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Identidades judías post-tradicionales

Paul Mendes-Flohr
Los judíos son un pueblo cuyos miembros difieren
enormemente entre sí.
Elias Canetti, Masa y Poder
¿Qué tengo yo en común con los judíos? Apenas tengo nada
en común conmigo mismo.
Franz Kafka, Diario, 8 de enero de 1914

Los judíos contemporáneos tienen distintas formas de configurar su identidad.1


Desde la época de la Ilustración y la Emancipación, la identidad judía no se define ya
exclusivamente por la lealtad a la Torá y a los mandamientos divinos. De hecho, las
definiciones formales de la identidad –ser miembro de una comunidad, aceptar sus normas,
sus enseñanzas, valores o aspiraciones– ya no constituyen un criterio autoevidente de
identidad judía.2 Las ambigüedades de esta última en la época moderna están por supuesto
bien documentadas, a menudo –lo que resulta indicativo– en la ficción3 y en el cine.4
En este ensayo, trataré de componer y señalar a un tiempo esta ambigüedad
apuntando al hecho de que, en su calidad de modernos, los judíos están continuamente
reconfigurando su identidad. De hecho, los judíos de la modernidad son miembros de
numerosas comunidades –residenciales, vocacionales, culturales, profesionales, políticas,
recreativas…– que no son necesariamente colindantes. Más aún, los límites de esas
comunidades son, con frecuencia, fluidos. El resultado es que uno no es ya exclusivamente
judío. Para aquél que desea dar realce a su identidad judía sin renunciar a participar
activamente en otras comunidades, el reto consiste en definir una identidad judía que
conlleve compromiso pero no exclusión. Utilizando el concepto de “memoria cultural”
desarrollado por Aleida y Jan Aussman, me propongo explorar un modelo posible de una
identidad judía fervorosa y no excluyente.
El preocuparse por el sentido de su existencia como tales no es un fenómeno
exclusivo de los judíos de la modernidad. Los judíos han reflexionado sobre su identidad
desde que el caldeo de setenta y cinco años Abraham hijo de Taré recibió el llamamiento
divino y la promesa de llegar a constituir una nación (Génesis 12:1-5). Atormentado por una
serie de decisiones difíciles y pruebas angustiosas, el patriarca fundador de la nación hebrea
se vio obligado a plantear reiteradamente ante Dios la cuestión del sentido de su vida; otro
tanto sucedió con sus hijos y con los hijos de sus hijos. Tal como observó el filósofo
germano-judío del siglo XX Franz Rosenzweig, “en otras naciones, el nacimiento de la
autoconciencia es el principio del fin; en nosotros (judíos) fue el principio”.5 El problema de
la identidad, sostenía Rosenzweig, normalmente señala en un pueblo la pérdida de la
inocencia y, por lo tanto, el debilitamiento, cuando no la disolución, de sus vínculos

1
Este ensayo refleja un diálogo en curso con Martina Urban. Va dedicado a ella con gratitud y sentimientos de
profunda amistad
2
Un estudio histórico matizado de esta cuestión en Michael A. Meyer, Jewish Identity in the Modern World,
Seattle/London, 1990. En la excelente colección de ensayos Jewish Identity (David Theo Goldberg y Michael
Krauz, comps.), Filadelfia, 1990, se presentan distintas cuestiones filosóficas que plantea la identidad judía
moderna.
3
Véase por ejemplo Norman Finkelstein, The Ritual of New Creation. Jewish Tradition and Contemporary
Literature, Albany, 1992; Linda Nochlin y Tamar Garb (comps.), The Jew and the Text. Modernity and
Construction of Identity, Londres, 1996.
4
Véase David Dresser y Lester D. Friedman, American-Jewish Filmakers. Traditions and Trends,
Urbana/Chicago, 1993.
5
Carta a sus padres, 18 de diciembre de 1917. Citado por Nahum N. Glazer, Franz Rosenzweig. His Life and
Thought, Nueva York, 1953, pág. 63.

