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Joël Dicker. La verdad sobre el caso Harry Quebert. Editorial Alfaguara.

Madrid, 2013.

Hola, buenos días, bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro,
el programa de recomendaciones literarias de Radio Universidad de
Salamanca, que hoy os trae una propuesta ciertamente redundante, pues la
obra cuya lectura quiero aconsejaros ha gozado, desde comienzos del
pasado verano en que se publicó, de tal repercusión mediática, de tal
cantidad de reediciones, de tal profusión de premios en Francia (en cuyo
mercado editorial vio la luz), de tal número de críticas (no todas favorables,
aunque sí la mayoría), ha multiplicado de tal manera sus traducciones -con
cerca de un millón de ejemplares vendidos en más de treinta lenguas
distintas-, que sería ciertamente extraño que mis palabras pudieran
descubriros nada nuevo a alguno de nuestros oyentes. Y es que, en efecto,
La verdad sobre el caso Harry Quebert, segunda novela del jovencísimo -no
llega a los treinta años- escritor suizo Joël Dicker está siendo, sin duda, un
fenómeno literario global, un indiscutible best-seller (y si el término os
resulta devaluado, asociado a “productos” de ínfima calidad literaria, podéis
añadirle la coletilla “de culto” y así tranquilizar vuestra conciencia elitista -en
el caso de que tal vaga noción exista para vosotros y os impida disfrutar
alegremente de una obra si millones de otras personas en todo el mundo lo
hacen también; yo aún padezco un poco esta estúpida soberbia intelectual,
inoculada en mi juventud-; ya sabéis, el viejo conflicto entre apocalípticos e
integrados, entre la soledad impecable y purísima del artista en su torre de
marfil y el éxito -el sucio éxito- derivado del multitudinario refrendo popular
que, supuestamente, todo lo mancha).
Y precisamente porque el libro ha sido ya muy glosado en foros diversos, y
porque probablemente lo conozcáis e incluso algunos de vosotros quizá
hasta lo hayáis leído, me limitaré a comentaros, en esta reseña, lo esencial
de su planteamiento, presentándoos después de manera entusiasta algunos
de sus indudables logros y rebajando después, con modestia pero con
rotundidad, la entrega ciega que en muchos ámbitos se ha hecho a las
presumiblemente indiscutidas maravillas de la novela, ofreciéndoos mis
personales objeciones.
Por de pronto, dejadme deciros que el libro ha sido publicado por la editorial
Alfaguara (en cuyos medios afines -obvio es reconocerlo- la campaña de
difusión “laudatoria” ha sido más intensa) en traducción de Juan Carlos
Durán Romero. Se trata de una novela detectivesca, un thriller, aunque sólo
en una primera y superficial aproximación. Nola Kellergan, una niña -aunque
físicamente muy desarrollada- de quince años, desaparece de su pueblo,
Aurora, una pequeña ciudad de New Hampshire, el 30 de agosto de 1975.
Deborah Cooper, una anciana que vive en Side Creek Lane, a las afueras
del pueblo, llama ese mismo día por teléfono a la policía avisando de que
acaba de ver, en el bosque aledaño a su casa y a través de una ventana, a
una joven huyendo perseguida por un hombre. Cuando se personan las
fuerzas del orden y se adentran en la arboleda en busca de la niña, suena
un disparo. De vuelta a la casa, los policías encuentran a la señora Cooper
muerta en un charco de sangre, mientras que en el bosque no queda rastro
de la chica, a la que, naturalmente, se asocia con la desaparecida.
