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El cuento en la clase de lengua y literatura

Miguel Díez R.

Hay quienes no pueden imaginar un mundo sin pájaros; hay quienes no pueden
maginar un mundo sin agua; en lo que a mí se refiere, soy incapaz de imaginar un
mundo sin libros.
Jorge Luis Borges.

1. Problemas de la lengua y la literatura

Tengo la impresión de que en la enseñanza de lengua y literatura del nivel no


universitario, y en toda la comunidad hispánica, estamos asistiendo a una situación muy
parecida: la liquidación o muerte por asfixia paulatina de la literatura en los actuales
planes de estudio. Y ello en aras de unos programas que se inclinan mucho más a la
lengua, dada la necesidad de solucionar los estrepitosos fallos lingüísticos de los
alumnos, fallos derivados de la degradante situación cultural general y, sobre todo, del
influjo del nefasto registro lingüístico —o jerga “políticamente correcta”— de los
medios de comunicación y aun de ciertos escritores desaprensivos, todo lo cual está
llevando a una progresiva simplificación del habla de los jóvenes y, en consecuencia, a
la jibarización del pensamiento. Si a esto añadimos las insuficientes horas lectivas, se
hace casi imposible la enseñanza de algo que ni siquiera lejanamente se parezca a una
historia de la literatura en la que pudieran leerse, comprenderse y degustarse los
principales textos de nuestra rica tradición literaria, y no digamos de la universal.

Ante esta situación, el profesor tiene que hacer un planteamiento quirúrgico que
probablemente le conducirá a cortar drásticamente gran parte de las programaciones al
uso, olvidarse de hermosas teorías y orientaciones de psicopedagogos de laboratorio y
adecuarse a una realidad muy poco halagüeña, para intentar sacar el máximo provecho
del tiempo lectivo. En primer lugar, creo que hay que dar menos gramática y más
lengua. Hay que suprimir, sin miedo, muchas reglas y complicados análisis sintácticos,
pseudoprofundas teorías y farragosa terminología lingüística, y, en cambio, centrarse en
el aprendizaje “instrumental” de la lengua viva y, especialmente, en su nivel léxico-
semántico. A este respecto, recuerdo un breve e intencionado cuento de Mario
Benedetti:

Lingüistas

Tras la cerrada ovación que puso término a la sesión plenaria del Congreso
Internacional de Lingüística y afines, la hermosa taquígrafa recogió sus lápices y
papeles y se dirigió hacia la salida, abriéndose paso entre un centenar de lingüistas,
filólogos, semiólogos, críticos estructuralistas y desconstruccionistas, todos los cuales
siguieron su garboso desplazamiento con una admiración rayana en la glosemática.

De pronto, las diversas acuñaciones cerebrales adquirieron vigencia fónica:

—¡Qué sintagma!

—¡Qué polisemia!

—¡Qué significante!
—¡Qué diacronía!

—¡Qué exemplar ceterorum!

—¡Qué Zungenspitze!

—¡Qué morfema!

La hermosa taquígrafa desfiló impertérrita y adusta entre aquella salva de fonemas.


Sólo se la vio sonreír, halagada y tal vez vulnerable, cuando el joven ordenanza, antes
de abrirle la puerta, murmuró casi en su oído:

—Cosita linda.

Dominar la propia lengua es hablar y escribir —exponer y redactar—,


expresarse correctamente, y para ello leer y leer. A hablar y escribir con corrección,
amplitud y soltura, se aprende, sobre todo, leyendo, y para aprender a leer hay que leer
mucho.

El profesor de lengua y literatura tiene que tener a mano un amplio muestrario


de textos breves, muy variados, excelentes en la forma y en el contenido y fácilmente
accesibles para en cualquier momento usarlos y trabajar en clase con ellos: lecturas en
voz alta, ampliación de vocabulario, memorización, recitaciones y dramatizaciones,
comentarios, reescrituras o recreaciones, redacciones, etc. Sin olvidar que estos textos
también deben ayudar a formar aspectos tan importantes como la formación de la
sensibilidad y del espíritu crítico de nuestros alumnos. Textos que se pueden seleccionar
de recortes de prensa, letras de canciones, pequeñas obras dramáticas y antologías de
poemas, cuentos y novelas cortas. Avalados por nuestra larga experiencia docente,
pensamos que una de las funciones prioritarias de los Departamentos o Seminarios de
Lengua y Literatura es confeccionar y catalogar un archivo muy completo de dichos
textos, contrastados, experimentados y rigurosamente seleccionados.