1
primordiales. Pero el caso del pueblo de Israel es distinto. Desde su incepción misma como
pueblo –o, más bien, como pueblo-religión–, Israel ha “tematizado” su propia existencia.
Porque, como ya lo sabía el patriarca Abraham, la nación que él engendraba no era
simplemente el “medio antropológico” (en palabras del filósofo Hermann Cohen)6 de
promover la fe en un solo Dios. La existencia y la historia misma de Israel estaban
permeadas de sentido religioso, y este sentido estaba imbuido en la sustancia y los ritmos
mismos de la vida temporal de Israel. Los eruditos alemanes de siglo XIX acuñaron el
término Heilgeschichte, historia salvífica, para captar este hecho. El judaísmo tradicional
solía tomar como referencia la imagen del nieto de Abraham, Jacob, que fue el primero que
llevó el nombre de Israel (Gen. 32:28), nombre que Dios les impuso a él y a sus
descendientes tras la misteriosa lucha con el ángel (Gen. 32:28-29).7 Jacob salió de este
episodio bendecido con un nuevo nombre, pero también “cojeaba del muslo” por la herida
que recibió en su enfrentamiento con el ángel. El sufrimiento y la bendición relacionados
con esa lucha están comprendidos en el nombre de Israel, marcando así la forma de
entenderse los judíos a sí mismos a través de las distintas épocas. Repetidamente
zarandeados entre los polos de la injuria y la bendición, los judíos tendieron a considerar las
pruebas y las tribulaciones de su viaje a través de su porción de tiempo en el mundo como
una cuestión propia de la teodicea: la justificación –y el sentido– del gobierno de Dios tal
como se refleja en su historia. Como espejo de la presencia divina, la existencia judía se
convirtió así en objeto de una meditación metafísica y un escrutinio continuos.8
Tal como señaló el escritor sionista Ahad Ha-Am, antes de su paso al mundo
moderno los judíos nunca preguntaron por qué eran judíos. “Preguntas tales se habrían
considerado no sólo una blasfemia, sino una soberana estupidez.”9 Antes de cruzar el umbral
y entrar en el ámbito de la sensibilidad laica, los judíos no cuestionaron por qué eran judíos;
a pesar de que les preocupaba el sentido de su existencia colectiva y de su turbulenta
historia, su identidad era clara e inequívoca. Ruth la moabita resumió los parámetros de la
identidad judía tradicional al declarar, el el momento de convertirse a la fe de Israel: “Tu
pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios. Donde tú mueras, moriré yo” (Ruth 1:16-17)
– ser judío, de nacimiento o por elección, supone “ser parte de un pueblo, una religión y una
Schicksalsgemeinschaft”,10 una comunidad de fe compartida. El elemento fundamental en
esta declaración de pertenencia es la fe en el Dios de Israel; si se prescinde de ella, todos los
demás elementos de la identidad judía tradicional empiezan a tambalearse. Porque, como un
eminente especialista en religiones comparadas ha observado con palabras que vienen a
subrayar lo que ya he dicho, “describir el judaísmo como la religión del pueblo judío es…
tergiversar ligeramente la situación. El judaísmo es la dimensión religiosa del pueblo de
Israel. Israel… es un pueblo nacido de y con la religión”.11 Por lo tanto, es el debilitamiento,
cuando no el eclipse total de la religión, lo que crea el problema de la identidad judía.
Al desgajarse de su dimensión religiosa, la cualidad de pueblo y el destino
compartido de los judíos se ven acosados por la ambigüedad; esta situación proviene de que
los judíos de la modernidad, al menos la mayoría de los que viven en la diáspora, están
integrados en la trama social y política de las distintas naciones entre las cuales viven. La
autorreflexión judía, de forma típica, se desplaza del terreno de la teología al de la sociología
e incluso al de la psicología. Mientras que lo tradicionalmente judío sería preguntar “¿cuál
6
Véase Martin Buber y Hermann Cohen, “A Debate on Zionism and Messianism”, en Paul Mendes-Flohr y
Jehuda Reinharz (comps.), The Jew in the Modern World, Nueva York, 1995, págs. 571-576, esp. 576, n. 1.
7
Véase Arthur Green, Devotion and Commandment. The Faith of Abraham in the Hasidic Imagination,
Cincinnati, 1989.
8
Véase Amos Funkenstein, Perspectives in Jewish History, Berkeley, 1993.
9
Ahad Ha-Am, Obras Completas, Tel Aviv, 1947, pág. 150 (en hebreo).
10
Walter Kaufmann, Existentialism, Religion and Death. Essays, Nueva York, 1976, pág. 167.
11
R. J. Zwi Werlowsky, Beyond Tradition and Modernity. Changing Religions in a Changing World, Jordan
Lectures 1974, Londres, 1976, pág. 49.

2
es el sentido teológico de la existencia judía?”, el judío secularizado se pregunta “¿por qué
soy judío?”, “¿tengo que identificarme como judío?”, “en caso afirmativo, ¿cómo?”, “con la
pérdida de la fe y del compromiso con el cumplimiento de los preceptos de la Torá, ¿cuál es
el contenido de mi identidad como judío?” Por supuesto, la experiencia moderna no ha
dejado sin trabajo a los teólogos judíos ni ha hecho que se vuelvan irrelevantes; de hecho, a
partir de la Ilustración, han constituido una casta bastante activa. Su tarea, sin embargo, es
totalmente distinta a la de sus predecesores. Vestidos con el hábito de los teólogos, los
filósofos y los rabinos han tratado de restaurar la fe religiosa de Israel para revalorizarla, con
el fin de que el edificio de la identidad judía se sostenga en pie.
Esos rabinos y filósofos religiosos se han visto obligados a compartir el campo de la
autorreflexión judía con una batería de intelectuales laicos que han propuesto nuevos
paradigmas de identidad judía. Reconociendo la ruptura que la laicización ha traído a la fe y
a la práctica religiosas, han tratado de construir una identidad judía sin fe en Dios; de hecho,
una buena parte del pensamiento judío moderno se ha consagrado a imaginar estrategias
para promover un concepto de identidad judía que defina a esta última simplemente como
una pertenencia al pueblo judío y un Schicksalsgemeinschaft (que no son sinónimos. Una
persona puede sentirse parte del pueblo judío, pero sin querer reconocer necesariamente el
destino de ese pueblo como suyo. El primer caso se puede caracterizar como sentido de
identificación étnica, mientras que el segundo sería una afiliación ideológica). Ideologías
laicas rivales –sionismo, bundismo, nacionalismo diaspórico, idishismo– han elaborado
distintos conceptos nacionales y culturales de identidad judía. Otros han apelado a lo que
Theodor Herzl llamó el “orgullo negativo”: frente al antisemitismo, judíos que si aquél no
existiera se asimilarían, tienen el deber de afirmar con la cabeza alta su identidad judía – una
posición que en alemán, con cierta ironía, recibió el nombre de Trotzjudentum. Jean-Paul
Sartre tenía esa posición en mente cuando afirmó que “son los antisemitas quienes definen al
judío”. En respuesta al Holocausto, el filósofo Emil Fackenheim propuso un Trotzjudentum
de tintes teológicos. Empleando un lenguaje teológico y tonos apodícticos, habló de una
“voz reveladora de Auschwitz”. Esta voz “ordena” a los judíos contemporáneos no conceder
a Hitler una “victoria póstuma” asimilándose y socavando el judaísmo con preguntas críticas
y corrosivas.12
Los judíos, para no ayudar a Hitler después de su muerte y del colapso del Tercer
Reich a conseguir su objetivo de exterminar no sólo a su pueblo sino también su religión y
su cultura, tienen que abstenerse de emprender cualquier acción que pueda poner en peligro
la supervivencia continuada de los judíos como pueblo diferenciado y cultura religiosa.
Fackenheim considera también que la voz imperativa de Auschwitz tiene relación con la
política del Estado de Israel, especialmente la que ponen en práctica los dirigentes más
extremadamente preocupados por promover la seguridad del estado judío, es decir –y en este
punto es bastante explícito– los partidos de derechas; si uno critica la política de un gobierno
del Likud con respecto a los palestinos y el mundo árabe, en opinión de Fackenheim, está
por fuerza poniendo en peligro al Estado y, probablemente, contribuyendo a hacer el trabajo
que Hitler inició.13
Al fundar su apelación a la solidaridad judía y a un orgullo desafiante en
construcciones cuasi-teológicas, Fackenheim no sólo muestra tener lo que yo considero un
juicio político profundamente equivocado, alarmante incluso. Su forma de imponer
obligaciones absolutas y categóricas a los sobrevivientes de Auschwitz –y, según él, todos
los judíos están obligados por una cuestión de honor a autoconsiderarse sobrevivientes–
12
Emil Fackenheim,God’s Presence in History. Jewish Affirmation and Philosophical Reflections, Nueva
York, 1972, págs. 67-98.
13
En un extenso ensayo, asegura que la Shoah y el establecimiento de Israel están relacionados histórica y
existencialmente, “confiriendo” a los judíos la doble obligación de obedecer la “voz imperativa de Auschwitz”
y el reconocimiento de la “posición central” del Estado de Israel en la vida judía contemporánea. E.
Fackenheim, The Jewish Return into History: Reflections in the Age of a New Jerusalem, Nueva York, 1978.

