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La farmacia interior de un amigo

Cuando Roberto Giraldo me escribió contándome de su nuevo libro y me invitó a presentarlo,


me vi tentado a decirle que no porque en esta ciudad hay personas con mucha autoridad que
pueden hablar con gran solvencia sobre el tema. Se lo expresé pero él me animó y aquí estoy
acompañándolo, festejando como ustedes la nueva publicación.

Así pues, con su venia, voy a hablar del amigo que ha escrito un libro, del cual, como en todas
las cosas de la vida, uno puede compartir o no sus planteamientos. Hay que leer el fruto de
este nuevo parto con dolor para comprender los riesgos que Roberto Giraldo está corriendo. Yo
ya lo leí, pero para no aguarles la fiesta, prefiero hablar del amigo… Aprovechar el momento
para refrescarnos la memoria y alimentarnos de nuevo de los hitos que nos han ayudado a
mantenernos de pie.

Estamos hechos de pequeñas historias y los amigos se van forjando como un relicario de
instantes. A veces fruncimos el ceño ante algo que oímos a ese amigo, pensamos que está
equivocado y lo decimos. Lo reconfortante es ver cómo nuestras dudas son oídas al punto que
llega un momento en que ya no importa si son aceptadas o no. Desde el punto de vista del
conocimiento tener la razón entre los amigos no es importante. Y me atrevo a hacerlo extensivo
a todo. ¿Qué importancia puede significar tener la razón? ¿Qué es tener la razón? ¿Quién
tiene la razón? ¿Para qué sirve tener la razón? Quizás para imponer nuestro criterio a los
demás. El mundo de hoy es la construcción alevosa de la razón. Por eso creo que lo peor que
puede suceder a los amigos es que uno de ellos trate de hacer cambiar al otro, de hacerle
pensar y hasta obrar de otra forma. La amistad profunda se mide en los largos periodos de
silencio, no en la obediencia. Más bien en la desobediencia.

Es lo que creo que nos ha pasado a muchos de los que tuvimos la suerte de coincidir en aquel
lejano puerto sobre el río Magdalena. Éramos una generación de desobedientes. Y allí estaba
Roberto Giraldo, fundido con aquel puñado de soñadores dispuestos a conquistar el cielo. Una
cosa es hablar de esa aventura del pensamiento y otra bien distinta haberla vivido.

El país no conoce otra experiencia épica de semejante envergadura y si algo queremos


algunos es aprender a escribir para poder contarla. Allá, en esos ardientes parajes, creamos
muchas cosas y renacimos.

No recuerdo la fecha exacta, pero hace 32 años me encontré por primera vez con Roberto
Giraldo en medio de los grandes debates que por aquella época se desarrollaban no sólo en la
universidad, sino en el país, sobre la educación, la cultura y la ciencia que Colombia requería
para superar su condición de atraso. Aún quedaban rescoldos del movimiento estudiantil más
portentoso que haya conocido nuestro país en los albores de la década anterior. Los gobiernos
se turnaban en su afán por seguir a pie juntillas las políticas norteamericanas. Eran años
efervescentes. Pero se podía hablar, se podía disentir en una asamblea, en una plaza pública,
en un periódico. Podíamos pagar con la cárcel los atrevimientos de un afiche pegado al amparo
de la noche en un muro, o de una manifestación de verdad pacífica. Pero todo el mundo seguía
el curso de esa detención lo que alimentaba más los ánimos, hasta que era liberado.

Sí, se podía expresar las ideas sin el peligro de ser eliminado. Las armas eran las palabras y la
voz, los afiches, las pancartas, los panfletos, inclusive cantábamos y leíamos poemas y
comentábamos novelas y ensayos.

Hasta cuando a unos cuantos obnubilados se les dio por empezar lo que llamaron la
combinación de todas las formas de lucha, que consistía, y sigue consistiendo, en hablar para
disparar, o disparar para hablar, proponer pero conspirar, o conspirar para proponer, eliminar al
que pensaba diferente. Su punto de vista era la verdad absoluta, la razón estaba enteramente
de su parte y todo lo demás había que borrarlo.