En la situación actual, solamente en la lectura, análisis y comentarios de textos


lingüístico-literarios muy escogidos está el punto de encuentro de la lengua y la
literatura.

2. La dificultad de la lectura

El objetivo fundamental del profesor de lengua y literatura es conseguir que los


alumnos se aficionen a la lectura. Si esto se consigue, todo lo demás se dará por
añadidura. En palabras de Borges, el ejercicio de un profesor es hacer que sus alumnos
se enamoren de una obra, de una página o de una línea, porque, como también afirma y
completa Juan Delval, la lectura es la llave que nos abre un mundo infinito de fantasías
que nos transportan a mundos posibles en que no sólo aprendemos sobre la vida, sino
que nos estimula a pensar.

Pero todos somos muy conscientes de las muchas dificultades que se acumulan
contra este objetivo. A nuestros estudiantes les cuesta mucho leer, se aburren
soberanamente, y asistimos perplejos o desconcertados al progresivo distanciamiento o
abandono masivo. Ante unos muchachos tan inmaduros, tan faltos de capacidad de
atención y concentración, tan movidos e inquietos, tan distraídos, difícil tarea es
encaminarlos y centrarlos en una actividad seria y absorbente como es la lectura.

Aunque este no sea el momento de analizar en profundidad las causas que


generan esta situación, sí quiero dejar constancia de tres fácilmente detectables. En
primer lugar la televisión se ha tenido durante mucho tiempo como la culpable más al
alcance de la mano. Las imágenes televisivas bombardean impunemente durante
muchas horas semanales a nuestros jóvenes que, sin apenas notarlo, se convierten en
mudos, pasivos e idiotizados receptores de una avalancha colorista, violenta, edulcorada
o de banales chismorreos. En la televisión todo se le da hecho al receptor sin exigirle
nada a cambio, ni esfuerzo físico, ni inductivo, ni deductivo, ni imaginativo. Además, si
este medio hipnotizante se nutre en su mayor parte de programas estúpidos, carentes del
más elemental nivel lingüístico, cultural o estético, que ni elevan ni estimulan, sino que,
por el contrario, alienan, rebajan y degradan; que unifican, pero por abajo; si la
televisión se ha convertido en telebasura y es hoy, como ha dicho Ernesto Sábato, el
verdadero opio del pueblo, el problema se complica al máximo para nuestros jóvenes
indefensos. Según los expertos, la televisión ha llegado a ser una especie de “droga
dura” a la que los niños son especialmente adictos. En un número muy elevado, la gente
joven presenta un cuadro comparable al del drogadicto: bloqueo de las facultades de
pensamiento y de expresión, dificultad de comunicación, disminución e, incluso,
anulación de la libertad, instigación a la violencia y provocación a la adhesión
inmediata.

Pero si las imágenes de la televisión invaden hasta el metro y los transportes


públicos en donde el hombre tenía un espacio y tiempo de meditación a través del
paisaje cambiante; el ruido acústico es ya connatural con nuestra existencia: teléfono,
sirenas, radios, coches... Sin silencio no sólo no podemos leer, sino que también
quedamos anulados como sujetos pensantes. Así se produce el equívoco de creer que las
imágenes vigilantes y el ruido anestésico son producto de la alegría del mundo, mientras
que el silencio y la soledad equivalen a la tristeza, el aburrimiento y el desasosiego
(César Antonio Molina).

Sin embargo —y dentro de este absoluto olvido de la lectura y de la continua


primacía y exaltación de la imagen y el sonido—, los últimos estudios sociológicos
realizados demuestran que los menores prefieren cada vez más otras pantallas de ocio
por su mayor interacción: el ordenador, Internet, los videojuegos y los teléfonos
móviles; con el agravante de que los jóvenes van por delante de los padres y de los
educadores en el conocimiento y uso de estas nuevas pantallas, lo que puede cuestionar
la autoridad de éstos para ejercer cualquier mediación u orientación. Y si en la consola
el joven es parte activa y no mero espectador como en la televisión, también es verdad
que, en palabras de un experto, son ellos los que matan, atropellan o violan, y eso
desestabiliza afectivamente y genera un problema educativo y social muy grave.