Este es el acontecimiento que desencadena la acción del libro. A partir de
ahí, y en tres planos temporales que se entremezclan muy eficazmente, en
una prueba del buen oficio del autor sobre la que luego volveré, el propio
1975, 1998 y 2008, asistimos a la enmarañada y apasionante investigación
de la desaparición de Nola. Marcus Goldman, un joven escritor que ha
obtenido un extraordinario éxito con su primera novela, pero que se
encuentra paralizado en el proceso creativo que le debería llevar a la
escritura de la segunda, se presenta en Aurora, en donde vive su mentor, el
también escritor Harry Quebert, en busca de consejo y apoyo en su crisis de
inspiración. Goldman había sido alumno del viejo Quebert en la Universidad,
en 1998, y acude a él, en calidad de “padre espiritual” y consejero más que
como mero docente, cuando su sequía creadora está a punto de
imposibilitarle cumplir su exigencia comercial con el implacable agente que
representa los intereses de su editorial y que le recuerda el innegociable
plazo de entrega de su segunda obra. Y es entonces, en 2008, en el
“presente” de la novela, cuando la anécdota inicial se complica al enterarse
Marcus -y con él nosotros, los lectores- de que Harry Quebert había
mantenido, más de treinta años atrás, una relación “prohibida” con Nola, con
esa niña (recuérdese, que entonces sólo contaba quince años, por los
treinta y tantos del profesor) cuyo cadáver es ahora encontrado -por azar-
cuando un jardinero procede a plantar unos árboles en el jardín de Harry, el
cual es automáticamente detenido como principal sospechoso de aquella
desaparición, calificada ya como asesinato. Será entonces Marcus
Goldman, el joven escritor, que confía en la inocencia de su maestro, el que
-por defender a su mentor- indague y profundice en los aspectos oscuros del
caso y quien en definitiva cargue, junto a la presencia algo episódica del
abogado de Quebert y a la amistosa colaboración con el muy honrado
policía Gahalowood, con el peso sustancial de las investigaciones.
La verdad sobre el caso Harry Quebert es, como digo, una novela de intriga
en la que a lo largo de casi setecientas páginas el autor nos mantiene con el
ánimo suspendido (una vez abierto el libro, es imposible parar de leer; y ello
es, a mi juicio, una de las razones principales, si no la esencial, de su
formidable éxito de ventas), haciéndonos avanzar, absolutamente
arrebatados, subyugados por una narración adictiva, en la investigación de
ese crimen con el que se abre la historia y a cuyo desenlace sólo llegaremos
al término de la obra. Un thriller policiaco en el que, durante un tiempo
novelístico que abarca más de tres décadas, se multiplican las pesquisas,
las hipótesis, los testigos, las pruebas, los sospechosos, las revelaciones,
los descubrimientos, en una sucesión de peripecias, a cual más inesperada,
a cual más sorprendente, que mantienen al lector con el alma en vilo, con la
imaginación activa, con el pensamiento en ebullición y con los afanes de la
vida cotidiana atendidos de un modo tan sólo somero -si no lisa y
llanamente desatendidos-, pues la voluntad toda conspira -y hablo de mi
propia experiencia- para hacernos abandonar las obligaciones laborales y
volver al hechizante relato.
Sin embargo, esta trama argumental, que aquí sólo puedo esbozar de modo
somero -y que podría resumirse en una breve fórmula: la novela da cuenta
de la resolución de una gran incógnita: ¿quién mató a Nola Kellergan?- no
se desarrolla de un modo convencional, en una narración más o menos
lineal, sino que aunque la acción avanza de una manera muy fluida, y en
este sentido el libro se lee como una novela tradicional, “por debajo” del hilo
narrativo, la estructura es muy compleja e intrincada, poblada de numerosas
manifestaciones de la voluntad evidente del autor -y de su talento- por
utilizar variados recursos literarios.
Por de pronto, Marcus Goldman acaba por escribir su esperada segunda
novela que se titulará -¿lo adivináis?- La verdad sobre el caso Harry
Quebert y que recogerá el fruto de sus averiguaciones y que quizá -sólo
quizá, un artificio especulativo más en un libro repleto de ellos- acabe por
ser el mismo libro que nosotros estamos leyendo en nuestras casas. Pero
es que, además, el propio Harry Quebert había alcanzado el reconocimiento
literario al publicar -antes de su llegada a Aurora- una primera obra, de título
Los orígenes del mal, de la que acabamos sabiendo que incluye la
descripción pormenorizada y fidedigna -o quizá no tanto- de la relación
prohibida del consagrado escritor con la niña Nola. Y en el libro de Dicker
-permitidme que me refiera a él como el “libro real”, el que ahora tengo en
mis manos y consulto mientras escribo esta reseña- se intercalan
fragmentos del libro ficticio de Quebert que, a la vez remiten a la experiencia
de nuevo “real” -de la mera realidad novelística, esta vez- del romance
“auténtico” vivido por Harry y la joven. Este juego de planos que se
superponen e interrelacionan, de versiones que remiten a otras versiones
que aluden a otras versiones que se refieren a una supuesta historia real
que nadie sabe si existió o no -y que, de haber existido, nadie sabe cómo
aconteció-, en un juego de espejos inacabable, en un muy sugestivo
-también muy desconcertante- despliegue de muñecas rusas que se abren
cada una en la anterior, hace singular la novela, la desmarca de los relatos
más previsibles dentro del género, y constituye otro de su indudables focos
de atracción. Libros dentro de libros, metaliteratura, pues, y con ella la
reflexión -indirecta, no ensayística, no “argumental”- sobre la verdad del
fenómeno literario, sobre la invención y la realidad, sobre la verosimilitud de
ficción, sobre su capacidad para construir relatos “creíbles” y, por tanto,
capaces de interesar, de emocionar, de apasionar. Y todo ello, esta
“construcción” sofisticada, llevado al extremo pues con cada nueva
“muñeca” se nos ofrece una distinta interpretación de los hechos narrados,
con diferentes presuntos asesinos, con motivos también diversos, con
explicaciones de los sucesos casi absolutamente disímiles entre sí, de modo
que la sensación que acaba penetrando en el lector es la de la inseguridad,
la desorientación, la perplejidad y, por ello, el aumento de la intriga y del
deseo de ver “definitivamente” cerrado un caso que a cada nuevo capítulo
se hace más y más enrevesado.