3
revela también una dificultad fundamental que el judaísmo post-tradicional tiene que
encarar: la de dotar a la identidad judía de una cualidad impuesta, obligatoria de hecho, por
no haber un contenido prescrito ni una definición formal o, al menos, un contenido y
definición universalmente aceptados.14
La dificultad de determinar el contenido y la definición de la identidad judía post-
tradicional se hace particularmente manifiesta en el Estado de Israel. Al tener forzosamente
que proporcionar la definición jurídica de quién es judío mediante un concepto legal, el
Estado de Israel se topa con una antinomia inevitable: el estado, que está
constitucionalmente obligado a homologar identidad judía con ciudadanía, se ve precisado a
estipular los criterios formales de acuerdo a los cuales la ley reconoce a una persona (es
decir, a un inmigrante) como judío, y, por lo tanto, como ciudadano; pero, por ser una
institución laica, el estado tiene también que tomar en consideración los diferentes y
divergentes conceptos de la identidad judía que caracterizan la vida judía contemporánea.
No es de sorprender, por lo tanto, que, desde su fundación misma, el Estado de Israel haya
fracasado repetidamente a la hora de proporcionar una definición legal satisfactoria a la
cuestión de quién es judío. Aunque los elementos ortodoxos que dominan la esfera de lo
religioso en el estado abogan por las definiciones tradicionales –basadas en la halajá o ley
talmúdica–, dichas definiciones resultan invariablemente problemáticas porque no logran
acomodarse a la realidad social contemporánea del pueblo judío, que es una comunidad
constituida por individuos cuyas madres pueden no ser judías (el criterio primordial para ser
judío según la halajá) o que han elegido formar parte del pueblo de Israel por medio del
judaísmo reformista o conservador. Si uno de los objetivos al crear el Estado de Israel –
según estipula su Ley del Retorno– es proporcionar refugio a cualquiera que sea perseguido
por ser judío, está claro que la definición halájica habría excluido a centenares de miles de
personas de descendencia judía que sufrieron por serlo las leyes de Nuremberg, o a los
centenares de miles de inmigrantes de la antigua Unión Soviética que, desde el punto de
vista de la halajá, no son estrictamente judíos.
La falta de adecuación de las definiciones tradicionales de “quién es judío” se
percibe muy claramente en el caso del hermano Daniel y en el caso Shalit, juzgados por el
Tribunal Supremo de Israel en 1966 y en 1970 respectivamente. El hermano Daniel, judío de
nacimiento y ex-partisano que luchó en los bosques de Polonia contra los nazis, se convirtió
al cristianismo durante el Holocausto. Siendo monje carmelita, solicitó la ciudadanía israelí
apelando a la Ley del Retorno. La petición estaba avalada por la halajá, que lo seguía
considerando judío a pesar de su apostasía. El Tribunal Supremo, sin embargo, sentenció en
contra del hermano Daniel y, de hecho, contra la halajá, basando su decisión en
consideraciones que tenían su base en sentimientos judíos laicos y nacionales y arguyendo
que, al convertirse al cristianismo, se había separado de “la historia y el destino de la
comunidad judía”. El caso Shalit estuvo protagonizado por un matrimonio mixto, un judío
israelí (que contaba en su currículum con actos de heroísmo en las guerras en defensa del
país) y su mujer no judía, quienes, a pesar de declararse ambos no creyentes, querían que sus
hijos fueran registrados como pertenecientes a la nacionalidad judía. Cuando el Ministerio
del Interior rechazó su petición, los Shalit apelaron al Tribunal Supremo que decidió que,
aunque técnicamente –es decir, según la halajá– los hijos no eran judíos, tenían que ser
inscritos como tales porque se estaban criando en la comunidad judía de Israel y por lo tanto
estaban indisolublemente ligados a su destino. El parlamento israelí anuló más tarde la
sentencia del Tribunal Supremo reafirmando la definición halájica de la identidad judía. La
legislatura, dominada entonces por los socialistas, argumentó que, a pesar de su simpatía por
la familia Shalit y muchas otras en su misma situación, la definición laica que el Tribunal
Supremo había dado de lo que es un judío pondría en peligro la unidad del judaísmo
14
Véase Manfred Vogel, “Some Reflections on the the Question of Jewish Identity”, Journal of Reform
Judaism 30,1 (invierno 1983), págs. 1-33.

