuenta que este factor, junto con los escasos
años de la novia, fueron los esgrimidos por la familia para oponerse a una boda que pese a
todo se celebró. Ella no tenía más de 13 años y medio y él 21 o 22.
Entre el año de su llegada al país y el del nacimiento de su primera hija, en 1890, la
joven pareja habrá tenido tiempo suficiente para hacerse una imagen inequívoca de las
extrañas características del sitio elegido para fundar una familia. A su arribo se habrán visto
asombrados por el empuje que a la ciudad le daban las obras de remodelación emprendidas
por su primer intendente, Torcuato de Alvear. La demolición de la vieja recova, la apertura de
la Avenida de Mayo y la pavimentación de 1.072 cuadras en 80 meses de actuación, según lo
consignara orgullosamente al alejarse del cargo.
Es la época del intenso alumbramiento precapitalista del país, proceso a cargo de una
élite que se transfiere graciosamente el poder cada 6 años, aunque sin poder evitar algún
tropiezo de cuando en cuando. El presidente Roca transfiere el poder a su cuñado (1886),

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Juárez Celman, quien, en menos de 4 años, precipita al país en la bancarrota y debe
abandonar el poder, barrido por la primera gran revolución cívica, dejando su sitio al gringo
Pellegrini. Vale decir que los Lomuto han visto pasar tres gobiernos y asistido a una revolución
cruenta en sólo 4 años sin que, como es la costumbre inveterada del país, nada dejase de estar
como estaba.
Su juventud, la necesidad de ganarse el sustento y los cuidados de la paternidad, no les
habrán dejado tiempo para filosofar acerca del país elegido para hacer la América. Por otra
parte, deben haberse sentido como si no se hubiesen movido de Italia. Del total de 437.875
habitantes que dio el censo municipal de Buenos Aires en 1887, más de la mitad (228.651)
resultaron ser extranjeros y, de éstos, 138.166 italianos. Los comerciantes integraban la
mayoría en el orden de las actividades económicas, ocupando a 18.624 personas, y los
músicos con 646 individuos, se encontraban en el quinto lugar en el ranking profesional,
luego de los maestros y delante de las otras actividades liberales.
Además y por el solo hecho de contar con trabajo y vivir en una casa, escapaban a la
versión finisecular de las villas miserias, los conventillos, de los que por entonces existían
2.835 (el total de casas era de 33.804), con 116.167 inquilinos, el 28 por ciento de los
habitantes de la ciudad.
Dentro del repertorio de sencillas diversiones que ofrecía por entonces la ciudad a las
familias, dos habrán acaparado el interés de los Lomuto: el arte lírico, del que Buenos Aires
era pródigo, y los espectáculos circenses. Eran los tiempos del apogeo de Frank Brown y su
compañera, Rosita de la Plata, que los brindaban en el circo Arena, y los del conjunto Podestá-
Scotti, fruto de una reciente fusión, en la que brillaba otro payaso: Pepino el 88. Y quién sabe
si habrán intuido, al ver en alguna ocasión la puesta en escena de una pantomima llamada
Juan Moreira, que allí estaba gestándose el teatro argentino.
Sin embargo, ese teatro ya se ocupaba de ellos, los inmigrantes, pues fue en 1891
cuando se incluyó en esas representaciones a un nuevo personaje: Cocoliche, un italiano que
divertía al público por su manera de destrozar el castellano y en el que se representaba a un
individuo de la vida real: Antonio Cocoliche, un peón originario de Calabria, como Víctor.
Si hemos de creer a Vicente Rossi, que ha procurado demostrar el ancestro negro del
tango, ya por los años 1867, en Montevideo, se conocía un tango llamado “El chicoba”,
expresión que en lengua bozal definía al escobero de los candombes. Pero sea eso cierto o no,
recién hacia 1890 el tango abandona el límite estricto de los arrabales y pasa a incorporarse
al repertorio de las muchachas que tocaban el piano en las casas de familia. En ese período
justamente es cuando Rosalía, de 15 años, se inicia en la maternidad, tarea que la tendrá
ocupada hasta 1914, llenando ese lapso con 12 hijos, 10 de los cuales pasaron los peligros de
la primera infancia: Ángela María (1890), Francisco Juan (1893), Víctor Dionisio (1894),
Elvira Ana (1896), Pascual Tomás1 (1899), Rosalía (1903), Enrique Blas (1906), Blas Alfredo
(1909), Amelia Filomena (1912) y Héctor Antonio (1914).

Los precursores

Testimonios de gente que conoció a la familia Lomuto hacia comienzos del siglo
permite inferir que Rosalía era dueña de un carácter y de una conducta cultural fuera de lo
común que, en el recuerdo de quienes los trataron, determina que haya opacado la figura de
su marido. “Aunque eran muy pobres –recuerda una prima– su casa estaba puesta como un
hogar de clase media”. Esta situación era alcanzada gracias al inclaudicable esfuerzo del
matrimonio, decidido a no privar de nada esencial a sus hijos y, sobre todo, a facilitarles
educación y formación profesional. Esta vocación de clase media, que trajeron consigo tantos
inmigrantes, parece que no era totalmente compartida por los padres de Víctor, que lo
incitaban a que trabajase menos y se hiciese ayudar por los chicos; entonces, como hoy, era
frecuente ver mocosos ganándose la vida como lustrabotas o diareros. Pero Rosalía se opuso
vehementemente a esa posibilidad, asegurando que ninguno de sus hijos sería canillita o
lustrabotas mientras ella tuviera fuerzas para trabajar. Y este empecinamiento le significaba
tener que encontrar horas al día para coser para afuera; sus parientes recuerdan que más de
una vez cosió lencería para Gath y Chaves y que cuando debía hacer las entregas no se
olvidaba de poner las agujas y el hijo en su cartera, para remediar allí mismo cualquier
prenda que sufriera un rechazo.
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Se cambió luego el nombre por el de Oscar.

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La vida de Víctor tampoco era fácil. Peluquero de profesión, fue dependiente en
distintas casas de Buenos Aires, pero además solía ir los fines de semana al Tigre Hotel y,
durante las temporadas, a Mar del Plata, lo que determinaba que se ausentara larga y
repetidamente de su hogar. Esto ha contribuido sin duda a hacer menos nítida para sus hijos
la imagen del padre, algunos de los cuales recién se enteraron luego de su muerte (1923) que
también había integrado, en la época de los precursores, aquellos tercetos bravos de tango de
fines de siglo.
Indudablemente no era una actividad que concedía prestigio y el motivo por el que
este peluquero calabrés se acercó a la música de las orillas tendría, antes que otro motivo
mejor, el de servirse también de sus conocimientos musicales para hacer frente a las
necesidades de la familia. No obstante, existen indicios de que el tango había prendido fuerte
en la colonia calabresa de Buenos Aires. Hugo Corradi, en “Guía antigua del Oeste porteño”,
reproduce un artículo publicado en “Caras y Caretas” en 1906, en el que hace mención de
“La Calabria. Un pueblo de hombres solos”, que estuvo ubicado en Caballito, a dos cuadras al
norte de Rivadavia y a dos también de la plaza. Compuesto por 80 individuos “en su mayor
parte calabreses”, parece que también ellos se habían acostumbrado a bailar el tango entre
hombres, como era moda entonces, “para divertirse”, acompañados por un acordeón.
Lo cierto es que mediante su esfuerzo esta pareja fue logrando algo que no era
estrictamente común entre las familias de inmigrantes pobres: sacar adelante la educación de
10 hijos. Casi todos, hombres y mujeres, estudiaron magisterio –profesión tan atractiva que
casarse con una maestra llegó a ser para muchos tan estimulante como una beca–; cuatro de
los muchachos se inclinaron por la música: Francisco, Víctor, Enrique y Héctor, pero este
último también fue maestro y llegó a ejercer como tal en el Ejército; Pascual, que ya mayor se
autobautizó Oscar también fue maestro, pero su vocación lo llevó muy joven al periodismo; y
finalmente Blas eligió la carrera militar. Cabe destacar que estos dos también incursionaron
en el tango, escribiendo o colaborando en letras de distintas piezas.
Aunque tanto Francisco como Víctor (h) podrían haberse incorporado tempranamente
–dada la fecha de su nacimiento– al movimiento tanguístico, siguiendo la huella de los
precursores inmediatos, su misma formación familiar y la impronta social marcada por
Rosalía deben haber sido factores que lo impidieron. Existe una diferencia profunda entre las
razones que hicieron y permitieron que un Francisco Canaro, por ejemplo, se integrara desde
su adolescencia a la bohemia tanguera de fin de siglo y las que influyeron para que Pancho
Lomuto retardara su aparición en el mismo escenario. Pancho se acercó a él relativamente
tarde, no obstante haber estado vinculado desde joven, cuando al atractivo del éxito y la fama
rápida se sumó la posibilidad de una carrera profesional sólida; vale decir, lo que seguramente
Rosalía deseó e impuso finalmente a sus hijos.
El padre de Pirincho no fue más que un pobre peón analfabeto, que en sus mocedades
pasadas en Uruguay, donde nació el músico, fue carrero y enterrador. Trasladado a Buenos
Aires, sus medios y su formación no le dieron más que para incorporarse a esa carne de
conventillo que hacinaba miseria e hijos en una pieza de 4 por 4. Los Canaron no asistieron
sino a los primeros grados de la escuela y bien pronto debieron ganarse la vida en la calle.
Pirincho vendió diarios y lustró zapatos; cuando su vocación lo llamó por ese camino
–recuérdese que se fabricó un violín con una lata vacía de aceite– sin mayor esfuerzo pudo
incorporarse a esos músicos de la legua que le abrieron al tango las poco exigentes puertas de
los pueblos del interior.
En el otro extremo se encuentra, por ejemplo, Julio de Caro, otro miembro de una
familia numerosa y de inmediato ancestro italiano, que sin embargo no llega al tango por el
camino de la necesidad. Además, es de los pocos que llegan a él con un buen bagaje técnico.
Su padre fue el titular de un famoso conservatorio, al que la inclinación del hijo y discípulo
por esta música de las orillas desagrada hasta tal punto que decide no volverlo a ver. En el
nudo del conflicto estuvo el deseo de Julio de sumarse, cuando tenía sólo 17 años, a la
orquesta de Eduardo Arolas. La reconciliación entre padre e hijo se produjo recién 20 años
después.