La realidad actual es que la gente joven, en su mayoría, realiza un uso


exclusivamente lúdico del ordenador; navega por Internet a pelo, sin ningún salvavidas
y fuera de todo control; se pasma ante la pantalla del DVD portátil, se enardece con la
PlayStation de bolsillo o caracolea nervioso con el dedo sobre las teclas del móvil, el
MP3 o el iPod. Y de esta manera la imagen prevalente de los muchachos que nos rodean
es lo más parecido a unos “zombis”, con pinganillos en las orejas, que se balancean con
desgana y manejan a un tiempo y convulsamente dos aparatos luminosos, uno para oír y
otro para hablar, pero sin escuchar ni comunicarse realmente. ¿Qué grado de estupidez y
reduccionismo puede cobrar aquel anuncio publicitario: “Abuelo, cuando no había
vídeo-juegos, ¿qué hacíais?”?

El acto de la lectura, del que aquí tratamos, es una actividad personal, intensa y
profunda, en la que hay que imaginar y crear; y que exige tiempo, silencio y paciencia;
se encuentra, pues, en las antípodas de esta situación descrita tan pasiva, tan superficial,
facilitona e idiotizante.

Otro enemigo de la lectura es el sentido gregario del muchacho actual, la


necesidad del grupo para afirmarse y divertirse y, además, el cerco del ruido, de la
música estridente, que unidos a las poderosas solicitaciones del entorno, las continuas
incitaciones a salir de sí mismo, a extrovertirse y dispersarse, dificultan enormemente
un acto tan interiorizado y concentrado, tan reflexivo y solitario como es el de la lectura.

George Steiner enumera el silencio, la soledad y la memoria cultural como las


tres categorías que rigen la concepción clásica de la lectura.

Los adolescentes son clientes de pleno derecho de una sociedad que los viste, los
distrae, los alimenta, los cultiva; en la que florecen los macdonalds, los burgers y las
boutiques de moda. Nosotros íbamos a guateques, ellos a discotecas, nosotros leíamos
un libro, ellos oyen su música estridente... A nosotros nos gustaba comulgar bajo los
auspicios de los Beatles, ellos se encierran en el autismo del walkman... Se ve incluso
esa cosa increíble de barrios enteros confiscados por adolescentes, gigantescos
territorios urbanos entregados a sus vagabundeos.3

¡Qué extraños y alejados de este panorama o cuadro juvenil aquellos conocidos


versos de don Francisco de Quevedo, en el soneto “Desde la torre”, y que tan bien
expresan lo que es la lectura como vehículo de conocimientos y de diálogo con el
pasado!:

Retirado en la paz de estos desiertos,


con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.

La tercera causa es que la lectura ha sido excluida drásticamente del ambiente


familiar, bien porque se ha perdido la tradición lectora en clases sociales que antes la
poseían y valoraban, o bien porque no se dan las mínimas condiciones económicas y,
sobre todo, culturales para que pueda existir. En ambos casos, los padres no leen y los
hijos tampoco. La afición lectora entre los adolescentes y jóvenes decrece, aunque a
veces haya un aumento engañoso de lectores llamados inducidos, debido a las lecturas
obligatorias de los planes de estudio, a campañas de marketing, etc., que apenas
consiguen lectores verdaderos y constantes, que es de lo que se trata.

A estas causas señaladas, se unen, por supuesto, la degradación de la educación


y las formas de vida contemporánea, caracterizadas por la prisa y la superficialidad, que
impiden la serenidad, el silencio y la soledad sosegada, a las que estamos aludiendo
como requisitos imprescindibles para poder sumergirse en la lectura e ir consiguiendo el
hábito. José Saramago recordaba la frivolidad y la trivialidad que se está instaurando en
la sociedad. Nos está invadiendo —decía— y nos arrebata lo más preciado que
poseemos: pensar y sentir, y Umberto Eco planteaba la necesidad de volver a valorar la
reflexión y la meditación solitaria en un mundo cada vez más abierto a los espectáculos
y a la distracción.