4
mundial, ya que dicha unidad sólo estaba afirmada por las definiciones formales y jurídicas
de la halajá.15
La decisión apenas satisfizo a nadie fuera de la minoría compuesta por los judíos
ortodoxos. Además, más allá de la definición jurídica del estatus personal de acuerdo a la ley
israelí, está claro que la halajá y la tradición judía han dejado de proporcionar el marco por
el que la mayoría de los judíos contemporáneos, en el Estado de Israel como en otras partes,
se identificarían como judíos. Otras definiciones de la identidad judía basadas en criterios
formales tales como la afiliación cultural o institucional, resultan asimismo ambiguas. Hubo
sionistas que estimaron que sólo un territorio y un idioma propios podrían resolver el
problema. Los judíos, pensaron, una vez de vuelta a su antigua heredad en la Tierra de Israel
y con el hebreo de nuevo como lengua de la vida cotidiana, serían judíos de la misma forma
en que los franceses son franceses, es decir, serían ciudadanos hebreohablantes del estado
judío sin importar, según algunos sionistas subrayaron, cuál fuera su grado o carencia de
creencias religiosas.16 También esta posición es ambigua si consideramos que cientos de
árabes hablan hebreo y son ciudadanos del estado judío, siendo su procedencia étnica la
única variable que los distingue. En este contexto, a uno le viene a la cabeza la boutade de
que los israelíes no son sino gentiles que hablan hebreo. Esta observación es, por supuesto,
bastante tosca porque no toma en consideración el hecho, simple pero incontrovertible, de
que la mayoría de los judíos israelíes, a pesar de todo, se consideran judíos,17 mientras que
los árabes israelíes reivindican su identidad árabe o palestina.18 Más allá del hecho
superficial que suponen un idioma y una ciudadanía compartidos, a los judíos y a los árabes
israelíes los distinguen la sensibilidad étnica y memorias culturales e históricas distintas (por
no hablar de una división sociológica y política que es bastante manifiesta entre esos dos
sectores de la sociedad israelí).
Tanto en Israel como en la diáspora, los esfuerzos contemporáneos por dar
definiciones formales y concordantes de lo que es la identidad judía tropiezan
continuamente con el hecho de que, por habitar en el mundo moderno, los judíos comparten
identidades culturales y sociales múltiples. Como personas pertenecientes a la modernidad,
los judíos son receptivos a otras culturas y a sistemas opuestos de valores y de ideas y, por lo
tanto, sus horizontes culturales y cognitivos ya no son exclusivamente judíos. Esto es así
tanto en el Estado de Israel como en la diáspora.
Los judíos, naturalmente, comparten esta situación –que en el pasado solía recibir el
nombre de cosmopolitismo pero que habría que llamar, más adecuadamente, pluralismo
cultural– con todos los modernos, especialmente debido a la creciente globalización de la
cultura. Los ingredientes específicos de la experiencia judía de la modernidad, sin embargo,
han dado cierto color a las formas judías de percibir la situación, confundiendo
inevitablemente todos los esfuerzos por configurar una identidad judía que tome en
consideración el hecho de que el judío moderno ya no es exclusivamente judío. Desde la
Ilustración, los judíos han adoptado las culturas de las sociedades en que viven, sintiendo
una atracción particular por las altas culturas de Europa con sus pretensiones de
universalidad y consmopolitismo. Ser un europeo culto significaba saber idiomas, conocer
distintas culturas antiguas y modernas, tradiciones literarias y artísticas diversificadas, y ser
receptivo a ideas, perspectivas y expresiones estéticas nuevas. Los lindes de la alta cultura
no se limitaban, pues, a la antigüedad clásica sino que se extendían más lejos, hacia espacios
15
Baruch Litvin (comp.), Jewish Identity: Modern Responsa and Opinions on the Registration of Children of
Mixed Marriages, Nueva York, 1965.
16
Jacob Klatzkin, “A Nation Must Have Its Own Land and Language” (circa 1914), en Arthur Hertzberg
(comp.), The Zionist Idea: A Historical Analysis and Reader, Nueva York, 1969, págs. 318-320.
17
Simon Hermann, Israelis and Jews: The Continuity of an Identity, Filadelfia, 1970; Yair Auron, “Jewish-
Israeli Identity among Israel’s Future Teachers”, Jerusalem Letter/Viewpoints 334 (1/V/1996), págs 1-7.
18
Yoad Peled, “Ethnic Democracy and the Legal Construction of Citizenship: Arab Citizens of the State of
Israel”, American Political Science Review 82, 2 (junio 1992), págs. 434-443.

