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http://www.uoc.edu/web/esp/art/uoc/20128/20128.html
Resumen:
Los exámenes y las pruebas de validación generan ansiedad tanto a los alumnos como a
los profesores, si bien en grados diferentes y por motivos diversos. Ahora y aquí nos
ocuparemos de la ansiedad de los primeros, aunque la de los segundos pueda ser a veces
igual o superior porque, en conjunto, el número de alumnos es muy superior.
Estudios clásicos como los de Dobson (1983) nos informan de que, aparte de los casos
propiamente psiquiátricos como la esquizofrenia y los trastornos maníaco-depresivos,
aproximadamente un 10% de los estudiantes universitarios experimenta problemas
psicológicos serios que necesitan algún tipo de apoyo durante el período de crisis o cortos
períodos de psicoterapia. Además, en torno a un 20% presenta de forma transitoria
trastornos de tipo psicosomático, con manifestaciones que afectan fundamentalmente a los
sistemas inmunológico, digestivo y dermatológico, y mayoritariamente vinculados con el
estrés preexamen. La compleja relación entre ansiedad, dificultad de la tarea, y eficiencia o
rendimiento ha sido bastante estudiada desde las primeras demostraciones de la ley de
Yerkes-Dodson (1908) en un trabajo sobre los efectos de la motivación en el aprendizaje
discriminativo, que se ha convertido en referente de las teorías sobre realización de tareas
bajo situación de estrés como el examen.
1. Introducción
El estado ansioso es transitorio. La intensidad y la duración que tiene dependen del peligro que
lo origina. Ahora bien, la ansiedad caracterológica es una disposición casi permanente de la
personalidad. La persona ansiosa, propensa a percibir el mundo como amenaza, es más
vulnerable a las tensiones, y presenta reacciones ansiosas más intensas y frecuentes que las
de la media.
Las llamadas crisis de angustia (panic attack) suelen ser la versión psicopatológica más
extrema de los efectos de la angustia y constituyen una urgencia psiquiátrica de importancia
considerable. Se definen por la aparición repentina, diurna o nocturna, de una aprensión
intensa, miedo o temor, a menudo asociados con sentimientos de catástrofe inminente. Los
síntomas más comunes suelen ser diarrea, palpitaciones, dolor o malestar precordial, parada
respiratoria o sensaciones de ahogo, mareo, vértigo, o sensaciones de inestabilidad,
sentimientos de irrealidad (despersonalización, desrealización), parestesias, olas de calor y de
frío, sudor, debilidad, temblor, estrechez, miedo a la muerte (tanatofobia) y miedo a volverse
loco o a descontrolarse durante la crisis.
A veces el problema se centra en un órgano determinado. Así, son frecuentes las crisis que
recuerdan el infarto de miocardio, la angina de pecho (angor pectoris), la hernia de hiato o la
crisis asmática, cuadros clínicos con una sintomatología aparatosa marcada a menudo por las
sensaciones de muerte inminente referidas por el paciente. Una de las complicaciones más
común es el desarrollo de un miedo anticipante de desamparo o de pérdida de control durante
la crisis de angustia.
En los últimos años las pruebas de la psicología del aprendizaje social indican que la ansiedad
y la conducta de defensa son dos aspectos correlacionados, y no tienen una vinculación de
causa a efecto. Las expectativas aversivas hacen creer que se producirá un daño y esta
creencia puede activar tanto el miedo como la conducta defensiva. Como ambas son efectos,
no existe una relación fija entre ansiedad (excitación autónoma) y acción.
Una vez establecidas, las conductas defensivas son difíciles de eliminar, aunque no haya
peligro. Ello se debe a que la evitación sistemática de las situaciones impide a los individuos
aprender que las circunstancias reales han cambiado. Como los peligros que se anticipan no se
materializan, se refuerza la esperanza de que son las maniobras defensivas las que los
impiden. Este proceso queda reflejado en el chiste en el que el terapeuta pregunta al paciente
compulsivo por qué chasquea los dedos. Éste le responde que de esta manera mantiene
alejados a los feroces leones. Cuando el terapeuta le dice que no hay ningún león, el
compulsivo contesta: "¿Lo ves? ¡Funciona!"