El escritor y catedrático de la Universidad de Barcelona, Juan Ramón Capella,


plantea, desde su experiencia docente, la miseria pedagógica con la que los estudiantes
llegan a la universidad:

Ni siquiera los mejores son capaces de expresarse por escrito. No se trata


únicamente del absoluto desconocimiento de la ortografía, sino de la aberrante
puntuación, de una grafía disparatada, que muestran la inexistencia de hábitos de lectura
y de escritura. Tienen, además, una ignorancia supina de la Historia: no saben si fue
antes el Imperio Romano o la Revolución Francesa... La Generación PlayStation ha
llegado a la universidad. Divertirse hasta morir. En esto consiste la educación real que
ahora funciona. La industria cultural ha convertido la educación en un divertimento.
Ahora llegan los nuevos bárbaros. Los pedagogos se han vuelto locos, incluso pretenden
que el placer de la lectura se convierta en exámenes... Hay un abismo entre la cultura de
élite y la cultura de masas. Es terrible, pero creo que, al menos durante un tiempo,
tendremos que defender la cultura de élite ante el barbarismo social.

Ante esta situación, que se va agravando curso a curso y que da como resultado
una juventud llamativamente hedonista, enemiga del más mínimo esfuerzo, pasiva y
despersonalizada, muy poco crítica, que ha perdido toda clase de referentes culturales y
que sólo entiende textos muy simples, el profesor tiene que buscar, con inteligencia y
sentido de la realidad, los medios más idóneos para conseguir vencer la apatía de los
alumnos, motivarlos y crear buenos hábitos. Se trata de descubrirles el placer y la
riqueza de la lectura, de conseguir futuros lectores, es decir, hombres más reflexivos,
más cultos, más libres. Y este es el objetivo tanto de la asignatura de lengua como de la
de literatura.

3. La lectura del cuento en la clase de lengua y literatura

La brevedad del cuento literario o relato moderno corto que puede leerse en
menos de veinte minutos o que incluso sólo ocupa media o una página, y la sugestión y
concentración de los grandes pequeños cuentos, facilitan la entrada del lector juvenil y
los convierten en un posible camino de iniciación al placer de la lectura y al
conocimiento directo de la literatura. Si se hace una buena selección desde distintos
planteamientos —temas, estructuras, personajes, épocas y ambientes, técnicas narrativas
y usos del lenguaje, etc.—, los cuentos pueden convertirse en un material vivo de
trabajo en las clases de lengua y literatura.

La lectura se realizará, generalmente, en el aula, a veces en silencio, cada lector


con su texto; otras veces, en voz alta por los propios alumnos y, con frecuencia, será el
profesor quien lea el cuento. Siguiendo a Kepa Osoro, y avalados por nuestra propia
experiencia, podemos afirmar que la lectura en voz alta, apasionada y a la vez serena,
dramatizada y a la vez sencilla, que realiza un profesor de literatura ante sus jóvenes
oyentes, impresiona, contagia y crea adicción. Es necesario volver de nuevo a la
abandonada lectura en voz alta, porque la comprensión del texto pasa por la audición
del sonido de las palabras, de donde, muchas veces, se saca todo su sentido.

¿Ya no tenemos derecho a meternos la palabra en la boca antes de clavárnosla en


la cabeza? ¿Ya no hay oído? ¿Ya no hay música? ¿Ya no hay saliva? ¿Las palabras ya
no tienen sabor? ¡Y qué más! ¿Acaso Flaubert no se gritó su Bovary hasta reventarse los
tímpanos? ¿Acaso no es el más indicado para saber que la comprensión del texto pasa
por el sonido de las palabras de donde sacan todo su sentido... que el sentido es algo que
se pronuncia?4

Pues bien, esa lectura en voz alta, bien modulada o expresiva, es ya en sí, como
decíamos, un buen comienzo en la iniciación de la lectura. Después, el nuevo lector ha
de ir entrando, poco a poco, en la lectura individual e interiorizada, estableciéndose la
comunicación silenciosa entre el libro y él; pero, incluso en esta situación normal de
lectura, sentirá, en ciertos momentos, la necesidad de leer para sí en voz alta.

Y después de la lectura del cuento, ¿qué? El profesor, tal vez por deformación
profesional o por excesivo celo pedagógico, requiere, y casi necesita, un listado de
ejercicios, trabajos, comentarios de texto, sobre la lectura realizada. ¿Qué pintamos
nosotros, los profesores, si no explicamos, proponemos, examinamos y calificamos a
nuestros alumnos?