5
y tiempos que aún estaban, en buena parte, por explorar. En alemán, este concepto de la
cultura se conocía con el nombre de Bildung, un proceso interminable de adquisición de
cultura intelectual y estética; los judíos emancipados de la Europa central y occidental
estuvieron entre sus adherentes más fervorosos.19 Abundan las explicaciones de por qué los
judíos se vieron tan atraídos por este concepto de cultura; sin duda, el fenómeno tuvo mucho
que ver con las dinámicas de la emancipación y con las condiciones políticas y sociales de
su aceptación en el orden liberal en desarrollo.
De lo que no cabe duda, en cualquier caso, es que el romance de los judíos con el
Bildung llevó muy a menudo a la asimilación, es decir a una seria atenuación de la identidad
judía cuando no a su pérdida. No deja de ser natural, por lo tanto, que muchos guardianes de
la tradición judía miraran con profunda desconfianza la aculturación que el Bildung
implicaba. Lo que les producía aprensión no eran necesariamente las inflexiones laicas del
Bulding, porque había judíos tradicionales que intentaban conscientemente compaginar el
cumplimiento de la Torá con el Bildung;20 era más bien la difuminación de los límites entre
las culturas judía y “foránea” que el Bildung parecía promover. Esto provocó una oposición,
a menudo militante, a la apertura al otro y a las culturas no judías. Esa comunidad no
pequeña de judíos tradicionalistas dirigidos por el gran sabio rabínico Jatam Sofer (1762-
1839), estaba convencida de que la confusión de fronteras culturales llevaría al abandono del
judaísmo y de la judeidad. En su “última voluntad y testamento”, que constituye hasta hoy
en día el vade mecum de los judíos ultra-ortodoxos, Jatam Sofer rogaba a todos los judíos
temerosos de Dios que preservaran la integridad del judaísmo fiel a la Torá.21 Al analizar lo
que él entiende por integridad, Sofer hace del término hebreo shalem un acrónimo: sh-l-m.
La primera letra significa shemot, nombres; a este respecto comenta que a los judíos les está
prohibido tener nombres no judíos y hay que rechazar la práctica iniciada con la Ilustración
de ponerse e imponer a los hijos nombres como Paul, Anthony, Klaus, Ivan, Gertrude o
Barbara. La segunda letra, lamed, equivale a leshonot, idiomas; está prohibido a los judíos
aprender lenguas no judías con un objetivo que no sea puramente instrumental; aprender el
idioma de la comunidad del otro equivale a introducirse en su universo cognitivo. La última
letra del acrónimo, mem, según Jatam Sofer equivale a malbush, vestimenta. A los judíos les
está prohibido vestir como los no judíos, deben mantener un atavío que los distinga. Este
concepto de la integridad judía, aunque se deba a la pluma de un rabino erudito y un exegeta
de las enseñanzas reveladas de Dios, es decididamente sociológica: al prescindir de la
cultura del otro, los judíos garantizarán la integridad de su identidad nacional y religiosa.
Según esta teoría, el escándalo que supone la asimiliación sólo puede evitarse mediante el
aislamiento social y cultural.
En verdad, la experiencia histórica parece justificar a Jatam Sofer. Él tiene cientos de
descendientes, mientras que Moses Mendelssohn –el primer judío que adoptó públicamente
el desafío que el Bildung representaba (lo que le valió el desdén desmesurado de Jatam
Sofer) – carece de una descendencia judía contemporánea. Desde esta perspectiva, el
judaísmo ultra-ortodoxo tiene que ser considerado como una identidad judía moderna. Su
gemelo dialéctico es el sionismo. También el movimiento a favor del renacimiento nacional
judío estaba obsesionado con frenar la marea de la asimilación. Pero, más que preconizar la
vuelta de los judíos al gueto, el sionismo sostenía que su reunión en su hogar ancestral les
permitiría no sólo pasar a formar parte de la familia de las naciones, sin también participar
en la cultura mundial sin exponerse a perder la dignidad ética y la autoestima. Al crear las
19
Georg Mosse, German Jews Beyond Judaism, Bloomington, 1985, cap. 1; Aleida Assmann, Arbeit am
nationalen Gedächtnis: En kurze Geschichte der deutschen Bildungsidee, Frankfurt am Main, 1993.
20
Esta posición se asocia sobre todo con R. Samson Raphael Hirsch (1808-1888), a cuyos seguidores se
denomina a menudo con el adjetivo de “neo-ortodoxos”. Véase S. R. Hirsch, “Religion Allied to Progress” en
The Jew in the Modern World, págs. 197-202.
21
Hay una traducción de una versión algo abreviada del testamento de Jatam Sofer en Jack Riemer y Nathaniel
Stampfer (comps.), Ethical Wills: A Modern Jewish Treasury, Nueva York, 1986, págs. 18-21.