Pero hay mucho más. Ya he hablado de la densidad, de la complejidad de la
estructura, muy trabajada y eficacísima, con continuos saltos en el tiempo,
con versiones parecidas de un mismo hecho narradas con sutiles
diferencias por personajes distintos y por tanto desde perspectivas diversas,
con la incorporación de “materiales” heteróclitos -declaraciones de
protagonistas, narración omnisciente en tercera persona, reflexiones de
Goldman (que es quien parece relatar la historia), la voz de Quebert que
habla en fragmentos entresacados de su libro, extractos del diario de Nola a
través de los cuales la “oímos” en primera persona, cartas, informes
policiales-; unos materiales que el autor organiza muy convenientemente -en
una labor reveladora de su talento profesional-, de manera que un
determinado acontecimiento de la trama, ocurrido en 1975, puede empezar
a ser contado por un personaje que se sincera ante Marcus, en un ejercicio
de memoria retrospectiva llevado a cabo en 2008, para continuar -a veces
sin más “corte” que el mero salto de un párrafo a otro- siéndonos “revelado”
a partir de un texto literario publicado años antes, para finalizar la narración
con un enfoque en una tercera persona objetiva, de nuevo en 1975. Y así,
incorporando casi imperceptiblemente estos recursos debidos a su buen
oficio de escritor, la historia va transcurriendo, desarrollándose y
extendiéndose en un flujo narrativo arrebatador, fascinante en su simplicidad
sin embargo muy profundamente elaborada.
Y aún hay otros elementos que le dan altura al libro o que, al menos,
permiten que se desmarque de los best-sellers al uso: la vinculación con la
realidad, con la elecciones norteamericanas y la candidatura de Obama
como telón de fondo de los episodios situados en 2008; los numerosos
guiños literarios y referencias cinematográficas: entre los más destacados
una ostensible presencia de Nabokov o una ineludible cercanía al universo
de Twin Peaks (que el autor desmiente pues cuando escribió la novela
-dice- no conocía la serie de David Lynch), cuya atmósfera algo onírica, de
opresivo misterio, impregnando de modo ominoso la aparentemente trivial
realidad de un pueblecito anodino, resulta inevitable que acuda a nuestras
mentes al leer el libro; las citas que encabezan cada capítulo, consejos de
escritura -extrapolables a la vida entera, más allá de la literatura- que Harry
proporciona a Marcus.
Por todo ello no sorprende que la crítica se haya entregado casi
unánimemente al joven Dicker. Me ha llamado especialmente la atención el
arrebatado entusiasmo de dos pesos pesados de la “inteligencia” francesa,
Bernard Pivot y Marc Fumaroli, cuyos enfervorizados juicios se recogen en
la contraportada del libro. Pivot, genial comunicador, ya jubilado
profesionalmente, del que fui seguidor durante años en Apostrophes y,
sobre todo, más recientemente, hace “sólo” quince o veinte años, en
Bouillon de culture, dos programas legendarios de la televisión del país
vecino, un periodista cultural con una energía formidable, capaz de
convencernos -con su contagiosa pasión lectora- de la maravilla de un
tratado de fontanería, no ahorra elogios a este La verdad sobre el caso
Harry Quebert, como no los escatima tampoco Marc Fumaroli, historiador,
ensayista y académico, un clásico del pensamiento francés. Y sin
embargo...