Pues bien, muchas veces, después de la lectura, nada; el placer o la sorpresa ante
el texto leído, sin más explicaciones... y ya es bastante. Siempre recuerdo las palabras
de una joven estudiante al finalizar la lectura en clase del cuento de García Márquez,
“El ahogado más hermoso del mundo”:No sé si lo he entendido, pero es lo más bello
que he oído en mi vida; tal vez, el mejor comentario que se puede hacer de dicho
cuento. En algunos manuales de literatura y en muchas guías didácticas se propone, y
parece que se exige, tal cantidad de ejercicios sistematizados, ordenados y
pormenorizados que su exhaustiva realización desanima al profesor y hace que el
sufrido alumno aborrezca el texto leído; destruye, por tanto, exactamente lo que se
pretendía conseguir: provocar el goce de leer.

El famoso y tan socorrido comentario de texto, tan sacralizado hace algún


tiempo, llegó a convertirse en un ejercicio cuyo solo nombre asustaba y confundía a los
alumnos, debido a un uso obsesivo, continuo y rígido. La busca desaforada de temas y
asuntos, estructuras internas y externas, aliteraciones y paranomasias, metonimias y
metáforas y algún que otro quiasmo y litote se había convertido en un fin en sí mismo,
con el resultado de transformar el texto en un cadáver descuartizado. Nunca se debe
olvidar que el único objetivo del verdadero comentario es ayudar a una lectura más
comprensiva, aclarando y valorando el texto para que el alumno pueda entenderlo y
disfrutarlo.

El profesor con conocimiento y experiencia, con flexibilidad e imaginación,


teniendo en cuenta el grupo de alumnos y en función de cada texto leído, se contentará a
veces, como ya hemos apuntado, con la simple lectura; en otras ocasiones recabará un
comentario general o una impresión personal más o menos razonada. Planteará y
explicará alguna técnica narrativa patente en el cuento, pedirá que se relacionen y
clasifiquen los títulos leídos; se atenderán y analizarán las características de la lengua
empleada y, desde luego, siempre se solventarán las dudas léxicas y se explicarán las
referencias culturales desconocidas. En casos muy puntuales se realizarán comentarios
más profundos y completos que analicen y valoren los aspectos fundamentales del texto
narrativo: tema, estructura y personajes, tiempo y lugar, técnicas y estilo, e
interpretación. Pero, insisto, sin obsesiones ni rigideces, con libertad y buenas dosis de
imaginación, sin caer en rutinas ni en estériles repeticiones.

En la presentación y tratamiento de los cuentos seleccionados lo que debe


importarle al profesor es que vaya aflorando en los alumnos el gusto por la lectura al
encontrarse con relatos interesantes; que esos textos vayan ampliando la competencia
lingüística, formando la sensibilidad artística y la capacidad crítica y valorativa; y esto
exige tiempo y dedicación. No es una tarea fácil, aunque sí, a la larga, muy fecunda, que
les irá preparando para lecturas más extensas y complejas. Un lector avanzado sólo se
forja a lo largo de años de práctica.

Al hilo de lo que estoy comentando, quiero salir al paso de una falacia muy
peligrosa que se ha presentado a bombo y platillo como pilar básico de la pedagogía al
uso: el estudio y la enseñanza, en general, tienen que convertirse en una actividad
prioritariamente amena y lúdica. Parece que el único criterio valido en esta moderna
pedagogía es que los alumnos se diviertan en las clases, que aprendan jugando, que las
actividades y los ejercicios escolares sean siempre agradables y divertidos, muy lejos de
todo lo que suponga trabajo y esfuerzo. Para ello, el buen profesor ha de convertirse en
una especie de animador festero que entretenga y distraiga a un coro de maravillosos y
entusiasmados chicos que viven cada día, en su centro de enseñanza, una apasionante y
renovada aventura. Por esta misma razón, en algunas de las ofertas editoriales de
literatura infantil y juvenil, el único criterio parece ser el recurso a lo fácil, a lo bonito y
frívolo, a lo divertido, a evitar todo esfuerzo, y, desde luego, ignorar o enmascarar
cualquier aspecto duro o desagradable de la realidad. Lo que se busca es que el
muchacho no se fatigue ni se entristezca o deprima, que pueda seguir vegetando en el
limbo de un mundo idiotizado, convertido así, y desde sus mas tiernos años, en un
ciudadano políticamente correcto, sin discernimiento ni asomo de pensamiento crítico,
sin la más mínima responsabilidad.