6
condiciones sociológicas que permitirían la autonomía cultural –una sociedad en la que los
judíos constituirían la mayoría de la población; la restauración del hebreo como lengua
hablada, que abarcaría actividades y experiencias laicas y remodelaría las fuentes y
memorias sagradas del judaísmo en una literatura nacional y en una memoria histórica–, el
sionismo se propone hacer posible que los judíos puedan encontrarse con otras culturas sin
inhibiciones y sin miedo a la asimilación. La autonomía cultural, según la visión sionista,
estimula la traducción de obras de otras culturas al hebreo, transformándolas de esa manera
en un discurso cultural judío, o, por lo menos, integrándolas en el discurso judío de forma tal
que esas expresiones de experiencias no judías queden libres de antagonismo estructural con
respecto a la cultura y la identidad judías, al contrario de lo que sucede en la diáspora, donde
los judíos constituyen una minoría cultural vulnerable.
El sionismo asumió que la autonomía cultural, en las condiciones que hemos
descrito, ahorraría por sí misma a la comunidad judía reconstituida en Sión la plaga de la
confusión de identidades que proviene de una participación en sistemas cognitivos y
axiológicos distintos e incluso opuestos. El presupuesto que sustenta la confianza de los
sionistas tiene básicamente dos aspectos: la autonomía o separación social y lingüística –una
posición que Jatam Sofer y sus seguidores ultra-ortodoxos habrían suscrito– y una
afirmación orgullosa de una identidad nacional judía, las cuales protegerían a los judíos de la
asimilación haciéndolos incluso receptivos a los otros y a sus culturas. Aunque este
presupuesto no es totalmente erróneo, el mecanismo que permite –que estimula incluso– la
apertura a una pluralidad de culturas e identidades es mucho más complejo de lo que el
enfoque sionista prevé. Los sionistas, y esto es típico también de otros movimientos
nacionalistas, opinaban que hay una identidad judía esencial. Señalemos de paso que el
término “identidad” en este contexto es un anacronismo, ya que, como categoría cultural y
socio-psicológica, no se introdujo en el discurso erudito y popular hasta después de la
Segunda Guerra Mundial, sobre todo en los escritos de Kurt Lewin22 y de Eric Erikson.23
Antes de esa fecha, en el discurso sionista se hablaba de conciencia nacional y de
continuidad.24 Sea como fuere, los sionistas sostenían que existía una identidad judía única,
esencial y perdurable, en la que todas las experiencias de la persona se reunían e integraban.
Era esa identidad la que el sionismo había venido a fortalecer y adaptar a las realidades
laicas y políticas del mundo moderno.25
Esta premisa, que sigue determinando la política sionista en torno a la identidad, se
ve socavada por el hecho de que, fenomenológicamente, existen identidades judías
múltiples, que la “reunión de los exiliados” en el Estado de Israel ha puesto de manifiesto.
La identidad de los judíos procedentes de Afganistán, Etiopía, Polonia y Alemania no sólo
no es homóloga sino que, por el contrario, suele ser muy distinta.26 Más aún, a pesar de lo
22
Kurt Lewin, “Erhaltung, Identität und Veränderung in Physik und Psychologie”, en Carl-Frierich Graumann
(comp.), K. Lewin, Werkausgabe, Sttutgart, 1981, 1, págs. 87-110.
23
Erik H. Erikson, “The Problem of Ego Identity” (1956), en M.R. Stein, A. J. Vidich and D. M. White
(comps.), Identity and Anxiety: Survival of the Person in Mass Society, Nueva York, 1965, págs. 37-87. Sobre
la genealogía cultural del concepto de identidad, véase Lewis D. Wurgaft, “Identity in World History: A
Postmodern Perspective”, History and Theory 34, 1995, págs. 67-85.
24
Un análisis general en torno a la identidad antes de que se utilizara ese término en Walter Sulzbach, National
Conciousness (introd. de Hans Kohn), Washington D.C., 1943.
25
Véase Meyer, Jewish Identity (nota 2), págs. 72-73.
26
Shmuel N. Eisenstadt, The Transformation of Israeli Society: An Essay in Interpretation, Londres, 1985;
idem, Jewish Civilization: The Historical Experience in a Comparative Perspective, Nueva York, 1993, págs.
249-285. Véase también Virginia Domínguez, Peoples as Subject / People as Object: Selfhood and
Peoplehood in Contemporary Israel, Madison, 1989; y Laurence J. Silberstein y Robert L. Cohn (comps.), The
Other in Jewish Thought and History: Constructions of Jewish Culture and Identity, Nueva York/Londres,
1994. Entre los historiadores judíos contemporáneos se desarrolla actualmente un debate, iniciado por Amos
Funkenstein, en lo que respecta a la aplicabilidad de la narrativa maestra que ha dominado hasta ahora la
historiografía judía, especialmente tal como el sionismo la concibe, a las distintas subcomunidades del pueblo
judío. Véase A. Funkestein, “La historia de Israel en la zarza: historia a la luz de otras disciplinas”, Zion 60

7
que afirma el enfoque existencialista de la identidad, esas identidades variadas que la
persona puede adquirir no tienen por qué tener continuidad. De hecho, las identidades que la
persona desarrolla pueden ser radicalmente discontinuas.27 Esto ha provocado a menudo
cierta ansiedad en judíos que piensan que su judeidad tiene que retener una posición
preponderante para que no la engulla el torbellino de identidades rivales. Hace unos ochenta
y cinco años, en Berlín, el filósofo y crítico social Gustav Landauer publicó un ensayo
titulado “¿Son acaso pensamientos heréticos?”, en el que desafiaba con osadía a sus
correligionarios judíos que pensaban que, para superar esas perplejidades, lo mejor sería
retirarse a un universo cultural más exclusivamente judío. Defendiendo su apego simultáneo
al judaísmo y a otras culturas, afirmaba: “Nunca he sentido la necesidad de
autosimplificarme o crear una unidad artificial mediante la negación; acepto mi complejidad
(cultural) y espero llegar a ser una unidad todavía más diversificada de lo que hoy soy
consciente de ser”.28 El fallecido Elias Canetti, que obtuvo el premio Nobel de literatura,
expresó sentimientos parecidos cuando, durante los tenebrosos días del Holocausto,
protestó: “¿Acaso tengo que cerrarme ante los rusos porque hay judíos, ante los chinos
porque están lejos, ante los alemanes porque están poseídos por el demonio? ¿Acaso no
puedo seguir perteneciendo a todos ellos, como antes, y ser sin embargo judío?”29
Como modernos, los judíos han adoptado, según destaca la indóloga judía
estadounidense Wendy Doniger en un ensayo autobiográfico, “los mitos de otros pueblos”.30
Como ella misma cuenta en un fragmento conmovedor del libro, su viaje hacia el mundo
espiritual del continente hindú no puede ser considerado un mero acto de empatía erudita,
sino que refleja más bien una búsqueda de expansión de sus sensibilidades culturales y de su
humanidad. Ella misma admite, sin embargo, que su apremiante aceptación de una ética
multicultural se hizo a costa de su propia cultura primordial, que quedó relegada a una serie
de afectos étnicos y culinarios, modulados conscientemente para que no confundieran sus
compromisos “más amplios”.
La problemática que plantea el hecho de vivir con identidades que evolucionan y
cambian constantemente, especialmente en los judíos post-tradicionales, es el tema de la
sátira cinematográfica de Woody Allen Zelig de 1983 (pronunciado con acento ídish,
Tzélig). 31 El protagonista de la película, al que da vida el propio Allen, es tan proclive a
identificarse con los demás que, en cuanto se fija en un “otro”, al momento adopta su
fisonomía, tono de voz y lenguaje corporal. Así, Zelig se convierte en un negro, un francés,
un irlandés, un italiano, un indio, un chino e incluso un nazi. Al ser un camaleón –o, como
alguien ha definido, un “shlemilón” – cultural, Zelig tiene acceso a todas las culturas pero, a
la hora de la verdad, no posee ninguna.32 El Zelig de Allen, que es una alegoría de la
aculturación,33 viene a señalar las dificultades que encara el sincretismo: la multiplicación de
identidades lleva a su amalgama y a su disolución confundidora. Aquí reside el posible