El marco adecuado

A comienzos del siglo el tango ya era la música popular. El tango había llegado al gran
público a través de inspirados compositores, que eran a la vez intérpretes, que servían
cumplidamente dos pasiones porteñas: la danza, que en los prostíbulos se constituía en el

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tránsito previo al desahogo sexual de la población masculina excedentaria –hecho que se
repitió, bajo otras apariencias, cuando la invasión de cabecitas en la década del 40–; y la
provisión de temas para pianos y otros instrumentos musicales en los que eran pródigos los
hogares de entonces.
Servir estos mercados ya daba para la fama y un discreto pasar económico, siendo
Villoldo, Greco, Saborido, los primeros que pudieron palparlo, conduciendo tras de su estela el
entusiasmo de la juventud. Sin embargo, esto no era suficiente para que el vuelco se hiciese
masivo y sin los agregados que vendrían después posiblemente el tango no hubiese ido mucho
más allá de la época de los precursores.
En 1878 Edison inventó el gramófono, cilindro de cartón impregnado en cera en el
que el artista debía grabar cada copia. Esto limitaba sus posibilidades; las reproducciones eran
excesivamente caras, no obstante lo cual la Casa Lepage se instala en Buenos Aires para
explotar esta novedad, con estudio y salón de ventas en Bolívar 375.
Esta técnica se desarrolló entre 1883 y 1914 y llegaron a grabar en cilindros los
Villoldo, los Gobbi, Linda Thelma y otros.
En 1887 el alemán Berliner inventó el grafófono, precursor en línea directa del disco:
era de cera solidificada y se imprimía en una sola faz. De estas grabaciones bien pronto se
pudieron hacer impresiones en Buenos Aires, lo que abarató los costos, aunque las copias
debían realizarse en Francia, Brasil, Estados Unidos o Alemania. Esto implicó una verdadera
revolución que habría de acentuarse cuando a partir de la instalación de la Casa Tagini, en
1911, se logra una autarquía casi absoluta en materia de grabación y reproducción, que
remite al desván de las curiosidades los viajes cumplidos por Villoldo o los Gobbi al
extranjero, para registrar las canciones en los ya obsoletos cilindros.
A partir del disco el mercado de la música popular abre un nuevo frente, en el que
bien pronto se multiplicaron las oportunidades. Los sellos grabadores se reproducen
rápidamente, aspirando cada uno a contar con sus artistas exclusivos. No obstante, esto no es
suficiente para que el mercado de trabajo se estabilice. Hacia 1910 todavía Canaro era un
músico de la legua y otros, más conocidos por entonces que él, se ayudaban con otros oficios.
Greco vendía diarios, Villoldo era linotipista, Contursi zapatero y Firpo pintor de letras.
Pero ocurre que en 1909 y según lo quiere la leyenda, un tripulante de la Fragata
Sarmiento introduce en Europa 1.000 ejemplares de “La Morocha”. Y sólo dos años después,
ante el éxito de esta pieza, que despierta una verdadera fiebre por le tangó en París, y la
continua necesidad de abastecerlo con nuevos éxitos, parten hacia la nueva meca del éxito
Saborido, Villoldo y los bailarines Aín, Simara y otros.
Como es casi ocioso repetirlo, su consagración europea –y luego de una polémica en
la que arbitró el Papa– determinó que se levantaran las últimas barreras que aún pudieran
existir para esta música en el orden interno, que de non sancta pasó a ser el esparcimiento
preferido y habitual de las familias, ampliando y estabilizando definitivamente el mercado
para todos los músicos y no ya para los socialmente marginales.
Los Lomuto, en tanto, se estaban preparando consciente o inconscientemente, para
entrar bien pertrechados en esta carrera que abrían las innovaciones técnicas y el éxito del
tango en París. A quienes tenían vocación su madre los inició desde muy pequeños en los
secretos del piano y Francisco, lo mismo que Enrique, pudieron perfeccionarse en el
conservatorio Santa Cecilia. Sin embargo, Pancho pertenece al círculo minoritario de los hijos
de Víctor y Rosalía que no alcanzaron a terminar sino los estudios primarios, pues las
necesidades familiares lo llevaron muy pronto a contribuir a parar la olla familiar.
Esta verdadera misión que le correspondiera desde joven marcó casi todo el resto de su
vida, especialmente a partir de la muerte de su padre, en 1923, cuando decididamente se hace
cargo de la suerte de su madre, sus hermanas y sus hermanos menores, y que culmina con la
adquisición de la casa de la calle Directorio, en la que su madre y otros familiares vivieron
hasta la muerte de Rosalía, en 1945.
Víctor (el hijo) tampoco llevó sus estudios más allá de la etapa primaria, debido a su
carácter díscolo, que hace que quienes lo evocan se hagan eco del mote que mereciera de
“oveja negra” de la familia. Su rebeldía llevó a que lo enrolaran muy joven en la Armada,
como grumete, sin que eso consiguiera domarlo. Abierto el camino de París, Víctor vio que se
le presentaba la posibilidad de salvarse de las consecuencias de un deliz que había cometido
–y que sólo hubiera podido reparar casándose– y, sin mayores conocimientos musicales, se
sumó a la orquesta de Manuel Pizarro cuando éste se embarcó para Francia.
Era un buen ejecutante de guitarra, pero debiendo interpretar el bandoneón para
justificar su incorporación al conjunto de Pizarro, se cuenta que pocos días antes de la partida

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todavía pugnaba laboriosamente por aprender a tocarlo y que sus ensayos prosiguieron
durante el viaje a través del océano.
Pero esto ocurrió hacia 1920 cuando, luego de finalizada la primera guerra mundial,
se había reabierto el éxodo de la gente de tango hacia Europa. La historia de Francisco
comienza mucho antes. Su primera aproximación concreta a la música popular fue el tango
“El 606”, que compuso en 1912 cuando orillaba los 19 años y que, como muchas otras piezas
de la época, ceñía su título a la temática del prostíbulo. El 606 o salvarsán era un remedio en
boga para la cura de la sífilis... Sin embargo el primero que registró, ese mismo año, fue “Qué
hacés pelao”.
Contemporáneamente con su dedicación a la música popular, Francisco se
desempeñaba en un puesto administrativo en el ferrocarril, que cambiaría años después por
algo más afín con su vocación: encargado y pianista de la casa de música Lemos, que después
fue Castiglioni y Compañía, en Florida 344. Este puesto lo consiguió gracias a la
recomendación de un par de amigos, uno de ellos Héctor Quesada, músico también, que luego
fue representante artístico de Hugo del Carril. Años después le dedicó un tango a Pancho que
denominó simplemente “Lomuto”.
La labor de Francisco en Castiglioni y Compañía consistía en “probar” en el piano las
partituras que interesaban a los clientes, del mismo modo que hoy se escucha un disco antes
de adquirirlo.
En este comercio, Francisco se vinculó con la gente del ambiente tanguero y con
diversos artistas y compositores. Compañero de tareas en esa casa fue José Bohr, el célebre
autor de “Cascabelito”, “Pero hay una melena” y otros éxitos.
Era corriente que al atardecer de cada día se reuniese en ese local gente del ambiente
musical, lo que ejercía gran atracción sobre el público; eso daba lugar a que allí se vincularan
los músicos con los clientes, de donde surgía la organización de bailes, se efectuaran
contrataciones de profesionales y los directores de orquesta eligieran las piezas que decidirían
estrenar.
La amistad de Pacho con Quesada tuvo también su consecuencia en lo que hace a sus
primeras actuaciones como ejecutante, ya que con él formaron un dúo de pianos que llegó a
grabar el tango de Lomuto “Flor del campo”, acompañado, en la otra cara, por “La brisa”, de
Canaro.
Pero además, por el solo hecho de trabajar en Castiglioni y ser gentil probador de las
piezas que allí se vendían, le significaba ser conocido en los ambientes de la burguesía
porteña, que admitía ahora el tango en sus reuniones pero bajo la condición de que el
intérprete diese alguna garantía de buen comportamiento. Y el hijo de Rosalía la daba.
Entre los clientes frecuentes de Francisco contaba la hija del músico Alberto Williams,
que lo llamaba cuando hacía alguna reunión danzante en su residencia de Belgrano. Cuando
Pancho no podía ir enviaba a su hermano Enrique. El pago no era de despreciar: 10 pesos de
entonces la hora, por veladas que duraban de 3 a 4 horas.
Del acercamiento de Francisco Lomuto al ambiente musical da un buen testimonio
Francisco Canaro en su autobiografía. Luego de describirlo “de carácter pacífico en su trato,
de una gran simpatía y cordialidad; meticuloso (sic) y ordenado en todas sus cosas, pero que
tenía un vicio que lo dominaba: el cigarrillo”, recuerda la época en que lo “visitaba en las
vermouths del Royal”.
Le había manifestado el propósito de formar su propia orquesta y concurría “por las
tardes” al Royal a pedirle “un barato”, lo que consistía, según Canaro, en que “le permitiese
tocar al piano algunas piezas con mi orquesta, lo que yo gustoso le concedía porque en
realidad, además de buen pianista, tenía lindo ritmo”.

La gran aventura

Mientras se decidía a dar el gran paso, formando su propia orquesta, Francisco, por su
educación y dotes personales que seguramente no serían comunes en el ambiente tanguero de
ese entonces, se había constituido en uno de los representantes naturales de los músicos que
luchaban por sus derechos autorales. Vicente Greco, el popular Garrote, no sólo le confió la
percepción del derecho de algunas de sus piezas, sino que tiempo después, ya afirmado el
movimiento de defensa autoral, le dedicó “Al secretario de la Sociedad Nacional de Autores,
Compositores y Editores de Música (vale decir la antecesora de SADAIC) al amigo y colega
Francisco Lomuto” el tango “Tiene la palabra”.