Nada más lejos de la verdad. La auténtica enseñanza, el aprendizaje —en la


escuela como en la vida—, la formación integral de un escolar, exigen esfuerzo,
tenacidad y disciplina que quiere decir orden, no castigo; estudios y actividades no
precisamente divertidas, pero sí interesantes y formativas. Sólo en avanzados estadios
de madurez intelectual, el estudio produce placer, pero no es posible el aprendizaje sin
esfuerzo. Con esto no pretendo afirmar que la actividad escolar tenga que ser aburrida y
triste, que no haya que vencer la rutina, romper viejos moldes, buscar nuevos métodos,
fomentar el interés, estimular y facilitar el aprendizaje, etc. Por supuesto que sí; pero
sabiendo que la personalidad se realiza y llega a su plenitud al superar las dificultades,
no al orillarlas.

Los alumnos tienen que enfrentarse a textos variados y de progresiva dificultad,


a historias fantásticas o reales, a finales felices o desgraciados como la vida misma.
Algunos cuentos les agradarán, les resultarán interesantes y sugerentes; otros, les
parecerán más “rollos”, más alejados de su pequeño y cerrado mundo. Es normal. Se
encuentran en una etapa de formación y necesitan no exclusivamente lo que les atraiga a
primera vista —aunque también— sino, en el caso de la lectura, obras distintas y de
gradual dificultad. La lectura literaria, como cualquier otra actividad intelectual,
requiere una educación apropiada que se va consiguiendo con el hábito. Los profesores
experimentados sabemos con cuánta frecuencia poemas, cuentos o novelas inicialmente
rechazados, que no gustaron demasiado o no fueron bien comprendidos en un principio,
se convierten más adelante en una insospechada y gratificante referencia personal del
alumno, hasta el punto de ser sus favoritos.

4. ¿Qué cuentos se pueden leer en clase?

Todos sabemos que la principal característica del cuento frente a otros géneros
narrativos es la brevedad. El cuento pude leerse en unos minutos, en media hora o algo
más: de una sentada.

Pero ¿cuál es la extensión mínima del cuento? Hoy es frecuente un tipo de textos
llamados cuentos, tan cortos que la narración se ha condensado y reducido incluso a una
frase o algunas pocas líneas y cuya extensión máxima puede llegar a una página más o
menos. Los teóricos estudiosos los consideran como una modalidad o subgénero del
cuento, sin haber llegado a un consenso generalizado para su denominación:
minicuentos, minirrelatos, microcuentos, etc.

Aparte de su corta extensión, una de las principales características de este tipo de


textos —hasta el punto de ser considerada esencial— es su carácter proteico, que se
puede traducir también, según todos los estudiosos, como hibridación, mestizaje o
ambigüedad genérica, pues presentan tal variedad temática y de formas y estilos que los
sitúan en una especie de tierra de nadie entre la narración y la lírica, entre el cuento
propiamente dicho o la historia, la anécdota o el microensayo; y próximos, en según qué
casos, al diálogo dramático, la ocurrencia o chiste, la noticia periodística, la estampa, el
poema en prosa, la frase ingeniosa o lapidaria, el epigrama, la alegoría o la greguería. Es
decir, se ha llegado a crear una especie de saco sin fondo, “cajón de sastre” o totum
revolutum en el que, en mezcla confusa y heterogénea, cabe cualquier modalidad, sin
distinguir entre formas literarias diversas, y que sólo porque prevalece la extensión corta
reciben el nombre de minicuentos u otro parecido, a pesar de que el aspecto narrativo se
haya jibarizado o desaparecido en su totalidad. Aunque muchos de estos textos tan
diversos pueden servir al profesor en las propuestas didácticas a las que nos estamos
refiriendo, creo que son necesarias algunas consideraciones previas y, por otra parte,
bastante obvias, para poner un poco de orden y precisión terminológica.

Para que los textos muy breves puedan recibir la denominación de cuentos, tiene
que darse ineludiblemente una narración. Es decir, el suficiente desarrollo de una
historia, en un espacio y en un tiempo: la acción de un personaje protagonista o
principal no necesariamente humano e, incluso, a veces, no explícito o ni siquiera
nombrado, pero siempre en relación con un medio determinado y con otros personajes o
elementos, ya explícitos, ya implícitos en la propia textualidad.

