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Antes que nada y de todo, quiero dejar clara constancia que la totalidad
de lo que aquí leerás, amigo lector, aconteció en la vasta tierra de Morfeo,
reino que todos los hombres han visitado, pero del cual ninguno conoce
sus múltiples caminos, pues nadie ha recorrido dos veces la misma
senda al acceder a este misterioso imperio. Hecha esta sutil aclaración,
proseguiré entonces, mi personal relato.
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mi predilección, como aquel perro callejero que, divisando a lo lejos una
hembra de su especie, marca un entusiasta trotecillo en dirección a su
objetivo amoroso.
Capítulo I
EL PELICANO
EL ESPIRITU QUE VUELA SOBRE LAS AGUAS
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ausencia total de relieve en todo el paisaje. Por ninguna parte se
divisaban colinas ni montañas, todo era una perfecta planicie arenosa e
infinita.
Busqué mis cosas, es decir, toalla y cojín sobre los cuales me había
recostado estando en el parque, pero no encontré nada, habían
desaparecido. El libro tampoco se veía en parte alguna. Curiosamente
pronto olvidé esta incómoda situación y mi atención se sintió atraída por
el mar que bañaba la desértica costa. Pensaba en la extrema inmensidad
oceánica cuando una voz sonó en mi cabeza :
Miré hacia un lado y otro para ver quién era el que me hablaba, pero no vi
a nadie a mi alrededor.
- Digo que sólo ves la superficie del mar y aún así te parece inmenso, te
pierdes toda su profundidad, toda la vida y misterio que alberga dentro de
sí.
- ¡Exacto! – exclamó con suavidad la voz -. Así es. Y no sólo las personas,
sino la esencia de la vida entera pasa desapercibida por esta incapacidad
de ver la profundidad de las cosas y quedarse en la apariencia de lo
superficial.
- Soy el espíritu que vuela sobre las aguas, soy el viento que golpea tu
rostro, soy la gran ave marina que rauda y veloz se acerca a ti desde el
horizonte de la eternidad – dijo la voz.
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No había terminado de hablar cuando, efectivamente, mis ojos detectaron
un objeto, casi un punto blanquecino, que destacándose sobre el gris
verdoso del océano se aproximaba a velocidad portentosa a donde yo me
encontraba. Cuando estuvo lo suficientemente cerca pude darme cuenta
que se trataba de un gran pelícano blanco. El ave dio un amplio giro y
llegó a mí desde la izquierda. Su maniobra me obligó a que rotase en
sentido contrario a las manecillas del reloj y quedara de espaldas al mar,
cuando hacía unos instantes lo contemplaba de frente. Sin embargo, para
el pelícano significó enfrentar el fuerte viento marino, con lo cual su vuelo
se hizo asombrosamente lento y majestuoso. De pronto quedó
literalmente suspendido en el aire, a unos escasos metros de mí, mientras
me clavaba con curiosidad sus penetrantes ojillos y preguntaba :
- ¿Qué hace un ser humano en esta árida ribera, entre el desierto infinito y
el insondable mar?
- ¡Un soñador que sabe que duerme! – exclamó -. ¡Un dormido que está
despierto en medio de su sueño! Pocos son, en verdad, capaces de soñar
y ser conscientes que sueñan. Y de esos pocos aún son menos los que
llegan a esta orilla, etapa intermedia entre dos mundos.
Me volví hacia el mar y eché un vistazo. Por más esfuerzo que hice no
pude vislumbrar ninguna isla, trozo o franja de tierra en el horizonte. El
gran pelícano pasó flotando suave y elegantemente sobre mí. Noté que no
proyectaba ninguna sombra sobre el piso y me pregunté cómo era
posible.
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- Me parece muy peligroso – repliqué incrédulo.
Terminó de hablar y lo vi alejarse con un vuelo a ras de piso, sin casi batir
las alas, en dirección a la interminable playa que se extendía hacia mi
derecha. Finalmente, cuando solo era una mancha blancuzca, lo vi
posarse sobre un objeto largo y oscuro que descansaba en la playa. Se
me ocurrió que se trataba de un tronco arrastrado por el mar y arrojado
allí por el oleaje. Sin embargo también podría tratarse de una saliente
rocosa o cualquier otra cosa, ya que la distancia la hacía indistinguible
desde donde me hallaba. Caminé hasta el borde del mar y me senté en la
orilla. Contemplé la vasta y agitada superficie oceánica, pensé que
aunque fuese serena, como una taza de leche, acometer la aventura de
cruzarla hasta donde se perdía la vista era un acto de insensatez.
Finalmente decidí quedarme sentado sobre la arena esperando despertar,
pues tendría que despertar en algún momento, pensé. Sin embargo, el
tiempo transcurrió inexorable una eternidad y no ocurrió nada. Cansado
de aquel estancamiento, reconsideré mi situación. Cuando me levanté,
dirigí mis pasos hacia donde se encontraba el gran pelícano.
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- Según tú, ¿cómo se supone que podré cruzar este mar hacia la dichosa
isla de la que me hablas? – le pregunté.
- No es una nave – dijo el espíritu que vuela sobre las aguas -, tampoco es
un bote, es una encina. En realidad es el tronco hueco de una encina
proveniente del sagrado bosque de la Isla del Bienestar.
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Miré hacia la playa, que dejaba, en busca de quien dijo sería mi guía
cuando decidiera atravesar las Grandes Aguas. Vi al ave-espíritu abrir con
magnificencia sus níveas alas y elevarse por los aires sin un solo aleteo.