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Seguramente desde su posición en la Casa Castiglioni y comprometido en el
movimiento autoral, ya que al poco exitoso “El 606” siguieron otros temas (los tangos “Sin
dejar rastros”, “Viento fresco”, “La revoltosa”, “Los Dardanelos”, “Río Bamba”, “El chacotón”,
“La rezongona”, “El inquieto”, “El trancazo”, “¿Qué hacés pelao?” y “Pipiolo”, los valses “Kiss
me”, “Capricieuse”, “Mi vida” y “Florida”, el one step “Más, más y siempre más” y los estilos
“Vidita” y “El pangaré”), pudo vivenciar el reiterado fraude que se cometía con los derechos
de autor.
Aunque signifique volver sobre hechos muy conocidos conviene recordar que por
entonces eran muchos los editores clandestinos que aprovechaban el auge del tango y de los
pianos en las casas de familia, imprimiendo copias –en las que muchas veces hasta se alteraba
el nombre del verdadero autor– que se vendían a menor precio que los autorizados. Era en
vano que los compositores dieran sus piezas a firmas responsables, como Lemos, Breyer y otras
o que impusieran sobre cada copia el sello con su firma. La piratería era facilitada por varios
motivos. En primer lugar la falta de un instrumento legal adecuado para combatirla y en
segundo término la inexistencia de la agremiación de los autores, para defender sus derechos
y encargarse no sólo de combatir a quienes los burlaban, sino también de recaudarlos.
Siguiendo los pasos de la bien documentada obra de Jesús Martínez Moirón, “Historia
de SADAIC”, se advierte que luego de algunos intentos de ciertos autores dramáticos y
musicales para lograr protección legal para sus obras, cumplidos antes de finalizar el siglo, el
23 de septiembre de 1910 se logró la aprobación de la Ley 7.092, en la que se reconoció la
propiedad científica, literaria y artística para todas las obras publicadas o editadas en el
territorio nacional, y a la par creó el Registro de Obras Intelectuales de toda especie, que
funcionó en la sección Depósito Legal de la Biblioteca Nacional.
Las lagunas que presentaba esta ley recién habrían de cegarse con la aprobación de
otra nueva, en 1923, debida al doctor Matías G. Sánchez Sorondo, pero en tanto el
movimiento autoral se movió hacia donde lo marcaba el sentido común y las tendencias de la
época: la agremiación.
Los autores dramáticos hicieron punta en este sentido fundando Argentores en 1910,
bajo la conducción de Enrique García Velloso, que recién en 1921 pudo implantar el arancel
obligatorio a las empresas teatrales.
La Ley 7.092 daba lugar a la percepción del denominado “gran derecho”, a cargo de
Argentores, pero el “pequeño derecho” de ejecución seguía tan desvalido como antes.
Curiosamente, existía por entonces en Buenos Aires una entidad que se ocupaba de la
percepción de los aranceles de los autores españoles, la Agencia General de Autores Españoles,
a cargo de Oscar Otsovesky y Mariano Hermoso, siendo apoderado y asesor legal de esa
representación quien luego ocuparía un lugar destacado en la historia de SADAIC: Mario J.
Bénard.
En 1914 los autores locales pensaron que encargando a la agencia española el cobro
de sus propios derechos, el problema quedaba subsanado, pero no debió pasar mucho tiempo
para que se dieran cuenta que sólo haciéndose cargo ellos mismos de esa tarea podrían
llevarla a buen fin.
“Existía en aquella época –dice Martínez Moirón– una casa de música en la calle
Florida 414 –se trata de Castiglioni y Cía., pero según el recuerdo de Enrique Lomuto se
hallaba en Florida 344– de la cual era asesor Francisco Lomuto. En ella, por las tardes, se
reunía un núcleo de autores argentinos con la finalidad de lograr la unión y agrupación de los
compositores locales. Un día, el 15 de octubre de 1918, se produjo un acontecimiento
sorpresivo y muy importante: se acababa de constituir la primera sociedad de autores
argentinos para la percepción del pequeño derecho. En efecto, de esa manera un grupo de
músicos criollos, con el apoyo de un editor, constituyó la Sociedad Nacional de Autores,
Compositores y Editores de Música”.
Esta entidad fue comúnmente conocida como “la sociedad de los 11”, pues estaba
integrada por Francisco Lomuto, Juan de Dios Filiberto, Luis Teisseire, Juan Carlos Bazán,
Francisco Canaro, Vicente Greco, Osvaldo Fresedo, Samuel Castriota, Agustín Bardi, Augusto
P. Berto, Luis Caviglia y la empresa editora Breyer Hermanos.
De inmediato los integrantes de la Sociedad se dieron a la caza de los piratas que
abundaban en el ambiente, requisando piezas fraudulentas, quemándolas y señalando sus
responsables a las autoridades; sin embargo, como no deja de mencionarlo Martínez Moirón,
será recién 15 años después, con la sanción de la Ley 11.723, cuando se acabaría el fraude y
la inclaudicable persecución.

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La vida de la Sociedad Nacional, por otra parte, tampoco fue sosegada ni duradera. En
diciembre de 1920 hizo eclosión, en una asamblea, la cuestión de los distintos intereses que
separaban a autores y compositores de los editores y se resolvió en abril del año siguiente
excluir a estos últimos de la entidad, por lo que pasó a denominarse Asociación Argentina de
Autores y Compositores de Música, reorganizándose a la par el sistema de recaudaciones, para
lo cual se suscribió un contrato con Oscar Otsovesky.
Desde entonces y hasta 1930, cuando problemas internos de la Asociación
determinaron que de ésta se escindiera un grupo para formar el Círculo de Autores y
Compositores de Música, Francisco Lomuto, ya con su propia orquesta y disfrutando de los
primeros planos de la notoriedad musical, deja de ocupar en cambio las primeras posiciones
en el campo gremial.
Pero al registrarse el cisma que, producto de rivalidades entre los músicos, pone de
relieve la muy aguda existente entre Fresedo y Canaro, según éste lo reconociera en sus
memorias, el ya famoso Pancho Lomuto se pone del lado de Pirincho e integra con él la
primera comisión directiva del Círculo, en la que los acompañaron Berto, Teisseire, José Di
Clemente, Juan Maglio, Daniel Cauvilla Prim, Raúl de los Hoyos, Francisco Pracánico, Ricardo
Brignolo, Teófilo Lespés, Filiberto, Firpo, Antonio Polito y José Pécora.
La lucha que durante 6 años mantuvieron la Asociación y el Círculo, en lo que hace a
su representatividad para percibir el pequeño derecho, no fue obstáculo sin embargo para que
ambas siguieran bregando por la reforma de la Ley 7.092. Y cumplido ese ciclo fue
nuevamente Francisco Lomuto el hombre elegido para catalizar el conflicto, acercar a las
partes y, no obstante ser hombre consustanciado con el Círculo, llamado a presidir el primer
directorio de SADAIC, denominado “directorio organizador”, junto con Fresedo (vice de la
Asociación), Alfredo Pelaia (Asociación), César F. Vedani (Círculo), Andrés Domenech
(Círculo), A. Gutiérrez del Barrio (Asociación), Julio De Caro (Círculo), Guillermo del Ciancio
(Asociación), José Pécora (Círculo), José Martínez (Círculo), Juan F. Noli (Asociación) y J.
Fernández Blanco (Círculo). La Junta Consultiva estuvo integrada por Canaro, Alfredo Gobbi,
padre (Asociación), Bardi (Círculo), Berto (Círculo) y Emilio Fresedo (Asociación).

Y Pancho tuvo su orquesta

Hacia los años veinte la institucionalización del tango era un hecho y la actividad
profesional de los músicos populares había sido rescatada del alto contenido de marginalidad
que tuviera en un comienzo, pasando a ser no sólo dispensadora de prestigio sino también una
carrera que ofrecía alentadoras perspectivas económicas. Esto no era sólo fruto del éxito del
tango, ni de la acción de los músicos en defensa de sus derechos; desde comienzos de siglo y
hasta entonces se había recorrido en el país y en el mundo un amplio tramo de las luchas
sociales destinadas a dignificar el trabajo y lograr que el capital resignara parte de su
abrumadora participación en los frutos de la producción, a favor del sector asalariado. En la
Argentina la posibilidad de ese vuelco se hace más cierta y cercana a partir de la sanción de la
Ley Sáenz Peña y la elección del primer gobierno radical, en 1916, junto al cual comienza a
prosperar el socialismo.
SADAIC es, en ese contexto, sólo una dentro de las organizaciones laborales y
profesionales que se fueron creando, estimuladas directa o indirectamente por las ideas en
boga. Pero el marco del tango se ampliaba por efecto del continuo y firme ensanchamiento de
su ámbito, que reforzaban las inquietudes gremiales y les daban el respaldo de una actividad
que despertaba cada vez más fuertes intereses económicos.
Ya se ha hablado de lo que significó para el tango la aparición del negocio del disco y
su repercusión en Francia y el resto del mundo, ya que París se constituyó en el factor
irradiador del éxito. Pero hubo más: en 1916 el tango “Lita” se transforma en “Mi noche
triste”, lo incorpora Gardel a su repertorio y la orquesta típica acrecienta sus valores como
espectáculo al admitir al cantor entre sus filas.
Además, extiende el radio del interés popular y justifica, por ejemplo, la aparición de
un medio escrito de difusión. Nace así en 1916 “El alma que canta”, dirigida por Blas y
Vicente Buchieri y luego, el 21 de septiembre de 1921 –fecha clave de los bailes “del
internado”– la puesta en la calle de un segundo semanario: “El canta claro”, debido a
Indalecio y Patricio Angulo y, como el primero, destinado fundamentalmente a difundir letras
de tango.

