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L a muerte de un reloj
ealmente, Efrn Sistare no era demasiado partidario de contar
los sueos a cualquiera que se sentase junto a l para tomar un
caf a primera hora de la maana. Como quien se descorcha los
hombros de un bostezo o se achucha los ojos salvajemente, Katsina
necesitaba ese trmite banal para saberse despierta de veras. Observaba
a su marido: l sostena el diario en una mano y en la otra, un bolgrafo
ptico. Curiosamente, a ella ese instante le haca apegarse a la realidad
como nada en el mundo. El sr. Sistare, un holocreador europeo de gran
reputacin, no llegaba a percibir ni una dcima parte de aquellas nimiedades
de la cotidianidad.
Ella le deca que se lo contase de inmediato y su marido, haciendo
verdaderos esfuerzos por salir de su tctica del embeleso, se escudaba en
los resquemores propios de la abulia matutina.
Por qu demonios necesitas que te cuente la misma historia?
No s, Efrn, me pregunto cmo debe ser recordar tus propios sueos.
Yo no los tengo.
Todos soamos.
Efrn dej el peridico abierto en la seccin de sucesos y se incorpor
para, acto seguido, dirigirse al divn de vinilo y acero junto a la ventana.
Esa cara inexpresiva, ese gesto altivo del que ya no soporta los buenos
modales a primeras horas del da, era algo que ella perciba con cierta
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