Comprendí entonces su maestría en el arte del vuelo y en la forma diestra
de usar al viento, cambiando el ángulo de ataque de sus extremidades,
para flotar y deslizarse por la aérea sustancia sin esfuerzo. Cuando lo vi
venir a mí me tranquilicé e intenté acomodarme, lo mejor posible, en mi
forestal y lúgubre transporte. Al llegar a mi lado, el espíritu que vuela
sobre las aguas me indicó que me relajara y procurara mantenerme
ecuánime y alerta durante todo el viaje.
- ¿Qué haces?
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soledad – continuó -, pues es la naturaleza innata de todos los seres. Y no
reniegues de ella porque jamás te traicionará, como han hecho las
queridas compañías humanas que han adornado tu camino. Además –
agregó el pelícano -, es la soledad la que nos obliga a enfrentarnos a
nosotros mismos y saber de qué material estamos hechos, de qué calidad
somos: es el verdadero pesaje del alma.
Le pregunté cómo podía estar tan calmado. Me contestó que ello se debía
a que había hecho de su corazón una piedra, firme y estable, sobre la cual
había construido un refugio contra la inestabilidad del crispado océano
de la existencia. Mi mirada desorbitada y confusa le hizo comprender que
tanta razón, en medio de aquel caos, no me ayudaría en nada. Por tanto
se vio obligado a recurrir a otra estrategia :
Nadó entonces hacia popa y comenzó a golpear con su pico la madera del
tronco, provocando un sonido profundo, rítmico y poderoso, que parecía
vibrar y penetrar en la profundidad marina, pero que sobre todo, vibraba y
penetraba en mi cuerpo hasta la médula de huesos y cerebro.
Involuntariamente cerré los ojos, entonces tuve la sensación, mientras
escuchaba la ronca percusión, que mi masa corporal se encogía y hacía
cada vez más pequeña, hasta convertirse en un punto microscópico. Sin
embargo dicha sensación fue momentánea, ya que inmediatamente
después sentí que me expandía en todas direcciones a una velocidad
vertiginosa. Me pareció que crecía hacia el infinito y que mi cuerpo
abarcaba todo el universo. Espontáneamente abrí los ojos y descubrí que
todo seguía en su lugar: yo, el mar, el bote-ataúd y la tormenta.
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escucharme hablar, nadó con rapidez hacia la proa del tronco y se situó
debajo de él. Tan pronto su ventosa se adhirió a la embarcación, las
cosas comenzaron a cambiar para bien.
Obedecí sus órdenes sin dudar. Cogí la flor negra y la eché en mi boca.
Su sabor era amargo y difícil de tragar, mas así lo hice. Al llegar a mi
estómago sentí que me deshacía, que todo mi interior se disolvía,
mientras un suave sopor relajado hormigueaba y me invadía todo el
cuerpo. Escuché la voz del pelícano ordenándome comer la flor blanca. El
sabor de ésta era fuertemente ácido y al llegar a mi vientre lo contrajo
todo con su poder astringente y coagulador. Un espasmo doloroso se
apoderó de mi ser desde el interior y tensó todos los músculos de mi
cuerpo. Sin esperar indicaciones, del emplumado espíritu, estiré la mano
y me apoderé de la flor roja. Apenas la coloqué en mi boca su dulce sabor
alegró mi paladar. Al tragarla cesó inmediatamente el efecto contractivo
de la flor blanca y una profunda armonía se apoderó de mi cuerpo y
mente. Con mirada severa, pero conforme, el pelícano hizo un gesto
afirmativo con su cabeza y, alzando el vuelo, se colocó por delante de mí
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cumpliendo imperturbable su papel de guía.
Capítulo II
EL CUERVO
EL BOSQUE DEL FÉNIX
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extraño bosque parecía ser un templo en donde encinas, fresnos, robles y
caobos eran enormes columnas que sostenían la verde cúpula natural
que cubría la altura, musicalmente preñada por el gorjeo interminable de
innumerables pajarillos.
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senda a seguir. Ellos con sus ojos-hojas desmesuradamente abiertos me
observaron hablar, mientras con sus hojas-bocas me sonreían con
bondad. Cuando callé fueron ellos quienes, como si con un niño
hablasen, con gran paciencia me explicaron que el camino se hace así, a
cada instante, con cada paso que se realiza en el presente inmediato. El
camino andado no se puede volver a realizar, aunque lo intentemos, pues
en ese caso sería un nuevo camino que estaríamos haciendo con nuevos
pasos. Con respecto a seguir la huella trazada por otros con anterioridad,
pues sólo era una ilusión, ya que nadie puede caminar por una senda que
no esté pisando ahora y aquí y, por tanto, allí estaba la esencia del
asunto: el camino se halla exactamente bajo nuestros pies, no delante ni
atrás, sino precisamente donde ellos pisan y se asientan. Creí entender el
críptico significado de sus palabras y, sin preocuparme en escoger una
dirección en particular, me dejé guiar por mi instinto.
Continué caminando, cosa que había dejado de hacer para conversar con
mis enramados amigos. Ellos entretuvieron mi peregrinar hablándome del
Palacio del Fénix, el cual estaba construido en el interior de la montaña,
que era centro, columna y eje geográfico de toda la isla.
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turba infeliz, pues no guardo para ellos compasión, sino desdén y
desprecio: no derramaré lágrimas de sangre para dar perlas a los cerdos.
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- No niego que lo que digas sea cierto – le repliqué -, pero estoy seguro
que alguna solución ha de tener y manera habrá de hacer salir el sol en tu
horizonte.