Traigo a cuento esta oscura época no superada todavía, porque Roberto Giraldo estuvo al
frente de quienes debatieron con argumentos, no se dejaron despistar y supieron tomar las
medidas adecuadas para conservar la vida y las ideas.

Aún me parece oírlo después de un viaje que hizo por Urabá: nos contaba sobre la situación de
grandes necesidades sanitarias de la gente, la carencia de agua potable, el desempleo en
aquella región del país. O de La Guajira, o de los Llanos… También lo veía en las veladas
culturales y artísticas con el recién creado Grupo Suramérica o el recién creado Pequeño
Teatro las inolvidables giras del Teatro Libre de Bogotá.

Fue tal su compromiso como médico que pronto lo vimos tomando el camino de una decisión
catalogada por muchos de absurda, como fue radicarse en el Sur de Bolívar, en el puerto de
Magangué, a donde fuimos varios. Y allí pude seguir muy de cerca su trajinar por fundar una
clínica a orillas de nuestro gran río Magdalena. Esa es una historia que si no la hubiéramos
vivido no nos la creeríamos ni nosotros mismos. Roberto continúo con su apasionada
búsqueda de mejores condiciones de vida para los pobladores de aquellas regiones. Pronto se
hizo querer de todas las personas, sin distingo social, ni político, fiel a su juramento hipocrático
y a su vocación democrática. A todos servía por igual. Y aprendía de los saberes populares, de
los empíricos y mantenía una comunicación constante con los centros de investigación
universitarios.

Allí le vimos consagrarse por entero a su misión humanitaria como médico, como político, como
líder social. Tuvimos, Carmen Beatriz y yo, el privilegio de acompañarlo a las brigadas de salud
por la cuenca del Bajo Magdalena, internarse por las trochas hasta poblados que aún no
aparecen en el mapa oficial de Colombia, para atender a las gentes. Asistía a seminarios
nacionales o internacionales y regresaba, como lo hace hoy, para compartir lo que había
aprendido. Desde entonces comprendí el carácter integrador de su visión del universo, de la
vida. Discutimos muchísimas veces sobre ciencia y arte y le oí decir mientras viajábamos en
una de esas chalupas que se deslizaban por el inmenso espejo de las ciénagas de Las
Iguanas, que la medicina tenía mucho de arte, que la medicina era un tanteo, casi una
adivinanza. La medicina no es una ciencia propiamente dicha, fue lo que comprendí de todas
esas pláticas. A lo mejor entendí lo que no era, pero ¿quién puede asegurar lo contrario?

Miles de personas lo admiraban porque les amortiguaba sus dolores y los sanaba. Les
formulaba de la farmacia de la esquina, o de la misma farmacia que se había montado en el
Centro Médico. Ahora nos habla de esa otra farmacia que todos cargamos en nuestro interior.
Ahora nos habla de integrar mente, cuerpo y espíritu. La armonía natural.

He pensado mucho en los aportes de Roberto Giraldo, más allá del discurso médico. Y me
gustaría compartir con él, hoy, delante de todos ustedes, lo que en literatura llamaríamos la
caracterización del personaje:

Su inagotable carácter emprendedor. Siempre llega cargado de algo nuevo o de una


profundización de indagaciones anteriores. Avanza y otras veces retrocede.

En Colombia y creo que en todos los países, los gobiernos hablan y hablan, justifican grandes
presupuestos en algo que llaman “promoción de lectura”, pero en el fondo lo que consiguen
muchas veces es vacunar a nuestros jóvenes y adultos contra la lectura debido a su visión
impositiva, academicista y administrativa de concebir la lectura por decreto. Yo propondría a
Roberto Giraldo como un modelo de lector profundo. Un hombre que no sólo deja rodar su
mirada por las letras de los libros, sino que esculca las palabras, las somete a prueba, compara
con otras fuentes, las rastrea en la historia, escribe sobre sus lecturas, comparte sus
inquietudes, vuelve a leer, vuelve a escribir… Es un lector que no sólo tiene el libro sino un
lápiz y papel para tomar apuntes. Lo he visto casi obsesionado leyendo y releyendo muchas
veces un texto hasta digerirlo.