... Sin embargo, hay algo no del todo redondo, a mi juicio, en el voluminoso
texto de Joël Dicker. Quiero resaltar, ya muy brevemente, pues estoy fuera
de tiempo, tres aspectos cuanto menos discutibles que -a mi juicio- rebajan
algo mi valoración final de la obra y empañan en parte los muy exultantes
efectos que provoca su lectura.
En primer lugar, el permanente juego de pistas falsas, de sorpresas y
vueltas de tuerca, de nuevas interpretaciones sobre la autoría y la
causalidad de los hechos criminales narrados, la cantidad de distintas, y en
el momento en que se nos cuentan, convincentes “lecturas” explicativas de
los sucesos relatados, acaban por mermar la confianza del lector y por
generar en él una suerte de indiferencia pues, desde la mitad de la novela,
uno ya está persuadido de que quien se nos presenta en cada caso como
presunto autor de la muerte de Nola no lo será a la postre (no lo será
siquiera en el capítulo siguiente), de que los motivos -aparentemente
incuestionables- que han provocado el asesinato no son los verdaderos, de
que a la cadena de razonamientos que dan cuenta y “cierran” los episodios
acaecidos en Aurora aquel 30 de agosto de 1975 le sucederán otras
interpretaciones igualmente completas y aclaratorias de la totalidad de los
hechos (al menos los referidos hasta la página correspondiente), de modo
que el asombro y el sano desconcierto, la curiosidad y la exaltación
detectivescas que nos invaden en la primera mitad del libro dan paso a un
desganado escepticismo que lastra claramente la lectura, desprovista ya de
pasión y convertida casi en un acto burocrático que nos lleva a correr por las
páginas en busca -¡de una vez por todas, por favor!- de la versión definitiva
(que obviamente, sólo llega al acercarnos a su final).
En segundo lugar, sorprende y desentona en el clima general del libro
-aunque en sí mismos esos capítulos resulten hilarantes- la presencia de
ciertos episodios protagonizados por la madre de Marcus Goldman, con la
presencia en sordina del padre del escritor. Las conversaciones telefónicas
con su hijo, absurdas y disparatadas -el recuerdo de los padres de Woody
Allen, evocados en tantos de su textos y de sus películas, aparece muy
nítido-, son, efectivamente, desternillantes, pero el humor no acaba de
encajar en la atmósfera que impregna el resto de la novela.
Por último, aunque el andamiaje sobre el que se sostiene la trama parece
sólido y muy bien trabajado (el autor confiesa que la escritura del libro le
llevó dos años, y no me extrañaría que la mayor parte de ese tiempo lo
hubiera ocupado en construir la estructura de la obra, pues ha debido
resultar difícil encajar todas las piezas, ajustar los saltos temporales, hacer
coincidir las versiones de cada personaje, engarzar los hechos “reales” con
los de las respectivas novelas escritas por Quebert y Goldman, elaborar las
diversas explicaciones “parciales” para que resultaran convincentes y para
que, al fin, no chirriaran con la interpretación final y definitiva), hay, sin
embargo, algunos puntos débiles desde la perspectiva de la mera narración
policiaca. Así, el presunto secuestrador de la niña huye del escenario del
crimen, el bosque aledaño a Side Creek Lane, en un coche muy llamativo,
un Monte Carlo negro, que algunos testigos logran vislumbrar a su paso por
carreteras cercanas al lugar de los hechos. En los días que siguen a la
desaparición de Nola se investiga esa pista para concluir que sólo Harry
Quebert tiene un coche idéntico. No obstante, y para sorpresa del lector, a
medida que -treinta y tres años después- se relanza la investigación,
empiezan a aparecer -retrospectivamente- Monte Carlos negros por
doquier... ¡¡¡habiendo sido sus propietarios algunos de los más cercanos
allegados a los implicados en el caso y sin que este hecho hubiera llamado
en su momento la atención de la policía!!! Otro tanto ocurre con el Colt 39
con el que se dispara -lo sabremos en las últimas páginas del libro- a la
infortunada señora Cooper. Un disparo, un calibre, un arma por tanto, que
no parecen haber sido investigados en los momentos posteriores al crimen,
pues un revólver tan singular tendría que haber conducido inequívocamente,
ya entonces, en 1975 -aunque ello nos hubiera dejado sin novela-, hasta el
o los asesinos (permitidme que con esta indefinición mantenga el suspense
para aquellos de vosotros que aún no hayáis leído el libro y os dispongáis a
hacerlo).
