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Una comparación
Si el Estado se inhibiera ante el aborto, atentaría gravemente contra la exigencia ética de
protección de la vida e integridad de los individuos, como lo haría –por ejemplo– si se
inhibiera ante el uso impune de la tortura por parte de la policía.
La tortura es abominable, y nadie podría justificarla aduciendo que los torturadores
piensan que se trata de un asunto que pertenece a su propia conciencia y son por tanto
libres de practicarla si lo consideran oportuno.
—¿Y por qué crees que se comprende tan claramente en el caso de la tortura, y sin
embargo no ocurre así con el aborto?
La tortura nos la podemos imaginar fácilmente en toda su crudeza y todo su horror,
pero, en cambio, hay que hacer un esfuerzo para imaginar la realidad cruda y horrible de
un aborto provocado.
Pero si una madre, antes de decidirse a abortar, viera en vídeo lo que va a suceder con
su hijo, me temo que muy pocas madres llegarían a abortar.
—Antes hablabas de exigencias éticas del Estado. ¿Quieres decir que el Estado tiene
que sancionar todo lo que la moral prohíbe?
No. Por ejemplo, el Estado no puede sancionar las conductas inmorales que
permanezcan en el terreno de la intimidad de las personas. Tampoco castiga algunas
otras, aunque se produzcan en el fuero externo, porque es preferible tolerarlas, para
evitar así males mayores (por ejemplo, porque lesionarían sensiblemente algunas
libertades: así sucede con la mentira, por lo que la mayoría de los Estados solo
penalizan la mentira “cualificada”: perjurio, falsedad en documento público, etc.).
Pienso que el aborto está entre las que sí debe sancionar, pues con la legalización del
aborto la autoridad civil legitimaría esa bárbara libertad que se toma el fuerte sobre el
débil, y omitiría uno de sus deberes más primarios: la defensa de la vida inocente.
El Estado ha de poner los medios necesarios para que no se practiquen abortos, del
mismo modo que ha de velar para que no se asesine, se viole o se robe. Tolerar el
atentado contra el derecho a la vida sería una de las formas más radicales de
intolerancia: la que no tolera el desarrollo normal de vidas humanas incipientes.
—De todas formas, de poco sirve declararlo ilegal, pues si en su país no pueden abortar,
lo harán viajando al extranjero.
Con esa lógica, siempre habría que armonizar internacionalmente las leyes al nivel ético
más bajo, adaptando cada una de ellas a las del país en el que hubiera mayor relajación
en ese punto.
Acabaríamos, por ejemplo, teniendo que legalizar la venta de órganos de personas vivas
con la excusa de que en la India es una práctica tolerada y hay pobres dispuestos a viajar
allí para vender uno de sus riñones.
—¿Y no te parece que se presentan en ocasiones algunos “casos límite” en los que el
aborto debía estar permitido?
Es indudable que se dan casos especialmente dolorosos y conmovedores. Casos que
incluso parecen justificar el recurso a procedimientos extremos. Pero nunca puede
admitirse como solución matar a un ser humano inocente. Otra cosa es que todas las
legislaciones penales contemplan con carácter general algunos casos en los cuales una
persona se ha podido ver inducida física o psíquicamente a cometer un delito (cualquier
delito, no solo el aborto), y establecen entonces una exención parcial o total de la
responsabilidad penal del autor.
La persuasión de la verdad
—¿Y cómo explicas que la brutalidad del aborto, que, según dices, debiera ser tan clara,
sea negada por tantísima gente?
La historia demuestra que cada época se caracteriza tanto por sus intuiciones como por
sus ofuscaciones. Eso explica que pueblos enteros hayan podido a veces permanecer,
durante períodos muy largos, sumidos en desviaciones sorprendentes. Baste recordar los
duros debates que en su momento se produjeron en torno a cuestiones hoy felizmente –
casi– superadas, como la esclavitud, la segregación racial, la tortura, etc.
Y es que, como ha señalado Antonio Orozco, hay verdades que resultan más simpáticas
y agradables en cierto momento, y se estudian más y se hacen más patentes. En cambio,
hay otras que son igualmente verdaderas, pero que contrarían actitudes y hábitos
arraigados, y no se está fácilmente dispuesto a reconocerlas. Muchas verdades pueden
ser olvidadas, e incluso suplantadas por errores, puesto que, lamentablemente, no
siempre hay una relación directa entre la verdad y el número de personas a las que
persuade.