Spielberger (1972) distingue entre la ansiedad estado, es decir, aquella situación transitoria
caracterizada por sentimientos subjetivos, conscientemente percibidos, de tensión y de
aprensión, y por una hiperactividad del sistema nervioso autónomo, que puede variar en el
Lazarus (2000) define el estrés psicológico como "una relación particular entre el individuo y el
entorno que es evaluado por éste como amenazante o que desborda sus recursos y que pone
en peligro su bienestar. Este estrés está determinado por la evaluación que el individuo hace
de una interacción específica con el entorno".
Primero se trabajó con animales y después con personas. Tanto con unos como con otros se
vio que siempre hay un óptimo de motivación. En todos los niveles de dificultad, el rendimiento
mejora hasta un punto de motivación y después empeora. Este grado de motivación es más
débil cuanto más difícil es la tarea.
La ley de Yerkes-Dodson, en su versión original, puede formularse así: cuanto más dificultad
presenta una tarea de aprendizaje, menor es el grado óptimo de la motivación requerida por el
aprendizaje más rápido. En términos más modernos, se recoge en dos postulados separados:
1. Para cualquier tarea hay un nivel óptimo de activación o ansiedad, manifestado en
una curva en forma de U invertida que relaciona rendimiento y ansiedad.
Estos dos postulados tienen un soporte empírico considerable. Una ansiedad excesiva afectará
negativamente al rendimiento. La mayoría de estudiantes han tenido la experiencia de los
efectos de la excesiva ansiedad ante el examen. ¿Quiere eso decir que para rendir más es
preciso calmarse? La respuesta es: depende. Normalmente, sí; sin embargo, no siempre.
Encuestas de estudiantes ansiosos muestran que acostumbraban a estar más ansiosos
cuando no conocían la materia objeto del examen (aunque dentro de ciertos límites: a veces el
exceso de información aumenta la ansiedad).
Hay, no obstante, un aspecto intuitivo sobre la forma como se relacionan estas variables, en
términos de la misma experiencia personal. Todo el mundo sabe que es más eficiente cuando
se encuentra en una zona intermedia, que no es ciertamente muy ancha, del continuo: ni
demasiado amodorrado ni demasiado activado por una emoción fuerte. El individuo está
incómodo cuando el punto en el que se encuentra es demasiado bajo (como cuando está
aburrido) o demasiado alto (como cuando siente temor o ansiedad interiores). Lo razonable
parece que es mantener un cierto grado intermedio de activación. En determinados momentos,
un alto grado de activación no puede ser solamente conveniente, sino también imprescindible,
siempre que sea de corta duración o que se mantenga bajo control.
Estas relaciones siguen la ley de Yerkes-Dodson y reflejan que los rendimientos se optimizan a
medida que aumenta la activación hasta llegar a un punto máximo, a partir del cual cualquier
incremento o activación exagerada coloca el organismo en el umbral del fracaso adaptativo. Se
muestra un punto P crítico, a partir del cual los incrementos de ansiedad resultan
disfuncionales.
Las diferencias individuales pueden ser muy notables, ya que parten de estados de tensión
desiguales, con reactividades diferentes, capacidades de esfuerzo distintas y estilos de
afrontamiento con cogniciones, habilidades y conductas peculiares.
La curva presenta una configuración particular según las variables que intervienen. Así, se
aplanará en sujetos con un estilo de vida competitivo, pocos recursos, dificultades para
relajarse, de tipo A (propensos a hacer cada vez más cosas en menos tiempo), hacinados en el
medio urbano, que sufren una situación económica de recesión, que se encuentran en el paro,
o en proceso de pérdida o luto, etc. En cambio, la curva tendrá una forma más alta en
individuos con sentido de arraigo social, familiar y laboral, que viven en marcos estables y
positivos, con experiencias previas de satisfacción y éxito en la consecución de objetivos, moral
alta, autodisciplina, etc. La activación prepara, pues, el organismo para el afrontamiento de las
situaciones evaluadas cognitivamente como nuevas o amenazadoras de acuerdo con
experiencias anteriores.