Con un leve gesto hice callar al árbol, mientras le pedía algo de paciencia
con el joven alienado. Sin moverme de mi sitio expliqué a mi nuevo amigo
que me dirigía a la Corte del Fénix y que, si me acompañaba, seguramente
allí encontraría respuesta y sanación a su intenso dolor. Mi invitación
pareció alegrarle, pues una amplia sonrisa se dibujó en su cara. Mientras
subía hasta donde me encontraba, pregunté a un roble vecino si existía
algún peligro de que se me acercara. Me explicó que fuera de su reino, el
pequeño cráter en el que se sentaba, su influencia era débil y podía ser
neutralizada a través de una atenta voluntad. El problema, me indicó el
árbol, era caer en el hoyo, pues una vez ahí era casi imposible salir ,y si
se salía, pues no era muy entero, emocionalmente hablando. Sin
embargo, no dejó de advertirme que me mantuviera alerta, pues con un
loco cerca nada se sabe y nunca se está seguro.
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- Bien está, seré vuestro Mercurio y no se diga más.
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oscuras alusiones. Tres de ellas repetía con insistencia y son las que
mejor conservo en la memoria :
- Hay vivos que parecen muertos y otros que, para vivir, necesitan
primero morir.
Así fue como entre tanto pregón y caminar, llegamos a un pequeño claro
del bosque donde una fuente de aguas cristalinas brotaba. El manantial
estaba rodeado de un anillo de piedras cúbicas, perfectamente labradas,
cuyo espacio interior permitía contener con comodidad a siete hombres
sentados uno al lado del otro. El cuervo, habiéndose posado en el borde
de la fontana, me indicó que me desnudara y me sumergiera en las
tranquilas aguas termales. Hice caso a la oscura ave. Una vez sumergido
en el cálido líquido una sensación relajante y agradable se apoderó de
todos mis miembros. Entorné los ojos y un suave sopor se apropió de mi
alma, sin embargo el áspero graznido del severo cuervo evitó que me
hundiera en el sueño y me mantuvo alerta. No habían pasado ni tres
minutos, o algo así, cuando mi cuerpo pareció disolverse. Entonces vi al
cuervo husmear, con mirada curiosa, debajo de la superficie acuosa. Con
un aleteo nervioso me urgió a salir de la comodidad de mi baño, cosa que
hice con rapidez, pues los gestos del ave me habían sobresaltado y hecho
pensar que dentro de la fuente había algún animal u otro peligro que me
amenazaba.
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ser. Para el peregrino estaban bien, pues él necesitaba de sus virtudes,
pero tú de otra fuente urges, de una que apriete tus carnes y dé a tu alma
una sólida fortaleza donde vivir.
- Pues me quiero bañar ahora – dijo riendo el loco -, porque tengo sucio el
trasero y con el culo sucio no me gusta caminar.
Dudé unos instantes, pero las voces de las encinas y otros árboles que
nos rodeaban pidiéndome detener al joven, para que no ingresara a la
fuente, me hicieron decidirme. Avancé hacia él para apresarlo con la
mano que tenía libre del caduceo, pero fue en vano, ya que de un ágil
salto se puso fuera de mi alcance, cayendo de pie dentro de la termal
alberca, mientras a gritos exclamaba :
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- Quieres decir que está muerto, entonces – respondí exasperado de su
filosófica contestación.
Capítulo III
EL PAVO REAL
EL ENCUENTRO DEL ALMA
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madrigueras salir. Aquella que emergió de las raíces, del Árbol del Sol,
era de un hermoso color rojo encendido y el brillo de sus escamas la
hacía parecer que ardía en llamas. La otra, blanca como nieve de
montaña, era tres veces más larga y gruesa que la primera, y brotó
radiante de las plateadas raíces del Árbol de la Luna. Apenas salieron de
sus secretos escondrijos, la roja y más pequeña, se abalanzó con
violencia sobre su blanca compañera. Enrollaron fuertemente sus
cuerpos entre sí mientras se mordían, una a la otra, con pasión. Cada
parte enemiga, que la serpiente roja mordía, tomaba inmediatamente y por
acción del veneno un color encarnado. Por su parte, albas se tornaban las
heridas que la serpiente blanca hacía a su contrincante más vehemente y
furiosa.
Me explicó que bajo su nueva forma me era más útil y señal inequívoca de
que íbamos por buen camino. Entonces retomamos nuestro viaje y pude
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observar que, por la senda que llevábamos, cruzaban nuestro paso gran
cantidad de víboras que el pavo real interceptaba hábilmente y devoraba
con inusitada avidez, cosa que agradecí de buena gana, pues así me
evitaba cualquier posibilidad de picadura mortal.
Los árboles me explicaron que mi ave-guía era, ahora, inmune a todo tipo
de veneno o ponzoña y, que dicha virtud, se debía a la ingestión de la
cabeza de la serpiente blanca, la cual había devorado a su rojo principio
opuesto y luego a sí misma, con lo cual había convertido lo doble en uno
solo. Finalmente, cuando el cuervo se alimentó de ella, unió su naturaleza
aérea y volátil con la terrestre y fija del ofidio, convirtiéndose así en el
recipiente donde fuerzas de cualidades tan opuestas y adversas se unen
en perfecta armonía. No quise preguntar qué significaba toda aquella
filosofía de opuestos armónicos y unidos, así que dejé pasar la difícil
explicación con un modesto silencio que encubría mi docta ignorancia al
respecto.