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En 1895 los hermanos Lumiére inventaron el cinematógrafo y pocos años después los
norteamericanos inventaban Hollywood y hacían de un entretenimiento ingenioso un negocio
sin par que se extendió a todo el mundo y del que Buenos Aires hizo uso y abuso, abriéndose
decenas de salas en el centro y en los barrios.
Pero el sonido recién le fue aplicado en 1927, dejando un amplio margen de años
para que los músicos populares participaran de esas funciones, hasta el punto que en cierto
momento concurrir a los cines se constituyó en un pretexto para ver a las orquestas. Además,
había espectáculos combinados –especialmente en los primeros tiempos del cinematógrafo–
en los que las proyecciones se realizaban en cafés, en funciones por secciones que incluían
una o más entradas de orquestas típicas, el film (o la cinta, como se decía entonces) y alguna
otra atracción.
El cine argentino, que data aproximadamente de 1916, se vinculó también desde un
comienzo con el tango, explotando durante la época muda, asuntos vinculados con su
temática, como “La reina del tango”, “Milonguita” y otras; al filmarse la primera película
sonorizada en el país (1933), la relación se afirma, pues se la denominará simplemente
“Tango”.
Otra invención, la radiotelefonía, viene a completar el número de las que, al menos en
una primera y larga etapa, contribuirían a la difusión del tango y a proporcionar trabajo y
oportunidades a sus músicos y autores. Si bien el arranque del sistema responde a emisiones
llevadas a cabo en 1920 por un grupo de aficionados, en 1922, desde el Plaza Hotel, inició sus
irradiaciones regulares Radio Cultura, que recurrió a las figuras en boga para animar sus
programas, lo que implicaba llevar a los estudios a Canaro, Fresedo, Firpo y Charlo; lo mismo
ocurrió cuando se creó Radio Sudamérica, Radio Brusa, LOJ Federal Broadcasting, y el resto de
las que fueron apareciendo en el “éter”.
Es decir que cuando Francisco Lomuto se decide a formar su orquesta, y esto habría
ocurrido allá por 1920, el disco, el cine, la radio, París, un Buenos Aires lleno de pianos y
ansioso de nuevos éxitos, una organización defensora de sus derechos –a la que él había
contribuido decisivamente– y otros factores positivos, convergían para hacer del tango una
atracción y de sus músicos y autores primeras figuras bien cotizadas.
Según lo quiere la tradición familiar, la primera orquesta en llevar el apellido de
Lomuto, fue la de Enrique que, casi de pantalones cortos –tenía 15 años– la había formado
con elementos juveniles; llegó a actuar con ella en el Pabellón de las Rosas, de Alvear y Tagle.
Sobre la base de esa misma orquesta y con el aporte de Enrique, Francisco Lomuto
formó su conjunto orquestal. Allí actuaron en una primera época Pedro Polito (bandoneón),
Carlos Taverna (violín), Ángel Ramos (bandoneón), Oscar Napolitano (piano), Daniel Álvarez
(bandoneón); después también lo hicieron Lorenzo Olivari (que fuera violín del Colón y de
otros conjuntos de música clásica), Carmelo Águila (clarinete), Manuel Dopazo (batería),
Leopoldo Schifrin, padre de Lalo (violín), Martín Darré (bandoneón, luego arreglador y
pianista de la orquesta de Héctor y posteriormente de la de Mariano Mores), Juan Carlos
Howard (piano) y Federico Scorticatti (bandoneón).
Pancho Lomuto, lo mismo que el resto de los directores de su época, no tuvo nunca
por demasiado tiempo un conjunto estrictamente estable; los músicos iban y venían al ritmo
que marcaba el trabajo; si existían contrataciones el director llamaba a los de su elección o a
veces simplemente a los que estuviesen disponibles; además, para efectuar grabaciones, las
orquestas regularmente eran reforzadas por ejecutantes de mayor valía, habiendo actuado en
la de Pancho Lomuto en diferentes ocasiones el bandoneonista Minotto Di Cicco, el pianista
Castellanos y otros. Minotto era un clásico entre los reforzadores de orquestas y era llamado
por su sapiencia bandoneonística, tanto como por su seguridad como ejecutante; era, como se
dice en la jerga musical, de los que “no la pifiaban nunca”.
Enrique fue también el encargado de la orquesta, hasta su desvinculación, para
formar su propio conjunto, en 1932, coincidente con la inauguración de Radio Callao (hoy
Libertad), donde comenzó a actuar.
Cuando Pancho formó su elenco ya tenía aseguradas contrataciones que le darían
trabajo por largo tiempo. En cines actuó en el Select Suipacha así como en el Teatro Argentino,
siendo contratado por una breve temporada por los armadores alemanes del Cap Polonio para
sus cruceros al Brasil y al sur del país, a partir de 1922, y luego fue figura estable de las
temporadas del club Mar del Plata.
En 1924 grabó su primer disco para el sello Odeón: “Tierra del Fuego” y “Malpaso”.
Cantantes de su primera época fueron Charlo, Antonio Rodríguez Lesende y Fernando Díaz,

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con los que completó una larga serie de grabaciones, registradas en el sello Victor a partir de
1931, comenzando por “Nunca más” y “De pura cepa”.
Precisamente el tango “Nunca más” debe su título a un percance que le ocurriera
durante uno de los viajes que cumpliera en el Cap Polonio. En forma casual se lastimó un dedo
de la mano y debió ser intervenido por el cirujano de a bordo. Tan grave le pareció lo que
había ocurrido –y tal vez el médico no le inspirara demasiada confianza– que pensó que ya no
habría de volver a tocar el piano. Por eso denominó, ya sin esperanza y afortunadamente sin
razón, “Nunca más” al tango que se le ocurriera durante la convalecencia.
Ese título vino a agregarse a otros éxitos que ya le habían dado fama, antes de que
formara su orquesta: “La rezongona”, “La revoltosa” y “El chacotón”, que Firpo le grabara en
discos Nacional Odeón; a éstos siguió, en 1918, la obra que sin duda es la más importante de
su primera época: “Muñequita”, con letra de Adolfo C. Herschel, estrenada por la actriz y
cancionista María Luisa Notar durante la temporada de ese mismo año en el Teatro San
Martín. También fue grabado por Gardel, así como el tango “Nunca más”, al que le puso letra
Oscar Lomuto.
En 1937 Francisco Lomuto se casa y en ello también habría de tener mucho que ver su
actuación musical. Cuando muere su padre Víctor, en 1923, Pancho se hace cargo junto con
los hermanos mayores del bienestar de su madre y de sus hermanos menores, facilitándoles el
estudio y concurriendo económicamente a su subsistencia. Además, un lazo entrañable, una
preferencia que no podía disimular, unía a la madre con el primero de sus hijos varones y a
esta doble circunstancia atribuyen, quienes lo conocieron, que éste demorara su casamiento.
A Francisco, como a cualquier autor y director de éxito de esa época, le llovían las
piezas de autores aficionados que aspiraban a oírlas en la ejecución de la orquesta de su
preferencia. En los ratos libres se las examinaba, si pintaban bien en el pentagrama se
ensayaba su repercusión ante el público en un baile o en un café y si andaban se las incluía en
el repertorio y se las llevaba al disco. En su relación con Zayra Canicoba, con quien se había
de casar en 1937, resultó decisiva la decisión de ella de hacerle conocer personalmente un
tango que había compuesto. Ése fue el comienzo de un breve romance que concluyó en
casamiento, no obstante la diferencia de edades. Él, en 1937, tenía 44 años y ella, 28.
Pancho Lomuto también intervino en varias películas, para las que además compuso el
acompañamiento musical. En 1937, año clave de su vida, pues fue el de su casamiento y en el
que culminara su primer período al frente de SADAIC –luego le correspondería hacerlo en
1943-45 y en 1945-47– filmó “Melgarejo”, con Florencio Parravicini y al año siguiente “La
rubia del camino”, con Paulina Singerman.
Finalizado el contrato con los cruceros de verano del Cap Polonio, marchó a España en
1947, dirigiendo una compañía teatral que representó una seria de estampas criollas con
libreto del autor teatral Antonio Botta, transitando un camino que ya había abierto Francisco
Canaro. El éxito obtenido lo animó a presentar el mismo espectáculo en París, donde volvióa
encontrarse con su hermano Víctor, que había formado familia en Francia, tenía un hijo
(Guy), pero estaba soportando las consecuencias de que el tango ya hubiera pasado de moda.
Francisco le dejó la conducción de la revista a su hermano y volvió al país para presentar el
mismo espectáculo, seguir actuando en bailes y en radios y, sobre todo, continuar cn su
valioso aporte en la conducción de los asuntos autorales.
No obstante la importancia que adquiriera en determinado momento, no hay duda
que el juicio que suscitan su estilo y la calidad de sus ejecuciones orquestales a Horacio Ferrer,
es justo. En “El libro del tango” expresa textualmente: “Su estilo, muy personal sin duda,
estuvo generalmente desprovisto de interés musical o de proyecciones creadoras dentro de su
sencillo esquema interpretativo, esencialmente destinado a la danza”.
La mayor parte de su largo recorrido como director de orquesta lo hizo bajo la
influencia de Francisco Canaro; además, sus conocimientos técnicos y musicales no eran
suficientes para que en ellos se fundara una apertura original o un intento de renovación.
Como acontecía con muchas orquestas de su época, en la de Francisco Lomuto se desconocían
los arreglos: por lo general se tocaba “a la parrilla”, sobre la base de la partitura para piano. Si
al traslado casi literal de la pieza se agregaban variaciones, eran el producto de la inspiración
o de la capacidad de alguno de los intérpretes ocasionales del conjunto. Era el caso, por
ejemplo, del maestro Lorenzo Olivari, que en más de una ocasión se agregó a esta orquesta
incorporando a sus interpretaciones los lujos de que era capaz a favor de su sólida formación
musical y técnica. Olivari, es bueno recordarlo, fue medalla de oro del conservatorio Santa
Cecilia, arrebatando el primer puesto de su promoción a Remo Bolognini.

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Con la incorporación de Martín Darré al conjunto, ya sobre el filo de la década del 40,
las ejecuciones se enriquecen con sus arreglos.
Por eso como lo reconoce Ferrer es “a fines de la década del 40, con los cantores
Miguel Montero y Alberto Rivera (cuando Lomuto) dirigió la más valiosa de sus orquestas”, no
obstante lo cual se vio opacado por el movimiento de renovación que se cumplía entonces y
del que quedó marginado por razones generacionales. En idéntica situación se vieron el
mismo Canaro, no obstante la perdurable gravitación popular de su conjunto, Roberto Firpo,
Edgardo Donato, Roberto Zerrillo y otros.
Por último, si bien a Lomuto puede adscribírselo a la escuela tanguística de su tiempo,
respecto de la cual cobró suficientes méritos como para destacarse, no alcanzó el relieve
necesario como para formar discípulos ni emuladores; su importancia debe ser juzgada más
bien, como ocurrió asimismo con Canaro, como la de empresario-director pero, por sobre
todas las cosas, como personaje clave en el período de institucionalización de la música
popular. Su generación recogió ese movimiento debido a la inspiración de “aquellos bohemios
del tango” y lo transformó en un sólido medio de vida para centenares de músicos, con los que
hicieron un invalorable aporte a la cultura nacional. A través de esa consolidación del
mercado musical, por efecto de la estabilidad de las normas de actuación de sus profesionales
y de la protección de sus derechos, se propició la formación de un semillero de músicos que,
ahora sí, sumando el dominio de la técnica a la inspiración, habrían de producir ese milagro
que se denominó la generación del 40.