En definitiva, vemos como una cierta cantidad de ansiedad (normal) es deseable y necesaria
para la realización de una tarea, para resolver un problema o para conseguir una acción eficaz.
Existe también una relación entre nivel de ansiedad (nivel de motivación) y rendimiento
(desarrollo de la función o tarea), iniciación, por lo tanto, de manera adecuada, de los
mecanismos físicos y psicológicos de resolución de problemas. Esta relación se expresa por
medio de una curva en forma de U invertida (tal como se ve en los gráficos siguientes). Hay
una primera parte de la curva en la que se da una relación proporcional entre ansiedad y
rendimiento, es decir, en la que el aumento de la ansiedad ante un determinado problema
(motivación) aumenta, también, de forma deseable, la eficacia.
bloquean esta posibilidad, en la que, a partir del óptimo, mínimos aumentos de la ansiedad
generan una disminución rápida (a veces drástica) del rendimiento, y puede llegarse a unos
rendimientos casi nulos, nulos o incluso negativos.
Si nos fijamos en la teoría del afrontamiento, algo especialmente sugerente nos llama la
atención. Se nos dice que la manera de evaluar y afrontar las situaciones puede estar
vinculada a su dominio, a la afectividad de la acción. Las creencias sobre el control personal
tienen que ver con las sensaciones de dominio y confianza.
Al contrario, con respecto a la percepción que los estudiantes tienen de la situación de examen
académico como una situación estresante, diferentes investigaciones (Dobson, 1983; Folkman
y Lazarus, 1985; Bolger, 1990) han informado que los individuos perciben la situación como un
acontecimiento de dificultad que se acompaña de un sentimiento de falta de control sobre esta
situación al mismo tiempo que manifiestan ansiedad y preocupación.
Folkman y Lazarus han insistido en el hecho de que eso resulta particularmente interesante
dado que afrontar acontecimientos de este tipo supone una prueba más a favor de la
concepción de las estrategias de afrontamiento que defienden como un proceso dinámico, que
Aunque las evaluaciones de amenaza y de desafío difieren entre sí por los componentes
cognitivos y afectivos, pueden surgir de manera simultánea. En el estudio sobre un grupo de
estudiantes que se examinaban, Folkman y Lazarus (1985) vieron que éstos manifestaban un
determinado número de emociones amenazadoras como miedo, preocupación y ansiedad, y de
emociones desafiantes como esperanza, dominio y confianza. Esto se dio simultáneamente en
el 94% de la muestra.
Finalmente se indica que eso puede estar especialmente propiciado por unas características
especiales relacionadas con el hecho estresante, que podrían resumirse con el concepto de
ambigüedad; una ambigüedad entre lo que realmente se espera de ellos y lo que los
estudiantes creen que se espera de ellos; una ambigüedad propia, en fin, de una falta de
información, de una clara definición de los objetivos; una ambigüedad presente en muchas
situaciones de la vida cotidiana y que puede aumentar, en los individuos, la sensación de
amenaza por medio de la limitación de la sensación de control o del aumento de la sensación
de desesperanza con relación al peligro (Rusiñol, 1991).
Lógicamente, desearíamos poder predecir cuáles serán los estudiantes que, al ingresar en la
universidad, resultarán más vulnerables a sufrir un fallo en la salud o cuáles serán más
propensos a un pobre rendimiento académico. No obstante, poco a poco se van identificando
elementos que permiten configurar un grupo de variables que, de manera interdependiente,
pueden influir en el rendimiento del alumno. Aprobar o suspender depende en gran medida de
las aptitudes académicas, pero no exclusivamente (Krantz, 1983). Los efectos de
interdependencia entre las variables ansiedad, personalidad, evaluación cognitiva, estrategias
de afrontamiento, percepción atribuida sobre la dificultad del examen, efectos sobre la salud del
estudiante y la variable dependiente rendimiento han sido demostrados por Rusiñol (1991).