Esta vez la caminata fue algo más larga y, salvo la aparición de los
reptiles, algo similar a la que había realizado anteriormente junto al
cuervo. Cada vez que el pavo real capturaba y engullía una serpiente
lanzaba un estridente grito, que penetraba toda la selva, abriendo en
glorioso abanico su cola de hermoso colorido.
Tras tanto caminar, llegamos a la orilla de un río de aguas mansas y
transparentes. Ya hacía tiempo que ninguna víbora cruzaba nuestro
camino ni servido de bocado a mi voraz guía. Seguimos por algunos
minutos la senda que bordeaba la corriente en dirección río arriba. Fue
entonces cuando contemplé la visión más exquisita, que jamás había
visto, y la sensación más arrobadora que jamás hubiese tenido, la sentí
en aquel momento. En un recodo del camino y en el remanso que éste
formaba con las aguas, una joven de hermosa apariencia se bañaba
desnuda en la cristalina y mansa corriente del río. Por unos instantes
quedé embelesado admirando la belleza de su cuerpo, pero cuando su
clara mirada se cruzó con la mía, el pudor me hizo voltear la cara y pedir
mil disculpas por mi abrupta aparición en medio de su natural baño. Para
mi sorpresa la bella joven me habló sin mostrar enojo alguno :
- No retires tus ojos de mí, pues si hay alguien con todo el derecho y el
deber de contemplar mi desnudez, eres tú.
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Veloz como el relámpago mi pensamiento comprendió su dolor y los ojos
se me llenaron de lágrimas. Una perla solitaria y silenciosa se deslizó
cuesta abajo por mi mejilla, arrojándose al vacío. Ella, percibiendo mi
sentir, cubrió su lastimado cuerpo con una delgada túnica blanca,
bordada con hilos de plata, que colgaba de una rama cercana. Antes de
que quedara totalmente cubierta, pude ver una profunda herida abierta, en
el costado izquierdo de su pecho, de la cual brotaba un imperceptible
hilillo de sangre. Se vistió con delicada y primorosa lentitud, mientras me
daba la espalda. Luego, haciendo un gesto maravilloso con su hermoso
cabello, lo dejó caer cuan largo era sobre su altiva espalda y volteando,
primero el rostro y después su cuerpo entero, me dijo con una triste
sonrisa :
- Pero, ¿quién pudo ser capaz de tratarte así, de dañarte de esta forma? –
le pregunté consternado.
Ella, mirándome a los ojos con fijeza, calló un instante para luego agregar
:
- Tú sabes cómo se ha hecho cada una de mis heridas. Si hay alguien que
sabe, ese eres tú.
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- Sabes bien a quién me refiero, conoces muy bien su nombre y tan solo
mencionarlo llena de amargura tu boca. Ella, la maldita, nos hirió con una
daga envenenada de hipocresía, deslealtad y falta de honestidad, no supo
cumplir con sus propios juramentos y compromisos, los mismos que te
exigió a ti. Una herida así no cierra con facilidad y nunca cicatriza bien.
Muchas almas mueren por una estocada como esta, pero yo soy fuerte,
estoy hecha de noble sustancia y me gusta vivir. He sido capaz de
sobreponerme al traidor golpe – dijo orgullosa.
- ¿Qué puedo hacer para curar tu dolor, para cerrar la herida abierta, para
borrar de tu piel todo vestigio de sufrimiento y cicatriz?
- ¡Por fin! – exclamó el pavo real, que hasta entonces había permanecido
en silencio y escuchando -. ¡Por fin has hecho la pregunta a través de la
cual se busca la solución del problema! Pues has de saber, eterno
caminante, que toda pregunta encierra en ella misma su respuesta y, todo
enigma, contiene dentro de sí su propia solución.
- Bueno, mi fuerza vital pasaría a ser una con la hermosa doncella – dijo
lacónico.
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- Quieres decir que morirías – argumenté yo.
Las palabras del pavo real me sonaron crueles para consigo mismo, pero
su estoica tranquilidad y su lúcido razonamiento ahogaron cualquier
escrúpulo de mi parte. Pronto me vi, junto a la regia ave, intentando
convencer a la bella joven de aceptar la sangrienta proposición que la
liberaría de todos sus males y sufrimientos. Después de escuchar en
silencio nuestras súplicas y argumentos, se arrodilló en el mullido suelo
alfombrado de cobrizas hojas y, acariciando con tierna dulzura la cabeza
del pavo real, se dirigió a él en los siguientes términos :
- ¡Tal para cual! – exclamó el noble emplumado -, tan necia una como el
otro. ¿Acaso no entiendes que yo viviré en ti? Así, cuando tu cuerpo
fulgure de nuevo en su prístina belleza y tu corazón palpite colmado de
armonía en tu pecho, yo seré uno contigo. ¿Existe acaso destino más
dichoso que formar una sola carne con el ser amado? ¿Habrá victoria
más grande, conquista más sublime que llegar a estar unido y completo?
¿Por qué negarme tamaña alegría? Pues cuando nuestra felicidad es la
felicidad de lo amado, el círculo se ha cerrado en un trazo perfecto.
Además no existe crueldad alguna en aceptar lo que os digo y pido, pues
para tal misión he nacido: para redimir a una virgen herida con el poder
de mi sangre. Si no me permites tal acto, moriré sin haber cumplido el
sentido de mi vida.
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radiante y magnífica que nunca. Su plumaje iridiscente, de maravillosos
tonos metálicos, brillaba como una armadura y las comisuras de su pico y
sus ojos parecían sonreír satisfechos. Viéndolo así no pude menos que
admirar su valor y esbocé una leve sonrisa en su honor.