Hermano contra hermano

Mientras Francisco Lomuto seguía con su serie de éxitos, su hermano Enrique luchaba
por labrarse su propia posición en el mundo del tango. Actuaba en público desde los 15 años y
a los 16 compuso su primera pieza, “Mateo”, mientras proseguía sus estudios en el
conservatorio Fracassi-D’Andrea. Por razones generacionales sus primeras posibilidades, fuera
del acompañamiento al piano en la orquesta de su hermano o la actuación individual o al
frente de otros conjuntos ocasionales, se le presentó en la radio. Pancho en armonio y Enrique
al piano actuaron en 1922 en la recién inaugurada LOZ Radio Sudamérica. El estudio estaba
en el Pasaje Roverano, de Avenida de Mayo y su director era monsieur Delledicque, que luego
fue director artístico, durante muchos años, de Radio Splendid.
Al principio, como habría de ocurrir también en televisión, las actuaciones no eran
remuneradas. Enrique se presentó también en Radio Nacional, cuyo director era el señor
Penela, que se encargaba de llevarlo en su Ford “a bigotes”. Y llegó a actuar en Radio Brusa,
obligadamente como solista, ya que el piano estaba en una habitación tan pequeña que apenas
cabía...
Pero no sólo en su vocación musical Enrique seguía las huellas de Pancho. En 1939 se
forma la Asociación de Gente de Radio de la Argentina (AGRA) para defender sus derechos y
Lomuto fue su primer presidente. Lo acompañaban en la patriada Agustín Irusta, Pedro
Maffia, René Cóspito, Pedro Láurenz y otros.
Sin embargo, las circunstancias en que se forma esta entidad son diametralmente
distintas a las que dieron origen a SADAIC, por ejemplo, destinada a obtener los mejores frutos
de una actividad que iba en aumento; aquí en cambio se trataba de prevenirse de los primeros
síntomas de la decadencia.
Ya durante la década del 30 las cosas no se presentaban tan sonrosadas para el tango
como la anterior. En primer lugar el boom parisino se había agotado; en segundo término los
elementos de reproducción mecánicos de la música no sólo habían contribuido a hacer
declinar el interés por la ejecución “en familia” de las piezas, sino que al estar las compañías
grabadoras en manos de empresas extranjeras, apoyaban la difusión de otras músicas en
función de sus intereses internacionales. Y en tercer lugar no caben dudas que la calidad
musical e interpretativa de esa época es posiblemente una de las más flojas y rutinarias de la
historia del tango. Lomuto, lo mismo que Canaro y otros de actuación destacada entonces, a
causa de lo elemental de sus conocimientos musicales, mal podían iniciar un movimiento
renovador. Éste debía partir, y así ocurrió, de la escuela más intelectual y preparada del grupo
de maestros del momento, la de De Caro, de la que se desprenden Maffia, Láurenz, Pugliese y
que ya sobre el filo de la década siguiente, se encuentran con ese rebrote de talentos que
encabeza Troilo.

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Muchos recordarán que en los bailes populares en los que la típica alternaba con la
jazz, los músicos de tango aprovechaban el descanso para escuchar a sus colegas, muchos de
los cuales habían sabido incorporar ya los arreglos y otras sofisticaciones para las cuales la
mayoría de los de la típica no estaban preparados.
Canaro, Lomuto y otras orquestas del momento pretenden pasar el mal rato
incorporando a sus conjuntos la jazz band, de las que aún se conservan grabaciones que son
un mal remedo de las interpretaciones de las orquestas norteamericanas. No es casualidad por
ello que el último de los Lomuto, Héctor, nacido en 1914, contrariando lo que parecía una
firme vocación familiar, se incline, cuando le llega el momento de actuar, por el jazz y no por
la típica, incorporando inclusive a su conjunto –con el que llegó a brillar en nuestro medio–
en carácter de pianista y arreglador a un elemento que sirviera en las orquestas de sus
hermanos: Martín Darré.
El golpe más fuerte y desencadenante de un conflicto gremial, a la vocación de
primeras figuras que los músicos de tango pretendían para sus conjuntos, fue la visita del
inglés Harry Roy con su orquesta de jazz, que hizo tabla rasa con todo el ambiente musical
porteño y creó un movimiento emulador destinado a perdurar muchos años.
En octubre de 1939 una delegación compuesta por Francisco Canaro, Francisco y
Enrique Lomuto, Juan D’Arienzo, Julio De Caro, Pedro Láurenz, Luis Díaz, Mario Bénard
–apoderado de SADAIC– y otros, entrevistó al ministro de Interior, doctor Diógenes Taboada,
para exponerle temas urticantes para los músicos y la gente del espectáculo. Uno de ellos era
el abuso, así lo denunciaban, ejercido por la mayoría de las emisoras que incluían en sus
programas entre un 80 y un 90 por ciento de música grabada, lo que significaba descartar
casi totalmente los números vivos. Además, implicaba transgredir el reglamento de las radios
–cuyo control estaba a cargo de la Oficina de Radiocomunicaciones– y que exigía un exacto
equilibrio entre los discos y los números vivos.
También reclamaron por la forma en que se desarrollaban las transmisiones en
cadena, determinante de un justo malestar en los músicos radicados fuera de la capital y a los
que desalojaba la competencia desleal y no deseada, de sus colegas metropolitanos. También se
opusieron a la propalación de audiciones bailables después de medianoche con discos porque
restaba concurrencia a las reuniones danzantes que se cumplían en clubes y confiterías.
Pero si con esa gestión, como se ve, se pretendió atacar un proceso que finalmente y a
pesar de todo, los habría de devorar, el tema de la competencia de los artistas foráneos, con ser
más circunstancial, constituyó el eje del asunto. Con la frase “la Argentina es el único país del
mundo donde el artista extranjero puede condenar al hambre al nativo”, se definió una
situación especialmente irritante: Radio Belgrano tenía un presupuesto de $ 300.000, de los
cuales destinaba dos terceras partes a pagar lo que pedía Harry Roy y con los 100.000
restantes pretendía satisfacer a todo el elenco local: artistas, músicos, técnicos, operadores,
locutores y demás.
También se atacó el denominado “monopolio de las emisoras”: el 75% de la
propaganda se concentraba en dos estaciones, Belgrano y Splendid, que monopolizaban el
mercado, fijando arbitrariamente condiciones de trabajo a sus contratados. Éstos, por un solo
sueldo, debían actuar en varias emisoras, pues cada una de las dos monopolizadoras era
dueña de varias otras y eso era impuesto como cláusula contractual.
Como a pesar de las gestiones realizadas no se llegó a nada concreto en diciembre de
1940 comenzó una huelga de músicos, directores de orquesta y trabajadores de radio, por el
problema del pago a las orquestas extranjeras y el de los bailables con discos, en la que los
hermanos Lomuto se vieron en campos opuestos.
El movimiento de fuerza fue propiciado por AGRA, que presidía Enrique y por la
Asociación General de Músicos de la Argentina –AGMA, años después Sindicato de Músicos–
de la que era secretario general Orestes Castronuovo. No se sumaron al movimiento y ello
creó serios resquemores en el gremio, nada menos que Francisco Canaro, Francisco Lomuto,
Roberto Firpo, así como Roberto Zerrillo y Joaquín Do Reyes. Osvaldo Fresedo se vio fuera del
conflicto porque debió ser internado para someterse a una operación quirúrgica de urgencia.
Y para salvar su posición declaró el 20 de enero siguiente que no tuvo otra participación que
la mediación al comenzar el movimiento de fuerza, como delegado de la Asociación Argentina
de Artistas de Variedades, debiendo luego apartarse del litigio por razones de enfermedad.
Esta huelga, no obstante las importantes deserciones, tuvo su fruto. El Ministerio del
Interior suscribió un decreto determinando conceder a cada país lo que en él se concediera al
nuestro en materia de actuación de músicos y artistas (en Estados Unidos, por ejemplo, sólo se
permitía actuar al director de orquesta argentino, no así a sus músicos, por lo que debía

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contratar ejecutantes locales). Se normalizó la cuestión relacionada con los programas
realizados a base de discos, volviéndose a la exigencia del 50 por ciento, y se logró la no
irradiación de bailables después de medianoche.
En 1942, previa consulta del gobierno a AGRA, se creó la Red Argentina de Emisoras
Splendid (RADES), bajo la condición de que en el elenco de esa red actuara el 50% de
intérpretes nativos.
AGRA se disolvió a fines de 1943, tras la renuncia de su presidente y ello dio lugar a
que los artistas se dividieran según su especialidad. Los locutores formaron la Sociedad
Argentina de Locutores (SAL); los directores la Asociación de Directores de Orquesta (Héctor
Lomuto, fiel a la vocación familiar, la presidió durante varios años) y otros trabajadores, la
Unión Argentina de Artistas de Variedades (el primer secretario general fue Carlos José Pérez
de la Riestra, Charlo). También se disolvió AADAR que, aunque contaba con algunos
elementos de renombre, agrupaba a una minoría.

Buenos Aires del 40

Cuando estalla la revolución del 4 de junio de 1943 Francisco dirigía lo que sin duda
fue su mejor conjunto orquestal y presidía SADAIC. Su hermano Enrique también se había
ganado un lugar entre las buenas orquestas típicas de entonces; desde 1935, cuando la suya
fuera considerada una de las cinco más populares del momento, se mantenía en constante
actividad y en 1942, al inaugurarse la Red Argentina de Emisoras Splendid (RADES) fue
elegido para dirigir una orquesta gigante, que puso bajo su batuta a Arturo de Bassi, Rodolfo
Biagi, Juan Sánchez Gorio, Antonio Rodio y otros. Héctor, por su parte, disfrutaba de un lugar
de privilegio entre las orquestas de jazz.
Pero ese esquema estrictamente profesional habría de ser modificado a partir del 4 de
junio porque otro de los hermanos, Oscar, periodista, cronista de guerra y marina del diario
“La Razón” desde 1922, era amigo íntimo de un militar llamado Juan Domingo Perón.
La relación entre Oscar y Perón se cimentó en la época en que este último se
desempeñó como secretario privado –que en ese tiempo equivalía también a un jefe de prensa
del ministerio– del titular de la cartera de Guerra, general Manuel A. Rodríguez, bajo el
gobierno del general Agustín P. Justo.
La admiración que Oscar sentía por Rodríguez la transfirió luego en parte al mismo
Perón, según se desprende de las declaraciones que le hiciera a Félix Luna (“El 45”). “Era un
excelente profesional –calificó a Perón– que a mi juicio sólo podía compararse con el general
Manuel A. Rodríguez”.
La amistad entre el periodista y el militar llegó a ser muy íntima y no fue alterada por
los cambios de destino que conociera Perón en su carrera. El “Gordo” Lomuto, como Perón le
decía a Oscar, era un individuo generoso, abierto, de entradora simpatía, siempre dispuesto a
hacer favores y de gran sentido profesional, recordándolo hoy los colegas suyos con los que se
ha hablado, como un verdadero maestro de los periodistas más jóvenes.
Oscar además se había plegado a las ideas políticas de Perón mucho antes de que éste
tuviera oportunidad de aplicarlas; en mérito a ese apoyo y como si hubiera pertenecido a esa
logia militar, le fueron confiados los objetivos que perseguía el GOU (Grupo Oficiales Unidos)
al crearse y estuvo en antecedentes de los preparativos que culminaron con la revolución del
4 de junio. Asimismo, en su auto y en compañía de otro periodista, Eduardo J. Pacheco,
acompañó la columna principal que avanzó sobre la Casa Rosada ese día, pero tuvo el buen
tino de desviarse antes de que enfrentara la Escuela de Mecánica.
Por último y siguiendo la tradición familiar, Oscar tampoco era un desconocido en el
mundo de la música; ya se ha dicho que compuso la letra del tango “Nunca más”, a los que se
agregan otras producciones, una de ellas con su hermano Enrique.
Cuando murió el general Rodríguez, en los primeros meses de 1936, Perón se hallaba
en Italia como agregado militar. Oscar, encargado, junto con otros colegas, de la coordinación
de un libro sobre el ex ministro –en quien la opinión pública había visto al sucesor natural de
Justo– se puso en contacto con Perón para solicitarle el aporte de datos. Por eso y aunque “El
hombre del deber”, como se llamó la obra, aparecida en noviembre de 1936, no cuenta al ex
presidente entre sus autores, lo fue a través de Lomuto. En este libro colaboraron también,
escribiendo sendos panegíricos de Rodríguez, Justo, Octavio Amadeo, Alfredo Palacios, Ismael
Bucich Escobar, Martín Gil, Pablo Riccheri, Salvador Oría, Arturo Cancela y otros. Es un libro
muy sencillo, que no mereció mayores comentarios durante su época, aunque el diario