Las investigaciones sobre afrontamiento ante el examen han tenido una escasa continuidad en
los últimos años en los que el interés se ha desplazado más en cuestiones de método y
procedimiento que en avances sustanciales. Ésta ha sido una tendencia bastante general por
todas partes. Aparte del posible efecto moda o cíclico, algunos investigadores han cambiado el
objetivo y se han interesado por el afrontamiento ante otras situaciones como los procesos de
enfermedad: ante la infección por VIH (Folkman, 1997; Folkman, Chesney y
Cristopher-Richards, 1994), cáncer (Saleeba, Weitzner y Meyers, 1996; Bolger, Foster, Vinokur,
NG, 1996; Gonzalez-Tablas, Palenzuela, Pulido, Sáez, Concejal y López Pérez, 2001), dolor
crónico (Chapman y Garvin, 1993) o a la práctica del deporte de élite (Miguel Tobal, Navlet
Salvatierra y Martín Díaz, 2001), entre otros.
Los costes de subactividad se han tratado desde hace mucho tiempo en la literatura, aunque
con diferentes matices y tradicionalmente referidos a la actividad industrial. Sólo incluimos, a
modo de ejemplo, dos menciones. Así, Mallo (2000, pág. 551-553) recoge la aportación de
Schneider cuando habla de los costes necesarios y no necesarios. Sólo los necesarios para la
actividad planificada integran el resultado interno del período. Los costes no necesarios por
exceso de capacidad formarán el resultado de la empresa, no el de explotación.
Para Schneider, el análisis de los costes no necesarios constituye el indicador más importante
en la función de adaptación de la empresa a la dimensión óptima que tiene. La adaptación
sucesiva de la empresa al mercado acostumbra a estar relacionada con la función de
innovación del empresario, que procurará buscar nuevas combinaciones productivas y que
intentará escoger las nuevas tecnologías con el fin de reducir la curva de coste medio a largo
plazo.
En lo que concierne al análisis de los costes fijos, la fijeza depende del criterio que escojamos,
es decir, de la variable independiente a la que nos refiramos. El único parámetro que el autor
considera conceptualmente claro y mensurable físicamente es la producción planificada de la
que dependen la actividad, la ocupación y la productividad.
El concepto mostrado por Schneider, a pesar de haber sido formulado desde la perspectiva de
la empresa industrial, nos parece aplicable a la universidad, que es una organización que
básicamente da servicios. Por otro lado la universidad participa de dos características
relacionadas: presenta unos costes fijos muy relevantes y está en proceso de adaptación a un
mercado que sufre profundas transformaciones.
Blanco y otros (2001, pág. 85-87) recogen también este concepto cuando señalan como la
imputación racional lleva el producto a los costes necesarios para la fabricación, corrigiendo los
costes fijos de acuerdo con la actividad. Se trata de poner de manifiesto la subactividad para
que se constituya en un indicador de gestión válido.
Las mismas autoras señalan como el I.C.A.C. (2000, pág. 53-57) se manifiesta en esta línea
cuando indica que "los costes de subactividad no forman parte del coste de la producción, si
bien la medición de la subactividad requiere un planteamiento previo de los costes en los
cuales incurre una empresa por encima de la capacidad productiva utilizada [...]. La
subactividad recogerá aquellos costes en los cuales ha incurrido una empresa por la
infrautilización de la capacidad productiva prevista como normal, por lo que deben ser
imputados en el resultado del ejercicio [...]. Si la subactividad se prolongara en el tiempo, esta
circunstancia tendría que ser considerada a los efectos de realizar, si fuera el caso, las
oportunas correcciones valorativas de los elementos afectados".
Quizás uno de los costes de subactividad que la universidad tendría que plantearse son los
derivados de la significativa disminución del alumnado provocada por los efectos demográficos.
Se debería pensar en la conveniencia de emprender una decidida estructuración formal del otro
mercado emergente compensatorio que constituirá un cliente cada vez más importante de la
universidad: la tercera edad.
Somos conscientes de que clasificar los costes provocados por la ansiedad ante el examen es,
como mínimo, discutible. Podrían considerarse costes derivados de una ineficiencia en el uso
de los recursos.