La voz de la joven nos llamó. Cuando nos tuvo a su lado nos dijo que
había decidido aceptar la noble oferta del pavo real, tanto por ella como
por nosotros, pues había comprendido que todos saldríamos
beneficiados, aunque la ganancia del bello emplumado le era difícil de
entender. Al escucharla el pavo real aleteó jubiloso y emitió un estridente
grito que retumbó por toda la profundidad del bosque. El ronco susurro
de los árboles, similar al grave arrullo de los elefantes, le respondió de
todas partes a nuestro alrededor. Sin embargo, mi hermosa alma puso la
condición de que la medicina fuese extraída de la forma menos cruenta
posible. El pavo real accedió gustoso.
Capítulo IV
EL CISNE BLANCO
LA MEMORIA PERDIDA
Una vez que hizo repetir a la doncella las instrucciones y quedó conforme
con éstas, procedió a llevar la teoría al hecho. Voló hasta la base del
robusto tronco de una encina y, escarbando en el hojoso suelo, eligió una
gruesa y filosa astilla de recia madera, proveniente de alguna rama caída
tiempo atrás. Tomándola alzó el vuelo y, sin mucha parsimonia, se posó
sobre la cabeza de la muchacha. Entonces, ordenándole que se
desnudara, agarró firmemente la delgada estaca con una de las patas y la
clavó profunda y certera en su propio pecho. El gesto decidido del ave me
abrumó e hizo dolorosos los recuerdos de todas las cobardías de las que
había hecho gala en mi vida. Con la misma valentía con que un guerrero
moribundo aparta la flecha que el enemigo le ha clavado en el corazón, el
pavo real arrancó la astilla del suyo. La sangre manó a borbotones, roja
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como un rubí bañado por el sol y espesa como el aceite, derramándose
pródiga, igual que óleo sagrado y bendito, sobre la cabeza de mi dulce
amiga.
Cuando desperté, nadábamos sobre las dulces ondas del río. El cisne,
volviendo su cabeza hacia mí, me miró con ternura diciendo :
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Contesté sin palabras, asintiendo con la cabeza y dejándome embrujar
por la suavidad aterciopelada de sus ojos. Rompí mi propio silencio
preguntándole :
- Soy hija del Cielo y de la Tierra. Psique es mi nombre y, como hija única,
se me considera la más bella. Nací en los espacios ilimitados donde reina
el sol naciente. Aurora, la de los dedos rosados, fue mi nodriza y
Phosphorus, el lucero de la mañana, mi maestro y guardián. Un oráculo
advirtió a mis padres que debería ser abandonada a mi suerte en lo alto
de una montaña y que, lejos de allí, sería desposada por un ser ante el
cual temblaría el mismo Dios. Con ojos llorosos y el corazón oprimido,
mis padres no osaron desobedecer al divino oráculo y me dispusieron, en
un lecho de piedra, en la más alta cumbre de una cordillera nevada. Ahí
fui arrebatada por el Viento del Norte, quien tomándome entre sus brazos
me transportó una larga distancia, dejándome caer, finalmente, en el
pecho de un niño que acababa de nacer y que, respirando su primera
bocanada de aire, me dio cobijo en el calor de su corazón. Crecimos
juntos en fuerza y vida, yo en él y él en mí, y hubiésemos seguido juntos,
a no ser por los innumerables e injustificados sufrimientos que las
circunstancias nos obligaron a padecer. Al final lo abandoné, añorando la
paz y armonía de mi hogar paterno. Decidida y sin mirar atrás marché en
dirección a donde nace el sol. La alegría de ver a mis padres se vio
nublada por un oscuro e inexplicable pesar que inundaba mi espíritu.
Buscando remedio a mi malestar, consulté al ancestral oráculo en busca
de respuesta. Este afirmó que la profecía se había cumplido, pues al
abandonar a aquel que se había convertido en mi hogar y refugio, había
dado origen a un ente desalmado, a una abominación, un ser sin alma
cuya existencia estremecía a la misma divinidad. Al comprender mi
iniquidad, un velo de tinieblas cayó sobre mis ojos, dejándome casi ciega.
Rogué al oráculo una señal que me ayudara a expiar mi culpa. La
respuesta fue contundente: durante la noche me convertiría en mariposa
nocturna, revoloteando de aquí para allá en busca de algo de luz que
aclarara mi corazón; en el día retomaría mi natural forma, pero no
descansaría de buscar a aquel que había injustamente abandonado y,
cuando lo hallase, me entregaría a él con todo mi ser. Pero mientras lo
encontraba, debería sufrir en carne propia cada uno de los males que él
padeciera y, especialmente, aquellos que mi ausencia le habían
provocado. Mi errar por los caminos fue largo, mi búsqueda infructuosa,
mis llagas numerosas, mi dolor infinito. Perdí toda esperanza de
encuentro y me refugié en el momentáneo alivio que las aguas del olvido
me obsequiaron gratuitamente. Y así habría seguido de no haberte
hallado en aquel recodo del camino y remanso del río, pues has de saber,
mi amado, que tú eres aquel que me cobijó en el hogar de su pecho y a
quien abandoné siendo todavía un niño. Y ahora que sé lo que significas
para mí, y lo que yo significo para ti, jamás volveré a permitir que nos
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separemos - , y diciendo esto acarició con suavidad mi rostro con una de
sus alas, mientras una dulzura infinita se reflejaba en el fondo de sus
ojos.