¿De qué otra manera hubiera podido armar todo ese rompecabezas sobre la historia de una
mentira, como la llama él, de la existencia de un virus invisible, inmedible, inexistente, que no
se deja fotografiar, como el VIH? Y no vamos a discutir si tiene o no la razón (vuelve y juega lo
de la razón), pero el sólo hecho de haber construido toda esta interpretación lo convierte en un
precursor digno de ser estudiado. El tiempo, que todo lo mancilla, como dice Borges, será el
que diga la última palabra. Y no sabemos de cuánto tiempo estamos hablando.
Insisto en la virtud de lector profundo, que con sus argumentaciones conmueve, asusta, irrita,
sacude a quien lo oye. Tal como lo concibe Kafka cuando habla del libro:

“Si el libro que leemos no nos despierta como un puño que nos golpeara en el cráneo, ¿para
qué leemos? ¿Para que nos haga felices? Dios mío, también seríamos felices si no tuviéramos
libros, y podríamos, si fuera necesario, escribir nosotros mismos los libros que nos hagan
felices. Pero lo que debemos tener son esos libros que se precipitan sobre nosotros como la
mala suerte y que nos perturban profundamente, como la muerte de alguien a quien amamos
más que a nosotros mismos, como el suicidio. Un libro debe ser como un pico de hielo que
rompa el mar congelado que tenemos dentro”.

Al acumular esta experiencia a campo abierto, Roberto Giraldo posee un arsenal fabuloso que
cuando lo expone naturalmente escandaliza a quienes han recibido durante toda su vida una
morfina domesticante que les ha apagado el sentido crítico. No puede evitar ser contundente,
casi despiadado. Esto inherente a sus descubrimientos y a su propia forma de ser.

Abisma la titánica tarea que se ha echado sobre sus hombros de revisar la historia de las
enfermedades modernas. Esa forma de traer a colación las viejas enseñanzas en los apartados
villorrios e integrarlas con las más profundas investigaciones en los grandes laboratorios del
mundo. Y conocido los círculos científicos sobre el Sida, de los cuales nos alerta sobre la
corrupción que ha penetrado las altas esferas regidas por las políticas norteamericanas que
controlan la OMS, salpicando escandalosamente instituciones como los Premios Nobel.

Es un hombre con criterio propio, en un mundo donde la salud, la vida y la muerte, el


conocimiento, todo, lo han convertido en una mercancía. La enfermedad es una mercancía, un
objeto sujeto a las leyes del mercado, de la oferta y la demanda… Lo mismo que la medicina y
las demás áreas del saber.

Roberto Giraldo ha sido excomulgado de muchas partes, sagradas y profanas, muchos de los
que se decían sus amigos le voltearon la espalda antes sus nuevos planteamientos. Y ahora
que está inmerso con un Ser supremo, con los ángeles sanadores, con la energía cósmica, con
toda esa nueva carga en él, no faltará quién lo vuelva a excomulgar de los escenarios
científicos. Pero igual, crea o no en seres superiores ahora, el camino que nos ha ayudado a
ver nada lo borrará. El enorme aporte que nos hace al invitarnos, al desafiarnos casi, a asumir
nosotros mismos la responsabilidad de nuestra propia salud, de nuestro propio bienestar, y
alejarnos de la consabida ruta de la curación externa, facilista pero fatal, con los medicamentos
de las grandes casas farmacéuticas, la más fácil e irresponsable manera de eludirnos a
nosotros mismos, esta enseñanza, Roberto, nunca la podremos olvidar.
He querido hablar del amigo que va y regresa siempre cargado de entusiasmo, saludarlo sin
condiciones por su nuevo libro que hoy presentamos en Medellín, porque entiendo que con lo
que expone en él quiere abrir su pensamiento a los comentarios de una y otra orilla que lo
enriquecerán, para bien de los demás.

Ángel Galeano H

Palabras de Presentación del nuevo libro “Usando nuestra farmacia interior para prevenir y
curar el Sida”, de Roberto Giraldo, Biblioteca Pública Piloto, Medellín, diciembre 10 de 2009

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