En cualquier caso, La verdad sobre el caso Harry Quebert, escrita por Jöel
Dicker, es una novela apasionante que os atrapará sin remedio a los pocos
minutos de iniciar su lectura. Estoy seguro de que os entusiasmará si os
decidís a leerla. Voy a dejaros, para cerrar este comentario, con una
referencia musical inducida por la proximidad -ya reseñada- que he creído
percibir entre el libro y Twin Peaks, la legendaria creación televisiva de
David Lynch. Con el tema principal escrito por Angelo Badalamenti para
aquella exitosa serie de 1990 me despido por hoy.
Yo seguía obsesionado con esa idea: ¿cómo, a mi edad, había él sentido
ese destello, ese momento de genio que le había permitido escribir Los
orígenes del mal? Esa pregunta me obsesionaba cada vez más, y como
Harry me había instalado en su despacho, me permití registrarlo un poco.
Estaba lejos de imaginar lo que iba a descubrir. Todo empezó cuando abrí
un cajón en busca de un bolígrafo y me encontré con un cuaderno
manuscrito y algunas hojas sueltas: originales de Harry. Aquello me llenó de
entusiasmo: se trataba de una inesperada ocasión de comprender cómo
trabajaba Harry, de saber si sus cuadernos estaban cubiertos de tachaduras
o si la genialidad le llegaba de forma natural. Insaciable, me puse a explorar
su biblioteca en busca de otros cuadernos. Para tener vía libre, esperaba a
que Harry se fuera de casa; los jueves se marchaba a dar clase a Burrows,
salía por la mañana temprano y no volvía hasta el final de la jornada. Así fue
como la tarde del jueves 6 de marzo de 2008 se produciría un
acontecimiento que decidí olvidar inmediatamente: descubrí que Harry
había tenido relaciones con una chica de quince años cuando él tenía
treinta y cuatro. Ocurrió durante el año 1975.
Me topé de bruces con su secreto cuando, registrando frenéticamente y sin
escrúpulos los estantes de su despacho, encontré, disimulada tras unos
libros, una gran caja de madera lacada con una tapa de bisagras. Presentí
que me había tocado el gordo, quizás el manuscrito de Los orígenes del
mal. Cogí la caja y la abrí, pero, para mi gran decepción, dentro no había
manuscrito alguno, sólo unas cuantas fotos y algunos artículos de periódico.
Las fotografías mostraban a Harry en sus años jóvenes, la suprema
treintena, elegante, orgulloso, y, a su lado, una chica jovencísima. Había
cuatro o cinco fotos y aparecía en todas. En una de ellas se veía a Harry en
una playa, el torso desnudo, bronceado y musculoso, estrechando contra él
a la sonriente joven, que le besaba en la mejilla mientras sus gafas de sol
quedaban en equilibrio enganchadas a su larga melena rubia. En el reverso
de la foto había una anotación: Nola y yo, Martha’s Vineyard, finales de julio
de 1975. En ese instante, demasiado apasionado por mi descubrimiento, no
oí a Harry que volvía inusualmente temprano de la universidad: no escuché
ni el chirrido de los neumáticos de su Corvette sobre la grava del camino de
Goose Cove ni el sonido de su voz cuando entró en la casa. No escuché
nada porque en esa caja, bajo las fotos, encontré una carta, sin fechar. Una
escritura infantil sobre un bonito papel que decía:
No te preocupes, Harry, no te preocupes por mí, me las arreglaré para
verte allí. Espérame en la habitación número 8, me gusta esa cifra, es mi
número preferido. Espérame en esa habitación a las siete de la tarde.
Después nos marcharemos juntos.
Te quiero tanto...
Con mucha ternura,
Nola
¿Quién era esa Nola? Con el corazón latiendo a cien por hora, me puse a
hojear los recortes de periódico: todos los artículos mencionaban la
desaparición de una tal Nola Kellergan una noche de agosto de 1975. La
Nola de las fotos de los periódicos se correspondía con la Nola de las fotos
de Harry. En ese instante Harry irrumpió en el despacho con una bandeja
con tazas de café y un plato de pastas que soltó cuando, al abrir la puerta
con el pie, me encontró arrodillado sobre su alfombra con el contenido de su
caja secreta esparcido ante mí.

Angelo Badalamenti Tema de Twin Peaks


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