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- ¡Otra vez solo! – exclamé involuntariamente en un melancólico suspiro.
Capítulo V
LA PALOMA DE VENUS
LA SERPIENTE DE LOS ACERTIJOS
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Hablando de mil cosas diferentes hicimos gran parte del camino, hasta
que finalmente llegamos a la entrada de una caverna, al lado derecho de
la cual crecía un esbelto árbol de frutos dorados similares a naranjas. En
sus ramas más altas se movía una serpiente verde, de vientre tan amarillo
como los frutos de aquel extraño árbol. La torcaza me indicó acercarme a
él y me explicó que, para poder continuar nuestro viaje, debíamos utilizar
el laberíntico túnel ante cuya entrada estábamos parados, y que la
serpiente del árbol era la única criatura que conocía el camino correcto
para llegar al otro lado.
- Sabes bien que estamos aquí para cruzar el laberinto que custodias,
pero solos no podemos y necesitamos de tu guía para no extraviarnos en
sus meandros – dijo la torcaza.
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serpiente se percató de mi estado emocional, por lo cual se apresuró a
aclarar que el camino que estaba siguiendo no era para cobardes y que
debía pensar muy bien lo que estaba haciendo. Por su lado, la paloma
trató de reconfortarme diciendo que, al fin y al cabo, el simple hecho de
existir implicaba enfrentar y vencer una serie de peligros, tan oscuros y
mortales como aquel que nos esperaba en las profundidades del
laberinto. La vida en sí, me dijo, es un peligro continuo de muerte.
Ni que decir que sus palabras me hicieron sentir tonto y culpable por la
oportunidad desperdiciada, sin embargo, la torcaza con gran sangre fría
instó al sinuoso reptil a darme una contestación :
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en un bastón para conservar el equilibrio. ¿Es correcta mi respuesta,
genio?
- Tu turno.
- Un arquita muy chiquita, blanca como la cal, todos la saben abrir, pero
nadie la sabe cerrar, ¿qué es?
- El huevo ..., el huevo. Todos saben cómo abrir un huevo, pero nadie
sabe como dejarlo tal como estaba antes de abrirlo ... Y ahora mi turno:
cuando va, viene, y cuando viene, va, adivina qué es.
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estudiado teología, dime, cuál es el ave que tiene tetas y amamanta a sus
crías?
- El cisne, que en vida jamás emite llamado alguno, pero que, según la
tradición, canta cuando la muerte se aproxima.
Entonces pregunté :
- ¿Cómo? – respondí.
- Sin aire no vive, sin tierra se muere, tiene yemas sin ser huevo, tiene
copa y no bebe, ¿qué es?
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La serpiente me miró de arriba abajo, como si yo fuese un imbécil, para
luego responder :
Callé, pues no sabía si aquella era una pregunta personal o uno de los
acertijos de la serpiente. Entonces, en aquel momento, se me hizo claro
que nuestra llamada “vida normal” está llena de acertijos y que el acto de
decidir, por una u otra cosa, es la forma de responder a la incógnita vital
de la existencia: nuestra vida entera es una continua resolución de
adivinanzas esenciales.
- ¿Qué cosa posee el hombre – dije -, que nadie puede ver, que sin alas se
eleva al cielo y es la causa del saber?
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esperando la llegada de aquel momento fatal. Sentí un nudo en la
garganta y una llaga abierta en el corazón. Una angustia oscura y sin
fondo se apoderó de mi espíritu, la responsabilidad de una vida, que me
era intensamente querida, dejaba caer todo su peso sobre mi insondable
ignorancia. Solté un gemido :
- No sé – mascullé.
- El alma.
La serpiente sonrió :
- No te aflijas, cariño mío, dejaré esta forma y adoptaré otra. Pasaré a ser
una sola carne con la serpiente, y ella misma dejará de ser lo que es para
convertirse en otra cosa. Yo no te abandonaré, aunque cambie de forma.
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- Bueno Bóreas – dijo la torcaza enfrentando a la serpiente verde -, hasta
aquí mi amigo y yo hemos cumplido con lo acordado, ahora te toca
cumplir con tu parte y ayudarlo a cruzar este nefasto laberinto que solo tu
gnosis es capaz de atravesar exitosamente.
- ¿Quién, sino tú, está predestinado para llevar a buen fin tal hazaña? ¿No
fue bajo tu presencia que mis frutos maduraron y alcanzaron el color del
oro? ¿Quién, sino tú, Portador de la Luz del Conocimiento, podrá
alumbrar el camino de este peregrino, árbol sin arraigar, y ayudarlo a
cruzar la terrible y abominable negrura?
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singular e integridad propia. Ella misma era una especie de babosa
amorfa, vacía y sin límites definidos, que se arrastraba pesadamente entre
los intrincados pasillos del laberinto. Me indicó que, una vez dentro, debía
caminar con serenidad y ligereza, pues cada segundo contaba y el tiempo
estaba en nuestra contra. Como yo no vería nada, debería mantener los
brazos extendidos al frente, deteniéndome cada vez que llegara a una
pared. En ese momento, él utilizaría la sensibilidad de su lengua bífida
para auscultar las corrientes de aire y determinar la dirección a seguir, lo
que me señalaría a viva voz, según fuera la ocasión. Por muy asustado
que me encontrara, jamás debería volver sobre mis pasos, pues una vez
en el laberinto el camino dejado atrás cambiaba de forma, permitiendo
sólo avanzar. No había vuelta atrás ni posibilidad de detenerse: ambas
cosas significaban la muerte.
