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A bismos de RELOJ DE PLATA.

Soñaste lo mismo que otras noches, pero todo parecía más lejos del lado de

acá porque estabas atontada por la pesadez de los somníferos que habías tragado y

el regusto a cualquier alcohol fuerte.

Cuando cerraste los ojos al dormirte, al dormirte de verdad, simplemente

fuiste muy lejos. A un tiempo o un lugar sin sonidos de reloj de plata, sin Germán

llegando siempre tarde, sin horas terribles que llenar diariamente, sobre todo

mañana.

Te fuiste como si resbalaras a un lugar que no era un lugar exactamente

sino una especie de sombra donde no te hubiera sorprendido encontrar

liliputienses, gatos de Cheshire, cosas que hay debajo de las líneas de los libros.

Allí te fuiste y si hubieras querido hubieras encontrado esta hoja y hubieras leído

que hablaba de ti, de Germán que no llega nunca, y hubieras visto que aunque tu

nombre no se dijera eras tú, exactamente tú y ya no te hubieras sentido

insignificante.

Pero no quisiste, andabas en cualquier otra dirección y siempre te parecía

que era la dirección correcta. Desnuda como estabas, tus pequeños pies - tienes

pies de chinita - te había dicho Germán en otro tiempo y otro sitio. Tus pies

pequeños pisaban aire, concepto de aire, pisaban nada y sin embargo andabas.

Y en la nada había cartas dirigidas a ti con el encabezamiento: Querida

Señora……: y sin firmar. Las recogías, las leías y ellas te hablaban, salían

continuamente de aquel no-suelo como plantas sin raíces.

Salían siempre en el preciso momento y siempre te hablaban de la cosa


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precisa; eran como instrucciones de un Manual de manejo de ti misma y tú leías

ávida, más alegremente cada vez:

Querida señora……. : cartas por toda la superficie de la nada,

instrucciones para ti, para ti allá tirada en la cama sin Germán y para ti acá y

ahora, sin sitio ni momento.

De modo que aprendiste más o menos todo en unas cuantas cartas y supiste

perfectamente qué debías hacer durante aquellas horas que en realidad nunca

habían sido terribles, ni terribles, ni rojas, ni musicales, ni gordas, ni amnésicas, ni

saladas sino sencillamente horas y como mucho horas para hacer cosas.

Entonces quisiste volver, sobre todo para ver si Germán también había

vuelto y estaba ya en la cama y podías hacerle una caricia que le sorprendería en

su tripa caliente - estás fofo Germancito - y decirle sin contarle: mira, ahora ya sé,

todo va a ser distinto, sé que los nudos de los zapatos me gustan así, sé lo que

quiero hacer mañana y esta noche; esta noche ven encima de mí anda, así, aquí.

Pero una no se podía llevar aquellas cartas al otro lado, no había

instrucciones al otro lado, las cosas no decían nada o solamente vaguedades, las

plantas tenían raíces que las ligaban a un suelo de verdad y ninguna daba cartas

dirigidas a la Querida señora….. :

En aquel suelo hasta tus pequeños pies se harían reales y sobre ellos iría

cayendo en bloque el resto de tu cuerpo hacia la gravedad y sonaría a muñeca de


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trapo, sonaría a algo medio consumido.

Y aún así querías volver, de modo que tiraste tu puñado de cartas una a una

hacia todos los lados de la nada como si fueran lastre; y mientras las tirabas

sentías como ibas volviendo a los sonidos del reloj de plata, a Germán a lo lejos

que hurgaba con las llaves en la cerradura. Estabas contenta porque todo iba a ser

distinto ahora, ya te quedaban pocas cartas en las manos y volvías a las horas.

Pero te diste cuenta de que estabas olvidando rápidamente todas las

instrucciones, las cartas se llevaban las cosas que te habían dicho y ya no eras

capaz de recordar lo que se debía hacer, y todo se agigantaba de nuevo en un

vértigo con regusto a alcohol fuerte y píldoras diluidas y angustia y Germán

llegando al dormitorio y tu desnuda y vieja y sin instrucciones y nunca más

Querida Señora…: sino boca abajo en la cama. Y no quisiste volver sin

instrucciones y viste a Germán muy serio corriendo hacia ti en aquel otro lugar,

pero tu ya no estabas.

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