(1995), págs. 335-347 (hebreo); Shulamit Volkov, “Los judíos entre las naciones: una narrativa nacional o un
capítulo dentro de una historia integrada”, Zion 61 (1996), págs. 91-111 (hebreo); y Dan Diner, “Cumulative
Contingency: Historicizing Legitimacy and Israeli Discourse”, History and Memory 7-1 (1995), págs. 147-170.
27
P. Mendes-Flohr, “Jewish Continuity in an Age of Discontinuity: Reflections from the Perspective of Jewish
Intellectual History”, en P. Mendes-Flohr (comp.), Divided Passions: Jewish Intellectuals and the Experience
of Modernity, Detroit, 1991, págs. 54-66.
28
Gustav Landauer, “Sind das Ketzergedanken?” en Vom Judentum: Ein Sammelbuch, Leipzig, 1913, pág.
250ss.
29
Elias Canetti, The Human Province, Nueva York, 1998, pág. 51.
30
Wendy Doniger O’Flaherty, Other Peoples’ Myths: The Cave of Echoes, Nueva York, 1978, pág. 5.
31
Véase Woody Allen: The Schlemiel as Modern Philosopher, capt. 2 de Dresser/Friedman, Filmakers, págs.
36-104, sobre todo 44ss.
32
“Zelig… se centra en un hombre que no tiene personalidad ni sentido propios”, ibid., pág. 66.
33
“Zelig, la expresión más clara del miedo y la paranoia judíos que se ha producido nunca en el cine, pone al
descubierto un deseo desesperado de encajar y lograr una asimilación total en la sociedad general”, ibid., pág.
88.

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significado del nombre del antihéroe de Allen, Zelig –en ídish “bendito”, un apelativo que se
aplica a los muertos–, que sugiere que la película de Allen es una especie de “responso” por
los judíos de la modernidad que, en su loca carrera por formar parte de las culturas de otros
pueblos, han perdido un fundamento firme en su propia cultura e identidad,
autoprovocándose así la muerte espiritual.34
Las reflexiones de Allen, por supuesto, van más allá de la crisis específica del judío
moderno; atañen al carácter ineludiblemente plural de la identidad contemporánea en
general. El dinamismo de esas identidades, a menudo contradictorio y centrífugo, amenaza
claramente a quienes quieren asegurar la integridad de una identidad cultural particular;
también molesta a aquellos que piensan que una identidad personal sana debe ser cohesiva,
armoniosa e integradora. Los críticos postmodernos de esta concepción de identidad cultural
y personal arguyen que no solamente resulta inadecuada al carácter de los tiempos, sino que
es fundamentalmente defectuosa porque las identidades siempre son diferenciadas y
compuestas de múltiples estratos. Por lo tanto, tal como un crítico lo expresó recientemente,
necesitamos un concepto de identidad que tolere “no sólo una mayor complejidad, sino la
confusión, el caos y el sinsentido”.35
Desde la perspectiva judía (o de cualquier otra cultura particularista), el desafío
consistiría en este caso en determinar un mecanismo que nos permita respetar nuestra
desconcertante y caótica ensambladura de identidades que se multiplican (y se restan)
continuamente, proporcionando al mismo tiempo una medida de continuidad judía o cultural
específica. En mi opinión, dicho mecanismo se esclarece mediante el concepto de “memoria
cultural” (kulturelles Gedächtnis) propuesto por Aleida y Jan Assman, de las universidades
de Konstanz y Heidelberg respectivamente.36 La memoria cultural, tal como ellos la
conciben, es una forma de conocimiento –acumulado a través de las generaciones–
específico de un grupo particular, por medio del cual dicho grupo “basa su conciencia de su
propia unidad e idiosincrasia”, en otras palabras, su autoimagen e identidad. La memoria
cultural tiene su terminus a quo en “acontecimientos decisivos del pasado” –desde el punto
de vista histórico o desde cualquier otro–, cuya memoria se mantiene por medio de una serie
de actividades mnemotécnicas que constituyen la vida cultural específica de dicho grupo.
Los Assmann subrayan que esas expresiones mnemotécnicas no se limitan a la palabra
escrita, sino que tienen también formas musicales, pictóricas y rituales. Por lo tanto, la
memoria cultural se expresa en el arte, la arquitectura, edificios, ceremonias, paisajes
históricos y sagrados, leyes, folclore, literatura, música, narración colectiva, filosofía,
poesía, ritual, canción, símbolos, teología, etc. Lo crucial es que esas expresiones
mnemotécnicas tengan rango canónico o semicanónico en una sociedad específica y sirvan,
por lo tanto, para “estabilizar”37 su identidad cultural a lo largo de las generaciones. Al crear
“espacios de la memoria”38 dentro del contexto de la vida cotidiana, esas actividades y

34
Entre los comentaristas de la vida real que aparecen en la película –todos ellos intelectuales judíos
estadounidenses de gran categoría–, Irving Howe, una famosa autoridad en el tema de la literatura de los
inmigrantes judíos, afirma ante la cámara: “Cuando pienso en ello, me parece que su historia (la de Zelig)
reflejaba en muy buena medida la experiencia judía en América; la gran necesidad de lograr introducirse y de
encontrar el lugar de uno y, entonces, asimilarse en la cultura”, ibid., pág. 73. Al parecer, son palabras de
Howe, pero claramente incluidas con la aprobación editorial de Allen.
35
Humphrey Morris, “Introduction”, en Joseph H. Smith y Humphrey Morris (comps.), Telling Facts: History
and Narration in Psychoanalysis, Baltimore, 1992, pág. xiv. Citado en Wurgaft, Identity, pág. 72.
36
En una serie de estudios escritos en común y por separado, los Assmann han desarrollado este concepto
desde la perspectiva de sus respectivos campos de especialización: Jan, la egiptología; Aleida, la literatura
comparada, aunque su alcance es, en último término, universal. Véase, por ejemplo, Aleida y Jan Assmann,
Schrift und Gedächtnis: Beiträge zur Archäologie der literarischen Kommunikation, Munich, 1987; Jan
Assmann, Das kulturelle Gedächtnis. Schrift, Erinnerung und politische Identität in frühen Hochkulturen,
Munich, 1992.
37
A. Assman, “Collective Memory and Cultural Identity”, New German Critique 25 (1995), pág. 132.
38
Ibid., pág. 129.