- ¿Crees que el sacrificio de Sophia ha sido en vano, que soy tan poca
cosa que por mi natural cobardía a la muerte la he olvidado? Vamos, que
si muero ahí dentro, estaré contento sabiendo que mueres también
conmigo.
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caoba, por el hermoso color rojizo de su madera. Sin embargo, lo más
sobresaliente de la visión era que en el centro de la cruz, donde se
cruzaban los brazos, había una hermosa rosa roja abriéndose lentamente,
en suave maduración.
Un nuevo bramido, pero esta vez más fuerte o más cercano, hizo que la
piel de mi espalda se erizara y los músculos de mis piernas se estiraran
como resortes. El gesto provocó que me estrellara ruidosamente contra la
pared rocosa que me cerraba el paso. Bóreas sugirió que me calmara,
pues ambos aturdidos no llegaríamos a ninguna parte. Luego refunfuñó:
izquierda. Seguí sus instrucciones, pero le hice saber que me parecía que
estábamos alejándonos del centro, pues me había hecho un mapa mental
de nuestros movimientos y me parecía que hacíamos un rodeo, en lugar
de avanzar lo más recto posible. Entonces, mientras me instaba a caminar
con ligereza y señalaba hacia qué lado dirigirme, cada vez que
enfrentábamos una pared, la sabia serpiente me explicó que, en aquel
tenebroso laberinto, el centro era el lugar de máximo poder del caos
reptante y amorfo que dominaba el recinto. Si por error, desorientación o
clara voluntad, penetrábamos en el centro, la fuerza desintegradora de la
cosa asquerosa nos digeriría y disolvería como un blando panecillo,
quedando de nosotros nada que pudiéramos llamar propio. La serpiente
recalcó, con énfasis, que su tarea era conservar mi integridad y ayudarme
a llegar al otro lado entero, sin perder mi individualidad consciente, pues
de lo contrario no llegaría a realizar mi mito personal, el cual era la razón
de toda aquella aventura, de mi llegada a la Corte del Fénix y del dulce
sacrificio de Sophia. Comprendí entonces que teníamos que hacer una
circunvalación, evitando al máximo aproximarnos al centro, pues de lo
contrario caeríamos bajo la influencia de la cosa innombrable. Bóreas me
explicó que aquella asquerosidad sin nombre tenía la masa amorfa de su
oscuro cuerpo en el núcleo mismo del laberinto y que, allí, las tinieblas
eran de una densidad tan sólida como la piedra. La cosa tenía un solo
tentáculo, que proyectaba por los pasillos pétreos en busca de sus
presas. Este tentáculo se iba haciendo cada vez más tenue, o menos
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denso, al aproximarse a la luz existente en los pasajes más externos del
laberinto. Bóreas dijo que la sensación de doloroso vacío, que había
sentido al entrar en la caverna y que aún persistía en mi pecho, era el
toque maléfico de ese maldito tentáculo, que buscaba apoderarse de mi
alma para devorarla. Un nuevo bramido, oscuro y obsceno, proveniente
de aquella caótica garganta sin forma, provocó en mí un extraño estado
de exaltación. Me sentí inusualmente ligero de mente y cuerpo. Mis
pensamientos cesaron por completo y todo mi ser pareció enfocarse en
salir de aquella oscuridad maligna. Bóreas se percató de lo que sucedía
en mi interior y me animó :
- Así se hace, peregrino. Déjate llevar por el viento del norte y haz tu alma
tan liviana como para que pueda ser transportada por él.
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serpiente guardó silencio al comprender que era capaz de valerme por mí
mismo. Cuando llegué a la salida del laberinto la luz lastimó mis ojos, sin
embargo, la visión del verde y tupido bosque me reconfortó. Salimos a
cielo abierto y pude ver que Bóreas había cambiado de color.
Descendiendo de mi cuerpo, subió a lo alto de una gran roca que
sobresalía del terreno, frente a la boca de la cueva. Su cuerpo se había
tornado totalmente blanco, como la nieve, y sus ojos, los ojos con los
cuales me miraba ahora, eran los dulces ojos color miel de mi amada
Sophia.
Capítulo VI
EL HALCON DE MARTE
EL FILOSOFO DEL FUEGO
- Por muy oscura que sea la noche de tu alma, por muy pesada que
sientas la soledad de tu existencia, no olvides el día en que cruzaste el
laberinto de las tinieblas y saliste airoso de él, renovado. Recuérdate de
mí y de todas aquellas formas cambiantes que te hemos servido de guía
en este mundo extraño y, sobre todo, jamás pierdas la confianza en ti.
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mis ojos para ver qué o quién contestaba el llamado de la serpiente, pero
no pude distinguir a nadie. Mantuve la mirada fija en lo alto y pronto
divisé un punto oscuro, en el azul del cielo, que rápidamente aumentaba
de tamaño. Entonces pude percibir un ave rapaz que descendía
velozmente, sobre nosotros, mientras soltaba otro silbido tan largo y
penetrante como el anterior.
La carrera tras el halcón exaltó de tal manera mi espíritu, que pronto sentí
mi cuerpo ingrávido y liviano como el viento: tuve la visión de verme
convertido en un gran ciervo blanco corriendo a todo galope por el
mullido suelo boscoso, fijos los ojos en el cielo y sin angustia alguna ante
los abismos que pudieran abrirse a mis pies. Finalmente la magnífica ave
desapareció de mi vista. Sin embargo, continué mi carrera en la dirección
en la cual la había visto volar por última vez. La ayuda de los árboles me
fue imprescindible. Mi esfuerzo no fue en vano. Pronto llegué al borde de
un amplio claro en el bosque.