Ítem más, que sea ficción (invención): una historia inventada por el autor. Este
puede crear, sin ningún límite, la historia más fantástica o bien partir de un hecho real,
de una experiencia personal o ajena, que su imaginación puede cambiar, transformar,
modificar y literaturizar con absoluta libertad creadora, porque ni es un gracioso
contador de anécdotas, ni un historiador, ni menos un periodista de sucesos. Y de esta
manera se cumple lo que es el proceso normal de la creación artística literaria; proceso
muy complejo en el que intervienen la sensibilidad, la memoria, y la imaginación para
recrear una historia plasmada, como resultado final, en el texto escrito.

Otras características para que podamos hablar de cuento es la voluntad de estilo,


nacida del convencimiento por parte del autor de estar escribiendo precisamente un
texto literario y no otro cualquiera de simple comunicación. Para que se dé un cuento
bueno, por muy breve que sea, la historia tiene que ser sugerente o evocadora, divertida,
sorpresiva, y estar muy bien contada, de tal manera que produzca en el lector una fuerte
resonancia y una plena satisfacción.

Un texto escrito comienza a ser literario cuando, más allá del puro relato de
sucesos o de la transmisión de datos, pretende una expresividad de carácter estético,
para dar a la supuesta realidad referente una condición distinta, marcada por lo
simbólico. En tal sentido, lo sustantivo en la creación literaria es el estilo, el modo de
expresar por escrito lo que se pretende, a través del lenguaje. El lenguaje es materia
esencial para elaborar la ficción literaria, sostenedor de sus capacidades expresivas y de
su tono general.5

Aunque debemos precisar que también con un estilo aparentemente escueto,


directo y sencillo, como sucede en muchos y excelentes relatos modernos, se consigue
una obra artística. Lo importante es encontrar la manera más adecuada y convincente de
contar bien, y esto siempre supone una preparación previa, un esfuerzo y una voluntad
de estilo, muy lejos de la improvisación y banalidad a la que estamos acostumbrados.

Distinguimos, pues, la denominación de cuento de la de texto mínimo, en el que


sí puede entrar cualquier forma escrita como las anécdotas, aforismos, greguerías,
chistes o ingeniosidades, algunas transcripciones de diálogos, ciertos ensayos con
elementos narrativos, poemas en prosa o estampas literarias, noticias de periódico, o
cualquier variante escrita, que, por muy graciosos, acertados, interesantes y
sorprendentes que sean, no pueden confundirse u homologarse con el cuento. Es la
distinción que establecen algunos estudiosos entre los microtextos frente a los llamados
microrrelatos o minicuentos: la diferencia que existe entre una categoría transgenérica,
verdaderamente mixta y proteica, que abarca un área mucho más amplia e
indeterminada al trascender las restricciones de género y, por otra parte, la forma
literaria denominada cuento muy breve —en cualquiera de sus variantes— que alude a
un tipo de texto narrativo y de ficción en el que se cuenta, de la manera más breve, bella
e intensa posibles, una historia inventada por el autor que produce impacto en el lector.

Las características propias de todo buen cuento: concentración, efecto único,


intensidad, tensión e iluminación o deslumbramiento (Poe y Cortázar), han de
conseguirse en los cuentos brevísimos de una manera muy contundente y, por esta
razón, se requiere del autor un bagaje artístico y literario mucho mayor de lo habitual. Si
es muy difícil la perfección del cuento canónico, el de extensión normal, es mucho
mayor en un minicuento. Recordemos las palabras del escritor español Medardo Fraile:

—Un cuento se escribe siempre temblando.

—¿Por qué?
—Porque puede quebrarse en cualquier momento.

Las historias mínimas de estas características siempre han existido, como


cuentos populares, antiguas fábulas, parábolas o apólogos inolvidables, Pero es
indudable la actualidad de este subgénero del cuento y, por cierto con un desarrollo
destacado en las literaturas hispánicas. Por la extrema brevedad, por el acierto formal,
por la ingeniosidad, la ironía, humor o sátira y por el final sorpresivo, estos cuentos
pueden ser muy apropiados y sugerentes en el trabajo de clase.

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