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católico “El Pueblo” consideró, en su edición del 22 de noviembre de 1936, que era una obra
“que se lee con deleite y provecho”.
También Enrique Lomuto conocía a Perón. Algo por la amistad que lo unía a su
hermano y en buena medida porque muchas veces le correspondió animar los bailes del
Círculo Militar cuando, al frente de la comisión de fiestas, se desempeñaba quien habría de
ser luego figura clave de la revolución del 43.
Cuando el entonces coronel llega al gobierno, después del 4 de junio, y pide para sí,
algo insólitamente para quienes no estaban en antecedentes de sus planes, la titularidad del
desvaído Departamento Nacional del Trabajo, Oscar Lomuto es inmediatamente llamado a
colaborar con él. La tarea que Perón le eligiera ilustra con precisión que había asimilado con
provecho las enseñanzas que le deparara su estada en Europa durante la preguerra.
En la enfermería del Departamento Nacional del Trabajo, que se hallaba en Victoria
(hoy Hipólito Yrigoyen) y Perú, Perón improvisa una Dirección General de Prensa a la cual
muy pronto Oscar convoca a quienes eran sus mejores amigos en la profesión y a sus
compañeros en la sala de periodistas de Guerra y Marina. Comienza por sus amigos íntimos,
Marcial Rocha Demaría (de “La Razón”) y Eduardo Pacheco (de “Crítica”), a quienes se
agregan Jorge Papillaud, de la agencia UPI, y otros. Las agencias noticiosas y los diarios “La
Razón” y “El Mundo” fueron los medios que más elementos proveyeron al elenco, cuya
“misión imposible” era fabricar a Juan Perón candidato a la presidencia. Naturalmente que él
sabía qué es lo que había que hacer para ayudar al proceso.
La primera máquina de escribir, recuerda Pacheco, debieron ubicarla sobre una
camilla que, junto con una silla, constituían el único mobiliario original de la repartición. Más
tarde y dado que el Concejo Deliberante se encontraba sin destino, trasladaron la dependencia
a uno de sus salones.
En enero de 1944 el general Edelmiro J. Farrell sucede al general Pedro Pablo Ramírez
en la presidencia y Perón sigue ganando posiciones, hasta reunir bajo su mandato la
vicepresidencia, la cartera de Guerra y la Secretaría de Trabajo y Previsión. Es en esta etapa
cuando lleva al mayor Poggi (hermano de quien casi fuera presidente luego de la caída de
Frondizi) a la subsecretaría de Informaciones y Prensa, en reemplazo del teniente coronel
Héctor Ladvocat. Poggi, el 21 de marzo de 1944, nombra a cuatro directores generales en esa
repartición, siendo designados Sergio Chiappori en la Dirección de Propaganda, Mario Molina
Pico en la de Espectáculos, Francisco Gismondi en la de Subsecretaría y Oscar Lomuto en la de
Prensa. El elenco original del Departamento de Trabajo, más un número importante de otros
periodistas, estaba junto al “Gordo” Lomuto.
Durante el período de Poggi, que duró hasta julio de 1944, también entró a colaborar
en la dependencia el capitán Blas Lomuto, a quien su superior encomienda la letra de la
marcha del 4 de junio, que habría de estrenarse al cumplirse el primer aniversario de la
revolución. De la música se haría cargo Pancho. Blas, según lo recuerda, debió resignarse al
pedido de su superior, ya que no deseaba hacer esa letra. Pero Poggi sabía que su subordinado
tenía condiciones para escribir y que a su inspiración se debía el texto del tango “Dímelo al
oído” y de otros firmados, como los que compuso Oscar, por Pancho Laguna.
La pieza fue estrenada el día previsto por la banda del regimiento 3 de infantería y los
derechos que pudiera devengar fueron resignados por sus autores. Prácticamente sólo a eso se
limita, según Blas, su colaboración con el gobierno de Perón, ya que muy poco tiempo después
pidió ser enviado a un destino militar y, más adelante, fue agregado militar en México y Cuba
y vicedirector del Colegio Militar. Allí lo sorprendió la revolución de septiembre de 1955 y,
mientras investigaban su actuación en la época peronista, fue privado de su libertad casi un
mes.

Los apuros de Pancho

La adhesión de los Lomuto a la figura de Perón se concretó desde un primer momento


y no fue exclusiva de los que ocuparon la función pública. Francisco, por entonces al frente de
SADAIC, se apresuró a suscribir una “declaración de las entidades autorales argentinas
elevada al gobierno de la Nación”, fechada el 16 de junio de 1943 y en la que se precisó el
apoyo a la revolución no sólo de esa entidad autoral, sino también de Argentores, la Sociedad
Argentina de Escritores, la Asociación Argentina de Actores y la Asociación Argentina de
Artistas de Radio.

14
Pero el fervor de Pancho por el nuevo gobierno no se limitó a aquel acto inicial. En
octubre de 1943, al cumplirse las bodas de plata de la entidad autoral, SADAIC ofreció una
comida en el restaurante El Palenque, del Parque Retiro, a la que asistieron dos mil personas y
en la que figuraron, como invitados de honor, el vicepresidente de la República, general
Edelmiro J. Farrell; el ministro de Justicia, Gustavo Martínez Zuviría; el presidente de la
Comisión Nacional de Cultura, Carlos Ibarguren; el de Bibliotecas, Juan Pablo Echagüe; Matías
Sanchez Sorondo, los coroneles Ávalos y Velazco y, obviamente, también el coronel Perón, que
en las fotos de la reunión aparece sentado junto a la señora de Lomuto.
Pancho, quien abrió la cuenta de los discursos, encareció la necesidad que tienen las
sociedades de autores de cada país de acercarse a su gobierno “sin intereses políticos ni
especulaciones malintencionadas”. También hablaron Farrell, Pintín Castellanos, Martínez
Zuviría y Perón, quien exaltó el sentimiento que produce la música popular y elogió la obra de
los que la componen y divulgan, ponderando las melodías “camperas y ciudadanas que tan
hondo llegan al corazón de los argentinos”.
Martínez Moirón, al recordar aquel acto, reconoce que fue la primera vez “en la
historia autoral argentina (que) se acercaron muy estrechamente el gobierno y autores”. Esa
relación fue muy oportuna para los directivos de la entidad que, por distintas circunstancias,
se veían amenazados por una intervención de la Inspección General de Justicia; además, los
tangueros estaban sitiados por la pretensión del presidente Ramírez de que las letras de tango
no tuvieran expresiones lunfardas.
La primera de las cuestiones espinosas que afrontaba SADAIC era una acusación
contra la entidad que había iniciado un señor Máximo Perdeck en 1942 y que todavía se
estaba sustanciando. A ello se sumó el affaire, como lo designa Martínez Moirón, promovido
por un ex cajero “que distrajo una suma de dinero”, lo que dio lugar a que SADAIC nombrara
una comisión investigadora que, no obstante la premura con que se expidió, no pudo evitar el
escándalo que se hizo alrededor de este asunto. El 15 de agosto de 1943 la asamblea de la
entidad resolvió prescindir de los servicios de la auditoría que tenía contratada, exonerar al
contador y rescindir el contrato del administrador general, que era el compositor Luis
Teisseire.
El 15 de enero de 1944 un terremoto destruyó San Juan y SADAIC coordinó, como lo
hizo el resto de las entidades públicas y privadas dentro de su esfera de acción, el apoyo
económico de los autores y compositores. Esto dio lugar a que, tiempo después, el coronel
Perón hiciese una visita personal a SADAIC “vestido de atuendo deportivo”, como lo recuerda
Martínez Moirón, para agradecer el gesto de los músicos e interiorizarse de las funciones de la
entidad.
Pero esa visita no fue enteramente espontánea, según lo precisa Enrique Lomuto, sino
que estuvo destinada a brindar apoyo a su hermano en momentos difíciles para él y para la
entidad, ya que sobrevivía el riesgo de que fuese intervenida. “Un domingo –memora– nos
vino a ver a Oscar y a mí a la platea de Atlanta; cosa rara en Francisco, porque iba poco al
fútbol y porque era partidario de San Lorenzo. Pero nos vino a pedir que lo ayudáramos.
Entonces logramos que Perón fuera a SADAIC y todo se arregló”.
Perón en aquella oportunidad firmó el “libro de oro”, aunque su rúbrica ya no se
conserve en él; alguien, caído ya el régimen, se preocupó por borrarla con el auxilio de una
hoja de afeitar. Pero ésa no sería la única consecuencia que tuvo para SADAIC la especial
atención que le prestó el entonces secretario de Trabajo y luego presidente de la República. A
partir de septiembre de 1955 conoció una larga cadena de intervenciones de la que no se
redimió sino mucho tiempo después.
Las acusaciones del señor Perdeck que, según Martínez Moirón, formaban parte de
“un mal intencionado movimiento de infundios y graves acusaciones contra SADAIC”,
determinaron que el gobierno encomendara al doctor Horacio F. Rodríguez, ex letrado de la
sociedad y director del Registro Nacional de la Propiedad Intelectual, una “amplia
investigación sobre el terreno”, siendo éste el “corolario de una situación creada por un
núcleo de asociados irresponsables”.
El mismo Perón, como secretario de Trabajo y Previsión, fue el que firmó el documento
en el que se tiene “por desvirtuados los cargos contenidos en el informe del investigador, en
virtud de las explicaciones aclaratorias formuladas por SADAIC que se estiman suficientes y
satisfactorias”. Las denuncias y una “carta apócrifa” presentada por el denunciante fueron
desestimadas una vez analizadas por el doctor Rodríguez “la organización y funcionamiento
de SADAIC en cuanto pudiera interesar al aspecto de la vasta acción gremial y mutualista que
desarrolla”.