5. Conclusiones
Los costes relacionados con el fracaso académico pueden clasificarse por lo menos en cuatro
categorías que esquematizamos a continuación de manera enunciativa y de ningún modo
exhaustiva.
En primer lugar, costes discentes, como los asociados a nuevas matriculaciones de créditos no
superados, que incluyen recargos significativos, materiales relacionados, desplazamientos y
sobre todo tiempo adicional invertido en la obtención del título. También habría costes
relacionados con materiales en academias o instituciones parecidas que intentan cubrir una
demanda en el mercado. Otros costes significativos tienen que ver con costes de salud
(diagnóstico, tratamiento farmacológico, psicológico o psiquiátrico), por no mencionar los costes
de oportunidad derivados de la dificultad de acceso a ofertas laborales por no tener la titulación
requerida.
En segundo lugar, podemos mencionar costes docentes adicionales como tutoría, atención al
alumno, nuevas correcciones, etc. Es conocido el dato general del relativo menor rendimiento
de los alumnos repetidores, lo que constituye un elemento de reflexión.
En tercer lugar, hay costes de administración como pasaciones adicionales de actos y trámites
administrativos en general.
En cuarto lugar, pero ciertamente no menos importante, hay que hablar de los costes sociales
derivados del retraso en el acceso al mercado laboral, a un puesto de trabajo de acuerdo con la
formación, y de la ocupación de una plaza en la universidad que puede impedir el acceso de
otro estudiante potencial.
Estamos ante unos costes de subactividad significativos, que la política educativa del siglo XXI
debería considerar. Tanto el uso del modelo actual de evaluación como la planificación de
innovaciones y mejoras relacionadas, como la sustitución del examen por un sistema de
evaluación continuada, tendrían que observar las estrategias necesarias para reducir en la
medida de lo posible estos costes mediante la reducción del fracaso escolar. La conducta del
universitario ante el examen es, en definitiva, una conducta aprendida ante un estímulo. Da que
pensar, por ejemplo, el altísimo porcentaje de alumnos matriculados y no presentados. Cabría
estudiar qué relación hay con la ansiedad anticipante ante el examen.
Para intentar mantener la ansiedad del discente en la zona de rendimiento óptimo, podemos
intervenir en dos frentes y que actúen las dos fases del proceso.
Lo más difícil es tratar de modificar la respuesta, por lo que se refiere al hecho de que el
individuo aprenda formas más adaptativas (en definitiva de mayor rendimiento) de responder a
un estímulo como el examen. En este sentido, teniendo en cuenta el volumen de información
proporcionado por las investigaciones precedentes, estas consideraciones deberían posibilitar
una actuación socialmente más eficaz por parte de las instituciones responsables, que se
concretaría, entre otros aspectos, en la detección precoz de los alumnos con predisposición
ansiosa, con problemas concretos de habilidades de afrontamiento y con tendencia a la
ansiedad generalizada, y también de los que poseen deficientes habilidades académicas, para
poder ofrecer un servicio que les ayudara a resolver estos problemas.
Los aspectos más psicológicos, hoy en día, pueden resolverse mediante breves programas de
tratamiento psicológico, básicamente de modificación de conducta, entrenamiento en
relajación, en habilidades de afrontamiento, desensibilización sistemática, etc.; programas,
todos éstos, de tiempo limitado (unas doce o quince sesiones por término medio) y que
favorecerían un mejor proceso de aprendizaje, un mejor rendimiento por parte de los
estudiantes y una menor temporalidad de permanencia en la universidad por repetir curso. Eso
supondría una mayor estabilidad emocional y una más adecuada percepción de los años
universitarios, aspecto que podría traducirse en una alta recomendación a otros compañeros
para que estudien donde se les ayudará.
De todos modos, lo más razonable y más fácil parece que es tratar de mejorar el estímulo. Eso
puede conseguirse informando convenientemente al alumno sobre las características de las
pruebas. Una información adecuada mejoraría, entre otras cosas, la situación frecuente del
estudiante que se angustia igual en los exámenes parciales eliminatorios que en los finales, o
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