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Verne, Julio
Martín Paz
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ruborizándose.
— Extrañas como la conducta de usted. ¿Qué diría mi amo
Samuel si se enterara de lo que ha ocurrido esta noche?
— ¿Soy, acaso, culpable de que un arriero brutal me haya
insultado?
— Yo me entiendo, señorita – dijo la vieja, moviendo la cabeza
—, y no hablo del arriero.
— Entonces, ¿aquel joven hizo mal al defenderme contra las
injurias del populacho?
— ¿Es la primera vez que encontramos a ese indio en nuestro
camino? — preguntó la dueña.
Afortunadamente, la joven tenía en aquel momento el rostro
cubierto con la mano, porque, de otro modo, la oscuridad no
habría sido suficiente para ocultar la turbación de su semblante a
la mirada investigadora de la vieja sirvienta.
— Dejemos al indio donde está – repuso ésta —. Mi obligación
es vigilar la conducta de usted, y de lo que me quejo es de que, por
no molestar a los cristianos, quiso usted detenerse hasta que ellos
hubieran hecho su oración y hasta ha experimentado usted deseos
de arrodillarse como ellos. ¡Ah, señorita! Su padre de usted me
despediría tan pronto como supiera que he permitido semejante
apostasía.
Pero la joven no la escuchaba. La observación de la vieja
respecto al joven indio, había traído a su memoria pensamientos
más agradables. Creía que la intervención del joven había sido
providencial y habíase vuelto muchas veces para ver si la seguía.
Sara tenía en el corazón cierta audacia que le sentaba
perfectamente. Orgullosa como española, si se habían fijado sus
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— ¿Quién es usted?
— El indio Martín Paz. Me persiguen los soldados porque me
he defendido contra un mestizo que me atacaba y lo he derribado
a tierra de una puñalada. Mi adversario es el novio de una joven a
quien amo; y ahora, que sabe ya quién soy, puede usted
entregarme a mis enemigos, si lo cree conveniente.
— Muchacho – replicó simplemente el español —, mañana
salgo para los baños de Chorrillos. Puedes acompañarme si
quieres, y estarás por el momento al abrigo de toda persecución. Si
lo haces, no tendrás nunca que quejarte de la hospitalidad del
marqués de Vegal.
Martín Paz se limitó a inclinarse con respeto.
— Puedes acostarte en esa cama y descansar esta noche –
añadió el marqués —, sin que nadie sospeche que te encuentras
aquí.
El español salió de la estancia dejando al indio conmovido con
su generosa confianza. Después, Martín Paz, abandonándose a la
protección del marqués, se durmió tranquilamente.
Al día siguiente, al salir el sol, el marqués dio las órdenes
necesarias para la partida, y envió recado al judío Samuel de que
fuese a verlo; pero antes fue a oír la primera misa de la mañana.
Ésta era una piadosa práctica que no dejaban de observar
todos los miembros de la aristocracia peruana, porque Lima, desde
su fundación, había sido siempre muy católica, y además de sus
muchas iglesias, contaba todavía con veintidós conventos de
frailes, diecisiete de monjas y cuatro casas de retiro para las
mujeres que no pronunciaban votos religiosos. Como cada uno de
estos establecimientos tenía una iglesia particular, existían en Lima
más de cien edificios dedicados al culto, donde ochocientos
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criados.
Los baños de mar de Chorrillos encuéntrense a dos leguas de
Lima. Es una parroquia india que posee una bonita iglesia, y
durante la estación del calor es el punto de reunión de la sociedad
elegante limeña. Los juegos públicos, prohibidos en Lima, están
abiertos en Chorrillos durante el verano, y a ellos concurren las
señoras de dudosa moralidad, que, actuando de diablillos, hacen
perder a más de un rico caballero su caudal en pocas noches.
Como Chorrillos estaba a la sazón poco frecuentado aún, el
marqués y Martín Paz, retirados en una casita edificada a orillas
del mar, pudieron vivir en paz, contemplando las vastas llanuras
del Pacífico.
El marqués, miembro de una de las más antiguas familias del
Perú, era el último descendiente de la soberbia línea de
antepasados, de la que con razón se mostraba orgulloso; pero en
su rostro advertíanse las huellas de una profunda tristeza. Después
de haber intervenido durante algún tiempo en los asuntos
políticos, había experimentado una repugnancia infinita hacia las
revoluciones incesantes, hechas en beneficio de ambiciones
personales, y habíase retirado de la política y apartado de la
sociedad, viviendo casi en retiro, sólo interrumpido a raros
intervalos por deberes de estricta cortesía.
Su inmenso caudal íbase disipando poco a poco. El abandono
en que quedaban sus tierras por la falta de brazos, obligábale a
hacer empréstitos onerosos; pero la perspectiva de una ruina
próxima no le espantaba. La indolencia natural de la raza española,
unida al aburrimiento de su existencia inútil, le había hecho
insensible a las amenazas del porvenir. Esposo en otro tiempo de
una mujer adorable, y padre de una niña encantadora, habíase
encontrado de pronto solo, a consecuencia de una horrible
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V. Preparativos De Insurrección
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éstos se encontraran.
Aquel trastorno social debía, por consiguiente, efectuarse sin
resistencia, si los indios guardaban fielmente el secreto, y así debía
ocurrir, porque entre ellos no había traidores.
Sin embargo, ignoraban que un hombre había obtenido una
audiencia particular del presidente Gambarra; ignoraban que aquel
hombre le había notificado que la goleta Anunciación había
desembarcado en la embocadura del Rimac armas de toda especie
en piraguas indias, y que aquel hombre iba a reclamar una fuerte
indemnización por el servicio que había prestado al Gobierno
peruano, denunciando aquellos hechos.
Indudablemente, aquel hombre jugaba con cartas dobles,
porque después de haber alquilado su buque a los agentes del
Zambo a un precio muy elevado, había vendido al presidente el
secreto de los conjurados.
El hombre que tal infamia había cometido no era otro que el
judío Samuel, a quien suponemos que el lector habrá reconocido
en este rasgo.
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VIII. La Fuga
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IX. El Combate
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