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satisfacción. Se desprendió del árbol como una gran hoja y planeó
suavemente, a ras de piso, penetrando por la estrecha puerta de una
curiosa vivienda que se elevaba en medio del claro.
¿Cómo describir aquella morada? Su base era circular, mientras que sus
murallas, hechas completamente de barro, dibujaban una semi-esfera
perfecta de unos siete metros de diámetro que convergían todas juntas,
en lo más alto, formando el techo de la vivienda. En la cima del mismo se
abría una pequeña abertura, redonda, por donde una tenue columnilla de
humo azulado se elevaba hacia el cielo. No se por qué, pero su forma me
hizo recordar la de aquellos atanores u hornos antiguos para cocinar el
pan. Me acerqué a la entrada, entonces escuché una voz de hombre que
provenía del interior y que así cantaba :
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- Vuestras palabras me recuerdan a las del canónigo de Bridlington – dije.
El anciano volteó su cara hacia mí, entonces pude darme cuenta de que
su rostro, a pesar de mostrar las tenues marcas de un hombre maduro, no
era el de un viejo, aunque su cabello totalmente blanco se prestaba para
la confusión. Con una amable sonrisa me contestó :
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como tal, se basaba en la práctica y el espíritu, es decir, la
experimentación y el estado de consciencia del operador, razón por la
cual me entregaría la fórmula del elixir bajo el velo de la metáfora.
Confiado en que sabría entender sus palabras, acepté gustoso su
excéntrica condición. Entonces, el ígneo artista filosofó de la siguiente
manera :
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poseerás una tintura madre, de la cual extraerás una parte que diluirás en
nueve iguales de vino dulce que tengas a mano. Así tendrás una botella,
del mejor elixir conocido, para mantener las dolencias a distancia y a
través del cual te olvidarás de toda enfermedad y tristeza, si ingieres una
copita todos los días, siempre y cuando hagas de la moderación la regla
de tu vida.
- Sólo nos tenemos a nosotros mismos: no hay más fuerza que aquella
que brota del propio corazón. No pongas tu confianza en lo sobrenatural,
en seres celestiales e infernales, demoníacos o divinos. Nada vendrá de
fuera de ti. Tú eres el origen y principio de todo. Tú eres también el final.
Si comprendes esta verdad, tu mente libre será de Dios y el Diablo.
Conocerás así la realidad y tú mismo rey te coronarás.
Cuando su voz enmudeció, mis pies hollaban con firmeza la suave tierra
del bosque. Entendí sus oscuras palabras, mi mente se abrió y mi
corazón alcanzó una profunda paz. Una absoluta confianza se apoderó de
mí y comprendí, en aquel momento, que alcanzaría mi objetivo.
Capítulo VII
Me acerqué para ver mejor y pude distinguir que, en uno de los costados
de la piedra, había algo escrito. Leí en voz alta :
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- Tendrás que sumergirte en la profunda oscuridad y hallar en tus raíces
la luz y vida sempiternas. Solo así llegará el momento en que aquello, que
acecha al otro lado, salga a la claridad del día. Vendrá de la otra orilla del
abismo, pletórico de poder, voluntad y sabiduría. Y así se cumplirá el
tiempo en que, desprendiéndote de todo, te apoderes del Universo.
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color rojo-rosado, que por sus características deduje debía provenir del
corazón ígneo del volcán o de las entrañas mismas de la Madre Tierra.
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sesgado con su ojo izquierdo y, luego, cambiando de lado con un giro de
su cuello, me miró con el derecho. Gracias a tal gesto pude entonces
observar una curiosa diferencia entre ambos ojos, que me llenó de una
grata y serena alegría. Vi que el ojo izquierdo, pardo como la miel,
proyectaba en su mirada el espíritu dulce y bondadoso de mi recordada
Sophia, mientras el derecho, de color gris acero, conservaba la distante
severidad del halcón bermejo.
- Estás aquí – dijo el Fénix en tono solemne y sereno -, para ver el Libro
de la Verdad, que también es libro de conocimiento y vida.
Con sorpresa pude ver que su cubierta estaba hecha de corteza de árbol,
sin ningún título o encabezado en la rústica portada. A decir verdad, más
que libro aparentaba ser una delgada caja de tosca madera.
A la raza hiperbórea,
a los alquimistas de todas las épocas,
los nacidos y por nacer.
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- Soy todo lo que ha sido, todo lo que es y lo que será. Mi velo no lo ha
levantado ningún mortal, y el fruto que he engendrado, es nada menos
que el mismo Sol.
Y diciendo esto alzó la mirada hacia la luminosa entrada del cráter que se
abría sobre nuestras cabezas. Vi que todas las aves imitaban su gesto,
entonces alcé también mis ojos para contemplar lo que todos miraban.
Sin embargo, apenas tuve tiempo de terminar mi acción, pues un enorme
fruto rojizo, desprendido a gran altura de una de las gigantescas
enredaderas que llegaban hasta el techo, golpeó con inusitada fuerza el
centro de mi frente.
“Antes que nada y de todo, quiero dejar clara constancia que la totalidad
de lo que aquí leerás, amigo lector, aconteció en la vasta tierra de Morfeo,
reino que todos los hombres han visitado, pero del cual ninguno conoce
sus múltiples caminos, pues nadie ha recorrido dos veces la misma
senda al acceder a este misterioso imperio...”.
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