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La historia moderna fue escrita, en realidad, bajo el imperio de sus más importantes
beneficiarios, entre los que los ingleses resultan ser los más altos exponentes. En el
apogeo de su poder mundial, Inglaterra desparramó los principios liberales al resto del
mundo, exaltando las bondades de la democracia, el parlamentarismo y la libertad
individual, como bienes que habían sido inventados por el espíritu anglosajón para goce
de la humanidad. De esa manera quedaba borrado el pasado de horrores, crímenes y
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humillaciones de todo tipo que millones de hombres y mujeres de la propia Inglaterra y
el resto del mundo habían sufrido para hacer posible la civilización capitalista que, en la
orgullosa Londres, tenía su capital más conspicua. Fueron los ingleses los que mediante
el despojo y el pillaje de sus corsarios temibles -la piratería- acumularon el oro y las
piedras preciosas que abarrotaron las arcas de sus bárbaros monarcas de la época
clásica. La esclavitud fue una de las perlas magníficas de esa grandeza y todo el mundo
sabe que los ingleses se destacaron como célebres tratantes de negros.
Fueron los obreros ingleses, rebelados ante las tremendas injusticias del
individualismo capitalista, los que arrancaron con sus rebeliones sindicales las
conquistas de reducción de horarios, prohibición del trabajo de niños y mejores
condiciones de contrato. Los campeones de las clases dominantes, con sus capitanes de
industria, sus embajadores, sus exploradores y hombres de negocios difundían,
entretanto, las bondades del estilo de vida británico, acallando con el terror colonizador
a todos los que osaban enfrentarlos. Contaba Stanley, el célebre aventurero
encomendado por el New York Herald para encontrar a David Livingstone, perdido
cinco años en la selva africana, los horrores cometidos por los ingleses, pero bajo la
forma de una reacción defensiva: “El 18 de diciembre, para colmo de nuestras
miserias, los caníbales intentaron realizar un gran esfuerzo para destruirnos, unos
subidos a las ramas más altas de los árboles que dominaban la aldea y los demás
emboscados como leopardos en medio de los huertos o bien agazapados como pitones
sobre haces de caña de azúcar. Los fusiles fallaban rara vez…”. El mito de pueblos
comeblancos, sin asidero científico, servía para justificar la única violencia reinante en
el África, o sea, la violencia imperialista, ante la justificada actitud defensiva de los
pueblos sometidos sin otra razón que el despojo.
En los 100 años de dominación inglesa en la India, nada puede decirse a favor de la
pretendida acción civilizadora que loaba Kipling. La antigua civilización del Índico con
sus 140 millones de habitantes en 1800, se convertiría en un codiciado mercado para las
exportaciones textiles de Lancashire. Los británicos arrasaron la tejeduría artesanal de la
India utilizando el método de la matanza o el refinado sistema de cortar el pulgar de las
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tejedoras para que éstas se vieran imposibilitadas de manipular los telares. Cuando en
1857 se produjo la rebelión de los cipayos (así se llamaban a los indios incorporados al
ejército colonial) como reacción por los excesos cometidos por la banda de asesinos y
ladrones que constituían la East India Company, el ejército inglés masacró miles de
patriotas amarrando sus cuerpos en las bocas de los cañones que eran disparados para
escarmiento del pueblo oprimido. La antigua civilización de la India había sido
destruida para edificar en ella , no una sociedad moderna y progresista, sino una nación
agraria paupérrima en la que la destrucción de las artesanías desencadenó el flagelo del
hambre que caracterizó su existencia.
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de horrores que los actuales gobernantes imperialistas se empeñan en mantener
vigentes.
Puede decirse, sin temor a equivocarse, que a su paso el colonialismo inglés sólo ha
dejado ruinas allí donde encontró alguna civilización o cultura orgánica y estable.
El mito de Kipling que narra el sacrificio del hombre blanco civilizador puede ser
traspuesto , pues al episodio del rey sudanés Keneduru, que al oir los pasos de los
asaltantes franceses acercándose a su palacio y dirigiéndose a sus guardias exclamó:
“¡Tiekoro, mátame! Mátame para que yo no caiga en manos de los blancos”.
Nuestros estudiantes, profesores de historia, militares y sacerdotes deben conocer y
difundir la verdad de la historia que nos hermana, en este instante, con los pueblos que
han sufrido y sufren el flagelo de la opresión imperialista, cuya barbarie no puede
justificarse en nombre de ninguna moral, filosofía o religión. Tal vez, la historia del
futuro, que escribirán todos los pueblos emancipados junto con los oprimidos de los
países que hoy gozan de los adelantos de la civilización técnica, dedicará un amplio
espacio para reflexionar en torno al nivel de degradación social y cultural que el
colonialismo y el imperialismo han producido en la mayor parte del género humano,
durante la “era del progreso” que caracterizó al capitalismo contemporáneo.-