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Apogeo y caída

La preponderancia de Oscar Lomuto y de sus hermanos en la vida pública fue en


aumento a medida que la fue cobrando el mismo coronel Perón. Alejado el mayor Poggi de la
subsecretaría de Informaciones, Prensa y Propaganda, el 15 de julio de 1944, por una
resolución del Ministerio del Interior se designó a Oscar con carácter interino (posteriormente
fue confirmado) al frente del organismo, con retención de su puesto de director general de
Prensa, lugar al que, también interinamente, ascendió Pacheco.
No obstante la entrañable amistad que unía al “Gordo” Lomuto con Perón y las
satisfacciones que el equipo de prensa que actuaba bajo su dirección le brindaba, se trataba de
un puesto sujeto a un intenso desgaste. Pacheco recuerda que ese clima progresivamente
difícil para el elenco de la subsecretaría, que desde que fuera elevada a ese rango funcionaba
en la Casa Rosada, era fácilmente palpable y que él mismo aconsejó a Oscar que renunciara y
tratase, como otros colaboradores de la primera hora, de obtener un puesto en el exterior.
Pero Lomuto no quiso atender ese sabio consejo y prosiguió su gestión. El resultado fue
que el 14 de septiembre de 1945, poco después de la medianoche, como lo consignan las
crónicas de los diarios, los representantes de los distintos medios fueron citados por el
subsecretario del Ministerio del Interior, doctor Benedit, para hacerles entrega del texto de
una resolución ministerial por la que, “con el objeto de proceder a su reorganización”, se
intervenía la Subsecretaría de Informaciones. Fue designado en reemplazo de Lomuto, en
carácter de interventor, el director general del Ministerio, doctor Delio Martínez; a Pacheco lo
suplantó Enrique E. García.
Las razones que explican esta súbita intervención –algunos colaboradores de la
Subsecretaría se enteraron de la medida leyendo el diario la mañana siguiente– son varias,
pero una parece ser la fundamental: este acto forma parte de la serie de hechos que
corresponden a la historia política de ese agitado año; en ese contexto, el alejamiento del
equipo de prensa de Perón coincide con el punto más bajo de la influencia del coronel en el
gobierno de Farrell, y con el apogeo de sus enemigos, que forzarían su renuncia pocos días
después. No debe olvidarse que, por ejemplo, el 19 de septiembre, es decir pasados cinco días
del alejamiento de Lomuto y su gente, se realiza la Marcha de la Constitución y la Libertad que
precipitaría, a favor del entusiasmo que despertó entre las fuerzas políticas autodenominadas
democráticas, la acción de los militares de Campo de Mayo contra Perón.
Pero hay más. La fobia de los democráticos contra la Subsecretaría, que veían en ella
un asilo de Goebbels criollos, tuvo una viva expresión durante la misma semana que
culminara con el pueblazo del 17 de octubre. El 15 de ese mes Farrell y Ávalos firmaron el
decreto 25.563 disolviendo lisa y llanamente la Dirección General de Propaganda, que había
sido creada “para informar al pueblo de los acontecimientos de la revolución” y que
súbitamente carecía “de objeto bajo gobiernos democráticos”. Como lo señala Luna, la
actuación de algunos funcionarios de la Subsecretaría se había constituido en una fuente de
disgustos para Campo de Mayo.
También hay quienes estiman que puede haber tenido influencia la creciente
participación de Eva Duarte en los asuntos de gobierno. Existen anécdotas que prueban su
injerencia en temas de competencia de la Subsecretaría de Informaciones y de la resistencia
que encontró su actitud en algunos de los profesionales que la dirigían. Pero este factor habrá
de jugar un papel preponderante tiempo después en la vida de Oscar Lomuto y de su gente, es
decir cuando Perón se hace cargo de la presidencia.
Porque Oscar y Enrique Lomuto –éste sobrevivió a la purga manteniéndose como
subdirector del Archivo Nacional–, Eduardo Pacheco y otros colaboradores de la Subsecretaría
fueron llamados por Perón para recrearla y ponerla nuevamente a su servicio, pero esta vez
desde el llano. Así fue como se creó la Junta Pro Candidatura del coronel Perón, de la que
Enrique tenía el carnet de afiliado N° 2, y que trabajó coordinando la estrategia política
destinada a llevar a aquél a la primera magistratura.
En el relato efectuado por Oscar Lomuto a Luna, definió la Junta como “una oficina
donde Perón solía mantener sus entrevistas privadas”; en realidad puede decirse que allí
planificó su campaña electoral y consolidó sus relaciones con quienes habrían de ser sus
principales colaboradores en el gobierno que habría de presidir.
A esa Junta se afiliaron todos cuantos realmente pueden ser llamados peronistas de la
primera hora; muchos de ellos, como Miguel Miranda, Lagomarsino, José María Castiñeira de
Dios y otros, ocuparon luego posiciones destacadas dentro del primer gobierno de Perón.
También el escritor Leopoldo Marechal, según Enrique cree recordarlo, se afilió a la Junta.

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La impresión de todos los datos referidos a este organismo –salvo el hecho de que
estuvo ubicado en la calle Piedras 338– tiene su razón de ser. Los archivos, que estaban en
poder de Enrique Lomuto, fueron quemados por éste cuando sobrevino la revolución de
septiembre de 1955 y su furia investigadora, ante la presunción de que las nóminas de
adherentes y otros datos pudieran interesar al nuevo gobierno, para formular cargos a mucha
gente.
No obstante su activa y eficiente labor en la junta promotora, ni Oscar, ni Enrique
Lomuto ni otros colaboradores, como Eduardo Pacheco, recibieron ofrecimiento alguno de
parte de Perón una vez que éste asumió la presidencia. Los dos primeros no volvieron a verlo
jamás ni le pidieron nada; Pacheco volvió a estrecharle la mano alguna vez cuando retornara
a la Casa Rosada en carácter de cronista de gobierno, pero tampoco le dio muestras de especial
consideración.
En lo que hace a los Lomuto, algunos aducen que Eva Duarte jamás les perdonó que se
hubiesen ausentado a Córdoba durante la semana de octubre. Efectivamente Oscar y Enrique
se alejaron de la ciudad durante esos sucesos, porque se consideraban en la mira de la
reacción; pero no por eso la Subsecretaría donde permanecía la mayor parte de su gente dejó
de rendir muy útiles servicios a la causa popular durante esos días –según lo consignan
diversos cronistas–, coordinando y distribuyendo información entre los gremios, lo que
facilitó la concentración del día 17.
Otra explicación es que conspiraba contra la incorporación de Oscar al nuevo
gobierno su irregular situación matrimonial; el casamiento de Perón y Eva antes de las
elecciones y su apego a grupos católicos que dominaron la primera etapa de su gobierno,
marcaba una conducta a sus miembros que no podía ser observada por el “Gordo”.
Finalmente y éste es un juicio que tiene carácter más general, Eva se habría
preocupado por separar de su marido a sus viejos amigos, prefiriendo manejarse con los
adictos que despertó su propia gestión. Uno de ellos habría de ser Raúl Alejandro Apold,
cronista de temas aeronáuticos, que fue presentado a Perón y Eva por el mismo Lomuto y que
ganara rápidas posiciones luego del triunfo del coronel, hasta constituirse en el secretario de
Prensa de su gobierno de más largo desempeño.
Al período de permanencia de Oscar Lomuto en la Subsecretaría se deben entre otras
iniciativas, la creación de la agencia de noticias del Estado, Télam; la del archivo de la palabra,
en el Archivo General de la Nación; el primer estatuto del periodista, en 1944, y la compra del
edificio para la entidad, en Avenida de Mayo 760. Pero más allá de todo ello Oscar
implementa el Servicio de Informaciones y Prensa adecuándolo a las necesidades del Estado,
imponiendo modalidades de las que luego se habrían de servir todos los gobiernos que
siguieron al de Perón. Pero hay más: la táctica impuesta por éste al hacerse cargo de la
Dirección Nacional del Trabajo en 1943 y que consistió en agrupar en torno suyo, en puestos
rentados por el Estado, a representantes de distintos medios periodísticos, volvió a ser repetida
casi 30 años después por uno de los protagonistas de su derrocamiento, pero en el marco de
otra dependencia: el Ministerio de Bienestar Social. Es innecesario decir que los resultados no
fueron para Francisco Manrique los mismos que para Juan Perón.
Oscar, cumplido su ciclo con Perón, fundó junto con Joaquín F. Dávila la revista
“Continente”, cuyo primer número salió en abril de 1947, y que era un “mensuario de arte,
letras, ciencias, humor, curiosidades e interés general”. Enrique pasó del Archivo al Boletín
Oficial y finalmente fue cesanteado en 1952 “por negarse a recibir, ese fin de año, el
consabido regalo de sidra y pan dulce”; tiempo atrás no había querido afiliarse al partido
peronista.
La relación de Francisco Lomuto con el gobierno de Perón continuó siendo duradera y
estable. En 1946, siendo todavía Pancho presidente de SADAIC, logró apoyo del gobierno para
un viaje que él, conjuntamente con Francisco Canaro y Mario J. Bénard, realizarían a Estados
Unidos para concurrir a un congreso de sociedades de autores que se cumpliría en
Washington. En esa reunión se ofreció al Congreso Internacional de Sociedades de Autores
(CISAC), la realización de la próxima asamblea confederal en Buenos Aires, la que se cumplió
en 1948 con el apoyo de las autoridades argentinas.
En 1947 Francisco Lomuto se alejó del país para hacer una gira por España, llevando
un espectáculo de música argentina. Vuelto a nuestro medio siguió actuando aunque no en
forma permanente, hasta que lo sorprendió la muerte, el 23 de diciembre de 1950,
exactamente un año antes que a Enrique Santos Discepolo. Perón y Eva Duarte enviaron
ofrendas florales y fueron representados en los actos de inhumación de sus restos por el
subsecretario de Informaciones, Raúl Apold. Varios hablaron en ese acto: Cátulo Castillo, por

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SADAIC; Eduardo Ríos, por la asesoría letrada de la misma entidad; Antonio Botta, por
Argentores; Ignacio Demaría, por Radio Belgrano; Pedro Chans Moreno, por Radio El Mundo,
y otros; pero quizás haya sido Francisco García Jiménez, que lo hizo en nombre de sus amigos,
quien efectuó la mejor síntesis de su vida y su mejor retrato: “Prestigió la música y la canción
popular argentina (...), desbordante, expresivo, cortés, afectivo y dinámico, desde su
exhuberante planta física hasta su galana índole moral (...) En plena adolescencia llegó a las
tertulias donde la música pone compás unánime a la fiesta. Pianista sobrio, de sencilla
intuición e inspiración amable, todos le salieron a la puerta con el abrazo y las puertas todas
se le abrieron; boda o bautizo de gran fasto (...) En su hogar, digno y respetable, se le ofrecían
los caminos de la universidad (...) Pancho los desdeñó. Otra sonoridad lo atraía (...) Obtuvo un
puesto de empleado en el local de ventas de una casa musical de la calle Florida. Lo vimos allí
ofreciendo la última novedad bailable; sentándose incansable al piano y arrancando compases
de dos por cuatro para las gentiles interesadas; y estuvimos con él, incipientes autores hace 30
años, convirtiendo el local de ventas al caer la tarde, en corrillo y mentidero del ambiente (...)
De pronto le llegó el éxito que no lo abandonó. Se llamaba ‘Muñequita’. Quinientas noches
cantó el tango para salas repletas del teatro Nacional, la primera actriz de un sainete famoso
(...) Sus éxitos de creador se sucedieron. Pasó a ser ejecutante y enseguida, por gravitación
propia, director. Su orquesta típica rebalsó los límites del baile común (...) fue número
obligado de las temporadas balnearias en el club selecto [se refiere a las temporadas en el club
Mar del Plata]. Todo lo hizo –la creación, la difusión, el impulso gremial– con calidad, con
sensatez, con altura”.