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gestos constituyen “islas de tiempo (trascendente)”39 y, de esa manera, constituyen también
el foco de las estructuras de significado, valores y normas que determinan la conducta y la
comprendión que el grupo tiene de sí mismo.
Los Assmann destacan dos momentos característicos de memoria cultural que
resultan especialmente significativos en el contexto de este ensayo. El primero es que el
impulso primario que atrae a los miembros de un grupo dado hacia su memoria cultural no
es una “curiosidad teórica” general40 que los llevaría a adquirir conocimiento, sino el deseo
de pertenecer, “la necesidad de (tener una) identidad”.41 En segundo lugar, aunque se trate de
un conocimiento canónico, la memoria cultural está siendo constantemente sometida a un
proceso de reconstrucción, de relectura, a la luz de las circunstancias y percepciones del
momento. Por lo tanto, la memoria cultural no es un simple acumulación de conocimiento –
como en un sistema cibernético–, almacenado en los archivos colectivos de una cultura, sino
más bien la recontextualización de dicho conocimiento o, por decirlo de otra forma, una
contemporalización del pasado (Verggenwärtigung). En su calidad de pasado puesto al día y
conocimiento recontextualizado, la memoria cultural es, de hecho, un proceso gobernado
por formas dadas de respuesta. Dichas formas reflejan actitudes y posturas ideológicas
variables con respecto al presente y a otras culturas y sistemas de conocimiento.
Siguiendo a los Assmann, podemos delinear tres formas esenciales42 en que los
portadores de una memoria cultural encaran y se acomodan a nuevas configuraciones de
realidades, experiencias, información y fuentes de conocimiento y sentido. Una está
constituida por una postura rígidamente conservadora que pretende asegurar la preeminencia
de la memoria cultural heredada velándola con ropajes dogmáticos, resistiéndose a todo lo
que pueda amenazar su integridad. La segunda postura, aunque es también básicamente
defensiva, emplea una estrategia hermenéutica que permite dar una respuesta constructiva a
la realidad contemporánea. Esta forma de respuesta favorece un reflujo dialéctico y fluye
entre la innovación y la continuidad; pero, cuando se ve confrontada a sistemas
fundamentalmente distintos de conocimiento, es invariablemente presa de una
autorreclusión dogmática. Una tercera forma de memoria cultural es la que está guiada por
una postura autorreflexiva y promueve una conciencia crítica de las presuposiciones,
prejuicios y desinformaciones de dicha cultura; esta tercera forma de memoria cultural
reconoce –y esto resulta muy significativo– el carácter polifónico de su propia evolución. Al
asumir una actitud tolerante hacia las voces plurales que hay en su propia tradición, los
guardianes de la memoria cultural son implícitamente conscientes de que ninguna cultura es
totalmente insular o se mantiene libre de contacto con otras culturas “ajenas”. De hecho, tal
como el erudito palestino Edward Said ha escrito, virtualmente todas las culturas, y desde
luego las así llamadas altas culturas, evolucionan en interacción con otras. “Lejos de ser
unitarias o monolíticas o autónomas, las culturas asumen de hecho más elementos
‘foráneos’, alteridades, diferencias, de los que excluyen conscientemente”.43 Estoy
claramente a favor de la forma autorreflexiva y crítica de la memoria cultural. Soy partidario
de ella precisamente porque no es dogmática y sí pluralista y abierta. Para apoyar ese tipo de
sensibilidad multicultural, que no tengo el menor inconveniente en adoptar, habría que
ampliarla con una determinación de minimizar la “otredad” que cualquier asunción
afirmativa de una identidad cultural y por lo tanto política inevitablemente entraña. Los
vectores de la identidad son muchos; ésta proyecta una “autoimagen” de la sociedad, pero
también define, forzosamente, límites sociales, excluyendo al otro que está más allá de
dichos límites, tanto en el terreno del conocimiento como en el de los hechos. La
39
Ibid.
40
Ibid., pág. 131.
41
Ibid.
42
Aussmann, Das kulturelle Gedächtnis (véase n. 36).
43
Edward Said, Culture and Imperialism, Nueva York, 1993, p. 15. Citado en Silberstein y Cohn, The Other in
Jewish Thought and History, pp. 7-8.

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autoimagen lleva en su seno una imagen del no-yo. Es esa la antinomia –paradoja
irresoluble– que encaran quienes están vinculados a una memoria cultural específica, cuya
compasión y humanidad los alerta de los peligros que conllevan el autoaislamiento y la
reclusión. Una identidad multicultural al menos atenúa esos peligros. Consiguientemente,
me atrevo a conjeturar que el Dios de Israel –que, como nos recuerda el profeta Amós, es
asimismo el Dios de los etíopes, es decir, de la humanidad entera–44 bendice nuestros
esfuerzos por alentar las identidades plurales y multiculturales.

44
“¿No sois acaso para Mí como los hijos de los etíopes, oh hijos de Israel?, dice el Eterno. ¿No he sacado a
Israel de la tierra de Egipto y a los filisteos de Caftor y a Aram de Kir?” Amós 9:7.

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