Milonga triste

Añadiendo una nueva casualidad a la vida de los Lomuto y a su estrecha relación con
la misma vida del tango, desde su nacimiento hasta su virtual agonía de hoy, Pancho muere
sobre el final de lo que puede considerarse el mejor momento de la música de Buenos Aires.
Las causas por las que la década del 40 fue la más brillante se basan en la cantidad de talentos
que se dieron cita en ese período cultivando el tango, en la evolución técnica de sus
instrumentistas, en la afirmación del arreglador, en la presencia de buenos poetas; pero
posiblemente nada de eso hubiera tenido gravitación si paralelamente y por causa de un
hecho tan fortuito como externo, como la segunda guerra mundial, la Argentina, lo mismo
que el resto de los países no involucrados en el conflicto, no hubiese sabido de casi una década
de semiaislacionismo cultural, durante ese período florecieron y afirmaron formas auténticas
de nuestra cultura y se sostuvo una posición política y económica nacional e independiente.
Vueltas las grandes potencias a la normalidad, comenzó la rápida penetración de las
formas musicales digitadas que arrasaron no sólo con el tango, sino con la preponderancia en
el mercado de otras músicas latinoamericanas de origen folklórico, excepto que fueran
puestas de moda ocasionalmente por las compañías grabadoras; también el fenómeno arrasó
con las cinematografías nacionales –recuérdese la importancia que llegó a tener el cine
mejicano en la Argentina y el número de películas que se filmaban en el país y se exportaban
al área de habla hispana– y con otras formas menores de la autonomía cultural, como la moda
en el vestir. La “moda Divito”, por ejemplo, constituye un fenómeno que no ha vuelto a
repetirse y que sólo se entiende en el contexto de nuestra invariable vida dependiente, a favor
de un hecho que aislara por un tiempo al país, como fue la última guerra mundial.
Pero como lo dijo Horacio Salgán en cierta oportunidad, la crisis no alcanzó solamente
al tango ni a las otras formas musicales, como el jazz, el samba y demás. Erradicó del
espectáculo a la misma orquesta, ya que lo que venden los países productores de música no
son ejecutantes vivos ni instrumentos, sino aparatos reproductores de música grabada, ya sea
que los exporten directamente o que vendan tecnología, know how o matrices.
Esto lleva a que hoy la muchachada que baila no se pasa el santo sobre determinado
conjunto o la pieza tal, sino que concurre allí donde se encuentra ese disc jockey que tiene las
últimas cintas grabadas de Estados Unidos o al local que cuenta con el más barullero de los
equipos estereofónicos. Es decir que, como nunca, la cibernética ha reemplazado aquí al
hombre.
Daniel Lomuto pertenece a la tercera generación de ese apellido. Ejecutante del
bandoneón, arreglador, ha dirigido su propio conjunto, actúa en un par de canales de
televisión y ha viajado a Japón con la orquesta “Los Señores del Tango”. Gana para vivir, pero
todo parece indicar que con él se agota el ciclo del tango. Es que en esta lucha a toda pérdida,

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que la música de la ciudad lleva con los elementos mecánicos y con la política de las
grabadoras, es justamente el tango el más afectado. Dice Daniel: “Suponete que los músicos
nos declaráramos en huelga, que los cantores hicieran lo mismo. Con la música moderna a las
grabadoras se les crearía realmente un problema. Porque, ¿a quién le van a vender una
reedición de Billy Caffaro o de Rocky Pontoni? Pero las grabaciones de Gardel, de Di Sarli, de
Pugliese siempre van a caminar. Es decir que como no hay éxitos nuevos justamente las
reediciones son las que nos hacen la mayor competencia. Si yo le hago arreglos a una
cantante, con 7 u 8 le bastan; tiene para un año o dos. Siempre canta lo mismo y no queda
fuera de moda porque en el tango casi todo es histórico”.
Si siguen las cosas así el tango será muy pronto tan vigente como los valses vieneses.
Los Lomuto y la gente de su generación estructuraron las cosas para hacer del movimiento
tanguero una verdadera institución, sólida y de porvenir. Su acercamiento al sector oficial y la
obtención de algunos privilegios, como la obligatoriedad, por parte de las emisoras, de emitir
un porcentaje obligatorio de música nacional, fueron dejados de lado por los que luego se
ocuparon de estos asuntos –que si son económicos, son asimismo culturales– aparentemente
en la creencia de que aquí también todo es fruto de la oferta y la demanda.
Pero como aquí tampoco existe un mercado que sea el producto de la libre oferta y
demanda, el país se ha constituido en el recipendario obligado y pasivo de esas expresiones
subculturales que constituyen el negocio de las casas matrices de las compañías que aquí las
divulgan a través, primordialmente, de los medios nativos, públicos y privados.
El juego está dado así y desconocerlo significa marginar a las formas musicales
auténticas, excepto que mañana el negocio del disco decida ponerlas nuevamente en
circulación por el tiempo que resulte rentable. La única salida para el tango consiste entonces
en emplear los mismos medios que están impuestos, para efectuar su promoción: hacer que
resulte nuevamente negocio y conceda prestigio. Para lo primero se trata de poner en la
horma a los medios de difusión, ya que detrás de ellos vendrán obligatoriamente las
grabadoras; para lo último, existen decenas de recursos a los que se puede apelar, pero el
principal tal vez sea montar una publicidad del ambiente con el mismo criterio profesional
con que se encara la venta de cualquier individuo, moda o mercadería.
De artículo de exportación, detrás del cual iba el sello de una nación, de una forma de
vida, de una cultura al fin, el tango se ha transformado en música de minorías, en una
curiosidad con la que se puede tropezar en Europa o Japón. El último festival de música
popular realizado en el Teatro Colón lo puso una vez más de relieve: el folklore tenía la fuerza
de lo vigente; el tango, el tono de la melancolía. Asistiendo respetuosos a su entierro los
argentinos no nos desprendemos solamente de una parte de nuestro pasado; resignamos un
rasgo importante de nuestra cultura nacional y aceptamos, en su reemplazo, el relleno que
nos proponen formas musicales sin otro sentido que el comercial, desprovistas de belleza y de
hondura. •

Bibliografía

El libro del tango, Horacio Ferrer


El mundo de los autores. Historia de SADAIC, Jesús Martínez Moirón
El tango en mis recuerdos, Julio De Caro
El tango. Historia de medio siglo, Francisco García Jiménez
Historia de la orquesta típica, Luis A. Sierra
Mis memorias, Francisco Canaro
El 45, Félix Luna
Y la muy especial colaboración de Jorge J. Lomuto

Oscar Lomuto, cantor

En los tiempos de la radio amateur, cuando no se cobraba por actuar, Enrique Lomuto
actuaba como solista de piano en LOZ Radio Sudamérica, allá por 1925, de la cual era
director artístico Mr. Delledicque.
En una ocasión Oscar asistía a la actuación de su hermano y cuando éste atacó el
tango de Francisco “Nunca más”, cuya letra le pertenece, le salió del alma cantarla. Pero lo

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hizo de manera tan desafinada que los echaron a ambos, por considerar Mr. Delledicque que
lo ocurrido era “una desconsideración hacia los oyentes”.
Pero Enrique parecía estar signado por los cantores improvisados. Tiempo después,
actuando en Radio Belgrano –que ya pertenecía a Jaime Yankelevich pero todavía no estaba
comercializada– fue Héctor Canziani –autor de letras populares y luego productor de cine– el
que se atrevió a cantar, con idéntico resultado: los echaron a ambos, aunque con maneras
menos cordiales que las usadas por el francés. •

Del terceto a la orquesta

Cuando comenzó a popularizarse la radiofonía, alrededor de 1924, Francisco Lomuto


no tenía orquesta fija. Con un conjunto estable recién se incorporó a la radio en 1928. Lo hizo
en Radio Nacional –después Radio Belgrano–, situada por entonces en Boyacá al 300 y de la
que era director Manuel Penela. Fue a éste a quien se la adquirió Jaime Yankelevich para
comercializarla incorporándole publicidad.
Antes de eso Francisco sólo formaba orquesta de manera ocasional, formándose los
conjuntos a pedido del cliente. Así lo hizo en dúo, con Eduardo Armani como violinista, o en
trío, con Armani y Ciriaco Ortiz al bandoneón. Con orquesta comenzó a presentarse en los
cines, partiendo por el Ópera en 1926 y, en ocasiones posteriores, para servir a los concursos
organizados por Max Glucksman.
En estos certámenes, que se llevaron a cabo de 1924 a 1927, el salón elegido fue el del
Grand Splendid, que pasaba por ser el cine más aristocrático del momento y estaba ubicado,
como hoy, en la avenida Santa Fe.
Cuatro eran los directores de orquesta que actuaban en esos concursos: Francisco
Lomuto, Francisco Canaro, Osvaldo Fresedo y Roberto Firpo, es decir, los más cotizados del
momento. Las obras que llegaban a la final eran grabadas por todos ellos y, además, por
Carlos Gardel.
En los años 1925 y 1926 Francisco Lomuto obtuvo la concesión para actuar en los
cines de Max Glucksman (Grand Splendid, Electric, Etoile, Rívoli, Select Suipacha, Plaza y Petit
Splendid), pero en los carnavales de alrededor de 1930, también lo hizo en el Broadway. •

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